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La temática herética que protagoniza este lienzo de Rizi no es muy habitual en la pintura barroca española. Estaba destinado, junto con otras tres obras más de diferentes autores, a la capilla del Cristo de la Paciencia del convento de los Capuchinos de Madrid, narrando un hecho ocurrido en la capital hacia 1630 que dio lugar a la construcción del templo. En la calle de las Infantas vivía una familia de judaizantes que tenían colocado en el salón un crucifijo de casi medio metro para hacer ostentación de su falsa fe cristiana. Las noches de los miércoles y viernes se reunía en ese lugar un grupo de unos 20 judaizantes que torturaban la imagen, obrándose un milagro ya que Cristo se quejó de su martirio, llegando a brotar sangre. Los herejes terminaron destruyendo el crucifijo, quemándolo y golpeándolo con un hacha. Uno de los hijos de la familia confesó el suceso a la Inquisición, incoando ésta un proceso y castigando al grupo a la hoguera. En esta escena, Rizi nos muestra al crucifijo cabeza abajo, izado de una cuerda por una figura que se sitúa al fondo, rodeado de los judaizantes en actitudes diversas, transmitiendo a la perfección la tensión del momento. La escasa luz que ilumina el interior donde se desarrolla la escena procede de la izquierda, aparentemente de una puerta abierta que se presenta al fondo. Todas las figuras se recortan sobre la pared, creando un conjunto de intenso dramatismo a través de los gestos y las expresiones de los personajes. Las tonalidades oscuras empleadas recuerdan a la escuela naturalista mientras que la pincelada rápida y suelta es deudora de la escuela veneciana y de Rubens.
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Los únicos retratos que verdaderamente interesaban a Rubens eran los de su propia familia y los componentes de su círculo de amistades más íntimas como Jan Brueghel con el que colaboró en numerosas ocasiones. Se trata de un retrato cargado de emotividad en el que Rubens puede expresar todos sus sentimientos, a diferencia de las obras de encargo. La familia aparece sobre un fondo neutro, presidida por la mujer del pintor acompañada de sus dos hijos, el varón mirando hacia el espectador y la hija contemplando a su madre y a su hermano. Tras ellos, en segundo plano, encontramos a Brueghel, pasando su brazo izquierdo por detrás de su esposa y mirando, como sintiéndose orgulloso de mostrarnos a su familia. Las calidades de las telas han sido soberbiamente tratadas, interesándose por todos los detalles -bordados, encajes, collares o pulseras- que conforman los atuendos de esta familia burguesa. Una novedad que incorpora Rubens en estos años centrales de la década de 1610 es la sensación atmosférica que poco a poco será protagonista de sus obras, produciéndose un ligero abocetamiento en la figura de Brueghel. El realismo con que trata la escena y el brillante colorido enlazan al maestro con la tradición flamenca aunque también encontremos una referencia a Tiziano.De nuevo se pone de manifiesto el debate sobre la situación del arte durante el Barroco en los Países Bajos, exhibiéndose los artistas como auténticos miembros de la burguesía mientras que en España no dejaban de ser considerados artesanos como los herreros o los curtidores. Contra esta discriminación intentó luchar Velázquez.
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El tema de la infancia de María fue muy representado durante el Barroco, como contestación a las negaciones de los protestantes. La Virgen en meditación, en oración, habiendo interrumpido su labor de bordado, fue un motivo por el que además Zurbarán sentía especial predilección. De hecho, cuadros como el titulado Virgen Niña en éxtasis parece copiar la figura central de este lienzo que ahora contemplamos: incluso los bordados de la blusa coinciden. La escena está compuesta con gran sencillez, con las tres figuras que siempre transmiten intimidad y los dos padres envolviendo a la niña con intención protectora.
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Estamos ante uno de los retratos a lápiz más famosos y logrados de Ingres. El pintor amaba tanto este dibujo que quiso reproducirlo en un volumen que iba a dedicar a sus mejores obras, pero la oposición de la propietaria se lo impidió. La familia que aparece es la de Lucien, hermano menor de Napoleón, que temporalmente había reñido con él. El retrato es del momento en que Napoleón, que había sido vencido, regresa durante su gobierno de los Cien Días, momento que Lucien aprovecha para reunirse con él en París. La reconciliación aparece simbólicamente en los bustos escultóricos que adornan la sala, que retratan a Napoleón y a la madre de ambos hermanos, Letizia.Ingres realizó pocos retratos colectivos, porque le absorbían demasiado tiempo. Aunque no conservamos dibujos previos, la perfección de la obra indica que Ingres debió de dibujar por separado a cada miembro antes de integrarlo en la composición final. La familia aparece en un momento de relax, con las hijas mayores interpretando música para sus padres y hermanos. Lucien no aparece. Preside la escena, sentada majestuosamente en el centro, su esposa Alexandrine, embarazada. La rodean sus hijos: Paul Martin, tirado en el suelo con un soldadito de juguete; Louis Lucien, con un cuaderno que apoya en el regazo de su madre; y Charles Lucien, el que la rodea con el brazo. Entre las muchachas, Charlotte, hija que tuvo con su primera esposa, Anna, hija de Alexandrine con su primer marido, y las tres hijas comunes: Jeanne, Letizia y Christine.
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La relación entre Goya y los Duques de Osuna se inició en 1785 y fue muy fructífera, existiendo gran amistad entre ellos. Gracias a este contacto, el pintor iniciará una importante escalada en la corte madrileña, llegando a ser el retratista más solicitado de su tiempo. Para los Osuna pintará una gran cantidad de obras, desde retratos hasta escenas de brujas. El palacio de los Duques será para Goya como su segunda casa. Don Pedro Téllez Girón, Duque de Osuna, y Doña Josefa Alonso Pimentel, Condesa-Duquesa de Benavente, habían contraído matrimonio en 1774. Fueron dos de los más importantes ilustrados de su tiempo, participando en varias Sociedades Económicas del País y haciendo un importante mecenazgo para las artes y las letras. Fruto de su matrimonio son los cuatro hijos que aquí vemos retratados: a la derecha, Francisco de Borja, que sería el X Duque de Osuna; sentado, Pedro de Alcántara, posteriormente Director del Museo del Prado; junto a su madre, Joaquina, Marquesa de Santa Cruz a la que Goya hará un excelente retrato; y de la mano del padre, la primogénita, Josefa Manuela, futura Duquesa de Abrantes. Precisamente, lo más destacable de la escena será la manera de retratar a los pequeños, concretamente sus miradas en las que se aprecia la dulzura e inocencia de los niños. Y, sobre todo, el cariño que Goya les profesaba. El espacio ha sido cegado con un fondo neutro sobre el que se recortan las figuras, obteniendo diferentes tonalidades gracias a la luz. Todos los personajes se enmarcan en una diagonal de sombra a excepción del Duque que se encuentra en una zona más iluminada.. Los colores empleados son muy uniformes: grises, verdes y rosa, de nuevo a excepción de Don Pedro, que lleva casaca oscura con tonos rojos. La pincelada que utiliza el artista es cada vez más suelta, como se aprecia en las borlas del cojín. Las transparencias de los encajes en cuellos y puños y el perrito que se esconde entre el Duque y los dos niños son detalles que demuestran la calidad del pintor. La influencia del retrato inglés, especialmente de Gainsborough, es significativa.
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Durero realizó este hermoso grabado a partir de una historia de Filostrato en la que se describía una familia de centauros. El artista realizó dos bosquejos rápidos sobre los centauros, pero finalmente se decidió por unos personajes más fantásticos para realizar esta estampa sobre la idílica vida familiar en el Olimpo, en la edad previa a la caída del hombre. Este período suele denominarse la Edad de Oro y es una vida de felicidad y despreocupación, en la que el hombre vivía en perfecta armonía con la naturaleza. La familia no es completamente de sátiros, sino que aparecen una mujer y su bebé, junto a los que toca el caramillo un sátiro. Todo ello transcurre en lo más espeso del bosque, que no deja pasar la luz. En la rama de un árbol podemos ver un letrerito con el monograma del autor, una costumbre muy frecuente en su obra y que constituía una espese de marca propia que autentificaba el producto frente a otros imitadores.
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Cornelis de Vos fue uno de los colaboradores de Rubens y, junto a Jordaens, ejecutó algunos de los diseños del maestro flamenco, incluyendo el arco de triunfo de la entrada triunfal del cardenal-infante don Fernando en Amberes en 1635.En sus retratos, como esta escena familiar, presenta una significativa influencia de Van Dyck, interesándose especialmente por la minuciosidad y la delicadeza de vestidos y adornos, dejando de lado la captación psicológica de los modelos para mostrar una especie de inventario de personajes. Los padres y los hijos dirigen su mirada hacia el espectador sin apenas interesarse por gestos y expresiones. Sin embargo, todos y cada uno de los trajes está realizado con una precisión casi milimétrica, consiguiendo las calidades de las telas de manera espectacular, especialmente los encajes de cuellos y puños donde el artista intenta exhibir su categoría social.
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A mediados de agosto de 1783 Goya se traslada a Arenas de San Pedro por invitación del infante don Luis, hermano menor de Carlos III, exiliado en esa localidad abulense. El pintor estuvo con la familia del infante hasta el 19 de septiembre, realizando numerosos retratos individuales de los miembros de la familia. Al año siguiente volvió para ejecutar uno colectivo que aquí contemplamos. Don Luis se sintió feliz en compañía del pintor -llegó a decir de él "Este pintamonas casi caza tan bien como yo"- y quedo francamente contento con los retratos por lo que regaló al maestro 1.000 duros y una bata para su mujer valorada en 30.000 reales. El retrato familiar es una de las primeras obras maestras de Goya. En el centro de la imagen encontramos a doña María Teresa de Vallabriga, esposa del infante, siendo peinada por su peluquero. A su lado don Luis, de perfil, ensimismado con las cartas que se depositan sobre la mesa. Tras él y también de perfil encontramos a su hijo, don Luis María de Borbón y Vallabriga, más tarde cardenal y arzobispo de Toledo. A su lado la pequeña María Teresa de Borbón y Vallabriga, por la que Goya sentía predilección. Esta niña se casaría más adelante con Godoy, retratada por el pintor en un soberbio retrato cuando estaba embarazada. Algunas damas de la pequeña corte y el pintor delante de su caballete completan esta zona izquierda del lienzo. La derecha está ocupada por diferentes amigos y miembros de la corte de don Luis junto a una ama de cría que sujeta a una niña en sus brazos. Goya ha individualizado perfectamente cada uno de los personajes, creando un magnífico ambiente a través de la luz, ambiente distendido como debían ser las veladas de don Luis. La composición se organiza a través de dos diagonales que se cruzan en el centro, lugar ocupado por doña María Teresa. Las calidades de telas y adornos han sido representadas de manera exquisita, abriéndose el maestro la puerta como retratista de corte. Por desgracia para Goya su primer mecenas fallecerá dos años después, siendo sustituido por los Duques de Osuna.
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Martínez del Mazo fue yerno de Velázquez y heredó su puesto como pintor de cámara en la Corte madrileña. Este hecho y el haberse formado como pintor bajo la tutela del gran genio de la pintura marcaron su estilo que, sin embargo, no se acerca a la calidad de su suegro. El lienzo dedicado a su propia familia es el más próximo a la factura velazqueña; el formato apaisado le permite colocar en sucesión a todos los integrantes de su familia. La mujer de trenzas negras que sostiene a la niñita es la hija de Velázquez, quien aparece al fondo, de espaldas, retratando a la infanta Margarita. La vinculación del pintor y su familia con la Corte madrileña se insinúa con la colocación de un retrato de Felipe IV al fondo de la escena, en una imitación de Las Meninas, donde aparecen los reflejos de los reyes junto a Velázquez, en un espejo al fondo. Martínez del Mazo posee una sólida técnica pictórica combinada con habilidad compositiva, como puede apreciarse en la variación y el dinamismo con que dispone las figuras para un tema tan monótono como es el retrato colectivo. En efecto, las posturas de todos los protagonistas varían de unos a otros y se contradicen en movimiento, ofreciendo sucesivos perfiles, frentes y tres cuartos que impiden la visión unitaria del retrato formal.