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Un grupo más nutrido lo constituyeron las mujeres que fueron a la guerra en busca de sus maridos o amados, uno de los casos más notables, aunque no propiamente hispánico, fue el de la irlandesa Christine Cavanaugh, cuya historia, centrada a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, tuvo la enorme fortuna de contar con un escritor de la talla de Daniel Defoe. Gráfico Christian noro Christine Cavanaugh anduvo por toda Europa con la soldadesca en busca de su marido. Nacida en Dublín en 1667 murió en Londres en 1739. Hija de un cervecero irlandés, su infancia y adolescencia transcurrieron en Dublín hasta que conoció a Richard Welsh, con quien se casó en 1692. A los pocos días su marido desapareció sin dejar rastro y ella comenzó una búsqueda enloquecida. Las noticias de que Welsh había sido enrolado en la Armada y enviado a Flandes, la llevaron a disfrazarse de hombre para poder ingresar en el regimiento de infantería que iba hacia los Países Bajos. Al llegar fue transferida al regimiento de Los Dragones y los Scots Greys, con quienes participó en la batalla de Namur, en 1695. A los 28 años regresó a Irlanda sin noticias aún de su marido. En 1702, se alistó de nuevo con los Scots Greys y fue enviada a Nimega, Venlo y Bleinheim, donde por fin encontró a Richard Welsh. A partir de este momento Christine lo siguió en todas las campañas y batallas hasta que fue herida en la batalla de Ramilliers, en 1706, ocasión en que la que se conoció su verdadera identidad. El descubrimiento causó enorme impresión tanto por la habilidad que tuvo para poder ocultarse durante esos años como por el valor que siempre demostró en campaña. El ejército la obligó a dejar las armas, pero se las ingenió para trabajar como cocinera. De alguna manera participó en la batalla de Malplaquet, en 1709, en la que murió Welsh. Tras su fallecimiento volvió a casarse y tras quedar viuda por tercera vez regresó a Gran Bretaña, donde fue recibida por la reina Ana Estuardo, quien le otorgó una pensión vitalicia en reconocimiento a su labor dentro del ejército. Christine, a quien se le conoce cariñosamente como Kitt o Mother Christian Ross, murió a los 72 años. Fue inhumada en la catedral de Westminster con honores militares. La historia de las mujeres soldados saltó a la literatura, donde se pueden encontrar romances y canciones. El caso de la Doncella de Ontiveros daría pie al famoso romance: "En Sevilla a un sevillano / siete hijas le dio Dios, / todas siete fueron hembras / y ninguna fue varón. A la más chiquita de ellas / le llevó la inclinación / de ir a servir a la guerra / vestidita de varón. Al montar en el caballo / la espada se le cayó; / por decir, maldita sea, / dijo: maldita sea yo. El Rey que la estaba oyendo, / de amores se cautivó, - Madre los ojos de Marcos / son de hembra, no de varón. / - Convídala tú, hijo mío, / a los ríos a nadar, / que si ella fuese hembra / no se querrá desnudar. Toditos los caballeros / empiezan a desnudar, / y el caballero Don Marcos / se ha retirado a llorar. Por qué llora Vd. Don Marcos / por qué debo llorar, / por un falso testimonio / que me quieren levantar. No llores alma querida / no llores mi corazón, / que eso que tú tanto sientes, eso lo deseo yo. Anónimo
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Entre los casos de mujeres soldados que persiguieron su libertad, destaca doña Juana, conocida como la Dama de Arintero, que sirvió en el ejército de los Reyes Católicos con el nombre de Caballero Oliveros. Cuando en febrero de 1475, las mesnadas reales llegaron a la vista de la rebelde Zamora, iniciaron el asedio a la ciudad e intentaron el asalto de las murallas. Avanzando entre una lluvia de venablos y saetas, los sitiadores colocaron las escalas y se dispusieron a tomar la ciudad. Ya a punto de concluir la terrible jornada sin que los soldados reales hubieran expugnado la ciudad, varios caballeros, entre los que se encontraba el infatigable Caballero Oliveros, se apoderaron de una de las puertas principales de la muralla permitiendo el paso de las mesnadas leales. Pronto el rumor de la lucha se apagó y la ciudad se rindió. A cambio de su lealtad a los Reyes legítimos, D. Fernando y D? Isabel concedieron el perdón y confirmaron los fueros y privilegios a Zamora. Gráfico Vencida la resistencia de Zamora, las huestes reales se encaminaron hacia Toro donde el rey de Portugal había reunido un poderoso ejército. El 1 de marzo de 1475, en las campas de Pelea Gonzalo chocaron ambos ejércitos. A la segunda carga, la caballería castellana desbarató las líneas portuguesas que comenzaron a retroceder hacia la frontera de Portugal. El Caballero Oliveros tuvo una gran actuación, pero se descubrió su condición de mujer como consecuencia del desgarramiento de sus ropas. Pronto se extendió el rumor entre las filas: "Hay mujer en la guerra" y llegó a oídos del Almirante de Castilla, uno de los jefes de las tropas reales. El Almirante se encamino a la tienda Real para comentar tan sorprendente noticia al Rey. D. Fernando, intrigado por la historia del Caballero Oliveros, llamó a éste a su presencia. Delante del Rey y su Corte, Doña Juana hubo de desvelar su verdadero nombre y las causas de su presencia en el ejército. El Rey, admirado del valor desplegado por la Dama de Arintero durante la campaña, no sólo perdonó la impostura, sino que concedió a Arintero y sus vecinos grandes y cumplidos privilegios. Arintero fue a partir de entonces, solar conocido de hijosdalgos notorios; en las tierras de Arintero y en veinte leguas a la redonda no podría exigirse contribución de sangre o dinero y se concedía licencia real para celebrar todos los años fiesta y feria en el aniversario de la victoria ante las tropas portuguesas. Pero la historia termina con la crudeza de la envidia. Con su licencia real y aún armada con su cota de malla, yelmo y lanza, la Dama de Arintero, marchó hacia su tierra llevando entre sus ropas las cartas reales de privilegios. En el pueblo de La Cándana fue abatida por una partida de seis soldados quienes le robaron, después de una lucha sin tregua, los privilegios reales concedidos para así poder aplicarlos a sus haciendas y señoríos. Otro caso, quizá el más conocido, fue el de Catalina de Erauso, conocida también como la Monja Alférez, cuya vida tan plagada de peripecias y aventuras dio lugar a novelas, películas y estudios, despertando una gran fascinación. Y es que Catalina de Erauso ha sido uno de los personajes más sugerentes y curiosos del Siglo de Oro español. Nacida en San Sebastián en 1592, fue hija de un militar, Miguel de Erauso, y de María Pérez de Gallárraga y Arce. Después de pasar su niñez interna en un convento de San Sebastián, en 1607, cuando apenas contaba quince años de edad, salió del convento disfrazada de labriego. Comenzó a viajar de pueblo en pueblo, vestida como un hombre y adoptando nombres diferentes, como Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz, Ramírez de Guzmán o Antonio de Erauso. Determinada a encontrar a su hermano Miguel, se embarcó hacia el Nuevo Mundo y viajó a Potosí. En tierras americanas desempeñó diversos oficios, pasando por Perú, Chile donde en 1619 estuvo al servicio del rey de España, participando en diversas guerras de conquista. En aquellas tierras, Catalina reafirmó su nueva personalidad. "Comía, bebía y dormía siempre con las armas en la mano". Aquel hombre con cuerpo de mujer era un ciclón. Destruía y mataba todo lo que se le ponía por delante en las grandes batallas de la Araucaria chilena. Destacada en el combate, rápidamente adquirió fama de valiente y diestra en el manejo de las armas, lo que le valió alcanzar el grado de alférez. Amante de las riñas, del juego, los caballos y el galanteo con mujeres, como correspondía a los soldados españoles de la época, varias veces se vio envuelta en pendencias y peleas. En una de ellas, en 1615, en la ciudad de Concepción, actuó como padrino de un amigo durante un duelo. En aquel duelo, Catalina llegó a herir mortalmente al padrino rival que resultó ser su hermano Miguel. Expulsada del ejército por desobedecer las órdenes, su trayectoria fue a peor. Jugadora y pendenciera, mató a decenas de hombres. Vivía "como una pluma llevada por el viento" hasta que en Huamanga (Perú) en 1623, fue detenida a causa de una disputa y condenada a morir en la horca. Para evitar ser ajusticiada, pidió clemencia al obispo Agustín de Carvajal, a quien confesó su verdadera identidad y su huida de joven de un convento. Entonces se desveló el misterio: "Quiero morir como nací. Colgad a Francisco de Loyola, no a Catalina de Erauso". Con el apoyo del eclesiástico, pudo viajar a España. Conocedores de su caso en la corte, fue recibida con honores por el rey Felipe IV, quien le confirmó su graduación y empleo militar y la llamó la "monja alférez", autorizándola además a emplear un nombre masculino. Algo más tarde, mientras su nombre y aventuras corrían de boca en boca por toda Europa, Catalina viajó a Roma y fue recibida por el papa Urbano VIII, quien le permitió continuar vistiendo como hombre. Durante esta tranquila etapa, ella misma dictó sus propias memorias, la "Historia de la monja alférez." (67) Pero su espíritu inquieto y aventurero no conoció reposo. En 1630, viajó de nuevo a América y se instaló en México donde regentó un negocio de arriería o transporte de mercancías entre la capital mexicana y Veracruz. A partir de 1635 poco se sabe de su vida, salvo que murió en Cuitlaxtla, localidad cercana a Puebla, quince años más tarde. Apenas se conocen las causas de su fallecimiento, pues unos dijeron que había muerto asesinada, otros que en un naufragio y otros, los más dados a la fantasía, que se la había llevado el diablo.
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Durante el Romanticismo la temática exótica y pintoresca será la favorita entre los artistas. Así surgen obras como estas Mujeres en el baño o la Boda judía en Marruecos, en las que Delacroix ofrece su atracción hacia el mundo oriental, atracción que le llevó a viajar al norte de África y a España. Aunque los harenes ya habían sido representados por Ingres, Delacroix nos muestra un asunto más trivial, en el que el color y la luz protagonizan la escena. Varias mujeres se sitúan alrededor de una pequeña charca mientras una de ellas toma un baño. La charca recibe un fogonazo de luz que penetra entre los árboles, creando un atractivo juego lumínico. Las figuras se sitúan en escorzo, tan querido por el artista, existiendo una cierta sintonía con las obras de Rubens. Los colores claros se van adueñando de un conjunto en el que las sensaciones atmosféricas van ganando paso frente al dibujismo de la pintura académica. Sin embargo, Delacroix no olvida mostrar ciertos detalles como las calidades de las telas o las flores de primer plano.
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A la hora de estudiar la relación de la mujer con la guerra es imprescindible analizar el caso de las mujeres víctimas de la guerra y los modos de padecimiento. Teniendo en cuenta este criterio, se podrían establecer varias categorías de mujeres que sufrieron las guerras en el Antiguo Régimen. Gráfico
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¡Oh, cuán triste!, ¡Oh, cuán enojoso!, ¡Oh, cuán peligroso es el estado de las viudas!: en que si una viuda sale de su casa, la juzgan por deshonesta; si no quiere salir de casa, piérdesele su hacienda; si se ríe un poco, nótanla de liviana; si nunca se ríe, dicen que es hipócrita; si va a la iglesia, nótanla de andariega; si no va a la iglesia, dicen que es a su marido ingrata; si anda mal vestida, nótanla de extremada; si tiene la ropa limpia, dicen que se cansa ya de ser viuda; si es esquiva, nótanla de presumptuosa; si es conversable, luego es la sospecha en casa; finalmente digo que las desdichadas viudas hallan a mil que juzguen sus vidas y no hallan a uno que remedie sus penas. Guevara, Reloj de Príncipes. Gráfico En su tratado Antonio de Guevara presentaba a las viudas como a mujeres constantemente vigiladas, sospechosas por el simple hecho de carecer de una figura masculina que las controlase. Aunque el tratadista tenía motivos para lamentarse, no es menos cierto que la sociedad y las instituciones, conscientes de la frágil situación en la que quedaba una mujer que perdía a su marido en la Edad Moderna, otorgaron a las viudas una serie de prerrogativas en virtud de su condición. Al fin y al cabo, el estado de viudedad, como cualquier otro estado, era complejo y presentaba diferentes matices en función de cada circunstancia.