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Para albergar estos cultos, existieron desde épocas primitivas templos en forma de cabaña, como ha podido comprobarse en el santuario de Satricum, en el Lacio. Pero lo cierto es que hasta principios del siglo VI a. C. no encontramos verdaderos templos de carácter monumental, con una arquitectura peculiar y de cierto empeño; da la impresión, en efecto, de que antes no había existido la posibilidad de unificar recursos para una labor de este tipo. Ahora ya se consigue, pero tampoco se llega muy lejos: en una época en que los piadosísimos ciudadanos de la Hélade construyen imponentes templos de piedra a sus dioses, los etruscos se contentan con levantar obras de adobe y madera, aunque, eso sí, cubiertas de terracotas multicolores. Los primeros pasos del templo etrusco, e incluso su consolidación como esquema a lo largo del arcaísmo, suponen aún un grave problema difícil de abordar. Si antes señalábamos las confusiones a que puede dar lugar la interpretación de los cimientos, habremos de añadir ahora otro detalle aún más intranquilizador: a la luz de los restos que nos han llegado, parece que los arquitectos etruscos -acostumbrados sin duda a construir muros levantando postes y después rellenando los espacios intermedios con adobe o tapial- sienten las columnatas y los muros, no como dos estructuras distintas, sino como dos meras variantes, a menudo intercambiables, de una misma estructura. Hasta la época helenística se trata de una práctica común, hasta el punto, por ejemplo, de que hoy resulta a menudo imposible decidir si un templo tiene sus costados en forma de columnata o en forma de muro, y, por tanto, si en planta ha de ser considerado como una nave flanqueada por columnatas, como tres naves paralelas o -solución también posible- como una nave con dos pasillos a los lados. Este problema se plantea de hecho ante cada templo que aparece bajo la piqueta del arqueólogo, y nunca hay acuerdo entre los investigadores. Pese a estas incógnitas, sin duda de enorme peso, cabe por lo menos dar algunas notas que caracterizan el templo etrusco y que, desde luego, lo acreditan como una creación peculiar, ajena al templo helénico, heredera de la cabaña villanoviana, y capaz de ensayos, desarrollo y creatividad muy acusados. En primer lugar, es característico del templo etrusco el estar colocado encima de un podio, con una escalinata por delante. La razón práctica que incitó a este planteamiento es la misma que llevó a los griegos a crear las plataformas escalonadas de sus templos: aislar del húmedo suelo la madera de las columnas y el barro de los muros; pero podemos decir que esta base realzada no siempre existió: el templo de Poggio Casetta (Bolsena), acaso el más antiguo que nos ha llegado (principios siglo VI a. C.), aún carece de él, al levantarse sobre dura roca. Otro elemento esencial es la importancia de la fachada a expensas de los lados y de la parte posterior. Salvo en casos manifiestos de helenización -como el templo menor (o Templo B) de Pyrgi, de h. 500 a. C.-, no existe nunca columnata por detrás, y tiende a haber en la parte anterior dos o tres filas de columnas, no siendo nunca más de una en los costados del edificio. Menos generalizado, pero bastante corriente también, es el hecho de que el templo etrusco, tras la columnata, sólo muestre una sala, la cella, con la estatua del dios, y no la sucesión de habitaciones (pronaos, naos, etc.) típica del templo griego. A cambio, por lo menos desde fines del siglo VI a. C., parece desarrollarse el templo de tres cellas yuxtapuestas, acaso a raíz del éxito que alcanzó el templo de Júpiter Capitolino en Roma. Pero, como hemos señalado, es a veces imposible decidir si, en vez de cellas laterales, no nos hallamos ante las llamadas alas, limitadas hacia el exterior por muros o columnas. Incluso se ha planteado en ciertos casos la posibilidad de naves laterales que abriesen directamente a la central, como en el esquema de liwan que citábamos en los edificios palaciegos. Para el alzado del templo, finalmente, no nos queda más remedio que acudir al siempre discutido texto donde Vitruvio nos describe, orgulloso de sus orígenes itálicos, lo que él considera el prototipo del templo toscano (De Architect., IV, 7). Allí, además de darnos normas para las proporciones de la planta, en el caso de que el templo tenga tres cellas, nos señala cómo se construye la columna etrusca (muy parecida a la dórica, pero sin estrías y con una base semejante al capitel invertido), y cómo se coloca el arquitrabe, con todos los maderos que componen, por encima, el tejado a dos aguas. Ilustrando su texto con algunas maquetas votivas halladas en Etruria y el Lacio, puede hoy imaginarse uno perfectamente los tejados bajos, de anchos aleros, cubiertos profusamente de tejas, acróteras, antefijas y otras placas decorativas. Sin duda, lo más ostentoso de estas estructuras eran esos revestimientos, que protegían todas las maderas: había, como en los palacios, frisos y esculturas, y además, en la fachada, un tejadillo sobre el arquitrabe y una gran placa de terracota sobre el extremo de la viga maestra o columen. Todos estos elementos de la superestructura, que alegraban las acrópolis etruscas a la vez que daban sensación de estabilidad y peso al templo, caerán siglos más tarde al entrar las modas griegas; pero el podio y los elementos estructurales más característicos habrán de pervivir para siempre en el templo romano clásico: sin duda constituyen el hallazgo de la arquitectura etrusca destinado a más larga trayectoria.
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La importancia adquirida por Tebas durante el Imperio Nuevo, como capital de Egipto y de sus vastos dominios asiáticos y africanos, hizo del santuario de Amón, el dios del cantón tebano, el principal centro religioso y cultural del país. El núcleo del mismo lo constituía el templo de Karnak -aldea amurallada, en el dialecto árabe actual- en cuyas cercanías se hallaban otros supeditados a él. Entre éstos destacaban en primer lugar el de su esposa Mut y el de su hijo Khons, que formaban con Amón la trinidad tebana; y en segundo lugar, el de Montu, el también dios local a quien Amón había ido relegando a un término secundario conforme crecía su importancia como padre de los monarcas de la Dinastía XVIII y, en consecuencia, como rey de los demás dioses del Imperio. Exponente del poder y la riqueza adquiridos por el templo de Amón es el dato de que, en tiempos de Ramsés III, sus propiedades ascendiesen a más de dos tercios de las de todos los demás dioses. Hacia Karnak convergían no sólo los templos más próximos antes citados, sino otros más distantes como el de Luxor y el funerario de la reina Hatshepsut, en Deir el-Bahari... Fruto de una labor continua de construcción, realizada durante más de 1500 años, Karnak es un conglomerado de pílonos, puertas, patios, explanadas, pórticos, salas hipóstilas, templos auxiliares, capillas, obeliscos, escaleras, corredores, celdas, pasadizos y recovecos sin fin, a los que sólo el faraón, los sacerdotes y el personal auxiliar del templo tenían acceso. Este laberíntico complejo responde a la idiosincrasia del egipcio antiguo, maestro en el arte de enfrascarse en los misterios del Más Allá, del origen del mundo y de la naturaleza de los dioses. Su "Libro de los Muertos" es uno de los intentos, quizá el más logrado, de suministrar al hombre un mapa del otro mundo. Sólo como paradoja es lícito afirmar que en Egipto no se planificó un edificio con regularidad geométrica hasta que llegaron los griegos. Pero lo cierto es que un examen atento de unos buenos planos de conjuntos como los de Karnak y Luxor pone de manifiesto continuas desviaciones y distorsiones de ejes, series de pílonos deliberadamente desequilibradas, etc. La planta misma del muro de adobe que circunvala Karnak es un trapezoide de lados de longitud desigual -530 m. por el norte, 510 por el sur, otros 510 por el este, y 710 por el oeste-, sin que se comprenda la razón de tales diferencias. Pese a la vastedad de sus dimensiones, el núcleo del templo de Amón es como un templo de pílono normal. Ocurrió, sí, que al núcleo se fueron añadiendo más patios, pílonos, salas columnadas y templos auxiliares, por delante y por detrás, amén de una serie transversal de explanadas y pílonos que por el lado sur de su parte media lo enlazaban con el vecino santuario de Mut. Se formaba así una vía procesional, en la que se alzaban los Pílonos VII, VIII, IX y X, este último como puerta de comunicación con el exterior del recinto, dando paso a una avenida de esfinges. El eje principal del conjunto, sobre el que se alinean las puertas de los Pílonos I a VI, orientado de noroeste a sudeste, no parece obedecer a otro imperativo que el de hacerlo estrictamente perpendicular al cauce del Nilo, que discurre a unos 600 metros del primero de los pílonos. El canal de comunicación del templo con el río terminaba en el desembarcadero que hoy aparece como plataforma al comienzo de la avenida de esfinges criocéfalas. En esta plataforma subsiste uno de los dos obeliscos pequeños erigidos en ella por Seti II, interesante por darnos completa su titulatura real. Las esfinges criocéfalas, con sus cuerpos de león y sus cabezas de carnero, el carnero de Amón, protegen a diminutas figuras osíricas de Ramsés II, el donante de estas cincuenta piezas y de otras muchas, que desde la época bubástida se alinean apretadamente ante los pórticos del primer patio, al que fueron trasladadas. Cada una de las torres del Pílono I, muestra en su tercio inferior las cuatro ranuras verticales en que encajaban los mástiles de madera de cedro, forrada de cobre, cuyas puntas alcanzaban el cielo, para las banderas que ondeaban por encima de las torres. Las cuatro ventanas que se abren sobre dichas ranuras en el primero y segundo piso (daba acceso a éstos una escalera interior) servían para el manejo y la sujeción de los mástiles correspondientes. Lo mismo el pílono que los dos pórticos laterales del patio que se abre a sus espaldas, fueron construidos por Sheshonk I (945-924 a. C.), fundador de la Dinastía XXII, que aprovechando la división de Israel a la muerte de Salomón, recuperó para Egipto una buena parte de Palestina y fue reconocido como soberano por las ciudades fenicias. El intendente de sus obras dejó memoria, en una estela de Silsileh, de las llevadas a cabo por él en Karnak: "Su Majestad ordenó construir un pílono muy grande... para embellecer Tebas... y hacer un patio de Hebsed para la casa de su padre, Amón-Re, rey de los dioses y rodearlo de una columnata". Pero ni ésta ni el pílono estuvieron nunca acabados del todo: la torre norte del pílono no pasó de las 32 hiladas de sillares, mientras que la sur recibió las 45 previstas, alcanzando así los 31,65 m. de altura. La cantería de los paramentos quedó falta de la última mano -salvo en las puertas- y desprovista de los acostumbrados bajorrelieves, inscripciones y colosos. En el Patio I así formado, de 100 m. de ancho por 82 de fondo, se alzan hoy varios edificios construidos entre fines de la Dinastía XVIII y la época ptolemaica. Los más antiguos son el Pílono II y el vestíbulo que lo precede, iniciados ambos por Horemheb en el tránsito de la Dinastía XVIII a la XIX, y terminados por Ramsés I y Ramsés II, que no tuvieron reparo en usurpar las cartelas de su antecesor. En lo que de los relieves queda se advierte el buen hacer del escultor de la época. Pese a lo tardío de las fechas, este Patio I, llamado por Champollion "La Grande Cour du Palais" ha sido más afortunado en la conservación de su capacidad evocadora que ningún otro de los patios de Karnak. Los austeros pórticos laterales, desprovistos de toda ornamentación salvo allí donde los Bubástidas dejaron memoria de sí (ángulo suroeste); la apretada formación a que fueron sometidas las esfinges criocéfalas de Ramsés II (hermanas de las que preceden al Pílono I), y que aquí parecen apacentadas por los colosos pastores diseminados por el patio: Ramsés II, Pinedjem (con su diminuta esposa ante sus rodillas), Ramsés III a las puertas de su templo-descansadero. Pero todas estas figuras verticales quedan empequeñecidas ante el más delicioso de los monumentos de Taharca, la columna umbelífera que le usurpó el primer Psamético. Champollión no dejó de observar oportunamente en su cuaderno: "En el centro del Gran Patio del Palacio existían doce columnas, o mejor, doce imitaciones a gran tamaño del amuleto (uadi), para servir de soporte a las sagradas enseñas de Amón y del Rey que habitaban en el edificio. Se debe observar, en efecto, que estas construcciones no tienen en modo alguno el galbo de una columna, sino que son más alargadas, más estrechas por debajo de la campana". Al noroeste del patio, muy cerca del Pílono I, se halla un edificio aislado: el templo-descansadero de Seti II, destinado a cobijar las barcas procesionales de la triada tebana en una de sus muchas estaciones. El templo tiene la forma de una casa de planta rectangular y paredes ataludadas, con tres puertas y tres estancias incomunicadas entre sí y sólo iluminadas por las puertas. Sus respectivos destinos se hallan acreditados por los relieves de los muros, poco más que tenues grabados: la estancia del oeste correspondía a la barca de Mut, la del centro a la de Amón, y la del este a la de Khons. Los nichos de la pared del fondo cobijaban estatuas del faraón. El grueso muro de la fachada está flanqueado por resaltes ribeteados de molduras de toro y coronado por un toro y un caveto como si fuese un pílono. En el extremo opuesto del patio, y transversal al eje del mismo, Ramsés III edificó otro reposadero mucho más grande y suntuoso que el de su predecesor, tanto que podría calificarse de monumental -pues mide 60 m. de largo- si se encontrase en un lugar distinto de Karnak, donde todo alcanza dimensiones gigantescas. El edificio responde al prototipo del templo más simple del Imperio Nuevo: pílono, patio, vestíbulo, sala hipóstila y santuario, en este caso tripartito, para alojar las tres barcas sagradas. El pílono, precedido de dos colosos, mediocres artísticamente, de Ramsés III, carece hoy de coronamiento, pero muestra los bajorrelieves de rigor, en los cuales y como de costumbre, el faraón sacrifica a numerosos cautivos, tanto de invasores del norte como del sur. En las jambas de la puerta, la titulatura regia alterna en franjas horizontales con cestillas portadoras de tres signos jeroglíficos: el "uas" (prosperidad), el "ankh" (vida) y el "died" (estabilidad). Pilares osíricos con las coronas del Alto y del Bajo Egipto representan en efigie a Ramsés soportando el arquitrabe en que se lee: "El ha hecho la Casa de Ramsés, soberano de Heliópolis, en la Casa de Amón, toda nueva en piedra blanca, perfecta, sólida". La Sala Hipóstila de Karnak, una de las más grandes creaciones de la arquitectura egipcia, ocupa el amplio espacio existente entre el Pílono II (Horemheb-Ramesidas) y su probable predecesor, el Pílono III (Amenofis III). El pétreo bosque encantado, de 134 columnas, sobrecoge al espectador, primero por su belleza, después por su descomunal y soberbia grandiosidad. Las columnas mayores, de capiteles abiertos o campaniformes, y las menores, de capiteles cerrados, se aprietan mucho unas a otras, no tanto en la nave mayor, longitudinal, y en la también mayor transversal, como en las paralelas a estos ejes. El volumen de las masas pétreas, la angostura de los intercolumnios, la altura y el enorme resalte de las basas columnarias, producen en el espectador una sensación de agobio y estrechez que llega a hacerse angustiosa cuando un grupo de personas se pone en movimiento. Una vez más se manifiesta aquí la tendencia egipcia a evitar los espacios interiores amplios. Sólo en las citadas naves central y transversal se experimenta cierto desahogo, lo que confirma la sensación de que a ellas se limitaba el paso de los cortejos y de las andas procesionales. La proximidad de las paredes y el hecho de que éstas se encuentren materialmente cubiertas de figuras, ornamentos y jeroglíficos, tanto si se trata de muros como de columnas, hace que el espectador se encuentre preso en la tela de araña de un mundo de fantasía que debía resultar alucinante cuando el color que animaba a aquellos elementos conservase su fuerza original. De este modo el espectador quedaba incorporado a ese mundo, fascinado o desconcertado por él, si no lograba entenderlo. Cuenta Tácito en sus "Anales" (1I, 60) un curioso episodio de la vida de Germánico: su visita a Egipto, una visita arqueológica -cognoscendae antiquitatis-, hecha so pretexto de administrar la provincia. La visita a las grandes minas de Tebas le hizo sentir la necesidad de entender los jeroglíficos -litterae Aegyptiae-, patentes en sus edificios colosales, por lo que requirió el auxilio de un anciano sacerdote que le tradujo lo escrito. El resumen que de ello hace Tácito, podría estar tomado de las inscripciones de Seti I y de Ramsés II conservadas hoy en los muros norte y sur de esta sala: "Se leía también el detalle de los tributos impuestos a estos pueblos, los pesos del oro y de la plata, la cantidad de armas y de caballos, las ofrendas para los templos, en marfil y en perfumes, las cantidades de grano y las otras provisiones que cada nación debía proporcionar...". En suma, que quienes a lo largo del Imperio Nuevo orquestaron el conjunto arquitectónico, escultórico y gráfico que son éste y otros parajes de Karnak, alcanzaron su objetivo de incorporar a su trama no sólo a los egipcios antiguos sino a cuantos después de ellos se han internado en el mágico laberinto de sus piedras. Las excavaciones llevadas a cabo en el recinto de la Sala Hipóstila han desvelado su génesis, en verdad sorprendente, porque habiendo alcanzado esta sala como "opus architectonicum" un resultado tan perfecto, nadie diría que no estaba prevista como tal desde sus primeros pasos. Bien, pues, aunque parezca mentira, el primer proyecto se limitaba a una avenida, entre dos pílonos, formada por dos hileras de seis columnas papiriformes, de capiteles acampanados, entre dos muros paralelos, es decir, lo mismo que los arquitectos de Amenofis III acababan de hacer o estaban haciendo en Luxor. Las excavaciones han descubierto los cimientos de los muros laterales y comprobado que fueron aprovechados para levantar las primeras columnas de capiteles cerrados. Sobre los arquitrabes de éstas se alzaron pilares y arquitrabes que enmarcan los anchos ventanales, cerrados por celosías; éstos, a partir de ahora, iluminarían la nave central y salvarían la diferencia de nivel existente entre el techo de ésta y el de la sucesión de naves menores. Así la avenida originaria se convirtió en una sala de cien metros de anchura. Los Pílonos II y III quedaron como muros norte y sur del nuevo ambiente, y sólo en los otros dos lados, norte y sur, se edificaron muros nuevos, no ligados a los pílonos, sino encajonándolos, solución muy satisfactoria para la arquitectura egipcia. Sólo el Pílono III fue alterado por una pared adosada a su cara oeste, con el objeto de eliminar el talud de su paramento y aprovecharlo como asiento de extremos de arquitrabes. Cada columna se compone de una gruesa basa cilíndrica sin molduras, un fuste formado por once o doce tambores de alturas desiguales, partidos verticalmente en dos segmentos, un capitel y un ábaco prismático. Los arquitrabes de la nave central y de las dos contiguas a uno y otro lado de la misma, son paralelos a sus ejes longitudinales, mientras que los de las demás naves son transversales a las primeras. Cada una de las majestuosas columnas de la nave central ofrece en su parte media un ancho anillo, en relieve dividido en tres cuadros. En cada uno de éstos el rey rinde culto a diversos dioses y diosas, en su mayoría los de la trinidad tebana. Pero el faraón no siempre es el mismo: en los dos cuadros que gozan de mejor visibilidad para quienes van o vienen por la nave central, el orante y oferente es Ramsés II; en el tercio menos favorable, por mirar a las naves laterales, el regio personaje es Ramsés IV. También Ramsés II se encuentra siempre favorecido en las cartelas de los nombres insculpidos en las columnas, arquitrabes y cornisas. Los relieves de los muros se reparten equitativamente entre Seti I, a quien corresponden los de la parte norte, y Ramsés II, dueño absoluto del sector sur. Los relieves representan a ambos desempeñando sus funciones de reyes-sacerdotes, tanto en los actos del culto diario, desde la apertura del naos por la mañana al cierre y sello de su puerta al caer la noche, como en las solemnidades rituales propias y exclusivas del rey: coronación, Hebsed, apariciones y conversaciones con los dioses, muestras del favor de éstos, etc., junto a la más importante de las festividades: la fiesta del Apet, la procesión en que la trinidad tebana visitaba el templo de Luxor y los monumentos sepulcrales regios de Tebas Oeste, al otro lado del Nilo. Un problema que siempre ha intrigado a los estudiosos es el de explicar por qué los relieves de Seti I, y lo mismo sus jeroglíficos, sobresalen discretamente de la pared, mientras que los de Ramsés II están rehundidos en ella, o primero estuvieron resaltados y después fueron rehundidos a más profundidad. Si Ramsés hubiera hecho siempre relieves rehundidos, podría hablarse de gusto o de moda, pero no siendo así, hay quienes explican el fenómeno de la Sala Hipóstila como un deseo de manifestar que Ramsés actuó como rey desde su infancia a la par de su padre, mientras otros prefieren achacarlo a una falta de escrúpulos que no respetaba ni la más elemental piedad filial hacia el autor de sus días. Por el lado exterior del muro norte, Seti I relata sus campañas militares en magníficos relieves, acompañados de inscripciones jeroglíficas que explican minuciosamente quiénes son los enemigos, cuáles las plazas fieles y cuáles las hostiles al rey, accidentes geográficos relevantes, como ríos, oasis, bosques como los de los cedros del Líbano, todo, en fin, cuanto puede contribuir a una precisión descriptiva que culmina en la caracterización antropológica de los extranjeros con un rigor admirable. Las acciones terminan en dos grandes cuadros, uno a cada lado de la puerta, con una escena, siempre la misma: el holocausto de los prisioneros a los pies de Amón. El tono de la descripción es más o menos éste: "Año I del Rey del Alto y Bajo Egipto, Men-maat-re. Destrucción que la poderosa espada del faraón realizó entre los vencidos de Shasu (beduinos de Palestina), desde la fortaleza de Zolu (en la frontera egipcia del Sinaí) hasta Pa Kanana. Su Majestad marchó contra ellos como un león de penetrante mirada, haciendo de ellos cadáveres en sus valles, revueltos en su propia sangre, aniquilados. Cada uno que escapa de sus dedos dice: Su poder sobre los países lejanos es el poder de su padre Amón, que le ha otorgado una valerosa victoria sobre todos los países". Peor conservados están los relieves de Ramsés II en el exterior del muro sur. Quedan en él jirones de tres franjas, compuestas de modo semejante a las de Seti I en el muro norte, y mostrando, primero, las conquistas del faraón, después su retomo victorioso, y por último, su llegada al templo para hacer entrega del botín y de los vencidos al dios Amón. A los lados de la puerta, los relatos culminarán en sendos cuadros, de altura igual a la de los dos primeros registros, en los que se verá la matanza ritual de los prisioneros. Ramsés II repitió la relación de sus hazañas en tantos monumentos, que hoy las tenemos, mejor conservadas que aquí, en Luxor, en el Rameseum y sobre todo en Abu Simbel. La insistencia en sus triunfos, harto dudosos a veces; la constante presentación de sí mismo como héroe sin par, e incluso como dios, molestaban a los hititas, pero Ramsés los tranquilizaba asegurándoles que aquella propaganda estaba destinada a uso interno y que sus actos demostraban que no guardaba rencor ni malas intenciones hacia ellos. Y, en efecto, después de la batalla de Kadesh, de la que salió malparado, no volvió a guerrear en serio con los hititas. En prueba de su disposición, no tuvo reparo en dejar en este muro de Karnak, junto a la representación de la batalla de Ascalón, la transcripción de un documento histórico de excepcional importancia, el definitivo tratado de paz con los hititas, cuyos términos eran éstos: "No habrá hostilidades entre ellos, nunca más. Si otro enemigo viene contra las tierras de Usermare-Setp-n-Re, gran soberano de Egipto, y éste manda aviso al gran jefe de Kheta diciéndole: Ven a mi lado como refuerzo contra él, el gran jefe de Kheta vendrá y el gran jefe de Kheta reatará a su enemigo. Pero si el gran jefe de Kheta no tiene deseos de venir, enviará a su infantería y a sus carros y reatará a su enemigo". El arquitrabe del lado sur de la nave central lleva una inscripción en dos líneas; la inferior ofrece la dedicatoria de la Sala Hipóstila: "El ha hecho un santuario espléndido, el Ramsés-Merit-Amón, en la Casa de Amón, delante del Ipet-Sut", lo que significa que el recinto era una antesala del Ipet-Sut, el templo de Amón en sentido estricto, y no parte de éste, que tenía su entrada en el Pílono IV. En el Pílono III, aunque desmochado, se ve gran parte de la nave de 60 metros de eslora en que viajaban la custodia y la imagen de Amón, y la aún mayor barcaza, impulsada por pértigas, que remolcaba a la nave sagrada, excelentes relieves de Amenofis III. El amplio espacio cuadrado que hoy no es más que un dédalo de ruinas, contenía en el Imperio Medio un edificio de caliza blanca sobre cuyo eje se sucedían tres capillas consecutivas, todas con sus umbrales de granito rosa. La última de ellas debió de ser el santuario primitivo. En él se hallaba el pedestal de alabastro para el naos, con inscripción de Sesostris I, hoy en fragmentos. Este templo del Imperio Medio debió conservarse hasta tiempo de Hatshepsut, en que según nos informa una inscripción de la reina, lo precedía una sala de festivales, probablemente hipóstila. Delante de la misma, Hatshepsut edificó un templo de planta rectangular con muchas estancias interiores. El centro del nuevo templo fue reformado por Tutmés III, instalando el que había de ser probablemente el naos del santuario durante el resto del Imperio Nuevo y los siglos siguientes hasta la época de Alejandro Magno. Sólo entonces, el ya milenario sancta sanctorum fue reemplazado por el ahora existente, hecho y decorado en relieve en honor de Filipo Arrideo, hermano y sucesor de Alejandro. La obra revela la presteza de los griegos en amoldarse a la tradición religiosa del país conquistado y en presentar al rey de Macedonia como nuevo, legítimo faraón. Los Ptolomeos y después los romanos asumieron la herencia, y así el naos de Arrideo se ha conservado excepcionalmente bien. El resto es un cúmulo de magníficos despojos: restos de los Pílonos IV a VI; dos obeliscos enteros de Tutmés I y Hatshepsut apuntando aún al firmamento, junto a fragmentos de otros, tiempo ha derribados; pilares heráldicos de Tutmés III, con los grandiosos relieves de los papiros del Bajo Egipto y los lirios del Alto, de más bulto y lozanía que los bajorrelieves acompañantes; columnas de pórticos demolidos; estatuas osíricas ramesidas; un bello coloso de Amón y otro de Amonet, con el sensual estilo del retomo de Amarna, residuos del esplendor pasado, demasiado voluminosos o demasiado quebrados para no permanecer allí donde cayeron y eludir la suerte de tantos otros que han emigrado de Egipto y hallado cobijo en lejanos museos. Testimonio de pasadas grandezas y de la eternidad de Tebas a pesar de los pesares; porque las causas de la destrucción de esta Casa de Dios, tal vez la más importante que el hombre haya levantado nunca al Creador, no han sido naturales, sino puramente humanas, demasiado humanas. El fanatismo y la ignorancia se han ensañado con Karnak y Luxor como con pocos monumentos del mismo género. Hasta fechas increíblemente recientes, las autoridades locales no han vacilado siquiera ante la pólvora para hacer más expeditiva su labor demoledora. El gran Pílono II, que antecede a la Sala Hipóstila, fue salvado por los europeos hacia 1840, en pleno trance de demolición. "En 1843 -escribe Legrain- la obra devastadora continuaba aún y Selim Pachá, gobernador del Alto Egipto, reanudaba el expolio de las ruinas de Tebas, donde ya nueve templos o pílonos habían desaparecido para satisfacer necesidades del gobierno". Los Pilares Heráldicos del Tutmés III sostenían un arquitrabe de la llamada Sala de los Anales, relato de las campañas del faraón e inventario de las ofrendas que del botín de las mismas había hecho al templo de Amón. Tras lo mucho edificado por él en el cogollo del Ipet-Sut, Tutmés III levantó a continuación de la cabecera un edificio enteramente suyo, de grandes proporciones, el llamado Men-Khaper-Re-Akh-Menu, donde el nombre específico Akh-Menu significa "Brillante de Monumentos", vulgarmente conocido hoy como "Palacio del Festival". Aunque utilizado como escenario de la fiesta del Sed, el templo era un exvoto dedicado por Tutmés a los dioses de Egipto en reconocimiento de su venturoso reinado. Se accedía a él, ayer como hoy, por los peldaños de un portal precedido de dos colosos osíricos y de dos pilares decaexagonales. A mano derecha del vestíbulo se encuentra una serie de celdas paralelas, y a la izquierda, la entrada a un ambiente único en la arquitectura egipcia, a saber, una sala hipóstila de tres altas naves centrales sustentadas por columnas, rodeadas de una nave continua, de techo mucho más bajo, deslindada por pilares que dan la vuelta a todo el recinto. Estos 32 pilares sostienen arquitrabes a los que se superpone una galería de ventanas bajas, abiertas entre los techos de las naves centrales y los más bajos de las laterales. Aquí se ha querido ver un tipo de sala al que Vitrubio (VI, 8 s.) se refiere como "oecus Aegyptius", contraponiéndolo a otro tipo que él llama "Corinthius". Más interesante aún es el paralelismo que el arquitecto romano establece entre el "oecus Aegyptius" y la basílica clásica. Y en efecto, el ejemplar más antiguo conocido de ésta -la Basílica de Pompeya- está rodeado de una nave continua que recuerda a la de Karnak, si bien en aquélla los pilares están sustituidos por columnas adosadas en los lados mayores. Ya los antiguos vieron, por tanto, aquí una aportación egipcia a la arquitectura, que habría de transcender a sus manifestaciones romanas primero y cristianas más tarde. No es de extrañar, por ello, que en el siglo VI d. C. el Palacio del Festival fuese iglesia. Las columnas de esta sala, todas iguales y lisas, son curiosas por su forma rara, aunque no afortunada. Se las tiene por trasunto de los palos de una tienda de campaña, cuasi cilindros con un levísimo incremento de diámetro en sentido ascendente, y un capitel apenas diferenciado merced a un reborde inferior como exigua ala de sombrero. Mucho más jugosos y de calidad plástica insuperable (como de costumbre en Tutmés III, Hatshepsut y Amenofis III) son las cuatro columnas papiriformes fasciculadas de la Sala Botánica. En esta sala se advierte aún hoy el carácter votivo del Akh-Menu. Sus relieves murales ofrecen el inventario de lo que, con el nombre de Tierra de los Dioses, fue un paraíso egipcio -paradeísos en griego-, algo a lo que más tarde habían de ser muy dados los asirios y en general los magnates antiguos: el jardín de recreo, lleno de plantas y animales exóticos. Tal vez hoy la Isla de las Flores, en Elefantina, con tanto arbolado asiático, africano y antillano, reunido por las aficiones botánicas de Kitchener, alcance a darnos una visión profana de lo que fue el jardín consagrado por Tutmés como Tierra de los Dioses. Vides en sazón, crisantemos, mandrágoras, las mil variedades del dragoncillo y del iris, y multitud de otros arbustos y matas, alternan con mansas terneras, gacelas, garzas, ánades, tórtolas, avutardas, gallinetas y el sinfín de volátiles pobladores de arboledas y junqueras ribereñas, entre los que no falta ni podía faltar la reina de las aves del Alto Egipto, el halcón de Horus, dominador absoluto de los cielos del Nilo y de sus desiertos marginales. Obediente a su propensión a expresarse en jeroglíficos y a su genio para decirlo todo con dibujos cargados de significado, el escultor dispone en ordenados renglones a los pobladores de su jardín botánico. Como un Linneo del cincel, define escuetamente a sus especímenes: Nymphaea Caerulea, Arum Italicum, Mandrágora officinale... con el mismo espíritu con que sus jeroglíficos nos dicen al margen: "Año 25. Bajo la Majestad del Rey del Alto y Bajo Egipto, Men-Kheper-Re, que vive por siempre, plantas que su Majestad ha encontrado en el país de Retenu (Siria)... Todas las plantas extrañas, todas las flores que hay en la Tierra de los Dioses, que fueron encontradas por Su Majestad, cuando Su Majestad fue al Alto Retenu, para subyugar a todos los países, según el mandamiento de su padre Amón, que los puso bajo sus sandalias, desde este día y por millares de años...". Al sur del Ipet-Sut, un estanque rectangular, de 125 por 77 metros, embellece el paisaje reflejando en sus aguas el cielo azul y las doradas ruinas de piedra, con las agujas de los dos obeliscos próximos como trazos dominantes. Ningún testimonio escrito explica el porqué de este lago sagrado, y de ahí las interpretaciones al uso: escenario de navegaciones rituales para las divinas barcas; piscina en que los sacerdotes purificaban sus cuerpos como les estaba prescrito (aunque la prescripción mandaba que el agua había de ser fresca y cristalina, cualidades a las que malamente podía responder la de esta alberca); lugar de natural esparcimiento para las muchas aves, sobre todo gansos, que el templo albergaba, cebaba y sacrificaba al señor Amón... Quizá la tercera de estas hipótesis tenga mayores visos de realidad que las dos anteriores. Las antiquísimas y justamente célebres Ocas de Meidum, del Museo de El Cairo, hablan de la importancia de estas aves en el Egipto antiguo, importancia acrecentada con la hegemonía tebana al ser tenida una de sus variedades, la del bravo y agresivo ganso del Nilo -Chenalopex aegyptiaca-, por encarnación de Amón, lo mismo que el nilgo y el carnero de retorcida cuerna. En los "Anales" de Tutmés, inscritos en lo más sagrado del Ipet-Sut, hay constancia de lo que al respecto hizo el faraón: "Mi Majestad reunió para él bandadas de gansos que poblasen la pajarera del lago, para las ofrendas de cada día. Así mi Majestad le dio dos gansos cebados al día, corno dádiva perpetua para mi padre Amón...". Siendo pues así, pudieran tener razón quienes llaman "Escalera de las Ocas" a los peldaños de bajada al lago desde su borde. En éste se alza hoy un curioso monumento a un animal divinizado por los antiguos egipcios como exponente del proceso de la creación cósmica: el escarabajo, "kheper" en Egipto, sinónimo de Re, el sol naciente y poniente, pero significando también devenir, transformar. Como todos los insectos, experimenta el escarabajo una metamorfosis que lo hace nacer larva en el oscuro seno de la tierra para llegar al fin a ser alado poblador de su luminosa superficie. Ningún otro ser vivo amasa como él una esfera perfecta en que depositar sus huevos, una esfera que él hace rodar de forma comparable al movimiento diurno de la esfera solar entre el orto y el ocaso. La observación de tan singular comportamiento elevó al escarabajo desde el estercolero de su génesis a la radiante órbita, haciéndolo sinónimo del astro rey, y gala de la nomenclatura de su encarnación en la tierra, el faraón, como se advierte en el nombre predilecto de Tutmés III, Men-Kheper-Re. El colosal escarabajo remata un monolito cilíndrico dedicado por Amenofis III a Toum de Heliópolis. El texto explica que el escarabajo representa a khepri, que se eleva de la tierra. En el actual folclore de Karnak el monumento trae buena suerte a quien da una vuelta a su alrededor. Aquí comienza una serie de cuatro patios separados por otros tantos pílonos que enlazaban el templo de Amón con el de Mut, situado al sur de aquél. El Pílono VII, de Tutmés III, delimita un patio que se hizo célebre cuando en el año 1905 se hallaron en él 779 estatuas de piedra y unas 17.000 de bronce que los sacerdotes de los últimos tiempos ptolemaicos enterraron en fosas de catorce metros de profundidad. Junto a los colosos y obeliscos de Tutmés, hechos pedazos en su mayoría, el ala occidental del Pílono VII conserva una buena parte de la habitual representación del faraón sacrificando a una redada de prisioneros, en una grandilocuente relación de su campaña asiática. Los rostros barbados de los prisioneros, algunos de ellos vistos de frente, revelan su origen racial; son "los grandes de Retenu (Siria), de todas las montañas, de todas las tierras inaccesibles (o misteriosas)", como explica la inscripción acompañante. Ni qué decir tiene que Tutmés los arrolló sin contemplaciones. El Pílono VIII fue erigido por Hatshepsut, y el IX y X por Horemheb, siguiendo un eje curvado que va a tener una justa correspondencia en el templo de que hablamos a continuación.
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La emperatriz Faustina, esposa de Antonino Pío, murió a los 36 años, en el 141, y fue consagrada como diva. En su honor levantó el Senado un templo que sobresale por su armonía entre todos los de la romanidad. Su cella, convertida en iglesia de S. Lorenzo in Miranda desde el alto Medioevo, hace sobresalir hoy, por encima del pórtico original, el ático de su graciosa fachada del siglo XVII, en armónica simbiosis de romano clásico y barroco. El templo antoniniano se alza sobre un voluminoso podio de ancha escalera y altar (restaurada la primera). Un pórtico de seis columnas corintias, con capiteles y basas de mármol y fustes monolíticos de cipollino, seguidas de otras dos a cada lado, realza con su altura de 17 metros la importancia que para el romano de pura cepa tiene siempre la fachada. A la primitiva inscripción del arquitrabe, dedicada a Faustina, se sumó veinte años después la del cónyuge entonces fallecido, ésta en el friso, de modo que las dos rezasen: Divo Antonino et / Divae Faustinae ex s(senatus) c(consulto). El fuerte contraste que hoy forman el suntuoso pórtico con las modestas fachadas laterales de peperino lo paliaban en la Antigüedad el revestimiento de éstas con placas y pilastras de mármol, de las que sólo subsisten los capiteles de las esquinas y las huellas de las grapas que fijaban las placas a los sillares. El friso repite en toda su extensión un tema de grutesco, ese "adorno arquitectónico consistente en bichos y follajes", como lo define el diccionario de M. Moliner, y en una forma muy típica del siglo II: la pareja antitética de grifos de alas falciformes, separados por candelabros con matas y frondosos roleos de acanto. En medio de cada pareja de grifos se alza una crátera sobre pie de acanto, hacia la que las fieras levantan sus cabezas, deseosas de alcanzar el precioso contenido. Apolodoro de Damasco había utilizado el tema en uno de los frisos del Foro de Trajano pero en una versión más rica y quizá más profana: entre las cráteras y los grifos se interponen sendos amorcillos de piernas de acanto, que sirven a los grifos el vino que escancian, de jarritos, en páteras. Para un templo funerario como el de Faustina era mas apropiado el grupo heráldico, tal y como aparece, probablemente copiado de aquí, en algunos sarcófagos, no muchos, y tal vez pertenecientes a miembros de la familia imperial. Aunque no de su propiedad exclusiva, el grifo, cabalgadura de Apolo en la coraza del Augusto de Prima Porta, era la bestia sagrada del dios protector del césar, ante quien se humillaban los arimaspos y las amazonas, precursores de los bárbaros, en reverente acatamiento de la autoridad de Roma. Parejas de grifos decoraban el peto de la estatua de Mars Ultor y de muchas efigies triunfales de los emperadores. Ese simbolismo imperial y funeral ha de tener este friso de grifos y cráteras, único que se conserva in situ entre todos los de su género. Entre los disiecta membra de otros monumentos, son de recordar dos placas aserradas, procedentes de Torre Annunziata, y conservadas hoy en el Museo de Boston.
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En la misma línea de colosalismo que el Artemision de Efeso, desde el punto de vista de las proporciones, hemos de situar el Templo de Apolo en Dídyma, en las cercanías de Mileto, vinculado a un antiguo oráculo de Apolo. Los milesios no quisieron ser menos que los samios y los efesios, e incluso aspiraron a rivalizar con ellos erigiendo en honor de Apolo un templo díptero semejante a los construidos por aquéllos. La novedad principal es la conversión del templo propiamente dicho en un espacio descubierto, dentro del que se sitúa una capillita o naiskos para la imagen de culto. Esta especie de patio iba delimitado por un muro, de modo que desde el exterior daba la impresión de tratarse de la cella, puesto que, además, a su alrededor se dispone la doble perístasis. Como en el Artemision de Efeso, la parte inferior de los fustes iba esculpida, en este caso con figuras de korai jónicas. Magníficos los capiteles y las basas, que hacen gala de todo el refinamiento inherente a tan costosa arquitectura.
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Contiguo al Teatro de Marcelo en el Campo de Marte, y recuperado también enteramente en las excavaciones arqueológicas iniciadas en los años veinte, se encuentran el podio y tres columnas de algo más de 14 metros de alto del primer templo de Apolo que tuvo Roma. Fue construido a comienzos del principado de Augusto en sustitución de otro que, iniciado a partir de un altar, el llamado Apollinar, se remontaba al siglo V a. C., cuando Apollo Medicus, primer dios griego introducido en Roma, aunque no dentro del pomerium, libró a la población de los efectos calamitosos de la peste, pro valetudine populi (Livio, IV, 25, 3). La necesidad de desplazarlo para hacer sitio al Teatro de Marcelo dio ocasión a C. Sosio (cos. 33 a. C.), el almirante antoniano, de invertir la parte correspondiente de su botín de la Guerra de Judea, por la que celebró triunfo en el año 34 a. C., en la construcción de un magnífico edificio. Plinio y la posteridad lo conocerían como Templum Apollinis Sosiani. Su dedicación al culto debió de comenzar en el año 17 a. C. en que Sosio era uno de los "XV viri sacris faciundis" de los Juegos Seculares, pues la ornamentación está estrechamente relacionada con la del arco elevado por el Senado en honor de Augusto por la devolución de los estandartes y de los prisioneros romanos que estaban en poder de los partos (año 19 a. C.). Las excavaciones dieron la sorpresa, poco corriente en Roma, de recuperar en buena parte un edificio del que no se tenían más que referencias literarias. El templo se alzaba sobre un podio de 5,5 metros de alto, de toba y travertino, relleno de hormigón, y era un pseudoperíptero corintio, de seis columnas de fachada y tres a cada lado del pronaos. Seguía una cella de siete columnas, adosadas al exterior de los muros laterales, todos ellos de travertino estucado, señal de arcaísmo. Las del pórtico y el entablamento eran, en cambio, de mármol blanco y las de las edículas del interior del polícromo africano. Muchos de los rasgos estilísticos de la arquitectura y la escultura del templo, han hecho pensar en un taller asiático, y no porque Sosio hubiese sido procónsul de Siria y de Cilicia durante cuatro años. Los cables de las basas áticas de las columnas; la alternancia de estrías anchas y estrechas en los fustes; los enormes capiteles, hechos en dos piezas de atormentada labra; las cuatro fasciae del arquitrabe en lugar de las habituales tres, y la más alta de ellas adornada con estrígiles; la temática del friso exterior -guirnaldas de laurel pendientes de bucráneos de grutesco y en el centro de cada tramo un candelabro sobre un trébede, indicando que el titular del edificio era Apolo-. Nada de ello es típico de la arquitectura augústea, pero en cambio es muy expresivo todo de la situación reinante en Roma, en que junto al clasicismo se producían manifestaciones de arte puramente helenístico. Incluso en partes del friso histórico de la cella -representación del triunfo sobre Judea- parecen haberse ocupado escultores locales, exponentes del arte considerado popular, como los que hicieron los frisos pequeños del interior del Ara Pacis.
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La complejidad compositiva en la línea de armonía de contrarios marcada por Iktinos, es la principal aportación de Mnesiklés a la obra de los Propíleos y el rasgo más atractivo de una obra que bastante tiene con no desdecir del Partenón, como ya reconocieron los contemporáneos. Sobre un bastión aislado y angosto del espolón suroccidental de la Acrópolis se erigió un templo pequeño a Atenea como diosa de la victoria. La construcción fue acordada en 449 para conmemorar el tratado de paz firmado por Kallias con los persas, pero las obras se demoraron, porque su promotor era Cimón, el rival conservador de Pericles, y éste y su partido pusieron todas las trabas imaginables, para que nada entorpeciera las obras propugnadas por ellos. El proyecto se encargó nada menos que a Kallíkrates, que, cansado y aburrido de esperar, acabó por desarrollarlo poco después de 449 en el santuario de la Madre de los Dioses en Agrai, a orillas del Ilissós, cerca de Atenas. Transcurrió un cuarto de siglo hasta que en 421, tras la paz de Nikias, el partido conservador se salió con la suya e impuso el viejo proyecto de Kallíkrates, que no sólo se había quedado anticuado, sino que hubo de ser reducido por falta de espacio. El modelo tetrástilo anfipróstilo proyectado por Kallíkrates resulta precioso en jónico, pero la estrechez del lugar impedía desarrollarlo. La solución consistió en suprimir el pronaos y dar al frente de acceso a la cella la apariencia de un templo in antis. Un verdadero alarde de perspicacia y sensibilidad, al que hemos de sumar el encanto del orden jónico, todo lo cual hace del templo de Atenea Nike una especie de graciosa miniatura entre los imponentes edificios dóricos.
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La divinidad y la fisonomía de Hathor se perfilan ya en época predinástica, donde su cabeza de diosa-vaca asoma por dos veces en el ático de la Paleta de Narmer. Su remota antigüedad explica que con el tiempo sus atribuciones se diversificasen según sus lugares de culto, ocho de los cuales parecen haber estado representados en los célebres grupos de Mikerinos. Su nombre significa "Mansión de Horus", dios del que ella era esposa y amante, y por lo mismo, diosa del amor y del firmamento en que Horus reside. En Kom Ombo tenía Hathor, al sur del recinto del templo, una capilla aislada en la que una mujer de época romana, Petronia, le dedica una inscripción en griego donde la llama Afrodita. En Tebas se la representa en forma de vaca, aunque no sabemos que hubiera allí una vaca sagrada, equivalente al toro Apis de Menfis. En una de las criptas de Dendera se halló una vaca momificada, lo que ya es un indicio más positivo. Pero aquí se la adoraba también como diosa del trigo, la dorada espiga, lo que es compatible, como en el caso de Perséfona, con ciertas atribuciones en el mundo de los muertos, bien acreditadas en Deir el-Bahari. Inscripciones de las criptas del templo de Dendera que mencionan a Keops y a Pepi I delatan la antigüedad de los cultos en aquel lugar. Hay constancia de obras de restauración realizadas por Tutmés III, de modo que el culto y los edificios dedicados al mismo debían de tener muchos siglos cuando Nectanebo I edificó su "mammisi" y los últimos Ptolomeos y todos los Julio-Claudios optaron por construir un templo de nueva planta, conforme al criterio y al gusto de los tiempos. La planta del de Dendera se parece mucho a la de Edfú con la diferencia de que aquél nunca llegó a tener el patio porticado y el pílono monumental que anteceden a éste. De modo que hoy se llega directamente a un estupendo pronaos, cerrado hasta media altura de las columnas por los muros habituales en los intercolumnios de la época. Levantando la vista hacia la cornisa, se distingue en ella una inscripción en griego que nos dice que el constructor de la fachada fue el emperador Tiberio. Esto significa que hasta época de Augusto, el templo tenía como vestíbulo la llamada Sala de la Aparición, situada a continuación y sustentada en seis columnas con capiteles dactiliformes con dados hathóricos. Estos capiteles se pusieron de moda entonces y el arquitecto de los Julio-Claudios disfrutó colocando veinticuatro de ellos, con cuatro cabezas hathóricas cada uno, en los enormes capiteles del pronaos. El templo de Hathor no está orientado hacia el este, como de costumbre, porque en esta zona el Nilo corre de este a oeste y no de sur a norte, de modo que el arquitecto se atuvo en este punto a lo que en la práctica se venía haciendo: enfilar el curso del Nilo, aunque a la hora de hablar de los ritos, el lado norte fuese el lado oriental, y el sur, donde se levantó el templo de Isis, el lado oeste. En los relieves del pronaos están representados como faraones todos los miembros de la dinastía reinante en Roma, sobre todo Nerón, que debió ser el que dio remate a la obra. En las cartelas de la puerta de la muralla exterior del recinto se cita a Domiciano y a Trajano (a éste con los "cognomina" de Germánico y Dácico), pero no se sabe que estos dos hayan hecho nada en el templo de Hathor. Uno de los mayores encantos de este templo es su aire de misterio, perceptible ya en el sombrío pronaos y que se va haciendo más sensible conforme uno se adentra en el santuario y en las muchas cámaras anejas. Tiene razón la "Guía Azul" cuando recomienda a sus usuarios ir provistos de una linterna. Los lucernarios que aquí y allá dejan pasar unos rayos de luz no bastan para sentirse cómodos sin ella ni en esta zona, ni en las criptas, ni en las escaleras. Es obligado hacer uso de éstas porque las terrazas del templo no sólo ofrecen elementos arquitectónicos interesantes, sino un bellísimo panorama de la Tebaida, del río y de los montes marginales. A lo lejos, al otro lado del Nilo, se divisan Kene, el inicio del Wadi Hammamat y las tierras de Negade y Ballas, el crisol del Egipto más antiguo. En la terraza se eleva un quiosco sustentado en doce columnas de preciosos capiteles hathóricos. Hasta aquí arriba se traía el día de Año Nuevo la estatua de Hathor, custodiada en el naos, para la ceremonia de su Unión al Disco, que consistía en desvelarla y ponerla en contacto con el sol naciente. Los sacerdotes, rapados y vestidos de blanco, la transportaban en andas por las escaleras, cuyos relieves representan al rey y a su séquito de sacerdotes subiendo y bajando por ellas en procesión. Merece la pena rodear el edificio y contemplar por fuera el testero del templo de Hathor, donde una cabeza de la diosa, hoy bárbaramente mutilada, señalaba el lugar que por dentro correspondía al naos y a la estatua de culto. Llegar hasta aquel lugar era el consuelo que les quedaba a los no invitados a la fiesta de Año Nuevo, presidida por el rey o por su sacerdote vicario. En la tibia mañana de aquel día correría como hoy el fresquecillo habitual en estas fechas, atemperado por un sol amable. Frente a los restos del vecino templo de Isis, diminuto en comparación, se alza el altísimo retablo esculpido en la cabecera del santuario de Hathor. Las grandes figuras del friso principal están picadas con saña por los fanáticos de una religión iconoclasta; pero éstos no alcanzaron a la parte alta, que ahora parece vengarse de la afrenta reluciendo al sol como acabada de hacer. En medio de sus relieves sobresalen de la pared dos cabezas de arquitrabes de la estructura interna del edificio. Acostados sobre ellas, dos de los enormes leones de las gárgolas otean el horizonte.
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Merced a ello, la arquitectura egipcia experimenta un nuevo florecimiento, que hizo posible el milagro de que los templos egipcios de tipo clásico mejor conservados en el país, sean obra de los Ptolomeos o de los emperadores romanos, que desde el año 30 antes de la Era siguieron desde Roma la misma política que sus predecesores. La actividad de los monarcas griegos se inicia con el sancta sanctorum que a nombre de Filipo Arrideo, hermano y sucesor de Alejandro, se construye entre las obras de la Dinastía XVIII en el templo de Karnak. Más adelante se alzó el muro de adobe que rodea todo el recinto sagrado, dotándolo de tres puertas magníficas por sus lados norte, este y sur. El santuario de Ptah, al norte del recinto, y el de la diosa Toeris o Ipet, en las proximidades del templo de Khons, fueron construidos y dotados en la misma época. En el recinto urbano de Tebas se reconstruyó el templo de Medamud, y en la orilla opuesta el de Deir el-Medina. Edfú, la Apollinópolis Magna de los griegos, tenía un santuario de Horus cuyos orígenes se perdían en las tinieblas del pasado. Unos lo representaban como un halcón de plumaje abigarrado, señor del cielo, sol con alas, otros como un hombre con cabeza de halcón, otros, en fin, como un hombre entero. Su relación con Re, el sol, asumía varias formas también: para unos eran lo mismo; para otros, Horus era el hijo. La esposa del Horus de Edfú era ciertamente la Hathor de Dendera, que le había dado dos hijos, Harsemteui, el unificador de los dos países, que recibía también culto en Edfú en compañía de sus padres, e Ihi, dios de la música. El mito que aquí se relataba giraba en torno a la guerra que por orden de Re había desatado Horus contra una legión de espíritus rebeldes a las órdenes del malvado Seth, todos ellos animales -hipopótamos y cocodrilos en su mayoría- sobre los cuales Horus acababa triunfando y conquistando el país. Horus residía en Edfú como Hathor en Dendera, pero los dos esposos se visitaban mutuamente una vez al año, lo que era motivo de fiesta mayor en sus respectivos santuarios. Con ellos y su hijo mayor recibían culto en Edfú, Osiris, Min y otras divinidades, a las que estaban reservadas algunas de las cámaras que rodeaban el naos de Horus. Nectanebo II (359-341), el último faraón de sangre egipcia (de quien se puede ver una estatua, de rodillas, en el Museo Arqueológico Nacional), donó al predecesor del edificio ptolemaico un naos monolítico de granito gris que mide cuatro metros de largo y acaba en pirámide. Con muy buen acuerdo el fundador del nuevo templo lo mantuvo en su sitio y allí se conserva con una reproducción moderna de la barca procesional. El templo de Edfú es el mejor conservado de todos los de Egipto y aun podría disputarles al Pantheon y a algunas basílicas de Roma el de ser el mejor conservado del mundo antiguo, como edificio enorme, de 137 metros de largo, con un pílono de entrada de 79 metros de ancho y 36 de altura que hacen de él el segundo en tamaño después del de Sheshonk I en Karnak. Duró su construcción los 180 años que median entre el 237 y el 57 a. C. Lo inició Ptolomeo III, Evergetes I, según plano y dirección de un egipcio en quien se hizo verdad una vez más aquello de "nomen est omen", pues se llamaba Imhotep como el inventor de la arquitectura en piedra, ya entonces divinizado. Las novedades que introdujo -duplicación de las antesalas, variedad suma en los capiteles, la aproximación del muro del témenos al muro del templo y la práctica unión del primero con el pílono-, todas novedades muy substanciosas, sin romper con la pauta del templo de Khons en Karnak, que reflejaba sin duda el ideal de los sacerdotes, le daban al templo un aire menos adusto que el de su modelo. Como era natural en esta primera gran obra de estilo no griego sino egipcio, el arquitecto y el rey tenían que estar compenetrados y confiados el uno en el otro. Algo del espíritu griego -el aligeramiento de las columnatas, la esbeltez de proporciones, la perfecta simetría- se echa de ver incluso en la planta, de claridad meridiana y gran pureza de línea. La planta revela además cómo el enorme pílono rebasa la anchura del muro del témenos. Pílono y patio con sus pórticos fueron obra de los Ptolomeos IX y X, el último de los cuales, que se hacía llamar Neós Diónysos, esta representado en los relieves del pílono como triunfador sobre multitud de enemigos entre los cuales no tuvo reparo en incluir a los griegos. Los capiteles son de tipo compuesto, de elementos foliáceos y florales -como brazadas de lotos, de papiros, de hojas de palma- de una exuberancia y variedad notables. A estas cualidades enriquecedoras se sacrificaba evidentemente aquella simplicidad monótona de las columnas antiguas que trataba de producir un efecto sedante en el espectador. Ningún templo que se precie (Kom Ombo, Philae, Esna) dejará de seguir en esto el ejemplo de Edfú. Si no el inventor, que pudo estar ya en activo en tiempos de los Ramesidas en el segundo patio de Medinet Habu, fue probablemente nuestro Imhotep el promotor de una novedad que también iba a generalizarse en Egipto y que a los griegos hubo de chocarles: rellenar la mitad inferior de los intercolumnios con mamparas de piedra. A los amantes de la columna aquel desmán tuvo que parecerles una atrocidad, pero a las autoridades tuvo que agradarles la posibilidad de abrir el patio a las multitudes reservando el pronaos para los afectos al templo. Así se aprecia en Edfú, detrás de las estatuas de los halcones que flanquean el escalón de acceso (una de ellas destrozada). Las gradaciones de luz en las dos salas hipóstilas que se suceden ante el vestíbulo del sancta sanctorum son logradísimas y han inspirado atinadas observaciones de los críticos. Es evidente que en estas salas, de luz paulatinamente amortiguada, se saborea la intimidad y la unción de un ambiente religioso. Por momentos el visitante actual cree encontrarse en una catedral o en una basílica y tal vez echa de menos el olor a cera. Es una sensación que merece la pena experimentar. El exterior del templo ofrece aspectos igualmente impresionantes. Por una parte, las terrazas escalonadas de la cubierta, en descenso progresivo desde el pronaos a la cabecera. La magnífica conservación de la cubierta permite contemplar en toda su amplitud este sistema que, si fue general en los templos egipcios, raramente se deja ver como aquí. Otro lugar que sobrecoge es el deambulatorio formado por la pared del templo y el muro del témenos: una especie de callejón con los muros de ambos lados cubiertos de una abrumadora cantidad de jeroglifos y relieves, donde, como en un libro de piedra, se relata todo lo que la teología y la mitología egipcias tenían que decir. A un trecho del templo, el "mammisi", edificio independiente que se impuso en época tardía como lugar en que la diosa madre trajese al mundo a su hijo y lo criase en su infancia. En estos "mammisis" se desarrolló el germen del templo períptero que habían sembrado Hatshepsut y Tutmés III en el precursor de Medinet Habu. Los relieves de matenidad de Edfú muestran a Hathor amamantando a Harsemtaui después que Khnun hubiese modelado a la criatura en su torno de alfarero. Las siete Hathores atienden y animan a la madre con sus cánticos. También Bes, como genio protector de los alumbramientos, vigila desde lo alto de los cubos superpuestos a los capiteles, ocupando un lugar que en otros "mammisis" corresponde a cabezas de Hathor. El empeño egiptizante de los Ptolomeos que levantaron el conjunto de Edfú permite al hombre de hoy hacerse la idea más completa que de un templo egipcio se puede obtener en Egipto.
obra
Friedrich nunca deseó viajar a Roma, a Italia, que en la época era la meta de todo artista que se preciara, como Ingres o los nazarenos Cornelius y Overbeck. En 1816, ante la insistencia de su amigo Johan Ludwig Gebhard Lund, Friedrich declinaba la invitación. Su gusto era nórdico y aborrecía Italia en la medida en que su imagen venía deformada por la difusión de lo que los Nazarenos estaban haciendo en aquel momento. Su meta era Islandia, isla a la que en varias ocasiones se dispuso a viajar, como en 1811, aunque sin éxito. Era el paradigma de lo nórdico. A diferencia de Cornelius, que triunfaba en Alemania, él no comprendía la necesidad de empaparse de clasicismo renacentista: "Puedo imaginarme el marchar a Roma y vivir allí. Pero la idea de volver al norte desde allí me hace estremecer; para mí, es como ser enterrado vivo". Por ello, y dadas las concomitancias de estilo, esta obra aparece en los catálogos de Carl Gustav Carus quien, influenciado por Goethe, se distanció de la línea puramente espiritual de Friedrich y marchó a Italia en la primavera de 1828, en donde pasó unos meses. En cualquier caso, la obra posee una indudable influencia de Friedrich y el hecho de haber sido realizada por Carus no modificaría la datación. Sin embargo, se ha demostrado que la autoría corresponde al artista de Greifswald. En 1830 escribió: "Todo tenía que ser italiano (para los críticos de arte)... Sería posible hacer esto en casa a partir de grabados, sin tener que hacer un viaje especial a Roma". Así lo hizo: se sirvió de una aguatinta ejecutada por el grabador suizo Franz Hegi, a partir de una obra del dibujante alemán Karl Ludwig Frommel, que fue publicada en 1826 en la obra "Viaje pintoresco a Sicilia". Tomándola como base, Friedrich la reinterpreta según su visión: desaparecen las figuras, los turistas. Al contrario, el templo se hace inaccesible al quedar separado de la terraza. Los olivos han sido eliminados; los bloques de piedra caídos son reelaborados como rocas del Elbsandsteingebirge. Como sus robles, también paganos, aparece aislado en un atardecer sin límites.
contexto
El rayo y el tiempo atmosférico eran objeto de culto en la colina del Capitolio mucho antes de que su poder encarnase en un dios de forma humana como estatua. Esto lo decía Varrón no sólo de Júpiter, sino de todos los dioses romanos, y San Agustín gustaba de repetirlo: "antiquos Romanos plus anuos centum et septuaginta deos sine simulacro coluisse" (los romanos antiguos dieron culto a los dioses durante los primeros ciento setenta años de la ciudad sin tener una imagen de ellos). Un recinto con algún signo anicónico de la divinidad bastaba como lugar de culto. Otros pueblos y entre ellos los del Mediterráneo primitivo, habían hecho lo mismo, hasta que aprendieron -se contaminaron, dirían los hebreos- de alguno de sus vecinos. En el caso de Roma, esos vecinos, los etruscos, estaban dentro de sus muros. La iniciativa partió del palacio real, deseoso de un protector divino que entrase más por los ojos, y fue secundada por la aristocracia que había de ampliar la función protectora de Júpiter a la totalidad de la Res publica. El pueblo la asumió sin recelo como algo aceptado y bien visto, no sólo por los pueblos vecinos, sino por sus más ilustres visitantes, los griegos. No importó que el introductor de la novedad fuese muy pronto inculpado de tiranía por los mandos de su ejército y depuesto del trono. Una sencilla manipulación de las fuentes analísticas de Roma, nada infrecuente, traspasaría la innovación del tirano a su antepasado Tarquinio el Antiguo, de feliz memoria y bastó para que Júpiter conservara e, incluso, acrecentase su rango como Iuppiter Optimus (derivado de Ops, potencia), Maximus, traducciones literales de Kìdistos y Mégistos, que lo investían del adecuado prestigio del Zeus de Homero, en versión etrusca. Por iniciativa etrusca se levantó, pues, en el recinto consagrado por Rómulo a Júpiter Feretrio, el de los Spolia Opima, el primer edificio templario dedicado a Júpiter Capitolino en unión de dos diosas, Juno y Minerva, menos importantes éstas que el dios titular (con el tiempo tendrían ellas en Roma templos muy importantes y autónomos). Ese apego supersticioso a los tríos de divinidades estaba muy arraigado entre los etruscos. Todas sus ciudades, según Servio, tenían tres puertas, tres calles y tres templos dedicados a dioses. Una tríada como la capitolina no se conoce en ninguna ciudad etrusca, pero en cambio, era de rigor en las colonias romanas de época imperial. El templo de Portonaccio, en Veyes, de donde proceden la estatua de Apolo y sus acompañantes, estaba dedicado en primer lugar a Minerva, y en segundo a Diana y a otra deidad anónima. No se debe descartar, sin embargo, la posibilidad de que un templo de tres naves, etrusco o romano, estuviese dedicado a una sola deidad. La tripartición de la cella fue más común entre los itálicos que entre los etruscos. El templo estaba en la antigüedad precedido de una gran plaza, el Area Capitolina, reducida y reemplazada, hoy día, por un ameno jardín. Al fondo se alzaba el templo sobre el alto podio de opus quadratum de capellaccio, conservado en buena parte y visible hoy en varios lugares, sobre todo, en el interior del Palacio de los Conservadores. Los restos del podio han permitido determinar sus dimensiones: 51 por 74 metros, el mayor templo tuscánico de Italia. La amplia escalinata de su fachada meridional conducía a un pórtico hexástilo de tres filas sucesivas de seis columnas, que ocupaban un espacio tan profundo como el de las tres naves y las alas que las flanqueaban ante la pared ciega del fondo, tan ancha como el podio. Columnas de dos metros de diámetro sostenían el entablamento de madera revestido de terracota. Las columnas, de capiteles tuscánicos, de fustes y basas lisos, eran mucho más cortas de proporciones que las griegas, lo que sumado a su robustez les permitía distanciarse unas de otras sin peligro para la estabilidad del edificio. Dada la enormidad de éste, el peso de la techumbre debía de ser abrumador. La estatua de Júpiter, una terracota de gran tamaño cuyo aspecto sería análogo al de su coetáneo, el Apolo de Veyes, fue obra del escultor Vulca, en etrusco Volca, de esta misma ciudad. Todo el efecto psicológico y toda la problemática que su presencia produjo en el pueblo y en la religión romana se resolvieron felizmente. El pueblo dispensó a la imagen una favorable acogida y se identificó con ella hasta el punto de que los primeros cónsules republicanos usurparon el honor de su introducción. Lo mismo la de la cuadriga que otros escultores de Veyes modelaron y cocieron para el columen del templo (el extremo delantero del caballete del tejado). Su silueta se recortó sobre el cielo de Roma hasta que los ediles del año 296 a. C., los hermanos Ogulnios, la reemplazaron por una réplica en bronce.