La situación de la Europa mediterránea surgida de la crisis de fines del segundo milenio a.C. conduce a un replanteamiento de los focos de interés económico. En términos generales, siguiendo a Champion, las nuevas directrices económicas se definen a través de dos parámetros: especialización e intensificación de la producción agraria; paralelamente, el proceso que marcará los primeros siglos del primer milenio conducirá a modificar tecnológicamente los viejos sistemas de manufacturas, por lo que hay que valorar la progresiva implantación del hierro como materia prima base del instrumental metalúrgico y los significativos cambios en la fabricación de la cerámica. En el plano agrícola, el modelo económico se articuló en el desarrollo de la trilogía mediterránea, es decir, en la producción de cereales, aceite y vino. En el asentamiento de Narce, en el área etrusca, se registra en los niveles del siglo IX a.C. no sólo un gran incremento de los cereales, sino de las malas hierbas que suelen acompañarlos, lo que ha sido explicado, por Potter, como un efecto de la reducción del periodo de barbecho, que se justificaría en la dinámica de intensificación de la producción. En España, el asentamiento de Puente Tablas en el Alto Guadalquivir constata, en el desarrollo de la curva polínica cerealista, un significativo aumento desde sus inicios a fines del siglo IX a.C. hasta mediados del siglo V a.C. En cuanto a la producción de aceite y vino, las referencias arqueológicas son más limitadas que para el cereal; no obstante, se deben considerar varias cuestiones de interés; de una parte, su tradicional vinculación con las clases altas, lo que implica que paralelamente al desarrollo de la aristocracia se consolidan ambas producciones, como lo prueban la existencia de sus clásicos contenedores en los ajuares de las tumbas, y, de otra, su producción intensiva favorece el modelo económico constatado, ya que permite poner en explotación tierras que hasta ese momento no resultaban propicias a un cultivo herbáceo como es el cereal. En esta dinámica, las referencias arqueológicas, aunque escasas, muestran por citar sólo un caso que en el Lacio el vino y el aceite se hacen muy presentes: el primero, desde fines del siglo VIII a.C., y el segundo, a partir de principios del siguiente siglo. En la ganadería, la definición de la fase aparece menos clara que en la agricultura ya que, aunque en general se detecta un peso muy considerable de los ovicaprinos, sin embargo, en el Lacio, Bietti Sestieri destaca el importante papel jugado por los suidos; en áreas como el entorno de Metaponte en el sur de Italia y en el valle del Guadalquivir, en términos generales, son los bovinos los que alcanzan un porcentaje superior al de ovicaprinos; por último, en zonas de valle de los ríos Segura y Vinalopó, también los bovinos dominan las tasas porcentuales de fauna, al menos hasta el siglo VI d.C., como muestra A. González Prats, en el asentamiento de La Peña Negra. Además de las características señaladas y a pesar de la escasa información existente, hay que destacar dos fases bien diferentes en el sistema económico, que tienen su límite y la inversión del proceso en el transcurso del siglo VIII y que Snodgrass ha podido valorar en Grecia a partir de los análisis polínicos. A través de ellos, se advierte que los primeros siglos del milenio, como también los últimos del anterior, supusieron una fuerte reducción del área dedicada a campos de cultivo y, a la vez, produjeron una tendencia a ampliar la base pastoril y ganadera como foco de materias primas del sector alimentario; ello pudo estar en relación con una disminución poblacional importante que tiene la inversión de la curva demográfica en el siglo VIII a.C., lo que parece coincidir con las pruebas que en su momento se sugirieron para explicar el movimiento de población que implica la colonización, tanto griega como fenicia. En el campo de las nuevas tecnologías, el periodo se caracterizará por el desarrollo de la metalurgia del hierro que, si en un principio sólo mostrará esporádicamente objetos manufacturados, acabará por generalizarse a lo largo de los siglos VII y VI a.C. El proceso de trabajo consistía en el control de la carburación, es decir, de la absorción de una pequeña cantidad de carbón por el hierro, y el templado para conseguir un material más duro. Sin embargo, como indica Collis, estos dos factores tecnológicos no eran fáciles de conseguir, porque si bien el hierro funde con relativa facilidad en hornos que alcanzan los 1.100 °C por la abundancia de impurezas, sólo podía configurarse como instrumento útil con la forja y el martilleo y, al mismo tiempo, extrayendo aquellas. Por otra parte, el control de la absorción de carbón resultaba realmente complejo, porque con la tecnología primitiva sólo la superficie externa podía convertirse en acero. Ahora bien, con todas estas referencias lo realmente significativo es que el herrero se configuraba como un artesano especializado, diferente al resto de los metalúrgicos por su conocimiento de tan compleja técnica. La presencia de los primeros productos de hierro en el Mediterráneo es muy antigua, incluso se documenta en el tercer milenio en Troya; sin embargo, su práctica más común no se observa hasta el siglo IX a.C. en Grecia y no de forma generalizada. En Italia, se documenta en contextos del siglo VIII a.C. y en la Península Ibérica, en el VII a.C., pero esta secuencia no implica que su conocimiento siguiera una vía, al modo difusionista de ondas de invención, porque este metal existe en contextos precoloniales y debió de ser la ausencia de especialistas lo que limitara su generalización. No obstante, cuando la tecnología fue controlada, los productos en hierro se generalizaron, debido, sin duda, a la abundancia de este mineral frente a los filones conocidos de cobre o estaño, que habían sido hasta el momento la base de los productos metalúrgicos. De hecho, éstos en ningún momento de su historia llegaron a alcanzar el carácter generalizado que tuvieron los productos de hierro, lo que se advierte por la presencia, sobre todo en el siglo VI a.C., de instrumental agrario en este metal, que sustituye a la vieja tecnología lítica agraria impuesta desde el Neolítico y que la metalurgia de cobre o el bronce nunca llegó a desplazar. En el campo de la cerámica se produjo también un importante cambio tecnológico, que no sólo afectó a un mayor cuidado en el tratamiento de las arcillas o en el reencuentro con los estilos pintados, sino sobre todo en el empleo del torno alfarero y en la construcción de hornos más complejos que permitieran conseguir mayores temperaturas. El proceso se define muy pronto en Grecia, ya desde fines del segundo milenio, y se observa en el siglo IX en el sur de Italia, y desde el VIII a.C., en el sur de la Península Ibérica, alcanzando en poco tiempo un amplio desarrollo. En todo caso, las nuevas tecnologías metalúrgicas y cerámicas terminaron por aumentar también la tendencia a la especialización y a ello contribuyeron otros campos artesanales como la construcción, la fabricación de barcos o, incluso, la misma metalurgia del bronce. De estos sectores, conviene detenerse en la tecnología de la construcción, por el desarrollo de la técnica del adobe y el zócalo de piedra para el alzado de las paredes de las casas que, si bien en ningún momento hizo olvidar la técnica del tapial, facilitó el paso de la casa de planta circular o redondeada a la casa angular y compartimentada, haciendo con ello desaparecer la cabaña y lo que ello suponía en el plano cultural y económico. Lo que parece evidente es que esta transición hacia el modelo de casa con división interna del espacio va íntimamente asociado a los nuevos modelos de economía intensiva y especializada, que se advierten sobre todo a partir del siglo VIII a.C.
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La ciudad tradicional de Grecia, la que los colonos del arcaísmo intentaron sistematizar a lo largo y ancho del Mediterráneo, la misma que, perfeccionada, seguía vigente en el siglo V a. C. y era objeto de las meditaciones del milesio Hipódamo, era una ciudad de esquema muy simple. Por lo común, se la situaba en un terreno más o menos llano, al pie de una colina escarpada de fácil defensa. Dicha colina serviría como acrópolis, como lugar seguro, fuertemente amurallado, donde los ciudadanos podrían refugiarse en caso de peligro, y por ello solía contener, además, el santuario de una deidad protectora o guerrera. La ciudad propiamente dicha, en cambio, se extendía al pie de esta fortaleza, y se elaboraba trazando una sencilla cuadrícula: el sistema reticulado de distribución, perfectamente racional, tenía la ventaja añadida de facilitar el reparto de parcelas iguales a los ciudadanos, cuando se trataba de una fundación colonial. De este modo, toda la urbe resultaba homogénea, salvo el centro, donde una o varias manzanas de casas se quedaban sin construir, destinadas a convertirse en el ágora. A esta plaza llegaban las calles por las esquinas, de forma que el tráfico la rodeaba, pero dejaba todo el sector central libre, presto para cualquier actividad, desde el mercado, en puestecitos de madera, hasta la reunión del gobierno ciudadano, pasando por el simple paseo, o incluso, en ciertas fiestas, por la presentación de espectáculos públicos. Sólo una función social de importancia quedaba fuera del ágora: la religiosa. En efecto, los templos, situados de forma dispersa según tradiciones o rituales concretos, se encerraban tras los muros y jardines de sus témenoi o recintos sacros, y los dioses vivían en ellos como lujosos propietarios en sus villas. Poco a poco, sin embargo, el crecimiento de algunas urbes y el progresivo dinamismo de sus actividades fueron imponiendo cierta especialización de ambientes y cierta descentralización: estoas o pórticos para pasear, algún edificio para la reunión de autoridades (por ejemplo, el Pritaneo de Atenas), empiezan a construirse en la zona del ágora, y, por otra parte, se trasladan lejos del centro, y aun a veces a las afueras de la ciudad, los espacios destinados a los espectáculos (teatros, estadios), carentes aún de elementos arquitectónicos apreciables. Este proceso se va generalizando a lo largo del siglo V a. C. El siglo IV impone al proceso una rápida aceleración rápida, cuya causa última, sin duda, hay que buscar en el lento, pero continuado ascenso del nivel de vida. Este fenómeno es de importancia fundamental a la hora de estudiar la cultura griega, y resulta imparable hasta, por lo menos, la conquista romana, pese a notables diferencias regionales. El enriquecimiento general, fácilmente apreciable en la subida de los sueldos -pagados en gramos de plata, no lo olvidemos-, viene vinculado sobre todo a la multiplicación del comercio: pocas ciudades desde el siglo IV a. C. se desarrollarán sin su puerto o alejadas de una ruta terrestre de importancia. Y enriquecimiento y comercio coinciden con el decaer de la ideología ciudadana y de sus presiones religiosas y políticas: el antiguo entusiasmo por los grandes y costosos templos y por el enriquecimiento de los santuarios locales se va viendo substituido por un planteamiento más individual de la vida, más atento al bienestar y al desarrollo de la persona. Ya hemos mencionado ciertas consecuencias de este fenómeno: el culto a la casa y, por tanto, a la arquitectura doméstica; el interés por poseer cuadros o esculturas; la creación de bibliotecas; un incipiente deseo de intimidad -no ajeno, en ocasiones, a ciertas desconfianzas respecto al Estado democrático-, e incluso un mayor gusto por la comodidad a la hora de ir a espectáculos, de celebrar reuniones políticas, y hasta de ir a pasear por la calle. Lo más problemático de toda esta evolución es su carácter contradictorio: el enriquecimiento venía del comercio, y éste aumentaba el tráfago urbano, con su animación y griterío; el bienestar, en cambio, suponía un cierto aislamiento, un ambiente tranquilo y apacible. La ciudad clásica se convertía en una estructura sometida a tensiones de difícil solución. Y no valía, a gran escala, el expediente de irse a vivir a una villa rústica, fuera de la ciudad: sabemos que algunos aristócratas lo hacían desde época inmemorial, pero la lentitud de los transportes y la inseguridad de un mundo agitado por continuas guerras constituían elementos disuasorios. Lo acuciante del problema se aprecia, ya desde el siglo IV a. C., en muchas ciudades. A veces, se intentan soluciones parciales, como la de cerrar al tráfico rodado ciertas zonas muy frecuentadas, por ejemplo las ágoras, colocando gruesos mojones en el centro de las calles de acceso. O bien, al extenderse el mercado fuera de la plaza hasta las calles principales, los dueños de las casas contiguas las transforman de modo que alquilan o venden a tenderos las habitaciones que dan a dichas calles, para que las transformen en tiendas, y ellos trasladan su domicilio a las zonas de la manzana más alejadas: es lo que ocurre, por ejemplo, en la pequeña ciudad siciliana de Solunto.
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Algunas de las nuevas colonias se fundan sobre enclaves de los que no existe constancia que estuvieran habitados anteriormente; tal ocurre con Emerita Augusta y, probablemente, con Julia Traducta, que se crea, según nos informa Estrabón, en la Bahía de Algeciras, en el contexto de la política mauritana de Augusto, con contingentes formados por colonos romanos y por habitantes de las ciudades del otro lado del Estrecho procedentes de Zilis y de Tingi. Al no existir una población previa, sus implicaciones son de orden territorial y se proyecta en la reestructuración organizativa de la zona en la que se enmarcan, lo que en el caso de la fundación de Emerita Augusta implica la postergación de Metellinum (Medellín), mientras que en la Bahía de Algeciras la ciudad afectada por la reorganización está constituida por la filopompeyana Carteia, primera fundación colonial en la Hispania republicana. En la mayoría de las deductiones la fundación de la nueva colonia se produce en un centro habitado con anterioridad; este contexto no plantea ninguna peculiaridad cuando se produce lo que conocemos modernamente como colonias titulares, presente en la política de Augusto en los casos de Asido y Barcino, ya que, aunque se mantenga la formalidad del rito fundacional, la deductio provoca la promoción de la comunidad existente al nuevo estatuto que implica su rango colonial sin que ello dé lugar a nuevo aporte de colonos. Los problemas de articulación se plantean en los enclaves donde la fundación colonial se realiza sobre o junto a un centro indígena existente; tal ocurre en los casos de Caesaraugusta, asentada, según anota Plinio, sobre el solar donde se ubica con anterioridad el oppidum ibero de Salduba; en Ilici, donde se constata una ocupación previa, o en los casos de Astigi y Tucci, donde la tradición literaria, confirmada por la documentación arqueológica, alude a la existencia de asentamientos previos con los nombres de Astigi Vetus, que Plinio cataloga como oppidum liberum, y Tucci Vetus. Diversos indicios permiten pensar que en estos casos se pudo producir una integración de la población previamente existente configurando un sistema de dípolis, es decir, de ciudades dobles, que se encuentra testimoniado con anterioridad en la colonia griega de Ampurias y en algunas fundaciones republicanas como Corduba. Concretamente, la titulación de algunas de estas colonias de Augusto incluyen el apelativo de Gemella, que, contrariamente a la interpretación tradicional que lo hacía equivalente a fundación por veteranos procedentes de dos legiones, se tiende a considerar como expresión de la realidad dual del nuevo centro urbano compuesto por la realidad indígena y por la colonia que se le yuxtapone; tal ocurre en los casos de las colonias Julia Gemella Acci y Augusta Gemella Tucci. Semejante dualidad es coherente con la polarización que se observa en la onomástica, documentada epigráficamente, de las comunidades ciudadanas y, especialmente, de las elites que dirigen la colonia, en la que se aprecia la existencia de gentilicios cuya presencia debe explicarse en el contexto de la emigración de veteranos reclutados en Italia, junto a otros, mucho más abundantes, propios de las elites indígenas que proceden a latinizar su onomástica asumiendo la de sus correspondientes patronos. En este sentido, la presencia de Iulii y de Octavii remite a César y a su heredero Octaviano, que sólo a partir del 27 a.C. asume la titulación de Augusto. Las colonias de ciudadanos romanos constituyen el instrumento mediante el que se reproduce en el territorio donde se fundan el prototipo por antonomasia de ciudad romana, lo que permite considerarlas como copia de Roma. Las implicaciones de tal concepción pueden observarse tanto en el plano urbanístico como en el estatuto de sus ciudadanos, que poseen todos los derechos civiles y políticos que conforman la ciudadanía romana. No obstante, en los casos de las colonias fundadas en las provincias, la reproducción del modelo de la urbs se encuentra mediatizada por las limitaciones inherentes al territorio provincial, considerado como propiedad (dominium) del pueblo romano o del emperador y objeto de impuestos directos de los que se encuentran exentos los ciudadanos romanos que habitan en las ciudades de Italia. Semejante contraste genera el que determinadas fundaciones en Hispania posean privilegios añadidos, que las definen como colonias inmunes y colonias que poseen el ius Italicum; las que gozan de la immunitas, entre las que se encuentran las fundaciones augústeas de Caesaraugusta, Barcino, Ilici, Tucci y posiblemente Astigi, se ven exentas del pago de aquellos impuestos directos que gravan la tierra y los individuos en las provincias; las que ostentan, en cambio, como privilegio adicional el derecho itálico, entre las que se encuentran determinadas fundaciones coloniales de Augusto ubicadas en las provincias imperiales de la Lusitania y de la Tarraconense tales como Acci, Libisosa, Ilici, Pax Julia y Emerita Augusta, además de poseer la exención de los impuestos directos, gozan también de derechos plenos de propiedad, equivalentes a los que ostentan los ciudadanos romanos que viven en Italia. Junto a las fundaciones coloniales, la urbanización de Augusto se materializa en otro procedimiento que tiene también el precedente de la actividad que César había impulsado; se trata de la promoción al estatuto de municipio de derecho romano de determinados centros indígenas, lo que les permite gozar de la totalidad de los derechos inherentes a la ciudadanía romana y, a diferencia de las colonias, conservar sus propias tradiciones. El mayor número de los municipios augústeos se constata en la provincia Tarraconense, donde se encuentran Augusta Bilbilis (Calatayud), cuyas emisiones monetales posteriores al 2 a.C., documentan su nuevo estatuto, Ilerda (Lérida), Osca (Huesca) y Turiaso (Tarazona), que también emite moneda con especificación de su carácter municipal; ninguna promoción al rango municipal se constata en la Lusitania; en cambio, en la Bética el oppidum de Itálica, donde Escipión en el 206 a.C. asienta a los heridos de la batalla de Ilipa, es promocionado al estatuto de municipio de derecho romano. La concesión de privilegios a los centros indígenas y, en consecuencia su aproximación al modelo de ciudad propiamente romana, se realiza también mediante una fórmula intermedia como es la del estatuto de municipio latino, en la que tan sólo se conceden de forma colectiva a sus habitantes los derechos civiles, relativos a propiedad y a familia, propios del estatuto de la ciudadanía romana, mientras que la posesión completa de todos los privilegios queda reservada a la elite que ostenta el honor de las magistraturas municipales. En la enumeración de centros urbanos que realiza Plinio, utilizando fuentes de información anteriores entre las que se encuentra el Orbis Pictus de Agripa, se enumeran en la Provincia Citerior Tarraconense a 18 centros que poseen el derecho latino. Algunos de ellos poseen el apelativo augustano, de lo que cabe deducir que su promoción se debe al fundador del Imperio; tal ocurre con Saetabis (Játiva), y posiblemente con Valeria (Valeria de Abajo) y Lucentum (Benalúa); en otros casos, como Edeta (Liria), Gerunda (Gerona), Iesso (Guisona), etc., resulta difícil de precisar si el promotor fue César o Augusto debido a las imprecisiones documentales actuales derivadas en gran medida de la información que Plinio nos proporciona.
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Las necesidades de las nuevas empresas económicas exigen la movilización de recursos humanos y financieros, que obligan a la sustitución de las anteriores empresas de propiedad y dirección individual. Aunque la figura del empresario sea ensalzada por algún teórico de la economía (J. B. Say), los grandes avances técnicos exigen inversiones cuantiosas que son obtenidas en el mercado financiero, a través de la emisión de acciones. Los beneficios obtenidos del comercio internacional, y los que se derivan del aumento de la productividad en la industria, proporcionarán los medios para la configuración de las nuevas sociedades capitalistas.Las compañías por acciones fueron reguladas en el Reino Unido mediante una ley de 1856, en la que se preveía la posibilidad de que los accionistas tuvieran una responsabilidad limitada a la cantidad que hubieran invertido en la empresa. También por aquellos años, los gobernantes de Francia desarrollaron una política favorable a la constitución de sociedades anónimas. Una ley, de marzo de 1863, autorizó la creación de sociedades por acciones de responsabilidad limitada, con un capital que no podía exceder los veinte millones de francos, mientras que otra ley, de julio de 1867, eximió la autorización gubernamental para la constitución de sociedades anónimas. La medida resultó efectiva porque, en los cinco años siguientes, se formaron 338 nuevas compañías, frente a las 307 que se habían autorizado entre 1848 y 1867. Un fenómeno similar ocurrirá en Alemania, en donde se crearon más de 250 compañías durante la década de los cincuenta, mientras que no habían llegado a 20 las que habían existido antes de los movimientos revolucionarios de 1848.Capítulo fundamental en la configuración de las nuevas sociedades capitalistas es el de la organización de un sistema bancario al que, por ley inglesa de agosto de 1858, se aplica el régimen de la responsabilidad limitada. Ellos son los encargados de movilizar grandes recursos financieros a través de su clientela. El Lloyd Bank inglés se establece en 1865, mientras que el Crédit Mobilier francés data de 1852 y se convertirá en el modelo de banco de negocios, con inversiones dentro y fuera de Francia. En Alemania, el Diskontogesellschaft de Berlín marca, en 1851, el comienzo de la creación de los grandes bancos impulsores de las empresas capitalistas.En Francia se estableció una clara distinción entre los bancos de depósitos, que intervenían en operaciones a corto plazo, y los bancos de negocios, que se interesaban por las operaciones a largo plazo. La distinción fue mucho menos clara en el sistema bancario alemán, y apenas tuvo relevancia en la economía británica, que contaba con agentes financieros especializados en la búsqueda de socios y accionistas para las nuevas empresas industriales.Por lo demás, la necesidad de contar con una nueva organización empresarial se experimentó también en el mundo de la industria. Las grandes empresas, que rebasaban ya el ámbito estrictamente familiar, aparecieron en casi todos los países, especialmente en las industrias siderúrgicas, metalúrgicas y de maquinaria. También en la joven industria química, como demostró la constitución de la Badische Anilin und Sodafabrik en 1863.Otro signo de la concentración en grandes empresas fue la aparición de los grandes almacenes para la venta al público. La Samaritaine, Au Bon Marché o Printemps son nombres que ilustran los años de bienestar que se vivieron en Francia durante el Segundo Imperio, y la respuesta a las demandas de consumo de una gran ciudad.
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Suelen atribuirse a Atenas las nuevas formas artísticas que se identifican con el estilo protogeométrico, pues desde allí se extienden siguiendo, en gran medida, las rutas de la colonización jónica, pero también a los centros de producción de cerámica tardía, con lo que se deriva un cierto paralelismo con movimientos dialectales más complejos, producto de agrupaciones y diferenciaciones sucesivas a lo largo del periodo de crisis y recuperación conflictiva. Al protogeométrico suele vincularse la difusión de la incineración, aunque el paralelismo hay que tomarlo con matices y muchas precauciones. Los mayores vínculos formados son los que se aprecian entre Ática, Eubea y Chipre, con lo que la arqueología corrobora ciertos aspectos de la tradición legendaria. En el siglo X, la cerámica de Lefkandi en Eubea y la ateniense ofrecen múltiples rasgos comunes. Lo mas característico del estilo geométrico ateniense en la decoración de las cráteras es precisamente la temática recurrente de los héroes de la edad de oro del mundo micénico, con lo que se muestra cómo en este aspecto también las preocupaciones ideológicas se dirigen a la búsqueda de un pasado prestigioso en el que asentar la nueva situación. Escenas fúnebres, comparables a los funerales de Patroclo, o guerreros armados en carros constituyen el fondo decorativo acompañado del geométrico repetitivo, modo de expresar las necesidades de un mundo estable, ahora en formación después del período crítico.
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Con la adopción de Nerón por Claudio en el 50 d.C., el hijo de Claudio y de Mesalina, Británico, sufría la doble marginación de ser relegado para la sucesión y, a la vez, de quedar supeditado a la tutela de Nerón. En el momento de la transmisión del poder, Burro, el prefecto del pretorio, y Séneca, el filósofo estoico de origen hispano y senador respetado, fueron los educadores y guías del gobierno en connivencia con Agripina. Debían agradecer a ésta el haberlos devuelto del destierro sufrido durante el gobierno de Claudio. En la pugna inicial por disputarse la influencia política sobre el joven emperador, Agripina era partidaria de seguir un modelo de gobierno análogo al de Claudio, mientras los partidarios de Seneca y de Burro apostaban por un mayor protagonismo de los senadores. Agripina, así como su estrecho colaborador, el poderoso liberto Palante, quedaron marginados del grupo de los consejeros imperiales. Todos los datos presentan a Agripina como a una madre nada resignada a dejar de influir sobre la acción política de su hijo. Para reforzar su posición, amenazó con sostener la sucesión de Británico, lo que condujo a que éste fuera mandado matar el 55 d.C. A su vez, Agripina siguió intrigando con el apoyo de libertos y de un grupo de senadores descontentos. La vida licenciosa del joven emperador encontraba siempre la oposición de su madre: ésta apoyó a Octavia, hermana de Británico y mujer de Nerón, contra la liberta y amante de su hijo, Claudia Acte; se opuso igualmente al matrimonio posterior de Nerón con Popea Sabina, amante primero y después segunda esposa de Nerón. Pero Popea consiguió alejar definitivamente a Agripina, quien fue víctima mortal en un naufragio preparado por el propio Nerón. Si exceptuamos el matricidio, los demás datos podrían tener un valor simplemente anecdótico que reflejarían las veleidades de un joven un tanto alocado, si no fuera porque, a partir de la muerte de Agripina, Nerón comenzó también a desembarazarse de otras tutelas, las de Burro y Séneca, para seguir una nueva trayectoria política. Los primeros años del gobierno de Nerón han sido calificados por la tradición senatorial como el quinquenio áureo, quinquenium aureum. Séneca y Burro, consejeros pero los auténticos gobernantes, condujeron a Nerón por el camino de la colaboración con el Senado. Este volvió a tomar las responsabilidades de gobierno perdidas por la acción de los libertos de Claudio. El nuevo emperador se presentaba como aún indigno de recibir el título de Padre de la Patria, pater patriae, así como de ejercer la justicia, función delegada a los órganos tradicionales. Se recuperaba la libertad de expresión y Séneca daba ejemplo escribiendo su "Apokolokyntosis", en la que Claudio salía malparado al ser tratado como un cebollino, calabaza. Pero la ideología senequiana llevaba el germen de la contradicción. Por más respeto y autonomía que se concediera al Senado, ni Séneca ni ningún otro pensaban en la vuelta al gobierno de la Republica. Por ello, era necesario justificar la propia existencia y el poder del emperador, atribuyéndole virtudes que lo hicieran sobresalir sobre el resto de los mortales. Así, la clemencia, la equidad y la bondad (Augusto también se había distinguido por sus virtudes sobresalientes) fueron virtudes atribuidas a Nerón. Pero la mentira de tal propaganda, que fue útil para el pueblo de Roma, sólo tuvo validez mientras la administración saneada dejada por Claudio siguió dando buenos resultados económicos y hasta que fueron apareciendo motivos de condenas contra senadores. Todos sabían igualmente que el estoicismo de Séneca no le había impedido amasar una enorme fortuna al amparo del poder. Superado el quinquenio, Nerón se fue liberando de sus tutores. Su vasta formación cultural le permitió construir su propio modelo político, que tenía dos apoyos básicos: la autoconsideración de sus virtudes superiores le autorizaba a tratar al Senado como a una simple cámara de apoyo o de aclamación de las iniciativas del emperador; por otra parte, para fortalecer esa hegemonía frente al Senado reforzó la justificación de su poder tratando de seguir un modelo político-cultural helenístico. Desde el 59 d.C., Nerón se vuelca en el intentó de helenizar culturalmente a Roma y al Occidente. El programa político-cultural de Nerón tiene en el propio emperador al motor y más entusiasta modelo. Nerón escribe poesía, participa en recitales y ejerce de actor. El 59 d.C., se celebran en Roma los iuvenalia, competiciones culturales entre jóvenes artistas en las que participó el propio emperador. El 66 d.C., en su viaje a Grecia, acompañado de su corte de hombres de cultura llamados Augustani, se presentó como un nuevo Flaminio dispuesto a conceder la libertad a los griegos. El entusiasmo de las ciudades griegas fue tal que agruparon varias competiciones (juegos délficos, nemeos, ítsmicos y olímpicos) para que el emperador pudiera participar en todos ellos. Y efectivamente volvió a Roma cargado de coronas ganadas en juegos diversos. Muchos senadores llegaron a colaborar como actores en esas exhibiciones del emperador, a pesar de lo duro que tuvo que resultar para muchos de ellos el renunciar a la dignitas que habían conseguido bajo Augusto y Tiberio. Pero la actividad cultural neroniana iba acompañada de dos graves inconvenientes: por una parte, la propaganda cultural reforzaba un modelo de emperador de corte helenístico para quien el Senado era un simple órgano asesor; además, la supuesta revolución cultural estaba resultando muy costosa para el Tesoro y perjudicial también para los hombres de negocios. Por lo mismo, los años de gobierno que siguieron al 59 d.C., primer momento de la gran manifestación filohelénica, se corresponden con la persecución de muchos senadores y con varias conjuras para terminar con la vida del emperador. El 66 d.C., la oposición al filohelenismo de Nerón costó la vida a dos prestigiosos senadores: "Tras haber inmolado a tantos hombres ilustres, Nerón concibió finalmente el deseo de aniquilar a la virtud misma al hacer perecer a Trásea Peo y a Bárea Sorano" (Tác., Ann., XVI, 21). Si tal tensión se prolongó hasta el 68 d.C., la explicación reside en las dificultades que encontró la oposición senatorial para contar con la colaboración de las legiones, bien pagadas por el emperador.
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La fase de relativa estabilización que sucede a la de aguda rapiña de normandos o magiares conoce un proceso de cristianización de los países de origen de los incursores. Si Bizancio ejerció su labor evangelizadora sobre eslavos y poblaciones eslavizadas de los Balcanes y sobre el principado varego de Kiev, Occidente hizo lo propio sobre la Europa Central y Nórdica. En el mundo báltico, bajo Luis el Piadoso y sus sucesores algunas acciones misionales en las penínsulas bálticas (las de Anscario y Rimberto) concluyeron en fracasos. Las acometidas normandas no constituían, precisamente, un factor favorable. En los años siguientes, la progresiva estabilidad política acabó facilitando la tarea. Eclesiásticos alemanes y, en algún caso, ingleses -no olvidemos las relaciones entre anglosajones y daneses- fueron los grandes protagonistas de la empresa. Se acostumbra a tomar los bautismos de algunos monarcas como los puntos de arranque de la conversión oficial de los reinos bálticos: los daneses Haroldo Diente Azul y su hijo Sven (en el 960), el noruego Haakon el Bueno (en torno a esa misma fecha) o el sueco Olaf Sköttkoning, bautizado por el monje inglés Siegfred a principios del XI. El establecimiento no sólo de sedes episcopales sino también de una red parroquial fueron las condiciones imprescindibles para domeñar un paganismo pertinaz. En Olaf II de Noruega, muerto en el 1030 en el curso de una guerra civil, tendría su pueblo uno de los primeros santos nacionales escandinavos. En la Europa Central y balcánica, la expansión misionera bizantina entró en crisis junto con la Gran Moravia desde el año 900. El eje de la vida política y espiritual se desplazaría en los años siguientes hacia el cuadrilátero de Bohemia en donde las influencias de Occidente (cristianismo romano, estructuras feudales) se fueron imponiendo frente al tribalismo pagano checo. En uno de estos enfrentamientos moriría el príncipe Wenceslao (hacia el 935), elevado posteriormente a santo nacional. La autoridad de los otónidas pronto se dejó sentir en el territorio. El duque bohemio Boleslao II se declaró vasallo de los emperadores alemanes y propició la fundación del obispado de Praga del que fue titular san Adalberto, el consejero de Otón III que en el 997 murió en una misión dirigida a los prusianos. La cristianización oficial de Polonia se inicia con el bautismo del duque Mezsco en el 966. La nueva religión se erigió en importante elemento de cohesión social del conjunto de pueblos (polanos y vislanos, fundamentalmente) asentados en el curso del Vístula. Bajo Boleslao el Fuerte, la red episcopal empezó a tomar consistencia: a la sede metropolitana de Gnesen (fundada en el año 1000) se unieron las diócesis de Posen, Cracovia y Breslau, regidas en un primer momento por obispos alemanes. A principios del siglo XI el paganismo mantenía aún sólidas posiciones en Polonia y los roces entre las influencias latinas y orientales constituían un elemento de perturbación. La sedentarización de los magiares tras el descalabro de Lechfeld fue factor decisivo para su posterior adopción del Cristianismo. La primera iniciativa en este terreno la tomó el príncipe Gilas, bautizado en el 950 en Constantinopla e introductor de algunos misioneros griegos en Panonia. Sin embargo, el éxito decisivo sería responsabilidad de los occidentales. Un acuerdo con el emperador Otón I en el 973 abrió el territorio magiar a misioneros enviados desde las diócesis de Passau y Praga. En el 985, el duque Geisa y su hijo Vajk recibieron el bautismo. Este último tomaría el nombre de Esteban y se convertiría a la larga en el santo nacional húngaro. La fundación en el año 1000 de la sede metropolitana de Gran fue el mejor signo de la articulación eclesiástica de la iglesia húngara. En los Balcanes corren parejas la cristianización y la consolidación de nuevos Estados. Bulgaria se convirtió en un importante reducto cultural eslavo-bizantino con zares como Simeón (893-927) o Pedro (927-969) con quien proliferaron las fundaciones monásticas como Rila. Bajo el zar Samuel -coronado solemnemente en Ocria en el 990- Bulgaria llega a convertirse en un auténtico imperio rival del bizantino aunque tal empresa acabase trágicamente con la reacción militar del basileus Basilio II (hacia 1014). A Occidente del campo de acción búlgaro, los eslavos croatas llegaron a crear una entidad política no desdeñable. En el 925, el knez (príncipe) Tomislav, tras reunir la Panonia croata y Dalmacia se proclama rey de Croacia. Será el primer título real en la historia de los eslavos del Sur. Drgislav (969-995) actuará como aliado de Basilio II contra Samuel de Bulgaria. Sin embargo, el reino croata se vería debilitado por las discordias internas, la presión veneciana sobre la costa dálmata y las disputas religiosas entre los cleros latino y griego Menor fortuna tendrían de momento los eslavos serbios que desde el 840 habían creado los Estados de Rascia -cerca de Novi Pazar- y Zeta, en Montenegro. La superioridad política y militar de búlgaros, bizantinos e incluso magiares a lo largo del siglo X harían inviable la supervivencia de estas entidades. El primer gran Estado serbio de la Edad Media tendría que esperar aún. En la Europa Oriental, la "Crónica de Néstor" atribuye prácticamente en exclusiva a los bizantinos el mérito de la cristianización de Rusia. No debieron de faltar, sin embargo, algunos intentos dirigidos desde el Occidente. Se ha hablado de un príncipe de nombre Askoldo bautizado en tiempos del papa Nicolás I (antes del 867) por misioneros latinos. Existen también otras tradiciones: la expedición evangelizadora de Bruno de Querfort muerto más tarde en Prusia, en el 1009. Estamos, sin duda, ante intentos enmarcables dentro de la emulación misional de Roma y Constantinopla. Una emulación que se estaba dando en los Balcanes y que, en el mundo ruso, se saldaría con una victoria total para los intereses espirituales griegos. El patriarca Focio habla de la existencia de algunas colonias cristianas rusas ya para el 867. Casi un siglo después -en el 945- había una iglesia cristiana en Kiev. Unos años después la princesa Olga, viuda del príncipe Igor, recibía en Constantinopla las aguas del bautismo. Posiblemente se trata de gestos aislados, ya que el hijo de Igor, Sviatoslav, ejerció de pagano convencido y de batallador incansable en las costas del Mar Negro. Uno de sus hijos daría el paso decisivo: Wladimiro. Se ha hablado de sus contactos con el rey noruego Olaf Tryggwison como posible incentivo. Pero fueron, sin duda, las relaciones con Bizancio las que aceleraron la cristianización oficial de Kiev. Los acontecimientos se precipitaron con el matrimonio de Wladimiro con la princesa Ana, hermana del basileus Basilio II a quien el príncipe de Kiev había ayudado en sus campañas. En el 988, Wladimiro y su pueblo recibían según la tradición (recogida en la "Crónica de Néstor") las aguas del bautismo por medio de la inmersión en el río Dnieper. La Rusia kieviana de Wladimiro -futuro santo nacional- se sumaba a la Iglesia de Constantinopla y a la cultura greco-eslava que tan excelentes frutos estaba dando en los Balcanes.
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Las condiciones creadas por las segundas invasiones y la desarticulación del Imperio carolingio dieron lugar a un nuevo orden político, en el que se integraron definitivamente normandos, húngaros y eslavos. Estos formarán sus Estados y fijarán sus límites a tenor de la expansión del cristianismo, bajo la atenta mirada de los dos imperios. El germánico extendería su influencia religiosa, político, cultural... sobre los pueblos del norte y centro de Europa. Con la formación de los nuevos reinos y principados, la Cristiandad occidental alcanzaría los máximos limites de expansión. Por su parte, el Imperio Bizantino haría lo mismo sobre los eslavos orientales y los asentados en los Balcanes. Los pueblos, que en el periodo anterior habían sido una amenaza para la Cristiandad, se incorporaron a ella de forma permanente y constituyeron la barrera que detuvo el golpe del asalto siguiente: la invasión mongola del siglo XIII.
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Del dicho popular que circuló en la Edad Media afirmando que "el aire de la ciudad hacía libres" a los hombres y mujeres que en ella residían, trabajaban y se relacionaban, a la llamada revolución comercial de R. S. López, la historia urbana y mercantil ofrece toda una serie de nuevas incitaciones que requirieron un conjunto de respuestas tendentes a solucionar los desequilibrios que el tirón de la ciudad provocó en la sociedad y economía de los siglos del crecimiento y la expansión de Europa (XI-XIII). Pero nada hay más incierto en esta época que la propia concepción de lo urbano, a pesar de que ello incluye una diversidad de actividades individualizadas (artesanos, comerciantes, intelectuales, juristas, oficiales al servicio del príncipe, clérigos), una especialización laboral y una solidaridad corporativa y concejil que no se encuentra en el medio rural. Los límites entre el campo y la ciudad no acabaran de perfilarse todavía en estos siglos del despertar urbano porque la población, los medios de subsistencia y las materias primas las seguirá proporcionando el campesino o el señor al vender los excedentes de la producción de sus tierras. Pero tampoco las ciudades tendrán una homogeneidad, aunque se identifiquen más aquellas que cuenten con una catedral y su correspondiente obispo, un mercado importante e incluso una feria, uno o varios puntos de contratación de mercancías prioritarias, un estatuto jurídico propio y, sobre todo, un recinto amurallado en uno o varios cinturones concéntricos con accesos controlados para proteger a sus habitantes o percibir los aranceles establecidos para las mercaderías circulantes y garantizar el proteccionismo comercial donde y cuando lo hubiera. Ahora bien, la ciudad se idealiza en la Edad Media. A mitad de camino entre la "Jerusalén celestial y la terrenal (la real y tangible)", que debe aspirar a imitarla, está la "ciudad ideal" que nos presenta, entre otros, el gerundense Francisco de Eiximenis en el siglo XIV, quien, aun formado en Colonia, París y Oxford, ejerció su quehacer filosófico y cultural en Valencia. El éxito de la ciudad a partir del siglo XI justifica esta idealización que no se halla para el campo, al que no le llegará en los tiempos medievales el elogio de la "alabanza de aldea y menosprecio de corte" de la Edad Moderna. Pero la ciudad es un organismo vivo que se transforma constantemente. Como apunta L. Benevolo, se trata en primer lugar de un sistema urbano que emerge a partir del siglo XI, después, en los siglos álgidos de la expansión económica se asiste a la formación de un nuevo sistema urbano occidental entre los siglos XII y XIII, y a partir del XIV vino la que este autor llama la época de los acabados. De esta forma, paulatinamente, los diversos espacios de la ciudad fueron integrándose en un espacio continuo, se regularizó la capacidad necesaria para su autonomía de gestión, se erigieron las construcciones repartiéndose el suelo edificable y se canalizó la producción a través del mercado, el cual constituye desde entonces el instrumento regulador de la oferta y la demanda, frente al mercado rural caótico y desmotivado. La figura del "hombre de ciudad" aparece animada de un espíritu de empresa, de una aceptación del riesgo y de un gusto por el enriquecimiento y el lucro sin límite que no se encuentra en el medio rural. Para ello se requiere un "soporte financiero", una "capacidad de organización del trabajo" en sus diversas fases de la producción y una "nueva ética mercantilista" que asuma "el purgatorio", cuyos orígenes ha desvelado J. Le Goff. La enorme vivacidad de la ciudad nos presenta al mercader alimentado por una gran curiosidad y un ansia por conocer que no encontramos ni en las cortes señoriales y castellanas ni en los claustros monásticos, donde prevalece lo establecido por costumbre o por norma. Pero la ciudad asume además su función intelectual y su papel como centro jurídico. En el mismo ambiente en el que irán surgiendo las Universidades, entre los siglos XIII y XIV, se instalarán también los tratados comerciales y de mercadería junto a los textos jurídicos que los romanistas contrastaran con los de los canonistas. Hasta el tiempo se vio afectado por los nuevos hábitos del mercader y del urbanita. El hasta entonces exclusivo tiempo litúrgico y estacional sería desplazado progresivamente por "el tiempo del mercado y del mercader, el tiempo del crédito y el interés", condenado por la Iglesia porque el tiempo sólo es de Dios, y el tiempo de lo festivo, cuando la ciudad se vaya transformando en un escenario público de celebraciones, espectáculos y diversiones, al recuperarse el "homo ludens" del que hablaba Huizinga. El tiempo se secularizó en el medio urbano mientras que perduraba en su regulación canónica en el campo, y si en éste la luz solar, desde el amanecer hasta el ocaso astral, concentraba la actividad rural, en aquel la actividad diaria comenzó a medirse por medios mecánicos. Los cambios en la medición del tiempo reflejaban, sin embargo, no sólo la secularización del mismo, sino también las transformaciones producidas en el ámbito urbano a medida que se diversificaban las funciones y dedicaciones de sus integrantes. Pero entre dichas transformaciones, las que más se identificaban con la nueva realidad dispar de la ciudad eran aquellas derivadas del nuevo panorama social en el que -como escribe R. Fossier- los nobles, los mercaderes, los maestros y los artesanos formaban parte de lo esencial de la ciudad; mientras que los excluidos, rebeldes, mendicantes, judíos o marginales no aspiraban todavía al asalto de la misma como lo harían entre la baja Edad Media y el Renacimiento; sin olvidar a esa otra categoría de hombres que no tendían la mano a la espada, ni a la moneda, ni a la herramienta de trabajo: los clérigos, a quienes el hombre de la ciudad exigiría más que al del campo; y también los oficiales públicos, los hombres de leyes, los notarios, los intelectuales o los sanadores (físicos o médicos), dignificando profesiones que con el tiempo conservarían su carisma e influencia social entre los destinatarios de sus servicios públicos o privados. Se trata, pues, de todo un mundo nuevo que clasificaba y distribuía a sus elementos en dedicaciones y conocimientos, disponibilidades económicas y categorías profesionales, asistencia espiritual y habilidades manuales, práctica jurídica y destreza científica. La recuperación progresiva del Derecho romano había ido devolviendo entre los siglos XII y XIII las libertades públicas, el sentimiento de la individualidad y las garantías personales en lo privado y en lo publico; emergiendo paulatinamente la sociedad civil en las comunas, los municipios, los concejos o las comunidades, cuando en la sociedad feudal el secuestro de dichas libertades y la privatización del poder público seguía siendo predominante. No obstante, en muchos casos la ciudad se convirtió en una nueva forma de explotación señorial del entorno próximo o más alejado, siendo el concejo el poder explotador y las aldeas dependientes lo explotado; lo que ha permitido a R. Hilton incardinar también a la ciudad en el modelo feudal de relaciones socioeconómicas y jurisdiccionales. Y en el otro extremo, el ejemplo de las ciudades-estado o ciudades-república del mar ligur o del Adriático (Génova o Venecia), de la Lombardía o de la Toscana (Milán o Florencia), con sus regímenes aristocráticos y mercantiles potenciados por los negocios y las finanzas; además de las ciudades asociadas pare proteger el comercio del mar del Norte, como las que relacionó la Hansa.
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La educación de la clase nobiliaria indujo a Felipe V a la creación en Madrid de una institución llamada a difundirse por otras latitudes a lo largo del siglo, el Seminario de Nobles (1725), dirigido hasta su expulsión por los jesuitas del Colegio Imperial y posteriormente por el célebre marino y científico valenciano Jorge Juan (1770-1773), al que siguieron los de Barcelona, Valencia, Gerona y otras ciudades, tanto en España como en América. Especial relevancia revistió la fundación, a cargo de la Sociedad Económica Bascongada de Amigos del País y en sustitución de los centros abandonados por los jesuitas, del Seminario Patriótico de Vergara (1776), rebautizado más tarde como Seminario de Nobles, que había de convertirse en uno de los más importantes centros de enseñanza e investigación de la España ilustrada, con sus estudios de primeras letras, humanidades, matemáticas y física, y con sus cátedras de química y mineralogía, donde se produjeron algunos de los descubrimientos científicos que desde el interior del país alcanzaron verdadera resonancia europea. Otra de las preocupaciones de la Corona fue la formación de especialistas militares, que llevó a la creación de toda otra serie de importantes instituciones. Entre ellas destaca por su elevado nivel científico la Academia Militar de Matemáticas, fundada en 1699, restituida por Felipe V en 1720 y abierta a los estudiosos civiles, que desempeñaría un papel fundamental en la formación de un cuerpo de ingenieros militares, cuyo campo de acción abarcaría, además de la fortificación, la arquitectura y el urbanismo, tanto en España como en América. A su lado hay que situar la Academia de Artillería de Segovia (1763), que recogió la experiencia de los centros militares anteriormente en funcionamiento y que mantuvo en activo un importante Laboratorio de Química regido por el francés Louis Proust. Y, finalmente, hay que referirse a las Escuelas de Guardiamarinas, creadas primero en Cádiz (1717, trasladada en 1769 a San Fernando) y luego en Cartagena y El Ferrol (1776), donde se introdujeron inmediatamente la física y las matemáticas modernas. La misma motivación militar tuvo la fundación de los Reales Colegios de Cirugía, para la Marina de Cádiz (1748), para el Ejército de Barcelona (1760) y San Carlos de Madrid (1787), cuya organización e inmediata dirección fueron encomendadas a los médicos catalanes Pedro Virgili y Antonio Gimbernat y que constituyeron otros tantos focos de la modernización de la práctica médica en España. Al margen de la preocupación estrictamente militar, otras importantes escuelas de enseñanza técnica debidas a la iniciativa oficial fueron la Real Escuela de Mineralogía de Madrid, dirigida por el prestigioso científico francés François Chabanneau; el Real Instituto Asturiano de Minas (1794), con sus secciones de náutica y mineralogía, la gran creación de Jovellanos con sede en Gijón; la Escuela de Veterinaria de Madrid (1793) y la Escuela de Caminos, Puentes y Canales, organizada ya en fecha tardía por el ingeniero canario Agustín de Betancourt, otro de los grandes nombres del progreso científico en España. La exigencia de sustituir a los jesuitas expulsados (que en la enseñanza de primeras letras dio nuevo empuje a la implantación de los escolapios) y de reutilizar su patrimonio condujo a la fundación de algunos centros de importancia. Quizás en este ámbito deba destacarse, sobre todo, la inauguración de los Reales Estudios de San Isidro, que, reorganizando el antiguo Colegio Imperial de Madrid regentado por la Compañía desde el siglo anterior, trataba de convertirse en paradigma de la enseñanza moderna, contratando a profesores laicos, difundiendo el espíritu jansenista, rechazando la escolástica e incluyendo entre sus disciplinas las matemáticas y la física experimental, el derecho natural y de gentes, el griego, el árabe y el hebreo y la historia literaria, cuyo primer catedrático titular fue el jurista Miguel de Manuel. Su proyección puede valorarse si tenemos en cuenta que por sus aulas pasaron entre otros Cornide, Miñano, Bosarte, Llorente, Forner, Marchena o Álvarez Cienfuegos. Un mayor alcance tiene la iniciativa de plantear una enseñanza laica siguiendo los métodos del suizo Pestalozzi, intentada por Francisco Voitel (primero en Tarragona en 1803 y luego en Madrid en 1805) y por José Dobely (en Comillas con la fundación del Seminario Cantábrico, 1805-1808). Si bien ninguna de las escuelas tuvo larga vida, la madrileña fue transformada, bajo la dirección del valenciano Francisco Amorós y el apoyo de Godoy, en el Real Instituto Militar Pestalozziano (1807), por cuyas aulas pasaron en calidad de observadores ilustrados de la talla de José María Blanco White o Isidoro de Antillón, antes de ser clausurado definitivamente a causa de la persecución desencadenada por los partidarios del monopolio religioso de la enseñanza primaria, no sin antes poder reclamar su condición de precursor de las modernas escuelas normales. Otro tipo de instituciones combinaron la enseñanza con otras funciones culturales y científicas. Su inventario, que da cuenta de la preocupación oficial por promover la actividad científica, debe hacer referencia en primer lugar a la fundación de la Librería Real (1716), una iniciativa de Felipe V para poner a disposición de los estudiosos los ricos fondos bibliográficos de los monarcas españoles y que constituiría el núcleo original de la futura Biblioteca Nacional. Por orden cronológico se sitúa a continuación el Real Gabinete de Historia Natural (1752), erigido por Fernando VI a propuesta del marino sevillano Antonio de Ulloa y formado por las ricas colecciones del peruano Francisco Dávila, su primer director, y del alemán Jacob Forster, que lo convirtieron en un importante depósito de especies minerales y, en menor medida, zoológicas y botánicas. El Real Gabinete de Máquinas (1791), otra creación de Agustín Betancourt, se nutrió esencialmente de las numerosas maquetas de ingenios mecánicos diseñados por el técnico canario en el transcurso de su estancia en París. También funcionaron en Madrid sendos Laboratorios de Química General, Química Aplicada a las Artes y Química Metalúrgica hasta 1799, fecha de su remodelación, que entrañó la supresión de los dos establecimientos generales de Madrid y Sevilla y la unificación de los dos restantes bajo la dirección del ya citado Louis Proust, que permaneció como su responsable hasta 1806. El desarrollo de las ciencias naturales había inducido entre sus cultivadores la idea de establecer Jardines Botánicos, que sirvieran a la experimentación y la docencia. Así se fundó el Jardín Botánico de Madrid (1755), cuyo primer director sería José Quer y que, tras su ubicación provisional en Migas Calientes, habría de instalarse definitivamente en el edificio construido a tal fin por Juan de Villanueva. Su ejemplo dio lugar a la proliferación de proyectos y realizaciones en otros ámbitos: fundación del de la Universidad de Valencia (cuya Facultad de Medicina se había deshecho de otro anterior), proyectos no llevados a la práctica de la Sociedad Bascongada y el Ayuntamiento de Barcelona, construcción del de La Orotava, en Puerto de la Cruz, en la isla de Tenerife, por iniciativa del sexto marqués de Villanueva del Prado. La renovación de la astronomía contó también con el apoyo de una serie de fundaciones reales. El Observatorio de Cádiz (1753, trasladado más tarde a San Fernando), dirigido inicialmente por el astrónomo francés Louis Godin, serviría de modelo para el proyecto del Observatorio de Madrid, sugerido por Jorge Juan a Carlos III, pero que no se llevaría a la práctica, según diseño de Juan de Villanueva, hasta 1790, después de la fundación en América del de Montevideo (1789) y antes de que fraguaran otros proyectos, como el de Santa Fé de Bogotá (1803) en América y el de El Ferrol en España (1806). De este modo, la potenciación de las Academias, la reforma universitaria y la creación de otros centros, que sustituyesen a los abandonados por los jesuitas o que supliesen las carencias de unas universidades reticentes a la modernización de la enseñanza, constituyen otras tantas palancas de la intervención oficial en el ámbito de la cultura. Este intervencionismo se ejerce de otras maneras, como pueden ser el patrocinio de numerosas expediciones científicas o la potenciación de las Sociedades Económicas de Amigos del País y los Consulados de Comercio.