Durante la estancia de Rubens en Madrid entre los meses de agosto de 1628 y abril del año siguiente sólo tenemos un encargo documentado; se trata del retrato ecuestre de Felipe IV, original que ha desaparecido pero que conocemos gracias a una buena copia. El lienzo estaba destinado a decorar uno de los salones más importantes del Alcázar, haciendo pareja con el Carlos V en Mühlberg de Tiziano.Felipe IV aparece con el caballo en corveta, posición simbólica del dominio y el control sobre el Estado, vistiendo armadura y portando el cetro de mando y la banda de general. Don Felipe se rodea de figuras alegóricas: la Fe, sosteniendo en su mano izquierda una cruz sobre el globo terráqueo y coronando con laurel al monarca como defensor de la Iglesia; otra figura femenina que presenta los atributos de Júpiter, el rayo y el águila que también simbolizan la dinastía Habsburgo. En la zona derecha de la composición se encuentra un paje que sostiene el casco del rey. Al fondo podemos contemplar una vista del río Manzanares.El dinamismo que caracteriza la obra del maestro flamenco se manifiesta de manera clara, especialmente en las figuras alegóricas y los amorcillos que coronan al monarca, mientras que el caballo se estructura en una acentuada diagonal en profundidad. El rostro se convierte en uno de los centros de atención, captando la personalidad del monarca, aunque no con la maestría de Velázquez.El éxito obtenido por Rubens con este trabajo le permitió realizar los retratos ecuestres de Felipe II -en estas fechas- y del cardenal-infante don Fernando, años después.
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Personaje
Militar
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Nacido en Fontainebleau, era hijo de Felipe III. Alcanzó el trono en 1285 y se convirtió en el primer monarca francés en convocar los Estados Generales, un Parlamento en apoyo de su política. Mantuvo constantes disputas con el Papa por limitar su poder temporal, favoreciendo el traslado de la Santa Sede a Avignon y colocando al frente a Clemente V. En política exterior, guerreó contra Flandes e Inglaterra. Intensificó el poder de la monarquía centralizando el gobierno sobre las diferentes regiones de Francia. Su hijo Felipe el Largo gobernó Navarra entre 1316 y 1332.
contexto
Las primeras decisiones de Bonifacio VIII se orientan a conseguir enderezar el rumbo de la administración pontificia; saneamiento de las cuentas, reordenación de la Cámara, orden en la administración de los Estados de la Iglesia, en la concesión de prebendas y en la colación de beneficios. El balance económico y político será muy positivo al final del pontificado. Junto a esas primeras preocupaciones de imprescindible reordenación, ocupó lugar importante el problema siciliano. Jaime II y Carlos II habían llegado a un principio de acuerdo, a finales de 1293, que incluía la renuncia aragonesa a Sicilia a cambio de compensaciones a Fadrique y a Jaime II; restaba por negociar que tipo de compensaciones se ofrecían, a quien se efectuaba la entrega de Sicilia y, lo más complejo, lograr la conformidad de los sicilianos. La intervención personal de Bonifacio VIII en el éxito de las negociaciones fue decisiva. Gracias a ella se alcanzó la firma del tratado de Anagni (20 de junio de 1295), un sistema de acuerdos que restablecía el orden en todas las cuestiones mediterráneas: Sicilia era devuelta al Pontífice, no a los Anjou; se acordaba el matrimonio, con una importante dote, de Jaime II con Blanca de Anjou, hija de Carlos II, garantía de la paz recuperada; se suprimían las censuras sobre Aragón y la investidura de Carlos de Valois; Jaime II devolvía Mallorca a su homónimo tío; el rey de Aragón recibía la infeudación de Córcega y Cerdeña, cuya conquista se le encomendaba. Por muchas razones era un éxito aragonés. Aunque Jaime II se comprometía a forzar la renuncia de su hermano al trono siciliano, siempre cabía un arreglo, sobre todo apoyándose en la previsible resistencia siciliana. También era un éxito para Bonifacio VIII, aunque la plena aplicación del acuerdo, en lo referente a Sicilia, se revelase imposible. Los sicilianos resistieron, elevaron al trono a Federico y la guerra se arrastró hasta 1302 en que se obtuvo una salida negociada (Caltabellota, 19 de agosto de 1302) que reconocía la legitimidad de Federico. Entonces eran otras las preocupaciones del Pontífice. En efecto, en 1294, las relaciones entre Francia e Inglaterra quedan rotas a consecuencia de las violencias y actos de piratería mutuos cometidos por marinos del golfo de Vizcaya y del canal de la Mancha, que implican a sus respectivos Reinos. Estamos ante un verdadero prólogo de lo que será el conflicto que venimos en denominar guerra de los Cien Años. La complejidad de los intereses en juego hace entrar en el conflicto al condado de Flandes. Este conflicto constituye la causa del enfrentamiento entre la Monarquía francesa y el Papado. Tanto la Monarquía francesa como la inglesa sintieron importantes necesidades económicas que les obligaron a requerir considerables sumas de sus súbditos, incluyendo al clero; la vacante del solio pontificio en ese momento, y la elección de Celestino V impidieron una mayor resistencia de los eclesiásticos, ya que la imposición había sido realizada sin el consentimiento pontificio que estableciera como requisito previo el IV Concilio de Letrán. En 1296, ambos monarcas requirieron a sus súbditos el pago de nuevas contribuciones para la prosecución de unas operaciones militares que Bonifacio VIII se esforzaba en detener, como lo lograra en 1290, durante su legación en Francia. Ante la nueva petición de dinero, el clero reclamó ante el Pontífice. La respuesta del Pontífice no se refiere a ninguna de las dos Monarquías de modo concreto, sino que expone la libertad eclesiástica fijando unos derechos que el crecimiento de las Monarquías estaba diluyendo. El 24 de febrero de 1296 publicaba Bonifacio VIII la bula "Clericis laicos" por la que renovaba las disposiciones del IV Concilio de Letrán que exigían la previa autorización pontificia de cualquier imposición sobre las Iglesias. El documento no aportaba nada nuevo en realidad, pero la forma en que los conceptos eran expuestos, aun moviéndose en el terreno de lo abstracto, constituía un violento ataque a las posiciones de Francia e Inglaterra. La bula podía considerarse también como un elemento de presión en favor de la paz, al dejar a las Monarquías sin recursos suficientes para el sostenimiento de la guerra. Eduardo I hubo de enfrentarse a la resistencia tanto del clero como de los barones, pero mantuvo sus exigencias porque la resistencia galesa y escocesa, sumada a la guerra con Francia, hacía angustiosas sus necesidades económicas. Aunque excomulgado, llegó a un acuerdo individualizado con los obispos para lograr la tributación y, derrotado por los escoceses, hubo de ampliar sus concesiones a la nobleza, en una auténtica claudicación de la Monarquía. Era distinta la situación de Francia. La fuerza de la Monarquía era suficiente como para inducir a los obispos a solicitar al Papa libertad de actuación. La respuesta de Felipe IV constituye un ataque directo al Pontífice. El 17 de agosto de 1286 prohibía la salida de oro y plata de Francia; las necesidades de la guerra explicaban adecuadamente la adopción de una medida imprescindible, dictada por la Monarquía eh ejercicio de facultades cuya legitimidad podía ser difícilmente discutida. Para las finanzas pontificias significaba una sustanciosa merma de rentas, lo que debió inducir a Bonifacio VIII a una cierta suavización de sus posturas, aunque sin dejar de realizar series advertencias a Felipe IV. La propaganda de la Monarquía francesa apuntaba a más altos objetivos. No se estaba discutiendo sobre la concreta actuación del Pontífice, sino sobre los fundamentos mismos en que se basaba esta actuación. La Iglesia, entiéndase el clero, debe preocuparte por el reino de los cielos, es decir, reforzar su espiritualidad y abandonar la excesiva temporalidad en que se halla sumido; en lo que se refiere a la relación entre clérigos y laicos, el poder temporal debe proteger al espiritual, pero la jerarquía tiene obligaciones innegables respecto a la vida del Reino. A pesar de todo ello, la postura francesa no abandonaba la conciliación, aconsejable dado lo complejo de la situación flamenca. También Bonifacio VIII buscaba la conciliación; no sólo porque la disminución de rentas paralizaba gran parte de sus acciones políticas, especialmente en Sicilia, sino por el conflicto provocado por los Colonna, los cardenales Pietro y Giacomo. Un conflicto en el que se mezclaban rivalidades familiares y la posición de los cardenales y de su familia en la cuestión de Sicilia, oponiéndose a los proyectos del Pontífice. Ellos mismos encabezaron un movimiento contra Bonifacio VIII que canalizaba el descontento de los espirituales franciscanos a los que el Papa había integrado junto a los conventuales en el seno general de su orden. La renuncia de Celestino V era un acontecimiento de imposible asimilación para los espirituales y para todos aquellos que habían confiado en que significaba el alba de una nueva época. Considerando forzada la retirada de Celestino V, y, por lo tanto, inválida la elección de Bonifacio VIII, apelaban a la convocatoria de un concilio ecuménico -es la primera vez que vemos abiertamente planteada una cuestión sobre la que tantas veces hemos de volver- en un duro alegato que fue difundido por toda la Europa cristiana. La reacción pontificia fue muy dura; los Colonna perdieron sus castillos y posesiones y fueron excomulgados. Una cruzada dirigida contra ellos tardó en vencer sus últimas resistencias hasta octubre de 1298. Entonces se sometieron, se levantaron contra ellos las sentencias canónicas, pero no hubo devolución de dignidades. Refugiados en el Mediodía de Francia, alentaron los odios antirromanos que se mantenían en aquella región desde la cruzada antialbigense; otros miembros del clan familiar se refugiaron en Sicilia. El enfrentamiento con los Colonna afectó seríamente al prestigio de Bonifacio VIII y dio pie a las calumnias que sobre él circularon en adelante. Sobre todo, esta pugna coincidió con la negociación con Francia, del verano de 1297, debilitando la posición negociadora del Pontífice. En julio de ese año, Bonifacio VIII reconoció a la Monarquía francesa, mediante la bula "Etsi de statu", la posibilidad de requerir de su Iglesia un subsidio extraordinario, en caso de apremiante necesidad, circunstancia cuya apreciación correspondería, además, a la Monarquía. En agosto era canonizado san Luis. Era el final del primer choque entre Francia y el Pontificado; Bonifacio VIII pudo prestar ahora su atención a la sucesión imperial, tratando de obtener del nuevo rey de romanos, Alberto de Habsburgo, la cesión de Toscana, y a la regulación de la cuestión siciliana.
obra
La similitud entre este retrato de Felipe IV joven y el del Museo del Prado resulta sorprendente. Ambas obras fueron realizadas por Velázquez durante su primera etapa madrileña - entre los años 1623-1629 - siguiendo los retratos de corte impuestos años atrás por Antonio Moro o Alonso Sánchez Coello. La enorme figura se recorta sobre un fondo neutro realizado en tonos claros para provocar el contraste con las negras vestiduras del monarca, austeras vestiduras muy tradicionales en la moda masculina española de la Edad Moderna. El rostro y las manos son los principales elementos de atracción, iluminados por un foco potente y claro procedente de la izquierda. Una mesa cubierta con una tela roja sobre la que se deposita un sombrero supone la única referencia espacial. Lo más impactante es la voluminosidad de la figura del joven Felipe y su impávido rostro, lo que ha motivado su apelativo de "El rey pasmado". La técnica empleada por el sevillano es minuciosa y precisa, interesándose por las calidades de las telas y el detallismo de la cadena dorada, resultando un trabajo de gran valía.Algunos especialistas especulan sobre la posibilidad de que la base de estos retratos de cuerpo entero sea el bosquejo de la cabeza del monarca realizado por Velázquez en septiembre de 1623, tras la marcha del Príncipe de Gales. Existen diversas opiniones sobre cuál es el primero que ejecutó.
obra
Esta obra estaba destinada a la Torre de la Parada, pabellón de caza real situado en el madrileño monte de El Pardo cuya decoración fue encargada a Rubens, aunque Velázquez realizara algunos lienzos. Solemos fechar este retrato entre 1634 y 1636, ya que la Torre fue estrenada en 1636. Lo más destacable del retrato de Felipe IV cazador son los diferentes repintes que aparecen en el lienzo: la pierna izquierda estaba más desplazada a la derecha, el cañón de la escopeta era más largo y en la mano izquierda el monarca llevaba una gorra que ahora luce en su cabeza, otorgándole una postura más majestuosa que si no estuviera tocado. Estos repintes no implican que el maestro tuviera dificultades a la hora de realizar sus obras, sino que trabajaba "alla prima" como se dice en italiano, al dibujar directamente sobre el lienzo, sin hacer ningún estudio preparatorio. Así los errores tienen que ser solventados rápidamente, por lo que con el paso del tiempo y las sucesivas limpiezas y restauraciones afloran a la superficie. A pesar de la elegancia y majestuosidad del modelo, el rey posa con gran sencillez, pareciendo un caballero cualquiera. Su figura se sitúa ante un árbol para conseguir una mayor sensación volumétrica. El fondo de paisaje sugiere que estamos en el monte de El Pardo. Sin duda es digno de mención el perro que acompaña al monarca; ha sido pintado con gran soltura por el maestro, captando el aire vigilante que se le exige al perro real.
obra
De entre los retratos ecuestres pintados por Velázquez para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, éste es uno de los pocos que fue realizado enteramente por el maestro. Buena prueba de ello son los arrepentimientos típicos que encontramos en las patas traseras y en la cola del caballo y en la cabeza y el busto de Felipe IV. El monarca aparece representado de perfil, vestido con una armadura, bastón de mando y banda carmesí de general. El caballo alza las patas delanteras en una maniobra de alta escuela de equitación denominada levade o corveta, para la que el rey emplea una sola mano. Así da una muestra de dominio y capacidad de mando, siendo una alegoría del poder. Paradójicamente, el poder en estos momentos estaba en manos del valido de su majestad, el omnipotente Conde-Duque de Olivares.Velázquez muestra ahora un estilo más suelto y luminista, utilizando diferentes tonalidades de color que hacen que su etapa sevillana - con obras como la Adoración de los Magos o el retrato de Sor Jerónima de la Fuente - se pueda catalogar de austera. En esta escena la sensación de tercera dimensión está perfectamente conseguida a través de un paisaje casi impresionista , conseguido a través de bandas paralelas de color. Se supone que tras la figura real se encuentra la sierra del Guadarrama, por lo que el retrato se podría haber realizado en el monte de El Pardo.Esta obra serviría como modelo para que el escultor Pietro Tacca realizara la estatua ecuestre de Felipe IV que hoy se puede observar en la madrileña plaza de Oriente, frente al Palacio Real.
obra
En la década de 1640 Velázquez sólo trabaja en un retrato de Felipe IV. El motivo de la realización de esta obra en 1644 es el viaje que el monarca emprendió para luchar contra el ejército francés presente en Cataluña y reconquistar el territorio perdido. Junto al rey viajaba toda la corte y entre ellos el propio Velázquez, quien recibió la orden de retratar a Felipe IV en la localidad aragonesa de Fraga. El modelo posó en tres ocasiones, siendo continuada la obra por el artista en una casa especialmente dispuesta para ello.Velázquez capta de manera excepcional la personalidad del rey, que denota un gesto de preocupación por la situación tan caótica de su monarquía en aquellos años. Sin embargo, el pintor no renuncia a realizar de manera espléndida los detalles del traje, obteniendo el trenzado de plata a través de trazos de empaste que centellean al recibir el impacto de la luz. El bastón de mando y el sombrero negro son los únicos adornos que nos encontramos, rechazando los atributos alegóricos de gloria y valor militar.La ausencia de idealización es el motivo por el que Felipe IV no posa delante de su pintor, consciente de que le va a pintar tal y como es. Por ésto los retratos reales se van limitando en el tiempo, de tal manera que la efigie de Felipe IV sólo la empleará como modelo en tres ocasiones más, una de ellas en Las Meninas.