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contexto
Varios factores explican la continuación de la guerra y la ampliación del marco de operaciones y del número de participantes. Por un lado, Fernando extremó su política represora en Bohemia, el Palatinado y la propia Austria, y sus modos decididamente a favor de incrementar el poder imperial no sólo molestaron a la Unión, sino a los propios príncipes católicos, críticos también ante la entrega por el emperador del mando de sus tropas a Wallenstein, noble bohemio católico. Por otro, en 1621 terminó la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas, y poco después, en 1623, Olivares accedió al poder mostrándose partidario de una política decididamente favorable a la reafirmación del poder real en todos sus territorios. Por tanto, la guerra entre los antiguos contendientes se reanudará, tanto más cuanto que los holandeses habían aprovechado la paz para atacar al Imperio portugués, envenenando las relaciones entre España y Portugal, y para financiar la subversión contra el poder español y la religión católica. Así, la guerra difícilmente iba a ser más costosa que la tregua. En este ambiente, la Liga Católica planteó el problema de los bienes eclesiásticos secularizados desde 1552, cuya restitución proyectaba exigir. No sólo se opondrán a la posible restitución los príncipes protestantes, sino Cristian IV de Dinamarca, que como duque de Holstein era príncipe del Imperio y que pretendía para su hijo los obispados de Verden y Bremen, lo que facilitaría el control danés sobre el comercio del norte de Alemania. Luterano, el rey danés se mostraba dispuesto a apoyar a los príncipes de esta misma confesión, preocupado además por la posibilidad de que Suecia adoptase el papel de protectora de los protestantes alemanes, con la consiguiente influencia sobre ellos. De cualquier forma, su intervención fue decepcionante por cuanto fue vencido en Lutter (1626) por las tropas de la Liga Católica, dirigida por Tilly, y obligado a retroceder a su país. Los imperiales ocuparon los ducados de Schleswig y Holstein y la misma Jutlandia (1627), y más tarde Mecklemburgo y la Pomerania (1628). Por la paz de Lübeck (1629) Dinamarca renunció a su participación en la guerra y a los obispados de Sajonia, pero se le restituyeron las tierras conquistadas por la Liga. Poco antes, el emperador Fernando II había promulgado el Edicto de Restitución, no sólo haciendo forzosa la devolución de las tierras secularizadas desde 1552, sino deponiendo de sus cargos a los calvinistas, medida que suponía una recatolización del norte de Alemania y que inmediatamente provocó la respuesta de los Estados protestantes. Francia no había participado hasta estos momentos en la guerra más que colateralmente, incitando a la intervención a los príncipes de la Unión o al rey danés, sembrando discordia entre la Liga y el emperador y provocando la insurrección de territorios dependientes de los Habsburgo. En dos ocasiones se había decidido a una intervención militar para frenar algún intento expansionista de la Monarquía española. Cuando en 1621 España consiguió la Valtelina, el paso más seguro entre Milán y el Tirol, Francia decidió restaurar la situación inicial mediante el envío de tropas, que consiguieron el objetivo. Así, Richelieu a su llegada al poder, en 1624, encontró una política decididamente anti-Habsburgo e intervencionista, que, facilitada por la rendición de la Rochelle en 1629, continuó con ocasión de la sucesión del ducado de Mantua y Monferrato, para los que España y Francia tenían distintos candidatos de la familia Gonzaga. Tras la guerra (1628-1630), Francia impuso, por la paz de Cherasco (1631), al francés Carlos Gonzaga, duque de Nevers, consiguiendo además Pinerolo y Perosa, plazas de acceso a la Lombardía. Sin embargo, Francia no estaba aún preparada para una intervención directa en el Imperio, por lo que se decidió a apoyar a un nuevo contendiente que se enfrentase a los Habsburgo: Suecia. La hegemonía católica en la costa báltica de Alemania que podía resultar del Edicto de Restitución, decidió la intervención de Gustavo Adolfo de Suecia. El descrédito conseguido por Dinamarca facilitaba sus posibilidades de lograr el dominio del mar Báltico, y la guerra contra el emperador podía facilitarle el camino. Su sincero luteranismo, por otra parte, no se resignaba a dejar que las tropas católicas impusiesen el Edicto en los Estados reformados. Para facilitar su intervención, Richelieu decidió prestarle ayuda económica, estipulada por el Tratado de Bärwalde de 1631 en un subsidio anual de un 1.000.000 de libras, a cambio de su intervención contra los Habsburgo, siempre que respetase la religión católica en las tierras conquistadas. Todos los príncipes protestantes, incluso los que como el duque de Sajonia habían permanecido fieles al emperador, se alinearon al lado de Gustavo Adolfo ante las acciones brutales del ejército imperial en su política de restauración. El bando católico, por el contrario, se encontraba debilitado por las actitudes dominantes de Fernando III. La Dieta de Ratisbona de 1630, instigada por la diplomacia francesa, se negó a reconocer al príncipe Fernando como rey de romanos y obtuvo la destitución de Wallenstein y la disolución de su ejército. Gustavo Adolfo, ya vencedor sobre Dinamarca, Polonia y Rusia, se introdujo fácilmente en Alemania, consiguiendo una resonante victoria en Breitenfeld (1631). A partir de ahí, incumpliendo el pacto con Francia, implantó el luteranismo en los países que atravesó en el norte de Alemania, Renania, Franconia y el valle del Main, hasta llegar a Baviera, donde tomó Munich. Ante la necesidad, la Liga se reconcilió con el emperador, y el ejército de Wallenstein logró hacer retroceder a Gustavo Adolfo, que sin embargo fue capaz de imponerse en la batalla de Lützen (1632), donde perdió la vida. El desconcierto que este hecho supuso para el ejército sueco fue superado por el canciller Axel de Oxenstierna, que logró reagrupar a los aliados en la Liga de Heilbronn (1633). En el bando católico la desorientación por la derrota fue aún mayor y Wallenstein fue destituido, bajo la sospecha de alta traición por haberse extralimitado en sus funciones e intentado mediar entre ambas partes, antes de ser asesinado en 1634 por orden imperial. Sin embargo, las tropas españolas del cardenal infante infligieron a los suecos la derrota de Nördlingen (1634), última acción victoriosa española en la arena internacional, que invirtió la situación y obligó a los protestantes a firmar la paz de Praga (1635), que mantenía la paz de 1555, suspendía por cuarenta años la aplicación del Edicto de Restitución de 1629 y decretaba la disolución de ambas Ligas.
obra
En la exposición impresionista de abril de 1877 Monet presentó una serie de doce cuadros que tenían como tema la Estación de Saint-Lazare de París. Económicamente supuso un considerable fracaso lo que provocó que el pintor entrar en una situación difícil de superar. Sin embargo, son obras que están cargadas de belleza y que hoy día reciben todo tipo de admiraciones de espectadores y críticos. Una vez más, Monet era incomprendido por los compradores de su tiempo. El maestro buscó en esta serie captar las sensaciones atmosféricas que producían los trenes saliendo o llegando a la estación, eligiendo diferentes momentos del día para representar las variaciones lumínicas y el efecto de la luz mezclado con el vapor. De esta manera, el abocetamiento se convierte en seña de identidad de toda la serie como podemos apreciar, diluyendo los contornos y abocetando los diversos elementos de la misma manera que ya había hecho Turner en sus trabajos. Las dos señales y el hombre que las manipula son los elementos más "trabajados" del conjunto ya que en el resto de la composición sólo podemos intuir las masas de la estación y de las locomotoras partiendo hacia sus destinos. Entre las nubes y el vapor se deja ver un ligero rayo de sol que dota de color rojizo a una parte de la atmósfera. Las pinceladas son rápidas, aplicando el color con trazos largos y empastados, consiguiendo una sensación cercana a la abstracción.
contexto
En el plazo de un mes, de finales de mayo a fines de junio de 1423, se producen acontecimientos de excepcional importancia que modifican totalmente el panorama internacional. Moría Benedicto XIII en Peñíscola, seguramente el 23 de mayo, abriendo una fugaz esperanza de que, finalmente, se cerrarían las difíciles circunstancias iniciadas en la doble elección de 1378. Sólo unos días después, el 10 de junio, tres de los cuatro cardenales promovidos, seis meses antes, por el fallecido Pontífice procedían a la elección de quien, en adelante, se llamará Clemente VIII. Sólo unos días después, Alfonso V ordenaba a sus súbditos prestar obediencia al recién elegido. La decisión resulta incomprensible si no se tienen en cuenta los simultáneos acontecimientos napolitanos: un levantamiento popular antiaragonés ponía a Alfonso V en serias dificultades. Siguió una dura represión aragonesa, que obligó a la reina, instigadora de la misma, a abandonar Nápoles; para Alfonso V, la diplomacia de Martín era también responsable de lo sucedido. Por ello, el monarca aragonés daba el visto bueno a una nueva elección, impensable sin su consentimiento, y resucitaba el Cisma, sin otro interés que disponer de elementos de presión que emplear contra el Pontificado en la escena política italiana. Una escena que se complicaba con el reconocimiento, por la reina Juana, de Luis III como su sucesor en el trono napolitano, desconociendo aquél otro favorable al monarca aragonés. La situación política castellana completa ese panorama. El esquema ideado por Fernando de Antequera, según el cual sus hijos controlarían la política castellana, se estaba resquebrajando a causa del enfrentamiento entre dos de ellos, Enrique y Juan; sobre ese enfrentamiento estaba edificando su fortuna política don Alvaro de Luna. En relación con el Pontificado, el gobierno de don Alvaro de Luna constituiría el más firme soporte, lo que encajaba perfectamente con la ya tradicional posición castellana de apoyo a la autoridad pontificia, anterior a Constanza, pero netamente mostrada allí y sostenida posteriormente. A todas estas dificultades añadía Alfonso V la escasez de recursos económicos y la creciente resistencia de sus súbditos a proporcionar nuevos fondos para la aventura italiana. Era preciso retornar a Aragón para disponer favorablemente la situación interna y los intereses familiares en Castilla. El panorama que Alfonso V halla en su Reino es muy contrario a los proyectos italianos del monarca y abiertamente hostil a una nueva erupción cismática. Ese contradictorio ambiente se ve reflejado en el desarrollo de la compleja legación que el cardenal Pedro de Foix desarrolla en Aragón entre enero de 1425 y noviembre de 1429; la búsqueda de una vía de entendimiento, largamente negociada, conducirá a la final extinción del Cisma. Las negociaciones están llenas de fracasos y sucesivos retrocesos, en los que Alfonso V se mueve con extraordinaria habilidad con el único objetivo de lograr las máximas ventajas para su Monarquía: ofrece siempre la solución del conflicto, pero la retrasa todo lo posible; reclama un acuerdo, pero multiplica las trabas hasta el infinito. Casi un año, hasta abril de 1425, transcurre hasta que el rey accede a las peticiones de entrevista presentadas por el legado. Alfonso V se quejará de la hostilidad de Martín a su política italiana y del apoyo que prestaba a sus enemigos los Anjou; Pedro de Foix hará protestas de la buena voluntad papal y de la violencia de Alfonso V contra los napolitanos y contra el Pontificado mismo, resucitando un Cisma que parecía finalmente superado. Como una prueba de fuerza de Alfonso V, el 19 de mayo de 1426, con casi tres años de retraso, tenía lugar la coronación del Papa de Peñíscola. No cabe dude alguna acerca del carácter instrumental del titulado Clemente VIII al servicio de la política de Alfonso V, decidido a una acción de envergadura: cuando el representante pontificio amenazó con penas canónicas contra los protectores de cismáticos, el monarca contestó que, de acuerdo con lo establecido en el Concilio de Constanza, es al concilio a quien corresponde entender en las cuestiones relativas al Cisma. La advertencia es todo un avance de futuro en el que el monarca aragonés utilizará la amenaza conciliarista al servicio de sus intereses políticos. Prosiguen los contactos en los meses siguientes; Alfonso V se muestra dispuesto a una ruptura total, pero en realidad sólo trata de ejercer la máxima presión para obtener las mayores concesiones en la política italiana. Finalmente, en mayo de 1427, Pedro de Foix abandonaba Aragón, aparentemente concluida su legación, aunque con cordiales relaciones personales que permiten vislumbrar la posibilidad de futuro diálogo. Lo que sigue es casi una rendición real. Inmediatamente, Alfonso V solicitó el regreso del legado, prácticamente formalizado a finales de junio, aunque habrá que esperar otro mes más para la reanudación efectiva de la legación. Una cosa era hacer demostraciones de fuerza y otra muy distinta aparecer como solitario soporte de un nuevo Cisma; en cambio, en el conciliarismo, compartido por otros muchos, hallaría el rey un eficaz instrumento. La negociación ofreció todavía considerables dificultades; no se trata de diferencias de fondo, sino de demostraciones de fuerza para obtener las máximas concesiones del oponente. Para Pedro de Foix los objetivos eran la extinción del Cisma, regulación de las relaciones entre Aragón y la sede apostólica y ordenación de la política italiana. Alfonso V exigía una plena justificación de su actuación, de forma que nada impidiese su presencia futura en Italia, y obtener las máximas concesiones, especialmente en materia económica, dadas sus acuciantes necesidades. A finales de octubre de 1427 se firmaron en Valencia unos proyectos de acuerdo, para cuya elaboración final el legado se trasladó a Roma; allí permaneció todo el año 1428, regresando a comienzos del año siguiente con calculada lentitud. Por entonces, Alfonso V había decidido que la guerra era el único medio de garantizar los intereses familiares en Castilla, y se hallaba haciendo importantes preparativos. Las negociaciones finales volvieron a experimentar nuevas dificultades que parecían abocar a una nueva ruptura. El acuerdo llegó sorprendentemente el 16 de junio de 1429. Aunque nada se dice en el texto oficial del mismo, sabemos su precio: Pedro de Foix acompañó al ejército aragonés en la invasión de Castilla. Todo un golpe de efecto: un legado apostólico acompañaba al ejército de una Monarquía casi hostil en su acción contra otra que era el mejor apoyo del Pontificado. La acción del legado consistió en interponerse entre los dos contendientes tratando de lograr la paz, lo cual era un nuevo servicio a Alfonso V, que deseaba terminar honorablemente su demostración de fuerza sin llegar a la guerra. El riesgo de esta conducta del legado, que sorprendió a los castellanos y al propio Martín V, estaba plenamente justificado porque, a cambio, Aragón abandonaba definitivamente a Clemente VIII. Al cabo de un mes, el 26 de julio, Gil Sánchez Muñoz, titulado Clemente VIII, abandonaba su dignidad, mientras sus cardenales, reunidos en cónclave, elegían a Martín V. Así concluía el último episodio del Cisma. Pedro de Foix abordaba a continuación, en un concilio de la Iglesia aragonesa, reunido en Tortosa entre septiembre y noviembre de este año, la reforma de esta Iglesia: se adoptaron decisiones sobre la reforma moral del clero, sobre la formación de los laicos en la fe y, sobre todo, respecto a la jurisdicción eclesiástica, seriamente afectada por las pasadas tensiones. Por su parte, Alfonso V trató de resolver, del modo más rápido posible, las cuestiones castellanas y los problemas internos de Aragón para volver de nuevo a la política italiana. Contaba con renovados recursos económicos, fruto de la legación, y, sobre todo, con la garantía que significaban las nuevas relaciones de amistad con Martín V.