La subcultura británica no consistió tan sólo en música popular. El período 1960-3 fue también el gran momento de Carnaby Street, de Mary Quant y de la minifalda, en definitiva de una moda que quería parecer, voluntariamente y a la vez, ridícula, infantil y provocativa. Incluso se puede añadir que Londres fue efímera capital mundial no sólo de la cultura popular sino también de la "cultura cultivada". En este momento muchas novedades literarias (Burgess, A clockwork orange) o teatrales (Hall, Marat-Sade, 1964) procedían de allí. Pero gran parte del cine británico de esta época fue financiado por los norteamericanos. Éste es el caso de Tom Jones, de Richardson (1963), por ejemplo. El propio Richard Lester, director de A hard day's night, la película de los "The Beatles", lo era. De cualquier modo, a esa subcultura juvenil le surgieron competidores en otras partes del mundo. Los franceses pretendieron que Courreges había inventado la minifalda y lo cierto es que este modisto vino a ser un relevo lo que había significado en el pasado Chanel y fue uno de los que impusieron el "prêt a porter". Toda esta descripción puede parecer limitada a tan sólo aspectos superficiales pero es posible también ampliarla a los valores. En 1970 el sociólogo norteamericano Inglehart descubrió que en las sociedades occidentales más desarrolladas, principalmente entre los jóvenes, se estaba empezando a producir una transición desde los valores materialistas a los posmaterialistas. La hipótesis que enunció para explicar esta realidad fue que, por un lado, siempre se da más valor a aquello de lo que se carece, lo que explicaría que fueran las sociedades opulentas en donde se daba este fenómeno. Pero, además, previó, como luego las encuestas probarían, que este fenómeno no se detendría sino que tendería a acentuarse. Los valores posmaterialistas, en efecto, se han difundido con el paso del tiempo y también lo que genéricamente denominamos como "valores posmodernos" -permisividad, críticas a la autoridad política...-, los cuales se pueden identificar de un modo u otro con la herencia de los sesenta.
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A su búsqueda, definición y concreción dedica Dahrendorf en 1982 su ensayo "Oportunidades vitales", interesado en la renovación del liberalismo como organización social y forma de vida. Porque, como él mismo señala al justificar su búsqueda, la tarea de la libertad es ampliar las oportunidades vitales y buscar nuevas posibilidades. Si no se da esta búsqueda no hay libertad: "Puede existir, pues, un progreso de la libertad. Puede haber sociedades que ofrecen mayores posibilidades que otras para realizar el deseo humano de reducir la coacción innecesaria; puede haber sociedades más abiertas y más desarrolladas en las que las oportunidades vitales estén más avanzadas y más difundidas. Y como quiera que esto es así, no tenemos derecho a descansar y a holgar en ningún momento en nuestra tarea de hacer avanzar las fronteras de la libertad (Ibídem, páginas 37-38).Las oportunidades vitales, en las que se suman, condensan y potencian "la felicidad, la utilidad, el bienestar, la supresión de ligaduras y coerciones innecesarias y el derecho a contar con opciones múltiples entre las que poder elegir", son por encima de todo dimensiones de la libertad en la sociedad; una libertad entendida como la búsqueda de más oportunidades vitales para mayor número de gentes.La renovación del liberalismo está exigiendo una apuesta por la libertad y la igualdad. Porque -y ello especifica, o pretende hacerlo, a estas sociedades postindustriales- lo que se busca, lo que debe entonces interesar es la superación de un crecimiento medido más por suma de referencias que por el alcance de opciones en las nuevas sociedades abiertas. Hay, pues, que luchar desde la incertidumbre y desde la libertad por ampliar las oportunidades vitales, puesto que el nuevo reto es el de abrir más posibilidades y más ocasiones para un mayor número de personas, y de hacerlo, además, en el sentido de la vinculación entre elecciones y puntos de referencia.La visión optimista de las sociedades modernas radica en su capacidad de potenciar el crecimiento de las oportunidades vitales humanas, puesto que han crecido tanto la cantidad como la amplitud de opciones así como la posibilidad de estar a disposición de un cada vez mayor número de hombres: "Quien no puede elegir por sí mismo su escuela, su trabajo, su partido político, su lugar de vacaciones y muchas otras cosas, no es libre".Las oportunidades vitales, en fin, se resumen en el conjunto de posibilidades que los hombres tienen de realizar sus necesidades, sus intereses, sus proyectos, etcétera, de la forma más profunda, amplia y progresiva, y dentro de un contexto social determinado.Porque las oportunidades vitales no se distribuyen de forma igual o paralela para todos, precisamente porque, aparte de imposible, terminaría siendo aburrido y haría imposible una convivencia por anulación de las capacidades, disponibilidades y hasta diferencias fisiológicas entre los hombres.Si todos los hombres fueran iguales sería imposible la conformación de estructuras, la ordenación de sociedades y la configuración y desarrollo del progreso. Serían de hecho imposibles las mismas sociedades; y no cabrían ni la supervivencia ni la vida. "La sociedad -va a ratificar Dahrendorf casi parafraseando a Aristóteles- es necesaria porque las personas, que son diferentes entre sí, tienen que crear instituciones comunes para sobrevivir y progresar en común".Y las diferencias entre los hombres y los grupos terminan de hecho no importando -o importando menos- precisamente porque los intereses individuales o de grupo se interfieren y complementan, aun cuando puedan competir con los de otros. Y porque, además, hay hombres que logran imponer su voluntad a otros que tampoco, si se mantienen los oportunos equilibrios, están preparados, dispuestos o resueltos a no dejarse controlar."El miedo a la libertad" de que hablaba E. Fromm, viene a ratificar igualmente esta necesidad de estructuras de poder de cualquier tipo, desde las cuales se ordena, se perfecciona y se hace permanente y progresiva la marcha de las sociedades.¿Cómo funcionan las sociedades? ¿Acaso es el consenso el camino o la vía universalmente aceptada en la conformación y permanencia de las sociedades? ¿O más bien es la dominación la que mejor explica las sucesivas formas de las estructuras sociales a partir de unas estructuras de poder que logran imponer unas jerarquías no siempre idóneas a la hora de mantener la diversidad en la igualdad?En las estructuras de poder y, más aún, en su forma de actuación y desarrollo se halla el origen de los conflictos: El sujeto del conflicto de clases son las oportunidades vitales o, más precisamente, la desigual distribución de las oportunidades vitales. Quienes están en el extremo menos ventajoso demandan más titularidades y provisiones a quienes están en los puestos aventajados.Porque la lucha que se genera cuando no hay respuesta, o al menos no la querida, a las demandas, con el desarrollo de las sociedades deja de ser invisible o latente para volverse manifiesta, organizada y exigente de una aproximación, de un reparto distinto, menos drástico, que progresivamente anule las desigualdades cualitativas, reduzca las desigualdades cuantitativas y promocione la marcha hacia la conquista plena y amplia de los derechos sociales.Si en la sociedad industrial las figuras dominantes fueron primero el empresario, y más adelante el ejecutivo industrial y el hombre de negocios, en la sociedad postindustrial los nuevos hombres, los que progresivamente han venido sustituyendo a los primeros a partir de los años cincuenta -que es cuando Bell sitúa su nacimiento- van a ser los científicos, los matemáticos, los economistas y los ingenieros de la nueva tecnología intelectual.Ahora, por tanto, las decisiones de producción y de negocios quedan subordinadas a las que los Gobiernos crean oportunas en función del crecimiento económico o de su equilibrio. Pero el Gobierno, cualquiera que sea y con el programa que se quiera, se verá forzado a apadrinar la investigación y el desarrollo, el análisis de costes-eficacia y de costes-beneficios; de forma que la toma de decisiones deberá tener necesariamente y de forma progresiva carácter técnico: "La buena utilización del talento y la expansión de las instituciones educativas e intelectuales se convertirán en la primera preocupación de la sociedad; no sólo los mejores talentos, sino finalmente el complejo total de prestigio y status, estarán arraigados en las comunidades intelectuales y científicas" (D. Bell, El advenimiento de la sociedad postindustrial, página 395).La habilidad técnica se convierte así en la base del poder, al que se accede primordialmente por la educación, y por eso los que están en la cúspide de la nueva sociedad son los científicos, que necesariamente habrán de ser tenidos en cuenta a la hora de las decisiones políticas, y deberán contar y alinearse con diferentes facciones de otras elites complementarias.Las nuevas figuras dominantes o, si se quiere, las nuevas elites basadas en la preparación crecen y tienen poder precisamente porque el conocimiento y la planificación se han convertido en los requisitos fundamentales para todo tipo de actividad organizada en estas sociedades: "Los miembros de esta nueva clase tecnocrática, con sus nuevas técnicas de toma de decisiones (análisis de sistemas, programación lineal y presupuestación de programas) son ahora esenciales para la formulación y análisis de las decisiones sobre las que han de formarse los criterios políticos, cuando no para el desempeño del poder" (D. Bell, Ibídem, página 415).La preparación técnica se convierte así, y de forma creciente, en "la condición predominante de la competencia para el empleo y la posición". Y tanto el propietario de una empresa como el político se verán en la necesidad de contratar a técnicos y expertos -la nueva "intelligentsia" técnica y profesional- como forma de seguir manteniendo la competencia profesional, la organización del poder y la seguridad de avances en la ahora llamada "democracia de participación".En esta realidad nueva crecen en valor, importancia y lucha por su consecución los derechos sociales. Y su consecución y conquista hablan de la superación de los viejos derechos civiles y políticos, que son los superávits de liberalismo parlamentario del siglo XIX y del sistema democrático posterior, el que se realiza a lo largo de los dos primeros tercios del siglo XX tras la progresiva imposición y realización del sufragio universal.De lo que se trata ahora -y es el objetivo referido por Dahrendorf- es de la búsqueda y obtención de derechos iguales en marcos constitucionales que controlen y domestiquen al poder, de tal modo que "todos puedan disfrutar de la ciudadanía como fundamento de sus oportunidades vitales".¿Un mundo perfecto, acaso? ¿Un mundo sin clases? Por supuesto que no. Resta mucho todavía, incluso en los países de la OCDE, para que todos los ciudadanos vean satisfechos y asegurados sus derechos de ciudadanía. Las clases siguen funcionando. Y hasta es positivo y obligado su funcionamiento en tanto actúan como "fuerza conductora del conflicto social moderno"."La sociedad industrial en la que vivimos -había afirmado R. Aron, en el inicio de los años sesenta- y que fue prevista por los pensadores del último siglo básicamente democrática, es normalmente, si no necesariamente, democrática, en el sentido de que no excluye a nadie de la ciudadanía y tiende a ofrecer a todos un bienestar material".La preocupación de Aron iba, sin embargo, mucho más allá. Se interesó por el futuro de la sociedad industrial; tuvo en cuenta el futuro de las economías europeas una vez que se iniciara la detención, o la "ralentización" del crecimiento; siguió insistiendo en la tendencia de las sociedades industriales a convertirse en sociedades de clases medias a partir de la reducción de las desigualdades de renta, y acabó deduciendo que la clave de la historia económica moderna es el progreso técnico.Pese a la aproximación real de su pronóstico, los años ochenta han venido a conformar que el progreso técnico ha sido insuficiente. La crisis de los setenta -y en ello se va logrando cada vez más unanimidad- pudo ser reducida o superada cuando la Administración del Estado creció de tal manera que prácticamente en todos los países de la OCDE más de la cuarta parte de su población ha conseguido disfrutar de empleos de tipo funcionarial. Esta tendencia ha seguido en aumento a lo largo de los ochenta, cuando ha seguido creciendo más y más la actividad gubernamental, de modo que puede asegurarse, casi sin temor a la duda, que el viejo poder del pueblo, base de su soberanía y de sus decisiones mediante el voto múltiple -nacional, regional, municipal-, ha sido sustituido o mermado por el poder de la burocratización."Todo, comentará Dahrendorf, queda sometido a la sutil tortura de la burocracia: Los valores de la seguridad y el ascenso metódico, del trabajo asegurado, aunque no muy pesado, y una impersonalidad calculable de las relaciones de autoridad han tendido a configurarse como valores preferidos de la gente de muchas profesiones, incluso en sociedades en las que la supervivencia de la mayoría depende de la ubre del gobierno... La vida dentro de la Administración puede no ser excitante ni incitadora, puede que no ofrezca muchas oportunidades para innovar y realizar carreras inusuales, pero es una notable realización social que satisface muchas aspiraciones" (R. Dahrendorf, El conflicto social moderno, página 159).Pensando precisamente, y proyectando un "Estado social", progresivamente abierto a unas políticas sociales modernas que insisten en la ampliación y cualificación de niveles de vida y de educación, transferencias de rentas hacia grupos peor dotados, mejores cuidados médicos para todos, etcétera, con vistas a la conquista y ampliación de los derechos de la ciudadanía social, se han precipitado los costes a la par que aumentan las necesidades, crece el número de jubilados y se insiste en el estancamiento cuando no la reducción de los gastos públicos.Para hacer realidad todas estas intenciones se amplió sobremanera la burocracia en unos Estados que se convirtieron en los primeros, seguros y crecientes "empleadores". Y como resultaba imposible el mantenimiento, y menos aún el aumento, del proceso, fue surgiendo a la vez una conciencia cada vez más amplia de crisis de la democracia. El debate en torno al crecimiento económico dejó abierto el camino a otro mucho más trascendental: el debate sobre la gobernabilidad, que al final de los setenta y a lo largo de los ochenta acentuó preocupaciones, una vez que todos comenzaron a tomar conciencia de que el bienestar personal se hallaba ligado, o dependía, del bienestar del país, precisamente cuando los Gobiernos resultaban inhábiles para atajar la inflación sin reducir al mismo tiempo expectativas de crecimiento y de creación de puestos de trabajo.La inflación incontrolada generó no tanto protestas como la total desilusión colectiva; y de un clima de Estado de bienestar sustitutivo del viejo "Estado-Providencia" se pasa a una esperanza, a una expectativa o a una exigencia de "menos gobierno".Se toma una mayor conciencia de que la mayoría de los seres humanos, si se exceptúan los grupos privilegiados del "primer mundo", los que acumulan riqueza y trabajo bien remunerado y fijo, son pobres y desgraciados. Y esto retrasa sobremanera el ya viejo reto de conseguir una sociedad civil mundial.No obstante -y aquí reside el gran reto de las generaciones que todavía hoy no han podido acceder al ejercicio de sus titularidades- la vida sigue girando en torno a la actividad humana; y son necesarios, como nunca, unos "valores nuevos" para conseguir respuestas nada fáciles:"La cuestión -termina comentando Dahrendorf- es encontrar una vida que no sea ni burocracia ni adicción. No, la cuestión no es "encontrarla", sino "hacerla". La gente joven tiene que hacer que tenga significado. El tener significado encierra dos aspectos: lo que la gente haga tiene que ser alegre y tiene que interesar".
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Al tiempo que las potencias mercantiles tradicionales tropezaban con dificultades, cuando no iniciaban un inequívoco declive, otras irrumpían con fuerza notable en el escenario del comercio internacional. En su mayor parte se trataba de potencies que poseían fachadas costeras en el Atlántico, convertido desde finales del Medievo en el gran protagonista tanto de la actividad naval europea en general como del comercio marítimo en particular. Una de esas nuevas potencias fue Inglaterra. Sus puntos de partida eran inmejorables, pues poseía en abundancia lana y carbón, pero también unos puertos magníficos, de los que sobresalían Londres y Bristol, y, desde comienzos del siglo XIV, una industria pañera en creciente expansión. En un determinado momento del siglo XIV los ingleses decidieron establecer una "staple" en el Continente, en la zona del mar del Norte. Se trataba de un punto de venta obligatorio de sus lanas. Ese punto fue, habitualmente, el puerto de Calais. Asimismo, los mercaderes constituyeron asociaciones, de las cuales la más importante fue la de los "Merchant Venturers". Por si fuera poco un decreto del año 1381 reservaba para los comerciantes nacionales la utilización de barcos para los productos que se exportaban desde Inglaterra, lo que, en el fondo, venia a ser un "acta de navegación". El comercio exterior inglés tenía sus pilares en la exportación de minerales -hulla, plomo, estaño-, cueros, sebo y, fundamentalmente, paños. Este último capítulo conoció un auténtico salto adelante en el siglo XV. Si en el año 1400 salieron de Inglaterra unas 38.000 piezas, al mediar el siglo XV esa cifra se elevaba a casi 60.000, aún cuando el crecimiento no fue lineal. Las cuentas de las aduanas de los años 1446-1448 revelan que en ese periodo Inglaterra exportó paños y lana por valor de 172.000 libras, en tanto que los restantes productos sólo alcanzaron las 11.000 libras. Los paños se embarcaban en Londres, Bristol, Southampton, Boston, Hull e Upswich, dirigiéndose a toda Europa, desde Lisboa, al Sur, hasta Bergen, al Norte, pasando por la zona de la desembocadura del Rin. Más modesta fue la presencia de Holanda, que dio en los siglos XIV y XV sus primeros pasos como potencia económica. Sin duda se benefició Holanda del auge de la pañería, proceso en buena medida paralelo al retroceso de la producción textil flamenca. Simultáneamente adquirían una dimensión internacional las ferias de Bergen-op-Zoom y la banca florecía en núcleos como Leyde, Delft, Dordrecht o Maastricht. Pero quizá lo más espectacular fue el progreso experimentado por los puertos de Amsterdam, inicialmente una simple aldea de pescadores de arenques, y de Rotterdam. Así las cosas, se explica que en la decimoquinta centuria los mercaderes holandeses se sintieran con suficiente fuerza pare competir en el ámbito báltico con los comerciantes de la Hansa. Los últimos protagonistas que debemos presentar son los reinos hispánicos, tanto la Corona de Aragón como la de Castilla o el Reino de Portugal, en donde el puerto de Lisboa tenía una importancia creciente. La Corona de Aragón experimentó una formidable expansión, tanto militar como económica, por el Mediterráneo. Ahora bien, el comercio desarrollado en el Mare Nostrum fue ante todo una actividad propia de Cataluña. El Principado tenía excelentes puertos (sobre todo el de Barcelona), una burguesía emprendedora, una producción pañera en ascenso e instituciones adecuadas para la protección de los mercaderes (como el Consulado del Mar). El comercio catalán de fines de la Edad Media se articuló en torno a tres grandes rutas: el Mediterráneo oriental, en donde interesaban las especias; el sur de Francia, Cerdeña y Sicilia, regiones que proporcionaban cereales y, a cambio, compraban tejidos; Berbería, en donde se obtenían pieles, cuero y cera. El comercio catalán alcanzó su mayor prosperidad en la segunda mitad del siglo XIV. Pero en el siglo XV entró en franco declive, debido tanto a la presencia turca en el Mediterráneo oriental como a las propias dificultades por las que atravesó el Principado. La Corona de Castilla conoció a fines del Medievo, particularmente en el siglo XV, una gran expansión del comercio a larga distancia. El foco principal de esa actividad era el que formaban la ciudad de Burgos, por una parte, y la costa oriental del Cantábrico, con Bilbao como puerto esencial, por otra. Burgos, en donde se creó en 1443 una universidad de mercaderes, era el gran centro recolector de lanas. Los vizcaínos, por su parte, desempeñaban el papel de transportistas. El comercio de exportación castellano se basaba en primer lugar en la lana, pero también en el hierro vizcaíno, el aceite y el vino y, desde el siglo XV, en el azúcar procedente de las islas Canarias. En contrapartida Castilla importaba manufacturas, algunos alimentos y, en menor medida, tapices y retablos. El comercio castellano se dirigía básicamente hacia Flandes, la costa atlántica de Francia y el sur de Inglaterra. En ese contexto surgieron colonias de mercaderes de Castilla en ciudades como Brujas, Rouen o Nantes. Pero también se formó un importante foco de actividad comercial en el suroreste de Andalucía. Sus grandes animadores fueron los hombres de negocios genoveses establecidos en aquella zona, los cuales, aparte del interés que mostraron por los productos de la tierra andaluza, proyectaron su actuación sobre el norte de África.
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En el siglo XVII, el comercio marítimo entró en un nuevo período de expansión, con la multiplicación de las relaciones entre los continentes. Se originó de forma paralela un reparto de funciones intercontinental, que los volvió interdependientes. De forma paralela se producen cambios en el protagonismo de las distintas potencias coloniales. A comienzos de siglo, los imperios coloniales de las dos potencias ibéricas, unidas bajo la misma Monarquía desde 1580, se encontraban en su cenit, aunque con claros síntomas de dificultades. A lo largo del siglo tuvieron que enfrentarse con una época de recesión, que las obligó a ceder terreno ante rivales más fuertes económicamente. Aunque, en definitiva, España lograse mantener indemnes sus territorios y Portugal consiguiese reconvertir su Imperio, tuvieron que ceder el papel protagonista ante candidatos capaces de adoptar métodos más adecuados a las nuevas circunstancias. Inglaterra, y en menor grado Francia, pusieron las bases de sus futuros grandes imperios. Pero fue la navegación holandesa la que ostentó la primacía, mientras tendía las redes de su comercio por cuatro continentes.
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Cuando a mediados del siglo I a.C. Cicerón escribía su tratado "La República", evocaba los tiempos en los que Escipión Emiliano era el primer ciudadano de Roma y consideraba que ese período de la historia de Roma había sido la Edad de Oro de la República. Pero a los ojos de los historiadores de hoy ese juicio de Cicerón parece demasiado optimista. Los problemas y desórdenes que surgieron en la época de los Gracos no fueron el resultado de un pequeño grupo de ciudadanos agitadores, sino el resultado de las tensiones sociales y contradicciones políticas que se fueron gestando durante la época de las grandes conquistas. Estas mismas conquistas -y la influencia del helenismo en Roma- magnificaron la importancia del general vencedor en detrimento de las propias instituciones republicanas. La necesidad de recurrir a poderes personales es una de las características de este período que ya entonces supuso un factor de disgregación política importante y que posteriormente será un elemento rompedor de la propia institución republicana, cuando pasó a ser el instrumento esencial de la acción política. Los generales victoriosos proporcionaban las riquezas que permitían: limitar las tensiones sociales, posibilitar el constante aumento de oportunidades económicas para diversos grupos sociales y, al mismo tiempo, afirmar la importancia política de la clase senatorial. Existe pues, en este sentido, un militarismo que impugna toda la actividad política y económica de este período. Las recompensas que a cambio de sus triunfos recibían, confieren a los generales de esta época una importancia enorme, que englobaba tanto el honor como la influencia política -apoyada ésta en sus numerosas clientelas- y el enriquecimiento personal. Respecto al primer punto basta recordar algunos casos significativos: Manio Valerio, después de la toma de Mesina (246 a.C.) se hizo llamar Mesalla, primer sobrenombre derivado del nombre de la ciudad conquistada. Flaminio emitió monedas con su efigie y otro tanto había hecho antes Escipión en Hispania. Ambos intentaron utilizar el título de imperator unido al culto de Júpiter, y Paulo Emilio -el vencedor de Pidna- hizo que se inscribiera su hazaña en una columna triunfal. Pero además, los generales victoriosos adquieren sobre las comunidades sometidas un poder que se traduce en el sometimiento personal de éstas a su conquistador. Por ejemplo, Claudio Marcelo, cónsul por primera vez en el 222 y artífice del sometimiento de Siracusa, fue elegido patrono de la ciudad por los propios siracusanos. Q. Minucio Rufo, cónsul en el 197, que había sometido aquel año la Liguria, es elegido patrono por los genuates (Génova) y Paulo Emilio, que había vencido a los lusitanos (189) siendo pretor, a los ligures (182) durante su primer consulado y a los macedonios en Pydna (168), fue elegido patrono por los lusitanos, los ligures y los macedonios. También Flaminio poseía numerosas clientelas en Grecia, donde fue designado patrono (proxenos) de varias ciudades, Delfos entre ellas. Para las comunidades conquistadas, su sometimiento era sin duda considerada la obra personal de un hombre, por más que fuera mandatario y representante oficial del Senado. Así, le consideran el verdadero dueño de su destino. Es con él con quien ellos entablan negociaciones, con quien tratan directamente y no con el Senado, lejano y abstracto para ellos. Es pues a él a quien se someten y a su fides a la que se encomiendan. Estas clientelas actuaron como mecanismos de control social y determinaron no sólo el prestigio y la fortuna política de estos personajes, sino el enriquecimiento personal a veces excesivo y no siempre lícito. Ya hemos hablado del flujo de bienes que la expansión territorial procuró a diversos grupos sociales, entre ellos, la aristocracia senatorial. No obstante, se ve claramente por parte de la aristocracia senatorial durante la primera mitad del siglo II a.C., una preocupación por controlar el exceso de lujo y la desigual distribución de la riqueza. Indica la conciencia de que tales ventajas económicas tenían también el riesgo de romper el equilibrio del propio cuerpo social. En tal sentido se tomaron iniciativas como la promulgación de la Lex Fannia (161), la Orchia o la Baebia (ambas del 181 a.C.) cuyo objetivo era limitar la ostentación y los gastos suntuarios. La cuestión de la riqueza y del modo en que ésta era adquirida es el objeto de muchos discursos de Catón, que representaba a un sector importante de senadores. Su batalla contra la corrupción producida por el lujo excesivo y el enriquecimiento ilícito no se apoyaba en consideraciones morales, sitio en su deseo de mantener la estabilidad y el sistema senatorial. En este sentido mantuvo una larga batalla contra Escipión el Africano, iniciando un proceso contra él que lo obligó a abandonar la vida política y a retirarse a Literno, aunque se negase a responder a las acusaciones de que era objeto: la apropiación de una parte del botín sustraído a Antíoco y el haber entablado negociaciones personales con el rey, al margen del Senado. También Catón, en el 190 a.C., se opuso a la candidatura a censor de Acilio Glabrión porque éste había sustraído parte del botín de la campaña oriental en la que el propio Catón había tomado parte como letrado. La cuestión del botín es un tema recurrente en Catón, así como que debía ser distribuido equitativamente entre los soldados y no entre unos pocos amigos. Catón denuncia una serie de prácticas que debían ser usuales, como la extorsión de los gobernadores en sus provincias, la excesiva libertad concedida a los publicanos en sus negocios (a los que llama ladrones públicos vestidos de púrpura y oro) o la concesión de prebendas e inmunidades al séquito de los magistrados romanos a expensas de las comunidades provinciales. No es que Catón -ni ningún otro senador- estuviese en contra de la riqueza. Es suya la máxima de que "un hombre debe dejar un patrimonio mayor del que recibió como herencia" y sus negocios posibilitaron, sin duda, que él lo consiguiese. Pero el uso de esta riqueza tenía implicaciones políticas peligrosas. Las exigencias populares de un reparto más justo de los recursos implicaba el riesgo de una ruptura del equilibrio social, como sucedió en época de los Gracos y que Catón supo entrever.
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La declaración de la guerra por Francia en 1689 y la necesidad de recaudar un donativo, junto con la acción de agentes de Luis XIV, vuelven a desencadenar la rebelión de los campesinos -el movimiento se extiende entre Vilafranca del Penedés y la plana de Vic-, quienes de nuevo se dirigen a la Ciudad Condal para imponer sus demandas, aunque son dispersados y finalmente derrotados por el virrey, tras una serie de escaramuzas, con el apoyo de los consellers de Barcelona, que fueron recompensados en 1690 con el privilegio de mantener cubierta la cabeza en presencia del rey, privilegio que se les venía denegando desde las Cortes de 1632. La revuelta de los barretines preludia la que se desencadena en Valencia en 1693. También aquí los sectores privilegiados del campo (abogados, clero y síndicos) arrastran a los campesinos descontentos, pero a diferencia del movimiento catalán las acciones iban dirigidas contra el pago de los impuestos señoriales. Las detenciones efectuadas por el virrey provocaron los primeros motines en Vilallonga en el mes de julio y la formación de un ejército de agermanados que es derrotado pocos días después por las tropas reales, aunque los dos principales cabecillas lograron escapar manteniendo la agitación en el ducado de Gandía hasta el punto de que los señores no conseguirán encontrar quien quiera arrendar los impuestos. A finales de 1693 la situación quedó prácticamente controlada con la captura de uno de los jefes de la revuelta, que fue condenado a muerte en 1694, mientras el resto de los rebeldes pagaron su osadía en galeras. A finales del siglo XVII la colaboración entre los reinos y la Corona es un hecho indiscutible, como también lo es la primacía adquirida por la aristocracia en las decisiones políticas. La Paz de Ryswick permite, además, restañar las heridas causadas por la guerra con Francia y retomar las reformas fiscales y económicas que habían sido postergadas. Sin embargo, las disputas palatinas en torno a la sucesión de Carlos II ensombrecerán los últimos años del reinado. La designación de José Fernando de Baviera como heredero del monarca español acalla las diferencias existentes entre las facciones cortesanas, agrupadas de nuevo en torno al conde de Oropesa, que asume la presidencia del Consejo de Castilla. El fallecimiento del príncipe, sin embargo, vuelve a reavivar el debate sucesorio, adscribiéndose el conde de Oropesa al partido del Almirante de Castilla, proclive al archiduque Carlos, hijo del Emperador Leopoldo I, y otros a la camarilla pro-francesa dirigida por el cardenal Portocarrero. La pugna de ambos partidos alcanza su máxima conflictividad en 1699. Las malas cosechas de los años anteriores y la subida de los precios agrícolas provoca una crisis de subsistencias y disturbios en Valladolid y otras ciudades que será hábilmente manipulada por el partido francés para imponerse en la Corte, donde las masas urbanas hambrientas, instigadas por agentes de Francia, se amotinan exigiendo la rebaja del precio del pan y de otros artículos comestibles, pero también el nombramiento de Francisco Ronquillo como corregidor y la dimisión de Oropesa, cuya casa es asaltada. Estos sucesos, conocidos como el Motín de los Gatos, serán la causa de la caída de Oropesa y de su exilio de la Corte junto con el Almirante de Castilla, los dos paladines del candidato imperial al trono español, dejando así libres las manos al partido francés, que alcanza finalmente su propósito con la designación como heredero de Carlos II a Felipe de Anjou, a quien Castilla proclama rey el 24 de noviembre de 1700.
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Las tensiones políticas de la época de los Julio-Claudios son un reflejo parcial de conflictos ideológicos más profundos. Las corrientes filosóficas, religiosas y artísticas de Oriente van ganando cada día más adeptos en el Occidente del Imperio. Los hombres nuevos de la aristocracia romana procedentes de las provincias hacen aportaciones decisivas en la defensa de las tradiciones romanas. El universalismo político de Alejandro Magno fue superado por Roma. La apertura de nuevos horizontes comerciales y el contacto con pueblos de tradiciones tan diversas contribuyeron a la creación de ideologías universalistas. El Occidente pudo frenar aún el auge de los cultos orientales: incluso reconocido el culto de Isis bajo Calígula, pasará tiempo hasta ser un culto difundido; y más aún puede decirse del culto minorasiático de Cibeles y Atis, del culto a Júpiter Dolicheno y de otros cultos orientales. En cambio, no se encuentra una oposición abierta a algunas corrientes filosóficas del helenismo. Eran conocidas por sectores de la oligarquía romana cuando completaban su educación en las escuelas filosóficas y retóricas de Atenas, Rodas, Antioquía o Alejandría. El carácter práctico de los romanos había dado ya figuras eclécticas como Cicerón, quien había ofrecido una síntesis vulgarizada del epicureísmo, estoicismo y platonismo. Se adaptaba bien a la mentalidad romana el eclecticismo, porque permitía servirse de fragmentos de las distintas escuelas con vistas a su aplicación política o social. Además de predominar la ausencia de sectarismo filosófico, la escuela de mayor empuje y con más seguidores, el estoicismo, ya se había despojado de muchas concepciones originarias como la de la antigua teoría de la conflagración o absorción de las cosas por el fuego divino. Posidonio de Apamea (130-46 a.C.), que gozó de gran prestigio en Roma, defendía un estoicismo de contenidos éticos. Así, para los romanos, la filosofía estoica era ante todo un modo de vida. Y Séneca es un fiel representante del estoicismo del siglo I d.C. La visión religiosa de Séneca, puramente estoica, ha dado pie a que muchos hayan pensado en su proximidad al cristianismo. En una de las cartas a Lucilio (XLI, l) tiene frases como ésta: "Dios se encuentra cerca de ti, contigo, en ti. Lucilio, en nuestro interior reside un espíritu sagrado al que no se oculta ninguna de nuestras obras, buenas o malas; y nos trata igual que lo tratamos. Nadie es honrado sin Dios...." La incitación a la resignación, las consideraciones sobre el escaso valor de las riquezas materiales, el estímulo para soportar con serenidad los reveses de la fortuna, la defensa del ascetismo... son contenidos presentes en el estoicismo romano del siglo I representado por Séneca. Es cierto que, para los estoicos de esta época, los hombres eran todos iguales pero en su interior, en su espíritu; por lo mismo, la auténtica libertad es la interior. Así, el estoicismo ofrece la coartada ideológica para el sostenimiento de la esclavitud. En todo caso, si el estoicismo no era una ideología revolucionaria, contenía el germen de una defensa de las libertades y, por lo mismo, rechazaba el sometimiento al tirano: en la conjura de Pisón contra Nerón estaban comprometidos muchos estoicos (Séneca y Trásea Peto) que pagaron su adhesión con su vida. El politeísmo romano era aceptado por el estoicismo pero éste introducía en el mismo la idea de la existencia de un principio divino único, del que los diversos dioses eran sus manifestaciones. De este modo, el estoicismo contribuía a la preparación de un mundo espiritual más dispuesto a reconocer y aceptar las religiones monoteístas. El fenómeno que tendrá mayor trascendencia en la posterior cultura occidental, el cristianismo, da sus primeros pasos durante los Julio-Claudios. Los seguidores directos de Jesús eran judíos y muchos cristianos primitivos entendieron el mensaje cristiano como una variante del judaísmo. El propio Pablo, judío y ciudadano romano, participaba al comienzo de esa visión. Los judíos cultos están acostumbrados a las adaptaciones en la interpretación de la Ley. Filón, filósofo judío, había buscado la forma de hacer coherente la Ley con la doctrina estoica. Pero el intento de Calígula de que su propia estatua fuera introducida en el Templo había superado todas las medidas y conmocionado a la comunidad judía. Y Filón, como el propio Pablo, esperaban el triunfo del pueblo judío contra esos enemigos externos. La conversión de Pablo (32-33 d.C.), su visión de Damasco, no hubiera tenido tanta trascendencia sin su segundo gran viraje (34-36 d.C.) cuando se decide a no defender la necesidad de la circuncisión para mantenerse dentro de la Ley y dentro del cristianismo. En sus viajes misioneros por Asia Menor, Pablo predicaba en las sinagogas. El 49 d.C., en Jerusalén, a duras penas convenció a algunos apóstoles (Pedro, Juan y Jacobo) de prescindir de la circuncisión y de la necesidad de llevar el evangelio también a los gentiles. Ese encuentro de Jerusalén marcó la primera gran división del cristianismo; la comunidad cristiana judaica quedó muy reducida frente las pujantes comunidades posteriores, en las que había antiguos judíos y gentiles. El año 41 d.C., Claudio prohibe las reuniones de judíos en Roma porque organizaban tumultos bajo la instigación de Cristo, impulsore Chresto tumultuantes. Bajo Nerón, ya se distingue entre judíos y cristianos. Y, si nos atenemos a las cartas de Pablo, la comunidad cristiana de Roma del 57-58 d.C. era ya significativa. Así, bajo los Julio-Claudios, se consolida el monoteísmo cristiano diferenciado del monoteísmo judaico. Pero, a su vez, el propio politeísmo romano, ante todo bajo la influencia platónica y estoica, comienza a tener intérpretes de formas religiosas más espiritualizadas en las que la variedad de los dioses encuentra la explicación coherente de ser manifestaciones de un único principio. Pero para la religión romana, tal idea no pasó de ser una elaboración culta sin arraigo y aceptación entre las masas populares.
lugar
Municipio situado al este de la Comunidad de Madrid. Fue fundado entre 1709 y 1713 por Juan de Goyeneche y Gastón como pequeño centro industrial. El diseño de los edificios y la planificación urbanística corrió a cargo de José Benito Churriguera. Porteriormente el poblado estuvo en estado de bandono durante años hasta que a principios del siglo XX fue recuperado y declarado Monumento Histórico-Artístico en 1941 y Bien de Interés Cultural en 2000. En el cunjunto destaca el Palacio Goyeneche y la Iglesia de San Francisco Javier. En el mismo conjunto se alberga el Museo Etnológico de la Comunidad de Madrid.
obra
El de 1817 fue un año marcado por dos elementos de importancia: por una parte, Friedrich conoce al médico y pintor Carl Gustav Carus, cuya amistad perdurará durante toda la vida del artista; el estilo de Carus se verá tan influido por Friedrich que será, en ocasiones, difícil distinguir una autoría u otra. Por otra parte, el pintor pomerano se ocupa del diseño de la decoración para la Marienkirche de Stralsund, proyecto que, aunque no fuera realizado, supuso el apogeo del goticismo en la obra de Friedrich. Este goticismo de la época 1810-1820 se plasma en sus lienzos, como es el caso de esta vista de Neubrandenburg, la ciudad natal de sus padres, en forma de una arquitectura gótica que se asocia a un reino celestial, a la ciudad divina más allá de un paisaje real. Con todo, lo decisivo en esta obra son los medios de representación empleados. A diferencia de otras obras, como en Caminante ante el mar de niebla, Friedrich no introduce obstáculos insalvables a la continuidad de la profundidad, pero sí mantiene una neta diferenciación entre el primer término, con las dos personas de espaldas, la roca y el matorral, y el fondo. De este modo, la profundidad y la distancia son equívocas; cada plano posee su punto de vista, es autónomo, a diferencia de lo que sucedía en el paisaje clásico. Éste poseía una perspectiva lineal, heredera de la renacentista; las líneas que dirigían la mirada en profundidad convergían en un único punto de fuga, que servía para ordenar toda la composición. Un paradigma de esto, por ejemplo, puede ser La peste de Azoth, de Nicolas Poussin. Sin embargo, Friedrich recurre a la desorientación del punto de fuga. Su método es la disposición hacia el fondo de varios planos paralelos; es como mirar dos, tres o más hojas de cristal situados ante nosotros a intervalos. Cada hoja permanece sin relacionarse con la anterior. De este modo, al ser autónomas, carecemos de un único punto de fuga, no hay diagonales que lleven de una a otra. Además, el espacio se abre a ambos lados. Por todo ello, la vista no posee referencias, dificultad acrecentada por la oscuridad de los objetos y figuras, incluso en el primer plano. Esto es lo que produce una sensación de inabarcable infinitud.