Esta escultura en mármol expuesta en el Salón de 1750, responde al gusto de la época por la figura infantil, en este caso el retrato del hijo del financiero París de Montmartel. No se contenta, sin embargo, Pigalle con representar una encantadora figurita propia del rococó, sino que le añade un cierto aire tierno y melancólico: la jaula abierta indica que se ha escapado el pájaro, que en un primer proyecto aparecía muerto a los pies del niño. Su sentimentalismo anuncia el mundo que pocos años después nos dará a conocer Rousseau en su "Emile".
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Boeto de Calcedonia, que firmó bases en Lindos y en Delos, y que retrató a Antíoco IV Epífanes de Siria, debe la inmortalidad sobre todo al conocido grupo del Niño de la oca, llegado a nosotros en varias copias. Debía de ser un tema bastante común, que tenía su lugar en los santuarios de Asclepio, pero la obra de Boeto logró un éxito muy particular: las carnes realistas y blandas del niño, el uso -un tanto irónico- de la estructura piramidal que se empleaba en Pérgamo para plasmar gestas heroicas, todo hubo de contribuir a su fama. "El grupo original en bronce, con su esquema en pirámide y sus ritmos helicoidales, contraponía el brillante y blandísimo desnudo del rollizo niño al opaco colorismo del suave plumaje de la oca, y el tema adquiría el tono juguetón de un epigrama" según G. Becatti.
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Sería ésta una de las rinconeras del antedormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo - la otra es el Muchacho del pájaro - que algunos especialistas interpretan como un símbolo de la primavera. En relación a sus compañeros de serie como el Resguardo de tabacos o la Novillada siempre ha pasado desapercibido, interesándose Goya una vez más por las diversiones infantiles que también aparecen en Muchachos cogiendo fruta o Muchachos trepando a un árbol.
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Será este cartón uno de los más atractivos entre los que Goya ejecutó para la decoración del comedor de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo. Un niño vestido a la moda de la clase social más elevada, tocado con un amplio sombrero de ala ancha, monta en un carnero de oscura lana y se prepara para castigar con la pequeña fusta a su montura. Las dos figuras se sitúan al aire libre, en una zona boscosa, plenamente iluminados por una fuerte luz solar. El sombrero crea una zona de sombra en el rostro del pequeño, de la misma manera que ocurre en el Quitasol, demostrando el interés de Goya por las iluminaciones. Alrededor de ambas figuras encontramos las tonalidades verdosas de los arbustos, aplicadas con la rápida pincelada que caracteriza al maestro. La sensación volumétrica de los dos protagonistas ha sido perfectamente interpretada, creando una composición triangular con una perspectiva baja para ser contemplada la escena desde abajo por el espectador. Los colores oscuros del traje y del carnero contrastan con las nubes blancas - que sirven como telón - y el cuello y los puños del muchacho.
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El verano pasado por Fortuny en Portici supondrá una significativa evolución en su pintura al interesarse por asuntos más populares como paisajes o figuras de niños bien en la playa o como si de un anónimo retrato se tratara. En este lienzo el pequeño aparece en primer plano, recibiendo su divertido rostro un considerable foco de luz que le hace guiñar los ojos, recortando su silueta ante un fondo neutro. Aunque encontramos una buena base de dibujo, son las pinceladas rápidas y empastadas las que organizan la composición, anticipando la manera de pintar de Sorolla y el estilo luminista con este tipo de trabajos. El gesto y el carácter del niño han sido captados con toda la intensidad por Fortuny, demostrando una vez más su valía en todo tipo de composiciones, ya sean preciosistas como el Vendedor de tapices ya más sueltas como este retrato.
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Los especialistas consideran que este Niño espulgándose es la primera obra de carácter costumbrista de las realizadas por Murillo. Se fecha entre 1645-50, momento en el que el maestro empieza a consolidarse en el panorama artístico sevillano. El pequeño aparece en una habitación, recostado sobre la pared y quitándose las pulgas que acompañan a sus ropas raídas. En primer término aparece una vasija de cerámica y un canasto del que caen algunas piezas de fruta. La figura está iluminada por un potente haz de luz que penetra por la ventana desde la izquierda, creando un fuerte contraste con el fondo que sirve para crear una mayor volumetría. La luz también refuerza el ambiente melancólico que define la composición, destacando el abandono en el que vive el muchacho.El marcado acento naturalista que refleja la escena tiene como fuentes a Zurbarán y Caravaggio, trayendo también a la memoria las escenas costumbristas de la primera etapa de Velázquez. La pincelada gruesa y pastosa empleada por Murillo es característica de esta primera etapa, dejando paso en obras posteriores a una mayor vaporosidad y transparencia como puede apreciarse en los Niños jugando a los dados.
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En ocasiones anteriores, el huevo había sido el principal objeto de atención de los cuadros de Salvador Dalí. Uno de los más antiguos y espectaculares es el huevo-semilla-cebolla que sostiene una enorme mano en Las metamorfosis de Narciso, de 1937.Si en esa ocasión, el huevo servía como introducción al recurso de la imagen doble, una de las nuevas posibilidades que ofrecía su método "paranoico-crítico", en el lienzo que contemplamos no sucede así. El huevo no se transforma en nada; es el lugar donde se produce el nacimiento de un ser humano. Su apariencia blanda, más que viscosa, contrasta con la naturaleza líquida del mapa de la tierra que está representado en la superficie. Por encima de tan curiosa escena de alumbramiento (no olvidemos que para ciertas culturas el huevo es el símbolo del alma) una gran sábana actúa como protección, que no sólo ofrece sombra sino seguridad. La posición que ocupa en lo alto y el huevo nos remiten de inmediato a una de las obras más enigmáticas de la historia de la pintura: la Sacra Conversación del italiano Piero della Francesca, más conocida popularmente como la Madonna del huevo. Tan peculiar escena tiene lugar en un vasto paisaje, de grandes horizontes y en el que los escasos elementos naturales que se reúnen (colinas, montañas) están realizados con la ya habitual técnica de Dalí, prodigiosa en el dibujo. El recuerdo de los pintores clásicos y su admiración, en especial, por aquéllos que habían dominado el dibujo (Rafael e Ingres) no le abandonaría nunca. Ya en noviembre de 1925 había ilustrado el catálogo de su primera exposición individual en las barcelonesas Galerías Dalmau con tres aforismos del pintor francés, en los que se defendía el valor del dibujo como expresión de la esencia de la realidad.
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Cuando se enfrenta a la ejecución de una figura, Francisco D. de Ribas mantiene el tipo creado por su hermano, Felipe de Ribas, si bien imprimiendo a las formas mayor dinamismo, como puede apreciarse en dos bellas esculturas salidas de su mano: el Niño Jesús de San Juan de la Palma y el Arcángel San Miguel de la iglesia de San Antonio Abad, ambas en Sevilla. La primera de estas imágenes nos ofrece la versión barroca del tema, presentando la imagen con movida actitud y, a diferencia de modelos anteriores, ataviada con túnica de talla cubierta por rico estofado con aplicaciones de piedras semipreciosas realizado por otro de los hermanos, el pintor Gaspar de Ribas.
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Esta obra anónima de barro cocido y policromado puede relacionarse con los talleres italianos del siglo XVIII. Se trata de un Niño Jesús, dormido sobre una nube formada por cabecitas angelicales, pieza a medio camino entre la estética barroca del siglo precedente -especialmente Murillo- y la novedad del Rococó.