En noviembre de 1887 Vincent conoce a Seurat, uno de los artífices del Puntillismo, exponiendo juntos en el salón de ensayos del recién fundado "Théâtre Libre" por expreso deseo de André Antoine, su creador. Esta muestra llenará de alegría al holandés cuyo ánimo estaba cada día más hundido al no soportar París. En su mente está huir al sur, buscando su Japón particular. Esta admiración hacia lo japonés la encontramos en este autorretrato al contemplar en el fondo una estampa japonesa. Vincent apenas esboza su efigie, sin detenerse en los expresivos ojos de otras obras, empleando una pincelada rápida y empastada a base de trazos paralelos bien sea en horizontal, vertical o diagonal. El color será la gran aportación del holandés como bien se demuestra en esta imagen.
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En el invierno de 1887-1888 Vincent vive una etapa especialmente triste por sus continuos enfrentamientos con Theo, el abusivo consumo de alcohol y el rechazo a las tertulias artísticas. Apenas come y sólo piensa en dejar atrás París, sintiendo un agobio existencial. Su mente está en el sur, donde la huida le llevará, concretamente a Arles. Por eso en este autorretrato le encontramos con un gesto de preocupación pero también de esperanza, iluminando su rostro con un potente foco de luz clara que resalta sus ojos apagados y su barba pelirroja. A su alrededor hallamos multitud de puntos de colores, recordando al Puntillismo con el que contacta gracias a su relación con Signac y Seurat.
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Es, sin duda, el más célebre de todos los autorretratos de Friedrich, de los que se conservan ocho. Contaba ya más de treinta años cuando realizó este autorretrato en forma de busto. Su vestimenta, desde luego, es similar a la de los bustos de retrato romanos. Como en su autorretrato de 1800, el gesto es disonante. Mientras la cabeza y el torso se inclinan hacia el espectador, las pupilas se alzan, de modo que la izquierda roza el párpado superior. El rostro, visto hacia abajo, presenta un giro a la izquierda que ensombrece medio rostro y nos ofrece un medio perfil. Como era habitual en él, el pelo aparece peinado sobre la frente, y unas enormes patillas le cubren el rostro. Al año siguiente, el pintor Hartmann, amigo suyo, dirá: "El que quiera verle una vez más tendrá que darse prisa, pronto el pelo le habrá tapado por completo". Su mirada inquietante refleja no sólo seguridad; también aparece la fatiga, el cansancio y la tensión interna. Ello viene reforzado por sus ojeras y las formas angulosas que su rostro ha adquirido en la madurez. V. A. Shukowski, quien abrió las puertas de la familia real rusa a su obra, opinaba: " Nadie que lo viera entre la multitud encontraría su cara destacable. Es un hombre huesudo de constitución media, rubio, con anchas cejas rubias colgando sobre sus ojos; lo que más sorprende de su rostro es su sinceridad; para no mencionar su carácter; uno espera sinceridad en todo lo que dice".