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Antón Rafael Mengs gustó de autorretratarse en numerosas ocasiones, mostrándose a los espectadores siempre como un artista. Aquí le vemos con la bata parda, la carpeta de dibujos y el portaminas en su mano derecha. La iluminación empleada resalta el atractivo rostro del pintor, destacando la expresividad de sus ojos y sus labios. Los pliegues y las calidades de las telas están perfectamente conseguidos, haciendo gala el maestro de un dibujo magistral aprendido del mundo clásico por el que sentía verdadera pasión. En esos años, Mengs era uno de los pintores más solicitados de las cortes europeas, trabajando en dos ocasiones en España donde impuso su estilo neoclásico, contando con la inestimable colaboración de sus discípulos, Francisco Bayeu el más importante.
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A lo largo de toda su vida Rubens siempre se presenta como un caballero vestido con sus mejores galas, llevando capa, sombrero, cuello de fino encaje, guantes y espada, demostrando que la pintura era un arte liberal, no una profesión de artesanos. Los numerosos encargos recibidos motivarían la creación de un próspero taller y los beneficios proporcionados le llevaron a construirse dos casas con arrestos de auténticos palacios, una en Amberes y otra en las afueras de la ciudad. Su cultura y don de gentes le convirtieron en diplomático, por lo que Rubens será el modelo a imitar por parte de Velázquez y otros muchos artistas europeos. El estilo empleado por el maestro en esta obra corresponde a sus últimos trabajos, siendo denominado "estilo vaporoso" por crear una sensación atmosférica de gran belleza. Las líneas parecen difuminarse y la pincelada es rápida, casi etérea. Su interés se centra en el rostro, recibiendo un potente fogonazo de luz, que muestra el cansancio de un hombre de 62 años. Su mano muestra cierta deformación debido a la artrosis que empezó a padecer hacia los 40 años, muy habitual en aquellos tiempos. El estilo y el colorido están inspirados en Tiziano, su gran maestro como reconoció durante el viaje a Madrid en 1628.
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Este pequeño lienzo perteneció a la Duquesa de Alba, posiblemente regalo del pintor enamorado a la bella noble. Goya se sitúa frente a un lienzo, sentado en una elegante silla y finamente vestido, lo que indica que no está trabajando en ese preciso instante. La figura se recorta sobre un fondo neutro, sin realizar ninguna referencia espacial. La luz crea un ambiente especial al conseguir un atractivo juego de luces y sombras que recuerdan a Rembrandt - no olvidemos que el pintor barroco holandés era uno de sus maestros, junto a Velázquez, siendo de los artistas que más se autorretratan -. Sus atentos ojos se clavan con fuerza en el espectador, mostrando la personalidad del artista. Su manera de presentarse, la fuerza con que se muestra y la vestimenta hacen de esta obra un preludio de los retratos románticos. La pincelada utilizada es muy rápida, con pequeños toques de color, empleando una gama cromática oscura que se alegra con blancos, rojos y azules. La genialidad de Goya se pone claramente de manifiesto en esta bella obra.
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Nos encontramos ante uno de los primeros retratos realizados por el maestro aragonés, posiblemente ejecutado con motivo de su matrimonio con doña Josefa Bayeu y Subiás, hermana de Francisco Bayeu, uno de los pintores más importantes en Madrid en aquellos momentos gracias a su relación con Anton Rafael Mengs. La boda tendría lugar en la capital de España el 25 de julio de 1773. La efigie del pintor sobresale de un fondo oscuro, iluminada por un potente foco de luz procedente de la izquierda que destaca los rasgos de su cara. Su larga cabellera se disimula gracias al fondo, destacando solamente las patillas y los primeros pelos canos de la frente. La mirada de reojo y el gesto de alegría nos muestran al joven que desea triunfar en la corte madrileña. Será éste el primer autorretrato de un artista que empleará su imagen en numerosas ocasiones, destacando como colofón el Autorretrato de 1815 donde se presenta viejo y cansado pero con ganas de seguir peleando.
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Éste sería el último autorretrato pintado por Gauguin, fechado hacia 1903, el año de su fallecimiento. Curiosamente, en marzo de ese año sería condenado a tres meses de prisión por defender una vez más a la población local. Quizá sea ése el motivo por que el artista se presente con un gesto de desesperación y cansancio, tanto físico como psíquico, sin llegar a cubrir la tela con el óleo, dejando pequeños espacios en los que apreciamos el lienzo. Ya no es el pintor desafiante que se retrató en tantas ocasiones; ahora es el hombre que ve cerca su fin y, tras esas pequeñas gafas, observa con ojos que solicitan cariño y ternura. Ni en su último autorretrato ha abandonado el vivo colorido que siempre le ha caracterizado, contrastando el fondo morado con el rostro dorado por el sol y el blusón blanco-crema. Ese colorido es aplicado a través de pequeñas pinceladas que recuerdan su primera etapa impresionista de obras como Susana cosiendo.
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Según John Rishel son cuarenta y siete los autorretratos conocidos de Cézanne. En la mayoría de ellos se presenta en la misma postura que aquí le contemplamos: de busto y de medio perfil, dirigiendo su mirada hacia la izquierda, destacando su expresión circunspecta o con el ceño fruncido, como en este caso. El rostro recibe la luz desde la izquierda, creando una zona de sombra con la que se consigue mayor volumetría a la figura, recordando los trabajos de Tiziano. Las pinceladas son largas y fluidas, apreciándose la base de su indumentaria obtenida a través de gruesos y oscuros trazos, quedando el color crudo del lienzo en buena parte sin cubrir. Sin embargo, en la barba apreciamos los ligeros toques de color con los que configura esta zona, apreciándose un claro precedente del cubismo.