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El Greco recupera en esta composición un tema que no había tratado desde su estancia en Italia, siendo significativa la evolución que exhibe el artista si se comparan los lienzos con una misma temática. El esquema compositivo se mantiene, introduciendo interesantes variaciones: las figuras se acercan al primer plano, dos ancianos se añaden al asunto; la figura de la izquierda se presenta en acentuado escorzo, cerrando la composición y equilibrándose con los dos ancianos; la zona de la derecha se muestra más restringida espacialmente, etc. Las referencias arquitectónicas se mantienen, creadas con un mayor acierto; junto al arco de medio punto, dos relieves aluden a la condena y redención de la Humanidad: la Expulsión del Paraíso y el Sacrificio de Isaac, relieves que también se repiten en el tardío lienzo de la iglesia de San Ginés en Madrid. Cristo se sitúa en el centro del escenario, rodeado de las figuras escorzadas de los mercaderes y los discípulos. Sobre su figura impacta un potente foco de luz que diluye los colores de su túnica. La sensación de movimiento, típicamente manierista, se comparte con la espiritualidad que pretende manifestar Doménikos en sus trabajos, satisfaciendo a su clientela. Los personajes son alargados, de canon muy estilizado que recuerda algo las anatomías de Miguel Ángel, para elaborar la obra a través de la luz y el color siguiendo a Tiziano y Tintoretto.
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Giotto presenta un lugar muy concreto donde se desarrolla la acción. De esta forma da solemnidad a los acontecimientos y consigue crear sensación de profundidad, espacio figurado que aparece como verosímil a los ojos del espectador. La fachada del edificio se asemeja mucho a cualquiera de los templos góticos de la época en el centro de Italia, de tal forma que el tema parece más cotidiano. En el centro de la composición destaca la figura de Cristo que, con un gesto violento encara a los mercaderes y los expulsa del templo. Los mercaderes reaccionan sorprendidos ante la acción de Cristo. La escena está recorrida por multitud de detalles anecdóticos que la ilustran más convenientemente y la hacen más creíble. Destacan, entre ellos, la huida de algunos animales sobresaltados o, más contundente aún, el susto de los niños, uno refugiado tras la túnica de un apóstol, otro abrazado llorando al que coge y tranquiliza San Juan. El gesto de Cristo se trasmite al resto de las partes de la escena que expresan fehacientemente las reacciones ante lo sucedido y continúan el dinamismo y vivacidad que parte del centro.
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El Carro de Heno es el tríptico al que pertenece este panel lateral, situado a la izquierda de la escena principal. Remite a un viejo proverbio neerlandés, acerca de que los placeres del mundo son como el heno, que cada cual trata de tomar lo que puede, y que de nada sirven a la hora del Juicio Final. El tríptico abierto tiene una estructura narrativa que se inicia con la pérdida del Edén que podemos ver en esta tabla, se prolonga en la vida de pecado que presenta el panel central y culmina con el castigo en el ala lateral derecha, que nos presenta el Infierno.
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Miguel Ángel situó en esta escena dos episodios del Génesis (3): la tentación y la expulsión del Paraíso de la misma manera que se venía haciendo en el mundo gótico. En la zona izquierda de la composición hallamos a los primeros padres junto al árbol de la tentación en cuyo tronco se enrosca una serpiente con tronco femenino que entrega el fruto a Eva, recostada sobre unas rocas exultante de belleza - inspirándose el maestro en la antigüedad clásica - mientras que Adán parece intentar evitar la tentación. En la derecha se ubica la expulsión del Paraíso protagonizada por un ángel vestido con una túnica roja que espada en ristre procede a arrojar a los pecadores del Edén, destacando sus rostros de tristeza y el envejecimiento de Eva. Ambas escenas tiene lugar al aire libre, recortándose las figuras sobre un fondo celeste, destacando los escorzos y el movimiento que manifiestan.Las figuras están inspiradas en Jacopo della Quercia; sus anatomías son potentes, escultóricas, volumétricas, perfectamente dibujadas por el maestro que también se preocupa por sus expresiones, dotando de fuerza, energía y tensión a los diferentes momentos que nos presenta, recurriendo al color como elemento transmisor de sensaciones. El interés narrativo que Buonarroti nos presenta también resulta interesante, obteniendo una composición muy acertada en la que se aprecia la primacía del cuerpo humano desnudo, enlazando con los principios escultóricos que él siempre manifestará.
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La escena de la expulsión de los primeros padres del Paraíso se sitúa en el compartimento superior del lateral izquierdo de la capilla Brancacci. Algunos especialistas quieren ver aquí la primera obra que realizó Masaccio en la capilla, aunque existen diversas opiniones. También se ha lanzado la idea de un fresco en sucesivas fases, considerándose que la primera figura sería el ángel de la zona superior, después se ejecutó Adán, posteriormente Eva y, por último, la puerta del Paraíso de donde procede la luz divina. A finales del siglo XVII los sexos de ambas figuras se cubrieron de ramajes - especulándose que ocurriera en tiempos de Cósimo III, de famosa mojigatería - que han sido recientemente eliminados. La escena está cargada de dramatismo, destacando los rostros de ambos personajes y la actitud de Adán al llevarse las manos a la cara, así como la dureza y sequedad del paisaje por donde se encaminan las figuras. Sus cuerpos desnudos están inspirados en las estatuas clásicas y en las obras de Donatello, interesándose por los efectos anatómicos y volumétricos a través de la iluminación empleada. El fondo azulado se aleja de la capa de pan de oro que servía de cierre en los tiempos góticos, iniciándose con Masaccio la búsqueda de la perspectiva típica del Quattrocento.
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Las esculturas de Josep Clarà reflejan perfectamente la razón, la armonía y la depuración de las formas, características que marcan la obra de los noucentistes y, a la vez, plasman la representación de la mujer catalana ideal, definida por Eugeni d'Ors en "La bien plantada". El escultor, principal figura de la escultura catalana durante diversas décadas, opta por unos planteamientos estéticos derivados de un clasicismo de raíz mediterránea basado en un rigor formal y una claridad de concepto que se traducen plásticamente en la representación de la figura femenina de formas rotundas.
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La llegada a Zaragoza de Antonio González Velázquez permitió ampliar los conocimientos de Francisco Bayeu, apreciándose en sus obras ecos de la pintura decorativista barroca, especialmente de Corrado Giaquinto. Precisamente este lienzo que contemplamos es una copia que ejecutó Bayeu del cuadro pintado por Giaquinto para la iglesia de San Giovanni di Dio en Roma. El santo anacoreta aparece sentado sobre una roca, admirando la aparición del ángel que con su mano izquierda señala al cielo, rodeado de elementos que simbolizan su ascetismo y penitencia. Una clara línea diagonal organiza la composición en la que destaca la expresividad del rostro del santo y la soltura de la pincelada. Las tonalidades oscuras empleadas constatan esa relación con el mundo barroco.
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La historia relata uno de los sucesos milagrosos que aconteció a San Francisco mientras lanzaba un sermón a otros hermanos de la orden. El centro compositivo es la figura voluminosa del santo que se eleva desde el nivel del suelo llamado por Cristo, que aparece de entre el cielo. La corporeidad de San Francisco contrasta con la vaporosidad conseguida en la textura de la nube que lo levanta. El santo se muestra en pleno éxtasis ascensional con los brazos extendidos hacia el Santo Padre, es decir, a imitación de Cristo, iconografía desarrollada ampliamente en las escenas del templo. El dinamismo creado en el eje compositivo queda un tanto atenuado en la masa donde figuran los hermanos franciscanos, en el extremo izquierdo. Se recortan perfectamente sobre el fondo de los coloridos edificios, aunque, salvo sus gestos sorpresivos, no están efectivamente ejecutados. De ahí que los especialistas hayan pensado en un aplicado colaborador del maestro italiano.
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Caravaggio estudió con Peterzano y a través de él asimiló las características de la Escuela lombarda. Pueden apreciarse en el tratamiento del paisaje y en el delicado equilibrio entre color y dibujo, algo que por ejemplo los venecianos habían inclinado en favor del colorido pleno. El cuadro está compuesto con audacia que proviene de los atrevimientos manieristas: el cuerpo tendido del santo dibuja una pronunciada diagonal que divide la superficie pictórica en dos mitades desiguales: en la superior sólo puede apreciarse la oscuridad de la floresta; toda la acción y la luz se concentran en la mitad inferior. Caravaggio emplea el claroscuro tenebrista, aunque de una manera muy dulce, extendida con suavidad sobre los dos cuerpos y no con la violencia de contrastes que podemos encontrar en otras de sus obras. El artista plasma simultáneamente dos episodios de la vida de San Francisco, lo cual no es demasiado ortodoxo para la doctrina cristiana: San Francisco está tendido tras haber recibido los estigmas de Cristo y al mismo tiempo está en éxtasis, lo que se supone posterior. De este modo, el pintor consigue aunar la causa y el efecto de la crisis de amor divino que ha sufrido el personaje, cariñosamente acunado por un ángel de hermosura juvenil y tremendo realismo.
contexto
Sin embargo, los problemas para el emperador no terminaron con la firma del Tratado de Niza. El avance turco en el mar -con destrozo de la flota genovesa y veneciana (1538) -y en el Continente- con la ocupación casi completa de Hungría (1541)-, el fracaso en Argel (1541), y la revuelta de Gante (1539), dieron facilidades a Francisco I para intentar mermar aún más a su enemigo. Al mismo tiempo, la investidura en 1540 del príncipe Felipe como duque de Milán le decidió a intervenir. La alianza con los príncipes protestantes alemanes, dispuestos, sobre todo el duque de Clèves, a atacar los Países Bajos, y con Solimán II, muy fortalecido tras las últimas victorias, le proporcionó los medios. Carlos, contando al menos con la ayuda de Enrique VIII, una vez desaparecido el problema de la reina Catalina, muerta en 1536, marchó hacia los Países Bajos, derrotando al duque de Clèves (1543), y acordó con la Dieta de Spira una tregua religiosa a cambio de la financiación de la guerra contra Francia. Pudo dirigirse entonces con las manos libres contra ésta, que con ayuda de la flota turca de Barbarroja, había sitiado Niza (1544). La invasión por la frontera norte francesa consiguió la firma de la paz en Crépy (1544), por la que Francia renunciaba a la alianza turca y a sus pretensiones sobre Nápoles y los Países Bajos, mientras que Milán se entregaría como dote a la sobrina del emperador, Ana de Austria, que casaría con el duque de Orleáns, segundogénito de Francisco I, matrimonio que no llegó a efecto por la muerte del duque. Con la paz, se pudo reunir al fin el Concilio en Trento, que había tenido que ser aplazado. A la paz de Crépy sucedió en Italia una tregua inusitadamente larga. Los contendientes, agotados, tendrán otros problemas que atender. El emperador, el problema de los príncipes alemanes, el descontento creciente en los Países Bajos y la perenne amenaza turca. Y el nuevo rey de Francia, Enrique II (1547-1559), la guerra con Inglaterra, que terminó en 1546, y su intervención en el Imperio como aliado de los príncipes protestantes y defensor de las libertades germánicas. La inestabilidad interna italiana no va a tardar en reproducir el conflicto, que rebrotará con motivo de la posesión de los ducados de Parma y Plasencia, que Carlos deseaba reunir a Milán para contar con las cuantiosas aportaciones económicas que esperaba de ellos. Enfrente encontró la lógica oposición de Francia, que no quería un mayor engrandecimiento de su rival, y del papa Paulo III, que los deseaba para su hijo Octavio Farnesio, casado con la hija natural del emperador, Margarita. El conflicto no tardará en solucionarse, ante la reproducción de la guerra en 1552 con los príncipes alemanes, que deseaban atajar tanto el Papa como el emperador. En enero de ese mismo año habían firmado en Chambord un tratado de alianza militar los jefes de la Liga de Esmalcalda y el rey de Francia, que reconocía a éste el derecho a apoderarse de Cambrai, Metz, Toul y Verdún, lo que inmediatamente hizo, mientras Mauricio de Sajonia atacaba por el Tirol y los turcos aprovechaban la ocasión para avanzar por el banato de Temesvar. Carlos tuvo que huir de Insbrück y aceptar en junio de 1552 el tratado de Passau, que permitía a los príncipes protestantes el ejercicio de su religión a cambio de romper la alianza con Francia y luchar contra el turco. Con las manos libres en este sentido, el emperador se dirigió contra el ejército de Enrique II, y durante los años siguientes la guerra transcurrió con fortuna desigual. La paz de Augsburgo (1555) ratificaba en el Imperio la ruptura religiosa. Se añadieron a los conflictos de estos años el ataque francés a Córcega (1553), que era de Génova, a la que el príncipe Felipe socorrió desde España para asegurar la amistad de la fiel república italiana, y la rebelión en el mismo año de Siena, alentada por los franceses, que terminó en 1555 con la independencia de ésta. Con la mediación del Papa y de Inglaterra, cuya reina María había desposado al futuro Felipe II en 1554, terminaron los enfrentamientos hispano-franceses en frentes tan diversos por la paz de Vaucelles de 1556, que estableció una tregua de cinco años sobre la base del statu quo en el momento inicial de la guerra, situación que beneficiaba a Francia.