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Del nuevo Estado revolucionario francés emanaron formas particulares de contemplar instituciones tradicionales como la familia. La invasión de terrenos antes reservados al ámbito de lo puramente personal o privado fue una constante durante los años de la Revolución, quedando muchos de los rasgos o aspectos de esa invasión incorporados a la legislación francesa y al derecho internacional.El matrimonio, institucionalización religiosa de la unidad familiar, se secularizó, siendo considerado un contrato civil. A partir de este momento, el Estado interviene en las uniones matrimoniales mediante un representante que garantiza la legalidad de la unión, sin cuya presencia la ceremonia carece de validez. Igualmente, el Estado reglamentó el matrimonio estableciendo los requisitos necesarios para poder contraerlo, los aspectos formales y legales del mismo y las consecuencias de la unión para la futura prole.Además de sobre el matrimonio, otros aspectos relacionados con el ámbito familiar se vieron afectados por la inmiscusión del Estado en los asuntos privados. Así, por ejemplo, se regularon los procesos de adopción, se otorgaron ciertos derechos a los hijos naturales, se legalizó el divorcio y se restringieron los poderes paternos, en especial la facultad de desheredar a los hijos. Siguiendo a Lynn Hunt, en el capítulo correspondiente de la "Historia de la vida privada" (dirigido por Ariès y Duby), los niños, al decir de Danton, "pertenecen a la República antes que a sus padres".La creación de tribunales de familia dio un paso más en este sentido. Su finalidad última era procurar una vía de intervención de la familia por parte del Estado, imponiendo su control sobre el familiar o el eclesiástico.Pero, ¿por qué ese afán por controlar y reglamentar hasta ámbitos tan puramente privados? Desde luego, la finalidad de los revolucionarios y su nuevo orden social era procurar la felicidad de los individuos, garantizar la igualdad y fabricar una nueva sociedad basadas en principios de libertad y equilibrio. No se les escapaba que, para lograrlo, debían realizar profundas transformaciones en un orden, el antiguo, que ya llevaba demasiado tiempo en vigencia. Los cambios, pues, habrían de tener efecto a medio o largo plazo, es decir, empezando a trabajar por la base de la sociedad -la familia y los niños- mediante las herramientas adecuadas -las leyes y la educación-, para, mediante la creación de un individuo totalmente nuevo lograr una sociedad transformada. Se hacía necesario, pues, intervenir hasta en los más íntimos y recónditos rincones de la sociedad para poder cambiarla, más aun teniendo en cuenta la fuerza de la tradición y la resistencia al cambio de instituciones y estructuras firmemente asentadas. Una sociedad de individuos libres y felices, pensaban, sería necesariamente libre y feliz. Así, el Estado debía garantizar y velar por la libertad individual, interviniendo en contra de instituciones que la coartaban o limitaban, como la familia o la Iglesia, aun a costa de mostrarse a sí mismo paternalista o tiránico.
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Núcleo fundamental de la vida urbana era la familia criolla, que trataba de semejarse a la nobiliaria española: santificada desde su fundación por el sacramento matrimonial, patriarcal, patrilocal y asentada en el casón solariego de los antepasados, con gran número de componentes de sangre y de servicio. La americana tuvo generalmente más sirvientes y esclavos y careció de casón solariego, sustituido a veces por el hogar del primer antepasado criollo. Aunque teóricamente era patriarcal, en la práctica funcionaba en régimen de matriarcado. La señora, el ama, era el verdadero centro de todo y disponía las costumbres hogareñas (horas de comida, rezos y entretenimientos), los familiares y amistades que podían o no frecuentarse y hasta saludarse, la educación y ocupación de los hijos, la instrucción de las criadas, el vestido y la alimentación de todos, etc. Normalmente el patriarca era el último que se enteraba que su hijo frecuentaba los prostíbulos, que su hija tenía relaciones amorosas peligrosas, que la esclava había parido o que la criada se había volado con la vajilla de plata, y esto cuando se lo informaba su mujer. La señora era sobre todo la garante de las virtudes cristianas, que propagaba con verdadera vocación misionera, asesorada por el confesor y el pariente cura, que siempre lo había. Para andar por casa se auxiliaba de un prontuario cómodo y resumido del modelo de vida cristiana, que eran los Mandamientos, los Artículos de la Fe y las ejemplares vidas de los santos. Uno de sus cometidos principales era enseñar a los hijos que el amor era un sendero peligroso que conducía fácilmente al descarrío y que el sexo era algo reprobable, propio de los negros. Por lo común practicaba el principio de casar pronto a las hijas (si el matrimonio se demoraba mucho la joven iba a parar a un convento) y tarde a los hijos. El problema se relacionaba con la necesidad de mantener intacto el patrimonio para que lo heredara el hijo mayor, a cuya costa podrían vivir los demás. Junto a los hijos legítimos vivían los naturales bien del padre o de los hijos mayores. Se les llamaba "entenados" y eran vistos como algo natural. El hombre podía tener deslices sexuales con otras mujeres, incluso criadas o esclavas, pero era preciso evitar que esto amenazara la estructura familiar. Las familias criollas se relacionaban entre sí por complejos vínculos de parentesco que guiaban los enlaces matrimoniales. Ejercían además un verdadero tutelaje señorial sobre las familias campesinas asentadas en sus tierras o sobre las de los indios encomendados. El compadrazgo permitía al patriarca adquirir derechos (también implicaba deberes) sobre los hijos de sus trabajadores con carácter vitalicio. Los criollos llegaron a constituir el auténtico poder económico de América gracias al mayorazgo y la dote. El primero evitaba la fragmentación del patrimonio. Era un privilegio de la nobleza española regulado en las Leyes de Toro de 1505, que permitía traspasar todo o parte de los bienes al hijo mayor de la familia (había también otros mecanismos). Se introdujo en Indias desde mediados del siglo XVI. Sólo en México existían 50 mayorazgos en 1622. La dote también ayudó a redondear los patrimonios, pues se buscaban matrimonios de conveniencia con criollas adineradas, que aportaban tierras, minas o caudales. La importancia social de la joven estaba en consonancia con el valor de la dote, por lo que sus padres procuraban que fuera bastante substanciosa. Dueños de la riqueza de sus países, los criollos pretendieron apoderarse de la administración y de los títulos nobiliarios que monopolizaban los españoles. Lo primero fue difícil ya que la alta administración era patrimonio de la nobleza peninsular y la media de los licenciados de las universidades españolas. Solo pudieron ocupar los bajos cargos administrativos (de Cabildos) y los de la administración religiosa, menos recelosa que la civil (103 de los 262 obispos nombrados en el siglo XVII fueron criollos, lo que supone el 40% de los mismos). Esto convirtió las elecciones de provinciales, priores, guardianes, superiores, etc. en auténticas batallas campales contra los gachupines o chapetones, para evitar las cuales se acordó la alternancia o períodos alternativos de unos y otros en dichos cargos. El asalto a la administración civil media se produjo a comienzos del siglo XVII como consecuencia de dos circunstancias favorables: la proliferación de universidades en América y la corrupción administrativa. Lo primero permitió la preparación de los criollos en sus propios países, adquiriendo títulos que les facultaban para el desempeño administrativo. Lo segundo les facilitó la posibilidad de comprar los cargos públicos. Además de los de Justicia pudieron adquirir los de Real Hacienda gracias a la cédula de medios de 1654, y desde 1670 algunos de gobierno, como alcaldías mayores y corregimientos. Muestra evidente de la presión criolla sobre la administración es el hecho de que desde 1687 hasta 1750 se nombraron 138 oidores criollos y 157 peninsulares, y de que las tres cuartas partes de los criollos compraron su cargo. Más fácil aún fue la compra de títulos nobiliarios, cuando la corona determinó que las sumas de dinero que le entregaban los particulares era un servicio similar al que antaño representaba el militar o la prestación de sangre. Los reyes vendieron títulos de nobleza entre 20.000 y 30.000 pesos y hábitos de órdenes militares por unos 700 pesos, poniéndolos democráticamente al alcance de cualquiera que pudiera pagarlos. En 1692 apretaron algo más las clavijas, pues Carlos II prohibió que se heredaran los títulos comprados desde 1680 por menos de 30.000 pesos, lo que obligó a muchos a entregar el faltante. Durante el siglo XVII los criollos compraron 70 títulos nobiliarios (36 peruanos, 23 mexicanos, 4 chilenos, 3 venezolanos, 2 neogranadinos, 1 panameño y otro tucumano) y 425 hábitos de Órdenes militares. Los administradores criollos llegaron a formar verdaderas piñas (oidores, arzobispos y visitadores) frente a los peninsulares en muchas ciudades como Lima, México, Bogotá, etc., promoviendo infinidad de conflictos que son característicos del siglo XVII. Afortunadamente no pasaron de alborotos, escándalos, desplantes y algunos insultos, ya que los criollos habían logrado montarse al mismo carro administrativo de los peninsulares y estaban interesados en no desestabilizar el orden social.
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Los familiares femeninos de don Diego de Bolaños, donante del retablo de la Visitación para la catedral de Sevilla, aparecen representados en esta tabla, destacando la capacidad para el retrato mostrada por el artista, interesándose en los gestos piadosos de las mujeres, contrastando con el rostro infantil, más despreocupado de la oración.
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La porcelana Qing fue conocida en Occidente a través de las piezas realizadas por encargo, denominadas bajo el término genérico de Compañía de Indias. Este concepto engloba a todas aquellas piezas realizadas en China, a partir del siglo XVII, por encargo de europeos y americanos, teniendo como pautas decorativas tanto motivos europeos como chinos. Denominar a estas piezas Porcelanas de Exportación no es exacto, ya que se deberían entonces englobar no sólo aquellas piezas destinadas a las cortes y la burguesía occidentales, sino también a la tradición de exportación de porcelana que China mantuvo durante siglos con los países más próximos, tales como Japón, Indonesia, Tailandia, Filipinas, etc. La porcelana china era ya conocida en Europa, como lo demuestran los inventarios del Duque de Normandía (1363), Jean de Berry (1416) y Lorenzo de Medici (1487). Sin embargo, hasta el siglo XVI este conocimiento fue muy escaso, puesto que no existía comercio directo entre China y Europa. Fueron los portugueses los primeros en conocer las cualidades del material, desconocido hasta entonces en Europa, y los que iniciaron el comercio directo no sólo de porcelana, sino también de sedas y otros artículos anhelados en la metrópoli. Los contactos en los puertos chinos fueron difíciles en sus comienzos, hasta que en 1553 el emperador autorizó a los portugueses a residir en Macao. Las características de la porcelana hicieron sucumbir a comerciantes y cronistas por su brillo y material aún desconocido. En el "Tratado da China e de Ormuz", Frei Gaspar de la Cruz, misionero en China de 1548 a 1569, describe de la siguiente manera las piezas de porcelana: "... e porque ha muitas opinioes entre os portugueses que nam entraran na China sobre onde se faz ha porcelana e acerca o material de que se faz, diziendo hus que de cascas de ostras, outros que de esterco de muito tempo pordre...". Fueron precisamente los portugueses quienes bautizaron a esta nueva pasta con el nombre de porcella, por pensar que procedía de las conchas de diferentes moluscos. Son los portugueses quienes comenzaron a encargar piezas en Azul y Blanco con los escudos de su rey Don Manuel I (1469-1512) o con su divisa de reinado "In coelo Spero", manteniendo las formas de la porcelana china de la dinastía Ming; también de estos primeros contactos son las botellas llamadas de Jorge Alvarés (Walters Art Gallery, Baltimore; Victoria & AIbert Museum, Londres y Museo del Palacio Chihil Sutun, en Ispahan), todas ellas con marcas en su base. En este primer período de demanda de piezas de encargo encontramos, junto a las destinadas al mercado portugués, las llamadas kraak o carracas, que marcan el declive del dominio portugués y el inicio de Holanda como potencia marítima. Estas piezas deben su nombre a los galeones portugueses que las transportaban durante el siglo XVI; sin embargo, el término cerámico no apareció hasta principios del siglo XVII, cuando los holandeses capturaron un galeón portugués cargado de piezas Azul y Blanco, refiriéndose a ellas como kraak. La pasta de éstas, aunque no de calidad imperial, es relativamente buena, fina y ligera, confundiéndose en algunos casos con la porcelana de transición. En sus formas conviven cuencos y platos, con jarrones y jarras, porrones y aguamaniles; en general todas presentan una base estrecha con anillo circular y marcas de vibraciones producidas por la colocación descentrada de la pieza en el torno o por un corte irregular de la base a cuchillo. Su decoración se distribuía en toda la pieza en cartuchos que compartimentaban la superficie, utilizando unas orillas chinas, a base de roleos y retículas vegetales salpicadas de insectos y rellenos de pequeños puntos. Estas piezas, denominadas kraak, siguieron fabricándose a lo largo del siglo XVII, sufriendo las modificaciones decorativas de la moda del momento. Durante los siglos XVI y XVII, la porcelana de encargo destinada a los barcos europeos mantenía el mismo volumen que aquella enviada a los países asiáticos. A partir del siglo XVIII y coincidiendo con el reinado del emperador Qianlong, el volumen de porcelanas chinas encargadas en Europa, a través de las Compañías de Indias se incrementó notablemente, de tal manera que supuso una de las fuentes de ingresos más importantes para la economía china. Todos los países europeos participaron de este comercio; Portugal, como hemos señalado, marcó la pauta, siendo arrebatado su monopolio comercial por Holanda y más tarde por Inglaterra, Francia, Suecia, Dinamarca, a medida que fueron consiguiendo una mayor libertad de comercio y tránsito en China. España, a pesar de su privilegiada presencia en Filipinas, no supo aprovechar este lucrativo comercio, centrando sus energías en el Nuevo Mundo. El Galeón de Manila, antes de arribar a los puertos españoles, cruzaba el Pacífico, anclaba en México, donde aprovechaba las ferias, y se transformaba en la Nao de Acapulco para llegar finalmente a Cádiz. Esta situación, que explica la escasez de piezas de encargo en España, se mantuvo hasta el año 1785, cuando las naves optaron por la ruta directa a través del cabo de Buena Esperanza. A pesar de ello, la corte española contó con sus característicos juegos de mesa de porcelana china, decorados con temas heráldicos, como en el caso de Felipe II y, más tarde, de Felipe V. Estas primeras piezas, por lo general, mantuvieron las formas chinas, adoptando exclusivamente motivos decorativos occidentales. Estos se copiaban en China, siguiendo los grabados o dibujos enviados que no siempre fueron interpretados fidedignamente. En el siglo XVIII, y tras la moda impuesta en Europa de los objetos orientales, se demandaron todo tipo de formas, combinando diseños europeos con otros propiamente chinos. Servicios de mesa, de tocador, de medicina, tabaco e incluso muebles adornaban las casas de familias ilustres. La variedad y combinaciones de formas y decoraciones no conoció ningún límite, por lo que su enumeración no aportaría ningún dato relevante. Sí conviene señalar que la calidad de toda la producción de encargo no fue uniforme. Siguiendo los criterios utilizados para valorar la porcelana de las dinastías Ming y Qing, se observa cómo los diferentes reinados mantuvieron criterios de calidad dispares y cómo incluso se separan, cualitativamente, los tipos de porcelana atendiendo a su destinatario. De ahí que no sea extraño observar, en las piezas de encargo, objetos de gran calidad junto con aquellos realizados industrialmente y por tanto inferiores. Esta realidad innegable conduce a analizar esta producción más desde el punto de vista decorativo que de la calidad de las piezas. Entre los diseños ornamentales más frecuentes de la porcelana de encargo destacan los siguientes: heráldicos, costumbristas, navales, religiosos, florales, históricos, conmemorativos, etc. De todos ellos, los heráldicos fueron los más antiguos y ajenos al mundo chino. Casas reales, aristócratas y burgueses gustaron de poseer juegos de mesa, te y café con su emblema heráldico, que permitía pocas innovaciones decorativas, excepto en la orla de las piezas. Lentamente, la temática costumbrista fue ocupando toda la superficie de los objetos, diferenciando, en el caso de los juegos de mesa, los bordes de la superficie de los platos. Muchas de estas piezas, y en especial aquellas realizadas durante los siglos XVIII y XIX, fueron realizadas en Jingdezhen y decoradas en Cantón, ya que la demanda era tal, que se creó en esta ciudad portuaria una industria, en torno a pequeños talleres, dedicada exclusivamente a la decoración, recibiendo el nombre de piezas de Cantón. Otras, y atendiendo siempre a motivos decorativos, recibieron el nombre del puerto japonés de Imari, donde se realizaban piezas de porcelana decoradas en azul bajo cubierta, combinadas con rojo de cobre y oro. Estas piezas Imari, tanto las realizadas en Japón como en China, fueron muy apreciadas en Holanda.
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El papel desempeñado por la familia en el entramado social era mucho más relevante que en la actualidad. Acostumbrados como estamos a vivir en una sociedad de individuos, tendemos a olvidar que en el pasado la inserción social del individuo se producía por medio de una serie de estructuras, consideradas naturales, que constituían su horizonte inmediato de convivencia y en torno a las que se tejía, como elemento básico de las relaciones sociales, una red de solidaridades y fidelidades cuya operatividad, aun experimentando ya los primeros síntomas de debilitamiento, se mantenía prácticamente íntegra en la Europa del siglo XVIII. El lugar (la comunidad) de nacimiento y vecindad, la corporación profesional, la parroquia, la cofradía... constituían otras tantas células que obligaban a los individuos afectiva y socialmente de por vida. Ninguna de ellas, sin embargo, podía ser comparada en importancia a la familia, tanto por la fuerza de los lazos de solidaridad generados, como por su papel en la dinámica social. Así pues, todo lo relacionado con ella era una cuestión de estrategia. Comenzando, lógicamente, por su formación, objeto de un cuidadoso cálculo, tanto mayor cuanto más elevado fuera el status socio-económico, ya que de la adecuada elección del cónyuge de los hijos -tarea habitualmente reservada al padre- dependería el deseado mantenimiento o mejora de aquél. Y el matrimonio era frecuentemente en todos los ámbitos sociales, desde el mundo de la aristocracia hasta el campesinado, un medio de sellar alianzas de la más diversa índole. La solidaridad inherente a la familia no se limitaba al estrecho ámbito del primer grado de parentesco, aunque fuera precisamente donde se manifestara con mayor intensidad. Las redes de solidaridad familiar eran mucho más amplias, aunque, en la práctica, no excluyeran la existencia de tensiones ni siquiera en el seno del núcleo primario. Baste recordar a este respecto el elevado número de pleitos familiares y las tensiones, a veces, derivaban en violencia y conductas abiertamente criminales- por cuestiones frecuentemente de tipo económico, ya fueran asignaciones de dotes o, sobre todo, repartos de herencias. La familia se encuadraba en un linaje, es decir, en un grupo de parientes en diverso grado que se sentía descendiente de un tronco común y del que recibía nombre y consideración de antigüedad y honorífica. Era algo impuesto por el nacimiento -irrenunciable, por lo tanto- y valorado especialmente por los nobles, quienes solían perseguir, por vía matrimonial, la convergencia de varios prefiriendo, naturalmente, los de mayor consideración social- en una familia. Ahora bien, si se trasciende el plano de la estima honorífica (todavía muy apreciada), su operatividad en el terreno de las solidaridades no siempre era efectiva, dada la frecuente excesiva ramificación del linaje y los no siempre coincidentes intereses entre sus diversas ramas. Solían ser más operativos grupos más reducidos (por lo que se refiere al parentesco consanguíneo) que el linaje, en los que, sin embargo, también tenían cabida parientes por afinidad y otros sin parentesco- y de carácter flexible, por cuanto podía apartarse de ellos a los miembros considerados perjudiciales o inconvenientes. Pero las relaciones de asistencia y solidaridad no se limitaban, sin embargo, al plano familiar. El tejido social estaba impregnado de múltiples formas de clientelismo que, teniendo como vértice a un personaje o familia notable, proyectaban sobre personas de todas las capas sociales los lazos de asistencia, protección y ayuda mutua. Y estaban presentes también en el plano político y de gobierno, llegando a ser la forma habitual del ejercicio del poder a cualquier escala. Era una realidad social plenamente admitida. La prolongación de estos grupos por las relaciones de cada uno de sus componentes les proporcionaba una gran amplitud potencial, entretejiendo una red cuyas ramificaciones podían extenderse, en determinados casos, desde los órganos de la Administración central a las instituciones locales, ampliando su penetración social al entremezclarse y superponerse frecuentemente, además, con otro tipo de relaciones -señor/vasallo, amo/criado o laborales, por ejemplo- y con clientelas de inferior escala. Y la pugna por conseguir objetivos comunes podía desatar luchas, tensiones y enfrentamientos más o menos declarados entre señores o, lo que es lo mismo, entre clientelas. Los clanes escoceses, aunque pretendían basarse en relaciones de parentesco, y mantenían el mito de un antepasado común, constituían de hecho una forma de clientelismo cuyos miembros, de diversa condición social, servían al jefe con las armas a cambio de su protección y justicia. Su pervivencia estuvo ligada a la tradicional debilidad del poder real en Escocia y desempeñaron un importante papel político hasta la rebelión jacobita de 1745. Formas tan extremas de solidaridad no eran, por lo demás, frecuentes, pero las clientelas estaban presentes en todos los países. Sin salir de las islas británicas, el dilatado segundo ministerio de Walpole (1721-1742) se asentó en una muy bien organizada estructura clientelar, por medio de la cual pudo controlar, sobre todo, la Cámara de los Lores. También la organización de las grandes casas nobiliarias de todos los países proporciona buenos ejemplos de este tipo de estructuras, con su red de servidores y criados -de los consejeros y secretarios, capellanes y escribanos hasta los más humildes-, ampliándose en el espacio por medio de representantes en los señoríos y administradores de sus posesiones, quienes a su vez establecían otras redes menores que en más de una ocasión fueron claves para el mantenimiento de la paz social y el acallamiento de quejas y protestas socio-políticas. La protección de los patronos se manifestaba de muy diversas formas, con recomendaciones o intervenciones ante las autoridades políticas o judiciales tratando de flexibilizar la aplicación de la ley-, consiguiendo oficios, cargos o beneficios eclesiásticos, matrimonios ventajosos propiciando, pues, el ascenso social- o, simplemente, tratando con cierta generosidad, especialmente en tiempos de dificultades, a renteros y vasallos. Igualmente, las redes financieras estaban organizadas de una forma abiertamente clientelar, existiendo conexiones entre ellas y la aristocracia. Y, como hemos señalado, también eran omnipresentes en el mundo de la política. La noción de mérito empezaba a abrirse paso muy lentamente. Pero la promoción personal pasaba todavía y lo hará durante mucho tiempo, incluso tras la Revolución Francesa, por la clientela y el billete de recomendación al familiar, deudo, amigo o paisano.
Personaje Pintor
Fan Guan no ocupó ningún cargo oficial, transcurriendo toda su vida en las montañas, libre y solitario. Fue considerado como el maestro de las montañas por la genialidad con que supo captar la esencia de las mismas. La técnica y el espíritu procedían de Li Cheng, al que admiraba profundamente. Tras un primer período de aprendizaje, y después de conocer exactamente lo que él pretendía con su pintura, logró crear un estilo propio. Simplicidad en la composición, ausencia de artificios y un conocimiento exhaustivo de las posibilidades de la tinta y el pincel dotaron a sus obras de un sentimiento natural que sobrecoge al espectador. La única obra que hoy se conserva de Fan Guang, Viajeros en medio de las montañas y corrientes de agua, nos muestra en un espléndido rollo vertical, de más de dos metros de altura, su visión del hombre y la naturaleza. Viajeros reproducidos en minúscula escala se pierden a los ojos del espectador, por la magnitud de la naturaleza representada por las montañas y el agua.
termino
acepcion
Farol de gran tamaño que se coloca en las torres de los puertos para iluminar en la oscuridad.
Personaje Escultor
Desarrolla su trayectoria profesional en España. Como muchos de sus contemporáneos fue el responsable de introducir la corriente renacentista en España. De su obra hay que citar el monumento funerario de Diego Hurtado de Mendoza y la tumba de los Reyes Católicos en la Capilla Real de Granada.
Personaje Arquitecto
Inició su formación como escultor pero pronto se interesó por la arquitectura, desenvolviéndose bien en ambas disciplinas. Vasari le hace responsable de la construcción de algunos edificios florentinos como el Palazzo Pitti y la tribuna de la iglesia de la Santa Annunziata, finalizando otros edificios que habían sido diseñados por Brunelleschi y Alberti. Hacia 1450 se traslada a Mantua donde entra al servicio de Ludovico II Gonzaga, duque de Mantua. En esta corte italiana será el responsable de la supervisión de las construcciones de las iglesias diseñadas por Alberti: San Sebastián y San Andrés, realizando interesantes aportaciones personales, tanto en el campo de la arquitectura como en el de la escultura. También en Mantua será el responsable de los diseños de algunas zonas del Palacio Ducal y del Palacio Revere, impulsando la introducción de las formas renacentistas en la corte de los Gonzaga.