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Ingres adquirió un gran renombre como retratista en la corte italiana de Carolina Bonaparte, así como en su país natal, Francia. Todos los personajes de la aristocracia y alta burguesía francesa le encargaron sus retratos y la razón está en las características dela pintura de Ingres. Este pintor se debía por completo a la línea y a la pureza del motivo elegido. Su técnica era muy minuciosa y consistía en tomar innumerables dibujos preparatorios del modelo desnudo, para conseguir una correcta construcción anatómica. Luego los vestía con detalle y los iluminaba con equilibrio. Las gamas cromáticas que suele elegir son brillantes, muy hermosas. Pero lo que realmente hacía especial un retrato de Ingres era la preparación del modelo. El pintor se pasaba horas obligando al modelo a cambiar de postura hasta que hallaba la pose perfecta. De tal modo, todos los retratos de Ingres desprenden un aire elegante y desenfadado que parecen traslucir solemne familiaridad con el propio pintor. El modelo que aparece en este lienzo es el joven hijo del emperador francés Luis Felipe, que se había convertido en amigo y cliente de Ingres. Desgraciadamente, el heredero murió en un accidente en la calle, y será el mismo Ingres el encargado de decorar su capilla funeraria con varios santos en vidrieras.
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Benjamín West fue uno de los principales protectores de C. H. Leslie, y quien le indujo a realizar paisajes y asuntos cotidianos como esta composición que contemplamos, en la que Leslie deseaba hacer un homenaje a Constable. La influencia del gran paisajista británico se pone de manifiesto en el cielo y en el estilo general de la composición, especialmente la aplicación del óleo que se identifica con la época final de Constable. El pintor utiliza a su familia como modelos y el niño que observamos en el centro de la escena es su propio hijo, George, futuro miembro de la Royal Academy. Diversos grupos se distribuyen por el espacio, ocupando toda la escena, situando de manera acertada las zonas de sombra y de luz, dotando así de gran naturalismo a la composición. Los diferentes vestidos de los personajes dotan de colorido al conjunto, contrastando en su mayoría con la tonalidad verdosa del césped y de la arboleda. Leslie nos presenta una imagen de la vida moderna que servirá como precedente a los prerrafaelitas.
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El famoso Rastro madrileño es el protagonista de este cartón que servía como modelo a un tapiz destinado a decorar el dormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo. Esta temática popular decorando las paredes de los lugares más íntimos de los monarcas nos indica el gusto por lo populachero y castizo, tan de moda entre la aristocracia del último tercio del siglo XVIII. Por eso, las majas y los majos serán los que ostentan un papel principal en los cuadros de Goya.La escena se desarrollaría, presumiblemente, en la plaza de la Cebada, al verse al fondo la iglesia de San Francisco el Grande, la última novedad arquitectónica de Madrid que el maestro también pintó en el Baile a orillas del Manzanares. Dos caballeros observan la mercancía que les ofrece un anticuario, que tiene sus mercaderías a la puerta de la tienda, entre las que destaca un retrato similar a los de Velázquez. Tras ellos, vemos dos embozados que señalan al primer grupo con desconocida intención, aunque posiblemente como víctimas de un timo. El grupo principal está muy iluminado por un fuerte haz de luz que ensombrece el resto de la imagen. El colorido está aplicado con pinceladas rápidas y sueltas, centrando el pintor su atención en los reflejos metálicos, obtenidos con un precioso gris plata que también destaca en las hebillas de los zapatos.
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De la transición del mundo antiguo al medieval, más que los mercados continuos perduraron algunas ferias documentadas ya en los siglos VII y VIII, como, por ejemplo, la de Saint-Denis, cerca de París. La ruralización de la sociedad y la vuelta a una economía de simple trueque propició la desaparición de concentraciones comerciales permanentes, pero las reuniones anuales de comerciantes en torno a lugares elegidos por su especifica producción o por encontrarse en puntos de coincidencia de rutas tradicionales del comercio a larga distancia (nacional o internacional) subsistieron en parte y sin solución de continuidad. Fue a partir del siglo XI, y a lo largo de los inmediatamente posteriores del XII y XIII, cuando surgieron nuevos mercados públicos al aire libre en todo el Occidente que se multiplicaron en las ciudades, posiblemente a remolque del aumento de la producción campesina, y se consolidaron las grandes ferias internacionales que como las de Champaña rebasarían con creces los propósitos de una burguesía todavía en ciernes, pero ya a punto para su confirmación como clase dinámica y preindustrial. A este respecto, la aparición de ciudades comerciales en torno al Camino de Santiago en la Península Ibérica, con sus barrios de "francos" (de franquicia), sus tiendas permanentes abiertas a la rúa (calle) mayor y los negocios generados entre los foráneos procedentes del resto de España y de Europa, crearon una primera conciencia burguesa asociada al fenómeno del despertar urbano en los reinos hispánicos cristianos que siempre mantuvieron, además, una relación económica estrecha con los musulmanes de al-Andalus. Ciudades aforadas como Jaca, Pamplona, Estella, Logroño, León o Astorga acogieron una actividad propia de una economía diversificada, consecuencia de su aparición o potenciación como núcleos de concentración humana y de acogida de burgueses y mercaderes procedentes del resto de la Península o de más allá de los Pirineos; siendo los barrios de francos la novedad urbana respecto a pervivencias anteriores en el norte hispano-cristiano o cambios de dominación política en el sur andalusí, entregado poco a poco a los poderes de Castilla y de Aragón. Este fenómeno, generalizado en Europa durante los siglos del crecimiento y la expansión, alternó la celebración periódica de mercados y ferias con la aparición de mercados permanentes en los que la compraventa se efectuaba en recintos apropiados y dedicados específicamente a ello, con tiendas y galerías cubiertas donde se exponían las mercancías -tal y como reproducen muchas miniaturas y pinturas al fresco o sobre tabla desde el siglo XIII-; antes de que lonjas y depósitos terminasen por concentrar la actividad propia de mercaderes y burgueses, hombres de empresa y financieros, ya en la baja Edad Media y el alto Renacimiento, que fue pionero en ello (como en el arte) tanto en Italia como en Flandes. El ejemplo más desarrollado y dinámico fue, desde luego, el de las ferias de Champaña, que repartían seis ferias en cuatro localidades y a lo largo de todo el año con breves intervalos de descanso. Las simples muestras de mercancías y la escasa presencia de dinero liquido, sustituido cada vez más por órdenes escritas de pago, con todas las garantías de envío y liquidación, permite hablar de un "capitalismo mercantil" precursor del que, ya en la Edad Moderna, caracterizó a la civilización europea en la perspectiva económica, si bien desde la transformación de dicho capitalismo en financiero. Y aunque el éxito de las ferias champañesas se debió, entre otros factores, a situarse en el cruce de dos grandes rutas que atravesaban en aspa el continente europeo (desde Italia a Flandes y de la Península Ibérica a los países eslavos), el modelo de estas ferias repetido a menor escala no era entonces sino una prolongación de aquellas que se identificaron con una de las regiones más prósperas de Europa. En efecto, las ferias de Champaña iban a atravesar su edad de oro en el siglo XIII. La justicia y el orden civil y comercial estuvieron garantizados en este caso por agentes oficiales designados por la autoridad competente, primero el conde y a partir de 1284 el rey de Francia; teniendo como misión el preservar el derecho ferial bajo la custodia de dos guardas que formaban el tribunal de las ferias, los cuales además contaban con escribanos que redactaban y registraban los contratos realizados en dichas ferias, así como también con una policía responsable del orden y la paz del mercado. Todo lo cual propició la cristalización, a lo largo del siglo XIII, de una nueva mentalidad jurídica que tuvo en el comercio un campo de aplicación directa y práctica, viéndose sustituidas poco a poco las viejas fórmulas probatorias de práctica feudal, mantenidas oralmente, por las "cartas de obligaciones" registradas escrituralmente y con los sellos pendientes que autentificaban el negocio suscrito. A pesar de que el modelo champañés no siempre es representativo de lo que a mucha menor escala se producía en las múltiples ferias y mercados que se repartieron por toda Europa, especialmente desde el siglo XIII, lo recogido por las disposiciones feriales para este caso espectacular da idea del desarrollo que la actividad mercantil había adquirido en dicha centuria y sirve de referencia pare lo que, con menor impacto, se reproducía en otros lugares. La protección del mercader a través de los salvoconductos evacuados por la autoridad de los condes de Champaña se extendía no sólo a la intervención en las ferias de los implicados sino también a las jornadas de desplazamiento en la ida y vuelta de los asistentes; de forma que, en muchas ocasiones, parte de la política exterior de los príncipes se destinaba precisamente a la protección de sus mercaderes en sus desplazamientos y negocios. Protección que se hacía extensible a las mercancías, en múltiples casos desde los diversos grados de la fabricación hasta la venta. Asimismo se garantizaba la validez de las medidas y pesos pare evitar fraudes. Por ejemplo, en las ciudades de concentración textil cada paño tenía sus características debidamente registradas y comprobadas por funcionarios del Estado que garantizaban el origen y marca de los tejidos (Flandes, Bravante, etc.). Pero hablar de las ferias de Champaña significa referirse a una actividad continua que se iniciaba en Lagny a comienzos de año, proseguía en Bar por primavera pare concentrarse en Provins durante el verano y concluir el ciclo ininterrumpidamente en Troyes por el invierno. El hecho de que muchas ferias se tuviesen en torno a festividades señaladas del calendario cristiano, incide en la vinculación de la actividad mercantil con las labores agrícolas, cuando los campesinos habían vendido la cosecha o terminado sus faenas temporales y disponían de dinero y tiempo para acudir a la ciudad feriada a adquirir aquello que el campo no les proporcionaba: por san Juan, por san Miguel (en junio y septiembre, respectivamente) o en algunas fiestas de marcado carácter local. Ahora bien, a pesar de la facilidad con la que se escribe sobre la revolución comercial de estos siglos, o el desarrollo financiero en las ferias y mercados de la época, el volumen del gran comercio era todavía limitado y las técnicas mercantiles y bancarias rudimentarias. Y, sin embargo, el papel dinamizador de la economía rural ejercido por ferias y mercados regionales, limitados en el tiempo y en el espacio y de reducida capacidad de maniobra, resulta incontrastable. En este sentido el siglo XIII es el que conoce una espectacular difusión de ferias y mercados locales, de ámbito comarcal, creados por la autoridad real, principesca o señorial y que constituyen eslabones de una cadena dispar y heterogénea, distanciada de la limitación que el comercio y el intercambio en general había tenido antes del siglo XI. Pero en uno y otro caso, ya se tratase de grandes ferias o de pequeños mercados, el mercader era todavía un ejecutor en movimiento, obligado a desplazarse continuamente de un lugar a otro. La sedentarización vendría mucho más tarde, cuando en las grandes concentraciones urbanas y mercantiles se controlase la actividad intercambiadora desde lugares fijos y a través de intermediarios, manejados por quienes en su ciudad o burgo se habían situado al frente de las grandes operaciones. En este mundo del comercio, cada vez más regulado y dinamizado, los conocimientos añadidos fueron asimismo potenciados en beneficio de la economía del intercambio. Así, por ejemplo, el cálculo numérico que empezó siendo sencillo y directo se fue complicando a medida que las operaciones se multiplicaban y requerían la especialización de contables y escribanos preparados para ello en algunas escuelas urbanas italianas o flamencas. Ello explica la aparición de manuales de aritmética destinados al aprendizaje para los negocios, los cuales estuvieron muy influidos por la ciencia árabe filtrada a Europa a través de España e Italia. Los manuales de comercio surgidos desde mediados del siglo XIII advierten de la necesidad de que el comerciante conociera debidamente los nombres de las mercancías, los pesos y las medidas, los lugares principales del comercio, las rutas, los medios y transportes, etc. Tal y como se recoge, por ejemplo, en uno de los tratados más famosos de comienzos del siglo XIV: el de la "Pratica della Mercatura" del florentino Francesco di Balduccio Pegolotti. Como era de esperar, las asociaciones mercantiles hicieron furor a partir, sobre todo, del siglo XIII a través de las "societas maris" o "collegantia" (comanda) para las compañías navales y de las "societas terrae" o compañías para el comercio terrestre; repartiéndose responsabilidades y beneficios entre quien aportaba los fondos necesarios para montar una operación y quienes la llevaban personalmente a efecto. Pero la doctrina de la Iglesia al respecto seguía siendo un lastre a superar, debido a que la prohibición de la usura condenaba de hecho los prestamos a interés y muchas formas de crédito, impuestas por la necesidad del transporte de mercancías a larga distancia, evitando el dinero en efectivo que podía ser presa de ladrones y bandoleros. De ahí la dificultad del comerciante por dignificar su condición después de que el Concilio de Tréveris insistiese, aún en 1227, sobre prohibiciones anteriores de las prácticas financieras. A pesar de lo cual se intenta paliar la situación buscando una justificación dc los hechos en aras del progreso y el bienestar, legitimando al mercader como necesario para la sociedad y considerando su quehacer de utilidad pública. Todo ello sin olvidar cuanto de carácter lúdico y litúrgico se promovió en torno a las ferias y mercados. Sus propias capacidades de concentración temporal de personas y medios favoreció el aprovechamiento de las jornadas comerciales para intercalar actuaciones espontáneas, que llenaban todavía más el tiempo del mercader y atraían a curiosos y espectadores ante los espectáculos improvisados o contratados que animaban asimismo al conjunto urbano o aldeano donde se deseaba crear un espíritu de colaboración en el ocio. ¡Cuantas festividades actuales de muchas ciudades y villas europeas tuvieron como origen la celebración de ferias anuales o bianuales que derivaron finalmente en lo meramente lúdico, pudiendo buscar en la Edad Media su origen!
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Se ha dicho en repetidas ocasiones que en los siglos XIV y XV se impuso en Europa el comercio sedentario sobre el itinerante. Dicha opinión tiene, sin duda, sus fundamentos, toda vez que las grandes compañías comerciales tenían agentes en los núcleos más activos de toda Europa y que una buena parte de los intercambios se realizaba a través de documentos mercantiles, como las letras de cambio. Por lo demás, la ruina de las históricas ferias de Champagne, testimonio vivo de los intercambios mercantiles en la Europa de los siglos XII y XIII, parece dar la razón a quienes hablan del declive del comercio itinerante. Desde el año 1300, se viene a decir, ya no eran necesarias las ferias, entendidas como centros de reunión de mercaderes. Ahora bien, no es cierto que las ferias, hablando en términos generales, entraran en crisis a partir de la decimocuarta centuria. Lo que hubo fue más bien una traslación geográfica de las mismas, a la vez que una reconversión de sus tradicionales funciones. En todo caso cabe admitir que el viejo eje que comunicaba el norte de Italia con Flandes, y que había tenido su punto de encuentro en las ferias de Champagne, perdió vitalidad, en buena parte debido a los efectos negativos originados por la guerra de los Cien Años, pero también por otros factores. De ahí que las ferias más significativas del final de la Edad Media se localicen, básicamente, al este de aquel viejo eje. Hagamos un rápido recorrido por las principales ferias europeas de los siglos XIV y XV. Las ferias de Châlons-sur-Marne, tuteladas por los duques de Borgoña, tuvieron una actividad muy destacada en el transcurso del siglo XIV principalmente. Los productos más importantes que en ellas se negociaban eran los paños de Flandes y las sedas italianas. Las ferias de Ginebra, cuyo apogeo se logró, al parecer, en los inicios del siglo XV, se especializaron en el mercado de metales preciosos. Por su parte las ferias de Lyon, fundadas en el año 1420, lograron en poco tiempo un auge espectacular. En ellas se comerciaba ante todo con tejidos de seda, pero también fueron muy importantes las operaciones de cambio. En el mundo germánico brillaban a gran altura las ferias de Frankfurt, punto de confluencia de mercaderes tanto del norte como del sur de Alemania. También remontaron el vuelo en esos siglos las ferias de Leipzig, a las que acudían, entre otros, mercaderes rusos y polacos. Por lo que se refiere al mundo escandinavo hay que mencionar las ferias de Malmo, centradas básicamente en el comercio del arenque. En tierras de la Corona de Castilla habían nacido, en los albores del siglo XV, las ferias de Medina del Campo, gracias a la iniciativa del prepotente Fernando de Antequera, señor de la localidad. Al mediar la centuria ya habían logrado un notable auge, pues a ella acudían "grandes tropeles de gentes de diversas naciones asi de Castilla como de otros regnos", leemos en un texto de la época, la "Crónica de don Álvaro de Luna". Pero su consagración se produjo en tiempos de los Reyes Católicos, a fines del siglo XV. En las ferias de Medina del Campo se traficaba con muy variados productos, desde miel, vino y aceite hasta perlas, sedas, brocados, lienzos y especias. Pero ante todo fueron un centro de contratación de lana y un mercado de capitales, con un importante volumen de negociación de letras de cambio. Es posible, no obstante, que el exponente más significativo de los progresos que estaba experimentando Europa en el ámbito del comercio a larga distancia, en la época que nos ocupa, lo constituyan las sociedades de comercio. Ciertamente había sociedades mercantiles muy diversas, en función de factores tan variados como el capital invertido en la empresa, el radio de acción sobre el que la misma iba a proyectarse o el tiempo previsto de su actuación. Pero aquí pensamos, básicamente, en aquellas sociedades formadas para intervenir en el comercio internacional. Un ejemplo interesante de sociedad mercantil de los últimos tiempos del Medievo nos lo ofrece la denominada "Compañía de Ravensburg", también llamada "Magna Societas Alemanorum". Surgió a finales del siglo XIV en la región alemana de Suabia, como consecuencia de la fusión de tres familias de hombres de negocios procedentes de las ciudades de Ravensburg, Constanza y Büchhorn. Posteriormente admitió la participación de otros muchos comerciantes. En poco tiempo, dicha compañía se hizo con el monopolio de todo el comercio exterior que se efectuaba desde Suabia, cuyo principal renglón lo ocupaban los lienzos. La Compañía de Ravensburg, que alcanzó una gran pujanza en el transcurso del siglo XV, tenía diversas factorías en el extranjero. Pero en la segunda mitad de la centuria citada hicieron su aparición en Alemania otras compañías, que terminarían por eclipsar a la de Ravensburg. Pero las más conocidas sociedades mercantiles de la Baja Edad Media se desarrollaron en tierras italianas. Las hubo en Génova. Se trataba, por lo general, de sociedades creadas para una actividad concreta, por ejemplo el abastecimiento del alumbre, que provenía de Oriente. Sin embargo, las sociedades de comercio más características, y sin duda las que mejor conocemos, son las que surgieron en Florencia. Solían estar formadas por unas pocas familias, generalmente no más de tres, dando su nombre a la sociedad la familia preponderante. Los socios de la compañía aportaban un capital, el denominado "corpo". Pero también podían aceptar las compañías mencionadas depósitos de personas ajenas al núcleo de la sociedad. Esos depósitos, conocidos con el nombre de "sopracorpo", devengaban unos intereses, habitualmente fijados en un 6 por 100 anual. Por lo demás, para la realización de sus funciones las sociedades citadas requerían un considerable número de empleados, aunque algunos de ellos fueran miembros de las familias fundadoras. Las sociedades mercantiles florentinas se dedicaron, lógicamente, al comercio, pero también a la banca e incluso a la industria. Recordemos algunas de las más famosas: en el siglo XIV, las de los Bardi, los Peruzzi o los Acciaiuoli; en la decimoquinta centuria, las de los Guardi, los Strozzi y, por encima de todas, la de los Médici, la familia que controló el gobierno de la señoría florentina. La compañía de los Médici, que nos ha legado abundantes fuentes, lo que explica que haya sido objeto de numerosos estudios, constituye en cierta medida el paradigma de las sociedades mercantiles de la época. Su actividad cubre alrededor de un siglo, desde finales del siglo XIV hasta su decadencia, fechada en 1494. Nos consta que para desarrollar sus actividades se vio en la necesidad de abrir sucursales en las principales ciudades europeas: Brujas, Londres, París, Avigñón, Ginebra, Lyon, Barcelona, etc. En cuanto al capítulo de los beneficios de las mencionadas compañías el conocimiento que tenemos es muy fragmentario. Puede decirse, no obstante, que fueron enormemente desiguales y que el riesgo de ruina estaba a la orden del día. Los Peruzzi, por ejemplo, repartieron, en el primer cuarto del siglo XIV, unos beneficios que oscilaban entre un 15 y un 20 por 100. Pero unos años después sucumbieron, al igual que otras sociedades florentinas, arrastradas por el marasmo de la crisis. Por lo que respecta a los Médici sabemos que su sucursal de Lyon superó, en los comienzos del siglo XV, el 140 por 100 de beneficios. Pero los empréstitos concedidos a los poderes públicos, como los duques de Borgoña, provocaron a la larga la ruina de la sociedad de los Médici.
Personaje Literato
Educada de la mano de su padre, un reconocido filólogo y crítico alemán, recibe una formación clásica y tradicional, apoyada en la ideología monárquica. Tras largos años de estancia en Francia y Puerto Rico regresa a España. La visión costumbrista de las situaciones que describe entronca con el realismo propio del siglo XIX. Dentro de su producción literaria destaca "La Gaviota", todavía de corte romántico, y "La familia de Alvareda" y "Lágrimas", de tendencia más realista.