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Durante el siglo XVII, el tapiz francés fue adquiriendo paulatinamente importancia por la prohibición de importar piezas extranjeras, lo que motivó un desarrollo interior y su perfeccionamiento hasta el punto de llegar a conseguir supremacía sobre las obras flamencas.En los comienzos del siglo destacaba el taller del Hospital de la Trinidad que Enrique II había trasladado en 1550 desde Fontaineblau a este lugar. A fines de siglo, Enrique IV, a instancias de su primer ministro Sully, que pretendía evitar el monopolio de los Países Bajos en la producción tapicera, fomentó la instalación y el desarrollo de talleres de este tipo, para lo que, sin embargo, hubo de recurrirse a artistas flamencos. En 1597 instaló a varios artesanos en el Faubourg Saint-Antoine y en 1601 llegaron llamados por el rey para introducir en Francia talleres de bajo lizo, Van den Planken, conocido en Francia como François de la Planche, y su cuñado Marc Comans. Estos se instalaron en 1607 en el Faubourg Saint-Marcel, conformando así lo que años después sería la Manufacture Royale des Gobelins. Al año siguiente acogió en el Louvre, entre otros, a los tapiceros Dubot, Girard Laurent y Pierre Lefevre, que trabajaron directamente para la Corona.También Raphaél de la Planche, hijo de François de la Planche, fundó un taller en el Faubourg Saint-Germain que tuvo gran éxito, especialmente a mediados de siglo, aunque en 1668 quebraba.Durante bastante tiempo actuaron estos talleres tapiceros hasta que la política centralista de Colbert llegó a ellos, reunificándolos en 1662 e instalándolos en el antiguo taller de los Gobelins. Para primer director eligió en 1664 a un hombre de su confianza, Charles Le Brun, cuyo carácter polifacético se prestaba adecuadamente a las miras que hacia aquella institución tenía puestas el ministro.Le Brun se encargaba de hacer los diseños y vigilar la ejecución de las obras, ahora tapices aunque más tarde serían todos los objetos artísticos salidos de los talleres. Bajo sus órdenes actuaba un equipo de pintores divididos según sus especialidades que se encargaban de ejecutar los diseños, siempre supervisados por el propio Le Brun.Con esta configuración casi industrial pudo desarrollarse una importante actividad tapicera, caracterizada en los aspectos técnicos por una profusión en las tonalidades rojizas dentro de un cromatismo general muy rico y luminoso. Esto último también constituye otra de las particularidades de los tapices de los Gobelinos, ya que a partir de las Ordenanzas dictadas por Colbert en 1669, los maestros tapiceros estaban obligados a emplear tonos que no se vieran muy afectados por la luz y que no se deteriorasen con el paso del tiempo.Por otra parte, las composiciones que se representaban en ellos eran tratadas bajo la órbita clasicista que dominaba la pintura oficial de la época, y de la cual el director de la manufactura era uno de los máximos defensores. Pero, por otro lado, también se hace patente una destacada influencia flamenca en el paisaje, con un marcado carácter naturalista y una gran minuciosidad, lo que sin duda no es ajeno al origen flamenco de los principales maestros tapiceros de la Francia del siglo XVII.Inmediatamente antes de la fundación de la Manufactura de los Gobelinos, los cartones se hacían inspirados en las obras de Simón Vouet; así se tejieron los tapices del Antiguo Testamento o la Historia de Ulises. Pero luego fue ya el propio Le Brun quien diseñó la mayoría de los cartones. Este siguió los presupuestos de Colbert que hacían de las artes fundamentalmente un sistema de exaltación del poder y de propaganda de sus hechos favorables.Por ello, las obras más destacadas salidas de este taller hacen referencia a la figura del Rey Sol, bien de forma directa o bien de manera simbólica. Así ocurre con las series de la Historia de Alejandro, la Historia del Rey o las Casas Reales.En la Historia de Alejandro se emuló a través de una serie de doce tapices la figura de Luis XIV con la de aquel gran rey de la Antigüedad, en el que se exaltaban sus hazañas militares y sus cualidades como político. La serie fue muy celebrada y tejida durante mucho tiempo en sucesivas reproducciones, aunque la primera se hizo entre los años 1664 y 1680 bajo la dirección del jefe de taller Jan Jans padre y hoy se conserva en el Museo del Louvre.La serie de la Historia del Rey refiere diversos hechos importantes en la historia de Luis XIV, mostrando aspectos militares como el asedio a la ciudad de Douai, políticos o familiares como el matrimonio de Luis XIV con María Teresa de Austria, o de benefactor como la construcción del Hôtel des Invalides. Este conjunto fue tejido en el taller dirigido por Jan Jans hijo entre 1673 y 1680, conservándose los primeros tapices en el Museo de Versalles, ya que igualmente fue muy reproducido con posterioridad.Cabría señalar dentro de esta serie el tapiz que representa la visita que el 15 de octubre de 1667 hizo el rey a la fábrica de los Gobelinos, ya que allí aparecen desplegadas a manera casi de cartel publicitario todas las actividades que en aquel lugar se desarrollaban. Así se le presentan al rey por distintos artesanos tapices, alfombras, muebles, objetos de orfebrería...Junto a estos talleres parisinos existieron en Francia durante el siglo XVII otros dos importantes centros tapiceros. El primero de ellos estaba situado en el condado de la Marche, especialmente en las Manufactures d'Aubusson, cuyo origen probablemente se remonta a los principios del siglo XIV, y donde tradicionalmente se habían venido tejiendo tapices para una clientela no especialmente acaudalada.Los tapices de Aubusson se caracterizaron por el empleo muy sistemático de un colorido predominantemente pardo grisáceo, debido a que ya desde el siglo XVI muchos de los modelos se tomaron de grabados. Por otra parte, los temas representados fueron mitológicos, religiosos, de leyendas y de historias de la Antigüedad.Estos talleres recibieron un definitivo impulso gracias a la política de Colbert, especialmente desde el año 1664, propiciándose entonces una recuperación de la calidad de las piezas allí fabricadas, que en aquel momento dejaban bastante que desear. Para ello se obligó a mejorar la calidad de las lanas y de las tintas empleadas, así como a la contratación de pintores que renovasen los modelos, corrigiéndose paulatinamente estos problemas a partir del año 1665 en que se le concedió un estatuto.Sin embargo, al revocarse en 1685 el Edicto de Nantes, casi dos centenares de artesanos calvinistas abandonaron los diferentes talleres de la Marche, lo que se tradujo en un descenso de la calidad de los tapices de esta zona.El segundo de los centros tapiceros situados fuera de París era la Manufacture de Beauvais, cuyos telares probablemente se remontan al siglo XVI, aunque la verdadera fundación se debe a Colbert en el año 1664. En un primer momento, estos talleres se dedicaron a instancias de su promotor a la confección de verdures, aunque dado que los encargos de la Corona estaban prácticamente copados por los Gobelinos, pronto hubieron de buscar una clientela diferente, así como procurar una especialización que en buena parte consistió en la confección de tapicerías para muebles.El primer director fue Louis Hinart, que logró para la manufactura unos privilegios semejantes a los de los Gobelinos, siendo con su sucesor, Behagle, con quien la producción adquirió un nuevo auge, llegando incluso a propiciarse la competencia directa con los Gobelinos.
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El dominio de los fatimíes sobre Egipto (969-1171) representa un factor de estabilidad y nexo de unión entre las dos etapas artísticas a las que cronológicamente pertenecen; por ello los mencionamos también aquí, reteniendo el interés de los edificios funerarios y las innovaciones que en el XI introdujeron en la arquitectura militar, síntoma de la debilidad que se había apoderado del Islam y que no fue sino una premonición de la crisis que los cruzados pusieron de relieve; de ésta, a la que evidentemente no fueron ajenas fuerzas internas del propio Islam, salieron beneficiados los ayyubíes; esta dinastía fue fundada por el kurdo Saladino, que unificó zonas tan dispersas como Yemen, Iraq, Arabia, Siria, Palestina y el mismo Egipto. A este abigarrado conjunto correspondió, bajo la obediencia abbassí y la restitución de la ortodoxia religiosa sunní una federación semifeudal de Estados y regiones autónomos, en la que se articuló una pirámide de dependencias mutuas. Los ayyubíes supieron iniciar el rearme ideólogico del Islam al restablecer cierta unidad y oponerse con éxito a los cruzados, aunque para ello, siguiendo la tradición, hubieran de recurrir a ejércitos de mercenarios (beréberes en Occidente y turcos en Oriente), que acabarían tomando el poder para sí mismos. Este fue el caso de los esclavos (es decir Mamalik, llamados por nosotros mamelucos) que tomaron el poder en Egipto en 1250. Bajo los ayyubíes, estos mamelucos fueron cuerpos de élite reclutados entre esclavos adquiridos ex-profeso, procedentes de levas entre cristianos, turcos, eslavos y circasianos y que, cuando adquirieron conciencia de su poder, suplantaron a sus dueños; se mantuvieron como señores absolutos de Egipto y Siria hasta 1517, fecha en que desaparecieron como estructura política, pero no como grupo de presión y cultura, todavía perceptible en el Egipto decimonónico. Su poder decayó no sólo por el empuje de los otomanos, sino por lo disminuidas que estaban sus finanzas, a causa de la desaparición del papel de intermediarios que habían ejercido durante la Baja Edad Media. A partir de los conceptos artísticos de los fatimíes, caracterizados por una depurada artesanía, ayyubíes y mamelucos representan otras tantas etapas distinguibles básicamente en función de los sucesivos mecenas. La tradición abbasí de reclutar mercenarios atrajo, sobre la base de la expansión de los nómadas asiáticos, a sucesivas oleadas de pueblos que, tras ser islamizados y limitarse durante algún tiempo al papel asignado por sus señores, fácilmente alcanzaban el poder. Las primeras reclutas masivas de turcos partieron de los samaníes, quienes se vieron pronto suplantados por los gaznawíes, asentados en Gazna (Afganistán) desde 977 hasta el 1187 y cuyo mayor mérito fue la conquista del noroeste de la India. La siguiente oleada fue más poderosa y duradera, ya que los turcos Oguz, que pasarían a la historia bajo la etiqueta de silyuqíes, tras desplazar a los anteriores hacia Oriente, ocuparon Irán e Iraq y en 1055, ya en Bagdad, reconocieron al califa abbasí de turno. Su actividad unificó los dispersos feudos en que estaba dividido el Estado bagdadí y puso fin a la expansión fatimí por tierras de Siria; finalmente consiguieron ocupar una parte importante de Anatolia, que no había dejado de ser cristiana. Para muchos investigadores es este periodo el que representa la culminación del proceso creativo del arte musulmán oriental. A mediados del XIII Irán era el asiento de unas tribus de nómadas mongoles, que en nuestra historia se denominarán iljaníes, sucesores de Gengis Jan; a pesar de que finalmente se convirtieron al Islam, fueron un factor de depauperación de la reunificada Persia, cuya población rural, ajena al Islam, entró en su definitivo ocaso. Ni que decir tiene que la dependencia que estos nómadas manifestaban respecto al Gran Jan de Pekín se tradujo en una influencia extremoriental en la cultura del Irán, pero no deja de ser curioso que esta conquista de los mongoles, más allá de unos elementos artísticos o culturales, no significó una aportación étnica cuantiosa sino un refuerzo de la turquización. La tercera oleada fue la del tristemente célebre Tamerlán, bien conocido gracias al relato del embajador español, Ruy González de Clavijo o del tunecino de ascendencia sevillana, Ibn Jaldun; lo más significativo fue su rápida iranización, quedando como nueva dinastía de origen militar, los timuríes, asentados en la legendaria Samarcanda. Este periodo, continuado por los turcomanos y saffawíes hasta el siglo XVIII fue el último realmente creativo del Irán, si hemos de creer los relatos de los viajeros y nos guiamos de las edificaciones que aún restan en pie, rotundas y coloristas en las cúpulas bulbosas que cubren sus mausoleos y mezquitas, desde Samarcanda a Isfahan. Para continuar nuestro catálogo de dinastías y reinos hemos de volver momentáneamente atrás, pues mientras todo esto sucedía en la península de Anatolia se desarrollaba un proceso extraño; esta montañosa región, como frontera de la provincia omeya de Yazira, fue una inmejorable protección para Bizancio, ya que, si bien en el año 674 habían comenzado los asedios a la propia Constantinopla, lo cierto es que desde la época de la conquista de Al-Andalus las fronteras se habían estabilizado. En el siglo X los bizantinos habían iniciado una tarea, no siempre afortunada, de consolidación y reconquista, pero a la postre fueron los silyuqíes quienes, al derrotarlos en 1071 consiguieron ocupar el interior, quedando en manos de los cristianos las orillas del Mar Negro y el Egeo. Allí fundaron el sultanato de Run con capital en Konya, que sobrevivió hasta la invasión de los mongoles, en el siglo XIII aunque los efectos del cambio no fueron más allá de la modificación del régimen de gobierno, que pasó a ser un protectorado, dominado culturalmente por refugiados persas; esta situación se prolongó hasta fines del siglo, cuando el protectorado se descompuso en un mosaico de principados en los que la base popular de lengua turca estaba gobernada por una élite que usaba, al menos en parte, el persa como lengua culta. Cuando el sistema de dominio de los mongoles se hundió, estos principados, reducidos en su número por sucesivas anexiones, comenzaron una activa política internacional, a favor o en contra de Bizancio. Su faceta artística, y especialmente arquitectónica, a lo largo de los siglos XIII y XIII se caracterizó por una influencia bizantina y armenia, cristiana en fin, que dio una construcción en piedra además de unas diferencias formales basadas en las que el frío clima de la zona imponía. En este ambiente nació el principado otomano, como consolidación de la casi imperceptible penetración de grupos turcomanos en comarcas próximas a la actual Ankara, con grupos islamizados cada vez más próximos a Nicea y el Mar de Mármara. Ya a mediados del XIV habían invadido territorio continental europeo, pero no fue hasta 1453 cuando Constantinopla cayó bajo las banderas del Islam; para entonces, ya estaban bien asentados en los Balcanes y preparaban la invasión de Transilvania, Moldavia, Crimea, Mesopotamia, Siria y Egipto, país este último que conquistaron precisamente en 1517. Los musulmanes alcanzaron el Indo el mismo año en que vieron por vez primera el Guadalquivir, de tal manera que el Sind y el Punjab constituyeron una provincia omeya, pero la conquista de aquel extenso territorio budista no fue acometida hasta mucho más tarde, concretamente a fines del siglo XII cuando desde los territorios de Gazna (hasta 1187) y Gur (hasta 1215) comenzó la expansión; en esta tarea, cuyo único precedente había sido la efímera penetración de Alejandro Magno, tomaron parte elementos culturales y étnicos muy complejos, pues la expansión turca ya había comenzado a generar un intenso movimiento. Evidentemente fue Persia, con toda su complejidad cultural y lingüística, la provincia abbasí que, por proximidad geográfica, aportó lo sustancial. Se han perdido casi todos los restos artísticos de las primeras etapas de esta dominación a occidente del Indo y por ello hay que recurrir a las construcciones que, en Delhi, dejaron los sultanes mamelucos desde la última década del siglo XII y durante todo el XIII y una de cuyas características fue el sincretismo de elementos variopintos. Las distintas etapas de la India musulmana, ya fuese bajo un único dominio general o bajo un mosaico de sultanatos más o menos autónomos, pueden resumirse telegráficamente en los nombres de sus dinastías básicas; éstas fueron las de los hilgíes (1290-1520), tugluqíes (1320-1414), sayyíes (1414-1451) y lodíes (1440-1520) algunas de las cuales fueron vasallas de turcos y mongoles; bajo estas etiquetas se esconden realizaciones arquitectónicas y artísticas en las que elementos iraníes, peor o mejor entendidos, se mezclan con los hindúes tradicionales y tipologías importadas del Asia Central, que a su vez eran ya mestizas. La cabecera de la India islámica fue durante todo este periodo Delhi, de la que dependían sultanes regionales que dominaban feudos como Yaunpur Malva, Cachemira, Guyarat y el Decan que, como Delhi, cayeron bajo el dominio de Babur, tras la decisiva batalla de Panipat, en 1526.
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El teatro constituye uno de los géneros más sobresalientes de la literatura española del Siglo de Oro porque quizás fue el que gozó de una mayor proyección social. El iniciador y padre del teatro renacentista español fue Juan del Encina (1468-1530). Si Encina fue un poeta hábil, Gil Vicente fue el más sensible y delicado de todos los poetas dramáticos del Siglo de Oro y se le ha descrito como el mejor dramaturgo europeo anterior a Shakespeare. Su condición de precursor del auto sacramental en España parece indiscutible. Por otra parte, merecen destacarse sus comedias sentimentales, entre las que sobresalen Don Duardos y Amadís de Gaula. Bartolomé Torres Naharro (1485-1520) escribió la mayor parte de sus obras en Italia. Teórico, además de escritor, Torres Naharro dejó sus reflexiones sobre el teatro en el proemio de la Propalladia. Muestra una gran independencia de criterio y, aunque parte de los preceptos de los antiguos, los abandona pronto para expresar su opinión personal. Su definición de la comedia la concreta así: "no es otra cosa sino un artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos, por personas disputado". Torres Naharro hizo avanzar el teatro y lo enriqueció con sus propias contribuciones: fue el creador del introito, monólogo único separado del cuerpo de la obra y recitado por un pastor en dialecto, que, unido al argumento, llegó a ser la forma de prólogo dominante en la primera mitad del siglo XVII; desarrolló la comedia en cinco actos, que llamó jornadas; amplió la galería de personajes; pero sobre todo tiene el mérito de haber hallado la fórmula de la comedia española en un primer intento que cristalizará en el siglo XVII con la producción de Lope de Vega. En la segunda mitad del siglo XVI brillará con luz propia el sevillano Lope de Rueda (1509-1565), que no sólo fue un importante dramaturgo, sino uno de los mejores actores y directores escénicos profesionales de España. Rueda y su compañía recorrieron el país con actuaciones múltiples, ya en los comedores de palacio de la nobleza, ya en los escenarios más o menos improvisados. Cervantes nos hizo una excelente relación de sus actividades en el prólogo de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos. Rueda comenzó a representar hacia 1540 y a él se debe en buena medida el establecimiento del teatro profesional en España. Buscó nuevos temas en el drama italiano contemporáneo. El editor póstumo de Rueda, Juan de Timoneda, es bien conocido por su Patrañuelo, serie de consejas, pero fue también un excelente dramaturgo con obras como el Temario espiritual (1558), Amphitrion, Los menemnos, Cornelia (1559) y el Temario sacramental (1575). De 1575, aproximadamente, a 1587 ocurre la llegada masiva de las compañías italianas a la Península, lo que significa el triunfo de la comedia del arte, el desarrollo urbano del teatro, su comercialización en teatros de manera estable y la tecnificación de la puesta en escena. Durante el período siguiente, 1587 a 1620 aproximadamente, se da el momento de esplendor de los corrales y la nacionalización de las compañías. Durante los años siguientes, hasta mediados de siglo, junto al teatro de corrales se desarrollan, sobre todo en representaciones públicas, técnicas cada vez más sofisticadas y complejas, con las que se representan obras que han derivado hacia el enredo puro, por una parte, o hacia la densidad y la profundidad temática de parte del teatro calderoniano, por otra. El teatro del siglo XVII tendrá aún larga vida en la centuria siguiente, por lo menos en el favor del público, cuando ya la creación de obras nuevas y realmente valiosas languidezca. Con la llegada de las compañías italianas se produce el tránsito de un teatro itinerante a otro urbano fijo, con innovaciones tales como el enriquecimiento de la puesta en escena, la modificación del calendario (aumentando los días de representación), los toldos de los corrales, posiblemente la presencia de la mujer actriz en escena, la aparición de las figuras cómicas y quizá del mismo gracioso, etcétera. En 1607 la corte abandona el rígido escenario de los salones del Alcázar. A partir de 1622 los monarcas impulsan la construcción de coliseos en los Reales Sitios -El Buen Retiro, Aranjuez que imitan primero y desarrollan después la estructura de los corrales de comedias. Al menos a partir de 1600, por otra parte, la afición se extendió a zonas rurales, a donde llegaban aprovechando ferias y fiestas las giras de las compañías. Los corrales de comedias fueron inicialmente los patios interiores de alguna manzana de casas, en donde se montaba un escenario simple y se habilitaban para los espectadores tanto el espacio descubierto restante del patio como las habitaciones (palcos) que daban a él. La representación teatral fue al comienzo un ingrediente festivo más del día feriado, pero según conseguía el favor del público, y el beneficio económico, fue ocupando los días laborables -martes y jueves- al comienzo, hasta llegar a la representación diaria. Los corrales se cerraban los Miércoles de Ceniza y se abrían después de Pascua; las mejores épocas, al decir de los arrendatarios, eran las del Corpus y el otoño. Las representaciones solían comenzar a las dos o las tres de la tarde en invierno y hacia las tres o las cuatro en verano. Duraban entre dos horas y media y tres horas, pero tenían que concluir -por razones morales y de policía- antes del anochecer. El teatro se llenaba bastante antes de la hora de comienzo. Una obra duraba en cartel uno o dos días; como cosa excepcional, se mantenía hasta cuatro o cinco. Esto es importante, porque permite suponer un público bastante fijo, que exigía constantemente la renovación del espectáculo. El gran genio del teatro español es Lope de Vega. En su larga carrera dramática, que puede considerarse iniciada en serio en la penúltima década del siglo XVI y que se prolonga hasta muy poco antes de su muerte en 1635, Lope compuso un número sorprendentemente elevado de obras. La temática de la obra de Lope es muy diversa. En su producción el grupo más numeroso pertenece al género de las comedias amorosas llamadas de capa y espada. En su obra sobresalen seis personajes tipo: el galán y la dama, que desarrollan una intriga amorosa; el gracioso y la criada, que les ayudan; el padre, o el viejo depositario del honor familiar, y el poderoso, que puede trastocar o solucionar la intriga, ya como protagonista, ya como juez. La criada es la compañera de la dama, y su oficio y condición dependerá de la calidad de la dama. El poderoso puede recorrer una amplia escala social, desde la nobleza menor hasta la realeza. Sobre estos seis tipos básicos (multiplicados por su hábitat: mitológico, pastoril, urbano, palaciego) se crean infinitas situaciones, temas y argumentos, tanto de tragedia como de comedia. El papel de la madre es, en términos generales, una buscada y dramática ausencia. Honra y fe son los dos temas sobre los que se proyecta constantemente Lope. El protagonista, tan destacado en el teatro inglés de Shakespeare, pierde su relieve en el de Lope de Vega, en el que es un tipo social que compite con otros personajes en la comedia más que un ser individual. Lo social, más que lo individual, es lo que caracteriza el teatro de Lope, ya aparezca de una manera clara y en toda su plenitud, como en Fuenteovejuna, o ya personificado en gentes representativas de la sociedad española de aquel tiempo, como en La dama boba. Las tres comedias más representativas del teatro de Lope son: El mejor alcalde, el Rey, Peribáñez y Fuenteovejuna. El número de dramaturgos que escribieron sus obras bajo la influencia de la comedia nueva de Lope fue muy considerable. Valencia fue uno de los grandes centros de esta comedia en expansión, y a finales del siglo XVI y comienzos del XVII floreció la escuela teatral valenciana, que dio, entre otras, dos figuras de dramaturgos menores pero bien dotados, Gaspar de Aguilar y el doctor Francisco Tárrega, que fue canónigo de la catedral de Valencia. Pero el mejor de los autores valencianos, y uno de los de más talento de entre los de la generación y la escuela de Lope, fue Guillén de Castro y Bellvís. En la órbita de Lope destacan finalmente dramaturgos como Pérez de Montalbán, Vélez de Guevara, Mira de Amescua y, sobre todo, Ruiz de Alarcón. Tirso de Molina es conocido sobre todo por dos obras verdaderamente magistrales, El Burlador de Sevilla y El condenado por desconfiado, aunque parte de la crítica ha negado que ambas fueran suyas. El Burlador de Sevilla es la principal fuente de una tradición literaria internacional, la del mito de don Juan, a la que pertenecen numerosas obras de gran altura, a menudo extraordinarias, desde la España del siglo XVII hasta la Inglaterra de nuestros días. En efecto, con la figura de don Juan creó Tirso en El Burlador de Sevilla el carácter literario que ha tenido mayor resonancia en la literatura universal, pues desde entonces no ha habido pueblo ni época en la que no se tratara de darle una nueva forma y expresión a este carácter. En España reaparece el personaje en el siglo XVIII en la comedia No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague o El convidado de piedra, de Antonio Zamora; y en el siglo XIX en Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla. Con la particularidad de que estas tres comedias españolas sobre el mismo personaje resolvieron de una manera distinta el problema teológico, pues mientras Tirso condena al burlador y Zorrilla lo salva, redimido por el amor de Doña Inés, Zamora deja incierto su destino. La influencia del tema y del carácter de Don Juan fue extraordinaria en el siglo XIX con el modernismo y el postmodernismo, en el que fue tratado por los principales escritores (Unamuno, Maeztu, Jacinto Grau, Azorín, etc.) en la novela, el ensayo y el teatro. En las literaturas extranjeras fue también notable su influjo tanto en el drama como en los otros géneros literarios. En el drama y poesía merecen destacarse por su interés: en Francia, Le festin de Pierre, de Moliére (1622-1673), el Don Juan puesto en verso por Tomás Corneille (1625-1709), y Don Juan de Mañara de Alejandro Dumas (1802-1870), padre; en Inglaterra, Don Juan de lord Byron (1788-1824); en Italia, El disoluto de Goldoni (1707-1793) y el libreto de Da Ponte utilizado por Mozart (1756-1793) en su ópera Don Giovanni; en Portugal, el poema La muerte de Don Juan (1874), de Guerra Junqueiro (1850-1923); y más modernamente, Bernard Shaw con su Don Juan en el infierno. El transfondo intelectual de El condenado por desconfiado fue una acalorada y sutil polémica teológica, conocida con el nombre de la controversia De auxiliis, que sostuvieron los molinistas (los jesuitas seguidores de Luis de Molina) contra los bañecianos (los dominicos seguidores de Domingo Báñez) sobre la naturaleza de la gracia divina, los medios en que puede ayudar al hombre a la salvación y el grado en que los hombres pueden con su libre albedrío cooperar con Dios para conseguir salvarse. Calderón de la Barca representa la culminación del desarrollo del teatro barroco protagonizando un cambio en las condiciones escénicas comparable al ocurrido con Lope de Vega. Las tramoyas, máquinas, música, etcétera, adquieren un desarrollo espectacular. Uno de los aspectos fundamentales es la integración de la música en el conjunto de las obras, donde es fundamental la influencia de la tradición italiana, que se manifiesta, por ejemplo, en la alternancia de canto y recitativo. A su muerte, Calderón deja cerca de ochenta autos sacramentales, más de ciento veinte comedias y numerosos entremeses, aparte de textos ocasionales, como aprobaciones o poesías sueltas. Los temas básicos de los autos calderonianos fueron la peripecia de Cristo hecho hombre, triunfando de la muerte, y la del hombre doliente, que busca remedio a sus culpas por la gracia y por la penitencia. Calderón posee, desde sus primeras obras, una técnica teatral más compleja y refinada, menos espontánea que la de Lope. Al mismo tiempo, sus obras resultan más convencionales y formalizadas en cuanto a tipos, caracteres o situaciones, lo que, probablemente, se explica por su tendencia a montar comedias de gran espectáculo, aunque siempre haya una estrecha relación entre la construcción escénica y los contenidos ideológicos. Quizás todos esos rasgos diferenciales se expliquen por el carácter reflexivo de Calderón, por su preocupación (visible en todas las obras) por el problema del orden y su transgresión, tanto en el ámbito de lo religioso como en el orden social y privado. En las comedias de Calderón, por lo general, debajo de la peripecia aparece un segundo nivel, más profundo, en el que se plantean problemas de conciencia con una inequívoca intención didáctica y aleccionadora: por ejemplo, el conflicto de un individuo entre los impulsos disgregadores, pasionales, y la obligada sujeción a la ley como imperativo racional y moral. Cuando Calderón escribe para la corte, suele situar la acción no en un marco convencional a la manera de Lope, Tirso o Alarcón, sino en palacio, como centro dramático. La evolución de Calderón es ostensible. A partir de 1650 y durante los últimos treinta años de su vida abandonó la comedia de capa y espada para dedicarse a un teatro más simbólico y abstracto, el de los autos sacramentales, y más cortesano, el de tramoya y las comedias mitológicas. La característica más importante de la escuela calderoniana fue su mayor preocupación por la norma clásica del decoro en el teatro de lo que había mostrado la escuela de Lope. Los dramaturgos españoles del siglo XVII al escribir sus obras tenían presente una triple visión de la sociedad: la visión de los ideales de conducta y moralidad que todos los hombres y mujeres debían respetar en sus respectivas clases sociales o papeles (la visión del decoro, esencialmente platónica en sus orígenes); la visión de lo que cada individuo en cada clase social suele hacer o suele esperarse que haga (la óptica de la verosimilitud, que deriva teóricamente de la Etica de Aristóteles, del Ars poetica de Horacio); y la visión de lo que, en la historia o en el presente, un individuo determinado realmente era o es. En el teatro del siglo XVII vemos que la sociedad es contemplada desde este triple enfoque, pero a medida que avanza el siglo se va produciendo un cambio de perspectiva. Gradualmente, el punto de vista idealista, el del decoro, va a predominar en el teatro sobre la verosimilitud y el realismo. La Iglesia y una censura cada vez más enérgica sin duda tuvieron una gran influencia en el desarrollo de un teatro presidido por la noción del decoro, que Bances Candamo definió como que ninguno de los personajes tenga acción desairada ni poco correspondiente a lo que significa. Según este principio, cada personaje dramático ha de cumplir, nunca traicionar, el ideal de la función social que le corresponde. Los discípulos principales de Calderón fueron Moreto y Rojas Zorrilla.
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El teatro romano es el peor conservado de los edificios de espectáculos de la ciudad y, evidentemente, el menos conocido. Su situación en la parte baja del núcleo habitado, junto al puerto, ha sido la causa de sus sucesivas destrucciones y de la dificultad, todavía por superar, de proceder a su recuperación. Las intervenciones puntuales realizadas desde el siglo XIX han permitido, no obstante, la recuperación de una serie de elementos importantes (escultura, capiteles...) y las excavaciones arqueológicas de los años 1977 (P. M. Berges) y 1981-1984 (M. Roca) identificar una parte de los restos del edificio. Actualmente se conserva parte de la orchestra, del escenario (proscaenium), de la fachada (scaenae frons), las primeras cinco gradas de la cavea y parte de un critopórtico perimetral que corría paralelo a la fachada curva. Anexo al teatro, que se hallaba relacionado con el cercano foro de la colonia, había un ninfeo monumental. La construcción del teatro debe situarse en época de Augusto, como confirman las excavaciones y las características de los capiteles recuperados. Del teatro procede también un ara dedicada al numen de Augusto. La importante colección escultórica, básicamente atribuida a la scaenae frons, permite distinguir un primer grupo (cabezas de dos príncipes julio-claudios), asociable a la primera fase constructiva, y otros conjuntos de estatuas que documentarían reformas en la decoración del edificio en época julio-claudia (un posible Augusto togado, otro togado hipotéticamente identificado como Claudio y dos jóvenes con bulla aurea, probablemente, Británico y Nerón) y en época antonina (tres thoracados identificados con bastante seguridad con Antonino Pio, Marco Aurelio y Lucio Vero). Las excavaciones más recientes permiten afirmar que a finales del siglo II d. C. el monumento entró en una fase de abandono de la que no iba ya a recuperarse.
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El teatro catalán en su vertiente religiosa se distingue por la fidelidad a los textos sagrados en que se sustenta. También por seguir representándose en los templos, a diferencia de lo que sucede en Europa, donde se da una desvinculación progresiva, cosa que puede explicar un cierto talante conservador; por una gran complejidad y variedad escenográficas; por su carácter tradicional, lo que explica su larga pervivencia, que en algunos casos llega hasta hoy. Así sucede con el Cant de la Sibil-la -en catalán desde el siglo XII- cuyos impresionantes versos resuenan en Santa María del Mar o en la catedral de Mallorca. Hay que relacionar con la liturgia textos como el Sermó del bisbetó, que se representaba por san Nicolás de Bari, patrón de los monaguillos, o como les Epístoles farcides. La práctica teatral religiosa se puede ordenar temáticamente en seis grandes ciclos: Pascual, un ciclo que pervive en las actuales "pasiones" o en espectáculos como la Dansa de la Mort de Verges. Navideño, que da origen a los actuales pastorets. Veterotestamentario, en vigor hasta el siglo XIX. Mariano, que acoge obras que destacan el momento de la muerte y asunción de la Virgen, como la Representació de l'Assumpció de Tarragona de 1388, y como el que es sin duda el máximo ejemplo de pervivencia del espectáculo medieval en Europa, el Misteri d'Elx, cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XV. Hagiográfico, consagrado a la vida de santos y mártires y Ciclo de Corpus, en el que destaca, como parte integrante de la procesión de Valencia, el Misteri d'Adam, ya representado en el XV, o espectáculos en la actualidad tan vivos como las danzas mallorquinas de "cossiers" y caballeros y la famosa Patum de Berga. El teatro profano, en cambio, apenas si ha dejado rastro. Unos diálogos copiados en el Cancionero de Híjar son del siglo XVI, y de la misma época es una entretenida Farsa d'En Cornei. Por lo que respecta al llamado teatro culto, recordemos, aunque sea muy tardía -se representó en Valencia en 1574-, la Fabella Aenaria de Lorenzo Palmireno, en la que el latín comparte la escena con el catalán y el castellano.
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El género teatral es de creación griega y el edifico que alberga el espectáculo también es una construcción típicamente griega. Consta de tres partes esenciales: escena, orquestra y graderío. La escena se encuentra a nivel de tierra y en ella se emplean decoraciones giratorias en forma de prismas triangulares. La orquestra es la parte dedicada al coro; tiene planta circular y en el centro se alza la estatua dedicada a Dionisos, dios en cuyo honor se celebra la fiesta. El graderío tiene planta ultrasemicircular, rodeando en parte a la orquestra. El teatro más famoso es el de Epidauro, construido por Policleto el Joven a finales del siglo IV a.C. Se utilizó un desnivel natural del terreno de 24 metros para edificar una concha de 120 metros de diámetro que se divide en dos zonas. La parte inferior del hemiciclo está dividida en 12 cuneus con una treintena de gradas cada uno mientras que en la zona superior se hallan 22 cuneus con 20 gradas cada uno. En total podía albergar hasta 15.000 espectadores que disponían de dos tipos de asientos: los del pueblo consistente en las propias gradas y los de las personalidades políticas, con respaldo y brazos.
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De los tres teatros existentes en la Roma de Augusto (el de Pompeyo, el de Balbo y el de Marcelo) el único visible en parte hoy en día es el tercero, el más antiguo de los casi doscientos edificios teatrales de época romana que, según cálculos de Alfonso Jiménez, están localizados de una punta a otra del Mediterráneo. Lo inició César, en ejercicio de sana emulación frente al Teatro de Pompeyo, y lo terminó Augusto, a nombre de su sobrino y yerno, Marcelo, entre los años 13 y 11 a. C. Fue un gesto de piedad paternal hacia el príncipe fallecido unos años atrás. Tal y como hoy lo vemos en la vía de su nombre, el Teatro de Marcelo es fruto de una meritoria labor de restauración y liberación de postizos y vecinos indeseables llevada a cabo entre 1926 y 1932. En la fecha de su edificación original, los romanos habían acumulado una experiencia de siglos construyendo teatros y anfiteatros de madera, no sólo en terrenos en cuesta, como los griegos hacían sus teatros, sino en suelo completamente llano, de modo que la construcción de graderíos inclinados, sobre andamios de costillas radiales y ambulacros curvos, no encerraba ya secretos para ellos. Bastó con trasladar sus experiencias al hormigón y a la piedra, para que el edificio teatral en suelo plano, con la escena y la cávea en un solo cuerpo, y no en dos como los griegos lo hacían, pudiera figurar en su palmarés ingenieril. Travertino de la cantera del Barco, cerca de los Baños de Tívoli, es el material de fachada, el mismo que el del Coliseo. Y también como en éste las arquerías se revisten de los órdenes clásicos superpuestos, en este caso el dórico (toscano) abajo y el jónico encima. A partir de aquí la restauración moderna ha respetado la fachada curva del palacio medieval de los Savelli, diseñado a principios del siglo XV por Baldasarre Peruzzi. De este modo el edificio conserva la altura de 32,60 metros, que le había dado el arquitecto romano con una tercera planta en forma de ático ciego con pilastras corintias. La amalgama de arquerías y órdenes superpuestos seguía la tradición republicana del Tabularium y fue aplicada con acierto a las fachadas curvas de teatros y anfiteatros del Imperio cuando ya el dórico y el jónico tenían pocas aplicaciones en la arquitectura imperial, más afecta al corintio y a sus variedades. Restos de la infraestructura de la cávea subsisten en los sótanos del llamado desde el siglo XVIII Palacio Orsini. Allí se han puesto al descubierto algunos arcos de opus quadratum de toba con tabiques de hormigón, revestidos de reticulatum. Un corredor anular, moderno, sigue la línea del ambulacro antiguo por debajo de la praecintio que deslindaba la zona del primer maenianum de la del segundo, toda ella asentada en bóvedas sobre robustos muros radiales. Algunos paramentos de opus latericium, trabados con el hormigón, y por tanto de época de Augusto, aislaban de la humedad el ambulacro que separaba los dos sectores del graderío. "Es admirable -escribe Lugli- el efecto que produce aquella sucesión de arcos, aquel potente juego de masas de piedra oscura, y aquella hábil alternancia de pasadizos y de sotoescalas que forman la infraestructura de la cávea". Edificios en hueco, espacios articulados, construcciones funcionales como los opera arcuata de los acueductos -v. gr. el tarraconense de las Ferrera.- o los altos pilares y arcos de grandes depósitos de agua como la Piscina Mirabilis del cabo Miseno, capaz de abastecer a toda la flota, o quizá la más modesta, pero también impresionante cisterna de las Catacumbas de Monturque (Córdoba), construcciones funcionales, sí, pero al mismo tiempo obras de arte y no menospreciables por no ser clásicas. El teatro reservaba a sus primeros visitantes un escenario que parecía la petrificación de un mural del tercer estilo y que daría la pauta a seguir para muchos teatros imperiales (v. gr. Mérida e Itálica, éste en vías de reconstrucción). El enorme paredón del fondo del escenario se había convertido en una auténtica scaenae frons, ricamente articulada en salientes y nichos, y decorada con órdenes superpuestos de columnas exentas. La parte central, dividida en tres tramos, correspondientes a otras tantas puertas, servía de fondo a la tarima en que se movían los actores, y estaba flanqueada por dos aulas perpendiculares, de cabecera absidada y no visible desde la cávea. Ellas enlazaban la scaenae frons con los extremos del cuerpo del graderío y con la enorme exedra descubierta del porticus post scaenam, en cuyo centro ajardinado se alzaban las dos ediculas que reemplazaron a sendos templos derribados para hacer sitio al teatro, uno de ellos, según Plinio, dedicado a Pietas, el otro no sabemos a quién (¿Diana?). El diafragma de los órdenes, antepuesto a la pared, satisfacía plenamente al afán romano de hacer fachadas en todo género de edificación. De tiempo atrás, levantaban los romanos en sus espacios urbanos arcos triunfales y honoríficos. Augusto tuvo uno, conmemorativo del triunfo de Accio, o tal vez dos, en el Foro Romano, junto al templo de Divus Iulius; pero éstos estaban revestidos de mármol y enriquecidos con columnas, entablamentos, áticos y estatuas que había que poner en relación armónica con el arco, una nueva experiencia para los romanos. De los arcos pasaron a las puertas de ciudades, como la espléndida Porta Borsari de Verona y el hoy malparado, pero en su día suntuoso Arco de Medinaceli, dedicado por la ciudad celtibérica a los nietos malogrados del emperador.
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Con Sidney y Spenser llega a su fin el renacentismo en Inglaterra. En los últimos quince años del siglo XVI comienza lo que en el Continente llamamos Barroco. Pero en Inglaterra se sigue llamando "Renaissance" al teatro shakesperiano y a parte de la literatura posterior, de tal manera que se deja el término "baroque" para definir sólo un elemento estilístico dentro de la "Renaissance". Así pues, el Barroco tiene en la historia inglesa un sentido muy moderado, aunque si se acepta su presencia, como oscilación entre la energía renacentista y la impresión de ruptura y desgarramiento en el orden de los valores, habrá que convenir que el género dramático alcanzó, en ese momento, con la obra de Shakespeare, las cumbres de la perfección. Tanto es así que utilizar el término época de Shakespeare por Barroco no implicaría equivocación. El éxito del género dramático y de la representación teatral en la época elisabetiana proporcionaron las bases para la explosión shakesperiana de los primeros decenios del siglo XVII. En efecto, William Shakespeare (1564-1616) marchó muy joven (1587) desde su condado de Warwick a Londres, donde coincidió con el auge extraordinario del teatro. Allí pronto sería actor y luego autor y co-empresario. En 1590, tal vez en colaboración con Marlowe, estrena la primera parte de las tres de Enrique VI. Finalizando el siglo, se establece en el teatro del Globe y en los años siguientes estrena "Hamlet" (1600), "King Lear" y "Macbeth" (1605). Considerado por la reina, el público y la crítica como el primero de los autores dramáticos ingleses, cultivó todos los géneros, siguiendo siempre los gustos del público y con el sentido utilitarista de haber sido actor y empresario. Esta producción ingente y diversificada impide una clasificación cronológica y temática, aunque entre sus obras merecen recordarse comedias como "La fierecilla domada" y "Sueño de una noche de verano"; dramas históricos como "Enrique VI", "Ricardo II", "Ricardo III", "Enrique IV", "Enrique V" y "El rey Juan". No obstante, su éxito procede de la composición y representación de sus tragedias menores y mayores: "Romeo y Julieta", "Julio César", "Hamlet", "Otelo", "El rey Lear", "Macbeth", y "Antonio y Cleopatra". La obra de Shakespeare va dirigida fundamentalmente al público londinense, compuesto por aristócratas y burgueses. Las bases de su éxito fueron la variedad, la fantasía, el preciosismo verbal, la comicidad refinada, realista o bufa, su fuerza épica, su emoción lírica, pues no en vano W. Shakespeare fue antes que dramaturgo poeta, su grandeza trágica, el ritmo y el movimiento de sus composiciones y, especialmente, su puesta en escena. En cuanto a su estilo, sus obras se caracterizan por una expresión vigorosa y extraordinariamente rica en imágenes, aprovechando una prosa llena de sabor y un verso flexible y de una incomparable fuerza sugestiva.
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El teatro Kabuki, así como el Bunraku, era uno de los espectáculos dramáticos más populares del periodo Edo. Incluso, durante los años finales del siglo XVII y los primeros del XVIII el Bunraku ganó al Kabuki en popularidad. Algunos actores alcanzaron gran fama, levantando pasiones entre sus seguidores y las damas de la corte del shogún. El poder político consideró las representaciones del Kabuki como algo inmoral. En 1629 se prohibió que actuaran mujeres (Onna Kabuki), siendo sustituidas por muchachos (Wakashu Kabuki). Estos últimos también fueron prohibidos en 1652, por lo que hombres maduros debieron asumir los papeles femeninos (Yaro Kabuki). Finalmente, el poder acabó por aceptar el Kabuki como un mal necesario. El control estatal, sin embargo, ayudo a hacer del teatro Kabuki un espectáculo más complejo y elaborado, pues los actores masculinos debieron esmerarse para suplir la ausencia de actores femeninos y juveniles a la hora de representar sus papeles, a fin de no perder a su público. La maduración del Kabuki se aceleró a partir de 1680, durante la era Genroku. Paulatinamente los sencillos episodios surgidos de la imaginación de los autores dejaron paso a elaboradas tramas, escritas por dramaturgos. Si bien durante las primeras décadas del siglo XVIII el teatro de marionetas superó al Kabuki en popularidad. El resurgimiento del Kabuki, no obstante, se produjo gracias a la mejora de la calidad de las piezas y a la adopción de técnicas propias del teatro Bunraku. Las pelucas y el maquillaje de los actores forman una parte esencial del Kabuki, acentuando los rasgos del personaje. El maquillaje es especialmente vistoso en el caso de los hombres que actúan como mujeres.