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La novel dinastía implantó a lo largo del siglo un nuevo régimen territorial. Tres fueron los procesos destinados a otorgar uniformidad al mapa político y burocrático español: la promulgación de los Decretos de Nueva Planta en los reinos de la Corona de Aragón, la constitución de una nueva administración territorial y la reforma de los poderes locales. La Guerra de Sucesión brindó una magnífica oportunidad para homogeneizar la organización político-administrativa de la monarquía eliminando los particularismos históricos. Los ilustrados en general eran poco partidarios de la diferencia y la individualidad y en cambio decididos defensores de la homogenidad y la universalidad: el Estado debía aplicar a todos las mismas leyes sin distingos justificados por la historia. El instrumento elegido para conseguir estos fines fue la promulgación sucesiva de los conocidos Decretos de Nueva Planta. A medida que fueron cayendo los antiguos reinos de la Corona de Aragón en manos de la nueva dinastía, sus fueros quedaron anulados en beneficio de un organigrama mixto de inspiración castellana y francesa. Valencia y Aragón en 1707, Mallorca en 1715 y Cataluña en 1716 perdieron sus foralidades históricas y con ellas sus prerrogativas políticas y judiciales, al tiempo que se intentó acabar también con sus diferencias lingüísticas y culturales. En cambio, el País Vasco y Navarra, dada su fidelidad a la causa borbónica, lograron salvar sus respectivos fueros. La consecuencia principal de estas medidas fue la ruptura de la tradicional configuración agregativa de reinos de la monarquía hispana, sustituida a partir de entonces por un orden político establecido desde arriba con carácter universal y unívoco para todo el territorio. Los decretos borraban de un plumazo siglos de historia. Un hecho coyuntural, la apuesta mayoritaria de los reinos forales aragoneses por el archiduque Carlos, había permitido poner en práctica algo que venía cuajándose desde hacía mucho tiempo dentro y fuera de la Península: el uniformismo absolutista. Y esta nueva fórmula iba a mejorar el funcionamiento práctico de la vida administrativa española pero no terminaría por zanjar definitivamente el rescoldo dejado por las viejas prerrogativas forales. El cambio de planta política de España se hizo también notar en lo referente a su administración territorial. A la llegada de los Borbones, el país estaba constituido por un abigarrado mundo de jurisdicciones administrativas territoriales surgidas por razones históricas y geográficas. Los nuevos gobernantes iban a sustituir la vieja división político-administrativa por otra basada en criterios de uniformidad y regularidad que obedecían a una lógica militar administrativa tendente a conseguir una división de la Península en regiones de similar población y extensión, objetivo no siempre alcanzado. Entre 1785 y 1789 se elaboró el Nomenclator de todos los pueblos de España. La nueva propuesta, culminación de años de pruebas, establecía veintidós provincias para Castilla, más los territorios de la antigua Corona de Aragón, que se dividían según los criterios decretados en la Nueva Planta. A ellos se añadían Vascongadas y Navarra y dos circunscripciones sin denominación concreta que eran Canarias y las poblaciones de Sierra Morena. La provincia quedaba a su vez subdividida en partidos que tomarían distintos nombres en diferentes lugares: corregimientos en Castilla y la antigua Corona aragonesa, merindades en Vizcaya y Navarra, alcaldías mayores en Guipúzcoa y hermandades en Alava. Asimismo, surgieron durante el siglo nuevas figuras políticas destinadas a gobernar la geografía peninsular en nombre de las autoridades centrales. Aunque la tradición castellana y la influencia francesa fueron notorias en las nuevas instituciones, es bien cierto también que acabaron configurando un sistema hispano propio y específico basado en tres grandes pilares: los capitanes generales, los intendentes y los corregidores. Los primeros, sustitutos en los reinos forales de los antiguos virreyes, constituyeron el vértice del poder político y militar territorial durante toda la centuria. Diez fueron las capitanías creadas: Santa Cruz de Tenerife, Sevilla, Málaga, Badajoz, Zamora, La Coruña, Asturias, Palma de Mallorca, Valencia, Barcelona y Zaragoza. Únicamente Navarra mantuvo la figura del virrey, mientras que en Guipúzcoa era la propia Diputación la que asumía dichas funciones y en Vizcaya un corregidor de nombramiento real. El objetivo era conseguir la triple misión de la representación real, el gobierno político y la prevención del orden público o la defensa nacional. De hecho, solamente el rey se situaba por encima de las atribuciones del capitán general en el marco de su jurisdicción. Pero no bastaba con el control político y militar. Los planes de actuación de los reformistas de signo regalista e ilustrado precisaban un instrumento de ágil burocracia y gran flexibilidad política que se encargara de lo que podríamos denominar el fomento. La figura del intendente, de gran tradición en la administración francesa, vino a desempeñar esta labor de promoción de la vida económica y social de las poblaciones que quedaban en su jurisdicción. Hombres de confianza de los gobernantes, reconocidos regalistas, altamente imbuidos de la precisa regeneración nacional, los intendentes formaron el verdadero brazo ejecutor de la reforma ilustrada durante toda la centuria desde que Felipe V los implantara al principio de su reinado. Por conflictos de competencias con capitanes generales, audiencias y corregidores sus atribuciones a menudo fueron seriamente alteradas. De cualquier modo, los intendentes resultaron una fiel correa de transmisión de los propósitos regeneracionistas de los gobiernos, puesto que cumplían una constante labor de información acerca del estado socioeconómico de las provincias al tiempo que impulsaban los planes gubernamentales en ellas. Quizá la figura que salió peor parada del ascenso de estos nuevos cargos fue la del corregidor, cuyas competencias se vieron seriamente invadidas, funcional y geográficamente. Sin embargo, no debe olvidarse que la fórmula castellana de los corregidores pasó durante el siglo por dos grandes etapas. En una primera fase se produjo una expansión de esta institución al ser adoptada por las autoridades felipistas como instrumento de actuación en los reinos aragoneses, con una discusión interesante en el Consejo de Castilla acerca de la conveniencia de adecuar sus funciones al marco catalán. Las múltiples actividades de los corregidores en el ámbito de la representación regia ocasionaron un enfrentamiento jurisdiccional con los intendentes. Dicha pugna cesó en parte cuando entre 1783 y 1788 empezó a desarrollarse una segunda fase en la vida de esta figura. A sugerencia de Campomanes, los corregidores quedaron definitivamente consolidados como funcionarios con atribuciones de policía y justicia pero carentes de responsabilidades políticas, que pasaban a manos de los intendentes. También el régimen municipal experimentó un significativo cambio. Si durante los siglos anteriores las ciudades y sus instancias representativas habían sido contrapesos del poder real, la nueva dinastía supo convertir a los ayuntamientos en una muestra más de la afirmación de su autoridad. Frente a la vieja autonomía local, los borbones impusieron un modelo de administración municipal que cercenaba ante el gobierno central cualquier viso de autogobierno. Sin posibilidad de acudir a Cortes y con una buena parte de las antiguas atribuciones traspasadas a las nuevas figuras anteriormente analizadas, los ayuntamientos perdieron durante el siglo una buena parte de su vitalidad política. Ello limitó la actividad de las autoridades locales a la gestión del patrimonio municipal y a la regulación de algunos servicios públicos esenciales, en especial las necesidades de abastecimiento alimentario. Además, los ayuntamientos vivieron siempre en medio de grandes dificultades económicas producto de las continuas enajenaciones reales y de la mala gestión de sus responsables, que no podían pagar los endeudamientos y tampoco aumentar una fiscalidad mal repartida so pena de alterar la paz social. A estas características cabe añadir la progresiva oligarquización y aristocratización de la vida municipal. De hecho, unos pocos súbditos, casi siempre de las mismas familias ricas y poderosas, mediante la venalidad de los cargos concejiles u otros procedimientos, acabaron por controlar la vida del consistorio y del municipio. Esta situación comportó una doble política por parte de las autoridades borbónicas, acciones que no parecieron cambiar en mucho la vida local. Primero, se tomaron medidas para salvaguardar los propios y arbitrios de los ayuntamientos, poniendo finalmente a los intendentes como controladores de los patrimonios y finanzas municipales. Y segundo, de la mano de Campomanes, quedaron consolidadas en 1766 las nuevas figuras de procurador síndico personero y de diputado del común, que eran elegidas por los propios ciudadanos. Dos años después, una tercera institución tomaba carta de naturaleza: los alcaldes de barrio. Los diputados fueron destinados al control de los abastecimientos, los mercados públicos, el orden ciudadano y la administración de los pósitos municipales. Por su parte, los síndicos adquirieron un papel más decididamente político, siendo los representantes populares en las reuniones consistoriales, la voz del común que vehiculaba todas las reclamaciones vecinales. Finalmente, los alcaldes de barrio se convirtieron en algo así como los vecinos ejemplares encargados de la matrícula de los habitantes del barrio, el reconocimiento de los establecimientos públicos y el cumplimiento de las ordenanzas municipales que velaban por la buena urbanidad. Los intentos de relativa democratización de la vida urbana tuvieron bastante que ver con las algaradas de 1766, alborotos que pusieron sobre alerta a las autoridades acerca de los efectos nocivos de la progresiva patrimonialización de la vida municipal por parte de las oligarquías locales. Con todo, el éxito de estos nuevos cargos populares resultó modesto y la desidia para ocupar las plazas parece que estuvo a la orden del día.
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Las fases iniciales, que cubren una cronología de 5500 al 4500 a.C., se definen principalmente a partir de la documentación de dos yacimientos clásicos, Eridu y Tell Oueli, a los cuales se unen en los momentos finales de los mismos los asentamientos más septentrionales de Ras Al Amiya y Tepe Gawra. La clásica secuencia estratigráfica de Eridu documenta en los niveles fundacionales una sucesión de construcciones rectangulares, construidas en adobe, de tipo monocelular inicialmente, pero que progresivamente adquirirán la complejidad de la arquitectura del Obeid tradicional. Estas construcciones fueron inicialmente calificadas de templos, atribución hoy en día refutada. Las cerámicas muestran un gran nivel tecnológico desde sus orígenes, con unas producciones de fuerte inspiración Samarra con cuencos, jarras y platos de pasta beige con decoración pintada de motivos geométricos y lineales. En unos momentos más recientes (Obeid 2) aparecen algunos de los elementos clásicos de la cultura material Obeid, como las hoces y los clavos en cerámica. En los momentos finales de esta fase se produce la primera expansión de la cultura Obeid de la Mesopotamia aluvial. Así, hacia el noroeste, el asentamiento de Tepe Gawra, en la región de Asiria, indica la expansión de unas formas culturales de tipo Obeid que conviven con otras de tradición Halaf y Samarra. Se trata, pues, de una manifestación mixta, ejemplarizada por la yuxtaposición en el mismo nivel de hábitat de arquitectura de tipo tholos y de templos Obeid. Las influencias se propagarán también en dirección noreste, hacia el Khuzistán y en dirección sureste hacia la zona del Golfo o la provincia oriental de Arabia Saudí. Se continua en la fase standard.
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Continuando la fase inicial, la Cultura de El Obeid cubre periodo cronológico que abarca desde el 4500 al 3700 a.C., diferenciándose geográficamente dos núcleos: el de la Baja Mesopotamia con la continuidad de los principales asentamientos de las fases anteriores y el Obeid Septentrional que tienen su centro en la zona de Asiria, con la continuidad de Tepe Gawra, y en el valle de Hamrin con los asentamientos de Tell Abada, Tell Maddur y Kheit Kassin. Constituye el periodo de máximo esplendor de esta formación cultural, que se constata por un desarrollo vigoroso de esta civilización, tanto en la propia Mesopotamia como con una expansión de sus formas materiales hacia las regiones cercanas, desde el llano de Susa a la costa mediterránea; de hecho, constituye el inicio de la pujanza de Mesopotamia en el Próximo Oriente, que va a perdurar cuatro milenios. Esta expansión coincide con el desarrollo de nuevas formas productivas relacionadas con las prácticas agrícolas, adquiriendo con la verdadera domesticación del agua la maestría de las técnicas de irrigación, sin las cuales el desarrollo de esta región no se puede comprender. Estas formas productivas se hallan en el origen de la importante concentración de la población en las aldeas, de creciente complejidad arquitectónica y urbanística, que se sitúan a lo largo de dos cursos fluviales. Los asentamientos muestran unas construcciones de tipo pluricelular de planta tripartita, construidas con adobes, y que presentan una notable homogeneidad. La concepción de la arquitectura de la cultura Obeid se rige por el principio de simetría en el desarrollo del espacio interior, conjugado a partir de una ordenación de las habitaciones alrededor de una habitación central, la cual distribuye el sistema de circulación al resto de la construcción. Las habitaciones pueden presentar formas y dimensiones variadas, si bien la planta cruciforme con hogar sobreelevado es la más característica. La habitación central tiene siempre unas dimensiones mayores que las restantes. A los ejemplos clásicos de Tepe Gawra o de Eridu se ha unido recientemente la rica documentación del valle del Hamrin, con los yacimientos de Tell Maddur, Kheit Qasim y Tell Abada entre otros. Estos trabajos han mostrado, por otra parte, la existencia de un piso superior indicado por el espacio de acceso al mismo (hueco de la escalera) y la existencia de dos módulos en las dimensiones de las construcciones, uno al que se le atribuye una función simplemente doméstica (entre 20 y 40 m2), y el segundo, con una posición más central respecto al conjunto de la aglomeración, con el doble de superficie y, a menudo, con un tratamiento más exigente del mismo (habitaciones con revestimiento de yeso o cal pintada) cuya función es objeto de debate. En efecto, estos edificios se han considerado tradicionalmente como templos o edificios vinculados a las funciones religiosas. Recientemente, y a partir de un estudio etnoarqueológico, O. Aurenche ha propuesto una función social, atribuyéndoles una función de prestigio, representando bien la casa del jefe de la aglomeración o bien la casa colectiva de la propia comunidad. Esta interpretación ha sido confirmada por el hallazgo de una construcción de este tipo quemada en Tell Maddur, donde el registro material y su disposición indican un uso colectivo, interpretado como casa de huéspedes o, como también se le ha llamado, una arquitectura de prestigio con vocación profana. Aparecen, pues, consolidadas las evidencias de una jerarquización del espacio, hecho que viene a confirmar la diferenciación arquitectónica observada en los yacimientos de la Baja Mesopotamia, donde a las construcciones de prestigio idénticas a las citadas se oponen unas construcciones más endebles, caracterizadas por un uso muy extenso de materiales de ribera para su construcción (juncos). Las producciones cerámicas adquieren, asimismo, un gran desarrollo, como se ha puesto en evidencia, recientemente, en el reconocimiento de áreas artesanales alfareras en Tell Abada. Las producciones siguen caracterizadas por la pasta verdosa con engobe claro en series donde dominan los cuencos, platos y pequeñas jarras, sobre las cuales se realiza una decoración geométrica oscura. La evolución de formas incide en el aumento del tamaño sobre todo para las jarras y la extrema finura de las paredes con la célebre serie de "coquille d'oeufs". Modelan también pequeñas figurillas humanas o animales cuya utilización es desconocida. Unos de las transformaciones más significativas es la aparición, por primera vez en el Próximo Oriente, de necrópolis, es decir, la existencia de espacios especializados para el depósito de las sepulturas, diferenciados y alejados del hábitat. Las prácticas funerarias, sujetas a ligeras variantes, se muestran por el caso de Eridu, donde más de 200 sepulturas indican una inhumación individual o doble en cistas construidas con adobes y un ajuar con ofrendas de alimentos, vasos, figurillas y reproducciones de pequeñas embarcaciones que muestran la rica relación de esta cultura con el agua. Desde las fases iniciales y sobre todo para las zonas de la Baja Mesopotamia, la producción de subsistencia se caracteriza por unas estrategias perfectamente adaptadas al ambiente pantanoso de esta zona. Así, se constata un extenso consumo de peces (Eridu, Obeid, Ras Al Amiya), la caza de los animales de este mismo ambiente (aves, jabalíes) o de las zonas desérticas próximas (équidos, gacelas). Pero son, sin duda, los recursos de las nuevas formas productivas los que sustentan esta amplia población. Se constata un cultivo de la cebada y del trigo (Tell Ovelli), y una ganadería predominante de bóvidos y cerdos en menor cantidad con proporciones que, por ejemplo, en Tell Oueli llegan al 62 y 25 por 100, respectivamente. Las ovejas y cabras, mal adaptadas a este ambiente acuático, están prácticamente ausentes. La complejidad social de la cultura Obeid es indicada, al lado de los signos de jerarquización del espacio, por otros índices tales como una clara distinción entre espacio de vivos y muertos con la aparición de las necrópolis, o bien la probable existencia de grupos artesanales especializados -los mismos ceramistas, a tenor de las extensas áreas de trabajo localizadas en Tell Abada-, que indicarían una fuerte diferenciación social con un importante grado de jerarquización. Pero es, sin duda, en el marco de la producción agrícola donde de nuevo encontramos las evidencias de una organización social compleja. En efecto, la propia distribución geográfica de los asentamientos Obeid (centro y sur de Mesopotamia), así como las evidencias paleobotánicas y el registro arqueológico en general muestran una práctica generalizada de la irrigación, sistema productivo vinculado a una concertación social y potenciación de la jerarquización mucho mayores.
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Los inicios de la construcción de la actual catedral de León, en la transición de los siglos XII al XIII están vinculados a la figura del obispo Manrique de Lara; miembro de una familia relacionada con la casa real de Navarra, con cargos eclesiásticos en la catedral de León anteriores a su elección como obispo, apoyó a Alfonso IX en sus disputas con el papado. Don Lucas de Tuy escribió en su "Crónica de España", redactada, según J. Pujol, entre los años 1197 y 1204: "tunc reverendus episcopus legionensis Maricus eiusdem sedis ecelesiam fundavit opere magno, sed eam ad perfectionem non duxit". Street, Enlart y Gómez Moreno, tras un análisis estilístico que tenía como referencias canónicas los modelos europeos, especialmente franceses, no dudaron en reducir el papel de promotor del obispo Manrique. Las hipótesis pueden ser varias: a) que el obispo hubiese iniciado el edificio y que a su muerte la construcción languideciese, como consecuencia de los problemas económicos, hasta la segunda mitad del siglo XIII; b) que hubiese concebido una iglesia menos ambiciosa, con una morfología, más acorde con el arte de 1200, como atestiguan las decoraciones de algunos sepulcros, la existencia del arquitecto Pedro Cibriánez en el último tercio del siglo XII, e importantes donaciones en 1199, o c) puede considerarse que la iniciativa del obispo Manrique no pasó de la cimentación de la iglesia gótica y que, en realidad, la sede actual se inició en 1255. De cualquier forma, no debe ser considerada la cimentación como una obra menor; el nuevo presbiterio rompe la muralla, cambia de niveles, establece nuevas alturas de pavimentos y compacta un suelo muy movido por las sucesivas construcciones que se realizaron en ese lugar desde el siglo I. El período comprendido entre la muerte del obispo Manrique de Lara en 1205 y la elección de Martín Fernández es generoso en la descripción de un panorama desastroso en la economía de la diócesis, pero parco en noticias sobre la construcción del edificio. Con el siglo XIII, la situación económica de la iglesia de León experimentó una gran crisis, no muy diferente a la que manifestaban otras diócesis hispanas. Los factores que la produjeron fueron varios; pueden señalarse, entre otros, los impuestos destinados a la guerra, el olvido por parte del cabildo de las obligaciones emanadas de la regla, el elevado número de canonjías y de clérigos beneficiados y la mala administración episcopal. Los papas Honorio III, con la intervención del cardenal Pelayo, e Inocencio IV intentaron resolver la crisis mediante la reforma del cabildo. Bajo esta óptica, resulta difícil explicar la decisión de acometer tan ambiciosas empresas artísticas, especialmente ante el reflejo insignificante en la documentación de las donaciones para la obra de la iglesia catedral. Bien es cierto que obra o fábrica de Santa María no significa necesariamente la construcción de la catedral; son epígrafes muy amplios bajo los que se recogen las distintas actividades encaminadas al mantenimiento de las funciones litúrgicas y religiosas de la iglesia, entre las que se cuentan las específicamente constructivas, pero no de forma exclusiva. En el ámbito de esta interpretación polivalente de obra, se sabe que el cabildo fue extendiendo las posesiones urbanas destinadas a cubrir las necesidades de ese capítulo entre 1220 y 1250. En el conjunto de noticias que, durante este período, hacen referencia a la construcción de la catedral, tan sólo destaca la dotación de una capilla realizada en enero de 1230 por el referido cardenal Pelayo; cuesta trabajo creer que tal capilla se realizase en el interior de la vieja catedral románica.
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En agosto de 1254 el papa Inocencio IV nombró obispo de León a Martín Fernández; el arcediano de Saldaña, notario del rey Fernando III y considerado por Alfonso X como "mío criado", accedió a la silla episcopal en uno de los momentos en los que la economía de la diócesis de León estaba maltrecha. Pero fue durante su largo episcopado cuando se produjo la lenta salida de la crisis y, al mismo tiempo, cuando la documentación aporta un relativo y mayor número de datos sobre la construcción de la catedral. Estos hechos indujeron a los historiadores del arte a concluir que durante su obispado se realizó la catedral de León. La actividad de Martín Fernández, uno de los grandes obispos reformadores del siglo XIII, se dirigió hacia distintos frentes. En el plano político y económico, se benefició de la decisión del papa Alejandro IV y del rey Alfonso X por la que se cancelaron deudas y desviaron parte de los impuestos hacia la diócesis de León, obtuvo por medio de sus procuradores en Roma un conjunto de créditos y consiguió de los obispos congregados en Madrid en el año 1258 y en Lyon en 1274 la concesión de indulgencias a cambio de donativos para la construcción de la catedral. En el plano religioso, dictó una serie de normas, apoyadas en las conclusiones de los sínodos de 1267 y 1288, dirigidas al buen gobierno espiritual y económico del cabildo. En el año 1258 el obispo dotaba dos capellanías en las capillas de Santiago y San Clemente, con los 500 maravedíes anuales dados por Alfonso X para la salvación de su alma; éstas se establecieron en la cabecera de la nueva fábrica de la iglesia. En 1260, en un tiempo sorprendentemente corto para unas obras que, se supone, habían comenzado cinco años antes, en el marco del confuso panorama con que inició Martín Fernández su episcopado, en el que sobresalían problemas económicos y personales, consta que la capilla mayor ya estaba dedicada al culto. Sobre la personalidad del arquitecto en las fases tempranas de la construcción, tan sólo se puede adelantar el nombre de maestre Simón que, en febrero de 1261, es testigo de una litigación como "operis eiusdem (legionensis) ecclesie magister". Durante el último tercio del siglo, las catedrales de Burgos y León compartieron magisterio con las intervenciones de Enrique (+1277), arquitecto de posible origen francés cuya obra se centraría en la conclusión del buque y en la definición de las portadas occidental y meridional, y Juan Pérez (+ 1296) que extiende sus trabajos hacia el claustro. La protección real fue constante; Alfonso X, en 1277, y Sancho IV, en 1284, "protegieron la construcción de nuestra obra de Santa María de Regla con la exención de todo pecho e pedido a veinte pedreros, un vidriero y un herrero, mientras labrasen en la obra de la iglesia...". Cuatro años más tarde, el 28 de diciembre de 1288, el obispo firmó su testamento, de cuya lectura se infiere que la cabecera y algunas capillas están abiertas al público. En 1290, ya en el episcopado de Fernando (1289-1301), el rey Sancho IV deja libertad de decisión a los promotores de la obra para que apliquen la exención de impuestos hacia aquellos oficiales que mejor le fuere a la construcción. En 1301, el obispo Gonzalo Osorio Villalobos (1301-1313) considera que las obras estaban encauzadas y revierte al cabildo las tercias por Saldaña que se habían desviado hacia la construcción de la catedral; un año después, en un contrato de venta, afirma: "La obra ya está hecha gracias a Dios".
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No es fácil, y seguramente absurdo, tratar de establecer los límites entre escultura y objeto surrealista, aunque Breton parece hacerlo cuando define este último en "La situación surrealista del objeto", un texto de 1935. Ahí hace una distinción entre la expresión objeto surrealista en el sentido filosófico más amplio y "la particularísima acepción que ha tenido entre nosotros durante los últimos tiempos... cierto tipo de minúscula construcción no escultórica... pero que no por ello merece exclusivamente el nombre que se le ha dado, nombre que sigue ostentando a falta de una designación más precisa".Se trata de objetos encontrados en los que el artista interviene, transformándolos en mayor o menor medida, o bien objetos mecánicos que tienen un funcionamiento simbólico, como los de Dalí. En cualquier caso objetos inútiles, que ya no sirven para nada, ni siquiera tienen una función decorativa, o descontextualizados, lo cual obliga al espectador a mirarlos de otro modo, de un modo nuevo, y provoca en él asociaciones inéditas, pasando directamente de la actividad onírica a la realidad material. "El objeto surrealista, dijo Breton en 1935, es aquello sobre lo que con más interés se ha mantenido fija la mirada cada vez más lúdica del surrealismo, durante los últimos años. Su inutilidad y su capacidad de evocación los convierten en objetos poéticos, que permiten al espectador reconocer la maravillosa precipitación del deseo".El momento espectacular del objeto surrealista fue la Exposición Internacional, celebrada en enero de 1938 en la galería Wildenstein, en París. Allí ellos eran claramente los protagonistas y no es casual que del montaje se ocupara Duchamp, uno de sus más claros predecesores en esta tarea, aunque tampoco hay que olvidar a Picasso. Del techo de la sala principal colgaban más de 1.000 sacos negros de carbón, en el centro ardía un brasero, había un estanque rodeado de hierba y una cama en un rincón. Se llegaba por un corredor con maniquíes manipulados y en el patio estaba el taxi llovido de Dalí, mojado, con caracoles paseando por fuera y una mujer histérica dentro.
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La creación de un taller real que elaborara la decoración escultórica del Palacio Real Nuevo constituye un hecho de particular trascendencia para la escultura cortesana y para la escultura española, en general. En el taller real confluyeron artistas españoles de diversa procedencia y formación artística junto a extranjeros, fundamentalmente italianos y franceses, que trabajaron conjuntamente en un proyecto común bajo la batuta de Juan Domingo Olivieri, director del taller desde sus comienzos en 1740. Olivieri llegaba de Turín, donde había intervenido en la escultura del palacio de aquella ciudad y venía acompañado de oficiales italianos para ocuparse de la decoración escultórica del palacio madrileño, entonces en construcción. Aquí se encontraban ya dos escultores franceses, procedentes de Valsain -A. Dumandré y P. Boiston-, y un italiano -N. Carisana-, que gozaba de la protección de Sachetti, el arquitecto de Palacio. Los tres quedaron bajo las órdenes del Director aunque a veces mantuvieron una actitud divergente respecto a él. Las vicisitudes del taller real, bien conocidas (Tárraga), comprenden una primera fase (1740-1743), en la que Olivieri, como Director con todos los poderes y responsabilidades, se encargará de dar los modelos de las esculturas con lo que los oficiales harán otros de mayor tamaño en barro, que serán corregidos por el Director para pasar luego a hacerlos de yeso y finalmente labrarlos en el material definitivo, mármol o piedra. Al no contar desde el principio con un material adecuado y resistente, la misma pieza escultórica se repitió dos y hasta tres veces con la consiguiente pérdida de tiempo y dinero. Tampoco ayudó al principio el no tener un proyecto escultórico perfectamente fijado, cosa que no se logrará hasta que el Padre Sarmiento defina el Sistema de Adornos del Real Palacio en 1747. También será competencia del Director el repartir el trabajo a los oficiales y examinar a los aprendices que deseaban trabajar en el taller real, además de fijar las retribuciones. El desbarajuste económico obligó a Felipe V a intervenir en el taller con una serie de disposiciones que establecían un control sobre el gasto, aunque Olivieri continuó siendo Director en esta segunda fase (1743-1749), caracterizada por la intervención real, ocupándose de diseñar los dibujos y dar modelos, distribuir el trabajo y tasar las esculturas en tanto que la tarea controladora o gerencial del taller recaía en manos del Intendente, don Baltasar de Elgueta. Escultores, algunos bien conocidos -como Dumandré, Boiston, Salvador Carmona, Del Corral, Ramírez de Arellano, Vergara, Villanueva, Jeregui, Ximénez, etcétera-, se ocuparon de ejecutar los trofeos de guerra, máscaras para las sobreventanas, cuatro escudos y otras piezas ornamentales. Pero va a surgir un competidor de Olivieri, el escultor gallego Felipe de Castro, pensionado en la Academia de San Lucas de Roma, donde había alcanzado un gran éxito. Es nombrado por Felipe V escultor real y designado como Director de escultura de la Junta Preparatoria de la Academia, cargo que ocupará a su regreso a España a fines de 1746. Fernando VI nombrará a Castro escultor de cámara y algo después, en 1749, codirector del taller de escultura de palacio juntamente con Olivieri, que seguía siendo el Escultor Principal, cobrando un sueldo considerablemente más alto que el de Castro. Esta dirección compartida (1749-1759) motivará que la escultura se divida por partes iguales para cada director, que tendrá a su cargo un grupo de escultores subordinados. Ambos proporcionarán modelos a los escultores y tasarán por partida doble las obras concluidas. Olivieri y Castro se reservaron para ejecutar personalmente algunas de las esculturas más importantes o que iban destinadas a los lugares más visibles, por las que cobraban por encima de su sueldo. Coinciden estos años del reinado de Fernando VI con el auge del obrador regio ya que, definido el programa escultórico por el Padre Sarmiento, se va a llevar a cabo la serie de los reyes de España de la balaustrada de Palacio, cuyos diseños eran aprobados o rechazados por el benedictino según su adecuación histórica. También se labraron los reyes del piso principal y los relieves para las sobrepuertas del corredor del piso principal, agrupados en cuatro temas, uno para cada lado: sagrado, político, militar y científico. La escultura destinada a la fachada principal -emperadores romanos, el relieve de la España Armígera y Plutón y del León y Columnas de Hércules- se la repartieron Olivieri y Castro. Sobrepasan los sesenta el número de escultores que dieron cima a un proyecto escultórico de tal envergadura y fusionaron sus diversidades estilísticas en una empresa real unificadora de sello oficial y cortesano. Entre los escultores de Olivieri se encontraban los franceses Antoine Dumandré y Phelipe Boiston, Juan de Villanueva, Felipe del Corral, Andrés de los Helgueros, y en el grupo de Castro, Juan Pascual de Mena, Luis Salvador Carmona que pasará luego al de Olivieri, Roberto Michel y Juan Porcel, entre otros. Pero también figuraban otros significados escultores como Manuel Bergaz, Vicente Bort, Francisco Gutiérrez, Miguel de Jeregui, Domingo Martínez, Diego Martínez de Arce, Fernando Ortiz, Carlos Salas, Miguel Ximénez y Silvestre de Soria, entre otros muchos. Procedían de los más diversos puntos de la Península, pues eran castellanos, cántabros, aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces y navarros. Algunos llegaban con una formación realizada en los tradicionales talleres de imaginería de sus respectivos lugares, formación a la que añadían frecuentemente cierta experiencia en el trabajo de la piedra. Otros, en cambio, entraban en el obrador de Palacio como aprendices. Resulta fácil imaginar los intercambios artísticos que se produjeron en una concentración de escultores de tal envergadura. También lo que supuso para todos ellos la participación en un espíritu común que se manifestaba con nuevos valores estéticos y finalmente, cuando la gran empresa estaba a punto de culminarse con el trabajo de todos, ser testigos de cómo se malograba el proyecto con la llegada de Carlos III, quien ordenaba bajar las estatuas de los reyes de la balaustrada y paralizar la elaboración de la serie de las medallas del corredor. La diáspora de artistas del obrador real que se producirá a continuación hará posible la difusión de la escultura cortesana por toda la Península.
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Aunque la iniciativa de la creación del Observatorio corresponde al reinado de Carlos III, probablemente en torno al año 1778, en que se inicia el plan general de las obras del Jardín Botánico y con el del conjunto que incluiría más tarde el Museo y este edificio, el comienzo de su construcción no se produjo hasta 1790. Era todavía bajo el ministerio de Floridablanca pero ya durante el reinado de Carlos IV, en los llamados altos de San Blas, próximos a una antigua ermita dedicada al santo, que se mantuvo frente a la fachada sur de la nueva obra. Es importante señalar que el terreno sobre el que se empezó a trabajar era de una topografía accidentada que obligó a desmontes y aperturas de caminos sinuosos para dar acceso al edificio. Este se situaría finalmente sobre una especie de promontorio troncocónico con una explanación circular en su cima; su enlace con el plano del terreno más bajo se realizaba mediante un cuerpo de escaleras, hoy enterrado, situado frente al pórtico corintio del Observatorio, cerrado con fábrica de ladrillo y que actuaría como cuerpo de acceso y rematado con una terraza como mirador hacia el Paseo de Atocha. Para conocer el proyecto original del Observatorio de Villanueva contamos con dos planos firmados por el arquitecto, la planta y el alzado principal del edificio, y con una vista en perspectiva de su discípulo Isidro González Velázquez, realizada a la vuelta de su periplo italiano (1791-95), que ofrece la imagen definitiva con alguna diferencia de detalle respecto al pensamiento inicial de su maestro. El ritmo de la construcción del Observatorio fue bueno durante dos años, hasta los primeros meses de 1792, fecha de la destitución de Floridablanca y en la que el ex ministro de Estado escribe que "está ya para concluirse". A partir de este momento la obra queda casi paralizada durante el breve ministerio del conde de Aranda y durante el más prolongado, aunque intermitente, de Godoy; en 1796 Villanueva solicitaba 300.000 reales para acabarla, circunstancia que no se produjo en vida del arquitecto. El Observatorio Astronómico presenta, en el conjunto de la obra de Villanueva, algunos elementos singulares y también directas conexiones con planteamientos anteriores. Frente al sencillo programa del edificio, destinado a salas de observación, de instrumentos, gabinetes y oficinas, el elemento que mayor excepcionalidad presenta en términos expresivos es sin duda el templete rotondo de coronación, pieza a la que se ha otorgado una clara trascendencia como "anticipio del neohelenismo del siglo XIX" (Chueca) en una obra con la que el arquitecto "cerró una era y abrió otra" (Kubler). Pero, al margen de aspectos puramente estilísticos, cabe preguntarse cuál es propiamente el sentido innovador de esa estructura formal en el contexto de la arquitectura de las Luces. Arquitectos como C. N. Ledoux, M. J. Peyre, Ch. de Wally, J. Gandon, por ejemplo proyectan o construyen edificios en los que un tholos ejerce la misma función compositiva que el realizado por Villanueva. Pero una diferencia esencial singulariza el caso del Observatorio, constatable claramente en una sección del edificio. Antes de él, esos peristilos circulares o son meros ornatos, abiertos y de dudosa aptitud funcional, o actúan como linternas del espacio al que se superponen. Son elementos destinados a conseguir un refuerzo de iluminación cenital, un efecto luminoso interior al modo de las cúpulas sobre tambor en los cruceros de las iglesias. Una secularización de este motivo religioso tiene lugar en el Observatorio de Madrid cuando Villanueva traslada a su arquitectura civil ese tambor columnado como cuerpo autónomo -acristalado y especialmente útil, con suelo, techo y soportes-, como último piso construido, superpuesto al resto del edificio, al que se accede por una pequeña escalera de caracol de las dos únicas existentes en el interior, con entrada desde la terraza y en el centro del cual se sitúa una mesa fija de granito sobre la clave de la cúpula de la rotonda inferior. El Palacio de Justicia de James Gandon (1743-1823), comenzado a construir en Dublín en 1785, puede servir de referente para entender la especialización funcional del tholos de Villanueva. Otra correspondencia con la arquitectura británica podría establecerse a través del Observatorio Astronómico de Oxford, reformado por James Wyatt (1747-1813) en 1786. La característica planta cruciforme del de Oxford sirvió de argumento a don Gaspar de Molina, marqués de Ureña (17411806), para defender su proyecto de Observatorio Astronómico de Cádiz, de 1791, sin necesidad de mencionar el que ya se construía en Madrid también sobre una planta cruciforme. Ureña construyó el suyo entre 1793 y 1797, presupuestado en 1.134.879 reales y con un volumen construido similar al del edificio de Villanueva, que en 1799, con la obra casi paralizada desde hacía años, sabemos que había costado 1.174.232 reales sin estar aún concluido. Otra correspondencia posible del Observatorio de Madrid con una arquitectura que fue un referente constante en la obra de su autor la encontramos en la posible relación entre los cuatro pequeños cupulines que acompañan los ángulos de arranque del tambor que sustenta la cúpula del Monasterio de El Escorial y los dos únicos cupulines o garitas proyectadas y construidas por Villanueva en el lado norte de su edificio, flanqueando el templete de coronación. En El Escorial los cuatro cubren sendas escaleras de caracol. En el Observatorio sólo una de las garitas alberga una escalera similar para dar acceso a la terraza y al tholos, teniendo la otra una presencia obligada para la simetría del conjunto. La existencia actual de cuatro garitas en el Observatorio se produce por la adición de Narciso Pascual y Colomer de las dos del lado sur, sobre el pórtico corintio, entre 1845 y 1847, cuando el arquitecto isabelino consolida y restaura el edificio, añadiendo también la rejería de forja que reemplaza a los antepechos de obra proyectados y no llegados a construir por Villanueva. Nuevamente, con la analogía escurialense, recurrimos a una arquitectura religiosa de la que se obtiene la ascendencia compositiva del tholos del Observatorio, secularizado por Villanueva. No parece necesario extenderse demasiado sobre la influencia palladiana en esta obra de Villanueva; su planta cruciforme se obtiene a partir de un cuerpo central dominante que encierra el ámbito de un gran salón cupulado, iluminado desde el exterior por tres altos huecos mixtilíneos -un orden espacial que, con mayor desarrollo en altura, encontrará nuevo eco, dentro de la producción del mismo arquitecto, en las capillas del Cementerio de Fuencarral (1804) y del proyecto de un Lazareto de curación (1805)- y al que se yuxtaponen dos cuerpos en el eje este-oeste, un cuerpo posterior de tres niveles de pisos dedicados a gabinetes y oficinas y el pórtico corintio de la fachada meridional. A tal ordenación formal se añade el templete como otro cuerpo, esta vez superpuesto y con la autonomía figurativa y de uso ya comentada, una autonomía que Villanueva hace aún más explícita dotándolo de un orden jónico, sin hacer problema de la heterodoxia que supone el que éste quede sobre el orden corintio del pórtico principal. El cuadrado y el círculo dominan la composición como geometrías esenciales e incluso la totalidad de la planta queda inscrita por Villanueva en una circunferencia que otorga a su contorno una intención de centralidad, acusada también en la perspectiva de Isidro González Velázquez. Un efecto ordenador que no se ha perdido, pero que ha quedado atenuado en el estado actual del edificio, es el del leve resalte de la fachada de los dos cuerpos laterales en sus extremos; éstos avanzan brevemente respecto del cuerpo intermedio entre ellos y el cubo central, permitiéndonos entender la fachada principal como un esquema simétrico de cinco cuerpos. Todo el edificio queda concretado en un sistema de agregaciones y superposiciones volumétricas muy contrastadas sin que se pierda la identidad parcial de cada uno de sus fragmentos, virtualmente extraíbles, creando sin embargo una unidad cerrada y un equilibrio completo para la cristalización piramidal de su perfil ascendente, "pensado para la cúspide de una colina" (Chueca). La concatenación y compartimentación espacial de interior son igualmente efectistas. La gran rotonda del salón central es la encargada del enlace en continuidad de las distintas piezas y gabinetes. A ella da acceso el pórtico de la fachada principal y el zaguán de la entrada posterior y en ella se cruzan, como es habitual en toda la obra de Villanueva, contaminada de este rigorismo académico, los dos ejes ortogonales que ordenan del edificio, el eje de la composición, sobre el que se disponen las dos entradas en orientaciones opuestas, y el eje de las circulaciones interiores que conectan las dos alas laterales, dedicadas a los instrumentos de observación y medida. Las escaleras son, como en el Museo, elementos que ocultan su presencia. Todo el sistema de conexiones verticales del Observatorio se encuentra en torno al cuadrado en el que se inscribe el salón rotondo, formando una especie de deambulatorio o tránsito perimetral sólo en parte ascendente, ya que son únicamente dos esquinas, en los extremos de una diagonal del cuadrado, las que alberga dos ajustadas escaleras de caracol, una de ellas con acceso desde el exterior y cuyo desarrollo en altura sólo llega hasta el nivel de las primeras terrazas, sin dar acceso al templete. Haberla continuado hasta mayor altura hubiera obligado a Villanueva a crear otra nueva garita cupulada y su simétrica sobre el pórtico principal, es decir, un total de cuatro como ahora existen, circunstancia que el arquitecto evita cuidadosamente para no perturbar la limpia contemplación del tholos en este frente; sutileza, o finura, o celo proyectual al que no fue tan sensible Pascual y Colomer. El Observatorio Astronómico incluía, como otro elemento de su estructura completa, el ya mencionado cuerpo de escaleras exterior frente al pórtico corintio. Este elemento, adosado al talud del terreno y semienterrado, dotaba de un sentido abierto al ámbito propio del edificio, creando una continuidad inmaterial con el espacio circundante del que se adueña y en el que se arraiga por medio de ese cuerpo, rigurosamente funcional, de modesta y desornamentada fábrica, espacio circundante dominado por el Observatorio y por su centralidad ideal, que lo hace flotar sobre la trama en la que la ciudad se dilata. Es cierto que el cuerpo de escaleras no tendría hoy la utilidad que lo hacía tan necesario originariamente, pero no es menos cierto que el conjunto ha perdido uno de los característicos recursos de Villanueva -recordemos ahora la rampa curva del Museo- con los que su arquitectura se apropia de un territorio más extenso que el contenido entre sus muros.
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Avances aliados en Europa. Liberación de Italia. Ofensiva soviética por el este. Ataque anglo-americano por el oeste. Hacia el corazón de Alemania. Alemania entre dos fuegos. La toma de Berlín. Rendición de Alemania.
contexto
El desprestigio del Duce era considerable. Ya antes de la guerra existía un resquemor antialemán por la frontera del Brennero y se temía que Mussolini cediera a las reclamaciones germanas entregando el Tirol a Alemania. Desde que su oportunismo precipitó al país en la guerra, el fascismo había acumulado errores sin que los sacrificios exigidos a la población recibieran ninguna compensación moral o material. El racismo se hacía patente en el trato que recibían a los obreros italianos en Alemania y tampoco llegaba la ayuda económica, que Hitler había prometido y el consumo diario de la población se deterioraba. La propaganda no podía esconder los continuos fracasos militares desde la invasión de Grecia; las tropas italianas enviadas al frente ruso fueron consideradas por los alemanes con el mismo desprecio que las búlgaras o húngaras y, en la derrota de Stalingrado, resultaron arrolladas, con un alto balance de muertos y prisioneros. Tampoco el continuo fracaso de la Marina pudo ser compensado por éxitos aislados, como el ataque de los torpedos humanos a Alejandría, ni la ocupación italiana de Córcega disfrazó el desastre de Africa. Mussolini, consciente de las dificultades de la campaña rusa, intentó convencer vanamente a Hitler de la conveniencia de firmar una paz con la URSS y el desacuerdo entre ambos aumentó por la resistencia de los italianos a entregar los judíos a las SS para su exterminio y por el buen trato dado por las autoridades italianas a los guerrilleros yugoslavos de Mihailovic. El Duce reorganizó su Gobierno en febrero de 1943, como prueba de fuerza personal, pero Bastiani, su propio subsecretario de Asuntos Exteriores, parecía inclinado a oponerse a Hitler y a buscar una vía para la paz. El deterioro interno aumentó con los éxitos aliados en Africa y los soviéticos en el Este. En marzo de 1943 estallaron manifestaciones en la Fiat de Milán y, el día 12, los trabajadores se declararon en huelga, reclamando el cobro de las indemnizaciones atrasadas a las víctimas de los bombardeos, y el Gobierno prometió una cantidad en metálico a quienes volvieran al trabajo. Tras esta primera gran protesta obrera en un país del Eje estallaban huelgas en otras fábricas milanesas. Mussolini, enfermo, intentó convencer a Hitler de la imposibilidad italiana de proseguir la guerra y reclamó, sin éxito, más ayuda alemana en el Mediterráneo. Cuando Túnez cayó y los restos del Ejército italiano en Africa fueron hechos prisioneros, la situación de Mussolini se hizo insostenible. La circulación monetaria se había triplicado, la producción industrial descendía en un 35 por 100 y la invasión aliada parecía inminente. El rey y muchos jerarcas fascistas buscaron entonces la propia salvación desprendiéndose de Mussolini y rompiendo el pacto con Hitler para negociar una paz separada con los aliados. La decisión de desembarcar en Sicilia fue fruto de un compromiso. Los norteamericanos, presionados por sus intereses políticos internos y por las exigencias de Stalin, preferían atacar Francia y consideraban una pérdida de tiempo actuar en el Mediterráneo. Los británicos sostenían que atacar directamente Alemania era prematuro, pero aceptaban un segundo frente que obligara a Hitler a retirar fuerzas del frente del Este; el Estado Mayor británico se interesaba por Sicilia, que interrumpía la navegación en el Mediterráneo. Sicilia estaba guarnecida por diez divisiones italianas y tres alemanas (Guzzoni) y sus defensas naturales, las pequeñas islas de Pantellaria, Lampedusa y Linosa, habían sido fortificadas concienzudamente. El mando de Eisenhower se estableció en Malta y la fuerza de desembarco aliada (Alexander) se organizó en dos agrupaciones: los británicos y canadienses (Montgomery) atacarían la costa oriental de Sicilia, con una flota británica de 795 buques de combate y transporte, con 715 lanchas de desembarco. Los americanos (Patton), que atacarían el oeste siciliano, embarcaron en 580 buques, que contaban con 1.124 lanchas. La operación comenzó en la madrugada del 10 de julio de 1943. Los bombardeos navales y aéreos rindieron Pantellaria, aunque su guarnición, perfectamente protegida, apenas había sufrido daños; las otras dos islas no necesitaron más pretextos para entregarse. Desembarcaron ocho divisiones simultáneamente en una operación mayor que la de Normandía, casi un año más tarde. En los tres primeros días saltaron a tierra 150.000 hombres y, al final de la operación, casi medio millón de soldados aliados estaba en Sicilia, con la aplastante superioridad de 4.000 aviones aliados frente a 1.500 del Eje. El peor enemigo fue el mal tiempo, que zarandeó a las lanchas y, sobre todo, a los aerotransportados, protagonistas de la primera gran operación aeroterrestre aliada. Se lanzaron la 1? División británica y la 82 norteamericana y el viento dispersó a los paracaidistas americanos y de los 134 planeadores britanicos, 47 cayeron al mar; contrariedad que se convirtió en un éxito inesperado, pues italianos y alemanes se desconcertaron ante las noticias de enemigos cayendo en todas partes. Los soldados italianos se rendían sin resistencia, unidades enteras se desmandaban, destruían e incendiaban el equipo y los depósitos o se entregaban en masa. Sólo resistían algunos grupos aislados, la División 206 y unidades de bersaglieri. Parecía estar a punto de derrumbarse todo el frente cuando, el segundo día de desembarco atacó la división Hermann Göring, con los nuevos tanques Tigre de 56 toneladas. Los americanos, que apenas habían desembarcado tanques, fueron arrollados y los alemanes llegaron hasta las dunas de la playa, donde les recibió el fuego de los cañones de la flota. Aunque Mussolini y Hitler se reunieron en Feltre el 19 de julio, el desembarco en Sicilia precipitó la crisis del fascismo. Los miembros del partido obligaron a Mussolini a convocar el Gran Consejo Fascista que discutió confusamente la vitalización de la Constitución y del papel del rey. En aquel clima Víctor Manuel III pidió la dimisión a Mussolini y, cuando la presentó, ordenó arrestarlo y nombró primer ministro al general Badoglio. Era el 25 de julio; dos días antes, Patton había tomado Palermo. Los alemanes se ponían a salvo en el continente, sin que las acciones de la aviación aliada pudieran impedirles pasar el canal.