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En Italia se pensaba desde hacía tiempo que la guerra estaba perdida, más aun desde la caída de Sicilia a manos aliadas. El 25 de julio de 1943, Mussolini es detenido y, el 3 de septiembre, ante el bombardeo aliado de ciudades como Roma, Milán, Florencia o Nápoles, Italia firma su rendición. Hitler decide organizar una fuerza de ocupación que divide la península en dos sectores: el sur, bajo el mando de Kesselring, y el norte, a las órdenes de Rommel. En el sur, el X Ejército de Kesselring contaba con 6 divisiones, cuatro de las cuales habían escapado muy debilitadas de Sicilia. Por su parte, Rommel cuenta con 11 divisiones más. El plan de Hitler es que las fuerzas del sur retengan el máximo posible el avance aliado, mientras las del norte se parapetan y preparan la defensa tras la línea Gustav. El 3 de septiembre el VIII Ejército de Montgomery desembarcó en Regio Calabria sin encontrar apenas resistencia y comenzó a avanzar hacia el norte. El 8 se puso en marcha la gran flota de invasión, 463 buques con 70.000 hombres, en dirección a Salerno. El ataque a la península se completó con el envío de la 1? División Aerotransportada británica a Tarento. En la madrugada del día 9, las fuerzas de desembarco cayeron sobre Salerno, forzando la retirada de la división alemana más cercana. Sólidamente establecidos en varias cabezas de puente, el día 12 los alemanes contraatacaron con sus 6 divisiones, tratando de romper las líneas de Clark en la zona del río Sele y dando lugar a cruentos combates. Ante la gravedad de la situación, sólo el auxilio de 18 buques de guerra logró parar en seco a los alemanes, que comenzaron a replegarse a partir del día 16. El avance aliado continuó imparable en las semanas siguientes, forzando a los alemanes a retrasar sus líneas de defensa constantemente. A comienzos de octubre, los aliados superaban la línea Nápoles-Foggia; a mediados de mes la ofensiva aliada alcanzaba ya la línea Capua-Térmoli. El último repliegue alemán se produjo por detrás de la línea Gustav, cuyo eje era Montecassino. Sobre esta posición, Kesselring, nombrado comandante en jefe de Italia al frente del grupo de Ejércitos C, montó un excelente entramado defensivo. Allí fue donde, realmente, comenzó la verdadera campaña de Italia.
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Durante el siglo V, la Roma imperial se muestra muy debilitada. La crisis del Imperio, gestada durante mucho tiempo, hace que los grandes propietarios abandonen las ciudades en decadencia y vayan a vivir a sus grandes latifundios. En estas villas, el señor se sirve de grandes cantidades de colonos, gente libre pero adscrita a la tierra, que recibe, a cambio de su trabajo, protección frente a posibles agresiones. Las fronteras del Imperio están amenazadas por pueblos que los romanos llaman "bárbaros", extranjeros, con costumbres y lenguas distintas. En el siglo V, la debilidad de Roma favorece la penetración y el establecimiento en su territorio de ostrogodos y visigodos, mediante acuerdos de colaboración para la defensa de sus fronteras. Hispania será también el objetivo de estos pueblos bárbaros. En el año 409, la invasión del Imperio romano afectará a Hispania, la provincia más occidental. Suevos, vándalos y alanos penetrarán en la Península y se expandirán por su territorio en busca de sus ricas y fértiles tierras y ciudades. Los visigodos, asentados como pueblo aliado de Roma en el sur de la Galia, recibirán el encargo de controlar a suevos, vándalos y alanos. Es así como se produce su entrada en Hispania, estableciendo una corte en Toledo desde la que gobiernan sobre una población mayoritariamente hispanorromana. Con el tiempo, serán los visigodos quienes controlen todo el territorio hispánico.
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En el año 409, la invasión del Imperio romano por parte de los pueblos bárbaros afectará también a Hispania, la provincia más occidental. Atravesando los Pirineos, los vándalos asdingos recorrerán el norte peninsular y se asentarán en Asturica. La presión de los suevos hará que recorran Portugal de norte a sur y atraviesen el Estrecho de Gibraltar, para asentarse en Africa y crear allí su propio reino. Por su parte, los vándalos silingos descenderán directamente hasta la ciudad de Toletum, desde donde se expandirán hacia Emerita, Corduba y Cartago. Los alanos avanzarán por la península de norte a sur, asentándose en las cercanías de Emerita y de Mentesa. Más duradera será la invasión de los suevos. Estos se asentarán en el área noroeste, fundamentalmente en las regiones próximas a las ciudades de Asturica, Lucus, Bracara y Portucale. Desde estos puntos, paulatinamente irán agregando nuevas zonas, hasta conformar su propio reino. Con todo, la invasión más importante será la visigoda. En una primera oleada, cruzarán los Pirineos por Pompaelo, avanzarán hasta Asturica, tomarán Caesaraugusta y se asentarán en una amplia región entre Pallantia y Toletum. Una segunda oleada les llevará a recorrer la costa mediterránea, conquistando Barcino, Tarraco, Ilici y Iulia Traducta. Con el tiempo, sólo suevos y visigodos constituirán sus propios reinos en suelo peninsular.
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Todo el Occidente romano, a principios del siglo V d.C., sufría una profunda inestabilidad debida a los movimientos de los pueblos germánicos y orientales. El paso del Rin, la última noche del año 406, por parte de los alanos, originarios del Cáucaso, los suevos, procedentes de la Germania, y de los vándalos asdingos y silingos, también de origen germánico, supuso la penetración en la Gallia y el paso de los Pirineos en el año 409. Tras un acuerdo, que cabe pensar fue de tipo imperial, estos pueblos se distribuyeron en las distintas zonas de la diocesis Hispaniarum, a excepción de la Tarraconensis. De este modo la Gallaecia, donde existía una población autóctona galaica muy enraizada y poco receptiva, fue compartida por los vándalos asdingos encabezados por su rey Gunderico y los suevos dirigidos por Hermerico. Al quedar arrinconados en una región aislada, éstos no plantearon grandes preocupaciones a la administración imperial. Las relaciones entre suevos e hispanos sufrieron altibajos en una mayor o menor convivencia regulada por una serie de pactos, aunque parece que en pocos casos se entremezclaron, hecho -como veremos más adelante- completamente opuesto a lo que ocurrió entre romanos y visigodos. Los suevos, a lo largo del siglo V y tras la marcha de los vándalos, llevaron a cabo una serie de intentos expansionistas, sobre todo al sur o sudeste de la Gallaecia. Sus reyes Requila, Hermerico y Requiario, lucharon no sólo contra la población galaica, sino también frente a las tropas imperiales repartidas por toda Hispania y especialmente en la Bética y la Lusitania, donde hubo graves enfrentamientos. Los suevos permanecieron en la Gallaecia hasta el año 584, cuando fueron vencidos y anexionados por las tropas visigodas del reino de Toledo. Las fricciones surgidas entre vándalos asdingos y suevos condujeron a los primeros a trasladarse a la Baetica. Durante los años 419 al 429, se enfrentaron a las tropas romanas, tanto en tierra como en mar, pues poseían una importante flota, hasta que Genserico, sucesor de su hermanastro Gunderico, decidió transportar a su pueblo, compuesto por cerca de 80.000 personas, al norte de Africa. El paso se llevó a cabo por el fretum gaditanum (Estrecho de Gibraltar). La consolidación del reino vándalo de Africa vino dada por la conquista de Cartago, tan sólo diez años después, el 19 de octubre del 439. En la Lusitania y las partes occidentales de la Carthaginensis se establecieron los alanos gobernados por Adax. Por último, la Baetica fue ocupada por los vándalos silingos a la cabeza de los cuales se encontraba Fredibaldo, que pocos años más tarde, en el año 419, fueron derrotados por las tropas visigodas conducidas por Walia, al igual que lo fueron los alanos. Al mismo tiempo, en lo que a los visigodos respecta, Ataúlfo, cuñado de Alarico, fue aclamado sucesor en el año 410, en el mismo momento que Alarico moría en Italia cerca de Cosenza y cuando se disponía a embarcar hacia el norte de Africa. Hecho que, al parecer, se vio truncado porque sus naves se perdieron en aquel terrible estrecho, como relata nuevamente Jordanes en la Getica (XXX, 157): "Aquel horrible estrecho sumergió algunas naves, destrozó muchas; a resultas de tal desgracia, mientras Alarico deliberaba consigo mismo qué hacer, de repente, sorprendido por una muerte prematura, abandonó las cosas humanas". Los esponsales de Ataúlfo, ahora sucesor de Alarico, con Gala Placidia en Narbona en el año 414, esconden la ambición no de crear un estado con el pueblo visigodo sino de integrar también en él a los romanos, influido, probablemente, por la estima que sentía por el mundo romano. Es lo que se ha dado en denominar la transformación de una Gothia en una Romania. Los intentos son vanos y por ello Ataúlfo decide pactar con el Imperio obteniendo a cambio un asentamiento estable con tierras explotables en la Gallia. El mantener a Gala Placidia como rehén provocó un enfrentamiento con el Imperio, que fue recortando el suministro de víveres hasta que tuvieron que refugiarse en la provincia hispánica de la Tarraconense. Barcino (Barcelona), la vetusta ciudad romana, es elegida en el año 415 como sede de la residencia de Ataúlfo. Ese mismo año nació Teodosio, hijo de Gala Placidia y Ataúlfo. Las esperanzas de una nueva concepción política que hubiera podido realizar el nuevo vástago fueron truncadas pues murió al poco tiempo, al igual que su padre, que fue asesinado por sus propias tropas. A pesar de lo difícil que resulta examinar con acierto las fuentes de la época, o bastante parciales o demasiado concisas, creemos que el elogio que hace Orosio (Hist. adv. pág. VII, 43) de Ataúlfo es bastante significativo, como muestra de esta, llamémosla, reconversión hacia el mundo romano de los reyes y el pueblo visigodo, a la vez que relata puntualmente los sucesos ocurridos: "Este (Ataúlfo), como con frecuencia se ha dicho y probado últimamente con su muerte, ferviente partidario de la paz, prefirió militar lealmente bajo el emperador Honorio y emplear las fuerzas de los godos en defender el estado romano. Yo mismo he escuchado en Belén, localidad de Palestina, a un individuo de la Narbonense, que había servido honrosamente bajo Teodosio, y que era religioso, prudente y serio, relatar al beatísimo presbítero Jerónimo que él había tenido muchísimo trato con Ataúlfo en Narbona y que con frecuencia había sabido de él, por testimonios, que, cuando se sentía con ánimos, fuerzas e ingenio, solía contar: que al principio deseaba ardientemente borrar el nombre Romano y hacer del Imperio romano el Imperio godo solo y que se llamara y fuese, por expresarlo en términos vulgares, una Gothia lo que había sido una Romania y que ahora fuese Ataúlfo lo que entonces César Augusto. Pero que, al convencerle la mucha experiencia de que los godos en modo alguno podían obedecer las leyes a causa de su desenfrenada barbarie, y de que no era conveniente derogar las leyes del estado, sin las cuales un estado no es estado, eligió que, al menos, se procuraría para sí la gloria de restituir íntegramente y aumentar el nombre de Roma con las fuerzas de los godos y de ser considerado por la posteridad como el autor de la restauración romana, después de no haber podido ser el que la transformara. Por este motivo se esforzaba en evitar la guerra y en perseguir con ahínco la paz, especialmente moderado para con todas las acciones de buen gobierno por el influjo y consejo de su esposa, Placidia, mujer de muy aguda inteligencia y de gran espíritu religioso. Y puesto que procuraba insistentemente buscar la paz y ofrecerla, fue asesinado, según se dice, en Barcelona, una ciudad de Hispania, por traición de los suyos". Esta serie de acontecimientos, a los cuales se suman la elección real de Sigerico, asesinado por instigación de su sucesor Walia (415-419) al cabo de una semana, provocaron una gran inestabilidad dentro de la población civil y militar visigoda. Al igual que había intentado Alarico, Walia concibió atravesar el fretum gaditanum (Estrecho de Gibraltar) con sus tropas y crear allí un nuevo reino. Orosio (Hist. adv. pag., VII, 43), nos describe este acontecimiento del siguiente modo: "...Un gran ejército godo equipado con armas y naves que intentaba pasar a Africa fue lamentablemente aniquilado por una tempestad que les sorprendió a doce millas del estrecho gaditano. Los visigodos, por tanto, no consiguieron llevar a cabo dicha empresa y se vieron obligados a pactar con la administración imperial". En el año 418 se estableció el foedus, cuya base jurídica era la hospitalitas, que regulaba la relación entre godos y romanos. La puesta en práctica de este sistema se hizo de igual modo en el momento del asentamiento en la Gallia que en Hispania. El pacto fue establecido directamente entre Walia y Constancio que obraba en nombre del emperador Honorio. Gala Placidia volvió a Italia y al conjunto del pueblo visigodo se le otorgó la condición de federados. Fue así como recibió las tierras de Aquitania, en el sur de la Gallia, a cambio de combatir las luchas internas provocadas por alanos, vándalos y suevos en la Península Ibérica. Las primeras incursiones militares en el territorio peninsular se iniciaron cuando en el año 419 Walia tuvo que hacer frente a los vándalos silingos. Los visigodos establecidos en la Aquitania Secunda y zonas circundantes no establecieron la capital en Burdigala (Burdeos), sino en Tolosa, buscando más tarde y a través de la Narbonensis Prima, una salida efectiva al mar, que no les había sido concedida. La construcción del primer reino estable visigodo, el regnum Tolosanum, vino de la mano del sucesor de Walia, el balto Teodorico I (419-451). El período de regencia de este monarca, uno de los más largos del reino visigodo tolosano, comportó los primeros pasos para someter y conquistar otros territorios de la Gallia. Estos se iniciaron entrada la primera mitad del siglo V y serán efectivos ya en su segunda mitad. Los visigodos anexionaron a su reino una gran cantidad de territorios pertenecientes esencialmente a las provincias de Aquitania Prima, Aquitania Secunda tal como ya se ha visto, Novempopulania, parte de la Lugdunensis Tertia y la Narbonensis Prima que no perderán hasta el final del reino de Toledo y que supuso un control estratégico de una parte de la política económica del occidente mediterráneo. A pesar de los intentos independentistas de Teodorico I, éste se vio obligado a aliarse con Aecio, ante la presencia de los temidos hunos dirigidos por Atila en el año 451 en la Gallia. Teodorico murió en el campo de batalla y su hijo Turismundo fue aclamado rey. Atila se replegó sobre Italia y Panonia. Tan sólo dos años después, Teodorico II estranguló a su hermano Turismundo y renovó el pacto con el Imperio. Durante el reinado de Teodorico II (453-466) las relaciones entre romanos y visigodos se fueron consolidando, pues este rey supo rodearse en su corte de personajes cultos y de gran reconocimiento, como por ejemplo el senador Avito y el poeta Sidonio Apolinar. La ascensión al trono de Eurico (466-484) condujo al reino visigodo de Tolosa a ocupar su máxima extensión, puesto que incluso Arelate (Arlés), donde se había trasladado la prefectura de las Galias, y Massilia (Marsella), fueron vencidas. Esta política expansionista, sumada a la desaparición del Imperio romano de Occidente y a la mayor independencia de los visigodos llevaron a Eurico, desde Burdigalia (Burdeos) donde había establecido la capital y por ende la corte, a reafirmar las características sustanciales de los visigodos frente a los romanos, aunque permitiendo en algunos aspectos una cierta y mutua aculturación. El más claro ejemplo a este respecto es la promulgación del Codex Euricianus, recopilación del derecho consuetudinario visigodo y de las aportaciones del derecho romano que poco a poco se habían incorporado; ejemplo que vuelve a darse en el año 506, cuando su hijo y sucesor Alarico II promulga el Breviarium Alarici o Lex Romana Visigothorum, según tendremos ocasión de ver al hablar del aparato legislativo.
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El "Dizionario Enciclopedico di Architettura e Urbanistica" define, en extensos artículos, una veintena de grandes movimientos arquitectónicos del pasado y uno actual (Moderno); el punto de partida de cada uno es una definición sintética en la que se esgrimen términos estilísticos, cronológicos o simplemente geográficos. Sin embargo, el inicio del artículo Islam es tan diferente que parece más propio de un diccionario de religiones: "Religione monoteisteica fondata da Maometto (m. 632 d. C.) in Arabia ed estessa successiuarnente in molti paesi". Con esto, y sin más, se da por sentado que el arte islámico queda caracterizado y, tras unas líneas dedicadas al recuento de los territorios implicados en el proceso, nos remite al Moderno como heredero de la arquitectura islámica.Esta rareza inicial ya nos advierte de uno de los rasgos distintivos de este movimiento, como es su carácter religioso casi exclusivo, y si analizamos alguna otra publicación sobre arte islámico, advertiremos otro detalle significativo: casi todo el esfuerzo que los musulmanes han dedicado a lo artístico ha estado dirigido a la arquitectura y su decoración.Así pues, no extrañará que iniciemos nuestro relato con una puesta en escena en la que la religión y la arquitectura, imaginaria ésta casi siempre, desempeñan papeles protagonistas. Los árabes preislámicos, de orígenes étnicos y lenguas semíticas diversas, se agrupan en tribus o qaba'il (singular qabila), asentadas en la periferia de la península (desde el Golfo Arábigo al Mar Rojo pasando los límites de lo que los romanos denominaron Arabia Petrea) o nómadas, repartidos en el interior desértico, quienes en la época que comenzamos a narrar, eran los únicos que recibían el apelativo de árabes; la primera había sido conocida por los viajeros clásicos y estuvo abierta a influencias griegas, egipcias e iraníes y siempre ostentó el ambiguo papel de servir de barrera y contacto con las tribus del interior. En la época que nos interesa destacaban por su personalidad dos regiones concretas: el actual Yemen, al Sur, asiento de antiguas culturas hidráulicas y más al Norte el Hiyza donde se asentaba La Meca, en torno al santuario de la Kaaba.Estos territorios no pertenecieron al Imperio romano, y tras la desaparición de éste como garante de la precaria estabilidad de la zona, estuvieron sometidas de forma intermitente a las potencias subsiguientes, ya procediesen del Norte, es decir Bizancio o Persia, o del Sur, pues la cristiana Etiopía jugó algún papel.A la atomización política correspondía una variedad de deidades locales de carácter fetichista y animista, identificadas algunas de ellas con las olímpicas más elementales, como es el caso de las tres diosas de la Kaaba, una parte de cuyo culto se centraba en la reunión anual de sus adeptos, que participaban en una procesión en torno a la Piedra Negra que presidía el santuario; éste estaba constituido por un sencillo cercado de escasa altura y planta trapezoidal, en cuyo interior se hallaba, además, el pozo de Zemzem. Bajo estas divinidades, locales o tribales, existía toda una legión de espíritus, genios y ogros asociados a elementos naturales y, sobre todos ellos, la vaga noción de un dios superior, difusa creencia intertribal, a la que no sería ajena la presencia de viajeros y colonias de extranjeros e indígenas cristianos, e incluso comunidades judías, que habían hecho prosélitos entre las etnias locales.Estos pueblos carecían de manifestaciones artísticas dignas de tal nombre, salvo lejanos recuerdos de temas provincianos de las culturas vecinas; esta laguna era notoria en el campo de la arquitectura, pues la liviana autoconstrucción de los campamentos nómadas y el escaso compromiso edilicio de sus incipientes empresas urbanas les permitió ignorar hasta la menor técnica constructiva.Aunque el primer documento de la literatura árabe es el propio Corán, hay noticias de formas orales que sólo bajo el Islam serían transcritas con los caracteres nacionales, derivados de un viejo silabario semítico; esta literatura, reducida a una poesía muy retórica, de rígida composición y rica expresión verbal, refleja un ideal hedonista, como contraste y meta de una vida real bastante dura, proponiendo intereses materiales en clave jactanciosa, ensalzando la guerra y la caza, la vida nómada, el vino y las hazañas amorosas, dentro de un magnánimo ideal de honor caballeresco ajeno a preocupaciones trascendentes. Entre sus recursos literarios contaron referencias a personajes míticos e históricos del patrimonio común de los pueblos del Cercano Oriente, a quienes atribuyeron los poetas preislámicos virtudes y hechos arquetípicos, entre los que se enumeraban proezas arquitectónicas, referidas casi siempre a palacios, pabellones, jardines, ingenios hidráulicos y máquinas del bíblico Salomón.
obra
Fiel en muchos aspectos a la coquetería y galantería dieciochesca, Claude Michel, conocido como Clodion y pariente de los Adam no participó en los honores académicos ni en los grandes encargos oficiales sino que se especializó en pequeñas figuras de terracota o mármol, ilustrando temas mitológicos ligeros que recuerdan los relieves alejandrinos, o sensuales personajes, a veces licenciosos y cargados de malicia. También colaboró en la decoración monumental con los arquitectos neoclásicos.
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El fracaso alemán en Rusia se ha imputado a diversos factores, por lo general, no incompatibles. Pese a la reiterada evidencia de que los objetivos no se cumplían en el tiempo y la forma planeados. Hitler no sólo no movilizó su imperio para una guerra prolongada y a fondo, sino que en otoño de 1941 ordenó disminuir sustancialmente la producción de municiones. Ni siquiera forzó la producción de tanques, que no llegaba a la ridícula cifra de dos centenares al mes. Los rusos, en cambio, consiguieron el prodigio de evacuar numerosas -y a veces enormes- industrias en su inmensa retaguardia, poniéndolas inmediatamente a producir mientras calcinaban la tierra que abandonaban. Su tributo de sangre a cambio de tiempo les dio resultados, aunque les llevase a momentos críticos. Para ello, los soviéticos demostraron un talento único en hacer brotar divisiones como setas, aún a medio entrenar. Cuantas más brotaban, más pensaban los alemanes que se acercaban al límite; pero siguieron brotando hasta que se les echó encima la sorpresa del 6 de diciembre, que demostró que los rusos también habían aprendido a hacer la guerra. Entre el 22 de junio y el 1 de diciembre se incorporaron al ejército en campaña, uniéndose a las tropas inicialmente establecidas en la regiones fronterizas occidentales, 291 divisiones y 94 brigadas (de julio a septiembre se formaron 48 divisiones de caballería). Y en la profunda retaguardia seguían formándose nuevas unidades. Dos notas del general Halder proyectan la esperanza y desesperanza del alto mando: "Probablemente no sea exagerado afirmar que la campaña contra Rusia ha sido ganada en catorce días", puntualiza al final de la segunda semana de Barbarroja. Pero al final del segundo mes anota: "Hemos subestimado a Rusia; contábamos con 200 divisiones y ya tenemos identificadas 360". Los germanos calcularon que los estragos físicos y psíquicos de la guerra relámpago socavarían y derrumbarían el poder soviético como sistema político. Pero si esto no se conseguía, se produciría la victoria soviética con independencia de la dirección de la guerra, ha escrito un crítico: "Mientras Hitler, para poder triunfar, necesitaba una experta dirección militar, aunque no fuese éste un factor suficiente, lo único que Stalin necesitaba en su dirección estratégica y operacional era procurar que todos los factores que estaban a su favor no se malgastasen. Cuando Stalin cometía errores, cuando subestimaba grandemente la capacidad alemana de utilizar su sistema de ataque relámpago, lo pagaba con la pérdida de batallas y su nación con el sacrificio de millones de vidas. Pero cuando Hitler subestimó la capacidad económica, política, militar y psicológica de la Unión Soviética para sostener una lucha total, lo pagó perdiendo la guerra". Para facilitar más las cosas, esa decisión hitleriana brutal y salvadora que permitió estabilizar el frente evitando una hecatombe fue seguida del acto más frívolo y gratuito del líder nazi: la declaración de guerra a Estados Unidos cuatro días después de Pearl Harbour. Algunos teólogos abordan ciertos misterios con optimismo resolutorio. El misterio de la Operación Barbarroja sólo se explica por el voluntarismo de un hombre que tuvo destellos de un talento militar excepcional junto a una cerrazón impropia siquiera de su graduación de cabo. Contra lo que popularmente se le ha imputado, Hitler no era proclive a la astrología. ¿Cómo explicarse si no que eligiera para su empresa el nombre de Federico Barbarroja, que murió ahogado cuando dirigía una cruzada en Asia Menor? Este género de supersticiosos pueden arriesgarse a un mal cálculo político o militar, pero jamás osarán desafiar a los astros.
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Junto a las escalas, los textos clásicos -en los que se inspiraron los ingenieros militares desde el siglo XI en adelante- hablan de mecanismos de contrapeso llamados sambuca, esostra y tolleno, capaces de elevar a un grupo de hombres armados hasta las almenas enemigas. Además del ariete -que era una viga suspendida en equilibrio, para que un grupo de hombres pudiera balancearla y golpear con formidable empuje los muros de una fortaleza, protegidos por el robusto techo de un gato- y de las galerías subterráneas, excavadas bajo las torres, se recurría en ocasiones a grandes taladros utilizados para desencajar las piedras de la muralla. Eran éstas unas máquinas probablemente fruto de la imaginación más que de la realidad; no existen pruebas fehacientes de su empleo en asedios medievales. A una tecnología refinada, debía añadirse una gran inventiva mecánica. Todo ello era necesario para la construcción de máquinas capaces de lanzar grandes flechas o bien proyectiles de piedra (estas últimas conocidas por la voz griega lithobolos). En la Antigüedad existían máquinas capaces de soportar grandes tensiones -formadas por un enorme arco- capaces de arrojar enormes dardos: las balistas, y otros ingenios útiles para lanzar proyectiles de piedra. Todas ellas alcanzaron gran perfección en época romana, pero se trataba de maquinarias delicadas, que requerían gran capacidad técnica por parte del personal que las manejaba. Debido a la necesidad de un constante adiestramiento, estas máquinas cayeron en desuso, y fueron sustituidas en el siglo IV por el onagro, mucho menos delicado, pero de similar eficacia. Éste era todavía utilizado por los bizantinos en el siglo VI durante la guerra greco-gótica. En los siglos siguientes se crearon máquinas de artillería, de concepción totalmente novedosa, basadas en el principio del balancín. Aparecen en los documentos bizantinos con el nombre de mangano y de pedrero -desconocidos en la Antigüedad- que probablemente designaban máquinas del mismo tipo, pero de diferentes dimensiones y prestaciones. A partir del siglo IX, su uso se extendió también por Occidente, empleados por los ejércitos carolingios. El principio en que se basaban estas máquinas era muy simple: se trataba de una gruesa pértiga, colocada en equilibrio sobre un soporte de madera; de uno de sus extremos colgaban las cuerdas de tracción, y en el otro se colocaba un saco destinado a contener las piedras. Tirando de las cuerdas, la pértiga basculaba sobre el perno, y los proyectiles eran lanzados a una distancia que, naturalmente, dependía de su peso y de las dimensiones de la máquina. Durante el siglo XII, las cuerdas de tracción fueron poco a poco sustituidas por un contrapeso fijo, capaz de mover la pértiga sin que fuera necesaria la tracción manual. Había nacido el trabuco, mencionado por primera vez en 1189, en documentos de la Italia septentrional. Se trataba una máquina mucho más potente que el mangano o el pedrero, y era capaz de lanzar proyectiles de hasta 15 quintales de peso, como los empleados por Ezzelino da Romano contra Este (ciudad de la provincia italiana de Padua) en 1249. Como se vio en Durrës, las máquinas de asedio, más allá de su real eficacia, desempeñaban un importante papel psicológico, provocado por su terrorífica apariencia. En el siglo XI hubo ciudades de la Italia meridional que decidieron rendirse apenas vieron a los normandos aparejar delante de sus muros misteriosas maquinarias. Más tarde, bastaba con preparar un solo trabuco para que determinados castillos, acobardados por su presencia, depusieran las armas. Debe añadirse que un asedio era un muy costoso en términos económicos y sólo se realizaba después de una madura reflexión. En todo caso, aquellos que se defendían detrás de una sólida muralla, con una buena provisión de víveres y bajo un mando decidido y diestro en el manejo de los recursos disponibles, tenían siempre ventaja sobre los sitiadores, hasta que el perfeccionamiento de la pólvora vino a trastocar la situación a favor de estos últimos. Se trató de una de las revoluciones tecnológicas que marcaron el fin de la Edad Media y el inicio de la Moderna. Una máxima de la táctica griega, después recogida en los tratados medievales, sugería a quien se preparaba para asediar una ciudad fortificada que, ante todo, debía colocar las maquinarias a una distancia adecuada, que permitiera estar a salvo de las salidas por sorpresa del enemigo, pero que fueran lo suficientemente visibles como para causar el terror entre los asediados. Para posteriormente desmoralizar aún más al enemigo, se aconsejaba que los ataques debían ser continuados, tanto de día, como especialmente de noche, lo que multiplicaba su terrorífico efecto. Y por otro lado, también era muy adecuado que se sincronizasen las diferentes formas de ataque, que debían producirse de un modo simultáneo. Mientras la artillería destrozaba la parte alta de las murallas, los arietes golpeaban sobre la parte baja, y los mineros trabajaban contra ellas bajo tierra. Ante este ataque conjunto, el enemigo quedaría impresionado e incapaz de responder a tantas amenazas al mismo tiempo. Todos estos consejos dejan ver un arte militar muy evolucionado y altamente racionalizado, pero no siempre era fácil llevarlos a la práctica con los escasos medios que normalmente el atacante encontraba a su disposición.
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El hecho es que, con todos estos datos, no parece lógico excluir del ámbito de lo ibérico a la baja Andalucía, por mucho que la cultura ibérica alcance fuera de ese ámbito, en la alta Andalucía, el Sudeste y Levante, algunas de sus cimas y obtenga sus rasgos más definidos, entre ellos la producción del mejor arte ibérico. La investigación reciente obliga a planteamientos menos radicales, con resultados que, en bastantes cosas, acercan las manifestaciones principales de regiones que hasta hace no mucho parecían netamente distanciadas. Son indiscutibles las diferencias entre unas regiones y otras, y es posible penetrar cada vez con más éxito en las razones de ellas. Por ejemplo, la baja Andalucía -la Turdetania en términos antiguos- se diferenciará de otras regiones ibéricas, a partir del siglo VI a. C., por la mayor incidencia en la zona de la presencia púnica, cosa que ahora comprobamos arqueológicamente y que tenemos expresamente enunciada en Estrabón cuando dice que las ciudades de la Turdetania, y de las regiones vecinas, fueron ampliamente dominadas y pobladas por los púnicos (Estr. 3.2.13). Conscientes de las diferencias, la genérica designación de ibéricos no se aviene mal a la necesidad de aludir también a sus elementos comunes, basados en el hecho principal de que son fruto de una estructura cultural en cierta manera unitaria, nacida del desarrollo de la prístina organización urbana tartésica, con el enriquecimiento que a su virtualidad añadieron los contactos o la presencia fundamentalmente de fenicios y griegos, así como los celtas y otros pueblos que incidieron en lo ibérico, y que según la diversa combinación de todos esos factores, de su escalonamiento en el tiempo y de su variada intensidad, determinaron claras diferencias regionales. Mantengamos, pues, para el calificativo de ibérico el sentido que le otorgaban los griegos -valga de nuevo el recuerdo de Polibio-, y tendremos por culturas ibéricas, en sentido lato, las que alcanzaron un avanzado estadio de organización urbana ya en la España prerromana, y que se extienden desde la baja Andalucía y el estrecho de Gibraltar hasta el Pirineo, ocupando una anchísima franja de territorio que bordea el mar, desde el Atlántico onubense y gaditano hasta toda la orla mediterránea hispana. El arte ibérico será, obviamente, el que producen estas culturas, con intensidad creativa diferente según las épocas y regiones, y con matices diferenciadores en bastantes producciones características. La penetración hacia el interior del tipo de cultura que representan las civilizaciones de la periferia sólo se ultimaría con la dominación romana, cuya unificación política hizo cobrar al término Iberia su sentido geográfico más general y referirse a toda la Península. Así lo usa Estrabón, que escribe en época de Augusto. En la literatura latina, añadamos por último, se prefiere en general el nombre de Hispania, que es la denominación que los fenicio-púnicos dieron a la Península, término equivalente en su valor genérico, por tanto, al de Iberia.