Las relaciones mercantiles y guerreras de los musulmanes más allá de las fronteras del Islam clásico o, en ocasiones, dentro de ellas, produjeron la incorporación a su fe de nuevas poblaciones sin que ello conllevara ya, necesariamente, la adopción de otros aspectos característicos de la civilización islámica formada en los siglos anteriores. Aquellas formas de expansión del Islam ocurrieron desde mediados del siglo XI en espacios geográficos muy lejanos y heterogéneos. Así sucedió en África. Por una parte, los almoravides avanzaron como conquistadores hacia el sur, por la ruta de Siyilmassa, tomaron Awdaghost en 1054 y la capital del reino sudanés de Ghana, Kumbi Saleh, en 1076. A pesar de la violencia, el Islam fue aceptado paulatinamente por parte de la población del reino y de los que le sucedieron, Malí y Songhai, en un contexto de relaciones mercantiles transaharianas con el Magreb que nunca cesó. Mientras tanto, en otra zona del continente africano, muy lejana de la anterior, como era la costa oriental, hubo también procesos locales de islamización inducidos por la presencia de mercaderes y emigrantes que procedían de Arabia, el Iraq y Persia y tomaban contacto con la costa o país de los Zenj: había musulmanes en Mogadiscio -fundada por partidarios de Alí-, Malindi, Mombasa, Zanzíbar, Kilwa, Sofala y otros enclaves urbanos portuarios que vivían del comercio. La expansión del Islam en la India tuvo un carácter completamente distinto ya que fue fruto de las campañas guerreras lanzadas desde Afganistán por Mahmud de Gazna (998-1030). El imperio gaznaví, sucesor en parte de los samaníes aunque con una base territorial relativamente distinta, fue el primero formado por una rama de los turcos, aunque sobre una mesa de población indígena que no cambió. La continuidad sería aún mayor en la India del norte, porque la conversión al Islam de las poblaciones fue parcial y, en muchas regiones, escasa. Mahmud lanzó hasta 17 campañas, conquistó el Punjab y fijó su capital en Lahore, pero hasta un siglo después no reanudaría las conquistas otra rama de los gaznavíes, la de Mohamed de Ghor, que se extendió por la cuenca del Ganges y la actual Bengala, donde el numero de conversos al Islam fue mayor. Sucesivas dinastías de mamelucos turcos, instaladas en Delhi, completaron el dominio del Rajasthan a lo largo del siglo XIII mientras se conseguía cierta asimilación entre aspectos de la civilización hindú y de la religión de los conquistadores y aunque la diversidad y dualidad entre musulmanes e hinduistas permaneció nítida. Desde la India, los mercaderes y misioneros musulmanes comenzarían a extender su religión a Malaca, Java e incluso Ternate y Mindanao en el siglo XV. El tercer escenario de crecimiento de la religión islámica es consecuencia de la conquista mongol sobre vastos territorios, entre los que se incluía el Irán y el Iraq musulmanes. El proceso de islamización comenzó precisamente en estas tierras, que formaban el Ilkanato (Ilkan: lugarteniente del kan), desde el último tercio del siglo XIII: los dominadores mongoles islamizaron a fines de siglo, y con ellos poblaciones mongolas y turcomanas marginales o mal integradas hasta entonces. El Islam fue aceptado también por muchos mongoles del khanato de Yagathai, consolidado en el Asia Central, y por el de Batu, que estableció su orda o tienda regia en Saray, a villas del Volga: su hermano y sucesor Berke (1258-1267) fue el primer khan mongol musulmán y muchos siguieron su ejemplo en aquel vasto espacio eurasiático dominado firmemente por la Horda de Oro durante el siglo XIV.
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Mucho más duradera que algunos otros cambios fue la nueva preocupación por el entorno. Estos años fueron aquellos en los que se expandió de forma considerable el planeamiento urbano, primero, y la construcción, después, por parte del Estado. En Francia, por ejemplo, se construyeron hasta una decena de ciudades nuevas de las que cinco estaban en el entorno de París. También tuvo una importancia creciente otro fenómeno, la remodelación interior de las grandes urbes. Es lo que sucedió en pleno centro de París en Les Halles-Beaubourg y la posterior construcción del Centro Pompidou. Pero si la renovación urbana fue algo muy característico de los años sesenta, en su fase final hubo también una marcada insistencia por el conservacionismo. Por vez primera a comienzos de los sesenta había habido movilización popular en el área de San Francisco mostrando preocupación por la conservación de los Redwoods, bosques de coníferas gigantes cercanos. El fenómeno no fue, sin embargo, exclusivo del medio rural. Las primeras calles cerradas al público, peatonales, lo fueron en Copenhage y en Norwich (1962 y 1967, respectivamente). En todos estos terrenos el final de milenio es deudor de lo acontecido en esa vasta transformación de las mentalidades ocurrida durante los años sesenta.
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Según la Carta (art. 4.1.), podían ingresar en la ONU, sin distinción de derechos y obligaciones con los firmantes de San Francisco, todos los Estados amantes de la paz dispuestos a cumplir los preceptos fijados. Era, no obstante, la propia Organización la que debería convenir -mediante un doble respaldo, el del Consejo de Seguridad y el de la Asamblea-, si un Estado determinado merecía formar parte del conjunto. El mecanismo para la admisión venía a ser el siguiente: la Asamblea General debería pronunciarse, por mayoría de dos tercios, previa recomendación del Consejo de Seguridad, donde podía haberse ejercido, previamente, el derecho de veto. De este modo, la admisión de los nuevos Estados ha venido realizándose en oleadas sucesivas, producto tanto de la política de contrabalanceo de los bloqueos (abierta desde el comienzo de la guerra fría) como del fabuloso proceso de descolonización que sigue a la terminación de la guerra. Durante los primeros cinco años de vida de la ONU, sólo nueve Estados ingresaron, elevando a 60 el total de miembros. Cuatro de ellos (Afganistán, Islandia, Tailandia y Suecia) lo hicieron en 1946, dos (Pakistán y Yemen) en 1947, uno en 1948 (Birmania), Israel ingresó en 1949 y, finalmente, en 1950 entró Indonesia. En los años siguientes, crecidos los antagonismos y desveladas las suspicacias, los conflictos para la entrada fueron mayores, al hilo de las presiones soviéticas para introducir al bloque de las democracias populares, bloque que pretendía ser neutralizado con países europeos o asiáticos. La intervención del Tribunal Internacional de Justicia se hizo precisa en dos ocasiones. La primera de ellas (mayo de 1948) el tribunal falló en contra de la tesis soviética, que hacía dependientes unas de otras las admisiones, pero sin que ello tuviera repercusiones prácticas. En otra ocasión (marzo de 1950) se reafirmó la facultad de veto del Consejo frente a la capacidad de la Asamblea para dar luz verde a cualquier candidato al ingreso. Ello produjo, en definitiva, un serio bloqueo de la ampliación de la composición estatal de la ONU durante mucho tiempo, prácticamente una década. Por fin, el 14 de diciembre de 1955, la URSS abandonó por sorpresa la práctica del veto, y el Consejo recomendó la entrada, de golpe, de 16 nuevos miembros, que ratificó la Asamblea. Ingresaron entonces seis Estados europeo-occidentales (Austria, España, Finlandia, Irlanda, Italia y Portugal), cuatro democracias populares (Albania, Bulgaria, Hungría y Rumania) y seis países afroasiáticos (Camboya, Ceilán, Jordania, Laos, Libia y Nepal). Un año más tarde dieron el mismo paso Japón, Marruecos, Sudán y Túnez, recién obtenida su independencia estos tres últimos. A partir de entonces, la admisión en la ONU resultaría una especie de culminación del proceso de independencia. En 1969 eran 126 los países miembros de la ONU. El proceso de incorporación, sin embargo, no había terminado aún. Con respecto a las funciones, decir que el mundo de la preguerra determinaba necesariamente que ocupase un indiscutible primer plano, entre los objetivos del acuerdo de 1945, la adopción por las potencias de "medidas colectivas eficaces" para prevenir y eliminar las amenazas a la paz. Las Naciones Unidas se constituían así en organismo para la seguridad, el organismo para la seguridad por excelencia de la posguerra. De ahí la importancia del Consejo de Seguridad, compuesto por cinco miembros permanentes (Estados Unidos, Francia, URSS, Gran Bretaña y China) y otros seis (que más tarde se convirtieron en diez) electos para un período de dos años. Y de ahí también la necesaria dotación al Consejo de la fuerza armada suficiente para la defensa de la paz. Había dos condiciones para que el sistema llegase a funcionar: la primera (art. 43 de la Carta), la existencia previa de convenios entre la Organización y los Estados para dotar a aquélla de las fuerzas militares pertinentes; la segunda, que la actuación inmediata de dichas fuerzas habría de producirse no mediando el veto de ninguno de los miembros del Consejo. Estas dificultades trataron de subsanarse llegado el momento. La guerra fría y sus nuevas circunstancias hicieron creer a algunos que las imposiciones de la Carta podían ser modificadas en favor de las competencias otorgadas a la Asamblea. En 1950, el boicot soviético al asunto de la representación china permitió al Consejo seguir un camino que llevó a la participación militar de las Naciones Unidas junto a Corea del Sur y en contra de Corea del Norte. Por este procedimiento, y a pesar de la fuerte oposición comunista, la Asamblea adoptó en el mes de noviembre un proyecto patrocinado por Estados Unidos (la resolución Unidos para la Paz) en el que se otorgaba a la Asamblea General la facultad de recomendar el empleo de la fuerza armada cuando el Consejo de Seguridad se hallara obstruido por el veto. Poco habría de cambiar las cosas, en definitiva, dicho acuerdo, persistente el recelo entre los grandes. La hostilidad entre los bloques impediría de hecho a la ONU cumplir su papel, por más que la détente abierta tras la crisis cubana de los misiles se hiciera también perceptible, lógicamente, en la gran convención de las potencias. De ahí a una efectiva cooperación, no obstante, mediaba todo un mundo. En el plano de la seguridad colectiva, lo único visible a lo largo de estos años ha sido la capacidad de la ONU para ayudar a aquellos países que verdaderamente se hallan dispuestos a mantenerse dentro del estado de paz. Nadie puede, sin embargo, imponerles tal deseo ni hacerles mantenerse en tal actitud. Pero si realmente se hallan dispuestos a no hacer la guerra, la ONU puede proporcionarles una ayuda valiosa y tal vez esencial. Todo ello dista mucho de las "medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar las amenazas a la paz" de que habla la Carta, de modo que la Organización sólo ofrece una contribución marginal a la seguridad, un incremento que en sí mismo es pequeño, pero que las circunstancias específicas pueden convertir en enormemente válido. Las tareas de la ONU, sin embargo, se han visto ampliadas en otros terrenos, con funciones distintas del mantenimiento de la paz y la seguridad, funciones que, con el correr del tiempo, han llegado a convertirse en sus preocupaciones principales. En primer lugar, la ONU (a través de sus organismos) ha buscado promover el cambio social vertebrado por la descolonización y los problemas del desarrollo económico. Junto a ello, se ha preocupado de canalizar las reclamaciones de los nuevos Estados en pro de la reforma estructural del comercio y la inversión internacionales, procurando también facilitar la cooperación técnica, incluido el proceso de normalización y el intercambio de información. Capítulo importante -previsto ya en los inicios, pero especialmente desarrollado con los años- ha sido el de la protección y denuncia de violaciones en el campo de los derechos humanos (abordado con persistencia en casos como el del apartheid sudafricano), y, por último -pero no en último lugar-, la ONU se ha entregado con firmeza a procurar el estímulo del interés público mundial en asuntos de dimensiones globales (como la situación mundial del armamento nuclear, la contaminación, la degradación del medio ambiente o la destrucción de los recursos naturales). Diversos acontecimientos orientaron el papel de las Naciones Unidas en direcciones que los términos explícitos de la Carta no preveían por completo. De un lado, los alineamientos políticos de la posguerra hicieron que los determinantes básicos de los conflictos volvieran a residir en la decisión y voluntad de las potencias (especialmente de las denominadas superpotencias). Por otra parte, el desarrollo de una tecnología de armamento nuclear creó una estructura, reforzada, de poder jerárquico en el orden internacional, introduciendo a la vez los términos de una relativa moderación. A ello hay que añadir el reverdecer de las luchas políticas interiores, de los conflictos civiles, y -una vez más hay que citarlo- el gran proceso de descolonización. Por último, el resultado de la guerra civil china y la distorsionada representación de dicha potencia en las Naciones Unidas por deseo expreso de Estados Unidos, volcarían a la Organización hacia un amplio campo de actuaciones donde desarrollar lo que la escena política negaba y que las potencias habían suscrito en San Francisco: la cooperación de los Estados. La vaguedad de funciones depositadas en el Consejo Económico y Social disculpa sus vacilaciones primeras; pero ellas no fueron obstáculo para que, en diciembre de 1948, quedara aprobado por la Asamblea un texto fundamental en la historia de las Naciones Unidas: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La resolución 217, por la que se adoptaba, decidía también seguir trabajando en la convocatoria de una Convención que previera las medidas coactivas precisas para obligar a los Estados a respetar dichos derechos. En 1952 la Asamblea decidió que deberían redactarse dos convenios separados, uno que se ocupara de los derechos civiles y políticos, y otro que lo haría de los derechos económicos, sociales y culturales. Los proyectos fueron ultimados por la Comisión respectiva dos años más tarde, pero aún durante otros doce más sufrieron retoques y modificaciones. Por fin, unánimemente y por más de cien Estados, los textos definitivo vos se aprobaron en diciembre de 1966. Un país dispuesto a ratificar el Convenio sobre Derechos Civiles y Políticos habrá de reconocer el derecho de todo ser humano a la vida, la libertad, la seguridad personal y la intimidad; se compromete además a proteger legalmente a su pueblo contra tratamientos crueles, inhumanos, o vejatorios. Prohibirá la esclavitud, garantizará el derecho a un proceso justo y protegerá a los individuos contra arrestos o detenciones arbitrarias. Reconoce, igualmente, la libertad de pensamiento, conciencia y religión, la libertad de opinión y expresión, el derecho de reunión pacífica y la libertad de asociación. También queda recogido el matrimonio por libre consentimiento de los contrayentes, la protección de los niños y la conservación de la herencia cultural, religiosa y lingüística de las minorías. Todo país que ratifique el Convenio sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aceptará su responsabilidad en la promoción de mejores condiciones de vida para su población. Reconocerá el derecho de todos a trabajar, percibir un salario justo, disfrutar de la Seguridad Social y de niveles de vida dignos. Se responsabilizará en la lucha contra el hambre, a favor de la salud y la educación. Y asegurará el derecho a la libre asociación sindical. En ambos convenios se reconoce el derecho de los pueblos a su autodeterminación y se prohíbe terminantemente cualquier forma de discriminación. El balance de adhesión de los Estados no era, sin embargo, gozoso: a finales de 1969, sólo 44 Estados habían firmado los dos convenios, aunque, de ellos, eran únicamente seis los que lo ratificaron: Colombia, Costa Rica, Chipre, Ecuador, Siria y Túnez. La labor de las Naciones Unidas es, pues, todavía, una tarea contra gigantes.
monumento
Los Nuevos Ministerios es el último gran proyecto de Secundino Zuazo. Se trata de un edificio monumental, iniciado en tiempos de Indalecio Prieto, apreciándose en él ecos de El Escorial y de la Casa de las Flores, del mismo autor. La gran arquería es uno de sus más interesantes espacios. En el verano de 1936 la obra no estaba concluida por lo que posteriormente la dirección de los trabajos pasó a manos de diversos arquitectos que siguieron las líneas trazadas por Zuazo. Este trabajo contribuye a disolver unos límites rígidos entre una arquitectura moderna de anteguerra y otra anacrónica de inmediata post- guerra, identificada con el Valle de los Caídos.
obra
Los Nuevos Ministerios es el último gran proyecto de Secundino Zuazo. Se trata de un edificio monumental, iniciado en tiempos de Indalecio Prieto.
contexto
En los últimos veinticinco años toda una serie de fenómenos sociales y políticos ha llamado la atención de medios de comunicación, politólogos y sociólogos: la irrupción en la escena pública de las sociedades industrialmente avanzadas de los llamados nuevos movimientos sociales, en referencia a los movimientos feministas, ecologista y pacifistas, así como de nuevas organizaciones políticas cuyo espectro abarca los denominados partidos de nueva izquierda y los partidos verdes. Con el calificativo de nuevos movimientos y nuevos partidos se ha querido poner de manifiesto desde los propios actores sociales y desde los investigadores la distancia que los separa de las formas, métodos y objetivos de los tradicionales movimientos sociales y partidos surgidos al calor del desarrollo de las sociedades industriales, particularmente respecto del movimiento obrero y de la izquierda tradicional en su doble vertiente socialdemócrata y comunista. Los movimientos sociales tradicionales surgidos con la sociedad industrial nacieron y se desarrollaron sobre una base clasista, que respondía a la estructura social característica de las sociedades industriales desde su nacimiento hasta mediados del siglo XX. Dicha estructura social se caracteriza por una clara polarización en función de las posiciones económicas y sociales que ocupaban los distintos grupos. Las transformaciones en los modos, las costumbres y las cosmovisiones asociadas al nacimiento de la sociedad industrial coadyuvaron a la formación de los distintos movimientos sociales a lo largo del siglo XIX. Resistencias e innovaciones contribuyeron a configurar las formas de respuesta social del conflicto.S urgieron así nuevas identidades, nuevas cosmovisiones y representaciones que dotaron de cohesión interna a los distintos grupos sociales en pugna. El marxismo actuó de cimentador de las señas de identidad del movimiento obrero, dotándole de un discurso, un modelo organizativo, una práctica política y social y un horizonte que hicieron posible la cristalización de dicho movimiento como la clase obrera, transformando al proletariado en uno de los principales agentes de la sociedad industrial. Los nacionalismos populistas surgidos en el último tercio del siglo XIX, particularmente en Centroeuropa, actuaron de manera similar entre aquellos grupos sociales que se sentían amenazados por el avance de los procesos de industrialización; sus discursos se fundamentaron y edificaron en contraposición con los valores y los grupos que encarnaban la sociedad industrial, tanto el capitalismo, identificado míticamente con el capitalista financiaron simbolizado por el judío, reelaborando sobre nuevas bases el secular antisemitismo de la civilización occidental, como del proletario revolucionario, construyendo unas mitologías basadas en una serie de contraposiciones: taller frente a fábrica, tierra y propiedad frente a especulación, familia frente a individualismo, nación frente a internacionalismo, tradición frente a revolución, raza frente a clase, comunidad frente a socialismo... En contraposición, los nuevos movimientos sociales se nutren de activistas y simpatías de todos los sectores de la estructura de las sociedades industrialmente avanzadas. Se caracterizan por el tono global de sus postulados, dirigidos al conjunto de la sociedad y no a ningún grupo en particular en función de la posición que ocupa social y económicamente. Se caracterizan también por el carácter global de sus reivindicaciones y, a la vez, por el carácter particular de los objetivos y propuestas. Actúan más en la dirección de provocar cambios globales en la escala de valores que con el fin de generar alteraciones en las bases funcionales del sistema político. Los movimientos ecologistas y por la paz reclutan efectivos y simpatías en un difuso arco de la estructura social. El movimiento feminista, por ejemplo, obtiene apoyos sobre la base de la desigualdad de las mujeres como género, independientemente de su posición en la estructura social. Por otra parte, el sistema social de los países industrialmente avanzados ha mostrado una gran flexibilidad a la hora de incorporar algunas de las demandas de estos movimientos. A ello ha contribuido la cristalización de la democracia como el sistema político asociado a las "sociedades del bienestar". El juego político del sistema de partidos se fundamenta en la conquista de mayorías sociales, obligando a los partidos a presentar programas y a actuar de conformidad con los valores y reivindicaciones predominantes en la sociedad. De tal manera que, cuando un determinado valor o demanda es asumido por un amplio sector de la población, este nuevo valor o demanda es incorporado por el sistema político. Este carácter magmático de las sociedades del bienestar ha permitido incorporar progresivamente reivindicaciones y valores de los movimientos sociales, ofreciendo salidas consensuales a las contradicciones presentes en la estructura social, imposibilitando, o al menos debilitando, la confrontación radical entre grupos, en favor de procesos de ósmosis social.Esta porosidad de la sociedad ha influido en la dinámica de los nuevos movimientos sociales, el pluralismo ha encontrado traducción en dichos movimientos, la herencia antiautoritaria de las revueltas del 68 ha empujado en la misma dirección, por lo que la cohesión se ha centrado en la asunción y defensa de nuevos valores y no en el ámbito organizativo, donde han primado los mecanismos de democracia de base y descentralización, mostrando los grupos dinamizadores una fuerte inestabilidad compatible con la permanencia de los nuevos movimientos sociales. La flexibilidad organizativa, con la consiguiente entrada y salida permanentes de activistas, responde al carácter difuso del apoyo social que obtienen, en concordancia con los ciclos de movilización y desmovilización que les caracterizan. Sus formas de actuación tratan de optimizar los mecanismos de las "sociedades mediáticas". Las campañas son pensadas y organizadas para obtener la mayor repercusión en los mass-media e influir desde ahí a la opinión pública. El espacio del conflicto se desplaza desde el centro de trabajo -la fábrica- a la calle y a los medios de comunicación, en función del carácter global de sus reivindicaciones y de las transformaciones socioculturales asociadas al papel dominante de los mass-media.
contexto
El prurito de distinguirse de otras clases urbanas y el deseo de emular a la corona, pueden explicar el proceso de renovación del tipo de palacio urbano y el sentido de las empresas artísticas patrocinadas por algunas nobles familias. Mediante estos recursos, el palacio se convierte en expresión externa del poder nobiliario en el ámbito de la ciudad, definiendo los más importantes espacios urbanos y cumpliendo una función representativa de capital importancia en las ciudades españolas del quinientos. La principal aportación de estas nuevas construcciones urbanas reside en la regularización geométrica del conjunto, obtenida mediante la disposición simétrica de su planta, la ordenación sistemática de sus alzados y la articulación funcional de la fachada, zaguán y patio en el eje principal del edificio. El patio, núcleo organizativo de la vivienda, responde a tipos muy diversos dependiendo en gran medida de su extensión, alturas, ordenación de los mismos y de los motivos ornamentales empleados, que varían según el uso y costumbre de las distintas regiones. Excepcionalmente, algunos de estos edificios cuentan con más de un patio como el Palacio de Francisco de los Cobos en Valladolid, trazado por Luis de Vega en 1534, o el Palacio de Monterrey de Salamanca, al que Rodrigo Gil, su constructor, dotó con un patio abierto entre dos crujías paralelas en la zona posterior del edificio. Los conjuntos más monumentales son los que presentan patios con loggias adinteladas y galerías de arcadas en ambos pisos, o combinan estas soluciones en sus diferentes alzados. El Palacio de Miranda de Burgos responde al primer modelo al igual que algunas residencias aragonesas como el Palacio del Conde de Morata en Zaragoza, aunque el tipo más frecuente es el que dispone arquerías corridas en la planta baja y dinteles con zapatas en la alta. Esta fórmula, fue empleada por Covarrubias en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares y en los patios del Alcázar de Madrid, extendiéndose por Castilla y Extremadura a través de otros ejemplos como el Palacio Orellana-Pizarro de Trujillo. Sin embargo, en el área aragonesa fue más frecuente la solución inversa, adintelado el piso bajo y con arcadas en la planta alta, produciendo interesantísimos ejemplos como el Palacio de los Pardo en Zaragoza, o la mansión de Gabriel de Záporta en la misma ciudad. Hacia el exterior, todos estos edificios urbanos se distinguen por su carácter abierto a la ciudad y el aspecto regular de sus fachadas organizadas con numerosos vanos, separando sus plantas mediante líneas de imposta y estableciendo el ritmo de sus paramentos mediante la incorporación de pilastras y columnas. Con frecuencia, sus portadas se articulan en el eje principal de la composición y generalmente responden a un esquema de arco triunfal donde se aplican los recursos decorativos más representativos del edificio. Desde el punto de vista urbano resulta muy interesante la utilización de galerías de arcos en el último piso de la fachada, la aparición de torres en el ángulo de intersección de dos calles o el desarrollo del formato y decoración de las ventanas y balcones de ángulo. Un buen ejemplo donde se combinan ambas soluciones es el Palacio del Conde de Guadiana en Ubeda, aunque la interpretación de estas fórmulas sean muy comunes en Andalucía y Extremadura -Ubeda, Cáceres, Trujillo, etc.-, y relativamente frecuentes en otras poblaciones castellanas. Por otra parte, los programas iconográficos utilizados en la decoración de estos edificios cumplían una función representativa de especial importancia en la configuración de la imagen de la ciudad. El palacio entendido como mansión del Héroe y del Guerrero, pronto se asoció al tema literario del palacio de la Fama y del Amor y a otra serie de ideas que, como la favorable Fortuna, aludían en clave moral al contexto ideológico y religioso de la época. Estos planteamientos, recreados literariamente en obras como el "Crotalón" de Cristóbal de Villalón y "Los siete libros de la Diana" de Jorge de Montemayor, se fueron materializando en varios conjuntos palaciegos de muy diferentes características.