Los hechos históricos relatados La conquista de Chile había tenido un inicio desafortunado con la jornada emprendida por el antiguo socio y compañero de Francisco Pizarro, Diego de Almagro. Vista como lógica continuación de la labor iniciada en Cajamarca, el Adelantado concibió la empresa chilena como una culminación del desmantelamiento político del dominio quechua en aquella porción de los Andes. Que su pensamiento era éste y no otro lo demuestra el interés señalado en hacerse acompañar en aquella ocasión por dos altos dignatarios incaicos, uno, el propio hermano del Inca Manco, Paulo Inca, y otro, el sumo sacerdote Vila Homa, máxima autoridad religiosa del recién desestructurado estado indígena. Ambos compartían la delicada tarea de ir allanando con su potestad el camino al numeroso ejército organizado y debían de poner a disposición de los españoles toda la infraestructura que aún permanecía en pie de la organización levantada por las autoridades del Cuzco en aquellos recónditos confines. Atraído y engañado por la fama que retenía y gozaba Chile como zona productora de diversos metales, singularmente oro, cobre y plata -cuyos envíos afluían periódicamente al Perú, bien como tributo o bien como producto del intercambio económico que sustentaba las particulares relaciones de reciprocidad andinas-, y espoleado por el afán de nuevos descubrimientos y exploraciones, Almagro abandonaba el antiguo corazón del Tahuantinsuyu4 en el mes de julio del año 1535, siguiendo el camino real inca que cruzaba el altiplano en dirección al extremo sur del Collasuyu, para transponer la terrorífica cadena montañosa de los Andes a la altura del valle de Copiapó. Las penalidades que hubo de sufrir y la falta de comida y bastimento, sumadas al intenso frío y los inconvenientes originados por la gran cantidad de nieve acumulada, hizo que las bajas fueran abundantes, especialmente entre los indígenas que transportaban los enseres y el fardaje de los españoles, perdiendo igualmente gran número de caballos. Superadas las distintas contrariedades presentadas, las tropas pudieron al fin alcanzar los valles de Copiapó, Huasco y Aconcagua, donde descansaron y se reformaron de los sufrimientos pasados. Pero una vez recuperados, la realidad que se presento a los ojos de la hueste del Adelantado fue bien distinta de la que se pensaba haber encontrado. La grandiosidad, la magnificencia y la riqueza abandonadas en el Perú no se hallaban presentes entre los naturales de aquellas latitudes. Incluso, las nuevas que se procuraron indagar de las tierras extendidas más al sur, eran mucho más desalentadoras. Pareciera que cuanto más se avanzase, menor desarrollo social presentarían los naturales. Si bien la intervención de los nobles incas había proporcionado algún oro, las nuevas tierras alcanzadas poco valían sin numerosos y bien organizados brazos que las hicieran producir: ... hechos juntar los caciques e principales, se informó de lo que había en la provincia y en la tierra adelante hasta el Estrecho de Magallanes; e por cierta relación dijeron la pobreza de la provincia de Chile, e cómo era muy mayor e peor la de adelante, y que los picones eran quince o veinte pueblos, que cada uno tenía diez casas de gente muy pobre, vestida de pellejos. Que cuanto más la tierra iba adelanté, más estéril era e pobre e frigidísima e inhabitable; e que los que la habitaban no cogían ni comían maíz, sino ciertas raíces de campo e hierbas, e unos granos que echan los bledos a manera de mijo...5. A estas primeras desilusiones se añadieron pronto las voces que intentaban persuadir al Adelantado para que volviese al Perú y partiese los límites con Francisco Pizarro entre las respectivas gobernaciones de uno y de otro, considerando dentro de la jurisdicción de la Nueva Toledo la posesión de la antigua ciudad imperial, reclamada con más fuerza tras el fracaso del descubrimiento chileno. Decidido a regresar, elige para su retorno la vía de la costa, no menos ardua y penosa de recorrer por un grupo numeroso que el itinerario utilizado para la ida, pero sí mucho más rápida. Atraviesa de este modo el desierto de Atacama y la pampa de Tamarugal, una de las zonas más áridas y secas del planeta, recibiendo en el ínterin distintos avisos que le comunicaban la revuelta indígena que incendiaba al Perú. Manco Inca, cansado del despotismo de los extranjeros, acaudillaba en aquellos momentos una sangrienta rebelión y sitiaba la ciudad del Cuzco, intentando recuperar el protagonismo arrebatado. Algunos historiadores han sugerido que el viaje de Almagro a Chile estuvo inspirado por el propio inca para alejar a los españoles del Cuzco una vez decidida la ejecución de la sublevación. Sea cierto o no, el retorno del Adelantado en abril de 1537 ponía punto final a las aspiraciones de Manco y reavivaba las tensiones y los enfrentamientos entre aquél y el Marqués, dejando con ello el camino abierto a las luchas civiles que tan desastrosas consecuencias habrían de provocar. De esta manera se daba así fin a aquella aventura con un balance desolador que en nada beneficiaba la llegada de nuevos contingentes pocos años después. Las tropas del Adelantado habían sembrado la muerte y la destrucción a su paso, especialmente en los valles chilenos. Si Almagro se había mostrado como un caudillo generoso con sus hombres y como un gran estratega, no había sabido, o no había querido, impedir aquellas matanzas y aquellos abusos. Para hacernos una idea basta leer las líneas del clérigo Cristóbal de Molina, testigo excepcional en aquella expedición, que no por algo tendenciosas dejan de ser totalmente ciertas: ... dio la vuelta, la cual no se pudo hacer sin gran destrucción de los naturales y tierra de Chile, porque, como se determinó de volver, dio licencia a todas sus gentes que rancheasen la tierra y tomasen todo el servicio que pudiesen y indios para cargas; y no quiero explicar lo que pasó en esto ni qué tal quedó la tierra, porque por otras cosas que yo tengo apuntadas lo podrán sentir. Ningún español salió de Chile que no trajese indios atados: el que tenía cadena, en cadena, y otros hacían sogas fuertes de cuero de ovejas y hacían muchos cepos para aprisionarlos de noche, y tenían por costumbre, caminando porque no huyesen los tristes indios de llevarlos a la vela, poníanlos todos en un llano y velábanlos, y si alguno se movía inferían que se quería huir y dábanle, los que velaban, de palos...6. Transcurrida esta primera experiencia quedaba ya expedita la puerta para nuevos intentos, y efectivamente no habría de pasar mucho tiempo sin que otro veterano caudillo depositase sus ojos en Chile, en esta ocasión con la intención de poblar permanentemente el suelo y asentarse en él de una manera definitiva. No es ésta la oportunidad ni la ocasión de trazar una semblanza biográfica de don Pedro de Valdivia7, pero no podemos dejar de delinear los ejes básicos de su actuación anterior a la aparición de este importante actor en la escena chilena. Natural de la comarca extremeña de la Serena y allegado o vinculado a los Pizarro, Valdivia se presentaba en el Perú en un momento en el que el enfrentamiento violento entre almagristas y pizarristas era ya inevitable. Su tarjeta de presentación como hombre experimentado y avezado en los feroces frentes europeos, especialmente en Italia y Flandes, le valieron su elección como maestro de campo de Hernando Pizarro en las acciones que culminarían en la batalla de Las Salinas, librada en abril de 1538, y en la que caería preso Diego de Almagro. Con posterioridad a estos brotes fratricidas entre españoles interviene en la marcha al Collao y Charcas -siempre en compañía de Hernando y Gonzalo Pizarro- incorporando a la gobernación peruana toda la región del altiplano circundante al lago Titicaca, que pasó a denominarse desde entonces Alto Perú. Por su destacado papel en todas estas acciones, recibió del Marqués Francisco Pizarro una encomienda que abarcaba todo el valle de la Canela y una mina de plata en Porco, ambas en la citada zona del altiplano, las cuales le producían una substanciosa renta anual. Mas no era ésta la recompensa que el espíritu inquieto y las ansias de renombre de Valdivia buscaban, por lo que renunciando a la encomienda, solicitó, en atención a sus servicios, los títulos de teniente del gobernador y capitán general de los reinos de Chile, que le facultaban para emprender la conquista del territorio. De esta forma, con escasos medios y mucha determinación se ponía en marcha a finales del mes de enero de 1540, al frente de un reducido grupo de españoles, decidido a internarse en el desierto de Atacama, por lo que dispuso el paso en pequeños grupos, mejor preparados para enfrentarse a la falta de agua y a las duras condiciones imperantes, aprovechando las enseñanzas extraídas durante el regreso de Almagro tres años antes. Sin embargo no iba a ser el desierto, con ser éste duro, el principal obstáculo en su travesía, sino la falta de avituallamiento y el vacío de los naturales, escarmentados con la experiencia sufrida por el paso del ejército almagrista. Por fin, tras algunas escaramuzas y después de cruzar los valles de Copiapó, Huasco, Coquimbo y Aconcagua, consigue arribar a las orillas del río Mapocho, donde levanta en febrero de 1541 una población a la que titula Santiago del Nuevo Extremo, que rápidamente habría de convertirse en cabeza y corazón de todos los reinos de Chile. Los problemas que se presentan a partir de este momento en la sustentación de la ciudad, y los continuos combates sostenidos contra la población indígena, deciden a Valdivia a solicitar repetidamente socorros al Perú. Las incursiones y entradas realizadas al otro lado del río Maipo demostraban las excepcionales condiciones y la feracidad del suelo, a las que se sumaba una alta densidad de la población, sobre todo comparada con los estrechos valles nortinos. Pero los españoles que lideraba el extremeño eran escasos y se encontraban excesivamente alejados de cualquier base de aprovisionamiento, sin contar siquiera con vías terrestres de comunicación apropiadas, por lo que para paliar en la medida de lo posible esta carencia funda la ciudad y el puerto de La Serena en el valle de Coquimbo. Mientras, cansados los naturales de esperar un abandono que no terminaba de concretarse, se rebelan, sucediéndose casi constantemente las escaramuzas y los asaltos. Valdivia, animoso e incansable, acude una y otra vez a reprimir los sucesivos levantamientos e incluso aprovecha los escasos refuerzos conseguidos para explorar hasta las márgenes del caudaloso Bío Bío, en cuya desembocadura proyecta fundar una ciudad. Proveyendo en estos menesteres y afanándose por construir una gobernación a la medida de sus pensamientos, le sorprenden los acontecimientos que a la sazón conmueven al Perú, provocados por el levantamiento de su antiguo compañero de armas Gonzalo Pizarro contra Blasco Núñez Vela, enviado real. La intransigencia y la incapacidad demostrada por este último al querer aplicar las Leyes Nuevas promulgadas en 1542, dictadas para modificar algunas particularidades de las encomiendas -fuertemente criticadas por los espíritus avanzados deseosos de una sociedad más justa en América-, avivaron el malestar de los antiguos conquistadores, principales beneficiarios de la polémica institución, los cuales depositaron sus esperanzas en el prestigio que ostentaba Gonzalo Pizarro y levantaron sus armas contra el enviado peninsular, incapaz de hacerse cargo de la realidad y evitar el enfrentamiento armado. Desatadas las operaciones bélicas, en 1545 moría en Quito Núñez de Vela, y dos años más tarde el hermano menor de los Pizarro se veía dueño de todo el Perú. Ante el cariz que tomaban las violentas reivindicaciones y la crítica situación de las armas reales, la Corte decidió proveer como presidente a Pedro de La Gasca y dotarle de amplios poderes, confiando en su clara inteligencia y en su habilidad negociadora para la resolución del conflicto. Valdivia, que hasta entonces no había dado señal alguna en una u otra dirección, tomó partido por el presidente y se trasladó a la ciudad de los Reyes en los últimos días del año 1547, justo a tiempo para intervenir y contribuir con su presencia a la derrota de Gonzalo Pizarro en la llanura de Jaquijaguana, cercana al Cuzco. La fidelidad demostrada por el conquistador chileno a las autoridades reales fue retribuida por La Gasca con el título de gobernador, con el que pudo regresar a Santiago satisfecho y conseguir alguna ayuda económica para su precaria gobernación, que le permitió reclutar nuevos refuerzos en hombres y pertrechos. De regreso, Valdivia se ve de nuevo en la necesidad de reconstruir la ciudad de La Serena, incendiada y asolada durante su ausencia, entregándose de lleno a continuación a preparar la campaña prevista para la provincia de Arauco, de resultas de la cual funda las ciudades de la Concepción, La Imperial, Valdivia y la Villarrica, ocupando en esta tarea de conquista y de asentamiento los años de 1550, 1551 y gran parte de 1552. Si nos paramos a pensar detenidamente en esta eclosión de erecciones y establecimientos que se produce al sur del río Itata en tan escaso espacio de tiempo, como si de una fiebre constructora se tratase, podremos fácilmente colegir las distintas circunstancias que confluyeron para hacer posible este desmedido interés por parte de Valdivia, destacando fácilmente entre ellas la abundante población indígena dispersa existente, base de toda transformación económica ulterior, la fertilidad de los campos, con excelentes bosques cercanos, y un clima inmejorable de tipo templado mediterráneo, prácticamente idéntico al de muchas regiones españolas y extraordinariamente singular en toda la América meridional. La particular visión política y geostratégica de Pedro de Valdivia le lleva a incorporar a su jurisdicción, gracias a la labor de distintos capitanes, las provincias transandinas de Cuyo y todo el noroeste argentino, y a organizar dos viajes marítimos de descubrimiento y exploración hacia el estrecho de Magallanes, buscando, por una parte, sacudirse la tutela del Perú a través de una comunicación directa con España, y por otra, un límite natural a su gobernación que dominase dicho paso. Encaminadas así sus miras para el desarrollo de los proyectos futuros, Valdivia ve alteradas sus intenciones por un alzamiento general de los grupos mapuches que nuestro cronista Jerónimo de Vivar describe acertadamente en pocas palabras: Pues viendo los indios los españoles repartidos y divididos en tantas partes y viendo el trabajo que tenían, porque era el primer año que les habían echado a sacar oro, acordaron levantarse, no como indios, sino como gente que entendían y que procuraban verse libres. Acostumbrado a acudir donde su presencia sea necesaria y donde la sumisión de los naturales se debilite, el gobernador sale de la Concepción con ánimo de reducir y castigar estos nuevos brotes de desobediencia, pero la suerte no le sonríe en esta ocasión como en encuentros anteriores y los pocos hombres que dirige se ven acosados y aniquilados en los alrededores de Tucapel. El mismo es hecho prisionero y decapitado. La estrella de Valdivia, rutilante hasta entonces, se apagaba junto a su vida en las postrimerías del año 1553, tal como lo recuerda Vivar: Y ansí pereció y acabó el venturoso gobernador, que hasta aquí cierto lo había sido en todo cuanto hasta este día emprendió y acometió. Con su desaparición se despuebla la ciudad de la Villarrica, y tras la retirada de Francisco de Villagrán, la de la Concepción, permaneciendo aisladas y sin posibilidad alguna de ayuda las de Valdivia y la Imperial. Como si de un castillo de naipes se tratase, todo el esfuerzo que alentaba el gobernador se derrumba en unos instantes. Al abandono de las ciudades y los descalabros militares se suceden las disensiones internas nacidas entre Francisco de Aguirre y Francisco de Villagrán. Cada uno aduce y argumenta sus méritos particulares y sus pretensiones para suceder a Valdivia en el cargo de gobernador, y únicamente con la llegada de don García Hurtado de Mendoza en 1557 se logrará solucionar un litigio que resultaba completamente desfavorable para los intereses de la tierra. Con la figura de don García, primogénito del virrey del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, se abre una nueva época en la historia hispana de Chile. Bajo su mandato se repuebla la Concepción y se levantan las ciudades de Cañete de la Frontera y Osorno, mientras que el empuje de las armas restablece el prestigio perdido, llevando a los españoles hasta la isla grande de Chiloé. Conocidos son los versos de don Alonso de Ercilla que celebran el último rincón alcanzado en aquella oportunidad: Pero yo por cumplir el apetito, que era poner el pie más adelante fingiendo que marcaba aquel distrito, cosa al descubridor siempre importante, corrí una media milla do un escrito quise dejar para señal bastante, y en el tronco que vi de más grandeza escribí con un cuchillo en la corteza: Aquí llegó, donde otro no ha llegado, don Alonso de Ercilla, que el primero en un pequeño barco deslastrado, con solos diez pasó el desaguadero el año de cincuenta y ocho entrado sobre mil y quinientos por hebrero, a las dos de la tarde, el postrer día, volviendo a la dejada compañía.8 Este es pues, en apretada síntesis, el período que comprende la crónica de Vivar. Un período que se inicia con la intervención de Pedro de Valdivia en la guerra de las Salinas, el año de 1537, para finalizar con el asalto y posterior victoria al fuerte de Millarapue por parte del gobernador don García Hurtado de Mendoza, en el mes de diciembre de 1558. Breve lapso de tiempo, poco más de veintiún años, pero denso en acontecimientos históricos centrados casi exclusivamente en la persona de Valdivia y en los hechos de sus compañeros.
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Los más tempranos testimonios (1518) Se conserva un relato, conocido como Itinerario de la armada# que es, hasta donde se sabe, el primero de los testimonios, espejo de la admiración que causó en los españoles el encuentro con las altas culturas de Mesoamérica5. Escrito en 1518 por el clérigo Juan Díaz, capellán en la expedición de Grijalva, incluye noticias que iban a impresionar sobremanera a cuantos lo leerían en Cuba, España y otros muchos lugares de Europa. Juan Díaz describe allí lo que más le llamó la atención a lo largo de ese viaje. Habla de los templos que, cercanos a las costas, podían verse con sus altas torres, de pueblos a los que entraron, con calles empedradas que, por sus edificios y casas, podía inferirse eran de gente de grande ingenio y poseedora de no poca riqueza. Recuerda la de ciertos calderos de oro, pequeños, unas manillas y brazaletes de oro#, rodelas relucientes de oro#, campanillas y collares de oro#, edificios de cal y arena, muy grandes y un trozo de edificio asimismo de aquella materia conforme a la fábrica de un arco antiguo que está en Mérida de Extremadura. Recuerda también las representaciones de dioses, y los hombres sacrificados, y, más adelante, un gran pueblo que, visto desde el mar, no parecía menos que Sevilla, así en las casas de piedra como en sus torres y su grandeza#6. Reflejando el permanente afán de precisar geográficamente a dónde había llegado la expedición, el relato, cuyo título completo es Itinerario de la armada del rey católico a la isla de Yucatán en la India, el año 1518, en la que fue por comandante y capitán general Juan de Grijalva#, concluye sosteniendo que encontraron también gentes que adoran una cruz de mármol, blanca y grande, que encima tiene una corona de oro; y dicen que en ella murió uno que es más lúcido y resplandeciente que el sol#7. Y, tras mencionar los principales objetos de oro rescatados y enviados al rey, se plantea nueva cuestión al decir que todos los indios de dicha isla Yucatán están circuncidados; por donde se sospecha que cerca se encuentren moros y judíos, Pues afirman los dichos indios que allí cerca había gentes que usaban naves, vestidos y armas como los españoles#8. Al conocerse todo esto en Cuba, aun antes del regreso de Grijalva, ya que éste había despachado a Pedro de Alvarado para que informara del éxito obtenido, el gobernador Diego Velázquez tomó dos decisiones en extremo importantes. Una fue la de enviar de inmediato a España a un hombre de su confianza, su capellán Benito Martín. Debía éste alcanzar que Velázquez, además de gobernador y adelantado de Cuba, fuera designado también capitán general de las nuevas tierras visitadas por Grijalva, nombradas entonces de Santa María de los Remedios# El clérigo Martín no sólo logró su cometido sino que además hizo posible se difundiera en España y fuera de ella la noticia del gran descubrimiento. Llevando consigo copias del Itinerario de la armada, hizo entrega de las mismas al futuro Carlos V y a Gonzalo Fernández de Oviedo que se encontraba a la sazón en España. Tan grande fue el interés que despertaron en España las noticias de la expedición y hallazgos realizados por Grijalva que el texto del Itinerario que había llevado Benito Martín comenzó muy pronto a difundirse en forma impresa. Una versión italiana del mismo se publicó en Venecia el 3 de marzo de 1520. Otra apareció en Valladolid en latín, el día 7 del mismo mes y año. En alemán comenzaría a circular desde marzo de 15229. Como habremos de verlo, dicho texto sería también aprovechado en los años inmediatos por varios escritores o cronistas ocupados en difundir las noticias que se recibían de las islas y tierra firme en las que penetraban por entonces los españoles con propósitos de conquista y hacer poblamiento en ellas. De esta suerte la primera de las decisiones del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, de informar sobre los óptimos resultados de esa expedición para obtener nombramiento y derechos en su favor, fue asimismo causa de la más temprana difusión de noticias sobre esas tierras de las que se sabía ya con certeza estaban habitadas por gentes que vivían en grandes pueblos y ciudades, dueñas de considerables riquezas, muchas de las cuales estaban a la vista en sus templos y palacios. La otra decisión, tomada asimismo por Velázquez, fue la de preparar una nueva expedición que debía regresar de inmediato al país visitado antes por Grijalva. Obrando en su calidad de gobernador de la isla y asimismo como promotor y empresario a título personal, Velázquez invitó a otros españoles que habían acumulado ya ciertos recursos a que participaran también en ella. No siendo mi intención repetir aquí lo que entonces ocurrió, traeré sólo a cuento cómo fue que Velázquez puso al frente de tal empresa a Hernán Cortés. Muy amigo de éste último era Amador de Lariz, natural de Burgos, contador del Rey en Cuba y hombre que, aunque no sabía leer ni escribir, era en extremo astuto. Se decía que este Lariz había servido como maestresala del gran capitán Fernández de Córdoba. Enterado Lariz de los proyectos de Velázquez, concibió la idea de proponerle nombrar a su amigo Hernán Cortés como capitán de esa expedición. Contribuyó a esto mismo el secretario de Velázquez, Andrés de Duero, también muy vinculado a don Hernando10. Este actuaba entonces como alcalde y disponía además de buenos ducados, fruto de sus trabajos y granjerías en la isla. Consultado Cortés por Velázquez sobre si quería embarcarse con rumbo a esa tierra de la que tantas cosas se decía, el extremeño no sólo aceptó sino que ofreció poner para la empresa veinte mil ducados. En menor proporción contribuyeron otros de los que iban a salir a sus órdenes hasta lograr disponer diez embarcaciones adecuadamente abastecidas y que debían transportar poco más de quinientos soldados, cien marineros y algunos indios y negros, dieciséis caballos, treinta y dos ballestas, diez cañones de bronce, y otras muchas piezas de artillería de calibre más corto.
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Los últimos años de Sahagún (1580-1590) Además de continuar preocupándose por el bienestar y mejoramiento del Colegio de Santa Cruz (Mendieta 1971: 418), Sahagún, ya un octogenario, comienza a rehacer en castellano algunas partes de su obra. Hay que recordar que, aunque por orden de Felipe II se recogieron sus obras, esta requisición no debió ser completa, ya que él mismo, en la carta del 26 de marzo de 1578 enviada al rey, habla de la posibilidad de volver a hacer una traslación de su obra, lo que implica que tuvo que quedarse con algunos borradores. Por otra parte, durante la dispersión de sus obras, se debieron de hacer copias, no importa cuán fragmentarias, algunas de las cuales llegarían a sus manos. Sea como fuese el hecho es que para 1585 Sahagún ha terminado dos "nuevas" obras, cuya finalidad era ayudar a los misioneros a reconocer las idolatrías de los naturales. Estas son el Calendario mexicano, latino y castellano y el Arte adivinatoria; ambas se conservan en la Biblioteca Nacional de México. El Calendario tiene que ser posterior a 1584, ya que en él se tiene en cuenta la reforma gregoriana llevada a cabo en ese año. La principal diferencia con el incluido en el Libro II de la HGCNE es que la correspondencia de meses y días se hace ahora de acuerdo con el calendario cristiano, y el distribuir en cinco meses los cinco "días aciagos" (nemontemi) de final de año. Publicó el texto en su totalidad Juan B. Iguíniz (1917-1920: 189-272). El Arte adivinatoria se considera un texto complementario al Calendario, y del fragmento que se conserva sólo el primer capítulo contiene material nuevo, el resto coincide con los correspondientes capítulos del Libro IV de la HGCNE. El prólogo, la llamada "al lector" y parte del primer capítulo los publicó García Icazbalceta (1954: 382-387); en el prólogo se da la fecha de composición: "mil y quinientos y ochenta y cinco". De este periodo es también la segunda redacción del Libro XII ("Libro de la conquista"), al que se hizo referencia párrafos atrás. Por estas fechas Sahagún se ve involucrado en el gran conflicto que conmovió a la orden franciscana en la Nueva España. Las implicaciones ideológicas del mismo y la participación de Sahagún han sido espléndidamente estudiadas por George Baudot (1974), a quien el lector interesado en esta materia debe remitirse. Aquí simplemente trataré de ofrecer un resumen de sus argumentos y conclusiones. El conflicto en cuestión comienza en 1584 con la llegada a México de fray Alonso Ponce como comisario general. El provincial de la orden, fray Pedro de San Sebastián, con el beneplácito del Virrey Villamanrique, no sólo le prohíbe visitar la provincia, sino que lo hace arrestar y expulsar a Guatemala. En camino a su nuevo destino, el padre Ponce nombra a Sahún como su sustituto en el puesto de comisario general. Si bien Sahagún acepta en un principio, pronto renuncia al puesto y se declara abiertamente en favor del provincial padre San Sebastián y en contra del exilado padre Ponce, llegando incluso a iniciar un recurso ante la Audiencia en el que se cuestiona la legitimidad del padre Ponce como comisario general. Este a su vez excomulga a todos los definidores, entre los que se encontraba Sahagún. El conflicto, que duró de 1584 a 1587, lo había ya presentado con todo tipo de detalles Nicolau D'Olwer (1952: 126-131), para quien este episodio no era sino uno más en la larga lucha por el control de la orden entre el grupo de los "criollos" y el de los "peninsulares", en el cual ingenuamente Sahagún se vio mezclado. Baudot, tras repasar los datos e interpretación ofrecidos por Nicolau D'Olwer, presenta una serie de documentos, antes inéditos, del Archivo General de la Nación y del Archivo General de Indias, y muestra que el comportamiento de Sahagún cuadra de lleno con la política seguida por las grandes figuras de la orden franciscana de México. Martín de Valencia, Motolinía, Oroz, Mendieta, entre otros, y ahora San Sebastian anhelaban "un México indígena, autónomo bajo la fuerte autoridad de un virrey lo suficientemente independiente, estructurado y regido por religiosos deseosos de fundar una nueva iglesia sobre el modelo pre-constantiniano. Todo ello con ambiciones probablemente apocalípticas y milenaristas" (Baudot 1974: 36). La oposición a fray Alonso Ponce, comisario nombrado por la autoridad de la metrópoli peninsular, representaba el deseo de defender la misión evangelizadora de los primeros franciscanos y la obra llevada a cabo en el Colegio de Santa Cruz contra las nuevas tendencias de "una iglesia de tipo tradicio- nal, peninsular, europeo, ajena a cualquier proyecto de renovación pre-apocalíptica" (ibid., 44). A esta misma ideología, arguye Baudot, se debe el que Sahagún continúe trabajando en obras tales como el Calendario y el Arte adivinatoria, donde insiste una y otra vez en que los ritos y creencias idolátricas de los indígenas, a pesar de lo que algunos creyeran, no habían desaparecido todavía. Representa también el deseo de probar "que los religiosos etnógrafos, que los evangelizadores íntimamente mezclados a la auténtica realidad indígena de México, son aún indispensables y más necesarios que nunca. Y así, que la epoca de los arzobispos, clero seglar, canonjías y P. Ponce no ha llegado y que éstos están fuera de lugar y fuera de contexto" (ibid., 44). En 1590, tras una larga y fructuosa vida, fray Bernardino de Sahagún, enfermo, fue trasladado al convento de San Francisco de México, donde murió y fue enterrado (Mendieta 1971: 664).
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Misionero En estas condiciones, parece obvio resaltar que Motolinia es una fuente de primera mano en lo que concierne a describir la vida y los acontecimientos indígenas, desde su llegada a México, tanto porque vivió los acontecimientos que narra como porque los clasificó en función de categorías organizadas, aunque fuera dentro de los intereses específicos de su actividad religiosa. De hecho, Motolinia llegó a México con el objetivo concreto de redimir a los indígenas de su estado religioso dominado por el espíritu del demonio, y según esta perspectiva, lo decisivo de su enfoque, ciertamente antropológico en su mayor parte, consiste en desarrollar él mismo su sentido trascendente de la existencia vinculándose al trabajo de evangelización. Vale por eso decir que las informaciones de más peso, en lo que atañe a los indígenas de su tiempo, corresponden a los sucesos que resultaban de su trabajo, tanto en sus éxitos como en sus fracasos, de convertirlos y bautizarlos en forma consciente. Para el cumplimiento de esta finalidad, es indudable que Motolinia y otros frailes de la época eran profundamente apasionados y creyentes: condenaban inequívocamente a quienes no suscribían su pensamiento religioso. En cierto modo, al mismo tiempo que racionalizaban sus discusiones teológicas, eran intolerantes en estas materias, sobre todo cuando se enfrentaban con competidores funcionalmente iguales de otras religiones. Eran, asimismo, generosos e indulgentes con los indígenas, aunque estuviesen endemoniados, que se acercaban humildemente a recibir el Evangelio. Motolinia es representativo de una tipología frailuna desbordante de pasión cristiana, éticamente incorruptible y convencida, hasta el sacrificio de la propia vida, de que ser cristiano implicaba la culpabilidad original de la especie ante Dios y asumir, si era necesario, el martirio cuando la razón impuesta en la palabra del Verbo fuesen contestadas con la violencia o muerte. Motolinia predicaba su devoción y acentuaba su personalidad de misionero entrando en el seno de las multitudes indígenas que, como si los frailes fueran cristos redivivos, parecían acogerlos con parigual devoción. De hecho, y el fenómeno es muy importante, las relaciones misioneras que nos llegan de esta época coinciden en mostrar a los indígenas como muy propensos a recibir la fe cristiana. Algunas causas parecen obvias: en realidad, el mensaje cristiano exaltaba la humildad en el ser y el premio en la otra vida, y condenaba la violencia contra las personas. Nadie mejor que los propios frailes para constituir este ejemplo en sus personas, y con sus mismas renuncias personales a los bienes temporales. Y pues los soldados y guerreros, españoles e indígenas, por su función represiva y violenta, no podían ejercer este mensaje, eran los misioneros quienes la divulgaban haciéndose más pasionalmente racionales que quienes capitalizaban el poder temporal. En tales circunstancias, la palabra cristiana entraba entre los indígenas en momentos de gran crisis cultural, social y de personalidad. Esto es, entraba cuando su mundo estaba siendo condenado y destruido, y cuando la misma derrota militar de los mexica indicaba que el poder tradicional se desmoronaba, incluidas sus convicciones religiosas y su misma cosmovisión. La penetración evangelizadora entró en esta crisis disipando autoridades, y derrumbando prestigios y valores pragmáticos admitidos. Y mientras esta crisis se manifestaba también en forma de catarsis religiosa, los frailes aparecían, con su capital racionalizador, con su fe, por una parte, y con el poder temporal, el del papa y el del rey, en su apoyo. Motolinia es un ejemplo de este sentimiento de fuerza espiritual desplegada que se funde fácilmente con los indígenas, precisamente porque las grandes masas sociales representaban ser, en su austeridad existencial, en la simplicidad de sus medios económicos, frente al poder de contraste que exhibían los señores, la masa proclive a la credulidad mágica tradicional, que pasaba a otra dimensión, también potencialmente mágica a través del rito, y milagrera como dice Motolinia ocurriera en ocasiones de calamidades como sequías y pestilencias. De hecho, y en estas condiciones, es obvio que los misioneros, a menudo, se limitaron a sustituir unos conceptos por otros, y asimismo unas formas por otras, pues si reconocemos en los indígenas la existencia de ideas de comunión en el mismo sacrificio humano, los santos vistos como soluciones específicas de sus males, divinidades ejerciendo el poder superior desde el Más Allá, la ofrenda festival a los dioses, el mismo sufrimiento y el sacrificio personales como formas de identificación con las fuerzas sobrenaturales, así como la idea de una permanente dependencia del hombre respecto de los designios de los dioses, se configura de este modo una ideación trascendente de la vida muy inclinada a ser fácilmente desplazada a otros conceptos religiosos, en este caso los del Cristianismo, aunque tuviera que pasar por el cambio de los signos ##la serpiente por la Cruz## y de los símbolos ##Quetzalcóatl y Tonantzin por Cristo y la Virgen María##, y en conjunto asumir el bautismo y los sacramentos en el contexto de una liturgia tan barroca como lo fuera la suya prehispánica. Motolinia registra el esfuerzo de los misioneros por bautizar a los indígenas y por inclinarles a las devociones y al cumplimiento de la liturgia católica. Y mientras describe lo que ocurría en aquellos momentos de difusión de la fe cristiana, en su entusiasmo nos habla de hasta 15 millones de indígenas bautizados durante los años en que vivió con éstos o que, por lo menos, compartió esta actividad misionera con sus compañeros de grupo. En sí, pues, las descripciones atienden a mostrarnos este ángulo de la vida espiritual y de su experiencia por los indígenas, pero también por los mismos frailes. En su discurso, Motolinia describe la transformación de la crisis como el paso de la violencia dramática de la vida con el demonio, a la paz evangélica de la vida con el Cristo. Así considerado, el relato expresa el patetismo interno de la transición desde el polo espiritual de los indígenas, y el carácter fervoroso de su disposición a recibir el bautismo, y con éste asumir la conversión al Cristianismo. Este contexto se nos revela como el núcleo en torno del cual se desenvuelve la Historia que Motolinia nos narra. Por eso, si por una parte aparece una historia prehispánica, contada y registrada por los indígenas, por otra tenemos una historia contemporánea que cubre todo el segundo cuarto del siglo XVI y parte del tercero, mientras constituye, en lo esencial, un documento precioso, no sólo por su valor literario, sino también por la índole de su información antropológica. En lo fundamental, es el relato del proceso de aculturación, sobre todo en lo religioso, experimentado por una parte sustancial de los indígenas mesoamericanos, en especial de las naciones de habla nahuatl. La obra de Motolinia es, por lo tanto, fuente de estudio etnohistórico de primera mano, y es singularmente notable por sus noticias sobre el proceso reactivo derivado de la aplicación de políticas misioneras a los indígenas, siendo también una fuente directa de conocimiento de las condiciones en que se produjeran los diferentes acontecimientos relacionados con la vocación religiosa de los nativos. Tiene, por eso, el interés histórico de acercarnos al conocimiento de cómo eran los modos de vivir prehispánicos. Y por añadidura, establece información sobre el papel de los españoles, de todos en conjunto, respecto de la hispanización de los indígenas, tanto como los grados en que esto resultó ser posible. En este sentido, conviene retener que Motolinia recogió noticias de muchas partes y que su experiencia fue muy variada. Incluso para el caso, sabemos que estuvo cautivo, junto con otros tres compañeros, y durante siete años, de los indios del sureste de los actuales Estados Unidos, y en ocasión del fracaso de la armada de Pánfilo de Narváez (1528 y ss.), hasta que pudo huir, y ayudado por otros indios, se reencontró con los españoles después de realizar un viaje de regreso de 700 leguas por parajes muy diferentes. Esta cautividad se produjo, al decir de Motolinia, porque los indígenas consideraron que este grupo de españoles eran hombres caídos del cielo. Ya en esta ocasión, Motolinia tuvo la experiencia del suroeste de Estados Unidos, pues se hallaba, según sus noticias, recorriendo el territorio de Cibola, aquel que codiciaban dominar los españoles a causa de las noticias que les informaban de la existencia de siete ciudades bruñidas sus casas por el oro, todo ello alimentado por la fantasía de abundancias paradisíacas. El Nuevo México ya figuraba en la mente de estos frailes, y mientras hasta finales del siglo XVI, en 1598, no fuera realmente conquistado y poblado por Juan de Oñate, criollo o español nacido ya en México e hijo del conquistador Cristóbal de Oñate, no se produciría la desilusión de una realidad que contradecía las expectativas creadas en torno a la fácil posesión de estas riquezas suntuarias. Lo cierto es que estas experiencias15 contribuyeron a enriquecer el conocimiento profundo y directo que se revela en las informaciones de Motolinia, y son una prueba de que siendo muy variadas sus relaciones con el mundo mesoamericano, esto implicó que también su Historia pudiera ser el cómputo acelerado de sucesos que son también la historia de los franciscanos en Nueva España. Por estas cualidades, la Historia es un complemento indispensable para el estudio de esta época. Cabe añadir que su estilo es muy propio del que distinguió a los hombres de su tiempo en el ambiente americano: es sobrio, directo y comprometido en las ideas. En muchos de sus momentos, limita con sentimientos de grandeza, pero esta tendencia pronto es eliminada por la intervención de una conciencia de humildad con la que Motolinia intenta disminuir, lográndolo, su papel personal en el proceso de conversión de los indígenas. Para eso atribuye sus éxitos cristianos al hecho de pertenecer a una civilización basada en el catolicismo y representada corporativamente por su orden misionera, tanto como a una iluminación espiritual que destacaba como fundada en la voluntad divina. El contexto de su Historia se nos aparece sublimado por la idea de que todo le ha sido inspirado, y de ahí el que los datos aparezcan como si estuvieran conducidos por el deseo de informar escuetamente, sin propósito adicional de impresionar. De hecho, a Motolinia parece bastarle la idea de que su discurso es verdadero en su voluntad de servir a su Dios. Y por añadidura, la documentación refleja lo que fueron los primeros cuarenta años españoles en Nueva España, y en particular en las regiones del centro de México, que fueron las que mayormente ocuparon la relación de Motolinia con el mundo indígena.
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Mito e historia en la Crónica mexicana Paradójicamente, esta atemporalidad occidentalizante potencia la mentalidad historiográfica nativa, por completo diferente de la occidental. Como bien apuntó Orozco y Berra: ... Tezozomoc presenta la leyenda en su pristina sencillez; tiene el sabor de esas relaciones conservadas desde tiempos remotos por los pueblos salvajes, transmitidas de generación a generación con ciertos visos de lo prodigioso y lo fantástico; pinta las hazañas y las costumbres de los héroes con cierta elevación unida a la rusticidad que tanto encanta en los personajes de la Ilíada ...; los diálogos son naturales, el estilo duro, descuidado, propio de los pueblos a quienes pertenecen: en suma, es la tradición, la tradición verdadera que los méxica sic.conservaban en sus seminarios y hacían aprender de coro a los jóvenes educandos. Notaba el Sr. Galicia Chimalpopoca la profusión de disgresiones sic. fabulosas, y parecíale oportuno descartarlas de la Crónica, para hacerla más estimable .... No nos ha entrado a nosotros semejante escrúpulo. Sabemos que la corriente de la moda filosófica actual condena los mitos y las leyendas fantásticas ...; pero chapados como estamos a la antigua no desdeñamos mitos ni leyendas fantásticas, porque son la expresión de las creencias, de la religión, de la filosofía, del estado social, de la civilización en suma de los pueblos a que corresponden, y sin ellos quedarían sin solución multitud de problemas así religiosos como civiles56. Orozco, uno de los mejores representantes de la magnífica heurística decimonónica, llevaba toda la razón. Basta con ojear la Crónica mexicana sin anteojeras chimalpopoquianas --hoy en día tan en boga entre humanistas y científicos sociales-- para comprobar que ese aparente magma de personajes, batallas y portentos sobrenaturales responde a una concepción histórica muy concreta, cuya clave reside precisamente en las digresiones fabulosas. La historia, tal y como está planteada en la Mexicana, no es progresiva --no tiene principio ni fin-- sino estática porque los acontecimientos recrean el momento inicial, ponen, por así decirlo, el contador histórico en 0, retrasando con ello el augurado e inevitable fin del mundo. Desde esta perspectiva conservacionista, la teleología que mueve el quehacer histórico se basa en la oposición orden/caos, y no, como en Occidente, en la dicotomía bien/mal. En consecuencia, los hechos no son buenos o malos per se: son positivos si apuntalan el orden primigenio y negativos si raen la perfección inicial. La dialéctica orden/caos se traduce en unas cuantas oposiciones (masculino/femenino, guerra/brujería, familia/sexualidad, etc.) que aparecen claramente representadas en el enfrentamiento original entre el guerrero Huitzilopochtli, la deidad tutelar de los mexicas, y su hermana, la bruja Malinalxochitl. Sobre esta lucha inicial, Tezozomoc --o mejor, sus informantes-- construyen la historia mexicana, que no pasa de ser una cíclica repetición de la misma. De hecho, no hay suceso puntual y clave (la guerra chalca, la conquista de Tlatelolco, la gran inundación de México, etc.) donde lo brujeril no esté presente de una forma u otra. Por desgracia, las estructuras mitohistóricas, claras en el relato oral en nahuatl, pierden todo sentido al sufrir el doble proceso de traducción (del nahuatl al castellano y del lenguaje oral al escrito), convirtiéndose ciertamente en digresiones fabulosas que, a primera vista, parecen un sin sentido, aunque pueden reconstruirse con el apoyo de otras fuentes, tanto en mexicano como en español o bilingües; fuentes que, por otra parte, tampoco son muy inteligibles tomadas de una en una. Un ejemplo paradigmático lo ofrece el mitologema que explica la conquista de Tlatelolco, la ciudad gemela y rival de Tenochtitlan. Alvarado hace vaticinar a la vagina de Chalchiuhnenetzin, hermana del Tlatoani Axayacatl y esposa principal del Señor de Tlatelolco, la ruina de la urbe hermana. En apariencia, parece un oráculo más, pues toda la narración del fraternal conflicto está punteada por agüeros y oráculos que preludian la guerra, pero no es así. Se trata de una estructura explicativa central, cuya lectura pone de manifiesto el conjunto de oposiciones que simboliza el enfrentamiento entre el orden y el caos. La naturaleza genital del oráculo, a priori inexplicable, cobra sentido cuando se relaciona con lo que la Crónica mexicayotl y otros textos cuentan sobre las aberrantes prácticas sexuales que el gobernante tlatelolca hacía padecer a la pobre Chalchiuhnenetzin. Uniendo estos fragmentos se obtiene una estructura cuya morfología se corresponde punto por punto con la historia del tohueyo, del "extranjero" que literalmente fascinó con sus genitales a la hija del poderoso Señor de los toltecas57. El picante cuento explicaba un gran hito histórico: la caída de Tollan, el primer imperio nahuatl. En ambos casos, el caos está asociado con la brujería y la sexualidad deformada, entendiendo por tal cualquier práctica distinta al coito con propósitos de mera reproducción58. La importancia de la parlanchina vagina se corrobora cuando se comprueba que este mitologema, a diferencia de otros, tiene un epílogo de lo más curioso. El pintoresco suceso, que inspiró La guerra de las gordas del poeta Salvador Novo, reza así: Y con esto <en>bien al Teconal y Moquihuix a dos o tres mugeres con las bergüenças de fuera y las tetas, y enplumadas, con los labios colorados de grana, motexando a los mexicanos de cobardía grande. Benían estas mugeres con rrodelas y macanas para pelear con los mexicanos .... Y con esto y con la grita de anbas partes las mugeres desnudas, desbergonçadas, començaron a golpearse sus bergüenças dándoles de palmadas .... Y comiençan a boluer las espaldas y subir ençima del templo de Huitzilopochtli y desde allá alçan otras mugeres las <na>guas mostrando las nalgas a los mexicanos y otras ... esprimiendo la leche de los pechos, arrojándola a los mexicanos59. De nuevo el referente sexual aparece de una forma explícita, lo cual resulta bastante raro en una sociedad tan puritana como la mexicana; sobre todo, si se tiene en cuenta que las nudistas guerreras exhiben sin rubor su vulva (se dan palmadas) y sus senos (exprimen la leche que contienen). Dicho de otra forma, las mujeres muestran sin ningún complejo sus caracteres sexuales60. Dado que tamaño exhibicionismo no pudo ser real, ni parece deberse a una fantasía sexual de Don Hernando, habrá que pensar que este sin sentido narrativo responde a una lógica. En principio, la exhibición de la vulva tiene un carácter insultante para el observador, ya sea hombre o mujer, y así se indica en el texto. Sin embargo, también posee un fuerte contenido apotropaico porque la visión resulta maléfica para los espectadores masculinos. El simbolismo del gesto está claro: los tlatelolcas oponen la brujería y la sexualidad a los tenochcas, que iniciaron la guerra para defender el matrimonio de la hermana de Axayacatl. El episodio de las gordas responde, pues, a la mentalidad historiográfica de la Crónica mexicana, pero su importancia va aun más allá. Tomado por si mismo, este desnudamiento de las partes sexuales, este anásyrma, constituye un mitologema independiente que guarda analogías con un llamativo ritual católico, el popular Risus Paschalis, y con tres narraciones míticas procedentes de regiones y épocas diferentes: el episodio de los dioses egipcios Ra y Hator, la historia griega de Baubo y Demeter, y el relato de Amaterasu, la deidad solar japonesa. En todos ellos, el anásyrma se produce en un grave momento de crisis cósmico-humana provocado por la muerte, el enfado o el luto de una divinidad creadora o sustentadora, y actúa como catarsis: el gesto hace reir al dios, y sus risas provocan el cese de la crisis. Las desbergonçadas mujeres tlatelolcas efectúan, pues, un acto conjurador ante el peligro del caos. Pero el anásyrma no va seguido de las liberadoras carcajadas. Tezozomoc, forzado por la naturaleza de su obra --recuérdese que pretende contar hechos verídicos--, corta abruptamente el mitologema y retoma el tempo histórico. Sólo después de finalizar el relato de lo que realmente sucedió --la ocupación del gran templo de Tlatelolco y la muerte del gobernante rival--, Don Hernando vuelve a la estructura mítica. Ahora bien, al no poder utilizar ya el anásyrma para provocar la imprescindible risa que pone fin a la crisis, Alvarado tiene que introducir una nueva y pintoresca anécdota, la de las mujeres-patos: Y luego con esto fueron el Axayaca y todos los prençipales capitanes a sacar a las mujeres y niños y algunos biexos de <en>tre los tulares y cañaberales e les dixeron que algunas de ellos estauan metidas hasta los pechos, otras hasta la garganta, otras no tanto. Dixéronlas: "Antes que salgáis bosotras las mugeres del agua, <en> señal de obidiençia y tributo, hablá como rresuenan los patos, de toda suerte de abes bolantes". Y con esto, algunas biexas hazían como patos rreales, les rremedauan, y las moças rremedauan al páxaro de que llaman cuachilco y acaçintli, y con esto hazen tan grande rruido <que> berdaderamente paresçían patos61. Cualquiera que sea la interpretación teórica que se dé al desnudamiento de las tlatelolcas62, el episodio va más allá de lo meramente anecdótico. Lo mítico y lo histórico se funden en un relato donde resulta imposible separar lo fantástico de lo real. Una narración, cabe añadir, confusa y mutilada, y esto por una razón obvia: la tremenda dificultad de llevar al papel y al castellano una relación pensada para recitarse oralmente ante una audiencia nahuaparlante.
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Olvido de siglos Cuantos se siguieron ocupando más tarde, en diversas obras, del tema del descubrimiento y conquista de México, adoptaron posturas básicamente semejantes a la de Antonio Herrera. Y aunque parezca extraño, en la mayor parte de esas obras posteriores prevaleció todavía mayor miopía. La razón de ello fue que los autores de las mismas, no sólo tampoco inquirieron sobre la existencia de testimonios indígenas sino que desconocieron asimismo varias de las fuentes españolas que había aprovechado Herrera. Ejemplos de fuentes que ya no se tomaron en cuenta son las aportaciones que permanecieron en los archivos, por mucho tiempo inéditas, del cronista de Tlaxcala Diego Muñoz Camargo, y de Francisco Cervantes de Salazar que, escribiendo a mediados del XVI, reunió en su llamada Crónica de Nueva España relatos de primera mano debidos a varios conquistadores como Alonso de Ojeda, jerónimo Ruiz de la Mota, Alonso de Mata, Francisco de Montaño y otros36. De los historiadores posteriores que incurrieron en este género de miopía recordaré los nombres y fechas de publicación de sus obras, limitándome a algunos de entre los que mayor fama llegaron a alcanzar: Antonio de Solís y Rivadeneita (1684), Ignacio de Salazar y Olarte (1743), W.H. Dailworth (1759), William Robertson (1777), William H. Prescott (1844), Lucas Alamán (1844), Niceto de Zamacois (1877), Hubert H. Bancroft (1883), Justin Winsor (1884), Carlos Pereyra (1931), Salvador de Madariaga (1949), Ángel Altolaguirre (1954)# Cierto que, al menos en la intención, hubo algunos pocos que consideraron necesario tomar en cuenta los puntos de vista indígenas respecto de la Conquista, pero de hecho, por no tener acceso a la documentación nativa, tampoco pudieron lograrlo. Tal fue el caso de quien, exiliado, no pudo consultar las fuentes indígenas que antes había conocido, el jesuita Francisco Xavier Clavijero (1780-1781) y, mucho más tarde, de Manuel Orozco y Berra que, sólo en pequeña parte pudo aducirlas (1880). Incluso tras haberse publicado ya las crónicas escritas en el XVI, de Diego Durán y Toribio de Benavente Motolinía que, al igual que Torquemada, hacen referencia expresa a testimonios indígenas sobre la Conquista, prevaleció el desdén por los mismos. Por vía de ejemplo citaré sólo dos afirmaciones sobre este asunto, la primera, expresada antes de 1540 por el franciscano Motolinía que sostuvo desde entonces la existencia de tales testimonios, y la segunda de quien fue, por otra parte, distinguido pensador mexicano, José Vasconcelos, que en 1937 negó apriorísticamente el hecho. He aquí el antiguo testimonio del fraile: Mucho notaron estos naturales indios, entre las cuentas de sus años, el año que vinieron y entraron en esta tierra los españoles, como cosa muy notable y que al principio les puso muy grande espanto y admiración. Ver una gente venida por el agua (lo que ellos nunca habían visto, ni oído que se pudiese hacer), de traje tan extraño del suyo, tan denodados y animosos, tan pocos entrar por todas las provincias de esta tierra con tanta autoridad y osadía, como si todos los naturales fueran sus vasallos. Así mismo se admiraban y espantaban de ver los caballos y lo que hacían los españoles encima de ellos# A los españoles llamaron teteuh, que quiere decir dioses y los españoles, corrompiendo el vocablo, decían teules#37. En chocante contraste, casi cuatro siglos después, en su Breve Historia de México, el referido Vasconcelos, al hablar de las fuentes para conocer los sucesos de la Conquista, asentó: Todos los hechos conducentes nos van a ser dados por escritores de nuestra lengua, historiadores y cronistas de España, comentaristas y pensadores de México: Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés, Solís, Las Casas y, en la época moderna, Alamán, Pereyra. ¿Y dónde está preguntaréis la versión de los indios que son porción de nuestra carne nativa? Y es fácil responder con otra pregunta: ¿Cómo podrían dar versión alguna congruente los pobres indios precortesianos que no tenían propiamente ni lenguaje, puesto que no escribían, ni sabían lo que les pasaba, porque no imaginaban en la integridad de una visión cabal o siquiera de un mapa, ni lo que eran los territorios del México suyo, mucho menos el vasto mundo de donde procedían los españoles y el Mundo Nuevo que venían agregado a la geografía y a la cultura universales38? Las investigaciones realizadas durante las últimas décadas dan ampliamente la razón al franciscano Motolinía. Tenemos hoy al alcance, entre la rica documentación que se conserva de los pueblos de idioma náhuatl (aztecas, tlaxcaltecas#) y en menor grado, de los mayas, quichés, cakchiqueles, mixtecas y otros, un conjunto de códices y relaciones indígenas en que el tema central es el enfrentamiento con los hombres de Castilla. Tales fuentes nativas tocantes a la Conquista, en su conjunto más de quince, se deben en buena parte a testigos de vista, hombres que participaron en los hechos de que dan fe. El caudal de textos es lo suficientemente amplio como para encontrar en ellos la que he llamado Visión de los Vencidos.
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Posibles influencias en otras crónicas Pocas páginas más atrás, nos hemos referido ya a la relación y al paralelismo que se produce entre las cartas de don Pedro de Valdivia y la composición de Jerónimo de Vivar, cuando tratábamos la tesis lanzada por Barros Arana a propósito de la posible identificación de nuestro autor con Juan de Cardeña, el secretario de Valdivia, paralelismo que hizo pensar a algunos historiadores que una misma mano podía haber sido la autora de ambos documentos. También hemos repasado después las facilidades que pudo encontrar el burgalés para consultar los archivos epistolares del gobernador y cómo los errores advertidos, especialmente en las dataciones, abrían la especulación al posible empleo de resúmenes o copias de las cartas mencionadas, y señalábamos que quizás fuesen éstos los traslados que cita cuando menciona el origen de las fuentes sobre las que se asienta la autoridad de su obra: ... puesto que parte de ella me trasladaron sin yo verlo ni sabello...; a los que habría que añadir la propia experiencia del autor: ... lo que yo por mis ojos vi y por mis pies anduve...; integrada por aquellos relatos en los que aparece su persona y aquellos capítulos que debieron de figurar como parte de la descripción de la tierra. A este conjunto se le sumarían los sucesos que le fueron relatados de viva voz por sus protagonistas, los cuales suelen carecer, en general, del rigor y de la precisión necesarios. Si éstas son las principales fuentes en las que bebió Vivar, vamos a intentar dilucidar ahora si él a su vez sirvió de manantial para posteriores cronistas y muy especialmente para dos de los escritores de mayor renombre de las letras castellanas en Chile durante los siglos XVI y XVII. Nos referimos naturalmente a Ercilla y Rosales, ambos madrileños pero de muy distinta andadura en suelo chileno y cuyas producciones se enmarcan en géneros también muy dispares. Don Alonso de Ercilla y Zúñiga desembarca en la ciudad de los Reyes a mediados del año 1556, formando parte del lucido séquito que acompañaba al recién nombrado virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, en cuya flota viajaba también Jerónimo de Alderete como gobernador de Chile. Poco importa ahora para nuestro intento saber si Ercilla iba destinado desde la Península a las tropas chilenas o no, lo cierto es que muerto prematuramente Alderete durante la travesía antes de llegar a su destino -en la isla de Taboga cercana a Panamá- es elegido para sustituirle el primogénito del virrey, don García Hurtado de Mendoza, a quien acompaña nuestro poeta en la expedición que parte hacia las tierras mapuches en los primeros días del mes de febrero de 1557. Llegados a la Concepción e iniciadas las operaciones militares, Ercilla permanece en campaña hasta finales del año siguiente, en que es desterrado al Perú a causa de un desgraciado lance ocurrido ante el joven gobernador, por lo que pasa a la ciudad de los Reyes, donde con toda seguridad le encontramos en los primeros meses del año 1559. Un año y medio en las guerras araucanas bastaría a Alonso de Ercilla para inmortalizar su nombre entre los poetas épicos más importantes de nuestra literatura. En esta breve síntesis de la experiencia chilena de don Alonso, podemos comprobar la coincidencia de fechas que se produce entre él y Jerónimo de Vivar en el mismo escenario. No se hace entonces muy difícil imaginar que, vinculados por su mutua inquietud hacia las letras, el antiguo paje de Felipe II tuviese noticias de la obra que por aquellos mismos días finalizaba nuestro autor, y quizás en los últimos meses de 1558 pudiera haber producido un encuentro entre ambos personajes. Otra oportunidad mucho más probable se produce durante la estancia del cronista en Lima, a donde acude como hemos visto en defensa de Francisco de Villagrán. Ercilla, en desgracia en aquellos instantes, se vería lógicamente atraído por su trayectoria y su situación personal a frecuentar la compañía de los veteranos chilenos presentes en la capital del virreinato, de los que obtenía información para su composición, y es entonces cuando debió de conocer a nuestro escritor y cuando tuvo la ocasión de leer el manuscrito de Vivar e incluso de conseguir alguna copia del mismo o de los papeles utilizados por aquél. No es descabellado pensar, llegados a este punto, que de haberse producido esta relación personal, Ercilla, por su pasada vinculación con el monarca, se presentaba como la persona idónea para introducir en la corte el manuscrito dedicado al príncipe Carlos. Las afinidades, concomitancias e igualdades entre uno y otro han sido bien estudiadas y puestas de manifiesto entre otros por el profesor chileno Mario Orellana Rodríguez25, gran amante y conocedor de la figura y de la obra de Vivar, quien afirma: Para nosotros, estas y otras semejanzas en los dos relatos son mucho más que similitudes accidentales, producto de la repetición fantasiosa de los conquistadores26. Lo que le lleva a resaltar el valor histórico de La Araucana, tantas veces discutido y puesto en duda: Gracias al cronista burgalés, La Araucana puede ser considerada como una obra histórica, además de su condición de poema épico27. Totalmente distinta de cuanto acabamos de referir es la historia del padre Diego de Rosales. Nacido con el despuntar del siglo XVII, en 1601, es destinado al Perú siendo aún novicio de la Compañía de Jesús, de donde pasa a Chile en 1629 para no abandonar jamás tan magnífica y espléndida tierra. Provincial en dos ocasiones de su orden y viajero infatigable, le debemos una Historia General del Reino de Chile28, que constituye, sin exageración alguna, una de las mayores cumbres de la prosa castellana en aquel reino durante la etapa española. Inédita hasta el año de 1877, en que el polifacético y polémico Vicuña Mackenna consigue, tras truculentas peripecias, sacar el manuscrito de Europa y publicarlo, no alcanzó nunca la fama y la influencia de los metros ercillescos, siguiendo por lo tanto un rumbo bastante parecido a la obra de Jerónimo de Vivar. Como ésta, gran parte de la labor del jesuita se centra en los aborígenes, la flora y la fauna, pues no debemos de olvidar su excelente conocimiento del país y su nada desdeñable experiencia misionera, que le permitía predicar a las tribus mapuches en su propia lengua, facilitándole por tanto el acercamiento a la cultura indígena. Además de su propia experiencia, Rosales utilizó una valiosa y abundante documentación, entre la que se encontraba el manuscrito de Jerónimo de Vivar, bien formando parte de los papeles reunidos por el gobernador Luis Fernández de Córdoba, o bien dentro de los fondos acopiados por otros cronistas consultados por aquél. De tal forma, que antes de conocerse el texto de Vivar, Thayer Ojeda le achacaba a su ascendiente los errores contenidos en la Historia General29. También en esta ocasión ha sido el profesor Mario Orellana Rodríguez una de las personas interesadas en desvelar las semejanzas y equivalencias de ambas producciones, y recientemente, en los últimos meses de 1986, tuvimos la oportunidad de leer un estudio preparado para su publicación que muy generosa y amablemente el mismo antropólogo chileno nos facilitó, en el que se ponían de relieve las relaciones existentes entre estos dos autores.
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Prebendas, historias y burócratas Si bien hemos despejado algunas de las incógnitas que giran en torno al manuscrito, aún nos quedan tres interrogantes: ¿quién escribió el fragmento? ¿qué motivación le guiaba? ¿cuándo se redactó la relación? Respecto a la primera pregunta, las inferencias que se deducen del documento invitan a suponer que el cronista era una persona cultivada, muy cristiana y buena conocedora de la psiquis humana; una persona que, además, gozaba de una mente tomista y de una gran sutileza. En la Nueva España, estos rasgos caracteriológicos se pueden aplicar bien a un funcionario mestizo, bien a un español perteneciente al estamento religioso. La deducción --un tanto osada, he de reconocerlo-- proporciona un punto de partida para especular sobre las motivaciones de la obra. En principio, el hecho que un castellano aficionado a las antigüedades nativas tomara apuntes de una historia nada tiene de extraño. De hecho, la historiografía novohispana empleaba el sistema de forma habitual. Ahora bien, la loable postura indigenista de las órdenes misioneras propiciaba que los frailes escritores diesen más crédito al relato indígena de la conquista que al discurso castellano, Fray Diego Durán ofrece un magnífico ejemplo de esta credulidad acrítica: Lo cual, si esta historia no me lo dijera, ni viera la pintura que lo certificara, me hiciera dificultoso de creer, pero como estoy obligado a poner lo que los autores por quien me rijo en esta historia me dicen y escriben y pintan, pongo lo que se halla escrito y pintado. Y porque no me arguyesen de que pongo cosas de que no hay tal noticia, ni los conquistadores tal dejaron dicho ni escrito, pues es común opinión que Motecuhzoma murió de una pedrada, lo torné a preguntar y satisfacerme, porfiando con los autores que los indios lo mataron de aquella pedrada. Dicen la pedrada no haber sido nada, ni haberle hecho mucho daño, y que en realidad de verdad, le hallaron muerto a puñaladas y la pedrada ya casi sana en la mollera24. Igual fe de carbonero muestran los historiadores mestizos25. Sin embargo, el trasunto que aquí nos interesa rompe la tónica general. La meticulosa y rígida revisión indica que el compilador pensaba en el lector metropolitano cuando releyó la copia. Un lector sui generis, cabe añadir, pues aunque aborrecía el vicio de la lectura, como la mayoría de los ibéricos, se veía en la obligación de ojear plumbeos mamotretos por razones profesionales. Dicho con otras palabras, las Noticias constituían la base de un documento que, sin duda alguna, alguien pretendía presentar al Consejo de Indias. ¿Quién? Evidentemente, algún miembro de la casa real tetzcocana con el objeto de obtener alguna merced. ¿Y qué podía pretender un cacique indio del Serenísimo Carlos? Únicamente dos estímulos incitarían a un orgulloso acolhua a iniciar los complejos trámites burocráticos: la concesión de un escudo de armas, recompensa que le equiparaba a la nobleza de Castila, o prosaicas demandas monetarias. En ambos casos, los funcionarios exigían un gran número de informaciones. Don Hernando Pimentel, hijo de Coanacotzin, no fue la excepción de la regla. Primero pidió un escudo heráldico; después, obtenido éste, sus demandas adquirieron un matiz financiero. En 1557, el César, tras examinar la relación histórica enviada por don Hernando y sus hermanos, ordenaba que se restituyera al linaje acolhua las ciudades de Tepepulco y Coatepec26. Ahora bien, para desgracia y desesperación del clan Pimentel los trámites se demoraron. El 14 de julio del año siguiente, una real cédula, fechada en la ciudad del Tormes, pedía a la real audiencia que abriera una información para corroborar lo alegado por Pimentel27. A la vista de lo expuesto, no resulta nada extraño que los documentos a exhibir se examinasen con lupa. Sólo un estulto o un ingenuo esperaría obtener una recompensa presentando una relación de méritos y servicios que no sólo criticaba a los encargados de conceder la prebenda, sino que, para mayor inri, loaba la actuación de la oveja negra de la familia. Queda por despejar la tercera de las incógnitas. ¿Cuándo se compuso las Noticias? Aunque el documento no proporciona ninguna evidencia para fijar su fecha de redacción, un somero examen de las disposiciones legislativas referentes al antiguo señorío de Nezahualpilli induce a suponer que el manuscrito se escribió a mediados del siglo XVI28.
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Primeras noticias del manuscrito Las referencias iniciales de la obra de Jerónimo de Vivar que poseemos, se las debemos al célebre cronista mayor de Indias Antonio de León Pinelo, bibliógrafo y jurista, quien publicara en Madrid, en 1629, su conocida obra Epítome de la biblioteca oriental i occidental, náutica i jeográfica9, reeditada recientemente en 1982 por la Universidad de Barcelona en edición facsimilar10. En ella, en contra de lo que escribiera el profesor Demetrio Ramos11, figura citado nuestro autor en el título IX de la Bibliotheca Occidental, dedicado a las Historias del Reino de Chile12. Un año después, en 1630, en otra publicación distinta, de contenido jurídico, el Tratado de confirmaciones reales13, en una cita en el margen izquierdo y no a pie de página, el mismo León Pinelo nos informa textualmente: Gerónimo de Bivar, historia de Chile manuscrita, cap. 11014. Esta exacta noticia bibliográfica con la mención expresa de uno de los capítulos, el ciento diez, la recoge don Antonio a propósito de la jornada que realizara el capitán de Pedro de Valdivia, Francisco de Villagrán, atravesando la provincia de Tucumán por expreso deseo del gobernador chileno y autorización del presidente Pedro de La Gasca, que figura en la crónica del burgalés narrada en el mencionado capítulo, y que paradójicamente constituye uno de los relatos menos consistentes del manuscrito, ya que probablemente le fue referido a Vivar por alguno de los participantes en dicha expedición. Estas referencias de Antonio de León Pinelo, que sin lugar a dudas tuvo el manuscrito en sus manos, o al menos una buena copia del mismo, serían recogidas en el último tercio del mismo siglo XVII por otro gran bibliógrafo, el erudito sevillano Nicolás Antonio, autor de la más vasta obra dedicada al conocimiento de los libros y de las letras hispanas, la Bibliotheca Hispana. Este escritor, en el tomo I de su Bibliotheca Hispana Nova, recoge literalmente: Hieronymus de Bivar, scripsisse dicitur: Chronica del Reyno de Chile: Ms. adhuc, teste Antonio Leonio in Bibliotheca Indica, tit. IX15. Lo que nos hace pensar que ya Nicolás Antonio no conoció el original. Nuevas noticias Después de estas escuetas informaciones bibliográficas, se pierde cualquier otra nueva noticia y han de pasar casi trescientos largos años, hasta que en nuestra centuria, en plena guerra civil española, el historiador y arqueólogo levantino don José Chocomeli Galán adquiera un conjunto de volúmenes y libros antiguos, entre los cuales al parecer se encontraba nuestro manuscrito, que equivocadamente el comprador atribuyó entonces a la conquista del Perú, quizás guiado por el contenido de las primeras hojas, dedicadas al papel jugado por Pedro de Valdivia en la guerra de las Salinas. Instalado el gobierno republicano en la capital española y en la región levantina, don José opta por trasladarse al vecino país, transportando consigo los añejos folios adquiridos, que, consciente del valor de los mismos, fueron encomendados a las seguras arcas de un generoso banco francés. Finalizada la contienda civil española y a la espera de ver terminada la subsiguiente conflagración mundial que envolvía por aquellos años a la nación gala para intentar recuperar sus depósitos y pertenencias, el señor Chocomeli confía la existencia del manuscrito al catedrático Demetrio Ramos, sabedor de los afanes americanistas de éste, al que facilita en una entrevista posterior una fotocopia de la última hoja del preciado tesoro. Fallecido su propietario, el profesor Ramos se anima a publicar una breve reseña en la Revista de Indias16, solicitando el retorno del manuscrito a su lugar de origen, es decir a España, a la vez que analizaba la reproducción que tenía en sus manos. Erróneamente en su corto estudio el profesor Ramos juzgó en esta ocasión que se trataba de una relación de los hechos de don García Hurtado de Mendoza, consecuencia hasta cierto punto lógica si pensamos que disponía únicamente de la última página, centrada en las acciones militares de dicho personaje. Lo que en realidad por aquellas fechas se desconocía era que, desaparecido don José Chocomeli Galán, la firma suiza Nicolás Rauch, establecida en Ginebra, adjudicaba en subasta a la sociedad Kenneth Nebenzahl la propiedad del manuscrito, no sabemos con qué derechos y por qué caminos, para ser traspasado con posterioridad a The Newberry Library de Chicago, Illinois, actual poseedora del mismo. La cual, como tendremos oportunidad de mencionar en otro apartado, hizo posible la primera edición y con ella su conocimiento y difusión. No es ésta la ocasión de analizar aquí las posibles negligencias cometidas en un tiempo pasado y revuelto de nuestra historia, que impiden tener hoy entre nosotros una obra que ya pertenecía al patrimonio histórico español en el momento de su adquisición por parte del arqueólogo levantino, pero sí debemos de llamar la atención sobre hechos tan lamentables que aún en nuestros días se siguen produciendo con mayor frecuencia de la que sería de desear.
contexto
Proceso y dialéctica de la aculturación De algún modo, este proceso de aculturación tuvo su dialéctica, y ésta se configuró en torno del desarrollo de confrontaciones sociales e ideológicas. El mero enfrentamiento físico entre españoles y grupos indígenas cabe entenderlo como una realidad de conquista y de pacificación, pero nunca se dio una solución institucional fuera de las asunciones culturales e ideológicas, en cuanto éstas eran la condición para la implantación del Cristianismo. No sólo se trataba de vencer, sino que también era necesario convencer. A veces era indispensable negociar y pactar, evitar en suma la lucha frontal bélica, y en otras esto último, y en función de las capacidades de resistencia indígena se adoptaba la solución de conquista y ocupación. Estas fueron alternativas que se dieron con frecuencia y simultáneamente, pero en cualquier caso, la institucionalización de la cultura española, de sus organizaciones y de su ideología requería la implantación de sus propios grupos étnicos, y en especial la difusión del Cristianismo implicaba la presencia directa de los misioneros. Estos estuvieron mayormente orientados por el propósito de transformar la ideología religiosa indígena, pero también, y como resultado de su convivencia con los grupos nativos, los aculturaban en otros aspectos como, por ejemplo, los elementos de la tecnología, la organización social, cultígenos, animales, ciencia y conocimiento. La entrada de tales elementos podía hacerse a través de la observación, de la imitación, e incluso de la misma integración de los indígenas entre los españoles. Sin embargo, desde la perspectiva de la difusión primera del Cristianismo, la aculturación suponía el dominio de los lenguajes indígenas por parte de los frailes y el entrenamiento de éstos en el uso del castellano, especialmente los más jóvenes. Si tenemos en cuenta estas circunstancias, la aculturación ideológica y religiosa constituyó desde el comienzo una dialéctica de contrastaciones filosóficas cuando se trataba de convencer a las jerarquías sacerdotales indígenas y a los jefes civiles de éstos; mientras que cuando se ejercía esta actividad directamente entre las masas, era conveniente, y así se hizo poco tiempo después de su llegada por los frailes, la predicación del Evangelio. Por añadidura, éstas serían dialécticas de diferentes niveles, ya que mientras las jerarquías y clases altas dominaban el ejercicio de la palabra filosófica y usaban el argumento complejo, especulativo, las masas sociales de base aparecían más susceptibles a la predicación y la demostración magicorritual. Por extensión, entonces, el proceso de aculturación no sólo fue una dialéctica entre españoles ##civiles y misioneros## e indígenas, sino que una vez implantado el Cristianismo en una parte de la población nativa, se inició el enfrentamiento entre los mismos indígenas, generalmente entre bautizados y los que para aquel entonces todavía no lo estaban, y asimismo entre generaciones viejas y generaciones jóvenes. En este sentido, Motolinia señala que gran parte de la resistencia que ofrecieron muchos grupos indígenas al Cristianismo y a los españoles era el resultado de la convicción que tenían de que los españoles permanecerían poco tiempo en México, pues en realidad les parecía que estaban de paso y que en poco tiempo abandonarían aquellas tierras. Esta idea permaneció, sobre todo, en los primeros años, mientras que, por otra parte, los sacerdotes nativos solían instigar la resistencia contra los frailes, y señalaban a sus masas de fieles que todas las desgracias que ocurrían cabía atribuirlas a la difusión del mismo Cristianismo y al hecho de que sus dioses ancestrales estaban irritados por las conversiones y por los bautismos que se estaban prodigando. Las situaciones primeras fueron dramáticas, en varios sentidos. Por una parte, a las hambres que sucedieron inmediatamente después de la Conquista por abandono de los campos, bajas demográficas, dispersiones indígenas y desorganización social, se dieron también inundaciones y sequías que fácilmente podían extrapolarse y atribuirlas a la dicha irritación de los dioses míticos que, en este caso, tomaban venganza colectiva contra quienes abandonaban su devoción. Fundamentalmente, fueron tiempos de agobio que simultaneaban con grandes inundaciones en 1528. En esta incidencia, los frailes llevaron a cabo procesiones multitudinarias, y las lluvias cesaron. Con este resultado, y al frente de ellas con la cruz y con imágenes católicas, las masas indígenas instituyeron la costumbre de las procesiones como forma de conciliarse con la divinidad, y al entenderse estos buenos resultados como debidos a la mayor fuerza de los dioses (santos) cristianos, éstos triunfaron sobre los nativos y fueron adoptados. Además del crédito espiritual y moral dado por los indígenas a los frailes, pronto éstos fueron solicitados por las masas indígenas para que se les bautizara cuanto antes, y en muchos casos, quienes más influyeron en la petición de misioneros para sus comunidades fueron algunos señores tribales y locales que, previamente, habían sido bautizados y atraídos a la fe católica. Es notoria, por otra parte, la influencia de los frailes en la erradicación de la esclavitud prehispánica y de la que ejercían muchos españoles. En tales extremos, Motolinia informa cómo los frailes obligaban a ambos grupos a que restituyeran a la libertad a sus esclavos. Esto causaba agradecimientos entre las masas indígenas, ciertamente asombradas del poder que ejercían los frailes sobre los que en aquel entonces actuaban como señores de la tierra. En el terreno de las conversiones, los indígenas comenzaron a tener visiones y revelaciones ajustadas a la nueva cognición religiosa, y otros muchos se acercaban a los frailes para anunciarles curaciones de enfermedades a partir de haber invocado la protección de Cristo o de la Virgen María. El proceso de cristianización fue, pues, relativamente rápido. La cruz, asimismo, se convirtió en un medio terapéutico, pues los indígenas acudían a ella para sanarse, y en tal extremo muy pronto este signo se convirtió en vehículo de adoración, y en todas partes se llegaban los nativos a encontrar en la cruz alivio a su males, hasta el punto de que, en muchos casos, declaraban a los frailes el haber tenido visiones y sueños terapéuticos relacionados con su evocación. Por lo demás, los frailes se manifestaban indulgentes con las masas indígenas y duros con el poder civil y militar. Mientras, y al mismo tiempo, acudían flexibles a buscar el favor de las autoridades políticas. Su actividad era fanáticamente religiosa en sus convicciones, tanto como se manifestaban austeros y sencillos en sus modos de vivir. Desde luego, eran muy flexibles en cuanto a su capacidad de adaptación, pues los sermones, nos dice Motolinia, se ajustaban en sus contenidos a los tipos de audiencia con que trataban. Por eso, tanto en su lenguaje como en sus actuaciones, los frailes entendieron muy pronto cuáles debían ser las tácticas a emplear para lograr la conversión de los indígenas. Los hijos de los señores fueron reclutados enseguida para ser enseñados en la doctrina cristiana y las humanidades, y sobre la base de conocer el poder político de sus padres, los frailes utilizaron a los hijos de éstos con ventaja. Así, por ejemplo, dado el ascendiente que los linajes de estos jóvenes tenían sobre las poblaciones indígenas, no sólo se bautizaron, sino que se convirtieron en agentes de la aculturación de sus propios vasallos, llegando incluso a enfrentarse con sus propios padres, basándose para ello en actos de afirmación de fe en el Cristianismo. Muchos de estos jóvenes hijos de caciques misionaron en diferentes partes de México y descubrían a los frailes las idolatrías, mientras coadyuvaban a la destrucción de imágenes indias. Hay casos, incluso, de causar la muerte de sacerdotes indígenas porque les increpaban por estar al servicio de otro dios. Las segundas generaciones fueron el medio principal de cristianización utilizado por los frailes, y así a medida que éstos iban bautizando, movilizaban a los indígenas para la edificación de iglesias. Como señala Motolinia, las iglesias se edificaron con las mismas piedras que antes sirvieron para construir los teocalli o templos indígenas. Cuando esto ocurría, los frailes ya sabían hablar lenguas indígenas y ya habían educado primeras generaciones de muchachos pertenecientes a la nobleza nativa. Al hacerlo así, pronto consiguieron que las bases sociales indígenas comenzaran a desobedecer a sus señores tradicionales, y debido a la presión que ejercían los frailes sobre estos últimos, redujeron a una décima parte el número de servidores que se obligaban habitualmente a ser sus criados. La religión católica fue inteligentemente adaptada a las costumbres indígenas. Generalmente, en sus ceremonias éstos practicaban el canto, y así, al advertir esta inclinación, los frailes enseñaron a los indígenas las oraciones cantadas en idioma náhuatl. Esto se hizo con el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo, la Salve y otras oraciones a las que los mismos indígenas ponían música, y lo mismo hicieron con los Mandamientos. A este fin, Motolinia describe cómo eran cantadas con gran entusiasmo estas oraciones y cómo a ellas dedicaban hasta cuatro horas diarias de su tiempo. Dicho entusiasmo llevaba a los indígenas a cantar las oraciones fuera de la misma misa, y como relata Motolinia, los niños se revelaron los más animosos en las demostraciones de los Mandamientos. Había, sin embargo, cierta tendencia por parte de los indígenas a reiterar ciertas celebraciones tradicionales, sobre todo las de siembra y cosecha, así como aquellas que tenían un carácter festivo y que se hallaban insertas en su calendario. Estas eran celebraciones difíciles de extinguir porque pertenecían a una tradición profundamente arraigada. Empero, los frailes supieron convertirlas en fiestas cristianas basadas en el sincretismo de los símbolos, más que de los signos. Incluso es cierto que debajo de una cruz cristiana era frecuente que los indígenas escondieran ídolos ancestrales, y como consecuencia, los frailes encontraban que los indígenas realizaban una doble religión. Por ello, los misioneros se veían obligados a contrarrestar estas tendencias usando de artificios dialécticos, tales como atribuir el fracaso de una cosecha al hecho de esconder ídolos enterrándolos bajo la cruz. En este sentido, si los indígenas atribuían doble fuerza mágica a la cruz combinada con ídolos ocultos debajo de ella, y si la cruz actuaba como protectora simbólica de dichos ídolos, al mismo tiempo los frailes procuraban confundir estas creencias indígenas relativas a la doble fuerza mágicamente obtenida, introduciéndolos a la sencillez de los sacramentos. Cuenta Motolinia que con la introducción de los sacramentos, los indios cesaron de tener visiones, y a partir de imponerse aquéllos, aumentaron también las capillas al aire libre porque los indígenas constituían auténticas muchedumbres en los templos, hasta rebosarlos. La religiosidad católica penetró con gran fuerza entre los azteca, y a este respecto Motolinia dice que era tanta la fe que demostraban aquéllos, que para hacerla más profundamente propia los indígenas se herían para de este modo conseguir que les entrara simbólicamente en su seno. De hecho, los indígenas repetían, por lo menos, algunas costumbres prehispánicas formales como, por ejemplo, la tradición de celebrar ritos a medianoche y lavarse ##recordando actos de purificación## con agua caliente y ají después de la liturgia. En esta línea, el proceso de aculturación se fue ampliando desde una base ideológica a la línea de la organización social. Así, Motolinia describe cómo cuando se conseguían cristianizaciones en escala suficiente, se procedía a la organización de cofradías, pues éstas no sólo reforzaban la fe, sino que provocaban la solidaridad en torno a una advocación, por ejemplo, la de Nuestra Señora de la Encarnación. Asimismo, y en un contexto de profundización religiosa, los frailes instituyeron los Autos Sacramentales, piezas teatrales en las que representaban el drama de Adán y Eva en el Paraíso, con el pecado y el destierro de los protagonistas como punto de referencia, y por añadidura el Auto de la Conquista de Jerusalén. Cuenta Motolinia que en 1540 habíanse edificado ya 40 iglesias, y que éstas habían sido posibles gracias a que cinco años después de la Conquista los hijos de los señores indígenas habían establecido una colaboración con los frailes, incluso cuando los mismos padres continuaban siendo devotos de su propia religión. Cumplidas las primeras presentaciones públicas de los frailes, y obtenidas sus demostraciones de fuerza espiritual, se multiplicaron sus bautismos, de manera que en 1536, con unos 60 sacerdotes actuando sobre el territorio mexicano se habían alcanzado unos cinco millones de conversiones, mientras que en 1540, y según estimaciones de Motolinia, el número de bautizados alcanzaba la cifra de 15 millones. No hay duda de que los franciscanos no fueron la única orden misionera que actuó en México, pues si éstos llegaron a México en 1524, después, en 1526, lo hicieron los dominicos, y en 1533 los agustinos. En 1526 se instituyeron ya en México la confesión y la penitencia católicas, y en este momento y debido a que los frailes no entendían bien de lenguas indígenas, éstos traían escritos sus pecados en códices que permitían entender claramente de qué se trataba. Estas campañas de cristianización incrementaban la demanda de misiones, hasta el extremo de que en 1540, año importante en la historia misionera, dice Motolinia que en Tehuacán pudieron concentrarse una multitud constituida por 12 naciones y 11 lenguas diferentes. Ya en este tiempo los frailes introdujeron en México la costumbre de la limosna, en tanto, pensaban, ésta permitía obligar a los más ricos a distribuir riqueza entre los más pobres. En conexión con este elemento, y mientras tanto, los frailes influyeron en instituir el testamento como forma de transmitir la herencia, pues hasta dicho momento se legaba por simple costumbre automática según el orden de nacimiento. Simultáneamente, esta nueva costumbre obligaba a reconstruir las obligaciones matrimoniales, pues no sólo se repudió la poliginia y se formalizó la unión conyugal monógama (1526), sino que también tuvieron que manifestarse readaptaciones en las distribuciones de herencia, de manera que si en un tiempo la ley mantenía una clara influencia civil, ahora tenía la religiosa. Aunque las visiones demoníacas constituían experiencias oníricas habituales entre los indígenas en la época prehispánica, en tiempos de un Motolinia ya maduro, dichas visiones tenían lugar con imágenes y figuras de ángeles por cuyas manos los indios eran conducidos al ciclo. En otros casos, y dada la capacidad visionaria de los indígenas, Motolinia menciona que en el acto de tomar la hostia se imaginaban un Niño Jesús resplandeciente, y a los frailes los veían como si llevaran puesta una corona de oro sobre la cabeza. Al mismo tiempo, el Cristo adulto era figurado como la llama certera de un gran fuego. Sin embargo, no todas las visiones tenían este carácter placentero, pues también cuenta Motolinia que los indígenas mencionaban terrores nocturnos basados en apariciones terribles de negros que actuaban contra ellos. Para quitarse estos terrores los indígenas utilizaban el nombre de Jesús invocándolo tres veces, y convencidos de su poder taumatúrgico pintaban, esculpían y reverenciaban su imagen dondequiera, mientras también lo rodeaban de rosas en actos de gran belleza y esteticismo ritual. La profusión del Cristianismo fue como un prendimiento colectivo, y a este tenor los frailes fueron considerados enviados directos de Cristo. En este sentido, eran adorados por los indígenas y sus pertenencias conquistaron muy pronto un sitio en las magias indígenas. Por ejemplo, eran muy solicitados los cordones de los cinturones frailunos por creer que poseían propiedades curativas. Por eso, entonces, la dialéctica de este proceso contado por Motolinia fue singularmente espiritual, y aunque éste sería el núcleo de la Historia de Motolinia, no obstante se ajusta al hecho de que la relación de los españoles con los indígenas representó cambios decisivos en la vida social, económica, tecnológica e institucional indígena. En gran manera, los indígenas empezaron a contar según el calendario cristiano, esto es, de acuerdo con el nacimiento de Cristo. Asimismo sembraron nuevos cultígenos, trigo, frutales, legumbres, verduras, aprendieron a edificar con nuevos materiales, usaron animales de tiro y de monta, comenzaron a luchar contra los peligrosos tigres de la región con perros traídos expresamente de España, aumentaron la productividad económica, se aficionaron al transporte en carreteras, y enseñaron a leer, escribir, oficios, canto y música a muchachos escogidos inicialmente por su condición de clase y como parte de sus estrategias de penetración entre los indígenas. Al mismo tiempo, los frailes enseñaron nuevos oficios a los indígenas, entre otros, la pintura, el batimiento de oro, la curtiduría, la fundición, la platería, la herrería, la sastrería, la zapatería, la carpintería y la albañilería. Estas diferentes funciones fueron divulgadas, básicamente, por los frailes. Motolinia observó los procesos de esta aculturación y las condiciones en que ésta se produjo. El contexto es, como dijimos, extremadamente dialéctico. Algunos dirían que es apasionante. Nosotros nos limitamos a indicarte al lector de esta obra que Motolinia representa ser uno de los más directos testigos de este proceso. En cierto modo, cabría añadir que Motolinia es ya un clásico, generalmente poco leído, excepto por los historiadores, y sin embargo debiéramos ampliar nuestro convencimiento de que la fuerza y verdad de su relato invitan a considerarlo como una de las fuentes de la historia mexicana más importante con que contamos. Y sobre todo, y especialmente, si dijimos que esta Historia abarca dos momentos, el prehispánico y el que llega hasta el tercer cuarto del siglo XVI, también debemos añadir que como protagonista de la segunda parte, Motolinia debe ser considerado como uno de los más ilustres decidores de historias de este tiempo. El lector encontrará justificadas las palabras y las advertencias de Motolinia cuando decía: sin los misioneros España probablemente no hubiera permanecido ni fructificado en las Indias. Claudio Esteva Fabregat Junio de 1985