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acepcion
Estrato. Capa geológica, netamente diferenciada de las adyacentes.
contexto
En Pearl Harbor, el domingo 7 de diciembre de 1941 se encuentra anclada la Flota norteamericana del Pacífico, en total 94 buques. De ellos, ocho son acorazados -Pennsylvania, Arizona, Nevada, Oklahoma, Tennessee, California, Maryland y West Virginia- y ocho más cruceros - New Orleans, San Francisco, Raleigh, Detroit, Phoenix, Honolulu, St. Louis y Helena-. Los portaaviones Lexington y Enterprise se hallan en alta mar, el primero regresando de la isla de Wake y el segundo rumbo a Midway. La base de Pearl Harbor dispone del mayor dique flotante del mundo, con 350 metros de largo, capaz de recibir a la vez a un acorazado y un crucero; hay pistas de aviación y se encuentra defendida por el refugio natural Diamond Head, con baterías antiaéreas. En el momento del ataque, de las treinta y una baterías antiaéreas de tierra sólo cuatro estaban en posición. Únicamente la cuarta parte de los ciento ochenta cañones antiaéreos de la Flota disponían de su dotación. A cargo de la base está el almirante Kimmel, jefe de la Flota del Pacífico, y como jefe de la guarnición de tierra el teniente general Short. Las únicas señales de actividad bélica las proporcionan las tropas de Short, quienes se dirigen a sus puestos tras recibir la "señal de alarma 1", esto es, previsión de actos de sabotaje realizados por la población japonesa. Por ser domingo, la Flota se encuentra anclada en puerto, pues la costumbre es regresar a Pearl Harbor el fin de semana. A comienzos de diciembre, el servicio de desciframiento norteamericano conoce que todo el personal diplomático japonés ha recibido la orden de destruir sus claves secretas y los documentos reservados. Además, se sabe que el cónsul nipón en Honolulu ha recibido información sobre la localización de las unidades de la Flota del Pacífico. Inexplicablemente, estos indicios no hacen al Mando norteamericano prever ningún ataque por parte de Japón. Tampoco lo hizo la información recibida según la cual el servicio de interceptación de mensajes había perdido el rastro a los portaaviones japoneses, interpretando que estos de hallaban anclados en algún puerto nipón. En consecuencia, no fue enviado ningún aparato de reconocimiento ni se incrementaron las medidas de seguridad en la base. Por último, el Mando norteamericano estaba convencido de que, caso de producirse un ataque japonés sobre la isla, éste tendría lugar por el sur mediante una operación anfibia. Este convencimiento se vio refrendado por el hecho de que aviones de reconocimiento británicos y americanos habían avistado varios convoyes de tropas japonesas navegando por el golfo de Siam. Minusvalorando la capacidad japonesa, los americanos pensaban que esta operación requeriría del grueso de los portaaviones nipones, lo que impediría que el ataque se produjera de manera simultánea. Sin embargo, esto es lo que finalmente sucedió. El día 6 de diciembre, al tiempo que a bordo de los portaaviones japoneses tenía lugar la ceremonia de consagración a la batalla, los servicios de información americanos se afanaban en descifrar los mensajes en "clave púrpura", hallando que Japón se proponía rechazar las condiciones del ultimátum norteamericano del 6 de noviembre, lo que, en la práctica, significaba la guerra. Simultáneamente, en Washington se interceptaba y descifraba un mensaje japonés según el cual se daban instrucciones al embajador para que el día 7 a las 13, hora local, comunicara oficialmente la ruptura de negociaciones. El contenido del mensaje fue conocido por el almirante Stark, jefe de operaciones navales, a las 9,15 horas. 35 minutos más tarde pasó al Secretario de Estado. Los dos cayeron en la cuenta de que la hora prevista por los japoneses para la ruptura de las negociaciones coincidía con el amanecer en Honolulu y, por tanto, con el inicio de un posible ataque. A pesar de ello, no fue sino hasta más de una hora más tarde cuando el jefe del Estado Mayor General, Marshall, leyó el mensaje, proponiendo a Stark que se pusiera en alerta a las Fuerzas Armadas. Esta opción no fue, sin embargo, aprobada, por lo que Marshall redactó un mensaje personal de aviso que fue cifrado y transmitido a las 12 de la mañana, hora de Washington. Para cuando llegó a Pearl Harbor, el ataque japonés ya estaba en pleno desarrollo.
termino
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Gran atril donde se ponen el libro para cantar en la iglesia. El que sirve para el coro suele tener cuatro caras para poner varios libros.
contexto
La variación del signo de la coyuntura económica general desde fines del siglo XVI se tradujo en dificultades para el normal desarrollo demográfico de Europa, que se vio condicionado por las nuevas circunstancias de crisis. En el siglo XVII, por lo demás, los obstáculos maltusianos para el crecimiento poblacional -las guerras, las enfermedades y el hambre- seguían siendo muy poderosos en una gran parte de Europa (K. F. Helleiner). Este tipo de dificultades no constituían ninguna novedad, pero ahora se presentaron con una mayor crudeza y resultados más negativos que en el siglo anterior. El hambre, la guerra y las epidemias o, lo que era más frecuente, una combinación de todo ello, podía duplicar la tasa de mortalidad nacional o multiplicar muchas veces la tasa de mortalidad de una región, aldea o parroquia (Michael W. Flinn). Estos elementos definen el modelo de crisis demográfica de tipo antiguo que prevaleció en la Europa del Antiguo Régimen. Las crisis de hambre fueron frecuentes. Los límites de la expansión agraria del siglo anterior determinaron la dificultad de alimentar a una población en constante aumento. El precario equilibrio entre el incremento de la producción agraria y el crecimiento demográfico quedó roto. Esta situación se agravó como resultado de los efectos negativos de una climatología adversa. Se especula con la posibilidad de un enfriamiento atmosférico general, que provocó una pequeña edad glacial. La alternancia de sequías, lluvias torrenciales y heladas determinó un endurecimiento del clima, arruinando a menudo las cosechas e incidiendo en fuertes alzas del precio del trigo. Según Mousnier, el siglo XVII fue un período de grandes irregularidades atmosféricas y malas cosechas en Francia. De esta situación derivaron escasez de alimentos, plagas y una alta tasa de mortalidad, conjunto de calamidades que los coetáneos conocían como "mortalités". De ellas, las más graves se produjeron a comienzos de los años treinta de la centuria y entre 1648 y 1653, coincidiendo con el estallido de la Fronda. En España, la sequía y la langosta provocaron malas cosechas en los años 1629-1631, 1649-1652, 1659-1662 y 1682-1684. La caída de la productividad agraria que caracterizó al siglo no comenzó a superarse hasta los años 1660-1680, según las regiones. En Nápoles y Sicilia, las grandes revueltas contra la Monarquía hispánica vinieron precedidas de épocas de carestía. El incremento de la mortalidad que acompañaba al alza violenta del precio de las subsistencias venía inmediatamente doblado por una caída de la natalidad, que dificultaba aún más el proceso de regeneración demográfica. J. Nadal ha demostrado, por ejemplo, la estrecha vinculación de los fenómenos de carestía y desnatalidad en Gerona durante el período 1670-1700, comprobando cómo a los picos de cotización máxima del trigo en los años 1678, 1683-1684 y 1692-1697 correspondieron los mínimos de nacimientos de 1679, 1684 y 1695-1697. Por el contrario, los períodos de precios bajos del trigo se correspondieron con máximos de natalidad. Como solía suceder, los períodos de hambre coincidían con la propagación de epidemias. La peste bubónica continuó castigando duramente a Europa durante el siglo XVII. La desaparición de esta mortífera enfermedad de la faz del Continente hubo de aguardar a comienzos del siglo XVIII: la epidemia de Marsella de 1720 fue la última de este género. Durante la centuria del Seiscientos se sucedieron varias oleadas pestíferas. Coincidiendo con el cambio de siglo, durante los años 1596-1603 se propagó una epidemia en los países de Europa occidental, conocida como peste atlántica. Afectó a Inglaterra, a Francia y a la Península Ibérica, a donde llegó a través de los puertos cántabros. Desde allí se extendió al interior peninsular, provocando alrededor de 600.000 muertes. A lo largo de la primera mitad de la centuria se detectan otras epidemias de peste. Amsterdam, por ejemplo, resultó afectada en 1624 y 1636. Entre 1629 y 1631 hubo un contagio en Cataluña, extendido desde Provenza y Languedoc. Sin embargo, la epidemia más grave y difundida se produjo en los años centrales del siglo. Teniendo como foco originario Argel, en el norte de África, la peste llegó a las costas levantinas de la Península Ibérica en 1647. Desde Valencia la epidemia se expandió en doble dirección Norte-Sur, afectando a las regiones de Murcia, Andalucía, Aragón y Cataluña. Desde Barcelona la peste, que penetró también en Francia alcanzando la Alta Auvernia y el área parisina, se extendió a Mallorca, y desde allí a Italia. Cerdeña padeció el contagio entre 1652 y 1656 y Nápoles entre 1656 y 1659. Génova resultó también duramente afectada. Las consecuencias fueron hondamente negativas. Cataluña perdió en su conjunto entre un 15 y un 20 por 100 de su población. En la Baja Andalucía, según Domínguez Ortiz, murieron unas 200.000 personas. El antiguo emporio sevillano se sumió definitivamente en la decadencia, después del período de esplendor que experimentó en el Quinientos. Nápoles y Génova sufrieron la sustancial pérdida de casi la mitad de su población. Puede decirse que la peste de Argel selló sin paliativos el declinar del antaño vigoroso mundo mediterráneo. La historia de las grandes epidemias de peste no se detuvo a mediados del XVII. Aunque con radios de acción más reducidos y menores consecuencias negativas globales, se produjeron otros contagios en la segunda mitad del siglo. Amsterdam sufrió una epidemia en 1664, que un año más tarde, en 1665, se hallaba en Londres. Murcia y Andalucía volvieron a experimentar los estragos de la enfermedad bubónica entre 1676 y 1683, años en que la peste se propagó desde Esmirna y Orán. El Beauvaisis francés y la cuenca de París padecieron también epidemias de peste en 1662 y 1694. La guerra constituyó otro agente de despoblación, tanto por sus efectos destructivos directos como por los serios problemas económicos inducidos, por una parte, por la presión fiscal que originaba su financiación y, por otra, de la leva de hombres, que detraía fuerzas productivas. La guerra de los Treinta Años, que asoló el centro de Europa entre 1618 y 1648, y su prolongación en el enfrentamiento franco-español hasta 1659, constituyeron los conflictos más importantes del siglo, aunque no los únicos. El cálculo de las víctimas de la guerra es dificultoso, pero sus consecuencias, en todo caso, deben ser estimadas teniendo presente que constituía un fenómeno estrechamente ligado a las otras dos grandes causas de mortalidad catastrófica, el hambre y las epidemias. Finalmente, el análisis demográfico del siglo XVII no debe olvidar los grandes movimientos de desplazamiento poblacional, que se tradujeron en apreciables pérdidas para las áreas que los soportaban. La presión señorial en el centro de Europa provocó un flujo constante de campesinos hacia el Este. Otra corriente migratoria característica vino definida por el trasvase de población castellana a América, todavía poco conocida para este período, pero que constituyó un drenaje continuo de elementos activos, intensificado sin lugar a dudas por las propias condiciones de crisis del siglo. Las migraciones forzadas por la guerra o causadas por conflictos de carácter socio-religioso no terminaron en este siglo. La expulsión de los moriscos españoles en 1609-1610, la persistencia de la corriente de desplazamiento de calvinistas de los Países Bajos a Inglaterra o la huida de hugonotes franceses tras la revocación del Edicto de Nantes pueden contarse dentro de este tipo de fenómenos.
contexto
En los primeros momentos, tanto en Gran Bretaña como en el resto de los países europeos, la inmensa mayoría de los que tenían noticias de la rebelión de los colonos de América del Norte creía que la victoria de las armas del rey Jorge III sobre sus desleales vasallos iba a ser cuestión de poco tiempo. Pocos dudaban de que la superioridad de los marinos de la Royal Navy y los soldados profesionales destacados en las trece colonias y en Canadá bastaría para dar un fácil escarmiento a unos inexpertos, mal armados y desorganizados milicianos. Y una precipitada visión del problema puede, incluso hoy, llevar al error de pensar que, en efecto, la victoria de los norteamericanos en la Guerra de Independencia (que ellos llaman muchas veces Guerra de la Revolución) fue sorprendente porque la desproporción era notable entre las fuerzas de ambos contendientes en 1776. Es cierto que la profesionalidad de los soldados y los marinos de su majestad británica permitía a sus oficiales exigirles esfuerzos con frecuencia inhumanos, en tanto que Washington tenía serias dificultades para que sus hombres aceptasen una mínima disciplina militar; no hay duda de que una Marina Real como la inglesa dominaba los mares de todo el mundo y podía, en consecuencia, transportar a sus soldados y dificultar grandemente el tráfico comercial de los rebeldes, frente a unos cuantos barcos con los que los independentistas apenas podían hacer otra cosa que aisladas acciones; es evidente que la mayoría de los oficiales de los casacas rojas tenían experiencia militar, lo que no sucedía con casi ningún mando rebelde; todos sabemos que la población de las islas británicas era varias veces superior a la de las colonias sublevadas (y en las que, además, no había unanimidad a la hora de levantarse contra el rey); y, por fin, el potencial económico y la riqueza industrial de Inglaterra la hacía destacar mucho por encima de su enemiga norteamericana.Pero hay otros factores fundamentales que deben plantearse para entender mejor la lógica de la victoria de los insurgentes en 1776. En primer lugar, las 3.000 millas náuticas que separaban el teatro de operaciones de la metrópoli, lo que suponía que el viaje hecho en condiciones más favorables nunca duraba menos de un mes, y eso sucedía en pocas ocasiones, siendo lo más corriente que el gabinete del primer ministro, lord North (con su secretario de Colonias, lord George Germain, como principal responsable de la política militar en América) necesitase dos meses para enviar hombres, pertrechos e instrucciones a sus generales.En segundo lugar, el elevadísimo coste de esta guerra para las arcas del tesoro británico, aún no repuestas de los gastos originados quince años atrás en el otro conflicto americano (la Guerra de los Siete Años, 1756-1763) y que, como estamos viendo, había condicionado la política fiscal aplicada por Londres en América en los diez años anteriores a la rebelión de los habitantes de las trece colonias, y era, a la larga, responsable de la ruptura del pacto colonial y de la aparición de una sensibilidad antibritánica, factores clave en el nacimiento de un sentimiento de americaneidad. "No sólo no nos beneficia nuestra vinculación con la madre patria, sino que nos perjudica. Se nos requiere nada más que para contribuir, con nuestra sangre o nuestros impuestos, a la grandeza de unos lejanos ingleses que ni siquiera nos permiten tener representantes en las Cámaras que deciden quiénes, cuánto y para qué hay que pagar tributos. Cambiemos nuestra fidelidad a Gran Bretaña por la devoción a América".En tercer lugar, el tipo de guerra al que se ven enfrentados los generales y los soldados del rey Jorge III es totalmente distinto al que se hacía hasta entonces entre los ejércitos dieciochescos europeos. La misma extensión del teatro principal de operaciones -toda la América atlántica- era una dificultad añadida; los ingleses no contaban con hombres suficientes para ocupar tantos objetivos cruciales y mantener abiertas las líneas de comunicación. El comandante en jefe del Ejército continental, Washington, resumió así la situación: "...la posesión de las ciudades, mientras nosotros tenemos un ejército en el campo, no les sirve de mucho. Es a nuestro ejército, no a ciudades indefensas a quienes tienen que dominar..." Por eso se ha dicho que los estrategas ingleses no llegaron a captar el problema y se limitaron, a lo largo de la contienda, a controlar los principales puertos de la costa atlántica norteamericana, desaprovechando en varias ocasiones la oportunidad de aniquilar al exiguo, pero vivo, ejército continental de los rebeldes. En muchos aspectos, la Guerra de Independencia de los Estados Unidos significa el comienzo de una manera de entender los conflictos bélicos de un modo radicalmente diferente a como se venía haciendo desde cientos de años atrás; y anuncia, con un tercio de siglo de antelación, lo que sucederá en España entre 1808 y 1814.Porque son varias las semejanzas que se dan entre ambas guerras de independencia. Ejército reglar poderoso que se ve incapaz de destruir la capacidad militar de una guerrilla y que no domina sino las tierras que ocupan sus guarniciones. Patriotas organizados por un líder carismático en partidas móviles, conocedoras del paisaje y de los lugareños, que cuentan con la ayuda de los pueblos, sea ésta voluntaria u obtenida por la coacción, la amenaza o la violencia. Presencia de un cuerpo expedicionario aliado compuesto por extranjeros que habían sido hasta la víspera enemigos de los ahora independentistas y sus opresores. Combinación de tres conflictos: guerra civil entre los partidarios de la legalidad y quienes inician un proceso de ruptura con el pasado; guerra internacional entre dos grandes potencias rivales en la política y la economía, y guerra "revolucionaria" marcada por el ardor de una de las facciones, cuyos combatientes están imbuidos de muy fuertes (casi desconocidos hasta entonces) principios político-ideológicos. Y debilidad "constitucional" en el bando de los patriotas, que han de crear una estructura política nueva, un Estado nuevo, al mismo tiempo que ganan su guerra de liberación. Entre 1808 y 1814 los españoles "patriotas" luchaban desde las filas de la guerrilla o del nuevo ejército que acababan de crear los diputados de las Cortes de Cádiz, y con la ayuda del ejército de Wellington, contra los afrancesados y el ejército francés, de quien habíamos sido aliados en la lucha contra Gran Bretaña hasta poco antes. Desde 1776 hasta 1783, otros patriotas, los norteamericanos, se habían enfrentado a los tories (los colonos fieles al rey Jorge III) y los ejércitos británicos (que también contaban, como los de Napoleón en España, con mercenarios de otros países), desde las milicias o encuadrados en las filas del nuevo ejército creado por los representantes del segundo Congreso continental, y contaban con el apoyo de los ejércitos borbónicos, enemigos hasta hacía muy poco tanto de los colonos como de los ingleses.Así, pues, lo que la mayoría de los contemporáneos pensó que se había de reducir a una operación de policía en la que un alarde de fuerza de los ingleses y un escarmiento a los bostonianos daría al traste con los absurdos deseos de los colonos más vehementes, duró siete años y significó, a la larga, la peor derrota de la historia del Imperio británico. Un apego tan fuerte hacia una ideología política como el que motivaba a los combatientes norteamericanos no se había dado entre los soldados con quienes se habían tenido que enfrentar las disciplinadas, experimentadas y eficaces, pero inmotivadas, tropas inglesas. Como en el resto de los ejércitos europeos, quienes nutrían las filas de los regimientos de Jorge III lo hacían por dinero o por vocación; nunca por defender un principio, una causa política. Por el contrario, la mayoría de los soldados americanos acudían voluntariamente al ejército continental y creían en aquello por lo que se exponían a sufrir penalidades o a perder la vida. (Aunque los hubo, también, que acudieron en busca de la masita de enganche; alguno fue, incluso, reclutado a la fuerza. Pero son casos infrecuentes.) Los propios aliados franceses se sorprendían al comprobar la fuerte motivación que acompañaba a los soldados regulares norteamericanos al combate.Precisamente este ardor, y los éxitos de los primeros momentos (como la batalla de Bunker Hill o la retirada de los ingleses de Boston), hizo exagerar a los colonos sublevados su propia autovaloración; llevaron demasiado lejos esa fe en sus propias posibilidades y creyeron que, con pocos esfuerzos, podrían derrotar a los casacas rojas. No fue la menor de las tareas de Washington la de tratar de disciplinar a sus hombres, haciéndoles comprender que la perseverancia, la disciplina y el sacrificio continuado -aparte del dinero- son imprescindibles para ganar la guerra. Porque en realidad los rebeldes no acababan de aceptar la idea de ejército regular. Preferían hacer la guerra por su cuenta, en las milicias (equivalentes a las guerrillas en la Guerra de la Independencia de los españoles contra los franceses en 1808-1814), a las que acudían cuando querían, escogiendo a sus jefes (generalmente conocidos líderes locales), y que dejaban, asimismo, cuando les apetecía, para volver a sus casas y trabajos. Todo esto, y la falta de un auténtico poder central que venía motivada por la compleja situación política del Congreso continental (que proponía, sugería, aconsejaba; pero no dictaba órdenes porque cada una de las antiguas colonias actuaban como Estados independientes), hacía muy difícil a George Washington conducir las operaciones militares. Por de pronto, el número de sus soldados era exiguo: nunca hubo más de 25.000 continentales a disposición del comandante supremo, y la mayor parte de las ocasiones eran menos de 10.000. Para obviar este problema, muchos patriotas pedían al general Washington que hiciese una guerra de guerrillas, coordinando las milicias que gustaban tanto a los norteamericanos como les disgustaba el ejército regular. Pero él siempre se negó. Y sus razones, que al cabo de los años demostraron a los escépticos quién estaba acertado, eran políticas. Washington consideró al ejército continental como un símbolo de la causa americana, y no tan sólo un conjunto de combatientes. Mientras sobreviviese ese ejército, seguiría viva la causa. Y tendrían credibilidad ante el mundo, del que dependían los préstamos, que no entendería del mismo modo las razones norteamericanas si fuesen simplemente defendidas por partidas irregulares, fácilmente confundibles por las monarquías europeas con simples manifestaciones de bandolerismo, fenómeno éste endémico en muchas latitudes durante los siglos modernos. Y despreciado por todas las autoridades.
contexto
La evolución tecnológica deja percibir un fondo socio-político diferente. Aunque el califato dejaba siempre la protección permanente de la frontera a las poblaciones locales dirigidas por una aristocracia principalmente arabo-beréber, desde mediados de siglo se apoyó más en un ejército permanente central y en construcciones grandiosas pero de edificación rápida y probablemente de bajo coste, que en una sociedad andalusí seguramente compleja y segmentada, marcada todavía por influencias tribales. (La zona donde se edificó Vascos parece haber formado parte de estas zonas fronterizas fuertemente berberizadas que se han mencionado en varias ocasiones.) En otros lugares, como en Baños de la Encina, donde una inscripción fechada del 967 (al menos una de sus partes) atribuye esta reconstrucción a Maysur, un militar liberto, el castillo, destinado probablemente a facilitar el movimiento de los ejércitos, está construido enteramente con tabiya o con tapial encofrado, un método cómodo, rápido y eficaz que tiende a difundirse cada vez más en España y en Magreb en unas condiciones que todavía no se han determinado, todo ello sugiere que en el lado musulmán hubo un abandono progresivo de la piedra, cuando en el lado cristiano, hacia finales del X y en el XI, se tendía a lo contrario, a valorar y magnificar cada vez más este material de tradición romana clásica. Tanto en el centro como en la periferia, el califato era menos inmóvil de lo que parecía a primera vista, aunque haya querido dar esta imagen de inmovilidad y de grandiosidad estancada, desafiando el tiempo, que Gabriel Martínez resalta en su escritura. Lejos de las tensiones netamente perceptibles en el interior del círculo de poder, que se hicieron evidentes a la muerte de al-Hakam II, la movilidad era constante en todo el espacio que controlaba este califa inmóvil desde Córdoba. Un solo ejemplo, que concierne al grupo clánico árabe de los tuyibíes de la Marca Superior: en el 973, "el califa recibió magníficamente a los hermanos del visir caíd Yahya, a quien ya se había dado orden de partir, o sea Yusuf, Muhammad, Hashim y Hudhayl, hijos de Muhammad b. Hashim, así como a los hermanos del difunto visir al-Asi b. al-Hakam y a los hijos de éste, primos de los anteriores. El califa les dedicó amables palabras, les prometió copiosos beneficios, y les dio orden de partir para Berbería con el jefe de la familia, el visir caís Yahya b. Muhammad, incorporándose a él y poniéndose a sus órdenes". En otro frente, el del mar, donde el califato tenía también que vigilar un amplio espacio gracias a una flota oficial relativamente importante con base en Almería, que el primer califa había creado al lado de Pechina y había equipado a este efecto, se observa que, a pesar de su potencia aparente, se experimenta un retroceso que las fuentes árabes tuvieron cuidado de no resaltar. La base andalusí de Fraxinetum, que había preocupado a la Provenza y a las regiones alpinas durante decenios y que en época de Abd al-Rahman III se encontraba bajo el control de la propia Córdoba, aunque en su origen se había organizado espontáneamente, desapareció en el 972 ó 973, destruida por la reacción tardía pero eficiente de la aristocracia provenzal. Se podría ver en ello un signo de las debilidades profundas de una potencia islámica todavía radiante pero cuya dominación se verá pronto contrarrestada por la renovación demográfica, socio-económica, tecnológica y militar de Occidente. Allí donde el califato no podía intervenir movilizando a sus ejércitos, la presencia musulmana se mantendrá difícilmente. El Estado parecía concentrar, cada vez más, todas las posibilidades de reacción contra las amenazas externas. Ahora bien, se trataba de un Estado cada vez más ajeno a la sociedad y cada vez menos articulado con ella. Los Amiríes lo llevarán a su apogeo, luego se derrumbará dramáticamente dejando a la sociedad andalusí como desamparada y desarmada frente a la amenaza cada vez más apremiante de los cristianos. Más que afectado realmente por la inmovilidad, el Estado evolucionó según la propia lógica del poder en los califatos musulmanes, una lógica que tendía a diferenciarse de la que regía la sociedad que evolucionaba por su propio movimiento. La distorsión de las dos realidades sólo podía tener consecuencias negativas.
contexto
En las guerras de los griegos contra los persas se deben de tener en cuenta factores políticos y económicos como el expansionismo persa, el papel de Esparta y la confederación griega, el ascenso de Temistócles al arcontado, el importante papel desempeñado por los maratonómacos, la creación de la flota ateniense o la concordia que se desarrolla en Atenas entre loas diferentes clases sociales.