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La nueva situación del artista y del funcionamiento de la obra de arte, el valor teórico y literario de los modelos, el planteamiento científico y racional de los problemas de composición arquitectónica, de la perspectiva y del sistema de representación, supusieron un cambio radical de la práctica artística. No se trata solamente de la aparición de un nuevo lenguaje formal que no altera sustancialmente las formas de comportamiento del arte y los artistas, sino de un nuevo lenguaje que responde a unas nuevas exigencias vitales e intelectuales en las que se desarrolla una nueva concepción del mundo que afecta a la idea misma de arte y a la figura del artista. Durante el Quattrocento la formulación del nuevo lenguaje en los distintos campos y géneros se produjo como consecuencia de esta transformación a través de una experimentación especializada. Los artistas actúan investigando ciertos aspectos de la pintura, la escultura o la arquitectura. Es el caso de la preocupación por alcanzar una reconstrucción arqueológica del mundo clásico que apreciamos en las obras iniciales de L. B. Alberti, o la preocupación por el problema de la perspectiva en la pintura de Paolo Uccello atendiendo a las funciones de los objetos en el marco de la representación, o la investigación del problema de la luz y los objetos en las obras de Piero della Francesca. De ahí que el panorama artístico del Quattrocento sea un panorama fragmentado y dividido en una serie de experimentaciones unidas por un ideario común. Es evidente que Alberti en sus obras de madurez llega a formular un nuevo clasicismo desentendido de las referencias literales a la Antigüedad de sus primeras obras. Y también es cierto que Piero della Francesca en sus obras finales establece una nueva articulación de la luz en el espacio pictórico como recurso perspectivo. Pero todo esto, que culminaría en la definición de un lenguaje universal que se ha denominado Renacimiento Clásico (Klassische) y que tiene en Leonardo y Bramante a dos de sus más claros representantes, no, hace sino poner de manifiesto que el Arte del Quattrocento dista mucho de ser un estilo estático, cerrado y definible. Muy al contrario, el Arte del Quattrocento puede decirse que constituye una suma de experiencias a través de las cuales se va perfilando un nuevo lenguaje que cuando alcanza la posibilidad de codificarse en un estilo único da lugar a algo que como el Renacimiento clásico es su superación. El trasfondo ideológico y cultural del Quattrocento, el Humanismo, tenía una dimensión plural. Por ello, las adecuaciones y correspondencias del lenguaje artístico y los principios humanistas tenía que ser forzosamente dispar. El papel de las cortes que analizamos en este trabajo pone de manifiesto esta disparidad de corrientes, las cuales deben ser interpretadas como aproximaciones a un ideal que, en su conjunto, emana de la fuente común del Humanismo. Es evidente que el neoplatonismo florentino marcó la trayectoria de muchos de los artistas de la ciudad, especialmente de aquellos que trabajaron en la corte de Lorenzo de Médici. Igualmente, en Venecia se deja sentir el influjo del aristotelismo de la escuela de Padua y la pintura se orienta hacia unos problemas representativos completamente distintos. Incluso las preocupaciones astrológicas del Estudio de Ferrara determinaron no pocas de las soluciones pictóricas que se desarrollan en la decoración de los palacios de esta ciudad. Ante este panorama, amplio y diverso, tampoco han de extrañar las actitudes eclécticas y conciliadoras como, por ejemplo, la que hallamos en la Corte de Urbino donde concurren artistas de formaciones diversas, incluidos los flamencos o de formación flamenca. Acaso sea este el atractivo que ofrece el arte de un período que ha intentado ser clásico apartándose decididamente de todo intento de reducción de sus principios a un corolario de normas. Pues la idea que los hombres del Quattrocento tuvieron de lo clásico no fue la de un lenguaje académico, sino de un arte vivo que discurre en una constante transformación debida a una ininterrumpida experimentación.
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La nueva valoración social de estos artífices estuvo en gran medida en relación con el fenómeno del mecenazgo. En algún caso la vinculación de un artista a una corte o a un príncipe permitió a éste eludir incluso la obligación de pagar la cuota del gremio correspondiente para poder ejercer su profesión. Además, la figura del artista cortesano se aleja de lo que fue la generalidad: su posición económica y sus formas de vida, así como su integración en los grupos de humanistas vinculados a las cortes -filósofos, escritores, arqueólogos...- establecían una gran distancia con respecto a otros que seguían siendo considerados artesanos. El deseo de los grandes artistas de liberarse del control de los gremios tuvo mucho que ver con la nueva consideración de las artes en el Renacimiento. Tradicionalmente las artes liberales (Gramática, Retórica, Dialéctica, Aritmética, Geometría, Música y Astronomía) no incluían nada de lo que era la producción artística, que se consideraba más bien dentro de las artes mecánicas (tejido, construcción, navegación, agricultura...). Estas últimas eran las controladas por los gremios, se practicaban con las manos, se aprendían como una técnica y no tenían consideración de ciencia. Los artistas en el Renacimiento van a luchar por el reconocimiento del carácter científico de su arte. Todo ello puede explicar el porqué el arquitecto Brunelleschi afrontó una pena de cárcel en 1434 por negarse a entrar en el gremio de Arte de Maestri de Pietra e Legnami, cuando se encontraba trabajando en la catedral de Florencia. Es evidente que, sin la liberación de las estrechas limitaciones de los gremios, los artistas del Renacimiento no habrían podido disfrutar de la libertad de movimientos que hizo posible que sus realizaciones alcanzaran una amplia proyección. Los argumentos esgrimidos por los artistas en ese proceso de sacar al arte de su consideración artesanal fueron varios. Recurrieron al modelo de la Antigüedad para recordar cómo el artista griego firmaba sus obras y que -tal como escribió Filarete a fines del siglo XV- los emperadores romanos practicaron la pintura. Demostraron que el conocimiento científico -matemáticas, geometría, perspectiva, óptica...- era imprescindible para la creación de sus obras. La definición vitruviana del arquitecto, que fue asumida como propia por los tratadistas de arquitectura del Renacimiento, es un ejemplo de hasta qué punto la amplitud de conocimientos y el dominio de las distintas ciencias, definió al nuevo artista. Algunos de los grandes artífices de este período fueron a la vez teóricos, y su influencia en ese sentido corre paralela a la que tuvieron sus obras. Serían los casos de Alberti o de Piero della Francesca. En el caso de los pintores, compararon la pintura con la poesía, a la que nunca se había negado esa consideración social a que ellos aspiraban. Para ello utilizaron reiteradamente la máxima horaciana del "ut pictura poesis", esto es, que la pintura es poesía muda y la poesía pintura hablada, una equiparación entre palabra y pintura que se puede encontrar también por ejemplo en la epístola escrita por Eneas Silvio en 1451 con el título "dum viguit eloquentia, viguit pictura". En definitiva se trataba de defender la figura del artista como alguien que, a una gran formación científica, unía un ingenio y una capacidad de creación que se plasmaba en obras que iban mucho más allá de cualquier consideración artesanal.
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Se cree que los primeros habitantes de lo que hoy es el estado de New York fueron un grupo de pueblos inscritos en la cultura clovis quienes, posiblemente, se asentaron en la parte norte del territorio, 10.000 años a.C. Más tarde, entre los años 3.500 y 2.500 a.C. llegaron los lamokas; y, posteriormente, gentes de cultura hoppewell, alrededor del 300 d.C. Estos últimos trabajaron el cobre y la piedra, cosecharon y fumaron el tabaco y parecen haber sido los primeros grandes agricultores de maíz. Mil años después llegaron los iroqueses, quienes se dedicaron principalmente a la pesca. El aumento de representantes dentro de estos últimos provocó divisiones y luchas internas, hasta que Deganawidah, nativo de los mohawk y Hiawatha, guerrero de los onondaga, firmaron la paz conjuntamente con Jikohnsaeh, mujer del grupo indígena Neutral, cuyo territorio se encontraba cerca del lago Erie. Hasta cinco grupos indígenas aceptaron la paz y su reglamentación, conformándose la Confederación Iroquesa, que nombró a la tribu Séneca como "Guardianes de la Puerta Oeste". La historia de New York, al igual que la del resto de Norteamérica, es muy corta en cuanto información y sólo se tiene noticias de ella a partir del siglo XVI, cuando Manhattan estaba ocupada por los iroqueses y algonquinos. A estos últimos se debe el nombre de la isla, que significa "Isla de las Colinas", en lengua indígena. El primero en descubrir la bahía de la ciudad fue el italiano Giovanni da Verrazano, florentino al servicio del rey de Francia Francisco I, en el año 1524. Se trata del primer hombre blanco que puso los ojos en lo que sería posteriormente New York. Observó el Estrecho de Narrows a la entrada del puerto y ahora cubierto por un puente que lleva su nombre. G. Verrazano viajaba hacia el norte y acababa de abandonar un lugar que llamó Arcadia, probablemente Kitty Hawk (Carolina del Norte). Casi un siglo después llega a la entrada de Narrows (1609) el inglés Henry Hudson a bordo del Half Moon, al servicio de la Dutch East India Company. Incumpliendo las órdenes de explorar la costa septentrional de Rusia, se dirigió en busca de un paso por el noroeste. Algunos mercaderes holandeses enviaron un año más tarde una expedición para explorar el segundo de los ríos descubiertos, llamado Manhattes. En 1613 la Compañía Holandesa envió cinco barcos a remontar el río Hudson, regresando cargados de pieles compradas a los indígenas. A partir de 1621 se funda la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales con el fin de establecer la colonia de Nueva Holanda (1625). En la futura New York se erigieron dos fuertes con puestos de intercambio comercial: Nueva Amsterdam en la isla de Manhattan y otro llamado Fort Orange (actual Albany), subiendo por el río Hudson. En 1626, el gobernador holandés Peter Minuhit compra la isla a los indígenas que habitaban en ella por 60 florines. Esta teoría es bastante discutida, ya que los habitantes de la isla no eran tan ignorantes, pues practicaban el comercio, como para venderla por ese precio y no parece muy lógico que pudieran haber hecho una transacción económica de tal naturaleza. De todas maneras, el misterio de si esta leyenda es cierta o no aún permanece. La Compañía carecía de motivaciones religiosas o políticas y tenía problemas para reclutar colonos, ya que los holandeses no deseaban abandonar la próspera, tolerante y libre Holanda, recién liberada de los españoles. Por ello, los primeros colonos no fueron holandeses sino hugonotes franceses, que aceptaron la migración para huir de la persecución religiosa que estaban sufriendo en su país. En el año 1647 el gobernador Peter Stuyvesant llegó a Nueva Amsterdam, encontrándose casi en ruinas la administración, los recursos y la moral. Los habitantes no pasaban de 300, la mayoría refugiados religiosos judíos, viviendo en casas rudimentarias y calles prácticamente inexistentes. Menos de 500 metros separaban un extremo del pueblo del otro. En 1663, bajo el último de mandato de Stuyvesant, se estableció el primer Consejo Municipal y, un año después, un acontecimiento dará un vuelco a la historia de Nueva Amsterdam: la llegada y conquista de los ingleses, bajo el mando del coronel británico Nicholls. El rey Carlos II regaló la colonia a su hermano Jaime, duque de York, rebautizándose con el nombre de New York. La conquista fue bastante sencilla pues la principal defensa de la isla, el fuerte Amsterdam, era un bastión antiguo y ruinoso, con los muros en avanzado estado de derrumbe. Los cuarteles y la iglesia eran de madera, vulnerables al fuego, al igual que las casas. Todo esto, unido al hecho de la ausencia de armas facilitó la conquista inglesa, que contaba con una flota de aspecto más impresionante que real. El número de barcos y de hombres que viajaban en ellos fueron exagerados; los informes de Stuyvesant hablaban de una tripulación de 800 hombres, cuando la cifra no superaba ni la mitad. El gobernador holandés se vio obligado a firmar la rendición y cesión de los derechos holandeses sobre Manhattan, el 8 de septiembre de 1664. Ya bajo control inglés, New York prosperó rápidamente durante los siglos XVII-XVIII. El crecimiento de la ciudad se vio favorecido por el intercambio comercial de esclavos negros, pieles o productos de los colonos, principalmente, y al ritmo de la expansión agrícola en su hinterland. La soberanía de los ingleses supuso, sin embargo, una progresiva pérdida de las libertades y derechos, que acabará desembocando en la guerra de Independencia (1776-1783). Al frente de los motines se puso una burguesía mercantil que comenzó por no respetar las leyes inglesas que gravaban sus productos. La chispa que hizo estallar la guerra fue el denominado Motín del Té, en el que la Compañía de Indias Orientales, acuciada por las deudas, solicitó y obtuvo del gobierno británico el monopolio de la venta de té en las colonias de América. La reacción de los colonos fue boicotear el producto lanzándolo desde los barcos que acababan de llegar al puerto de Boston. La violenta respuesta inglesa hizo estallar la guerra (1775). Un año después, concretamente el 4 de julio, el Congreso, reunido en Filadelfia aprobaba la Declaración de Independencia, redactada por Thomas Jefferson, de las trece colonias inglesas respecto de la metrópoli, y formando los Estados Unidos de América del Norte. Tras ocho años de guerra se firmó el Tratado de París (1785), por el que Inglaterra reconocía la Independencia de los Estados Unidos, convirtiéndose Nueva York en la capital. Este título, sin embargo, le duró sólo 5 años, ya que la capital federal se trasladó primero a Filadelfia y después a Washington, de donde ya no se ha movido. Durante las primeras décadas del siglo XIX experimentó un gran crecimiento, elevando su población a más de 200.000 habitantes (1830). La construcción del canal de Eire la convirtió en la primera ciudad de EEUU y lugar obligado de la ruta hacia el oeste de los inmigrantes europeos, con lo que se acentuó su carácter cosmopolita. En los años 30 del mismo siglo, los neoyorquinos afincados en Wall Street fueron protagonistas de una enconada lucha contra la burguesía financiera de Filadelfia que finalizó con la abolición del Banco Federal, pasando New York a ser el centro monetario del país y la bolsa de Wall Street una de las más importantes del mundo. Su población se multiplicó extraordinariamente desde la segunda mitad del s. XIX, alcanzando ya el millón y medio de habitantes (1890), favorecido en gran medida por la inmigración. Destaca especialmente la que llevaron a cabo los judíos provenientes de Europa entre los años 1880 -1915. La primera construcción de una sinagoga en la ciudad se dio en 1730, pero los orígenes del asentamiento judío se remontan al barco San Carlos que, en 1654, desembarcó 23 judíos fugitivos de la reconquista portuguesa del Brasil, en el puerto de Nueva Amsterdam. A finales del siglo XIX las condiciones de vida para los judíos europeos se habían ido complicando debido, básicamente, a la carencia de un territorio estable. América en general y New York, en particular, ofrecían libertad y oportunidades económicas, junto con un estímulo intelectual y espiritual. La emigración judía fue masiva y fue su salvación, ya que las cosas se pusieron todavía más difíciles para ellos tras la I Guerra Mundial con el alzamiento de gobiernos totalitarios en varios de los países europeos con mayor número. Inicialmente se establecieron en la zona sur de Manhattan, donde su número llego a alcanzar el millón y medio de habitantes. Por lo general, llegaban con lo más básico, por no decir sin nada, y trabajaban en la industria del tabaco, del vestido y en menor número en la construcción y el comercio. A pesar de los bajos salarios, el frecuente desempleo y las enfermedades, mejoraron sus condiciones gracias a su duro trabajo y esfuerzo. Tras la I Guerra Mundial una ola de xenofobia recorrió Estados Unidos, sin parangón con la que se estaba dando en Europa, que implantó una serie de normas y prohibió la entrada en el país de más inmigrantes europeos, desesperados por la situación que se estaba dando en el "Viejo Continente". Actualmente los judíos están bien integrados en la ciudad neoyorquina y representan el 12% de la población en el Estado. El siglo XX vio el nacimiento de una de las ciudades más pobladas del mundo debido a la absorción de las poblaciones colindantes, con alrededor de tres millones y medio de habitantes censados. Durante los primeros decenios del siglo fue uno de los principales enclaves del movimiento progresista y uno de los sostenes de la política del presidente Wilson pero, con el Crack bursátil de Wall Street en 1929, la ciudad entró en una etapa de crisis que favoreció la corrupción administrativa y el gangsterismo. Desde comienzos de siglo ha sido uno de los centro preferidos por la inmigración, tanto externa como interna, lo que ha provocado que New York sea una de las cunas de la integración racial. En la actualidad cuenta con una población de aproximadamente ocho millones de habitantes, que todavía tratan de sobreponerse a los ataques del 11 de septiembre del 2001, donde dos aviones secuestrados por terroristas islámicos fueron estrellados contra las Torres Gemelas, en el centro financiero de la ciudad, provocando la caída de ambos edificios. Nueva York es la ciudad de los rascacielos; durante todo el siglo XX se llevaron a cabo construcciones de gran altitud, como las destruidas Torres Gemelas que medían 415 m., o el Empire State Building, que ha pasado a ser el edificio más alto de la ciudad (381m.) y que fue construido en 1931. Actualmente, es una de las ciudades con mayor número de turistas por año, pudiéndose visitar lugares como la Estatua de la Libertad (1886), regalo francés en conmemoración del aniversario de independencia; el puente de Brooklyn; Central Park o Times Square, entre otros. Los barrios de Brooklyn, Harlem o Manhattan, tantas veces vistos en las películas, también son lugares destacados.
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El estilo que era trabajado por Arthur Wesley Dow, se manifestaba mediante una armonía entre la línea y el color y utilizaba el sistema japonés de luces y sombras. O´Keefe encontró aquí una forma de imitar el realismo, y experimentó durante dos años, tratando de encontrar su propia forma de expresión. De la producción artística de O'Keefe podemos decir que ya en los años veinte pintaba gigantezcas flores como si fueran vistas en close-up o primer plano, las cuales constituyen su trabajo más reconocido y a las que les debe su posición como una de las artistas más importantes y exitosas de Estados Unidos.
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Como Tobey, pero en otra dimensión -en ésta gigantesca y en aquél diminuta-, Kline opta por el signo. Un signo abstracto, sin significado legible por nosotros y que es resultado de la acción, del gesto rápido e inconsciente del pintor. Los cuadros de Kline, vistos en reproducciones -y no al natural- producen una falsa sensación de negro pintado sobre blanco. Kline salió al paso de este defecto de visión, para aclarar en que consistía su pintura: "A veces la gente piensa -escribía- que tomo un lienzo y pinto en él un signo negro, pero esto no es verdad. Pinto el blanco y el negro, y el blanco tiene la misma importancia."
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En torno al año 1000 de nuestra era, pueblos de raza polinesia, probablemente habitantes de las islas del Pacífico central y oriental, arribaron a Nueva Zelanda. Eran gentes que, durante generaciones, habían vivido de la pesca y de la horticultura en sus minúsculas islas tropicales. Los polinesios, siempre en busca de tierras mejores, solían llevar consigo plantas y animales en sus viajes de exploración, para aclimatarlos en nuevas tierras, pero, en esta ocasión, algunas de estas plantas no pudieron adaptarse al clima frío de Nueva Zelanda; a cambio, hallaron allí otras que desconocían: grandes bosques, cuya madera proporcionó la materia prima para lo que iba a ser más característico de las artes visuales maoríes: las tallas de figuras y relieves. Sidney Mead, uno de los mayores especialistas en arte maorí, considera que, hacia el 1500 d.C., se habían consolidado todas las características de su cultura. Califica de clásico el periodo comprendido entre 1500 y 1800 y de transición el que se inició en 1800 y continúa en el presente, en el cual muchos artistas se han movido y se mueven con gran soltura entre las formas tradicionales y las importadas. Efectivamente, el arte maorí siguió floreciendo después de la llegada de los europeos. Hubo cambios dramáticos en su estilo, paralelos a los sufridos en el campo económico y social. Aparecieron formas que no tenían nada que ver con las tradicionales pero, afortunadamente, como en algunas otras áreas del Pacífico, se está afianzando cada vez más la personalidad de las poblaciones autóctonas que pretenden recuperar su cultura tradicional, sin perder por ello las ventajas que pueda reportarles la nueva situación social. A juzgar por el número de publicaciones dedicadas al arte maorí es éste uno de los estilos que más interés ha despertado dentro de las artes del Pacífico. Las publicaciones más antiguas se limitan, casi exclusivamente, a la presentación de las obras, con una descripción más o menos exacta de las mismas, pero, a partir de la década de los 60, han comenzado a aparecer trabajos de síntesis, que giran, principalmente, en torno a dos puntos: el análisis de los motivos artísticos maoríes y de su evolución, y el intento de desentrañar el significado simbólico de sus formas. Las investigaciones que se refieren al desarrollo histórico del arte maorí sustentan dos teorías opuestas: la una supone que las formas artísticas maoríes tuvieron su origen fuera de Nueva Zelanda, y la otra apoya un origen autóctono y su posterior desarrollo dentro del país. La primera teoría predominaba durante la fase más temprana de la investigación; la segunda va ganando cada vez más adeptos en los últimos años, naturalmente en línea con la pérdida de favor que el difusionismo ha tenido dentro del campo de la antropología en general. Parece evidente que los maoríes emigraron a Nueva Zelanda desde la Polinesia central. Allí, en las Islas Sociedad, Marquesas y Cook, las formas artísticas son bastante contenidas, a base de pequeños e intrincados diseños, en los que predomina lo lineal.
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Junto a Estados Unidos, Canadá y Australia, tradicionales áreas de inmigración, en las últimas décadas del siglo XX se han consolidado nuevos polos de atracción para los inmigrantes situados en la zona del Pacífico y del Golfo Pérsico.En el área del Pacífico, el principal foco lo constituye Japón que, hasta hace escaso tiempo, había sido considerado como un país excepcional en el terreno inmigratorio, ya que nunca había tratado de introducir trabajadores extranjeros, ni tan siquiera en los momentos de máximo crecimiento económico de los años sesenta. A partir de la década anterior, y tras una drástica reforma agraria, gran parte de la población japonesa dedicada a la agricultura (que ocupaba al 45,2% de la población activa) empezó a descargar sus efectivos demográficos en las ciudades industriales, sin que fuera necesario, como en los países de la Europa occidental, recurrir a los emigrantes de otros lugares. Posteriormente Japón se fue introduciendo en otros países asiáticos en busca de fuerza trabajadora más económica, estableciendo en ellos fábricas subsidiarias, y recurrió a la exportación de capital como sustitutivo eficaz de la importación de mano de obra. En ningún momento se puso de manifiesto la falta de operarios en el país, ni fue necesario recurrir a trabajadores inmigrantes. Tampoco lo favorecía la legislación. El Gobierno japonés declaró, en su primer "Programa Básico de Empleo" de 1967, que no permitiría la entrada en el Japón de trabajadores extranjeros, con el fin de proteger el mercado laboral autóctono.Esta situación se transformó radicalmente entre 1980 y 1990, cuando se produjo un notable incremento del número de trabajadores ilegales en el interior del país, lo que terminó por configurar en torno al Japón un importante sistema migratorio. El crecimiento económico japonés de este período, en contraste con el estancamiento de los Estados Unidos y de Europa, se tradujo pronto en un aumento de valor del yen, lo que ampliaba de forma espectacular la diferencia entre los salarios de Japón y los de otros países asiáticos, convirtiendo el país en un atractivo foco para la inmigración. A su vez, la reducción de las plantillas en los mercados de los países del Oriente Medio (afectados por el estancamiento de la economía en el mundo occidental) aumentaba los flujos de trabajadores extranjeros que se dirigían al Japón que, por su parte, se enfrentaba con un grave problema a consecuencia de la escasez de fuerza trabajadora en las ciudades, una vez que se había agotado la aportación autóctona del campo. En 1990, la población dedicada al sector agrario representaba ya tan sólo el 6,3% de la población activa del país.A partir de este momento, Japón tendrá que enfrentarse a la avalancha integrada por un crecido número de trabajadores extranjeros que se mantienen en situación ilegal. El principal número de inmigrantes lo constituyen los coreanos, tanto del Norte como del Sur, que ya antes y durante la II Guerra Mundial habían emigrado de su país para instalarse en el Japón, manteniendo la nacionalidad coreana. A partir de 1987 se produjo un aumento considerable de la inmigración de sudamericanos y chinos. Los primeros suelen ser descendientes de emigrantes japoneses a Sudamérica, que reciben en Japón casi automáticamente el permiso de trabajo y de permanencia. La colonia china está compuesta, básicamente, por estudiantes y aprendices.La nueva realidad que vive el país ha obligado a modificar la política migratoria en sentido menos restrictivo. En el "Sexto Programa Básico de Empleo", de 1988, se introdujeron algunos cambios: Japón aceptaría ciertas categorías de trabajadores cualificados aunque mantenía una actitud reticente en cuanto a la entrada de los no cualificados, postura en la que coinciden con el Gobierno tanto los empresarios como los sindicatos. En junio de 1990 se promulgó una nueva ley de inmigración, ante la presión por un lado de los inmigrantes y, por otro, de las industrias carentes de mano de obra que solicitaban una solución pronta a este problema. La ley trató de esclarecer la situación autorizando a trabajar en el país a cuatro grupos distintos de extranjeros: los que según las autoridades de Japón eran considerados como "trabajadores cualificados", los estudiantes después de su horario lectivo y durante algunas horas, los extranjeros de origen japonés que emigraron a otros países junto con sus esposas y descendientes y, por último, los aprendices industriales.Japón se enfrenta en la actualidad, aún así, a un serio problema de falta de mano de obra. Según un informe presentado por la "Federación de Organizaciones Económicas" en 1991, se calcula que la escasez de mano de obra en el Japón en el año 2000 alcanzará la cifra de 5.000.000 de trabajadores, siempre que la economía mantenga su crecimiento en un 3,5% anual. En 1991, con la creación de la JITCO ("Organización Técnica Internacional de Japón") y con la presentación del Plan referente a la admisión y formación de aprendices extranjeros, se hizo un esfuerzo por paliar, de algún modo, estas carencias. En el Plan se permitía a los aprendices trabajar durante dos años después de haber finalizado su formación básica, a la vez que, por medio de la JITCO, se ofrecía asistencia técnica y asesoramiento a las empresas pequeñas y medianas que quisieran contratar trabajadores extranjeros. La política migratoria del Gobierno japonés, con el apoyo de la JITCO, se centraliza al máximo. El Gobierno no sólo controla el flujo de la inmigración sino que además interviene directa y diariamente en el mercado de trabajo para la contratación de los inmigrantes.En el otro extremo del continente asiático, el rápido desarrollo de las economías de los países ricos en petróleo de Oriente Medio ha provocado en las últimas décadas un fenómeno migratorio de gran envergadura en la zona del Golfo Pérsico. La fuerte demanda de mano de obra favoreció la afluencia de considerables contingentes de trabajadores procedentes sobre todo del Sur y del Sureste de Asia y, en menor medida, de los países árabes del entorno (Egipto, Siria, Jordania y Yemen). En los países del Golfo Pérsico el desnivel de proporciones entre población autóctona y fuerza extranjera ha sido las más altas del mundo, alcanzando ésta última la cifra del 76% en los Emiratos Árabes Unidos. Sólo en 1985 los seis Estados miembros del Consejo de Cooperación del Golfo emplearon 5,1 millones de trabajadores extranjeros, de los cuales el 43% procedía de Asia del Sur y el 20% del Sureste asiático. La mayor parte de los países asiáticos exportadores de mano de obra ha visto en el Golfo Pérsico su principal mercado. En Pakistán, India, Bangladesh o Tailandia entre el 90 y el 100% de los trabajadores emigrantes sitúa en este área su principal destino.La presencia en estos territorios de un alto porcentaje de población étnicamente diferente suscitó una gran preocupación entre los Gobiernos de la región, sobre todo porque en algunos casos se estaba produciendo un proceso de "aculturación inversa" que daba por resultado una pérdida gradual de la identidad nacional árabe. Pero también se consideraba que una afluencia muy numerosa de inmigrantes árabes podría implicar serios riesgos políticos en la zona. En la década de los ochenta los países de la región optaron por la adopción del llamado proyecto "carcelero", en virtud del cual un contratista, que podía ser de origen asiático, empleaba los trabajadores que considerase pertinentes para la realización de un proyecto determinado, los mantenía en enclaves durante el periodo de realización del proyecto y los hacía regresar al finalizar éste a su país de origen. Se estimaba que el método adoptado era capaz por sí mismo de eliminar tanto los riesgos políticos como las incidencias étnicas negativas, aún cuando impedía toda forma de transferencia tecnológica y no era aplicable más que a una pequeña parte de las actividades económicas, fundamentalmente a la construcción de infraestructuras.En torno a los flujos migratorios de este área geográfica existe una gran incertidumbre, producto tanto de su sensibilidad a los cambios de fortuna derivados de las oscilaciones de los precios del petróleo como de la permanente inestabilidad política que existe en la zona.
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En el esquema historiográfico de Suetonio, habría que hablar de dos Calígulas: el primero, recién llegado al gobierno, que se presenta como un restaurador de la libertad y estrecho colaborador del Senado, al que reconocía la máxima autoridad sobre cuestiones políticas. Ese primer Calígula se presenta como contraste de la imagen del gobierno de los últimos años de Tiberio y, por lo mismo, como el emperador universalmente aceptado por ser el restaurador de la libertad. Como prueba de esa imagen, Suetonio menciona actos de Calígula, como la liberación de presos o el retorno de exiliados que habían sido condenados en aplicación de la ley de lesa majestad, la vuelta a la libertad de expresión y el silencio a que fueron sometidos los denunciadores. Poco tiempo después de tomar el poder, Calígula sufrió una grave enfermedad; restablecido de la misma, comenzó a desvelar la imagen del perverso tirano. Ha habido muchos autores modernos que se han manifestado seguidores de la visión de Suetonio y han buscado síntomas para definir el carácter de la enfermedad de Calígula (¿envenenamiento con algún producto tóxico y posterior lesión cerebral manifestada como epilepsia?) así como para explicar su posterior comportamiento político como la obra de un demente. En las últimas décadas, se comprende mejor el artificio literario de Suetonio (repetido en sus líneas generales en la biografía de Tiberio y en la de Nerón) y, con el apoyo de otros documentos y de métodos críticos, se intenta comprender el grado de racionalidad o coherencia que pudo haber en el comportamiento político de Calígula. Algunos, como Levi, ofrecen reconstrucciones del programa de gobierno de Calígula que se corresponderían bien con el de un emperador políticamente maduro y rodeado de un buen equipo de consejeros; así, la obra de Calígula sólo tendría el defecto de haber intentado seguir un modelo político poco apropiado para su tiempo. Otros prefieren relacionar sus intervenciones originales en política como consecuencia de sus recuerdos y relaciones familiares: habría tomado retazos del programa de M. Antonio para Oriente así como otros de su padre, Germánico, en la política respecto a la frontera renana y, en todo caso, se presentaría sojuzgado por los modelos orientales. Cualquiera de estas dos últimas vías explicativas tiene visos de responder parcialmente a la realidad, pero tampoco se pueden olvidar hechos como los de su juventud y falta de experiencia administrativa y, tal vez también, lo de tratarse de un personaje que poseía una cierta dosis de inmadurez y/o desequilibrio psicológico. Bajo Calígula se rompió el equilibrio de las relaciones entre el emperador y el Senado. La ley de lesa majestad que servía para proteger al Estado de conjuras o sediciones fue aplicada caprichosa e indiscriminadamente; los condenados perdían sus bienes, que iban a parar al Fisco. Así, llegó a resultar peligroso el disponer de una fortuna desahogada, por los riesgos de caer en desgracia ante el emperador. Los senadores eran tratados como miembros de una corte oriental y fueron obligados a presentarse con humildad, respeto y distancia ante su emperador. A raíz de la conjura fracasada del 39 d.C., ese distanciamiento se profundizó aún más. De un emperador que inició su mandato invitando a comer al palacio a senadores y caballeros y regalándoles vestidos preciosos, se pasó a otra cara del mismo que concedía un trato marcado por el odio y persecución, especialmente seguros ante senadores distinguidos. La adulación y el soportar humillaciones se convirtieron en los mejores medios de autodefensa. La caída en desgracia podía acarrear tanto la muerte o el exilio como la privación de las distinciones o símbolos de prestigio familiares. En la línea de Augusto y en la de su padre, Germánico, Calígula prestó una gran atención a la búsqueda de popularidad ante la plebe de Roma. Además del mantenimiento de las distribuciones habituales de alimentos gratuitos, realizó diversos repartos extraordinarios de dinero, así como manifestó su prodigalidad costeando juegos y espectáculos. Naturalmente, esos despilfarros eran posibles contando con los fondos de las arcas del Fisco, saneadas por Tiberio, así como con los fondos de las fortunas obtenidas de los senadores y caballeros condenados. Y cuando esos fondos se iban terminando, se sirvió de diversas artimañas para ampliar las fuentes de ingresos: los funcionarios del Fisco podían declarar nulos los testamentos de los miembros de los órdenes que no dejaban un legado para el emperador; vendió los dominios que sus hermanas poseían en las Galias; dio banquetes a invitados por los que éstos debían pagar; aplicó impuestos por juicios, por los juegos de dados y hasta llegó a permitir la instalación de un prostíbulo en el Palatino, cuyos regentes debían pagar impuestos (Suet., Calig., XXXVIII-XL). Mantuvo igualmente una política de liberalidades con el ejército, lo que ayuda a entender las dificultades encontradas por los senadores que deseaban terminar con ese régimen; los pretorianos recibían también más paga que en época anterior.