No cabe buscar en la actividad surrealista otra finalidad que no sea la de liberar al hombre de todo tipo de restricciones mentales. Por ello la pintura abandona su tradicional función imitativa para ser considerada como una vía privilegiada de acceso al subconsciente. Desde tal perspectiva, la obra posee un mero carácter instrumental y su validez radica exclusivamente en su adecuación al postulado fundamental del Surrealismo, es decir, al automatismo, ya que es eliminada la exigencia de habilidad técnica, por lo que respecta al autor, así como la necesidad de adaptación a unos cánones formales, por lo que se refiere a la obra. Ahora bien, el automatismo psíquico al que se hace referencia en el primer manifiesto, ofrece al pintor dos opciones diferenciadas, por un lado el denominado automatismo rítmico mediante el cual el artista se abandona al impulso del grafismo, y por otro el trompe-l'oeil, o fijación de las imágenes del sueño, también denominado por otros autores automatismo de funcionamiento simbólico. Mientras que en el primer caso el proceso es semejante al que realiza el escritor, ya que la mano es guiada por un impulso psíquico incontrolado a partir del cual se alumbran formas totalmente ajenas a la voluntad del pintor, el segundo comporta inevitables reservas, pues en él desaparece la simultaneidad entre el proceso de gestación de la imagen y su plasmación. En la pintura de carácter ilusionista el automatismo no se da en la ejecución, quedando limitado al procedimiento de formulación y asociación autónoma de las imágenes, mientras que el traslado de dichas imágenes al lienzo se hace generalmente por medio de una técnica pictórica minuciosa, que se dilata en el tiempo. La base de este tipo de pintura, que fue la predominante desde finales de los años veinte, es la imagen, definida por Breton como "creación pura del espíritu por cuanto se refiere a un modelo puramente interior". En la plástica surrealista el tema, tal y como operaba en el arte anterior, desaparece, puesto que ya no se trata de narrar un acontecimiento o de describir la realidad, sino de plasmar las visiones oníricas y las del subconsciente. La imagen surrealista no se configura a través de un proceso comparativo sino que surge en todo su esplendor del enfrentamiento de dos realidades dispares. El potencial revelador de dicha imagen reside precisamente en su arbitrariedad y será tanto mayor cuanto el resultado de ese choque más contradiga nuestra experiencia de lo cotidiano. Precisamente por ello, uno de los rasgos que caracterizan a la pintura surreal es la capacidad de transmutación que evidencian los seres y las cosas. La máxima de Breton, recogida del conde de Lautréamont, uno de los escritores reivindicados por los surrealistas, "Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección", encierra el fundamento de la estética surreal, que no es otro que el del extrañamiento sistemático y la descontextualización de la realidad, ya que se parte del principio que todo objeto, por banal que éste sea, fuera del marco habitual que su funcionalidad determina, adquiere un potencial revelador insospechado. Lo que espera el Surrealismo de ese choque de imágenes es la aparición de lo maravilloso que es, a su vez, identificado con la belleza pues en palabras de Breton: "Lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere es bello, e incluso podemos decir que sólo lo maravilloso es bello". Ahora bien la belleza de la que habla Breton no es una cualidad objetivable, atributo del objeto artístico, por cuanto se adecúa a unos parámetros formales. Bien al contrario si hay algo que caracteriza en líneas generales a la plástica surrealista es su insistencia en escenas inquietantes, perturbadoras e, incluso, desagradables, lo que permitió a Breton escribir en "Nadja": "La belleza será convulsiva o no será". La obra surrealista opera a un doble nivel, en primer lugar, por su arbitrariedad e incongruencia desmonta nuestros esquemas mentales; con posterioridad, permite que aflore una realidad insospechada, y brille así en toda su intensidad la luz de la surrealidad. Uno de los aspectos más llamativos de la plástica surrealista es su diversidad estilística, así como la abundancia y disparidad de técnicas que ha propiciado, explicable por el hecho de que los pintores se han esforzado en multiplicar las vías de penetración en las capas más profundas del ámbito mental.
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El Renacimiento italiano es visto por el resto de Europa, a inicios del siglo XVI, como auténtico paradigma a seguir, con un prestigio que no se cuestiona, e identificado con ese modelo a lo romano digno de ser imitado. Literalmente lo italiano se pone de moda y es asumido con carácter diferenciador respecto a lo local, con las mismas ideas de prestigio y dignidad que los príncipes y mecenas, en los distintos centros italianos, habían hecho consustanciales a sus promociones artísticas. Lógicamente este uso e instrumentalización del arte se adecua perfectamente a los ideales y necesidades de las recién consolidadas monarquías europeas. La Iglesia, por su parte, había sabido siempre el valor que, para sus fines y mensajes, tenía el hecho artístico y, a su vez, asume la idea de rango que aquél conlleva, como promotora y poseedora. Así lo entendieron también los círculos humanísticos luteranos que suministrarán ideas al respecto, y lo mismo cabe decir de otras instituciones, municipales o comerciales, importantes y de algunas poderosas familias. Los inicios de este proceso de difusión y asimilación del modelo italiano vienen caracterizados, en la mayoría de los casos, por un uso indiscriminado de elementos del código renacentista, determinado por ese carácter diferenciador señalado; en ocasiones, bastaba que no fuera gótico para aceptarse como válido. Ello conducirá a las denominadas respuestas nacionales que, a la postre, no son sino el resultado de este uso indiscriminado, adecuado a la tradición artística local. El término puede ser válido, matizando que no se trata, en rigor, de una respuesta, que no se produce la elaboración o potenciación de un sistema que se oponga al influjo italiano, en la aceptación y asimilación que nos ocupa; lo que realmente ocurre es que determinados elementos, formas y motivos renacentistas se integran en un todo diverso, gótico fundamentalmente, pero que en el caso español, por ejemplo, conviven también con elementos mudéjares. Esta convivencia es particularmente evidente en edificios estructuralmente góticos, que incorporan motivos decorativos de grutescos o a candelieri renacentistas. Esencialmente, se debe a la falta de una tradición técnica y a la inexistencia de un fundamento teórico, respecto al nuevo lenguaje renacentista, que es adoptado sólo en aspectos epidérmicos, en general, durante el primer tercio del siglo XVI. Esta contradicción, que, en términos generales, puede inscribirse en el binomio tradición medieval-nueva cultura renacentista, podemos pautarla, asimismo, en otro orden de cosas. La consideración del artista en Italia y su prestigio social no va a tener su paralelo en el resto de Europa, donde el artista, salvo excepciones muy contadas, seguirá arrastrando durante todo el período que nos ocupa una condición -y una consideración- de quasi artesano.
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Venecia, la ciudad de las lagunas, se mostraba a mediados del siglo XV como uno de los núcleos urbanos más importantes de Occidente. De la mano del eficiente gobierno de los dux, la República de San Marcos consiguió mantener su primacía económica, evitando las luchas intestinas del resto de las ciudades estado italianas. En lo que respecta al arte, Venecia presentaba entonces una imagen que tenía más que ver con las delicadezas del último gótico y el lujo del arte bizantino que con el gran desarrollo humanístico del Renacimiento florentino. Desde los edificios más representativos de la ciudad, como el Palacio Ducal o la Basílica de San Marcos hasta las líneas elegantes de la escultura o la pintura de los talleres de los Vivarini o Jacopo Bellini, Venecia parecía lejos aún de las formulaciones del nuevo lenguaje quattrocentista. Sin embargo, este retraso ideológico era el resultado de un ambiente más opulento, de una situación económica privilegiada, derivada de los contactos con Oriente, y de una mentalidad más empírica que la de la intelectualidad toscana. De esta manera, la pintura veneciana se va a fraguar desde unos postulados muy diferentes y determinados, configurándose como un modelo exclusivo. Venecia no contó con un desarrollo teórico comparable al neoplatonismo y al humanismo florentinos, pero el poder económico de la ciudad ducal no puso reparos a la contratación de artistas de otras ciudades italianas, quienes comenzaron a difundir tímidamente las innovaciones del Renacimiento. Eran artistas foráneos como los arquitectos Mauro Coducci (hacia 1440-1504) o Pietro Lombardo (1435-1515), este último también escultor; o como los pintores Andrea Mantegna (1431-1506) y Antonello da Messina (hacia 1430-1479). Mientras que aquéllos incorporaron ciertos elementos que modernizaban la imagen de la ciudad, en iglesias y palacios (como el Palacio Foscari o Santa Maria dei Miracoli), todavía muy deudores de la herencia medieval, éstos dieron el impulso necesario para que los artistas locales, en especial Vittore Carpaccio y Gentile y Giovanni Bellini, inaugurasen la pintura renacentista veneciana. Sus cuadros se convirtieron en la imagen del poder de los dogos (dux) y de la fastuosidad de Venecia, los cuales trazaron un programa urbanístico para embellecer la ciudad a mayor gloria de la República de San Marcos. Ambos artistas se encuentran a medio camino entre la descripción detallista de carácter gótico y las concepciones espaciales de nuevo cuño. La obra de Gentile (1429-1507) más representativa es el ciclo decorativo que, como pintor oficial de la República, se le encomendó para la Scuola di San Giovanni Evangelista, y que realizó entre 1496 y 1502. La gran protagonista de la Procesión en la Plaza de San Marcos o de El milagro de la Cruz es la ciudad de Venecia; de hecho, el tema sólo es un pretexto para representar fielmente la grandiosidad de ese escenario. El estilo de las figuras muestra todavía gran rigidez formal, tanto en el cortejo que avanza por la explanada de la Plaza de San Marcos como en los testigos del traslado de las reliquias del santo en El milagro de la Cruz. Presenta también un carácter muy minucioso en la descripción de los elementos arquitectónicos que, lejos de desviar la atención del motivo representado, vuelve más precisa la configuración espacial e informa mejor de la escena. Estas pinturas muestran una gran fidelidad tanto a la topografía de la ciudad como al carácter naturalista de los personajes; en definitiva, el pintor ofrece una calidad casi documental de un momento histórico, así como un acercamiento a la realidad objetiva que será la piedra de toque de toda la pintura veneciana. Además, los diferentes planos de color ayudan a crear profundidad en el escenario donde transcurre la acción, y la luz unifica las partes de lo representado, poniendo en relación figura y fondo. En Carpaccio (hacia 1460-1526), estos rasgos serán incluso más acentuados, sobre todo en su ciclo decorativo para la Escuela de Santa Úrsula (1496-1502), donde la continuidad narrativa de las escenas representadas pone en relación todas las secuencias, a partir de una luz clara que define los volúmenes, tanto de los personajes como de las estructuras arquitectónicas. Aunque es menos hábil en la resolución espacial, el color y la luminosidad se muestran como las claves plásticas que armonizan las composiciones y dan validez al tema tratado: de nuevo, el espectáculo de Venecia y su peculiar atmósfera. Tanto Gentile Bellini como Carpaccio no pueden ser entendidos sin la obra de Antonello da Messina, que residió en la ciudad hacia 1475. Diez años antes se había aplicado al conocimiento de la pintura centroitaliana para, a principios de la década de 1470 (según informa Vasari) realizar un viaje a Flandes; a su regreso, introduciría la técnica al óleo que había observado en los maestros flamencos. En su etapa veneciana, de apenas un año de duración, y en contacto con los Bellini, su paleta se enriquece y sus formas alcanzan gran plasticidad. Un buen ejemplo es su San Sebastián para la Iglesia de San Giuliano, en el que presenta en primer término la figura idealizada del santo, de gran volumetría, con las flechas del martirio clavadas en su cuerpo. Son precisamente las flechas las que crean las líneas de una perspectiva que muestra, de abajo arriba, las claras arquitecturas de una ciudad y algunos personajes, minuciosamente tratados. La figura del santo se recorta en su corporeidad sobre el cielo y sobre las limpias construcciones del fondo, pero es la luz la que unifica y ordena los planos, modelando las formas, como en el claroscuro del desnudo o en el fondo del paisaje. La obra que mejor representa la síntesis de todo lo aprendido por Messina es el Retablo de San Casiano, realizada posiblemente durante su estancia en Venecia. El pintor ha conseguido una ilusión de realidad en las formas a partir del estudio minucioso de la luz y sus efectos en cada uno de los componentes de la escena, ya sean objetos, telas o carnaciones de los protagonistas. Pero además de la armonía luminosa de la representación, el artista ha infundido sentimiento humano a las figuras, cuyas expresiones también están en función de las suaves gradaciones luminosas. Se trata de una característica que veremos igualmente en la pintura de Giovanni Bellini y de los maestros clásicos: Giorgione y Tiziano. A mediados del siglo XV, la pintura de Giovanni Bellini (hacia 1432-1516) muestra un claro componente de plasticidad que remite a Andrea Mantegna, casado con su hermana Niccolosia en 1435. Las formas monumentales de Mantegna (uno de los formuladores de la pintura del Quattrocento) y la fuerte corporeidad de sus figuras tienen su reflejo más claro en la Transfiguración de Cristo sobre el monte Tabor, del Museo Correr de Venecia (hacia 1460). De igual referente plástico es la Oración en el huerto, aunque, comparada con la de Mantegna, Bellini crea unas formas más suaves y un paisaje más armonioso, en el que se insertan los protagonistas. La contextualización de los personajes, que todavía mantienen las angulosidades y formas volumétricas de Mantegna, se efectúa a partir de los planos de luz, es decir, de la distribución de luces y sombras que definen los términos espaciales de la escena. Sin embargo, la frialdad de las formas de Mantegna dará paso a la intensidad dramática de algunas pinturas del Bellini de la década de 1460, en clara referencia a la pintura flamenca de Roger van der Weyden (hacia 1400-1464), muy conocido e influyente en la Italia septentrional. Buena prueba es la Piedad de la Pinacoteca Brera de Milán (hacia 1460), en la que la luz vuelve a modelar la corporeidad de los personajes pero, sobre todo, les confiere esa intensidad dramática de la que hablamos. Los colores muy matizados y la luz fría, de gran blancura, muestra a los personajes en todo su patetismo. Situados sobre la línea del sarcófago, sus figuras marmóreas se recortan sobre el suave paisaje de fondo y la cálida luminosidad del cielo, lo que enfatiza más aún la imagen del primer plano. Con el trascurso de los años, la pintura de Giovanni Bellini se hace más íntima y moderada, pero mantiene idénticas riqueza expresiva y gestualidad de los personajes. El Retablo del Santo Job, de 1487, es testimonio de la influencia que sobre el maestro veneciano ejerció la pintura de Antonello da Messina. Bellini insiste en el poder de la luz como elemento que unifica el marco arquitectónico con la representación de la Virgen y el Niño, de los ángeles músicos y de los santos. Las figuras siguen teniendo volumetría pero ahora es más moderada y natural, como se aprecia en las posturas dúctiles y suaves de los protagonistas. Del tratamiento minucioso de la estructura arquitectónica y de la cúpula de la hornacina parece provenir un foco luminoso de gran calidez que ordena el espacio y dispone las figuras, quedando todas unidas en un ambiente de claridad y armonía. Algo muy similar llevará al extremo en el Tríptico dei Frari, en la Iglesia de Santa Maria dei Frari de Venecia, hacia 1488, en donde a la volumetría y monumentalidad figurativa se une la dulzura de la luz que conecta las tres tablas. El denso cromatismo de las obras de Giovanni Bellini y su brillante luz unificadora, así como su detallismo y el tratamiento realista de los personajes, parecen alcanzar su máxima expresión en uno de sus retratos más famosos: el Retrato del dux Leonardo Loredan, de 1501, que el artista realizó como pintor oficial de la República de San Marcos, cargo que ocupó hasta 1516, fecha de su muerte. Bellini muestra una imagen del poder de los regentes de la Serenísima. El busto del gobernante se recorta rotundo sobre el fondo neutro (dejando patente sus cualidades como máxima autoridad de los destinos de la opulenta Venecia), no exento de avidez y ambiciones desmedidas, como muestra el rico brocado de las telas o el característico corno, tratado con la delicadeza y el detallismo que permite la técnica del óleo. La concentración de luz en su rostro muestra claramente su personalidad; el pintor consigue así todo un icono del poder en términos de luz y color. Será precisamente este grado alcanzado por Bellini en su pintura el que abra las puertas a los maestros de la pintura véneta. Giorgione en primer lugar, que aprendió en el taller del mismo Giovanni y que determinaría las coordenadas de la Escuela veneciana: luz, color y y nueva sensibilidad hacia la naturaleza. No contamos con demasiados datos que permitan aclarar la perplejidad que producen las obras de Giorgione, pero lo que sí podemos afirmar es que el excepcional Giorgio da Castelfranco (1478-1510) configura una visión hermética de la realidad a partir de las formas armoniosas y claras que consigue mediante el color y la luz. Podemos intuir que su aprendizaje corrió a cargo de Giovanni Bellini, pero Giorgione va más allá en su sensibilidad hacia la naturaleza, dejando atrás los efectistas juegos, todavía tardogóticos, de su maestro. Su pintura se acerca mucho más a la poesía sensual que desprenden las formas naturales, alejándose de la rigidez que tenía el arte del pasado. La primera obra que conocemos de Giorgione es la llamada Retablo de Castelfranco (hacia 1505), en la que ofrece una concepción espacial nueva y un tratamiento del color ciertamente revolucionario. La Virgen con San Liberal y San Francisco se presentan en un espacio de perspectiva empírica, a la manera de los pintores flamencos, que se continúa más allá de la caja espacial, en el suave y armonioso paisaje de fondo. La luz se distribuye en planos de color que inciden en todas sus partes, separando la rigidez de la escena y el juego lumínico del paisaje. Pero a pesar de esta distorsión, el sombreado de las figuras y su modelado les confiere corporeidad y consistencia; son puestas en relación con el espectador, mostrándose en su verosimilitud. Parecen atrapadas por la geometría de la estancia, encontrando su verdadera razón de ser en la mirada del contemplador. Giorgione ha depurado tanto la realidad que presenta su imagen paralela, en términos que rozan lo abstracto. Otro tanto ocurre con la obra de 1508 La Tempestad. Marcantonio Micheli, amigo del artista, se refería a ella como "un pequeño paisaje con la tormenta, la mujer gitana y el soldado". La falta de un argumento preciso ha hecho multiplicar las hipótesis sobre esta obra: Adán y Eva; un episodio de la leyenda de Paris; o, por último, intrepretaciones más arriesgadas que emparentan la pintura con la cábala judía y la filosofía hermética antigua. De cualquier manera, lo más destacado es que el verdadero protagonista de la representación es el paisaje, en un momento en el que Giorgione no hace bocetos previos de las obras, sino que se enfrenta directamente al soporte con los materiales pictóricos de su arte, según cuenta Vasari en sus "Vidas". Y eso es lo que muestra la pintura, una composición equilibrada en donde las tonalidades de color, aplicadas a la escena en su conjunto, estructuran una sensación de plena naturaleza. Probablemente, las figuras sólo sean un trasunto de un fenómeno obvio: el instante en el que la atmósfera se adensa anunciando, tras el relámpago, el comienzo de la lluvia. Ese momento de incertidumbre es el que expresan los personajes, inmersos en una naturaleza a punto de cambiar de estado. Por eso los protagonistas se miran entre sí, también hacia el espectador, absortos y expectantes ante el desenlace de los acontecimientos. Giorgione ha logrado un efecto óptico natural que incide en el espectador, con el mismo ánimo indeciso ante ese paisaje, todo ello a partir de la utilización de color y luz, que se acercan a la realidad para depurarla. Algo parecido sucede con Los tres filósofos, de 1508: pudieron ser los tres Reyes Magos esperando la aparición de la estrella que les guíe al pesebre donde nació Cristo; las tres edades del hombre, juventud, madurez, vejez; o tres filósofos de distintas épocas que analizan el sentido de la naturaleza. Independientemente de su significación última, Giorgione ha representado una composición muy equilibrada, en donde la plasticidad de las figuras se contrapone al macizo rocoso de la cueva; del mismo modo, de la oscuridad de la caverna se pasa a la luminosidad de los filósofos, en medio de un paisaje natural muy legible. El artista ha presentado las figuras en posturas diferentes, pudiéndose ver sus rostros de perfil, de medio perfil y de frente. Lo que quizás ha querido expresar el autor es la armonía del hombre con la naturaleza, insertando su mundo, intelectual, con el de las formas naturales. De la misma manera, incluso más enfáticamente, se ofrece la Venus de Dresde, obra de 1510, que pudo haber terminado Tiziano. La presencia de las formas desnudas en medio de la naturaleza vuelve a insistir en la relación armónica del universo. La sensual figura femenina se muestra relajada, dormida en un sueño idílico de naturaleza virgen. El paisaje repite las mismas formas suaves y modeladas de la Venus, armonizando Belleza y Naturaleza como partes de una misma realidad perfecta. La sensualidad del color y la suavidad de la luz vuelven a ser los responsables de esta profunda meditación de Giorgione, que interpreta el clasicismo como sólo podía haber hecho un maestro veneciano. Pero Giorgione murió joven, en 1510, víctima de la epidemia de peste que asoló la ciudad de Venecia. Será Tiziano, con quien compartió maestro, taller y la decoración del Fondaco dei Tedeschi (en 1508, hoy perdido), el que lleve a su máximo esplendor las cadencias suaves, la frescura sensual del color y las gradaciones lumínicas de la Escuela veneciana de pintura, exportando posteriormente su modelo a Italia y a todo Occidente.
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Con el término Modernismo se pretende designar el conjunto de corrientes artísticas que, aparecidas entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, se correspondieron con el desarrollo técnico-económico de la civilización industrial. Su concepto es muy amplio y abarca disciplinas tan diversas como la literatura, la escultura, la música y las artes decorativas. El fenómeno modernista no fue exclusivo de Cataluña, sino que fue una manifestación generalizada en toda la Europa industrializada, con distinto nombre y con unas características propias, según los países en que fue adoptado. El común denominador entre todos ellos fue el deseo de crear un arte nuevo, joven, rupturista, actual, liberal y diferente a todo lo que anteriormente se había hecho. En España, la expansión industrial se retardó hasta bien entrado el siglo XIX. Dentro del conjunto español, únicamente Cataluña, gracias a su larga experiencia comercial y a poseer la infraestructura necesaria, se encontraba en situación de iniciar el proceso de renovación industrial. El poder burgués, convertido en la nueva aristocracia moderna, controlaría no sólo la economía sino el gusto artístico de la época, que cada vez se hacía más decadente. El termino Modernismo surgió espontáneamente para denominar la manera de entender la cultura y el arte de un grupo de intelectuales y artistas desde una perspectiva de la más estricta modernidad; frecuentemente, sus coetáneos les tildaron de rebeldes provocadores por su postura abierta y liberal, unida a una cierta extravagancia en el vestir. Su objetivo fue regenerar la cultura catalana, desde su propia catalanidad, para que asumiera categoría internacional y pudiera participar de la vanguardia europea. Los primeros indicios de regeneración datan de principios de 1890, coincidiendo con el traslado de algunos artistas catalanes a París: Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo, Ramon Casas y Enric Clarassó. La incidencia de la obra de estos jóvenes en la plástica catalana fue notable: de sorpresa y de rechazo en un principio ante una pintura que no acertaban a comprender, en apenas dos años, aquellos artistas se ganaron al público, y se convirtieron en los pintores de moda de la clase acomodada, acostumbrándola, así, a una nueva sensibilidad artística. Ésta, ciertamente, jamás fue tan vanguardista como la vanguardia europea. Fue modernista porque, siguiendo la tónica de la época, incorporó todo aquello considerado nuevo y actual. El influjo mayor que recibió la escultura catalana procedió de Auguste Rodin, a la sazón la figura más prestigiosa de Europa. Los escultores catalanes, en su mayoría católicos convencidos, sólo asimilaron aspectos de forma y composición, alejándose de los de sentimiento. La arquitectura modernista se planteó como una doble manifestación de la realidad social. Por un lado, la de ser expresión de una época próspera; por otro, la de representar un sentimiento nacionalista muy arraigado en la sociedad catalana. Elementos tomados del estilo gótico, el mudéjar de origen árabe o el barroco ayudaron, junto a la utilización de nuevos materiales para la construcción como el hierro, cristal, hormigón, a formular una arquitectura personal y propia de Cataluña. Fue una empresa generalizada en la que todos, tanto los arquitectos titulados como los maestros de obras, aportaron su grano de arena en la expansión del Modernismo. Figuras como Domenech i Muntaner, Jujol o Puig i Cadafalch hicieron que el movimiento se extendiera por toda Cataluña e, incluso más allá, como Antoni Gaudí que llegó hasta el corazón de Castilla -Astorga y León- o la costa de Cantabria -Comillas-. Ésta es la razón de que la arquitectura catalana posea un toque especial que la hace diferente a otros estilos paralelos en Europa. Combina aspectos de la más estricta modernidad con otros derivados de la tradición arquitectónica catalana y española. A esta particular combinación debemos unir la animada decoración, que busca los temas en el pasado y en la naturaleza para ejecutarlos con medios del más puro sentido artesanal. El Modernismo se convirtió en el estilo emblemático y más representativo de Cataluña y de la sociedad burguesa-capitalista de la época de entre siglos. En el estilo modernista se ejecutaron todas las tipologías arquitectónicas: desde casas de vecinos a grandes mansiones de veraneo, hospitales, escuelas, iglesias, conventos o fábricas y bodegas. De esta manera, el Modernismo ha dotado a Cataluña de un rasgo identificativo, que se ha manifestado crucial para su identidad, presente y futura.
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1. Cataluña modernista. 2. Artes plásticas en el Modernismo. La pintura de paisaje y el punto de mira modernista. París, la capital del arte moderno. Los primeros modernistas catalanes. Los artistas del norte. El simbolismo en las artes plásticas. El movimiento simbolista en Cataluña. El simbolismo en España. Julio Romero de Torres. La escultura simbolista. La reelaboración del lenguaje simbolista. El camino hacia la vanguardia. Ramón Casas. Los artistas de la expresión. Mir, Nonell, Picasso. Picasso antes del cubismo. La segunda generación de artistas vascos. Escultura modernista catalana. 3. Arquitectura modernista catalana. Gaudí y el Modernismo catalán. Europa 1900. Cataluña. Nacimiento y juventud de Gaudí. Formación de Gaudí. Proyectos de estudiante. Primeros trabajos. Primer periodo. Hacia las casas Batlló y Milà. La fortuna de Gaudí. 4. El Modernismo en Comillas.
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El Modernismo es un movimiento cultural que, cronológicamente, se desarrolla entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, momento que corresponde con el desarrollo técnico-económico de la civilización industrial. Este movimiento, que busca nuevas formas y maneras de expresión, afecta a todas las manifestaciones del arte y del pensamiento. El Modernismo supera definitivamente los modelos historicistas, inclinándose hacia formas estilizadas, que toman como punto de partida la línea recta o la sinuosa. El Modernismo tendrá especial incidencia en Cataluña, la región peninsular más desarrollada industrialmente. La nómina de artistas será amplísima, encabezada por Antoni Gaudí en el campo de la arquitectura, Ramón Casas y Santiago Rusiñol en la pintura y Josep Llimona en la escultura. Como podemos observar, el Modernismo afectaría a todas la artes, interesados como estaban los jóvenes creadores en regenerar la cultura catalana, para que asumiera categoría internacional y pudiera participar de la vanguardia europea.
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En Cataluña, el arte finisecular procedente de París es asumido de forma más madura que en el resto de España. Este nuevo arte, identificado con el Modernismo, debe entenderse como un movimiento defendido desde reducidos círculos de intelectuales. Rusiñol y Casas serán los grandes protagonistas, en primera instancia. Asimilarán las aportaciones de los grandes pintores del momento, la pincelada suelta, el color y la luz que practicaban los impresionistas junto con el gris y el azul de la Escuela de París, introduciendo nuevos temas relacionados con la vida cotidiana. Los pintores de la segunda generación presentan diferencias entre sus estilos personales. Anglada Camarasa se interesará por los temas de la vida nocturna, los efectos de luz, la gran riqueza del color y los decorativos arabescos. Mir nos ofrece paisajes enigmáticos y solitarios, de horizontes infinitos, rocas majestuosas y mares embravecidos. Nonell pintará gitanas, mujeres pasivas, ausentes y temerosas, envueltas en oscuras atmósferas. Canals se caracterizó por la influencia de Renoir y Degas, haciendo un arte más comercial con elementos folclóricos. Gimeno se concentrará en la pintura de paisaje. La escultura, siempre poco propicia a cambios bruscos, dejó ver las influencias del modernismo mucho más tarde que la pintura, ya en la primera década del siglo XX. Estos escultores adoptarán un lenguaje plástico de carácter simbolista que será continuado por los más jóvenes. La joyería fue uno de los campos donde se plasmaron con mayor acierto la estética y los avances de la nueva corriente artística. Todo ello fue gracias a la familia Masriera, otorgando a la joya un valor artístico equiparable al de las tradicionales artes mayores. Podemos afirmar que el Modernismo abrió las puertas al arte contemporáneo, por lo que mantiene una absoluta vigencia en la actualidad.
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Con el término Modernismo se pretende designar el conjunto de corrientes artísticas que, aparecidas entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, se correspondieron con el desarrollo técnico-económico de la civilización industrial. Su concepto es muy amplio y abarca disciplinas tan diversas como la literatura, la escultura, la música y las artes decorativas. El fenómeno modernista no fue exclusivo de Cataluña, sino que fue una manifestación generalizada en toda la Europa industrializada, con distinto nombre y con unas características propias según los países en que fue adoptado: Art Nouveau en Francia, Modern Style en Inglaterra, Jugenstil en Alemania, Secesión en Austria, Liberty en Italia y Modernisme en Cataluña. El común denominador entre todos ellos fue el deseo de crear un arte nuevo (nouveau), joven (jugend), rupturista (sezession), actual (modern), liberal (liberty) y diferente a todo lo que anteriormente se había hecho. A grandes rasgos, puede considerarse el movimiento modernista como una reacción de tipo estético a la situación producida tras el desarrollo de la Revolución Industrial, cuyas consecuencias habían afectado seriamente las estructuras de la sociedad y alterado el valor artístico de la obra de arte por haberse aplicado los mismos criterios de productividad y rentabilidad al proceso de elaboración. El grado de mecanización alcanzado por la industria permitía imitar todo tipo de objetos ya fueran artísticos, decorativos o utilitarios de aspecto similar al trabajado artesanalmente pero de peor calidad, aunque, indudablemente, más baratos. Más grave que la pérdida de calidad de los artículos producidos por las máquinas fue el impacto que la gran industrialización causó en la sociedad, que, en breve tiempo, se escindió en dos bloques prácticamente irreconciliables: el de la burguesía, próspera y enriquecida por su actividad industrial, comercial y bancaria, y el del proletariado, que sujeto a las condiciones impuestas por el primero, malvivía hacinado en los barrios obreros de las ciudades industrializadas, con escasos recursos de subsistencia. El poder burgués, convertido en la nueva aristocracia moderna, controlaría no sólo la economía de los países europeos sino el gusto artístico de la época, que cada vez se hacía más decadente. Inglaterra, pionera en el proceso de industrialización, fue la primera en denunciar los excesos de esa civilización mecanizada a través de las ideas de Thomas Carlyle (1834-1896), que auguraban la irremediable caída de la sociedad en el materialismo. John Ruskin y William Morris, recogieron el pensamiento de su predecesor, y elaboraron una propuesta de regeneración social y cultural mediante el retorno a un sistema de producción basado en el de los antiguos gremios medievales de las ciudades, donde el artesano participaba en todo el proceso de elaboración, contribuyendo al control y calidad de los productos, pero adaptado, evidentemente, a las necesidades de los nuevos tiempos. Las cualidades de utilidad, funcionalidad -inspirada en las formas de la naturaleza- y belleza de que se quiso dotar a aquella producción, unidas a una comercialización a precio razonable, para que pudiera ser adquirida por cualquier individuo de la sociedad, no fueron suficientes para que la empresa fuera coronada con éxito, dado que, en la práctica, las previsiones económicas fueron del todo utópicas, por la sencilla razón de que nunca pudo competir con los bajos costos ofrecidos por la industria mecanizada. Fue una utopía, sin lugar a dudas, pero que favoreció el replanteamiento y la búsqueda de otros medios de creación que contribuyeron a la gestación de una nueva estética. Junto a la revalorización de la Edad Media y el funcionalismo naturalista de Morris, el Modernismo uniría aspectos procedentes del prerrafaelismo inglés -movimiento de contenido místico-naturalista, nacido a mediados del siglo XIX- y de la sensibilidad romántico-simbólica, aderezados con toques exóticos procedentes de Japón, tan en boga en la Europa finisecular. En España, la expansión industrial se retardó hasta bien entrado el siglo XIX, debido a la guerra con Francia de 1808-1814, la pérdida paulatina de las colonias de ultramar y la acción no siempre afortunada de sus dirigentes políticos. Dentro del conjunto español, únicamente Cataluña, gracias a su larga experiencia comercial y por poseer la infraestructura necesaria se encontraba en situación de iniciar el proceso de renovación industrial. El momento de mayor crecimiento industrial y de apogeo de la burguesía catalana -conocido como de la "febre d'or" (fiebre del oro)- discurrió entre 1876 y 1886; apenas una década pero con el suficiente empuje como para transformar la vida económica y social del país. El acontecimiento más significativo fue la celebración de la Exposición Universal de 1888, en la línea de otras anteriores realizadas en Europa desde aquella primera londinense, de 1851. Con todo ello, Barcelona se estaba preparando para el nacimiento de su arte más emblemático, el Modernisme. Determinar unos límites cronológicos todavía es algo problemático porque no todos los estudiosos del tema son de igual opinión. En términos generales, todos coinciden en que se puede hablar de Modernismo desde la década de 1890 hasta, concretamente, el 1911, año del fallecimiento de dos de las personalidades más significativas del movimiento, el poeta Joan Maragall i Gorina (1869-1911) y el pintor Isidre Nonell i Monturiol; aunque si no referimos a la arquitectura, el espacio de tiempo puede ser ampliado desde 1860 -comienzo de L'Eixample (Ensanche) de Cerdà- hasta 1930. El termino Modernismo surgió espontáneamente para denominar la manera de entender la cultura y el arte de un grupo de intelectuales y artistas desde una perspectiva de la más estricta modernidad; frecuentemente, sus coetáneos les tildaron de rebeldes provocadores por su postura abierta y liberal, unida a una cierta extravagancia en el vestir. En parte tenían razón, aunque no comprendieron el por qué de su significación: Aquel polémico grupo con sus actos e indumentaria manifestaba el rechazo que sentía por una cultura anclada en el espíritu del primer resurgimiento de la identidad catalana -la Renaixença (Renacimiento)- sucedido hacia ya varias décadas, que fue valioso en su momento pero que para aquel entonces caducado por su conservadurismo y provincianismo, y apartada de las modernas tendencias culturales de Europa. Su objetivo fue regenerar la cultura catalana, desde su propia catalanidad, para que asumiera categoría internacional y pudiera participar de la vanguardia europea. Los primeros indicios de regeneración datan de principios de 1890, coincidiendo con el traslado de algunos artistas catalanes a París, ciudad que se había convertido en la capital de la cultura y del arte contemporáneo y la única capaz de iniciarles en el camino de la renovación. El grupo más trascendental trasladado a París fue el formado por Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo i Morlius, Ramon Casas i Carbó y Enric Clarassó i Daudí (1857-1942) jóvenes procedentes, en su mayoría, de la burguesía catalana, practicantes de la pintura, la escultura y/o la literatura. Todos se habían formado en las Escuelas Oficiales de Arte de Barcelona, y todos las abandonaron, decepcionados por su academicismo, a la búsqueda de centros más avanzados donde su preparación artística fuera más sólida, actual y personal. Allí conocieron y estudiaron la obra de los impresionistas -Manet, Monet, Degas-, de los post-impresionistas -Cézanne, van Gogh, Gauguin, Toulouse-Lautrec-, de los simbolistas -Moreau, Puvis de Chavannes, Carrière-; conocieron el pensamiento de los filósofos y literatos más revolucionarios -Nietzsche, Visen, Baudelaire, Maeterlinck, Mallarmé, Tolstoi, Dostoievski...-, cuya contribución a la transformación radical de la estética de las artes plásticas es incuestionable. La difusión de la modernidad parisina se operó principalmente en frecuentes exposiciones en la audaz Sala Parés de Barcelona, lugar de muestra de lo asimilado en la capital gala, y en publicaciones en periódicos -como la serie de artículos escritos por Rusiñol para "La Vanguardia" bajo la denominación "Desde el Molino" donde se informaba de la vida bohemia, del ambiente artístico de París y de un extraño movimiento llamado impresionismo- y revistas tipo "L'Avenç", "Joventud", "Pel I Ploma"...habitualmente financiadas por los propios artistas, dado que en su mayoría eran, a la vez, escritores. La incidencia en la plástica catalana fue notable: de sorpresa y de rechazo en un principio ante una pintura que no acertaban a comprender. Comparada con la tradicional parecía trivial, monocroma y, lo que era peor, inacabada, por lo abocetado de la factura. Tanto en Cataluña como en el resto de España, la pintura discurría entre un realismo anecdótico académico, a la manera de Marià Fortuny, el realismo halagador de Federico de Madrazo, y en el caso del paisaje, emparentado con el realismo de la escuela francesa de Barbizón y del pintor catalán Joaquim Vayreda, tendencias, todas ellas, de buen oficio pero nada innovadoras. En apenas dos años, aquellos artistas se ganaron al público, y se convirtieron en los pintores de moda de la clase acomodada, acostumbrándola, así, a una nueva sensibilidad artística. Ésta, ciertamente, jamás fue tan vanguardista como la vanguardia europea. En realidad, una autentica pintura modernista nunca existió. Hubo una pintura modernista coincidente con el momento modernista que incorporó en su expresión aspectos bien dispares de las diferentes corrientes intelectuales y plásticas europeas, ya fueran de tema, ideología o modalidad. Fue modernista porque, siguiendo la tónica de la época, incorporó todo aquello considerado nuevo y actual. En el caso de la escultura del último tercio del XIX, el efecto del conservadurismo académico patrocinado por la enseñanza oficial fue todavía más contundente. Quizá no todo deba imputarse a la idiosincrasia del profesorado sino a la propia naturaleza de la estatuaria, que por los materiales que requiere -mármol, piedra o bronce -, especialmente en sus modalidades oficiales, y a la lentitud de su proceso creativo, la hace más reacia al cambio y a andar a remolque de otros procedimientos artísticos más fáciles de adaptar a la novedad. En esta circunstancia, Cataluña era afín a otros países europeos. En general la actividad escultórica en nuestro país era escasa, salvo en Madrid que se puso a la cabeza en el embellecimiento y decoro de la ciudad, para lo cual requirió los servicios de los profesionales más destacados, que, las más de las veces, procedieron de afamados talleres catalanes y valencianos. El motor de la reactivación de la escultura de Barcelona llegó con el proyecto de la Exposición Universal de 1888 y de la voluntad de dotar de buen aspecto a la ciudad sobre la que iban a converger las miradas del mundo. Las encomiendas oficiales aumentaron así como las privadas, especialmente las relacionadas con el adorno y la decoración escultórica, puesto que Barcelona urbanizaba gran parte de L'Eixample (Ensanche) y necesitaba de obras de aquella naturaleza tanto para exornar las fachadas de los nuevos edificios como para ambientar sus interiores. El influjo mayor que recibió la escultura catalana procedió de Auguste Rodin, a la sazón la figura más prestigiosa de Europa, aunque nunca implicándose en la sensualidad que él confería a su obra, preferentemente dedicada a la figura femenina. Los escultores catalanes, en su mayoría católicos convencidos, sólo asimilaron aspectos de forma y composición, alejándose de los de sentimiento. Escultores de tan alta reputación como Josep Llimona i Bruguera, Miquel Blay i Fàbregas, Enric Clarassó i Daudí (1857-1942), Josep Clarà i Ayats (1878-1958) o Eusebi Arnau i Mascort (1863-1933) fueron oscilando, según la naturaleza del encargo, desde el más estricto realismo a un idealismo sentimental que, a veces, parecía querer adentrarse en el simbolismo, pero sin conseguirlo plenamente. Sin lugar a dudas, la amplia difusión de la escultura modernista se debió a la modalidad de aplicación a la arquitectura, como una manifestación de un criterio nuevo creativo que abogaba por la integración de todas las artes -mayores y menores- en un mismo conjunto, tal y como tiempo atrás había soñado W. Morris y, antes que él, J. Ruskin. Cataluña inició el proceso constructivo de la nueva Barcelona con la demolición de las murallas medievales, en 1854. En 1859, año en que se inició el Plan de l'Eixample, proyectado por el ingeniero Ildefons Cerdà i Sunyer, para urbanizar los terrenos extramuros, ahora libres de cualquier impedimento. Diez años más tarde, el derribo de la Ciudadela, tras la caída de la monarquía, ofreció nuevas zonas urbanizables a la ciudad. En éstas, se celebraría la 1? Exposición Internacional de las Artes y las Industrias de España, en 1888; en aquellos, se levantarían las nuevas viviendas de la burguesía. Ambos sectores iban a favorecer la aparición de la arquitectura del Modernismo. El panorama arquitectónico catalán presentaba, durante el último tercio del siglo XIX, orientaciones sensiblemente diferentes: una agónica arquitectura neoclásica daba paso a otra de tipo ecléctico, herencia europea nacida tras la Revolución Francesa, de 1789 y que subsistiría junto a construcciones fruto de recuperaciones históricas de época medievalista, estimuladas desde la recientemente estrenada Escuela Provincial de Arquitectura de Barcelona, en 1874: Elementos tomados del estilo gótico, el mudéjar de origen árabe, el barroco y otros tantos ayudaron, junto a la utilización de nuevos materiales para la construcción -el hierro, cristal, hormigón- ofrecidos por la industria, a formular una arquitectura personal y propia de Cataluña. La arquitectura modernista se planteó como una doble manifestación de la realidad social: la de ser expresión de una época próspera y la de representar un sentimiento nacionalista muy arraigado en la sociedad catalana. Algunos de sus más representativos arquitectos fueron a su vez activos políticos y escritores -Lluís Domènech i Montaner, o Josep Puig i Cadafalch-, que con su actividad constructora y política ayudaron a fijar y expandir las ideas de identidad nacional catalanista propias del movimiento artístico y cultural. En cualquier caso, fue una empresa generalizada en la que todos, tanto los arquitectos titulados como los maestros de obras -todavía muy activos en aquellos días- escultores, forjadores, vidrieros, tallistas..., aportaron su grano de arena en la expansión del Modernismo por toda Cataluña -interior y litoral- e, incluso más allá, como Antoni Gaudí i Cornet (1852-1926) que llegó hasta el corazón de Castilla -Astorga y León- o la costa de Cantabria -Comillas. Esta es la razón de que la arquitectura catalana posea un toque especial que la hace diferente a otros estilos paralelos en Europa: combina aspectos de la más estricta modernidad, resultantes de aplicar las técnicas y procedimientos más actuales, con otros derivados de la tradición arquitectónica catalana y española (ladrillo, bóvedas catalanas) unidos a una animada decoración que busca los temas de su característica iconografía en el pasado -y en la naturaleza- y los ejecuta con medios del más puro sentido artesanal. De este modo, el Modernismo se convirtió en el estilo emblemático y más representativo de Cataluña y de la sociedad burguesa-capitalista de la época de entre siglos y sirvió para dar vida a todas las tipologías arquitectónicas: religiosas; civiles, desde casas de vecinos a grandes mansiones de veraneo, hospitales, escuelas, y complejos industriales -fábricas y bodegas-, soluciones constructivas, las de estos últimos, que llegaron a aplicarse, en ocasiones, en otras modalidades de naturaleza muy diferente.
contexto
Comillas es una localidad situada entre cuatro pequeños cerros a pocos metros de la costa, a orillas del Cantábrico. Es denominada también "Villa de los arzobispos" por haber nacido allí cinco prelados que ocuparon la diócesis entre el siglo XVII y XVIII. Fue declarada Bien de Interés Cultural en 1985. Destaca por la calidad y número de obras y monumentos los cuales hacen patente un testimonio bien definido de las artes de finales del siglo XIX en España. La construcción de los edificios más representativos de la villa va relacionada con la vida de los primeros marqueses de Comillas, Antonio López y López y posteriormente su hijo Claudio López Bru. El primer marqués de Comillas, Antonio López López, fue un indiano cuyo ascenso económico y social fue imparable desde su regreso de Cuba y el establecimiento de sus negocios en Barcelona, culminando con la conexión en 1878 del título de marqués de su villa natal, Comillas, como reconocimiento de Alfonso XIII al apoyo económico y material prestado en la lucha contra la insurrección cubana. A partir de este momento la villa se personaliza en la figura del marqués y se levanta un monumento en su memoria. De este período surgen obras de gran importancia para la historia del arte español como el Palacio de Sobrellano (1881-1890), de Joan Martorell i Montells, la Capilla panteón (1881), también de Joan Martorell i Montells, el Capricho (1883), de Antoni Gaudí, el Santo Hospital (1888), de Cristóbal Cascante y Colom, la Fuente de los Tres Caños (1899) de Lluís Domènech i Montaner, el Monumento al Marqués (1890), de Cristóbal Cascante y Colom y Lluís Domènech i Montaner, y la Universidad Pontificia (1892), de Joan Martorell i Montells, Cascante y Domènech.
obra
El tono de Jan Steen se ha vuelto un punto más ácido de lo habitual, en este cuadro que critica las costumbres licenciosas de los acomodados burgueses de su ciudad. Si en obras similares el tono suele ser más humorístico que crítico, en esta obra parece haberse inclinado por la sátira más despiadada. El título del cuadro es un antiguo refrán holandés, que viene a significar que el modelo que se ofrece, aunque sea erróneo, será el modelo que aprendas y reproduzcas. De esta manera, el tema del cuadro tiene por protagonista principal a la infancia, que observa el comportamiento de sus progenitores y "cantará la misma canción" que ha oído de ellos. Así, un sonriente personaje ofrece la pipa a los niños, mientras que la matrona que sostiene al bebé se solaza con el canto, la comida y la bebida. El patriarca dormita con expresión de felicidad en una esquina. Steen no olvida demostrar su dominio de la profesión de pintor y se complace realizando sutiles juegos de brillos y transparencias en las botellas de líquido junto a la ventana. El manejo de la luz, fuertemente dirigida desde un fondo lateral y creando grandes contrastes de luz y sombra, es herencia de los caravaggistas.