Como ha sintentizado Ernst Hinrichs, la población no podía hacer descender drásticamente la elevada tasa de mortalidad que padecía y contra la que se encontraba inerme dadas las pésimas condiciones sanitarias. Sin embargo, sí podía intentar no crecer hasta el límite de las posibilidades naturales porque, en el marco general de una economía de subsistencia, una densidad superior a los 50 habitantes por kilómetro cuadrado condenaría a sus habitantes a la inanición. Dentro del régimen demográfico antiguo habría habido, por tanto, medios funcionales de adaptarse a las circunstancias cambiantes. Quizá el más importante de estos medios fue el llamado matrimonio retardado, que consistía en retrasar la edad media en que se contraía matrimonio para, así, reducir el período de fecundidad femenina en unos años desde el comienzo de la edad núbil (edad a partir de la cual una mujer puede procrear). Premisa indispensable para que esta forma de regulación demográfica surtiera sus efectos era que los nacimientos se circunscribieran exclusivamente al matrimonio (fecundidad conyugal) y que, por tanto, no hubiera una alta tasa de hijos ilegítimos de madres solteras. Cuando la situación mejoraba, podía hacerse descender la edad media del matrimonio con lo que, automáticamente, aumentaba la tasa de natalidad porque, si una mujer tenía de media un hijo cada dos años, el número de nacimientos tenía que elevarse ya que aumentaba el período efectivo de fecundidad al acercarse la edad conyugal a la núbil. El crecimiento experimentado en la España del XVI parece haber resultado de esta política de autorregulación demográfica, en este caso, al alza. Es decir, la fase expansiva demográfica se debió a la mejora de las condiciones económicas con un desarrollo agrarista, salarios nominales altos y una relativamente desahogada situación fiscal que habría permitido el descenso del número de personas que permanecían solteras y el adelanto de las uniones, situándose la edad media del matrimonio en torno a los 20-22 años. Para la población morisca -unas 300.000 personas antes de iniciarse su expulsión en 1609-, la edad media del matrimonio habría sido de 18 años, lo que explicaría que su tasa de natalidad fuera más elevada que entre los cristianos viejos. A la luz del número de niños abandonados, las tasas de ilegítimos parecen haber sido bajas, aunque mayores en las ciudades que en el medio rural. Una última observación cabría hacer sobre la base de esta situación para acercarnos desde la demografía al mundo de las mentalidades. Ideas como el honor o la honra que resultan tan características de la sociedad hispana de la época de los Austrias tuvieron mucho que ver con esta necesidad de prevenir un crecimiento absolutamente natural de la población -Malthus hablaba de "checks" preventivos que podían reducir los efectos, represivos, de la mortandad catastrófica. La socialización personal, familiar y colectiva del ideal del honor, así como la conversión de una conducta sexual ajena al matrimonio en un pecado social y religioso, venían a favorecer en la práctica el control de nacimientos y, de esta manera, a impedir que, como se decía entonces, el mundo se llenase. La familia, con el omnipotente paterfamilias al frente, se convertía en la principal instancia reguladora del matrimonio, condenando al celibato permanente a una parte de los hijos -vía la entrada en religión, ante todo- u obligando a un celibato temporal a otros al retrasar la fecha en que contraían matrimonio. Este, aunque los canonistas insistiesen en su necesaria voluntariedad, era un hecho que quedaba fuera del ámbito estrictamente individual, porque, en la mayoría de los casos, ni el momento ni la elección del cónyuge correspondían a una decisión personal. El matrimonio perfecto era el que se contraía entre iguales y la mejor ocasión era la que determinaba la estrategia familiar. Además, el sistema legal de transmisión de bienes favorecía el cumplimiento de dicha estrategia mediante fórmulas como la de primar un heredero único contra la división real (el reparto entre todos los hijos) o el mayorazgo. En suma, lo demográfico estaba dominado por lo supraindividual, lo estamental. Hasta incluso en el caso de algunos que levantaron la voz de alarma contra el pundonor o avaricia de los padres que determinaban tiránicamente el matrimonio de sus hijos, la solución propuesta insistía en los valores del privilegio. Desde México, donde acababa de llegar desde la corte, el agustino Antonio Osorio escribía a Felipe II acerca de la notable diminución del pueblo cristiano "... en los Reinos de Vuestra Majestad, de los cuales sale más gente para el orbe todo que de otra parte", culpando de esta situación a los padres que obligaban a sus hijos a casarse cada vez más tarde. Lo hacía en 1582, cuando el evidente proceso de expansión demográfica de mediados de siglo había empezado a dar muestras de paralización en la Corona de Castilla, y lo que recomendaba para poner remedio a la situación era que: "Vuestra Majestad, como tan cristiano Príncipe, le pondrá el suave y eficaz (remedio) que se requiere. Lo que yo puedo alcanzar es que por ley se mande que la mujer que no casó ni viniere a casas de más de veinte y cinco años sus hijos no puedan tener oficio real ni gozar de merced de rey ni de favor ni de hidalguía". Con plena conciencia de que era el mantenimiento del estatus familiar lo que forzaba a retrasar la edad de los matrimonios y que de aquí resultaba un descenso de la población, la única manera que se entreveía para adelantar los matrimonios y, en consecuencia, aumentar el número de habitantes pasaba también por la hidalga noción de privilegio característica de la sociedad de estados.
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Domínguez Bécquer también se dedicó intensamente al retrato, siendo uno de los mejores ejemplos este autorretrato que contemplamos. El pintor aparece vestido de cazador, en actitud de descansar, acompañado de dos perros. Mantiene su estilo de pintor costumbrista, aunque aquí se supera e incluso muestra influencias velazqueñas. A destacar el magnífico dibujo, el interés por la descripción de los detalles, la gama cromática empleada -ocres, marrones y sienas- y los efectos lumínicos, especialmente en la puesta de sol del fondo, iluminación que también baña el primer plano. Nos encontramos, por lo tanto, ante un retrato de elevada calidad.
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Camille Pissarro es una de las personalidades más atractivas y desconocidas entre los impresionistas. Le vemos con 42 años, envejecido por el sufrimiento que ha marcado su vida ya que vendía muy pocos cuadros, viviendo junto a su familia en la más absoluta pobreza. En 1870 huyó a Londres ante la invasión alemana, empleando los invasores su casa de Louveciennes como matadero y utilizando los más de 200 cuadros como tarimas para pasar por el embarrado jardín. Ese sufrimiento marcaría su rostro como apreciamos en esta imagen, destacando sus expresivos ojos. Se presenta en primer plano, con una larga barba conseguida con una pincelada empastada, mostrándonos en la pared algunos estudios y bocetos. El tabardo oscuro contrasta con la claridad de los tonos del fondo, en contrastes que recuerdan a Manet. Su carácter abierto y comprensivo hizo que sirviera de mediador entre los integrantes del grupo impresionista, siendo el único que participó en las ocho exposiciones, introduciendo a jóvenes artistas como Gauguin.
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En este sensacional autorretrato podemos advertir la maestría de Domingo para captar el alma de sus modelos, al igual que hace en el Zapatero. Sin embargo, Domingo se interesará más por el cuadro de "casacón" que Fortuny había puesto de moda en Europa, entrando en los circuitos comerciales con los que se adquiría fama, prestigio y dinero. De esta manera se perdió la oportunidad de encontrar al artista que podía haber transformado la pintura española acercándola a las corrientes vanguardistas europeas, en aquel momento el Impresionismo, sin renunciar a lo auténticamente español como son las influencias de Ribera, Velázquez o Goya. El pintor se presenta de medio cuerpo, vistiendo una levita oscura con camisa blanca y corbatín azulado, dirigiendo su cabeza hacia la izquierda para resaltar su perfil. El fondo neutro apenas está esbozado, lo que aporta mayor volumetría a la figura. La luz procedente de la derecha resbala por el rostro resaltando su expresión ausente, casi triste, como si quisiera renunciar a nuestra mirada. La gama cromática empleada enlaza con el Barroco español al igual que las pinceladas rápidas y empastadas.
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Cézanne tenía unos 40 años cuando realizó este autorretrato en el que aparece vestido como un burgués -recordemos que era miembro de una importante familia relacionada con la banca- vistiendo negra levita, chaleco y camisa blanca; cubre su cabeza con elegante sombrero, también en tonos negros. Su postura es bastante forzada, en tres cuartos, gira su cabeza ligeramente para mirar al espectador de reojo. Tras él contemplamos un amplio ventanal y un aparente espejo donde parece reflejarse la luz. La iluminación procede de la derecha, impacta en el rostro de Paul y resbala por él. Ha conseguido aportar un sensacional volumen a su cuerpo a través de rápidas y violentas pinceladas aplicadas con espátula, así como a un soberbio entramado de líneas que aluden a la reacción contra la pérdida de la forma que se estaba produciendo entre algunos impresionistas como Monet o Pissarro.
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El pintor romántico más ligado a la tradición pictórica sevillana es José Gutiérrez de la Vega, formado en la veneración por la obra de Murillo, lo que le da a su pintura, de abundante producción religiosa, una fuerte homogeneidad, incorporando también ingredientes de Ribera, Zurbarán, Valdés Leal y Van Dyck, influencias que se unen a la británica, manifiesta en sus retratos. Cultivó también esporádicamente la pintura costumbrista.