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Según cuenta su propia historia, los Mexicas provienen de un lugar indeterminado en el norte llamado Aztlán, del que salieron en el año "uno pedernal". Luego de una larga peregrinación, hallaron un águila sobre un nopal devorando a una serpiente, lo que interpretaron como una señal de la divinidad para asentarse allí definitivamente y fundar, en 1325, la ciudad de México-Tenochtitlan. El centro espiritual y político de la capital del Imperio mexica era el recinto del Templo Mayor, constituido por una gran plaza de cerca de 500 metros de lado, a la que llegaban cuatro calzadas orientadas según los rumbos del nivel terrestre, representados por cuatro adscripciones de la divinidad. El Templo Mayor, ombligo del mundo, era también la escalera de acceso a los 13 niveles celestes o de bajada a los 9 del inframundo. El Templo era una plataforma de cuatro o cinco niveles escalonados, orientada hacia el oeste, con dos escaleras que ascendían al nivel más alto. En la cumbre de la edificación se situaban dos adoratorios, dedicados a los dioses Tlaloc, divinidad de la lluvia, el agua y la fertilidad, y Huitzilopochtli, señor de la guerra y del sol. La construcción del Templo Mayor fue hecha en varias etapas. A partir de la primera edificación, en piedra, madera y paja, los distintos soberanos mexica fueron realizando ampliaciones conforme incrementaban el poder de su imperio. Destruido por los españoles, las recientes excavaciones han permitido hallar construcciones de gran belleza, como el Chac Mool que se encontraba frente al adoratorio de Tlaloc, la serpiente ondulante que guardaba el frente del conjunto, o el tzompantli, representación escultórica de los sacrificios humanos que allí se llevaban a cabo.
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Tenochtitlan, la capital del Imperio azteca, fue fundada en un islote hacia 1325. Ciudad bulliciosa, atravesada por innumerables canales, produjo el asombró de los conquistadores, quienes la compararon con Venecia. Pero lo que más les admiró fue el recinto ceremonial del Templo Mayor. Con una planta casi cuadrada, de 500 m de lado, integraba al menos setenta y ocho edificios. La conquista de la ciudad por Hernán Cortés en 1521 supuso su destrucción definitiva. El recinto albergaba construcciones fabulosas, con edificios rituales, administrativos y juegos de pelota. El templo de Tezcatlipoca, situado en el ángulo sureste, tenía una escalinata con 80 peldaños. En el ángulo contrario, el Templo del Sol era otra de las grandes pirámides del recinto, En el centro se ubicaba el templo dedicado al dios del viento Ehecatl-Quetzalcoatl. Estaba formado por una parte rectangular al frente y otra circular adosada detrás, con un templo circular en su parte superior. Muy cerca estaba el tzompantli o altar de calaveras, donde se depositaban los cráneos de los sacrificados. Pero, sin duda, el Templo Mayor era la construcción más impresionante.. Finalizado en 1487, estaba formado por cuatro o cinco pisos que alcanzaban los 30 m de altura. El Templo había sido construido en varias fases, en las que los sucesivos soberanos aztecas le habían ido haciendo cada vez más grande y complejo. En tiempos de Moctezuma, una empinadísima escalinata conducía a una plataforma superior. Allí se alzaban los santuarios dedicados a Tláloc y Huitzilopochtli. En este lugar se realizaba el terrible sacrificio de prisioneros para alimentar a los dioses, lo que aseguraba al pueblo azteca renovar su favor en cada festividad.
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Como todo el mundo, Seti I, en compañía de su hijo Ramsés, hizo su peregrinaje a Abydos y dejó en ella, en lugar de la estela de los devotos normales, un conjunto monumental que él impulsó y Ramsés II llevó a término, y que se puede considerar como la realización más notable del reinado del primero en el campo de la arquitectura. Pese a su carácter fundamentalmente funerario, en el cenotafio de Seti I no asoma por ningún lado la visión sobrecogedora del otro mundo que se apodera del visitante tras pasar el umbral del descenso a los infiernos que es la tumba del mismo rey en el Valle de los Reyes tebano, la más grande en su género, la más pavorosa de todas las existentes: las tinieblas, los siniestros destellos, los malignos y fosforescentes monstruos, las espeluznantes apariciones, todo lo que la fantasía egipcia, especialmente dotada para internarse y urgar por los recovecos del otro mundo era capaz de urdir, se despliega allí sin escatimar espacio ni detalle. Aquí era distinto. La vía dolorosa del descenso al reino de la muerte había quedado atrás y el rey Seti se hallaba en un mundo luminoso, fundido con Osiris, prestándole los rasgos de su semblante, y en compañía de los demás espíritus celestes, seis en primer lugar, y siete con él una vez que el rey muerto se había sumado a ellos: Osiris, Isis, Horus, Amón-Re (en el centro), Harmakhis, Ptah y Seti I divinizado. Conforme a ese mágico número siete, siete eran las puertas del templo, siete las naves y siete las capillas de las respectivas imágenes, alineadas al fondo de la segunda de las salas hipóstilas, dos en vez de una, un caso excepcional en la arquitectura egipcia hasta aquel momento. Adosado al templo y como complemento del mismo, por el suroeste se encuentra un anejo con múltiples dependencias: descansaderos para las barcas procesionales; matadero de víctimas, sobre todo grandes toros, previamente lidiados por el rey en una tauromaquia ritual (representada en los relieves murales); un corredor justamente famoso por la serie de cartelas con los nombres de los faraones distinguidos por su piedad desde Menes a Seti I y que entonces se computaban en 76 (las conocidas como Tabletas de Abydos), etc. Este conjunto de dependencias da lugar a una planta del templo en forma de L invertida, única en su género. Gracias a esta anomalía, la cabecera del cuerpo principal, formada por las siete cellas de los dioses, quedaba muy cerca del cogollo del santo lugar: la tumba de Osiris. Antes de pasar a ésta, observemos que los magníficos relieves de esta zona de cabecera, en particular los de la segunda sala hipóstila -obra de Seti I-, rayan a una altura digna de aquel arte llevado a su perfección por los artistas de Amenofis III y mantenido incólume hasta el final de la dinastía XVIII. Ya era mucho, pero aún Seti I pudo beneficiarse de él. No así su hijo Ramsés II, que pese al celo y la piedad filial de que alardea en las inscripciones de estos muros, no logró en la primera sala hipóstila rayar a la altura de la obra de su progenitor. Rutina, cansancio, falta de inspiración aquejan a las nuevas promociones de escultores. Relieves comparables a los de la Tumba de Ramose nunca más se volverán a realizar. El Osireion de Seti I está casi en contacto físico con el templo de éste, a sólo 3,5 metros de su cabecera y en la prolongación del eje de su cuerpo principal. El edificio tenía mucho de teatral, de escenario de un drama. Se entraba a él por un larguísimo corredor en rampa, inspirado en las calzadas cubiertas de acceso a las pirámides clásicas, con la diferencia de que éste tenía dos recodos en ángulo recto en su recorrido. Las guías imprescindibles al visitante del otro mundo -el "Libro de las Puertas" y el "Libro de lo que hay en el Más Allá"- están enteramente grabadas en los muros. Al final, un vestíbulo o cripta con escenas sacadas del Libro de los Muertos. El núcleo del santo lugar es una isla rectangular rodeada de un canal y éste de una serie de celdas inacabadas. Tanto la isla como las celdas presentan un reborde estrecho como remate de sus áreas respectivas. Diez enormes pilares cuadrados, de granito rojo de Assuán, con sus correspondientes arquitrabes, se elevan a lo largo de los lados mayores de la isla, siete de ellos monolíticos. En los extremos de cada hilera se alza al otro lado del canal una pilastra que prolonga la línea de soportes hasta los muros del recinto. Sobre éstos y los arquitrabes una cubierta de losas de 10 metros de largo techaba el espacio comprendido entre la isla y las celdas. Haciendo juego con la cripta de entrada y cubierta también con un techo a dos vertientes, se encuentra una cámara de caliza y arenisca, cerrada por completo, como un monumental sarcófago, de 20 metros de largo, como lo que realmente pretendía ser. Este fantástico edificio, cuyas formas se inspiraban en el Templo del Valle, de Kefrén, era el trasunto de la isla primeval, alzada sobre las aguas en el momento de la creación. Allí tenía Osiris su tumba. Este templo funerario de Ramsés II, enorme de dimensiones, empequeñecía al mucho más modesto de Seti I, situado a su derecha, aun respetándolo en su integridad. Sus complementos eran un palacete con el cual el templo compartía su primer patio, y unos almacenes tan vastos, que se dirían capaces de albergar la producción agrícola de toda la Tebaida. Ningún ejemplo mejor para percatarse de la importancia de los templos como centros económicos.
Personaje Otros
Al sur de Córdoba en Jauja, aldea de Lucena, a la orilla del Genil, nació un veintiuno de junio de 1805 José María Pelagio Hinojosa Cobacho. Hijo del jornalero Juan Hinojosa de 25 años, y de María Cobacho, de 20. Más conocido popularmente por José María, El Tempranillo. Malos tiempos corrían para las pobres familias jornaleras en aquellos inicios del siglo XIX: una guerra por delante contra el invasor francés, una continua inestabilidad política y hambre e incultura por todas partes. Durante una romería en la ermita de San Miguel, cerca de Jauja, el joven José María -del que no se sabe su edad exacta, aunque fue entre los trece y los veinte años-, mató a un hombre por causas no esclarecidas; unos dijeron que por vengar a su padre, que había muerto asesinado años antes, otros que por vengar a su madre, que había sido deshonrada por el asesinado, otros que fue por una novia. Sea como fuere, lo cierto es que huye de la justicia y se echa al monte, empezando el bandolerismo. Su tempranera edad hace que se le conozca como El Tempranillo. Pronto encabeza su propia partida y sus correrías se hacen célebres, tomando fama de "Robin Hood" que roba a los ricos para ayudar a los pobres. Viajar por Andalucía era, según Theóphile Gautier, muy peligroso: "A cada paso se arriesga la vida, y los menores inconvenientes con los que se tropieza son las privaciones de todo género, la falta de las cosas más indispensables para la vida, el peligro de los caminos, verdaderamente impracticables para quienes no sean arrieros andaluces; un calor infernal, un sol capaz de derretir el cráneo; además hay que enfrentarse con los facciosos, los ladrones y los posaderos, gente bribona, cuya honradez se acomoda al número de carabinas que lleva uno consigo. El peligro os rodea, os sigue, os precede; sólo oís cuchichear historias terribles y misteriosas". Aquel muchacho de Jauja, de una inteligencia natural infinitamente más grande que su estatura, formó una partida de bandoleros que se dedicaron al asalto de galeras y diligencias y a la imposición de un tributo al viajero. Los robos se hacían siempre a la luz del día, eludiendo la violencia: "Quita una sortija -escribe Merimée- de la mano de una mujer: -Ah, señora, una mano tan bella no necesita adornos. Y mientras desliza la sortija fuera del dedo, besa la mano de un modo capaz de hacer creer, según la expresión de una dama española, que el beso tenía para él más valor que la sortija". Su fama de ladrón que roba a los ricos para entregarlo a los pobres se va extendiendo por toda Andalucía: "Líbrese usted de creer que el capitán amasara tesoros. Lo que recibía o tomaba, sus manos lo distribuían inmediatamente". Así se expresaba Valérie Gasparín, una viajera francesa enamorada de España que recorrió Andalucía a mediados del XIX. También nos dieron jugosas noticias de él varios escritores extranjeros como Richard Ford, Prosper Mérimée, Theophile Gautier, Reinhart Dozy, Astolphe Custine, etc. El primero de ellos nos dice que José María era bajo de estatura pero de vigorosa constitución, capaz de sobrellevar el sufrimiento. Sus ojos eran de una extraordinaria viveza y sus labios finos y apretados. "La mano izquierda tenía destrozada por habérsele descargado una pistola accidentalmente y haber tenido que curarse a sí mismo durante veinticinco días, pasados siempre a caballo". El Capitán General de Andalucía, D. Vicente Quesada, se desespera y ofrece una fuerte recompensa: "se abonarán seis mil reales de vellón a la partida del Ejército, de Voluntarios Realistas o cualquier persona que entregue vivo o muerto al referido José María, alias El Tempranillo, y tres mil por cada uno de los que acompaña a este malhechor". Se casa con María Jerónima Francés en Torre Alháquime (Cádiz), de donde ella era natural, y de este matrimonio nacería un hijo, de nombre José María, el 6 de enero de 1832, en un cortijo cercano a Grazalema, muriendo su madre en el parto. Esta desgraciada circunstancia ocurre porque El Tempranillo acudió en solitario junto a su esposa para acompañarla en el parto, siendo delatado, ya que los Voluntarios del Rey, llamados popularmente Migueletes, lo cercan en el cortijo. El alboroto y tiroteo provocan a su mujer tal impresión que el parto se adelanta con el desenlace citado. José María El Tempranillo, lejos de rendirse, monta el cadáver de su esposa sobre el caballo, se ata el bebé a su faja y sale a galope del cortijo entre los disparos de los migueletes, saliendo ileso del trance y entregando su hijo a la familia de la madre. El día 10 de enero bautiza a su hijo en la iglesia parroquial de Grazalema (Cádiz), acudiendo tranquilamente a la ceremonia ante la pasividad de las autoridades locales, que no se atreven a arrestarlo. Dispone en esta época de unos cincuenta hombres a caballo bien disciplinados, que son el temor de las fuerzas de seguridad, que prefieren evitarlos. La situación se hace insostenible y las presiones de los ricos hacendados andaluces hacia las autoridades locales provocan la intervención del propio rey Fernando VII. Así se produce el indulto, extensivo a todos los miembros de su partida, a excepción de Veneno. De entre ellos, unos cincuenta hombres, destacaban Juan Caballero El Lero, de Estepa; José Ruiz Germán, alias Venitas, de Badolatosa; y Francisco Salas, alias El de la Torre, cuñado de José María. En la Ermita de la Virgen de la Fuensanta y Guía, en Corcoya, aldea de Badolatosa, se produjo -según Juan Caballero El Lero- el acto del indulto: "todos nos juntamos en la Fuensanta como estaba acordado, todos muy contentos con las mejores ropas que cada uno tenía, con los caballos y las armas... dirigiéndonos los tres comandantes delante y los compañeros y familiares detrás... y pusimos todas nuestras armas en una mesa y entregamos también nuestros caballos y cada uno siguió ya hacia su casa". Abandonada la peligrosa vida del bandidaje ya pueden vivir tranquilos, sin sufrir las inclemencias del tiempo, sin tener que pasar la noche en vigilia, sin jugarse la vida a cada paso. José María y varios de sus hombres forman la Partida de a caballo de Andalucía, a las órdenes del Capitán General, el marqués de las Amarillas, con la finalidad de perseguir a delincuentes y ponerlos a disposición de la Justicia: "Cuando ya indultado, se hallaba ocupado en la persecución de malhechores, un día llegó a Sevilla a recibir órdenes del Capitán General, que era el Excmo. Sr. Marqués de la Amarillas, este caballero lo presentó a su hijo, el actual Duque de Ahumada, que por aquel tiempo estaba en Andalucía mandando un cuerpo de Infantería. Aquí tienes un valiente -dijo el Capitán General de Sevilla a su hijo mostrándole a José María-. Un valiente no, señorito, sino un hombre que nunca se aturde; contestó el antiguo bandolero, dando en esta respuesta breve y concisa una idea exacta de la cualidad más esencial del verdadero valor: la serenidad en el peligro. Muy pocos meses va a durar esta nueva misión, puesto que en septiembre de 1833 José María, El Tempranillo, halló la muerte mientras perseguía a otro José María, El Barberillo, bandido de Estepa. Ocurrió en el cortijo de Buenavista, en las inmediaciones de la sierra de Camorra. El Barberillo, oculto tras una ventana, disparó su arma a traición. Los hombres de la partida conducen a su comandante herido gravemente hasta el Parador de San Antonio, en la calle Granada de la cercana población de Alameda. Presiente su cercana muerte, por ello recibe los auxilios espirituales del párroco Navarrete y se dispone, también, a dictar su última voluntad, ante el notario Jerónimo Orellana, único escribano de aquel pueblo. Un día más tarde de caer herido, el 23 de septiembre de 1833, José María, El Tempranillo moría rodeado de sus hombres, cuando sólo contaba veintiocho años de edad: "En el lugar de la Alameda Vicaría General de la Villa de Estepa, a veinte y cuatro días del mes de septiembre de mil ochocientos treinta y tres, se dio sepultura eclesiástica con entierro llano y misa de cuerpo presente al cadáver de José María Hinojosa natural de la población de Jauja, jurisdicción de Lucena, marido que era de M? Jerónima Francés, natural de la Torre de la Aquime. Recibió los santos Sacramentos y testó el día veinte y dos del corriente ante Don Jerónimo Orellana, Escribano público y del número de este pueblo". Su testamento demuestra que en su larga carrera delictiva nunca amasó fortuna para su lucro personal: dos casas, dos caballos, algunos reales prestados que nunca llegaría a cobrar, y un hijo huérfano que no contaba aún dos años de edad, fue todo el patrimonio que legó el Rey de Sierra Morena. Seis días más tarde, un veintinueve de septiembre, moría en Madrid el rey de España, Fernando VII. En un triángulo de reducidas dimensiones, con vértice en Jauja, Corcoya y Alameda, se encierra en resumen la vida y la muerte de José María. Las provincias de Córdoba, Sevilla y Málaga, unidas por un mito del pueblo andaluz. Con El Tempranillo desaparece el prototipo del bandido generoso. Después de él nadie supo ni pudo imitar su estilo.
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De la derrota militar de Legnano sacaron Federico y sus consejeros las pertinentes lecciones. Los obispos de Maguncia, Worms y Magdeburgro fueron los encargados de contactar con Alejandro III en su residencia de Anagni a fin de preparar una magna conferencia de paz. Esta se celebro en Venecia entre julio y agosto de 1177. Supuso una solemne ratificación de acuerdos provisionales suscritos en Anagni: reconocimiento de Alejandro III como papa legítimo y consiguiente absolución del emperador; trato honorable para aquellos dignatarios eclesiásticos que hubieran seguido el partido de los sucesivos antipapas; reconocimiento de Beatriz de Borgoña como emperatriz y de su hijo Enrique como rey de romanos; y, en el terreno estrictamente político, establecimiento de la paz entre el emperador y las ciudades lombardas y el emperador y el rey de Sicilia Guillermo II. Alejandro III aparacía como el gran triunfador en esta coyuntura y así lo demostró en su triunfal retorno a Roma. Tal y como se había estipulado en los acuerdos de Anagni y Venecia, la liquidación del cisma tenía que ir sucedida de la celebración de un magno concilio que el Papa abrió en San Juan de Letrán (III Concilio Ecuménico de este nombre) el 5 de marzo de 1179. Junto a los embajadores de todos los príncipes de la Cristiandad se reunieron -según testimonio de Guillermo de Tiro- hasta trescientos obispos, a más de abades y clérigos en general. Aunque la presencia era mayoritariamente italiana, todos los Estados del Occidente estaban abundantemente representados. También el Oriente latino (Acre, Trípoli, Belén, Tiro...) dejó oír su voz. La iglesia bizantina -el emperador Manuel Comneno pasaba por simpatizante de los occidentales- se hizo representar por un observador. Los 27 cánones del concilio cubrieron un amplio campo. Así, junto a la reprobación de los antipapas imperiales, se procedió a la rutinaria condena de simonía y nicolaísmo. Algunas disposiciones tomadas siguen estando vigentes: se exigía la edad mínima de veinticinco años para acceder a funciones pastorales y de treinta para alcanzar el episcopado. A fin de evitar situaciones como la que condujo al ultimo cisma, se estipuló que en la elección de Papa serian necesarios dos tercios de los votos del colegio cardenalicio. A judíos y moros se les prohibía tuvieran esclavos cristianos. Otros cánones afectan al mantenimiento de la paz y tregua de Dios, reprueban los torneos y tratan de proteger a las iglesias de la rapacidad de los laicos, especialmente de las bandas de mercenarios. Por ultimo, Letrán III manifestó una especial preocupación por las corrientes heréticas que causaban graves estragos especialmente en el Mediodía de Francia. Los cátaros y sus protectores sufrieron una especial reprobación. Los valdenses fueron objeto de una seria investigación y se les prohibió el ejercicio de la predicación, salvo que fueran solicitados para ello por los obispos. El concilio solicitó el apoyo de los poderes laicos para luchar frente al error y extendía la indulgencia de la Cruzada a quienes tomasen las armas para combatir a la herejía. Letrán III se presentó, en definitiva, como un gran triunfo de la perseverancia de Alejandro III. Pese a que las decisiones de más calado eran las simplemente disciplinares, el prestigio alcanzado por la institución conciliar tutelada por los Papas era incuestionable.
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El grueso de la sociedad española del siglo XVII lo constituían los campesinos. A diferencia de los grupos privilegiados, estaban sujetos a impuestos directos y tenían que satisfacer el diezmo a la Iglesia y rentas señoriales en los lugares de señorío, todo lo cual representaba por término medio la mitad del producto de las cosechas y de los ganados, según fueran o no propietarios de sus tierras. En general se pueden establecer tres tipos de campesinos en función de su riqueza. En la cúspide estaban los acaudalados o principales, propietarios de tierras y ganados -a menudo arrendaban sus fincas a otros campesinos-, de los aperos de labranza, de los lagares, molinos, mesones y tabernas, con una fortuna media superior a los mil ducados, pudiendo llegar hasta los seis mil ducados, que contrataban jornaleros y que compaginaban la explotación de sus propiedades con la administración de los bienes de la nobleza y del clero, e incluso con un oficio concejil. En un segundo nivel, y localizados preferentemente en Galicia, País Vasco, Navarra, Cataluña, cornisa cantábrica y meseta norte, encontramos labradores propietarios de medianas y pequeñas parcelas de cultivo, así como de bestias de labor que alquilaban a veces para completar sus ingresos, cuando no arrendaban tierras ajenas, y ganaderos dueños de rebaños de ganado menor, casi siempre estantes, cuya fortuna puede oscilar entre mil y treinta ducados, cantidad esta última lindando con la pobreza. Por último, la mayor parte de los campesinos, sobre todo los que vivían en la meseta sur, Andalucía y Aragón, eran jornaleros -su número aumentó de forma considerable en el siglo XVII-, sin animales ni tierras o con pedazos de tan reducida extensión que no les permitían vivir de la labranza, y que por su trabajo, a veces fuera del lugar de residencia, recibían de salario dos reales o dos reales y medio al día, aparte de la comida que se les proporcionaba. En las villas y pueblos de cierta importancia, es decir, con una población de trescientos o más vecinos, muchos individuos para poder subsistir compaginaban las labores agrícolas con el ejercicio de algún oficio, como albañil, carpintero, herrero, zapatero, tejedor, cardador, alfarero y barbero. Las malas cosechas, el aumento de la fiscalidad -más gravosa allí donde el repartimiento no se ajustaba al vecindario por mantenerse las cuotas y haber disminuido el número de pecheros-, la roturación de baldíos y bienes concejiles, la tasa del trigo, las alteraciones monetarias, las levas de soldados, todo contribuyó a que la situación económica del campesinado empeorase en el siglo XVII. Muchos pequeños propietarios de Castilla tuvieron que hipotecar sus haciendas con préstamos (censos al quitar) para salir de la crisis y fueron numerosos quienes las perdieron al no poder devolver el capital y los intereses, pasando a manos de eclesiásticos y nobles. Pero además, la venta de jurisdicciones en Castilla -y su rescate en numerosos casos por los pueblos enajenados- y el aumento de la presión señorial a causa del descenso de las rentas, más lesiva en Valencia después de la expulsión de los moriscos, incidieron negativamente en los recursos de los campesinos, llegando éstos a protagonizar alborotos antiseñoriales en distintos lugares de la península, como en Andalucía, Cataluña y Valencia, cuando no se integraban en una partida de bandoleros -el bandolerismo catalán, muy activo hasta 1634, cede paso al que se desarrolla en Valencia y Murcia en la segunda mitad de la centuria-, aunque la opción más frecuentemente adoptada fue la de emigrar a las ciudades y grandes villas donde podían trabajar como criados y artesanos o dedicarse al latrocinio y la mendicidad. En los núcleos urbanos, aparte del patriciado que los gobernaba y que afianza su poder e influencia a expensas del campo, con la adquisición de propiedades y la gestión de los impuestos, especialmente del servicio de millones, la mayoría de la población estaba agremiada, aunque había oficios que permanecían al margen de esta organización. Los gremios, cuyo número variaba de una localidad a otra, estaban regulados por unas Ordenanzas aprobadas por el monarca, actuaban como agentes fiscales y participaban en todos los actos públicos importantes de la ciudad (fiestas religiosas y profanas). Sus miembros formaban parte de una de las siguientes categorías: maestros, oficiales y aprendices, debiendo realizar los oficiales y aprendices un examen para ascender al puesto superior. El acceso a un gremio, fuese mayor o menor, en correspondencia normalmente con la riqueza de sus componentes, no era fácil, pues en unos casos se exigía a los candidatos pruebas de limpieza de sangre, lo que limitaba la entrada a individuos de origen judío -así se observa en los gremios mayores de Madrid, en el gremio de mercaderes de vara de Valencia y Cuenca, en el gremio de mercaderes de la calle Ancha de Toledo y en los tratantes de pañería y joyería de Burgos-, y en otros no haber desempeñado un oficio vil, cuando no se exigían ambos requisitos. Mercaderes y artesanos eran quienes constituían esta sociedad gremial, fuertemente jerarquizada. Los mercaderes de lonja eran quienes vendían al por mayor y constituían una élite dentro del grupo, dándose el caso de encontrarse en sus filas algunos nobles, sobre todo desde que en 1622 se les empezó a admitir en las Ordenes Militares siempre que no hubieran ejercido el pequeño comercio en tiendas, requisito suprimido en 1637. Junto a este tipo de mercader, que forma compañías mercantiles, que maneja grandes sumas de dinero, que adquiere tierras, se ennoblece y funda mayorazgos, convive el mercader de tienda o al por menor -botiguer en Cataluña o mercader de vara en Castilla, pero referido a los mercaderes de telas-, cuya máxima aspiración es alcanzar la categoría de mercader de lonja para, desde esta posición, elevarse socialmente. Por último, hay que mencionar a los buhoneros, en su mayoría oriundos de Portugal o de Francia, que van vendiendo géneros por las calles de las ciudades y por los pueblos hasta que consiguen acumular el dinero necesario para instalar una pequeña tienda o regresar a sus lugares de origen. Los artesanos, a diferencia de los mercaderes, formaban un sector más complejo, en el que se inscriben todos los oficios que facilitan la vida cotidiana de una población, desde el albañil hasta el músico. Por supuesto, la consideración social de unos y otros no era la misma. En Barcelona, por ejemplo, se intentó, sin éxito, que los taberneros, carniceros y músicos no pudieran formar parte entre los elegibles para el Consejo de Ciento. Durante el siglo XVII el número de corporaciones artesanales experimentó un notable crecimiento, pero esto no es un signo de fortaleza del sistema, sino de debilidad, el reflejo de la incapacidad de los artesanos para competir con los oficios libres, para ofrecer al mercado un producto barato y de calidad. Además de los anteriores grupos sociales encontramos en las ciudades un amplio abanico de profesiones, como médicos, abogados, notarios y personal administrativo al servicio de la Corona, de los concejos o de los señores (contadores, secretarios, alguaciles). No todas las personas que ocupaban estos empleos pertenecían al tercer estado, pero tampoco eran minoría, ya que representaban una vía de progreso social para los hijos de los campesinos acaudalados, de los mercaderes y de los artesanos de los gremios más ricos, como los plateros, por ejemplo. Finalmente, la ciudad era un hervidero de criados, no siempre al servicio de un noble, procedentes del campo, y de marginados sociales, no en razón de su raza o de su religión -los conversos de origen judío o musulmán desarrollaban las mismas actividades económicas que los cristianos viejos-, sino por su condición jurídica (esclavos y gitanos) o por su forma de vivir: mendigos, prostitutas, delincuentes y matones a sueldo, en número cada vez mayor. Los testimonios contemporáneos, literarios o de otra índole, son un buen termómetro de sus andanzas y de su destino, la cárcel o la galera, cuando no la muerte en riñas callejeras o en la horca. El ascenso de los miembros del tercer estado al estamento nobiliario dependía sobre todo de la actividad desarrollada y de la riqueza obtenida. Los plateros, sin duda, pertenecían a la élite artesanal, lo mismo que, dentro del comercio, los especieros y los mercaderes de lienzos, paños, sedas y joyas, muchos de los cuales participaron en el arrendamiento de rentas reales y en el comercio al por mayor con América y Europa. Unos y otros podían llegar a ocupar cargos municipales y adquirir tierras y señoríos, convirtiéndose en acaudalados e influyentes personajes que instituían mayorazgos y que gracias a su fortuna personal lograban emparentar con miembros de la nobleza, al igual que los labradores ricos, mientras que los préstamos a la Corona les facilitaban la concesión de un hábito o de un título nobiliario. Ignoramos cuántas familias lograron por esta vía ascender socialmente, pero no fueron muchas. Otra alternativa de promoción social, de ennoblecimiento, que estaba al alcance del tercer estado, aunque no en la medida deseada, era la de servir en el ejército, en particular para quienes disponían del dinero suficiente con el que costearse un caballo, pues las proezas realizadas les conferían honores y ascensos, en tanto que el saqueo de las ciudades conquistadas les deparaban riquezas para invertir en tierras. Con todo, el Capítulo de las Ordenes celebrado en 1652 reconoce que la milicia ni era estimada ni premiada como debiera hacerse, por lo que recomienda la concesión de hábitos militares a caballeros de linaje ilustre y a soldados, porque estos últimos "con sus servicios y acciones valerosas esclarecen la sangre y les es debido esta honra por militar, que es el fundamento con que se establecieron". Aun así, es seguro que por este portón, y sobre todo por el de la administración -los letrados alcanzaron una consideración social que antes no tenían-, ingresaron muchos individuos de baja cuna en el estamento noble. Una buena prueba de ello son las dispensas por falta de nobleza o por oficios manuales concedidas por Felipe III y Felipe IV, más numerosas en este reinado, para la obtención y disfrute de un hábito militar. Quizás esto explique que en 1692 un Real Decreto reserve los hábitos de la Orden de Santiago a individuos que hayan sobresalido en la marina o en el ejército, destinándose los de Alcántara y Calatrava a sujetos de progenie o que hubieran servido con fidelidad al rey en el gobierno de la Monarquía.
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Más que un estilo inspirado por artistas fue una moda impuesta por la casa imperial y adoptada fuera de la Urbs por círculos muy adictos a la corte como eran los financieros de Pompeya. Hace su aparición en Roma, en la cuadrilla de decoradores que hacia el año 20 a. C. emprende el arreglo de una villa del Trastévere cuyos restos, admirablemente conservados, se recuperaron bajo el palacio de La Farnesina (hoy en el Museo de las Termas). Pudo haber sido aquella la casa de dos recién casados, Agripa y la hija de Augusto, Julia, que habían de dar al emperador sus cinco nietos. Allí se impuso el cambio de la apertura de los horizontes y panoramas arquitectónicos del segundo estilo, a una pared cerrada, a excepción de un cuadro central en su parte media, enmarcado en un dosel liviano, y acompañado de cuadritos que parecen colgados de la pared, a su lado o en el tercio superior, cerrando la apertura que solía haber en el segundo estilo. Las cornisas se pueblan de objetos de arte industrial, estatuillas, vasos reales o de formas caprichosas, trébedes, etc. Las novedades culminan en el oecus negro de esta casa, una pared que parece de laca, con paisajes miniaturísticos de elementos que se recortan en el fondo sin pretender dar una impresión de unidad ni de espacialidad. Las figuras de los cuadros pictóricos tienen, como los dibujos que alternan con ellos, sus perfiles recortados y claros. Lo lineal priva sobre lo pictórico. La hermosa ejecución de los contornos es un factor de peso para satisfacer al espectador. Las figuras resaltan como estampadas sobre el fondo plano, simple soporte para ellas. La luz y la sombra están al servicio del modelado de las figuras, sin desempeñar función alguna por sí mismas. Es manifiesto en todas partes el esfuerzo de representar las cosas objetivamente, como ellas son en la realidad, no como el ojo las percibe. La profundidad del cuadro está estratificada, aunque una pared a cada lado retroceda oblicuamente. Las figuras se encuentran en un plano, la pared del fondo en otro. Entre aquél y éste, un altar, una columna, una pared blanquecina en perspectiva. Las figuras están claramente yuxtapuestas sin que algunas superposiciones alteren el efecto. Uno de los maestros principales de La Farnesina se trasladó más tarde al golfo de Nápoles para hacerle a Agripa Póstumo, en la ladera del Vesubio, la decoración de la villa de Boscotrecase. Allí llevó lo inventado en Roma a sus consecuencias últimas, tratando a la pared como superficie cerrada en la que sólo el cuadro central sobrevive, aunque no como en un nicho o en una transparencia. La arquitectura queda reducida a columnitas y tirantes decorativos, sin otra función que la de parcelar delicadamente los paneles monócromos de brillante escarlata o de reluciente negro. Las guirnaldas y figurillas se achican y adelgazan hasta extremos inverosímiles. Una esfinge u otro motivo egipcio forma parte de la decoración en boga sin que justifique su introducción desde fuera de Italia misma.
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Sin duda, a los países no alineados no les correspondió nunca el papel que uno de los teóricos de la descolonización, Frantz Fanon, les atribuyó: para él -en su libro Los condenados de la Tierra- debían nada menos que inaugurar una "nueva Historia del Hombre". Lo que sí es cierto, en cambio, es que muy pronto supusieron la mayoría en la Organización de las Naciones Unidas, incluso la calificada de dos tercios para conseguir la aprobación de resoluciones. En 1973 la ONU tenía 135 miembros, estando ausentes de ella tan sólo algunos países que tenían conflictos internos como Corea y Vietnam. De este total 25 pertenecían al grupo occidental y 12 al soviético siendo los otros "no alineados" de diversas especies. No puede extrañar, por lo tanto, que un lenguaje anticolonialista muy marcado caracterizara el contenido de sus declaraciones. Pero esto no quiere decir que la política preconizada por ellas pudiera ponerse en práctica siempre. Además, los propios países del Tercer Mundo, después de la descolonización, pasaron por frecuentes etapas de inestabilidad o por regímenes de partido único; tampoco resolvieron sus problemas económicos más acuciantes. En realidad, el movimiento de los países no alineados, aunque nació con un ímpetu considerable, no llegó a fraguar durante la década de los sesenta en una única y firme posición. La primera Conferencia tuvo lugar en Belgrado en 1961 cuando gran parte de la descolonización estaba llevándose a cabo. Fue convocada por Nehru, Nasser y Tito y consiguió reunir a 25 países. A continuación, sin embargo, conseguido el propósito de la emancipación, las reuniones fueron espaciándose: las Conferencias de El Cairo (1964), Lusaka (1970) y Argel (1973) testimoniaron una creciente preocupación por los aspectos económicos más que los estrictamente políticos. Por otra parte, entre los no alineados muy pronto hubo diferencias considerables en cuanto a propósitos políticos y organización social y económica. Quienes se definían como tales muy a menudo tenían, a pesar de no admitirlo, algún grado de coincidencia -a veces absoluto- con alguno de los dos bloques ideológicos. Éste fue el caso de la Cuba de Castro, por ejemplo, que en 1966 auspició la celebración en La Habana de una reunión tricontinental de movimientos revolucionarios de significación anti-imperialista. Todo esto explica que las uniones, bien laxas y de carácter general o tan sólo entre un número reducido de países, resultaran a medio plazo efímeras. Así le sucedió, por ejemplo, a la República Árabe Unida, por citar un ejemplo del segundo caso. También, sin embargo, resultaron fluctuantes las alineaciones de diversas tendencias de países en un mismo continente; muy a menudo un conflicto concreto sirvió para demostrar la imposibilidad de llegar a un acuerdo y una actuación coincidente por parte de quienes podían tener, en principio, el punto de coincidencia de su común condición de no alineados. Tampoco la referencia a la potencia colonizadora de origen pudo determinar de forma clara una agrupación de Estados procedentes de la descolonización. Ni la "Commonwealth" ni tampoco la "Organización común africana y malgache" (OCAM, creada en 1964) supuso otra cosa que un cierto grado de influencia, en general muy moderado, por parte de la potencia colonizadora. En realidad, las únicas agrupaciones de Estados que en las relaciones internacionales de la época pudieron considerarse como factores efectivos de configuración de actitudes fueron los foros de carácter general en los que, sin embargo, nunca resultó habitual la unanimidad de criterios. La Organización de la Unidad Africana (OUA), fundada en 1963, de ninguna manera hizo avanzar este continente en la dirección que parece indicarse en su denominación pero promovió los intereses colectivos y contribuyó a hacer desparecer conflictos bilaterales e internos. En Iberoamérica, la Organización de Estados Americanos (OEA) jugó un papel semejante aunque no tuviera nada que ver, en su momento inicial, con el movimiento de los países no alineados. Un factor esencial de unión entre los diferentes países descolonizados fue la enorme diferencia de renta, percibida como una injusticia y un motivo para la acción durante los años sesenta y no antes. La distancia entre la renta per cápita de los Estados Unidos (3.320 dólares) y la de Haití (60 dólares) resultaba suficientemente expresiva pero, además, pueden mencionarse factores coincidentes en esos países para convertirla en más grave. Los países descolonizados muy pronto tuvieron que hacer frente al problema del crecimiento económico y, exportadores de materias primas, a menudo comprobaron cómo los términos de intercambio -es decir, lo que recibían a cambio de lo que exportaban- resultaban manifiestamente desfavorables para ellos o sufrían violentas oscilaciones. De ahí las denuncias contra el "neocolonialismo" por parte de muchos de estos países que si en buena medida puede decirse que fueron justas también a menudo evitaron la adopción de políticas económicas sensatas en el marco de Estados de Derecho que trataran por igual al conjunto de los ciudadanos. Esta situación en el terreno económico tuvo un doble resultado. En primer lugar, los países que producían materias primas trataron de agruparse para defender los precios. Desgraciadamente para ellos en muy pocos casos la agrupación de los productores podía influir sobre el mercado mundial. No obstante lo consiguieron en el caso de una materia prima concreta, el petróleo. Ya hemos visto cómo a partir de la Segunda Guerra Mundial los países productores, en especial Venezuela, inauguraron una escalada de reivindicaciones sobre sus derechos sobre este producto y que en algún caso concreto, como el de Irán, este hecho provocó un conflicto internacional. Cuando las grandes compañías norteamericanas, británicas y holandesas trataron en 1960 de reducir el precio del petróleo, los países productores reaccionaron con la creación de la Organización de los Países Productores de Petróleo (OPEP) que, si en un principio se limitó tan sólo a Venezuela y al área del golfo Pérsico, luego se extendió al conjunto del mundo. La estrategia de la OPEP consistió en un primer momento en el incremento de sus derechos para luego llevar a cabo la nacionalización de los yacimientos. En 1972, por ejemplo, Irak lo hizo con los suyos. A estas alturas se daban ya las condiciones para que una parte de los países del Tercer Mundo tuvieran una posibilidad de acción cuando se produjera una profunda conmoción como aquella a la que dio lugar la Guerra del Kippur. Pero, por otro lado, las diferencias entre la renta de los países del Tercer Mundo y los desarrollados dieron lugar a planes de ayuda que se explican en parte como consecuencia de criterios filantrópicos pero, sin duda, también por un marcado deseo de influir en la evolución de los países que se habían convertido en independientes. Realizada en forma de inversiones, de préstamos o de donaciones se elevó en el período de 1945 a 1970 a 165.000 millones de dólares de los que los occidentales proporcionaron, pese a los clichés en su contra, el 90%. Claro está que en esta cifra se computan aquellos establecimientos o instituciones que los antiguos países colonizadores tenían en esos países en los que deseaban conservar su influencia. Por otra parte, no hay que dejar de tener en cuenta también que durante la década de los sesenta se produjo una cierta disminución de la ayuda otorgada por las potencias desarrolladas. Un cierto escepticismo acerca de la eficacia de esa ayuda y la aparición de la conflictividad interna o de conflictos como la Guerra de Vietnam contribuyen a explicarlo. Resulta posible distinguir distintos tipos de ayuda de acuerdo con los países que la proporcionaron. La ayuda francesa fue fundamentalmente técnica y cultural mientras que la británica en un elevado porcentaje fue económica y financiera. Ambas se concentraron en aquellos países en los que en el pasado habían existido colonias de los mismos. En cuanto a la norteamericana, fue principalmente económica pero también militar; la primera se canalizó a través de la "Agency for International Development". Una y otra se concentraron en los países que se consideraban en peligro de caer en las manos de la subversión comunista. Principalmente dirigida hacia Asia en un principio, luego, durante los sesenta, se empleó en gran medida para contrarrestar la influencia cubana en Iberoamérica. En cuanto a la ayuda soviética, se dedicó a grandes proyectos industriales relacionados, por ejemplo, con la electrificación y la industria pesada (la presa de Asuán en Egipto y acerías en India, por ejemplo) aunque también se refirió al puro asesoramiento técnico. Consistió principalmente en préstamos a bajo interés y siempre estuvo dirigida a aquellos países que, siendo no alineados, al mismo tiempo tenían una cierta simpatía en política internacional por el mundo soviético. Se debe tener en cuenta, además, que buena parte de esta ayuda fue canalizada a través de los países de Europa del Este. Siendo de todo punto insuficiente esta ayuda para la promoción del desarrollo, aparte de la asociación de los productores de materias primas, los países del Tercer Mundo tuvieron también otro procedimiento para tratar de lograr una concertación en pro del desarrollo. La primera Conferencia de la ONU sobre el comercio y el desarrollo reunida en Ginebra en 1964 no pasó de una recomendación de dedicar el 1% del PIB de los países industrializados a los que estaban en desarrollo. Éstos pretendieron crear una estructura organizativa destinada a este propósito, pero la ayuda que consiguieron fue principalmente conseguida gracias a contactos bilaterales con los países desarrollados. La segunda Conferencia de la ONU (Nueva Delhi, 1968) pretendió que la ayuda se llevara a cabo a través de preferencias aduaneras. En la tercera, celebrada en Chile en 1972 se constató el fracaso de las políticas seguidas hasta el momento y se pretendió concentrar la ayuda en los veinticinco países que vivían una situación más lamentable. Si bien factores estrictamente políticos sirven para explicar en un elevado porcentaje la inestabilidad de las relaciones internacionales en gran parte del mundo subdesarrollado, también lo explican esos factores económicos. Para darse cuenta de hasta qué punto jugaron un papel, resulta preciso referirse a cada una de las áreas más importantes del mundo. Tratándose en otros sitios de lo sucedido en Asia y en Europa abordaremos, en primer lugar, la evolución de las relaciones internacionales en Iberoamérica y en África. En todos esos escenarios hubo, sin embargo, un factor común: mientras que se acumulaban los signos de distensión entre los grandes, en cambio, los países del Tercer Mundo se convertían en mayor grado aún que en el pasado en peones de confrontación de las superpotencias. En Iberoamérica la Guerra fría no había tenido manifestaciones especialmente relevantes, pero, tras la Revolución cubana y la posterior crisis de los misiles, la confrontación entre guerrillas y Gobiernos democráticos o autoritarios se instaló como una realidad permanente y duradera. La ayuda de Cuba y de los Estados Unidos a sus respectivos campos así como las tensiones ideológicas contribuyen a explicar lo sucedido. La intervención de los Estados Unidos en Santo Domingo, en abril de 1965, fue anunciada por el presidente Johnson haciendo alusión a que se producía "con repugnancia" y para proteger a los extranjeros; fue, además, al menos en teoría, una intervención colectiva de la OEA y no exclusivamente norteamericana. Sin embargo, recordó demasiado a la política de los Estados Unidos a comienzos de siglo, probablemente fue desmesurada tanto por el temor despertado por una supuesta penetración comunista como por los efectivos empleados y acabó trasladando su interés a un acuerdo entre las fuerzas políticas del país invadido. Durante toda esta década los norteamericanos prestaron ayuda a los Gobiernos que combatían la guerrilla que, en efecto, fue desmantelada. En otoño de 1967 murió en combate Che Guevara. La victoria electoral del socialista radical Allende en Chile también dio pie a un intervencionismo norteamericano en los asuntos internos de este país pretendiendo que no llegara a ejercer el poder por cerrarse a ello el legislativo y luego mediante subvenciones a los grupos políticos derechistas. Finalmente, un golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973 derribó a Allende. En cuanto a África, los conflictos surgidos en la década de los sesenta derivaron principalmente del carácter artificial de las fronteras heredadas de la colonización que se superponían sobre las realidades étnicas y culturales, sin que fuera fácil llegar a cualquier tipo de solución. No obstante, tras la crisis del Congo a comienzos de los años sesenta y la creación de la OUA, se fue imponiendo la tesis de la intangibilidad de fronteras. Los conflictos fueron muchos y algunos de ellos tendieron a prologarse hasta la actualidad. Tal es el caso del surgido entre Somalia y Etiopía por el Ogadén o el de Marruecos y Mauritania por el antiguo Sahara español. Las mismas fronteras entre Argelia y Marruecos fueron objeto de dura controversia. Pero el conflicto que produjo un mayor derramamiento de sangre fue el que tuvo lugar en Nigeria con la secesión de Biafra (1967-1970). Como tantos otros países descolonizados, también éste era el producto de una pluralidad de etnias y religiones, imponiendo las del Norte, musulmanas, su hegemonía a las cristianas del Sur. Aunque el conflicto fue ahogado en sangre y se mantuvieron las fronteras precedentes, en su transcurso los biafreños recibieron una ayuda limitada por parte de China, lo que ya presagiaba el género de conflictos surgidos en África al final de la distensión.
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Casi tres años tuvo que aguardar Colón para poder salir en su viaje siguiente. Durante ellos restableció su mermado prestigio. La nueva expedición, que costó 4.150.800 maravedises, estaba formada por ocho embarcaciones. Hubo mucha dificultad para buscar nuevos colonos, ya que los informes venidos de indias habían apagado el entusiasmo popular. Los Reyes tuvieron que recurrir a indultar la pena de quienes tuvieran delitos pendientes a cambio de servir en Indias; durante dos años, si el delito era de muerte o herida, o durante un año, si había sido menor. Muchos de los del crimen, como los llamó Las Casas, embarcaron en este viaje. Las dos primeras carabelas, la Pinta y la Niña, partieron en vanguardia el 23 de enero de 1498, directamente hacia la Española, para llevar refuerzos. Las otras seis, bajo el mando del Almirante, se hicieron a la mar el 30 de mayo del mismo año. Una vez en Canarias, Colón envió otras tres naves para que fueran también a la Española y se quedó con una nao y dos carabelas para poder realizar nuevos descubrimientos. Iba decidido a hallar otra Tierra Firme (recordemos que pensaba que Cuba lo era), más al sur. Bajó así con su flotilla hasta los 10° de latitud norte y el 31 de julio descubrió la isla Trinidad, frente a Venezuela. Pasó al Golfo de Paria y descendió hasta las bocas del Orinoco. Aquí consideró que había estado ubicado el Paraíso Terrenal, al sur de Mangi. Salió luego del Golfo por las Bocas del Drago y recorrió la Península de Paria, que consideró isla, y bautizó con el nombre de Gracia, hasta que al ver su longitud, sus habitantes y los animales, confirmó que estaba en Tierra Firme. Desde la costa de Paria enrumbó hacia la Española y desembarcó en Santo Domingo el 31 de agosto de 1498. Aquí acabaron los descubrimientos de Colón en su primer gran ciclo (faltaría naturalmente el cuarto y último viaje), pues los problemas de la colonización de la Española impidieron que realizara otros durante varios años. Colón se encontró Santo Domingo en una situación deplorable. Durante su ausencia se habían sublevado los indios contra el gobierno de su hermano Bartolomé Colón y, finalmente, los mismos españoles, dirigidos por el alcalde Francisco Roldán. El Almirante temió que los desórdenes de la colonia perjudicaran más su prestigio y se apresuró a negociar con Roldán un acuerdo (20 de noviembre de 1498), aceptando sus condiciones de dar una amnistía a los sublevados y libertad para regresar a España, si lo deseaban. Incluso tuvo que ratificar a Roldán en su cargo de Alcalde, como si nada hubiera pasado. El Almirante autorizó los repartimientos de tierras de indios e incluso el servicio personal de los mismos, dos reivindicaciones de los roldanistas. No consiguió detener el descontento, sin embargo, por lo que tuvo que actuar con autoritarismo. Ordenó medidas disciplinarias, apresó a los más levantiscos y mandó ahorcar al cabecilla Adrián de Moxica. Todo esto demostraba su torpeza para dirigir la colonia. Las noticias de los desmanes de la Española llegaron pronto a la Corte los Reyes Católicos y nombraron, el 21 de mayo de 1499, a don Francisco de Bobadilla juez pesquisidor para averiguar qué pasaba realmente en ella. Arribó a Santo Domingo el 24 de agosto de 1500. Se apoderó de la casa, bienes y papeles del Almirante y le abrió un proceso. Más tarde mandó ponerle grilletes. Dio libertad para coger oro, pagó los sueldos atrasados, vendió tierras e hizo repartimientos. Llegaba un nuevo orden, y de manos de un funcionario real. Las acusaciones contra el Almirante llovieron a raudales y el Juez tomó puntual nota de todas, sin permitir que don Cristóbal hiciera sus descargos. Finalmente metió en una carabela a los tres hermanos Colón (Cristóbal, Bartolomé y Diego) y los remitió a España. El Almirante se negó a que le soltaran los grilletes en la nave, queriendo mostrar el vejamen a que se le había sometido. Las carabelas llegaron a Cádiz el 25 de noviembre de 1500. Los Reyes mandaron inmediatamente poner en libertad al Almirante y le pidieron que fuese a Granada, donde se encontraban. Allí le expresaron su desagrado por todo lo ocurrido. Colón volvió a gozar del favor real, pero no le restituyeron sus enormes privilegios. Desde hacía un año estaban saliendo hacia las Indias otros viajes de descubrimiento y rescate, que iban completando el mapa americano. En 1501, Colón tuvo la gran amargura de ver que los Reyes Católicos nombraban un Gobernador para la isla Española, fray Nicolás de Ovando. A Colón se le seguía reconociendo su patrimonio y, lo que es más importante, su gran calidad de marino, de Almirante, pero no su capacidad de organizar y gobernar una colonia de españoles e indios, ni el monopolio de ser el único descubridor. Había concluido el gran ciclo colombino.