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En 1894 Gauguin está en Europa, primero en París, donde organiza una exposición que resultó un fracaso; después decide volver a encontrar sus raíces y se traslada a Bretaña, instalándose durante una breve temporada en Pont-Aven. Le acompañaba una jovencísima mestiza llamada Annah la Javanesa a la que conoció a través de Ambroise Vollard. La muchachita le abandonó en la localidad bretona y desvalijó su estudio en París. Al contactar con el paisaje bretón, Gauguin siente verdaderos deseos de plasmarlo en sus lienzos, resultando obras con encanto como ésta. Presenta un molino de agua junto a un gran caserón mientras que, en primer plano, aparecen las mujeres bretonas y un perro rojo, animal similar al que encontramos en Arearea. El colorido es interesante, empleando verdes, marrones, azules y malvas, aplicados en el lienzo con una pincelada rápida y larga, preferentemente a través de líneas onduladas que recuerdan la influencia de la estampa japonesa en la pintura impresionista y post-impresionista. "El Salvaje", como gustaba llamarse el artista, está meditando en Bretaña sobre su inminente regreso a la Polinesia, poniendo en marcha su lema favorito: "¡Huir allá lejos! ¡Huir!".
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Con los denominados "six-footers" -obras de seis pies de tamaño, casi dos metros- Constable deseaba llamar la atención del público hacia su trabajo. Son siete grandes telas que muestran escenas de las labores del campo y que se desarrollan entre los molinos de Flatford y de Stratford. Fueron realizados en Londres y Hampstead y esta tela que contemplamos es la primera de la serie. El molino era propiedad del padre de Constable y uno de los lugares más habituales en la pintura del maestro. Casi en la zona central de la composición contemplamos un caballo montado por un niño, en el momento en que es desenganchado tras arrastrar la barcaza hasta la orilla donde se produce la acción. En el fondo podemos observar el río dividido en dos ramales, en uno de ellos la esclusa y en otro una casa. Paralelo al río se aprecia un sendero en el que aparecen unos niños preparando una cañas para pescar. En la zona derecha de la composición nos encontramos con un gran árbol y una amplia pradera soleada donde podemos apreciar la pequeña figura de otro niño. Un riachuelo serpentea también en esta zona para equilibrar así el conjunto. En primer plano contemplamos las maderas del puente de Flatford desde el que se presenta la soleada escena. Constable nos muestra la luz de una mañana estival aunque en el cielo observemos nubes, creando un acertado contraste de luces y sombras que se reparten por todo el lienzo y establecen al mismo tiempo el juego de la perspectiva. Y en relación con la perspectiva hay que añadir que la vista está tomada desde un punto más elevado, lo que será muy habitual en la obra del maestro británico. El naturalismo que caracteriza los trabajos de Constable en estos años se encuentra presente en todos y cada uno de los detalles que encierra la espectacular escena, recogiendo a la perfección la belleza de la naturaleza en cada uno de sus elementos.
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El Museum of Modern Art (MOMA) de Nueva York jugó un papel decisivo en el nuevo arte norteamericano, con su apoyo y promoción. Inaugurado en 1929 y trasladado a una nueva sede diez años después, se erigió en defensor del nuevo arte, distanciándose de la tiranía parisina. El MOMA colaboró estrechamente con la FAPS y algunos de sus directivos y conservadores formaban parte de ella. La misión que se planteaba el MOMA por estos años era servir a la elite cultural y artística para alcanzar al gran público a través de ella, en un segundo momento. Aunque al principio -y no podía ser de otra manera- sus intereses se habían centrado casi exclusivamente en el arte moderno europeo, a finales de los treinta y ya claramente en los cuarenta, cambió de orientación.En Nueva York se libró una batalla por el liderazgo cultural entre el MOMA y el MET (Metropolitan Museum). Este último, más antiguo, era el museo de las grandes familias americanas de siempre y defendía el arte académico norteamericano, nacionalista, sin plantear problemas ni novedades, con un desprecio absoluto por el arte moderno y su museo -"esa casa de putas de la calle 53", como le llamaba Francis H. Taylor, uno de sus directivos-. El MOMA, apoyado por los nuevos ricos como Rockefeller, tenía una orientación más abierta y liberal y, en definitiva, representaba el futuro de América. Por eso, junto a los internacionalistas, el MOMA ganó la batalla -promocionando abiertamente, en la segunda mitad de los cuarenta, el arte de vanguardia- y se erigió como líder artístico y cultural de la ciudad y del país, lo mismo que Nueva York había ganado la capitalidad frente a Washington.
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También llegó entonces a su plenitud otra herencia tardo-romana, la monástica, inserta en el mundo rural y en el ideal de alejamiento del mundo, aunque los monjes influían con su ejemplo religioso, gozaban de un prestigio popular muy superior al del clero secular, y muchos monasterios se integraban en las relaciones sociales y económicas como grandes propietarios de tierras y también a través de sus obras asistenciales (hospederías, asilos, orfanatos). Los monjes basaban su fuerza y su prestigio en el empeño de "preservar, sin ningún compromiso, la independencia de la fe y de la Iglesia" (Ducellier) frente a cualquier poder, sobre todo el imperial, hacia el que fueron siempre muy críticos, pero la riqueza también les alcanzó: la amortización de propiedad agraria por las iglesias y monasterios acabó siendo un problema político y fiscal importante por que era un proceso irreversible, casi siempre, en aumento continuo a causa de las donaciones; además, eran bienes parcialmente exentos de impuestos, de modo que su acumulación mermaba posibilidades al Estado. Casi nunca hubo confiscaciones, salvo en época iconoclasta, y muy pocas veces tomaron los emperadores rentas de sedes episcopales vacantes o de monasterios en situación excepcional. Aunque el monacato era ya casi por completo comunitario, no faltaban también monjes giróvagos más integrados en la convivencia con el resto de la población, ni obispos que habían sido antes monjes y que traían a sus sedes el espíritu religioso de sus orígenes. En general, la influencia sociorreligiosa de los monjes fue intensa, como se demostró en sus tomas de posición a favor del culto a las imágenes. Durante el periodo iconoclasta, no obstante, se acentuaron los ideales de soledad y alejamiento del mundo en las nuevas fundaciones. De una de ellas, la del monte Olympo, en Bitinia, procedía Teodoro, instalado en el monasterio constantinopolitano de Studiou a finales del siglo VIII y restaurador del espíritu comunitario de las reglas de san Basilio, las más influyentes en el monacato oriental. El impulso reformador de Teodoro studita (m. 826) inspiró el apogeo monástico de los siglos X al XII, época de numerosas fundaciones que se regían por los escritos de san Basilio completados con normas propias en cada caso (typikón) que aseguraban su independencia del obispo y precisaban las formas de intervención de patronos o fundadores laicos, dueños a veces del edificio y tierras del cenobio. Cada comunidad monástica tenía a su frente un abad o higumene, cargo temporal y con mucho menos poder que su homónimo occidental benedictino. Algunos monasterios nacidos entonces son especialmente importantes: los del Monte Athos en el siglo X, cuya Gran Laura pasó de tener 80 monjes en el año 963 a 700 hacia el 1050, los del Monte Latros, en Asia Menor, el de San Jorge de los Manganes, en Constantinopla, fundado por Constantino IX, o Plovdiv, en Bulgaria, son buenos ejemplos. Más adelante, el nódulo del monacato bizantino se extendería a toda el área de influencia de la Iglesia ortodoxa.
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Una de las mejores maneras de escapar de la violencia implícita en la vida altomedieval será el ingreso en un monasterio, verdadero espacio de paz y tranquilidad donde la búsqueda de Dios se convertía en el principal objetivo. Las primeras reglas monásticas que se establecen en la Galia se remontan al siglo V, recordando en algunos aspectos a los eremitas que habían abundado en los primeros años del cristianismo. Este fenómeno del eremitismo también se desarrollará en esta época, algo extraño en unos momentos donde la comunidad era la única defensa del individuo. Los profundos bosques o las montañas servirán de refugio a numerosos eremitas que abandonan el mundo para buscar a Dios. Se considera que en la Galia septentrional hubo unos 350 eremitas a lo largo de los siglos V y XI. Se manifestaron tres oleadas de eremitas, produciéndose la primera en el siglo V y la segunda en los siglos VI y VII. Después se entró en una etapa de crisis, motivada por la regulación de la práctica eremita a través de la legislación carolingia, permitiendo establecerse sólo a unas cuantas personas. De esta manera, se limitó el movimiento hasta la tercera oleada, que se produce tras el año 850. Curiosamente si en los anteriores fenómenos eremitas eran gentes del pueblo y mujeres quienes se retiraban, la tercera oleada la integrarán mayoritariamente nobles y varones. Se necesitaba de una personalidad fuerte para aguantar la vida de eremita, alimentándose de hierbas, raíces, pan seco, bebiendo agua empantanada y viviendo en pequeñas cabañas construidas de ramas donde no había nada. De esta manera sanaban su cuerpo y su alma para encontrarse con Dios, aunque no estaban exentos de la violencia que definía a la sociedad altomedieval. Muchos fueron los eremitas asesinados, posiblemente porque para algunas sociedades eran considerados también fuera de la ley, lo que permitía su asesinato. Como decíamos, estas reglas monásticas mantenían cierto aire eremítico hasta que san Columbano unificó las reglas antiguas con la de san Benito de Nursia, recogiendo las palabras del propio san Benito para quien "el monasterio ha de construirse de tal manera que todo lo necesario, es decir, el agua, el molino, el jardín y los diversos oficios, radique en su interior, de suerte que los monjes no se vean obligados a andar fuera de acá para allá, porque esto no es bueno para sus almas". Desde el año 817 se multiplican los monasterios por las tierras francas, verdaderos micro-organismos donde es posible encontrar a Dios y a uno mismo. Pero estas comunidades no estaban aisladas del mundo que las rodeaba, ya que permitían el contacto de huéspedes, peregrinos y novicios. San Benito consideró que la comunidad debía de estar dirigida por un padre o abad -abba significa padre en arameo- que vigila a sus hijos y les guía en la espiritualidad, la humildad y el silencio. El abad de Corbie, Adalhardo, establece que la comunidad no debe aumentar de 400 personas, incluyendo a los sirvientes laicos, con el fin de evitar caer en el anonimato. Al acceder a la comunidad se abandona el mundo al aceptar los votos de castidad, pobreza y obediencia. Cuando el monje había aprendido a leer y escribir y había memorizado los 150 salmos se le permitía entrar en meditación. Era obligatorio recitar el salterio cada semana de manera cantada. La regla benedictina introdujo una novedad respecto al modo de vida romano al plantear la máxima "ora et labora", rompiendo así con la ociosidad que definía a la sociedad romana cultivada. Para san Benito "la ociosidad es la enemiga del alma (...) Los hermanos han de hallarse ocupados en tiempos determinados con el trabajo manual y dedicados en horas también a la lectura divina". De esta manera se alcanzará el equilibrio. Eran frecuentes entre los monjes las lecturas en común, durante las comidas o incluso en el trabajo. San Benito también estableció las horas diarias de lectura de los habitantes del monasterio: desde Pascua al 11 de noviembre, dos horas de lectura, y en invierno se aumentaba a tres horas. En la siesta estaba permitido leer "con tal que no moleste a nadie" ya que la lectura casi siempre se hacía en voz alta. Los domingos de Cuaresma están dedicados íntegramente a la lectura. Dos ancianos vigilaban durante las horas de lectura a aquellos monjes inclinados a la charla o a la holgazanería, mientras que si alguien continuaba la lectura por la noche se le proporcionaba un lugar iluminado. La regla benedictina hace referencia a "que el monje le prohíba hablar a su lengua, y que, guardando silencio, aguarde para hablar a que se le interrogue". De esta manera el silencio debía permitir el cultivo del interior, acercándose así a Dios. La soledad del monje se reafirma en uno de los oficios más característico del monasterio: el escriba. En los últimos años del Imperio Romano se abandona el papiro para adaptar el codex, libro en pergamino que era escrito por estos monjes escribas. Su trabajo era fatigoso, quejándose algunos del frío que pasan en el "scriptorium" o de cómo se helaba la tinta con la que escribían. El escriba en primer lugar preparaba las líneas y los márgenes gracias a una punta seca para después realizar su labor con una cañita o una pluma de ave, iluminando el libro que se colocaba sobre sus rodillas o sobre una mesa o pupitre. Cuando se reunían varios escribas no podían hablar a fin de mantener la concentración. En la elaboración del libro también trabajaban correctores, pintores, iluminadores y encuadernadores, desempeñando una labor crucial para el mantenimiento de la cultura antigua. La dureza del trabajo la resumen a la perfección las palabras de un iluminador: "oscurece la vista, le encorva a uno, hunde el pecho y el vientre, perjudica a los riñones. (...) Por eso, lector, vuelve con dulzura sus páginas y no pongas los dedos sobre las letras". Una Biblia llevaba un año de trabajo y se necesitaba la piel de un cordero para cada cuatro folios, encareciéndose el libro con la riqueza de los trabajos de su cubierta, frecuentemente adornada con piedras preciosas y esmaltes.
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Herencia tardo-romana, la vida monástica se inserta en el mundo rural bizantino y en el ideal de alejamiento del mundo, aunque los monjes influían con su ejemplo religioso, gozaban de un prestigio popular muy superior al del clero secular, y muchos monasterios se integraban en las relaciones sociales y económicas como grandes propietarios de tierras y también a través de sus obras asistenciales (hospederías, asilos, orfanatos). Los monjes basaban su fuerza y su prestigio en el empeño de "preservar, sin ningún compromiso, la independencia de la fe y de la Iglesia" (Ducellier) frente a cualquier poder, sobre todo el imperial, hacia el que fueron siempre muy críticos, pero la riqueza también les alcanzó: la amortización de propiedad agraria por las iglesias y monasterios acabó siendo un problema político y fiscal importante porque era un proceso irreversible, casi siempre, en aumento continuo a causa de las donaciones; además, eran bienes parcialmente exentos de impuestos, de modo que su acumulación mermaba posibilidades al Estado. Casi nunca hubo confiscaciones, salvo en la época de las revueltas iconoclastas, y muy pocas veces tomaron los emperadores rentas de sedes episcopales vacantes o de monasterios en situación excepcional. Aunque el monacato era ya casi por completo comunitario, no faltaban también monjes giróvagos más integrados en la convivencia con el resto de la población, ni obispos que habían sido antes monjes y que traían a sus sedes el espíritu religioso de sus orígenes. En general, la influencia socio-religiosa de los monjes fue intensa, como se demostró en sus tomas de posición a favor del culto a las imágenes. Durante el periodo iconoclasta, no obstante, se acentuaron los ideales de soledad y alejamiento del mundo en las nuevas fundaciones. De una de ellas, la del monte Olympo, en Bitinia, procedía Teodoro, instalado en el monasterio constantinopolitano de Studiou a finales del siglo VIII y restaurador del espíritu comunitario de las reglas de san Basilio, las más influyentes en el monacato oriental. El impulso reformador de Teodoro studita (m. 826) inspiró el apogeo monástico de los siglos X al XII, época de numerosas fundaciones que se regían por los escritos de san Basilio completados con normas propias en cada caso (typikón), que aseguraban su independencia del obispo y precisaban las formas de intervención de patronos o fundadores laicos, dueños a veces del edificio y tierras del cenobio. Cada comunidad monástica tenía a su frente un abad o higumene, cargo temporal y con mucho menos poder que su homónimo occidental benedictino. Algunos monasterios nacidos entonces son especialmente importantes: los del Monte Athos en el siglo X, cuya Gran Laura pasó de tener 80 monjes en el año 963 a 700 hacia el 1050, los del Monte Latros, en Asia Menor, el de San Jorge de los Manganes, en Constantinopla, fundado por Constantino IX, o Plovdiv, en Bulgaria, son buenos ejemplos. Más adelante, el nódulo del monacato bizantino se extendería a toda el área de influencia de la Iglesia ortodoxa.
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La estructura de los monasterios del románico mantiene el esquema básico que aparece en el plano de Sankt Gallen en el siglo IX. Tan sólo introduce la codificación definitiva de la panda de los monjes, donde se instala ya la sala capitular bajo el dormitorio. Los grandes monasterios de los cluniacenses difundieron su forma por toda la geografía del románico. Moissac y Silos, por lo conocido en la actualidad, son las primeras manifestaciones de la aplicación de escultura monumental en la decoración de sus arcadas, aunque hay noticias documentales de ejemplos anteriores. Los cistercienses, que tuvieron su gran período de esplendor en plena época románica, realizarán alguna de las más monumentales fábricas claustrales medievales. A diferencia de los cluniacenses, sus claustros carecerán de decoración monumental. Siguiendo planteamientos muy tradicionales y conservadores prohibían las figuras de animales y vegetales que, en boca de san Bernardo, "no servían más que para distraer la atención de los monjes". Este tipo de programas historiados, seguía diciendo el santo, eran útiles en los templos del clero secular para enseñar a los indoctos. Desde el punto de vista funcional, el claustro cisterciense sólo introducía dos pequeñas variantes con respecto al benedictino tradicional, los refectorios se disponían perpendicularmente sobre la panda correspondiente, y se organizaba la panda de la cilla con la articulación de un pasillo cerrado para uso de los conversos. En esta época tuvieron su origen las cartujas, pero no tuvieron la más mínima trascendencia en la arquitectura coetánea.
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Otra gran pieza del arte budista es la Chaitya de Karli (a 55 km de Poona, Maharashtra), excavada a cien metros de altura en la pared vertical de la colina de Karla (Ghats Occidentales). El monasterio budista de Karli, consistente en una chaitya y tres grandes viharas rupestres (hay otras cuevas menores de escaso interés), se terminó en el año 124 d. C. bajo el mecenazgo de la dinastía Shatavahana. El origen de las cuevas puede remontarse al siglo II a. C., no así la chaitya, cuya primera datación es posterior al año 100 a. C. Presenta un gran valor histórico gracias a las numerosas inscripciones (principalmente en la fachada), que documentan la rivalidad entre los Shatavahana y los príncipes locales (Kshaharata), o las cuantiosas donaciones de los fieles budistas como la del banquero Vaijayanti y la del perfumista Dhenukakata; también aparecen algunos nombres de yavanas, extranjeros procedentes del Próximo Oriente que se habían establecido en India como comerciantes. Esta chaitya es famosa por ser la mayor (41 m de largo por 15 m de ancho y 15 m de alto) y la más bella de toda India, gracias a su perfecta combinación de pureza de líneas arquitectónicas y sobriedad decorativa aunque, como veremos a continuación, la decoración diste mucho de lograr el ambiente cisterciense que caracterizaba a la chaitya de Bhaja. La fachada (hoy semiderruida) presentaba un amplio pórtico (5 m de profundidad por 14 m de anchura y 15 m de altura) que se adelantaba sobre dos enormes pilares octogonales; probablemente la estructura exterior fuera de madera, pues quedan en la fachada muchos agujeros y muescas para embutir vigas que soportarían una balconada. La parte superior del pórtico conserva la galería destinada a los músicos (nakkarkhane). Todo el pórtico está decorado con exuberancia: seis elefantes de tamaño casi natural con colmillos de marfil y adornos de metales y piedras preciosas (nada de ello queda en la actualidad, salvo los orificios para el engarce e incrustación) soportan las numerosas balconadas de kudú que, a manera de pisos, se superponen hasta el techo estructurando horizontalmente toda la decoración escultórica del pórtico. Desde alguna de estas balconadas superiores parejas humanas (mujer-hombre) dan una alegre bienvenida al visitante, aunque la decoración figurativa ocupa sobre todo los muros inferiores más cercanos al fiel y los dinteles y jambas de las tres puertas que permiten el acceso al interior. Las parejas, esculpidas en altorrelieve con gran maestría técnica, sobrepasan el metro de altura y, con un sólido asentamiento y su expresivo volumen, son otro buen ejemplo del carácter hiperplástico de la escultura india. Forman un grupo de seis profundas hornacinas, cada una con una pareja principesca semidesnuda y ataviada de forma lujosa; las mujeres llevan cinturones de perlas y faldas de gasa, tan fina que sólo se adivina a través de los bordes rizados esculpidos con gran delicadeza; los hombres llevan turbantes con penachos muy sobresalientes (un tocado que no sobrepasará el siglo II d. C.). Ambos llevan pendientes, sonríen y adoptan una postura relajada de abrazo o apoyo mutuo. Aunque se les suele identificar como príncipes donantes, su fuerte sensualidad les acerca a una iconografía erótico (mithuna) o, más probablemente, a una nueva y original interpretación de los genios de fertilidad (yakshis y yakshas) que aparecían en Bharhut y Sanchi. Intercalados desordenadamente con las hornacinas aparecen algunos paneles escultóricos de peor calidad, que fueron añadidos en el siglo VII d. C. por la ya pobre comunidad de monjes que hubiera sobrevivido a la decadencia del budismo y al abandono de las cuevas. Lógicamente, estos relieves muestran imágenes de Buda y de bodisatvas en un estilo postgupta. Traspasando cualquiera de las tres puertas (meros vanos adintelados) el visitante penetra en un espacio fantástico, bañado por la luz mística que penetra por el gran arco de kudú de la fachada y estalla en la stupa. El espacio arquitectónico es muy homogéneo a pesar de que todas sus partes y elementos aparecen bien diferenciados: una nave central, más ancha y alta, separada de las dos naves laterales (más angostas y bajas, cubiertas por bóveda de medio cañón) por una espectacular columnata que soporta una bóveda de kudú; al fondo de la nave central se destaca la stupa. La stupa es un gran monolito esculpido in situ que todavía conserva el yashti y un gran chatravali originales en madera de teca, que traduce mejor que la piedra el aspecto de las sombrillas que se colocarían sobre las stupas primitivas. El anda (bóveda celeste) se eleva sobre un doble medhi (altar terrenal), que presenta en relieve dos empalizadas simulando una doble védika. A media altura, algunos agujeros habrían servido para incrustar teas o vástagos de los que colgarían guirnaldas y otras ofrendas. Ninguna decoración altera su simple y poderoso volumen; esta stupa sigue presentando la austeridad del budismo hinayana. Tras cinco siglos de evolución desde que apareciera en el siglo III a. C., tan sólo un elemento revela cierta innovación: un cuerpo escalonado de cinco pisos (a modo de pirámide truncada invertida) se eleva sobre la harmika potenciando la altura del yashti. Este cuerpo escalonado aparece también insistentemente por toda la chaitya, bajo los soportes a manera de basa y sobre los capiteles a manera de ábaco; aunque necesariamente tenga alguna explicación ritual, no se ha podido aclarar su aparición en Karli. La bóveda de kudú cubre toda la nave principal y recoge la stupa en el fondo del ábside, evocando la relación instintiva entre la sacralidad y lo recóndito de la montaña, que inspira la arquitectura rupestre india. La bóveda se compone de una sucesión de 31 arcos de kudú, esculpidos en la roca pero forrados con madera de teca. Como siempre, aunque imita la estructura de madera y el comportamiento de sus elementos leñosos, los arcos flotan, es decir, no se apoyan en ningún tipo de soporte. Sin embargo, son precisamente los supuestos soportes lo más espectacular y original de la Chaitya de Karli. Separando la nave central de las laterales hay un total de treinta columnas ricamente decoradas: una basa escalonada eleva una gatha (caldero), que en la arquitectura en madera servía para aislar la viga de la humedad y de los insectos; de nuevo observamos cómo la arquitectura excavada repite el lenguaje lignario, aunque los soportes de Karli hayan perdido la inclinación que caracterizaba a los de la Chaitya de Bhaja. El fuste, de sección octogonal, se yergue recto hasta el capitel, en forma de flor de loto invertida; sobre ésta, un ábaco escalonado sostiene una pareja de elefantes, montados a su vez por una, dos o tres personas, siendo lo más frecuente una pareja de hombre-mujer, aunque también aparecen dos mujeres o, incluso, un hombre con dos mujeres. Todos van adornados como príncipes y se muestran felices en actitudes desenfadadas. Dan la impresión de una festiva procesión que acude a presidir el ritual budista. Curiosamente, las monturas que miran a las naves laterales son caballos en vez de elefantes; quizá sugieran la menor importancia de estas naves de circunvalación, destinadas al fiel, con monturas menos prestigiosas. Otro aspecto a resaltar es el hecho de que los siete soportes que, detrás de la stupa, forman la girola no presentan ningún tipo de decoración, aunque mantienen la sección octogonal de los fustes. La Chaitya de Karli es un ejemplo extraordinario, por tardío cronológicamente y sin embargo espléndido artísticamente, de budismo hinayana y de estilo Andhra, pues se realiza durante un período histórico-artístico en el que el resto de la India budista se está subiendo al carro del mahayana potenciado por los invasores Kushana. Es pues la última gran pieza in situ de arte budista hinayana.
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En uno de sus dominios de la región de Borgoña, el duque Guillermo de Aquitania fundó en el siglo X el monasterio de Cluny, desde donde se promoverá una nueva concepción de la vida religiosa, inspirada en la regla benedictina. Cluny se convertirá en la casa madre de unas 1.500 abadías. La distribución que tenía en el monasterio en el siglo XII tiene como base el plano de Saint Gall, del siglo IX. El centro de la vida monástica era la gran iglesia, una de las más grandes del mundo cristiano, con cinco naves, dos transeptos y un gran ábside en la cabecera. A los pies del templo se hallaba los establos, un edificio en forma de L que tenía a continuación la fábrica de conservas y las letrinas. El claustro y la sala capitular eran los otros centros de la vida en el monasterio. Alrededor del claustro estaba el refectorio, los dormitorios, la cocina y almacén y la panadería. Más alejado del conjunto monástico se encontraban el hospital y la hospedería. Durante la Revolución Francesa se destruyeron la mayoría de los edificios monásticos ya que para los ilustrados, Cluny suponía un símbolo del poder eclesiástico. Sólo se conserva en pie parte del brazo sur del transepto.