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Destinado a una sobrepuerta del dormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo, Goya presentó este tapiz en enero de 1779, valorándolo en 1.000 reales de vellón. Como sus compañeros de la serie - la Acerolera o el Ciego de la guitarra - muestra un aire festivo y alegre que existiría en el ambiente de la corte madrileña, donde el gusto por lo popular alcanzaba hasta a la propia familia real, Carlos III incluido. El maestro nos presenta un asunto claramente infantil, en el que dos pequeños tocando instrumentos musicales hacen una especie de pasillo a otros dos que van montados en un carretón. Goya se siente preocupado por mostrar las expresiones de los rostros de los niños. Así, el crío del fondo tiene los carrillos hinchados al soplar la trompeta y el que vemos de perfil se afana por guiar unas riendas inexistentes. La composición se articula a través de planos paralelos que se alejan en profundidad, empleando un tronco para determinar la zona del fondo. El conocimiento de la obra de Velázquez hace que el aragonés introduzca una gama cromática cada vez más viva, aplicada con una pincelada suelta que apenas se interesa por los detalles. Los efectos lumínicos son muy interesantes, al emplear una luz fuerte y clara que resbala por los trajes de seda de los pequeños.
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La familia americana de Degas será la protagonista de este boceto, uno de los más atrayentes del artista. Muestra a los niños jugando a la puerta de la casa de Michel Musson en el barrio francés de Nueva Orleans. Una criada de raza negra cuida de los pequeños en una calurosa tarde. Todos están completamente concentrados en el juego, excepto Odelle De Gas, la niña rubia que mira atentamente hacia el interior, la zona que ocupaba Degas a la hora de hacer la obra y en la que ahora está situado el espectador. El perro que contemplamos al fondo - al que el pintor apodaba Vasco de Gama - también nos mira, jugando con las dos miradas. La pincelada rápida y suelta se adueña de la composición, resultando sorprendente el contraste con las marcadas líneas de la ventana, la puerta o la casa del fondo. El colorido empleado es algo triste, al abundar los tonos sienas y ocres. El blanco grisáceo de los vestidos y del cielo alegra la escena. Expuesto en la muestra impresionista de 1876 junto al Mercado de algodón, recibió el halago de algunos críticos, entre ellos Emile Zola.
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Nos encontramos ante una de las imágenes más entrañables de Mary Cassatt, demostrando así su genialidad a la hora de pintar niños, quizá una de las facetas más difíciles de la pintura. Dos pequeñas juegan con sus cubos y sus palas en la arena de la playa, vestidas con trajes negros cubiertos por blancos mandiles. Una de ellas cubre su cabeza con un sombrero de paja que nos impide contemplar su rostro, mientras la que se sitúa más cerca del espectador se afana en rellenar el cubo. La brillantez de la piel infantil - destacando los rosados mofletes o los brazos enrojecidos - ha sido perfectamente interpretada por Mary, interesándose también por los efectos lumínicos al resaltar las tonalidades malvas de la sombra, elemento tradicional de la pintura impresionista. Al fondo apreciamos el mar surcado por varios veleros. La iluminación del atardecer que Cassatt consigue es otro de los grandes logros de la escena, recordando a Monet en su interés por captar las luces precisas de cada momento del día. Existe cierta similitud con la obra de Degas titulada En la playa. La delicadeza y el detallismo de las dos niñas contrasta con la soltura de los elementos que las rodean, realizados con una pincelada rápida, sin prestar atención a los detalles.
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Si hay un pintor que ha sabido captar la luz del Mediterráneo es, sin lugar a dudas, Joaquín Sorolla. Fue un especialista en reflejar en sus obras la luminosidad y la alegría del Levante español. Valencia, su ciudad natal, será su lugar preferido de inspiración y donde encontrará su temática favorita: pescadores, niños bañándose, jóvenes en barco, etc. Por eso los retiros del artista a Valencia van a ser cruciales para su producción. Era habitual encontrarle por las playas captando en sus lienzos a sus gentes y su luz, esa luz dorada y brillante que tan bien ha sabido mostrar Sorolla en sus cuadros. Niños en la playa es una de las obras cumbres del pintor. Tres niños aparecen tumbados en la playa, en el lugar donde el agua de las olas se mezcla con la arena, muy cerca de la orilla. Los niños desnudos, como se bañaban en los primeros años de siglo los muchachos del pueblo, demuestran el perfecto dominio del pintor sobre la anatomía infantil. Pero el tema no deja de ser una excusa para realizar un estudio de luz, una luz intensa que resbala por los cuerpos desnudos de los pequeños. Las sombras para Sorolla no son de color negro tal y como dictaba la tradición, sino que tienen un color especial según consideraba el Impresionismo. Por eso aquí emplea el malva, el blanco y el marrón para conseguir los tonos de las sombras. Una de las preocupaciones del pintor eran las expresiones de los rostros, que ha sabido captar perfectamente en el niño que nos mira aunque su cara no esté claramente definida. Observando este cuadro, el espectador puede respirar la atmósfera del Mediterráneo, que Sorolla tan bien conocía.
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Lo que a priori parece tratarse de una escena costumbrista, habitual en la pintura del Barroco holandés, es una las partes integrantes de un gran retrato familiar, posiblemente de la familia de Salomón de Bray o de Pieter Rostraeten, ya que los especialistas no se ponen de acuerdo en quines son los retratados. Grimm ha propuesto una aceptable reconstrucción de la composición original, de la que formarían parte un gran lienzo propiedad de la National Gallery of Wales, esta tela que contemplamos y un Muchacho con sombrero de una colección particular. Se desconocen las razones por las que el lienzo original sería partido, presentando el estado actual ya en 1829. Se trata de una sensacional muestra de retratística infantil, convirtiendo a Hals en un especialista en esta temática. Los tres pequeños se sitúan en un paisaje, el mayor en pie y portando en su mano derecha una vara mientras que en la izquierda sostiene las riendas del carro que tira la cabra, engalanada para la ocasión. Sobre la carreta encontramos a dos pequeños también ataviados con sus mejores galas, destacando los bordados de cuellos y gorrillos y las telas damasquinadas, realizadas con un sensacional detalle. Pero quizá lo que más llame nuestra atención sea la alegre expresividad de los rostros de los niños, dotados de gran viveza, con sus despiertos ojos dirigiéndose hacia la derecha. La influencia de Rubens se halla presente en este trabajo en los colores empleados y el efecto de la composición. Los especialistas consideran que la torre del fondo no sería de mano de Hals ya que en la actualidad la obra se encuentra muy restaurada.