De todas las obras emprendidas por Felipe II, el proyecto más importante, y el único que prácticamente se ha conservado hasta nuestros días conforme fuera diseñado, es el monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial, lugar donde se pone especialmente de manifiesto la instrumentalización de las artes efectuada por el rey, al convertir su más querido y costoso proyecto en el exponente programático de la Monarquía y en el mejor ejemplo, en su totalidad, del arte de la Contrarreforma católica. En la carta de fundación del monasterio, fechada en 1565, se mencionan explícitamente las razones que indujeron al rey a plantear este proyecto. Siguiendo con una tradición secular de la monarquía española, el edificio ideado por el monarca tenía que asociar las funciones de residencia real y de monasterio que, regido por la orden de jerónimos, había de convertirse en un centro de estudios acorde con las disposiciones del Concilio de Trento. Es más, desechada la posibilidad de enterrar a Carlos V en la catedral de Granada o en su retiro de Yuste, el edificio debía asumir además la función de panteón de la dinastía imperial, coincidiendo con los móviles funerarios y las preocupaciones dinásticas de Felipe II. Por tanto, cada una de las partes del edificio -iglesia, palacio, biblioteca, convento y colegio- se definieron como portadoras de una significación concreta y una función práctica que, en conjunto, convierten a El Escorial en el exponente de una perfecta combinación de lo práctico y lo simbólico y en el ejemplo más fidedigno de la cultura de una época. Dos años después de su nombramiento como arquitecto de las obras reales, Juan Bautista de Toledo es designado como director de las obras del monasterio. De acuerdo con los intereses e ideas del monarca, el arquitecto realizó un primer proyecto del edificio que, a excepción de su disposición y dimensiones, sería modificado sustancialmente antes de su muerte. Se trataba de un proyecto renacentista a la manera italiana cuyas magnitudes eran desconocidas hasta entonces en España. El edificio se dividía en dos partes claramente diferenciadas: la zona oriental -palacio, iglesia y claustro conventual- con tres pisos, se escalonaba respecto a la occidental, con sólo dos, donde se situaba la portada principal, entre el colegio y el convento que, como la iglesia, estaba flanqueada por dos torres, al parecer cupuladas. La diferencia entre ambas zonas se acentuaba con la aparición de otras dos torres en. las crujías del norte y mediodía y estaba supeditada al espacio de la basílica, que sobresalía por su cúpula y sus cuatro torres situadas a sus pies y en la zona de la cabecera. Aunque a Juan Bautista de Toledo, fallecido en 1567, se debe la idea general del conjunto y la aceptación de la traza universal del edificio, su proyecto resultaba todavía muy complejo, debido al excesivo número de torres -reducido a la mitad en el proyecto definitivo- y al resalte visual de la basílica, que afectaban negativamente a su pretendido carácter unitario. Con la incorporación a la obra de Juan de Herrera en 1564, coincidiendo con las nuevas necesidades del monasterio al conseguir los jerónimos duplicar el número de religiosos de la comunidad, las obras tomaron un nuevo rumbo, simplificándose el juego de volúmenes previsto como consecuencia de suprimir la iglesia como referencia visual dominante al alzarse la fachada exterior el doble de la altura prevista. Con esta decisión, el envoltorio exterior del edificio, estereométricamente simple, adquiere una importancia determinante en el conjunto. Su planitud, su composición articulada únicamente por la sucesión serial de los vanos en los muros y la casi desaparición del sistema de regulación de alzados mediante los órdenes sitúan a El Escorial en el punto culminante del proceso metodológico del Clasicismo, iniciado en la arquitectura del Cinquecento europeo. Aunque, como ya señalábamos, cada parte del edificio se concibe con una función determinada y un significado concreto, hemos de entender el proyecto de El Escorial desde una perspectiva de conjunto, en la que la correspondencia de las partes se establece no sólo desde un punto de vista formal y arquitectónico, sino que se fundamenta, a nivel ideológico, sobre la correspondencia que se establece entre lo sagrado y lo profano, una de las claves que mejor explican el carácter complejo de la corte de Felipe II. De acuerdo con la opinión del padre Sigüenza, testigo excepcional de la construcción del monasterio y cronista de la orden de San Jerónimo, la Basílica y la Biblioteca constituyen las dos piezas fundamentales de la organización del conjunto: "Estas dos piezas anudan todo el edificio y ellas mismas lo dividen. Hacen, poniéndose por medio, que los unos no estorben a los otros y que, cuando fuere menester, como moradores de una casa, se comuniquen y concurran en uno".
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Uno de los documentos más importantes de toda la época medieval es el plano de Saint Gall que se conserva en la biblioteca de esta localidad suiza. Gracia a él podemos observar cómo los monjes realizaron el proyecto de un monasterio. El plano fue dibujado poco antes del año 829 en tinta roja sobre cinco hojas de pergamino, siendo encargado por el abad Gozberto. Con este plano podemos reconstruir idealmente el proyecto, que concebía el monasterio como una pequeña ciudad autosuficiente. Las construcciones se organizaban alrededor de la gran iglesia abacial, diseñada con planta basilical, dos ábsides y dos torres a los pies. En el lado sur se ubicaría el claustro, centro de la vida religiosa. En la zona este se encuentran los dormitorios; el refectorio en el sur y en el oste la bodega. La zona este del monasterio está ocupada por el convento de los novicios, el cementerio, la huerta con su respectiva casa, los gallineros y la casa del palafrenero. Otra iglesia enlaza el convento novicial con el hospital, a cuyo alrededor se localizan la cocina, los baños, la enfermería, la casa del médico y el huerto con las plantas medicinales. En el norte encontramos la biblioteca, la casa del abad, la escuela y la hospedería. En el ala oeste se ubican las caballerizas, la entrada principal, las viviendas de los siervos y los edificios de las granjas. En el sur se hallan la residencia de los peregrinos, un nuevo grupo de granjas, la cocina anexa a la panadería y la cervecería y tras estas estancias los molinos. Los dormitorios de los artesanos y otra granja completan el conjunto. En estas pequeñas ciudades sagradas podemos apreciar normas de trazado urbanístico que habían sido abandonadas en las ciudades de la época. A causa de la ambición del proyecto nunca se levantó este monasterio pero sirvió como referencia para los arquitectos cistercienses del siglo XII.
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Al margen de la Capilla Real, el programa funerario más característico del Renacimiento granadino proviene de la nobleza y más concretamente de la duquesa de Sesa, que intentará inmortalizar las glorias de su marido, el Gran Capitán, a través de la remodelación de la cabecera de la iglesia del monasterio de San Jerónimo, diseñada originalmente en gótico. En 1523 Carlos V accedía a la petición de la duquesa de dotar la capilla mayor de la iglesia como panteón familiar. Esto supone para el monarca deshacerse de uno de los establecimientos que más gastos acarreaban a su hacienda y para la duquesa la necesidad de dignificar un espacio y diferenciarlo del resto del conjunto. A partir de 1525, formalizado el patronazgo, las obras se encargarán sucesivamente a Jacobo Florentino el Indaco y a Diego de Silóe. La elección de los dos decoradores, vinculados a los programas cortesanos a través de la Capilla Real, puede ser una decisión señorial pero a la que no es ajena, en absoluto, la política cultural de la Orden Jerónima, que se atribuía el papel de renovadora de las artes. En ese sentido señalar que será precisamente el arzobispo fray Pedro Ramírez de Alva quien contrate a Silóe en la catedral de Granada habiendo sido previamente prior de San Jerónimo. Encargado Florentino de las obras en 1525, sólo permanecería al frente de ellas hasta comienzos del año siguiente, en que muere. En San Jerónimo, el Indaco proporciona los modelos que habían de sustituir a los del gótico tardío. Su primera decisión será sustituir los pilares semicilíndricos por un orden gigante de pilastras corintias sobre pedestales, con plinto bien adornado y dragones por volutas en los capiteles. En el crucero rehace los arcos de los laterales con dos retablos conformados con triple hornacina avenerada. Un diseño triunfal que Silóe completaría, tras la muerte de Florentino, con la heráldica ducal encajada por atlantes, coronando los retablos con cuatro estatuas sedentes, representaciones de las virtudes cardinales que completan la iconografía simbólica. En las hornacinas laterales, parejas de lansquenetes de tamaño natural apoyadas en troncos nudosos precisan la significación castrense del prestigio evocado. En el diseño de exteriores también las decisiones del Indaco importan por su transcendencia en los desarrollos futuros de la proyectiva historicista. A la altura del entablamento interior dispone otro con hojas de acanto sobre cartones en el friso; debajo, en la cabecera y en medio del lateral septentrional, se exhiben escudos del Gran Capitán y de su esposa sostenidos por guerreros vestidos a la romana. Silóe completará el exterior situando en el frente meridional del crucero un gran escudo de armas entre angelillos desnudos y en la cabecera, sobre la cornisa principal, dos gigantescas figuras de mujer con los letreros Fortitudo-Industria sosteniendo una cartela dedicatoria referida a las glorias del Gran Capitán. A ambos lados dos tondos con bustos de los patronos. La alegoría y la historia constituyen, como se ve, un sólido soporte para las nuevas exigencias expresivas de la conmemoración. Silóe proyectará las cubiertas del crucero y la capilla mayor, de medio cañón las primeras y con un tramo final avenerado las del presbiterio. En el tramo central del crucero alza un cimborrio sobre trompas aveneradas, entre grandes óculos, y encima una bóveda con planteamientos técnicos góticos, sin duda temiendo la inseguridad de un diseño clásico en el organismo medieval, optando por la doble crucería. El conjunto de cubiertas está encasetonado, mostrando un ciclo excepcional de escultura arquitectónica. En las bóvedas del crucero se distribuyen altorrelieves con héroes y heroínas de la Antigüedad y la Biblia, alternando con angelotes y grutescos. Sobre la Capilla Mayor el programa atiende a temas exclusivamente religiosos, como las representaciones de una abundante hagiografía masculina y femenina, así como otras relativas al Salvador, los Apóstoles y Angeles con los atributos de la Pasión. El programa plástico exigiría un amplio taller que otorga distintas calidades al conjunto.
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El triunfo obtenido por las tropas de Felipe II ante los franceses en la batalla de San Quintín el 10 de agosto de 1557 será el principal motivo para la fundación del Monasterio de San Lorenzo, ya que el triunfo coincidió con la festividad del santo. El monarca buscó el lugar apropiado para su emplazamiento, fijándolo a finales de 1652 en las cercanías de Madrid, capital del Estado desde el año anterior. La traza de la planta general corresponde a Juan Bautista de Toledo mientras que a Juan de Herrera le corresponde la mayor parte de la fábrica del edificio. Presenta una planta rectangular, apreciándose la influencia de los hospitales italianos y españoles del siglo XV así como de los monasterios medievales, tomando una cruz como elemento central. El acceso se realiza por la fachada principal, que se halla en el oeste. La puerta está compuesta por dos cuerpos con columnas adosadas, dóricas las inferiores y jónicas las superiores, culminado el cuerpo superior por un frontón triangular. Tras pasar la Biblioteca, nexo de unión entre la zona del convento y del estudio, se accede al Patio de los Reyes, flanqueado por dos torres y dos espacios con plantas cuadradas: en la izquierda, el Colegio; en la derecha, el Convento. Ambos espacios son simétricos y presentan cuatro patios, retomando el esquema de los hospitales. El Patio de los Reyes da acceso a la Basílica, elemento central de la construcción. Tiene planta de cruz griega, prolongada la nave central por un vestíbulo sobre el que se halla el coro de los religiosos. El templo se organiza a partir de un espacio central cubierto con cúpula sobre tambor; en la cabecera se dispuso el altar mayor a cuyos lados se situaron los retratos familiares de Carlos V y Felipe II. Bajo este altar mayor se ubica el Panteón de Reyes. A uno de los lados de la iglesia encontramos el Patio de los Evangelistas, inspirado en el Palacio Farnesio de Roma. A través de él se accede a la Sacristía y las Salas Capitulares, y en él desemboca la escalera principal. Al norte del edificio, al otro lado de la iglesia, encontramos el Palacio del Rey, comunicado con los aposentos privados del monarca, que se ubican alrededor del presbiterio de la Basílica y organizados alrededor del Patio de Mascarones. El Palacio Real se articula alrededor de un gran patio, dividido en tres partes por dos crujías ortogonales, donde se emplazan las salas de representación. Al exterior destaca la sobriedad de la construcción ya que las fachadas sólo presentan regulares ventanas, mientras los tejados a dos aguas en pizarra recuerdan los edificios nórdicos. Cuatro gruesas torres rematan las esquinas, como si de una parrilla se tratara ya que san Lorenzo fue martirizado en una parrilla, según narra la leyenda.
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El triunfo obtenido por las tropas de Felipe II ante los franceses en la batalla de San Quintín el 10 de agosto de 1557 será el principal motivo para la fundación del Monasterio de San Lorenzo, ya que el triunfo coincidió con la festividad del santo. El monarca buscó el lugar apropiado para su emplazamiento, fijándolo a finales de 1652 en las cercanías de Madrid, capital del Estado desde el año anterior. La traza de la planta general corresponde a Juan Bautista de Toledo mientras que a Juan de Herrera le corresponde la mayor parte de la fábrica del edificio. La construcción debía asumir las funciones de residencia real, monasterio y panteón real, combinando de manera acertada lo práctico y lo simbólico. Presenta una planta rectangular, apreciándose la influencia de los hospitales italianos y españoles del siglo XV así como de los monasterios medievales, tomando una cruz como elemento central. El acceso se realiza por la fachada principal, que se halla en el oeste. La puerta está compuesta por dos cuerpos de columnas con columnas adosadas, dóricas las inferiores y jónicas las superiores, culminado el cuerpo superior por un frontón triangular. Tras pasar la biblioteca, nexo de unión entre la zona del convento y del estudio, se accede al patio de los Reyes, flanqueado por dos torres y dos plantas cuadradas: en la izquierda, el colegio; en la derecha, el convento. Ambos espacios son simétricos y presentan cuatro patios, retomando el esquema de los hospitales. El patio de los Reyes da acceso a la basílica, elemento central de la construcción. Tiene planta de cruz griega, prolongada la nave central por un vestíbulo sobre el que se halla el coro de los religiosos. Se organiza a partir de un espacio central cubierto con cúpula sobre tambor; en la cabecera se dispuso el altar mayor a cuyos lados se situaron los retratos familiares de Carlos V y Felipe II. Bajo este altar mayor se ubica el Panteón de Reyes. A uno de los lados de la iglesia encontramos el Patio de los Evangelistas, inspirado en el palacio Farnesio de Roma. A través de él se accede a la sacristía y las salas capitulares, y en él desemboca la escalera principal. Al norte del edificio, al otro lado de la iglesia, encontramos el Palacio del Rey, comunicado con los aposentos privados del monarca que se ubican alrededor del presbiterio de la basílica y organizados alrededor del patio de Mascarones. El palacio real se articula alrededor de un gran patio, dividido en tres partes por dos crujías ortogonales, donde se emplazan las salas de representación. Al exterior destaca la sobriedad de la construcción ya que las fachadas sólo presentan regulares ventanas, mientras los tejados a dos aguas en pizarra recuerdan los edificios nórdicos. Cuatro gruesas torres rematan las esquinas, como si de una parrilla se tratara ya que san Lorenzo fue martirizado en una parrilla, según narra la leyenda.
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El monasterio será una de las piezas fundamentales de la sociedad medieval. Las primeras fundaciones monásticas se remontan a los primeros siglos del Cristianismo, si bien recordaban en numerosos aspectos a los eremitas. Serán san Columbano y san Benito de Nursia quienes, en el siglo VI, establezcan las reglas que regirán a partir de entonces las vidas de los monasterios. San Benito consideró que la comunidad debía de estar dirigida por un padre o abad que vigila a sus hijos y les guía en la espiritualidad, la humildad y el silencio. Al acceder a la comunidad, el novicio abandona el mundo, pues ha de aceptar los votos de castidad, pobreza y obediencia. La estricta regla benedictina se basó en dos principios de comportamiento fundamentales: "ora et labora". Tomando como modelo el monasterio suizo de Saint Gall, los cenobios se estructuran de una manera muy similar. Las construcciones se organizaban alrededor de la gran iglesia abacial, lugar en el que los monjes realizan sus rezos. El claustro era el centro de la vida religiosa y a su alrededor se construían los demás edificios. En la sala capitular los monjes se reunían en capítulo, asamblea en la que se decidían las cuestiones que afectaban a la vida de la comunidad. El refectorio era una amplia sala donde se disponían largas mesas y bancos, en los que los monjes comían en silencio. Según la importancia del monasterio, un buen número de dependencias completaban estas pequeñas ciudades sagradas. Para luchar contra la relajación de costumbres por parte del clero, a lo largo del tiempo se produjeron importantes reformas monásticas, entre las que destacan dos: Cluny y el Cister. Ambos movimientos reformistas serán los responsables a su vez del desarrollo de dos movimientos artísticos: el románico y el gótico, respectivamente. En la Península Ibérica los monasterios tendrán su momento de mayor auge a partir del siglo X. Reyes y nobles promoverán su construcción, les aportarán cuantiosas rentas y les concederán importantes privilegios fiscales y económicos. No en balde, la monarquía veía en los monasterios una interesante herramienta para repoblar las tierras recién conquistadas a los musulmanes de al-Andalus. Será Cataluña la primera región en la que las órdenes monásticas reformadas hagan acto de presencia. Los condes y algunos obispos promovieron estas fundaciones, con las que ejercían un mayor control sobre el territorio. Santa María de Ripoll será una de las primeras fundaciones, surgida por iniciativa de Vifredo el Velloso en el siglo IX. En la comarca del Alt Empordà se encuentra el monasterio de Sant Pere de Rodes, conjunto monumental que puede considerarse el paradigma del románico catalán. En tierras navarras las fundaciones monásticas alcanzan también gran importancia. El monasterio de San Salvador de Leyre es la abadía con más solera del reino de Navarra y, para algunos autores, fue también la más sobresaliente, tanto en el plano político como en el religioso. En el año 1176 los monjes cistercienses de San Bernardo se instalan en Iranzu, gracias a la donación de las tierras del obispo de Pamplona, don Pedro de París. Con el tiempo, el monasterio se convirtió en uno de los más importantes de Navarra. El cenobio benedictino de Santa María de Irache, del siglo X, es otra de las grandes fundaciones monásticas navarras. En La Rioja se instituyó otra importante fundación monástica: Santa María la Real de Nájera. El primitivo monasterio fue edificado bajo el gobierno del rey García el de Nájera, en 1032, para cumplir las funciones de templo de advocación mariana, convento y panteón real. También en La Rioja se halla el cenobio que vio nacer el castellano: San Millán de la Cogolla, con los monasterios de Suso y Yuso, declarados Patrimonio de la Humanidad. Ya en tierras castellanas se ubica uno de los monasterios más vinculados al camino de Santiago, el de de San Juan de Ortega. Fundado por el mismo santo, su objetivo era servir a los peregrinos que atravesaban los agrestes montes de Oca. En el área burgalesa, un grupo de monasterios desempeñaría un importante papel en la difusión del románico por Castilla. Entre éstos, destacan San Pedro de Arlanza y Santo Domingo de Silos. Del primero apenas queda casi nada, mientras que el de Silos todavía conserva su hermoso claustro, una de las joyas del románico europeo. La Orden del Císter, por el número y envergadura de los monasterios que a ella pertenecieron, ocupa un lugar de excepción en el panorama histórico del Reino de Castilla y León. Excelentes ejemplos de cenobios cistercienses son los monasterios de San Salvador de Cañas, Gradefes o Sandoval. Pero es en Sahagún donde se halla el monasterio cisterciense más importante; dedicado a San Benito, en la actualidad apenas quedan en pie algunos restos de la magnífica construcción. Otro de los centros monásticos medievales más poderosos es el de los Santos Julián y Basilisa, fundado en el siglo VI en la localidad gallega de Samos. Su jurisdicción se extendía nada menos que a doscientas villas y quinientos lugares. Si bien los monasterios no decayeron en la Edad Moderna, sí dejaron de ser piezas fundamentales en el engranaje social. Su paulatina decadencia se verá completada con la Desamortización de Mendizábal en el siglo XIX, cuando muchas piezas de arte fueron expoliadas. El poder monástico vivió entonces su peor momento, del que ya le fue casi imposible resurgir.
obra
La obra más popular de Richard Wilson tiene lugar en la campiña romana, donde una pareja de jóvenes enamorados disfruta de la conversación bajo una sombrilla y junto a un alto pino. Tras ellos podemos contemplar un jinete que se dirige a la cascada que queda en segundo plano. Una ermita en la zona de la izquierda, sobre un escarpado promontorio, y un castillo en una elevada atalaya en la derecha cierran la composición. Los efectos atmosféricos y lumínicos recuerdan a Claudio de Lorena, pintor barroco francés que influirá a toda una generación de maestros románticos ingleses, entre ellos Turner y Constable.La composición se organiza en una serie de diagonales que se introducen en profundidad, creando un efecto zigzagueante de gran atractivo visual, dirigiéndonos el maestro hacia el punto de fuga.Wilson se inspiró en la mitología y la literatura clásicas, estableciendo una estructura filosófica de gran complejidad debido a su exquisita erudición.
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Si la minería es el motor de la economía indiana, el comercio es el mecanismo que pone en marcha ese motor. Durante más de tres siglos la conexión entre España y América se hizo a través de la llamada carrera de Indias, inspirada en un principio u obsesión: el monopolio. Para garantizarlo se establecen diversos mecanismos: control oficial, colaboración privada, puerto único, navegación protegida. En 1503 se funda en Sevilla la Casa de la Contratación, la primera institución creada para defender el monopolio y regir los asuntos americanos, entendidos todavía sólo como asuntos comerciales, de ahí el nombre de la Casa, de ahí también que hasta pasados veinte años no se considere necesario crear ningún otro órgano de gobierno. A partir de 1543 la Casa contó con la colaboración del Consulado de Sevilla, gremio de comerciantes o cargadores a Indias, que corporativamente recibe el privilegio exclusivo de comerciar con América; al traspasar el monopolio real a ese reducido y poderoso grupo de súbditos (a cambio de servicios pecuniarios y otras condiciones), se les convierte en los mayores beneficiarios del sistema y, por eso mismo, en sus principales valedores. Años después se crearán instituciones similares en México (1592) y Lima (1613), con idéntica función. Y a lo largo del siglo XVII la Casa de la Contratación fue perdiendo iniciativa en los asuntos relacionados con el tráfico indiano, y el Consulado de Sevilla se fue convirtiendo en el verdadero órgano rector de la carrera de Indias (García Fuentes). La tercera garantía del monopolio fue la centralización de todo el comercio indiano en un solo puerto, con objeto de facilitar el control del tráfico y el cobro de impuestos; la elección de Sevilla como centro de la economía atlántica (que no fue automática ni inmediata, pues la mayoría de los primeros viajes salió de puertos de Huelva y Cádiz) vino determinada por su elección como sede de la Casa de la Contratación, y se basaba en su situación de puerto interior (que ofrecía mayor seguridad frente a tormentas y posibles ataques de piratas, bereberes o ingleses) y en su condición de principal ciudad del sur de España, con una muy desarrollada infraestructura mercantil, una abundante población consumidora y un rico hinterland agrícola para aprovisionar a los barcos. De hecho, aunque en 1529 se suavizó el monopolio sevillano autorizando a ocho puertos españoles (La Coruña, Bayona, Avilés, Laredo, Bilbao, San Sebastián, Cartagena y Málaga) a comerciar con América, si bien tocando al regreso en Sevilla para facilitar la tarea fiscalizadora de la Casa de la Contratación, no parece que esta medida afectara a la primacía sevillana como puerto de las Indias. En cualquier caso, en 1573 Felipe II reafirma el régimen de puerto único, que será el de Sevilla hasta que a partir de 1668 las flotas empezaron a cargar y descargar en Sanlúcar y Cádiz, por una especie de compromiso entre los comerciantes sevillanos y gaditanos para evitar las crecientes dificultades de navegación por el Guadalquivir. Desde 1680, Cádiz fue el principal puerto del comercio indiano, situación que se reconoce oficialmente en 1717 con el traslado a esta ciudad de la Casa de la Contratación y el Consulado. La cuarta fórmula para garantizar el monopolio -y a la vez protegerlo frente a corsarios y enemigos- fue el establecimiento de la navegación obligatoria en convoy, con escolta militar y rutas fijas: las flotas, establecidas a petición del Consulado de Sevilla a partir de 1543, aunque su regulación definitiva se hará en 1564. Desde entonces el tráfico se regula en dos convoyes separados: a) la flota a Nueva España, que saldría en abril con destino a Veracruz, tras tocar en Santo Domingo; b) los galeones a Tierra Firme, que saldrían en agosto con destino a Nombre de Dios, en el istmo de Panamá (a partir de 1598 Nombre de Dios fue sustituido por Portobelo), tras tocar en Cartagena de Indias. Después de las correspondientes ferias en los puertos de destino, ambas flotas debían invernar en ellos y reunirse en La Habana en marzo o abril para regresar juntas, con la plata americana y demás productos. La flota de Nueva España iba escoltada por dos grandes naves de guerra (galeones), la capitana y la almiranta, mientras que la flota dirigida al istmo, donde recogería la plata del Perú (principal productor en el siglo XVI), va protegida con seis, ocho o más galeones, que imprimen carácter a esta armada y le dan nombre. El sistema resultó tan eficaz desde el punto de vista de la seguridad que sufrió pocos ataques, y sólo una vez se perdió todo el tesoro de la flota de Nueva España, capturado en 1628 por el holandés Piet Heyn en la bahía de Matanzas (Cuba), obteniendo un botín impresionante que permitió financiar la expansión holandesa en el noreste de Brasil. Esta experiencia hizo que para reforzar la defensa se creara poco después la Armado de Barlovento, con base en Veracruz, igual que en el Pacífico se había creado a fines del siglo XVI (tras los saqueos de Francis Drake) la Armada del Mar del Sur, encargada de proteger los barcos mercantes que desde El Callao llevaban la plata peruana a Panamá. Pero si se lograba una buena defensa, el sistema tenía también algunos inconvenientes, como el encarecimiento de las mercancías, pues los enormes gastos militares eran en gran parte sufragados por el propio comercio a través del impuesto de la avería; o la lentitud de la navegación de las flotas, pesados e impresionantes convoyes de decenas de barcos que debían navegar al ritmo que marcaba el más lento de ellos. La rigidez del calendario también significó un problema, aunque en la práctica casi nunca se cumplía, y las flotas empezarán a salir cada dos años, o cuando podían, pues desde mediados del XVII las guerras en que España se ve envuelta hacen insegura la navegación a las Indias y repercuten en la irregularidad del envío de las flotas; como consecuencia lógica se produce la intensificación del contrabando. Pero el mayor inconveniente fue el permanente estado de escasez del mercado americano (algo que convenía a los grandes comerciantes monopolistas de los Consulados de México y Lima al permitirles mantener los precios elevados) y la marginación de regiones enteras (el Río de la Plata, Venezuela, el Pacífico) que quedan fuera de la ruta de las flotas. Serán éstas las zonas especializadas en el contrabando. En definitiva, las flotas no resultaron tan eficaces en garantizar el monopolio: algunas estimaciones indican que a fines del XVII sólo significaban la tercera parte del comercio con las Indias, siendo el resto (dos terceras partes) contrabando. En el XVIII se emprende, por tanto, la reforma de un sistema inoperante. Lo primero fue trasladar la Casa de la Contratación a Cádiz, la ciudad que ya venía siendo, desde 1680 por lo menos, el puerto donde se organizaban las flotas, que a su vez se tratan de revitalizar con una nueva organización, plasmada en el Proyecto para galeones y flotas de 1720. El almirante inglés Vernon, al destruir Portobelo en 1739, destruye también el régimen de galeones, consolidándose en adelante el procedimiento de comercio por navíos de registro despachados aisladamente para cada puerto. Además, se abre oficialmente la ruta del cabo de Hornos, con lo que se institucionaliza la reversión de la corriente comercial del Pacífico -iniciada a comienzos del siglo por los comerciantes franceses- y se invierte la relación del Perú con Chile y Buenos Aires, con lo que el grupo de comerciantes monopolistas limeños pierde su situación de privilegio. Se mantiene todavía el sistema de flotas a Nueva España, que será casi lo último que se suprima, pero se sigue avanzando en la liberalización comercial. En 1765 se pone fin al monopolio gaditano permitiendo que nueve puertos españoles comerciaran directamente con las Antillas, permiso que luego se amplía a La Luisiana, Yucatán, Campeche, Chile, Buenos Aires, hasta culminar con la promulgación, el 12 de octubre de 1778, del Reglamento de libre comercio, que pese a su atractivo nombre no significa más que el permiso dado a trece puertos españoles para comerciar con 24 puertos americanos, de los que inicialmente -hasta 1789- se excluyeron los puertos venezolanos y mexicanos. El llamado libre comercio logró reactivar el tráfico e inaugurar una era de prosperidad y crecimiento económico, pero seguía siendo una puesta al día del mercantilismo tradicional. El verdadero libre comercio vendrá impuesto por la política internacional: el bloqueo inglés de Cádiz en 1797 obliga a España a autorizar el comercio de neutrales (países no beligerantes; es decir, en la práctica, los Estados Unidos), y eso significará un anticipo de independencia económica para las colonias.
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El monte que llaman Popocatepec Hay un monte a ocho leguas de Chololla, que llaman Popocatepec, que quiere decir sierra de humo, porque rebosa muchas veces humo y fuego. Cortés envió allá diez españoles, con muchos vecinos que los guiasen y llevasen de comer. La subida era áspera y embarazosa. Llegaron hasta oír el ruido, mas no se atrevieron a subir a lo alto a verlo, porque temblaba la tierra, y había tanta ceniza, que impedía el camino; y así, se querían volver. Pero dos de ellos, que debían ser más animosos o curiosos, determinaron de ver el lado y misterio de tan admirable y espantoso fuego, y por dar alguna razón a quien los enviaba, no los tuviese por medrosos y ruines. Y así, aunque los demás no querían, y los guías los atemorizaban, diciendo que nunca jamás lo habían hollado pies ni visto ojos humanos, subieron allá por entre medio de la ceniza, y llegaron a lo último por debajo de un espeso humo. Miraron un rato, y se les figuró que tenía media legua de boca aquella concavidad, en que retumbaba el ruido, que estremecía la sierra, y poco hondo, pero como un horno de vidrio cuando más hierve. Era tanto el calor y humo, que se volvieron pronto por las mismas pisadas que fueron, por no perder el rastro y perderse. Apenas se hubieron desviado y andado un pedazo, cuando comenzó a lanzar ceniza y llama, y luego ascuas, y por último unas grandes piedras ardientes de fuego; y si no hubiesen hallado dónde meterse debajo de una peña, hubieran perecido allí abrasados. Y como trajeron buenas señas, y volvieron vivos y sanos, vinieron muchos indios a besarles la ropa y a verlos, como por milagro o como dioses, dándoles muchos presentillos: tanto se maravillaron de aquel hecho. Piensan aquellos simples que es una boca de infierno, a donde van los señores que gobiernan mal o tiranizan, después de muertos, a purgar sus pecados, y de allí al descanso. Esta sierra, que llaman volcán, por la semejanza que tiene con el de Sicilia, es alta y redonda, y jamás le falta nieve. Parece desde muy lejos, por la noche, que echa llamas. Hay cerca de él muchas ciudades, pero la más cercana es Huexocinco. Estuvo más de diez años sin echar humo, y el año de 1540 volvió a hacerlo como antes, y producía tanto ruido que puso espanto a los vecinos que estaban a cuatro leguas y más. Salió mucho humo, y tan espeso, que no recordaban cosa igual. Lanzó tanto fuego y con tal fuerza, que llegaron las cenizas a Huexocinco, Quetlaxcoapan, Tepejacac, Cuauhquecholla, Chololla y Tlaxcallan, que está a diez leguas, y hasta dicen que llegó a quince. Cubrió el campo, y quemó las hortalizas y los árboles, y hasta los vestidos.