Desde 1493, varias bulas papales a cargo de Alejandro VI, Julio II, y León X, en especial la "Universalis Ecclesiae" (1508) concedieron a los reyes de Castilla la autoridad para establecer y organizar la Iglesia en Ultramar, presentar candidatos a las sedes y recaudar y gastar los diezmos eclesiásticos. En 1522 la bula "Omnimoda", de Adriano VI, facultó a los frailes para asumir tareas pastorales y sacramentales, habitualmente en poder del clero secular. La evangelización de las Indias sera, pues, una labor de misioneros impulsada desde la Corona. El primer esfuerzo pacífico por evangelizar a los indios se produjo entre y 1515 y 1519, cuando un pequeño grupo de frailes se estableció en Cumana, en la llamada costa de las perlas. El encuentro resultó en fracaso cuando, en venganza por anteriores abusos cometidos por españoles, mataron a algunos e hicieron huir al resto. Hasta entonces, los clérigos que acompañaron los primeros viajes fueron en calidad de capellanes de los españoles, no con misión doctrinal. Las primeras informaciones que llegaban a la Corona acerca de las barbaridades cometidas alentaron el envío de misioneros, bajo el supuesto de que la evangelización, aparte de ganar almas para la doctrina cristiana, podría apaciguar la violencia de los conquistadores hacia los indios, al fin y al cabo, cristianos como ellos. Desde el primer momento hubo voces, aunque escasas, que se alzaron contra la explotación y los métodos desplegados, como la un colono que remitió cartas a la Corona en 1504 exponiendo un plan a favor de los nativos, tras haber convivido con estos y aprendido su lengua. Hubo otros que, directamente, desertaron y se unieron a las poblaciones indígenas, sin duda atraídos por la liberalidad de costumbres sexuales de algunos pueblos o buscando huir del pago de alguna deuda económica o legal. Lo cierto es que la conquista de los nuevos territorios no se planteó sólo en términos económicos o políticos, sino también espirituales. La llegada de los primeros misioneros se fundamentó en tres elementos. El primero fue la ayuda que, como monarca cristiano, debían proporcionar los reyes de los primeros momentos de la conquista, Fernando el Católico y Carlos I. En cumplimiento de sus obligaciones para con la Iglesia, sufragaron el viaje, el equipamiento y los medios materiales para establecer misiones en territorio americano. En segundo lugar, la receptividad de los conquistadores favoreció su buena acogida, deseosos de dar un barniz de misión doctrinal y aun santa a sus guerras de conquista, al modo de los cruzados. Por último, las denuncias crecientes sobre los abusos de los colonos hacia los indios hacían necesaria la presencia de hombres que, bajo la óptica deel momento, pudieran poner orden y sentido en un universo caótico. La primera cuestión a dilucidar era saber si los indios eran o no seres racionales, algo que increiblemente pocos pensaban en los primeros momentos. Uno de los primeros en defender la posición indígena fue el dominico Antonio de Montesinos quien, en 1511, no sólo postuló la humanidad y el carácter racional de los indios, sino además estableció que los españoles no tenían derecho a explotarles ni hacerles servir. Su opinión dio lugar a una controversia, pues se enfrentaba a los intereses económicos de los colonos, si bien como consecuencia se promulgaron las Leyes de Burgos (1512-13), un mal remedio que, aunque limitaba el trabajo forzoso, no pudo evitar el genocidio en las Antillas. Posteriormente el debate se reproducirá con las discusiones entre Las Casas, Sepúlveda y Vitoria. Mientras se dirimían estas cuestiones, lo cierto es que la labor de evangelización continuaba, para lo que paulatinamente fueron embarcando pequeños grupos de frailes dominicos, agustinos y franciscanos, primero hacia Nueva España, a partir de 1523, y después hacia el Perú, desde 1534. El resultado fue un choque de culturas y concepciones del mundo, donde los misioneros no supieron o pudieron comprender mentalidades radicalmente diferentes. La "extirpación de idolatrías", la destrucción de ídolos, la conversión de los paganos, fueron misión evangélica desde los primeros momentos, en las que se distinguieron, por citar sólo a algunos, Mogrovejo o Arriaga. Para un mejor desarrollo de su labor, no obstante, en general se esforzaron en convivir con los indígenas, aprender su lengua y sus costumbres, conocer su historia. De ello algunos nos han dejado impagables documentos que, aunque a veces contienen inexactitudes o exageraciones, está repletos de información valiosísima por su inmediatez y cercanía. La mayoría de los cronistas de Indias provienen del estamento clerical, como Sahagún, Las Casas, Motolinía, Diego de Landa, Pedro Simón, Pedro Aguado, José de Acosta, etc. En México fundaron un colegio, el de Santa Cruz de Tlatelolco, en el que Sahagún y Andrés de Olmos contribuirán a la recuperación de la cultura nativa gracias a su labor de recogida de manuscritos, códices e historia oral, legándonos buena parte de lo que hoy sabemos sobre las antiguas culturas mexicanas. En Perú, algunos siglos más tarde, otro obispo, Martínez Compañón, nos legará un documento de altísimo valor etnohistórico. La redacción de catecismos, gramáticas y libros devocionales en lengua indígena permite tener hoy una riquísima fuente de información sobre lenguas a veces desaparecidas. La labor misional hubo de adaptarse al terreno y a las condiciones de los misionables. Provenientes de una tradición europea y judeo-cristiana en la que el adoctrinamiento y evangelización eran realizados por individuos que se internaban entre los paganos, pronto comprendieron que resultaba más eficaz atraer y agrupar a estos, haciéndolos vivir alrededor de misiones en donde pudieran aprender la religión y cultura dominantes. El máximo exponente de este instrumento serán las reducciones de la Compañía de Jesús, establecidas primero en Brasil desde 1549 y en la América hispana desde 1568, alcanzando su esplendor en las reducciones paraguayas desde 1607. La misión fue también una herramienta de colonización y ocupación de nuevos territorios, demostrando la estrecha alianza del trono y el altar, estableciéndose en zonas fronterizas. El ideal del misionero, personaje educado en la doctrina de una religión expansiva y conocedor de la vida de otros que, antes que él, pasaron sus días en tierra extraña realizando conversiones, es realizar un mundo nuevo acorde a sus creencias, trabajando con "materiales" no contaminados. Se piensa a sí mismo como herramienta de Dios, y a la labor de los europeos como dirigida por los designios divinos, conciencia que aparecerá en la mayoría de las obras que nos dejaron escritas.
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La costa próxima a la desembocadura del Río de la Plata, descubierta por Solís y quizá anteriormente por Amerigo Vespucci, recobró un interés inusitado a raíz del viaje de Magallanes, como ruta hacia el Estrecho. Por ella desfiló la flota de Loaysa y, tras ella, vino Sebastián Gaboto rumbo a la Especiería en 1526. Gaboto encontró en Pernambuco un tripulante de la expedición de Solís que le informó de la riqueza existente en el Río de la Plata. Luego halló en la isla de Santa Catalina un desertor de Loaysa que le confirmó el mito: había un poderoso señor blanco, que vivía en una sierra de Plata hacia el interior. Se trataba de un reflejo del país inca. Gaboto abandonó el objetivo de la Especiería y se dedicó a explorar el Río de la Plata. Desembarcó en su margen oriental y en un puerto que llamó San Lázaro (1527). Tras una descubierta poco afortunada por el río Uruguay siguió al Paraná, que remontó hasta la confluencia del Carcañá. Allí fundó Sancti Spiritus (9 de junio de 1527), construyó un bergantín y salió con 130 hombres hacia la Sierra de la Plata. Remontó el río Paraguay hasta el Bermejo y desde aquí regresó hacia Sancti Spiritus, ya que le llegaron noticias de que otros españoles estaban descubriendo en el Plata. Los encontró de camino y se trataba de la expedición de Diego García de Moguer. Antiguo compañero de Solís había capitulado un viaje de rescate a la parte meridional del Atlántico. Penetró en el Plata y encontró a Gaboto a mediados de 1528. Tras discutir ambos sobre sus derechos, acordaron unir sus fuerzas. Mandaron construir siete bergantines para navegar por el río y enviaron varias exploraciones al interior. Una de éstas, mandada por Francisco César, volvió contando unas historias fantásticas sobre la riqueza de un país en el que había hasta ovejas (lamas). El relato daría origen a la leyenda de los Césares. Gaboto y García del Puerto salieron finalmente en los bergantines y descubrieron hasta el río Pilcomayo, hallando muchas dificultades. Vueltos a Sancti Spiritus, encontraron asolado el pueblo por un ataque indígena. En 1529, García del Puerto volvió a España y al año siguiente lo hizo Gaboto. La renuncia del Emperador a las Molucas motivó un olvido temporal del territorio platense hasta la conquista del Perú, que hizo renacer los viejos mitos. En 1533 se hicieron las tres gobernaciones del cono sur, anteriormente citadas. La comprendida entre los paralelos 25 y 36, llamada Nueva Andalucía, correspondió a don Pedro de Mendoza. Este embarcó 1.050 hombres en 11 navíos y llegó al Río de la Plata a principios de 1536. Buscó un buen fondeadero. Junto a él, en lo que hoy es Riachuelo, fundó Nuestra Señora de Santa María del Buen Aire el 2 o 3 de febrero del mismo año. Desde allí, salió el Teniente de Gobernador Juan de Ayolas para remontar el Paraná. En un lugar apropiado, cerca de la laguna Coronda, estableció el poblado de Corpus Christi. Dejó una guarnición y regresó a Buenos Aires, donde la situación era desesperada, pues se hacía frente a un cerco de los indios querandíes. Mendoza, que estaba mortalmente enfermo de sífilis, dispuso el traslado a Corpus Christi, dejando una pequeña guarnición en Buenos Aires. Remontó el Paraná, erigiendo otra fortaleza cerca de Corpus Christi, llamada Buena Esperanza, y mandó otra avanzadilla con Ayolas para descubrir arriba del río Paraguay. Después de esto, volvió a Buenos Aires y embarcó rumbo a España, donde deseaba morir (falleció en la travesía el año 1537). Antes de partir, dispuso que Juan Salazar de Espinosa siguiera a Ayolas con una armadilla y que Ruiz Galán quedase como jefe de la guarnición de Buenos Aires. La expedición de Ayolas subió por el Paraguay hasta un puerto que llamó de la Candelaria. Allí dejó los bergantines y una pequeña fuerza bajo el mando del lugarteniente Martínez de Irala y se adentró en el Chaco con 130 hombres. Llegó hasta los contrafuertes andinos, tierras de los indios Charcas, donde hizo un copioso botín con el que regresó a Candelaria. No había rastro de Irala, que había abandonado el lugar. Los indios Payaguaes invitaron a Ayolas a una comida y le dieron muerte, junto con sus compañeros. Era abril de 1538. Martínez de Irala había permanecido en la Candelaria hasta que llegó a dicha población Juan Salazar de Espinosa. Reunidos, buscaron a Ayolas. Finalmente, Salazar bajó el río Paraguay y fundó en sus márgenes el fuerte de la Asunción (15 de agosto de 1537), base de la futura capital paraguaya. Prosiguió después a Buenos Aires, donde explicó a Ruiz Galán que el Teniente de Gobernador Ayolas había desaparecido. Surgieron disputas sobre a quién le correspondía el mando y el asunto se dilucidó en una reunión celebrada en Asunción, en la que participaron Martínez de Irala, Salazar de Espinosa y Ruiz Galán. El primero de ellos había acudido allí a carenar sus naves y quedó como Gobernador interino, en ausencia de Ayolas. Martínez de Irala siguió buscando a su antiguo jefe hasta que le confirmaron su muerte. Ordenó entonces despoblar Buenos Aires y concentrar las tropas en Asunción, lugar más cercano a la Sierra de la Plata. Cuando se estaba realizando dicha operación (1541) arribó a Buenos Aires el segundo Adelantado del territorio: Alvar Núñez Cabeza de Vaca. El nuevo Gobernador aprobó lo hecho por Irala, y Asunción pasó a convertirse en la verdadera capital del Río de la Plata. Poco después, se estableció la comunicación con el Alto Perú. Una expedición, mandada por el capitán Diego de Rojas, fue enviada desde Cuzco por el visitador Vaca de Castro con tal propósito. Rojas partió de la antigua capital inca en 1543. Siguiendo una de las calzadas del Incario llegó a Charcas (Bolivia). De aquí bajó a la puna de Jujuy y luego a Tucumán. Una flecha envenenada acabó con su vida en Salavina. El mando pasó a Francisco de Mendoza, que condujo la hueste hasta Sancti Spiritus. Desde aquí regresó luego a Cuzco. Cabeza de Vaca emprendió una campaña, para conquistar el occidente paraguayo, que no pudo concluir. El 25 de abril de 1544 surgió en Asunción la rebelión de los vecinos contra su gobierno. El Adelantado fue depuesto y enviado a España, donde tuvo que hacer frente a un largo pleito. Martínez de Irala volvió a ostentar el mando y preparó entonces la expedición a Charcas. Salió del Paraguay en enero de 1548. Atravesó el Chaco y alcanzó su objetivo. Una vez allí, Irala envió informes a Lagasca con Ñuño de Chaves. Durante la espera, estalló un nuevo motín que depuso a Irala, regresando todos a Asunción (1548). Irala fue luego repuesto y nombrado Gobernador en 1555.
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Así como los mitos de los orígenes cósmicos y del hombre aparecen ligados con Teotihuacan, la actuación del sabio sacerdote Quetzalcóatl está vinculada con el esplendor de Tula y los toltecas (siglos X-XI d.C.). Derivando probablemente su nombre del dios Quetzalcóatl que, como se ha visto, simbolizó la sabiduría del supremo dios dual, el Quetzalcóatl sacerdote parece haber dado principio a una nueva concepción religiosa de elevado espiritualismo. El cuadro del reinado de Quetzalcóatl es la descripción de una vida de abundancia y riqueza en todos los órdenes. Los toltecas habían recibido del sacerdote Quetzalcóatl su sabiduría y el conjunto de todas las artes. El sacerdote habitaba en sus palacios de diversos colores, orientados hacia los cuatro rumbos del universo. Allí llevaba una forma de vida que lo acercaba a la divinidad. Vivía en abstinencia y castidad. Pero, sobre todo, estaba consagrado a la meditación y a la búsqueda de nuevas formas de acercarse a la divinidad. Se afirma que Quetzalcóatl en su meditación, "moteotía", "buscaba un dios para sí". En otras palabras, se esforzaba por percibir cuál era la naturaleza del supremo dios dual, al que con frecuencia designaba como único dios: "Y se refiere, se dice, que Quetzalcóatl invocaba hacia su dios, a alguien que mora en el interior del cielo, a La del faldellín de estrellas, a Aquel que hace brillar a las cosas; Señora de nuestra carne, Señor de nuestra carne; La que está vestida de negro, El que está vestido de rojo; La que sostiene a la tierra, El que la cubre de algodón. Y hacia allá dirigía sus voces, así se sabía: hacia el lugar de la Dualidad..." Mostrando luego que el sacerdote Quetzalcóatl había derivado su propio nombre del dios Quetzalcóatl, símbolo de la sabiduría del supremo principio dual, se afirma en un antiguo himno que los toltecas: "Sólo un dios tenían, lo tenían por único dios lo invocaban, le hacían súplicas, su nombre era Quetzalcóatl. El guardián de su dios, su sacerdote, su nombre era también Quetzalcóatl... El les decía, les inculcaba: Ese dios único. Quetzalcóatl es su nombre. Nada exige, sino serpientes, sino mariposas que vosotros debéis ofrecerle, que vosotros debéis sacrificarle". Refieren los textos indígenas que, en medio del esplendor tolteca, se presentaron un día en Tula tres hechiceros, obradores de portentos. Para algunos, su venida tenía como fin persuadir a Quetzalcóatl de que introdujera el rito de los sacrificios humanos: "Cuando vivió allí Quetzalcóatl, muchas veces los hechiceros quisieron engañarlo, para que hiciera sacrificios humanos, para que sacrificara hombres. Pero él nunca quiso, porque mucho amaba a su pueblo que eran los toltecas. Su sacrificio era sólo de serpientes, pájaros, mariposas, que él sacrificaba. Y se dice, se refiere, que con esto disgustó a los hechiceros, de manera que éstos empezaron a escarnecerlo, a burlarse de él. Decían los hechiceros que querían afligir a Quetzalcóatl, para que éste al fin se fuera, como en verdad sucedió. En el año 1-Caña murió Quetzalcóatl. Se dice en verdad que se fue a morir allá, a la Tierra del Color Negro y Rojo". En esa misteriosa Tierra del Color Negro y Rojo, situada hacia el Oriente, por el rumbo de las costas del golfo de México, desapareció Quetzalcóatl. Según una versión, se embarcó en una balsa hecha de serpientes. Según otra, se arrojó en una hoguera inmensa para salir de ella convertido en astro. De cualquier forma, el héroe cultural se apartó en busca de la región de la sabiduría. El dios y el sacerdote, confundidos muchas veces en el pensamiento indígena, siguieron simbolizando en todos los tiempos lo más elevado del espiritualismo en el México anterior a la conquista.
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El culto al emperador constituye uno de los pilares del sistema de creencias japonés. Fue la región japonesa de Izumo la que contribuyó de manera significativa a la mitología sintoísta, en particular a la instalación del dominio de Jimmu Tenno, el primer emperador japonés, y del linaje imperial. Según el relato mítico, tras ser Susano, señor del mar, expulsado del cielo, descendió a la "llanura de juncos", es decir, la Tierra, donde salvó a una hermosa doncella de las garras de un dragón. Susano halló una espada fabulosa, Kusanagi, en una de sus ocho colas y se la dio a su hermana, la diosa Amaterasu, como gesto de paz. Luego se casó con la doncella, levantó un palacio cerca de Izumo y engendró una dinastía de deidades poderosas que llegaron a dominar la Tierra. El mayor de todos ellos fue Okuninushi, el "Gran señor del país". Amaterasu se alarmó por el poder que había alcanzado Okuninushi, por lo que envió a su nieto Honinigi a restaurar su soberanía en la Tierra. Finalmente se llegó a un acuerdo: los vástagos terrenales de Amaterasu, comenzando por el descendiente de Honinigi, Jimmu Tenno, gobernarían la Tierra en calidad de emperadores, mientras que Okuninushi sería el guardián divino perpetuo del país. La figura del emperador fue objeto de especial veneración a partir de entonces, aunque, en la práctica política, su papel fue meramente simbólico durante la Edad Media japonesa, hasta el periodo Meiji, en el que pasó a desempeñar un papel destacado en la dirección del país.
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Diversas leyendas de finales del siglo IX, recogidas en textos escritos, citan de manera reiterada la existencia de Tollan Xicocotitlán como un centro mítico de gran importancia para los pueblos del centro y el norte de México. Estas narraciones sugieren que los toltecas llegan a la cuenca de México desde la frontera noroeste de Mesoamérica por migraciones de grupos chichimecas y de habla nahuatl; allí conviven con comunidades nonoalcas de la Costa del Golfo, con otomíes y otros pueblos de la frontera septentrional y con descendientes de Teotihuacan. Estos grupos, conducidos por dirigentes como Mixcoatl y Ce Acatl Topiltzin Quetzalcoatl, que tienen sus propios patronos y cultos, confluyen en la cuenca de México y fundan Tula. Los documentos no identifican con claridad el centro, de ahí que muchos grandes sitios se pretendan identificar con Tollan (lugar de cañas), incluidos Teotihuacan, Cholula (Tollan Chollolan) y la propia Tula. Estos grupos compiten entre sí por controlar la ciudad, de manera que la facción de Quetzalcoatl, que había dirigido la vida del centro y la había hecho compleja, rivaliza con otra protegida por Tezcatlipoca, el señor de la Noche, contencioso que culmina con la expulsión de Quetzalcoatl de Tula en el año 987 de nuestra Era. La capital tolteca continúa ocupada hasta que Huemac decide su traspaso a Chapultepec en 1165. Desde entonces, Tula se transforma en un lugar mítico y de culto, al que se trasladaron los líderes de las principales ciudades del Postclásico para refrendar su poder.
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Los documentos escritos afirman que el pueblo azteca procede de Aztlan o Aztatlan, lugar de garzas, también lugar de blancura, un sitio localizado en un territorio árido al norte de México, seguramente dominado por Tula en el momento de la migración. Los aztecas salen de este lugar alentados por su dios Huitzilopochtli, tal vez motivado por la debilidad que manifiesta Tula en los momentos finales de su historia como capital del centro de México. En 1165 pasan por esta ciudad, destruyéndola y enterrando alguno de sus monumentos más notorios, y se instalan en varios sitios de la cuenca, en un acercamiento paulatino al lago Texcoco.Allí, se hacen tributarios del señor de Culhuacan, asentándose en Tizipan. Pero pronto entran en conflicto con sus ocupantes y tienen que iniciar una nueva migración hasta instalarse en un islote del lago como tributarios del señor Azcapotzalco. El mito y una profecía tribal sancionan la elección de este lugar. Huitzilopochtli les había comunicado que la migración azteca habría de terminar en un pequeña isla en que vieran un águila con una serpiente en la boca posada sobre un nopal. Allí deberían fundar su ciudad, que con el tiempo habría de transformarse en la capital de un inmenso Imperio, en el centro del universo. Esto sucede en 1325, en que fundan Tenochtitlan.Azteca es un término utilizado para designar a los siete pueblos que, según los relatos míticos contenidos en la tradición oral, salieron de Aztlan; mexica es el último grupo en llegar a la cuenca, y el que obtiene la mayor relevancia en la historia de Tenochtitlan.Poco después de su instalación en la isla se enfrentaron a los tecpanecas de Azcapotzalco, formando durante el reinado de Izcoatl la Triple Alianza con Texcoco y Tlacopan en 1431. Este rey tuvo un corto pero interesante reinado: se valió de dos grandes personajes, Tlacaelel, que ocupó el cargo de cihuacoatl o consejero real, que quemó los antiguos libros y reescribió la historia mexica entroncándola con las prestigiosas ciudades de Tula y Teotihuacan, y Nezahuacoyotl, que codificó la Ley Texcocana y trazó los principales diques y canales de chinampas, campos de cultivo levantados sobre el lago que aseguraron el abastecimiento agrícola y posibilitaron el gran desarrollo de la ciudad.Durante los reinados de Motecuhzoma Ilhuicamina (1440-1468) y de Axayacatl (1469-1481), el Estado mexica se expandió más allá de las fronteras del valle central. Tizoc (1481-1486) y Ahuizotl ampliaron los límites del Imperio, y sobre todo este último dio un gran impulso a la construcción del Templo Mayor de Tenochtitlan. En 1502 Motecuhzoma Xocoyotzin (1502-1519) ocupó el trono mexica y recibió las primeras noticias sobre las casas flotantes ocupadas por hombres blancos y barbados que habían llegado por mar desde el oriente, y que anunciaban la conquista, que no habría de producirse hasta el 13 de agosto de 1521 por las tropas de Hernán Cortés, durante el mandato de Cuauhtemoc.
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En el tema de la ciudad las "Ordenanzas", si bien reflejan influencias de tratados manejados en la Europa del XVI que remiten a modelos clásicos -siendo el de Vitruvio el más reiteradamente citado en ese sentido- codifican ante todo una experiencia que pudo, cuando menos, tanto como la teoría. Por poner un ejemplo de ello, en la recomendación de que carnicerías, pescaderías, tenerías, etc., que causaban suciedad y malos olores se alejaran del centro de la población, coincidían lo que aconsejaba la experiencia y recomendaban los tratados de urbanismo del Renacimiento, sin olvidar que éstos fueron a su vez el resultado de una reflexión sobre la ciudad basada en la experiencia.Sin embargo, no siempre hubo coincidencia entre teoría, norma y realidad. En concreto, para la plaza se indicaban en las "Ordenanzas" unas medidas que daban para el largo una vez y media el ancho de dicha plaza, por ser ésa la mejor proporción "para las fiestas de a cavallo y cualesquiera otras que se hayan de hazer". Con esto se estaba siguiendo casi literalmente lo que Vitruvio había escrito en su libro V, que aconsejaba también esa medida por ser la más cómoda para los espectáculos, pero rarísima vez, se encuentra una plaza rectangular en las ciudades hispanoamericanas, pues suelen ser cuadradas por lo lógico que resultaba tirar entonces, a partir del espacio de la plaza, las líneas de la cuadrícula para las manzanas. Además, salvo en casos de grandes plazas, como la de Puebla, en las que las fuentes no entorpecían el desarrollo de espectáculos públicos, lo frecuente fue que tanto la fuente como la picota o rollo entorpecieran de algún modo esa finalidad de la plaza como escenario para las fiestas que se establecían en las "Ordenanzas" del año 1573. Una síntesis de lo que fue la plaza en la ciudad hispánica se puede ver en el plano de Tlaxcala de 1585, en el que además de los edificios de gobierno, soportales y fuente aparece la picota, compañera siempre de la fundación de una ciudad.Otra muestra de cómo las famosas "Ordenanzas" no fueron seguidas exactamente es que, a pesar de que en ellas se indicaba la conveniencia de que la iglesia Mayor no estuviera en la plaza sino en lugar más aislado de edificios para que así se pudiera apreciar su grandeza (lo cual puede recordar algunas apreciaciones de Francesco di Giorgio Martini), lo cierto es que fue la plaza Mayor su lugar natural, aun cuando su fachada principal diera en algunos casos a una plaza secundaria.También en las "Ordenanzas" de 1573 se indicaba que "toda la plaça a la redonda y las quatro calles prinçipales que dellas salen tengan portales porque son de mucha comodidad para los tratantes que aquí suelen concurrir", pero los soportales rara vez definieron todo el espacio de una plaza y sus calles adyacentes, aunque sí son característicos de toda plaza Mayor hispánica, que ocupen uno, dos, tres o sus cuatro lados. Tal como ha apuntado Bonet, si bien los soportales se pueden relacionar con una tradición urbana proveniente de la antigua Roma, no es menos cierto que en España quedan ejemplos famosos de calles medievales con soportales y que los pórticos de algunas iglesias medievales -que sirvieron de lugar de reunión de los concejos- podrían ponerse en relación con los soportales de los cabildos que, en América, tuvieron también su lugar en la plaza Mayor.El que en las "Ordenanzas" se indique que la plaza no debía ser un espacio cerrado al resto de la ciudad mediante unos soportales continuos, sino abierto interrumpiendo éstos en las bocacalles, relaciona estas "Ordenanzas" con proyectos de plazas españolas. Por otra parte, la regularidad geométrica de estas plazas con soportales sí supuso una novedad, a la que fue incorporada la tradición de los soportales. Este tipo de plaza en España había culminado con la reconstrucción de la plaza Mayor de Valladolid en 1561 y los proyectos de regularización de la plaza Mayor de Madrid emprendidos ya en el reinado de Felipe II. El que en América primaran quizás razones de carácter funcional para el diseño geométrico de las plazas mayores no nos impide considerar todo ello como fruto de una época que utilizó la geometría para ordenar el espacio del hombre.Según las "Ordenanzas", además de la plaza Mayor había que hacer otras menores para la iglesia Mayor (que ya vimos que sin embargo pasó a ubicarse en la plaza Mayor), parroquias y monasterios, pero así se había hecho en Quito con anterioridad a esta fecha, pues en una relación anónima del mismo año 1573 se decía que tenía tres plazas cuadradas, una delante de la iglesia Mayor, otra delante del monasterio de San Francisco y otra delante del de Santo Domingo. Es éste un ejemplo que de nuevo nos lleva a concluir que estas famosas "Ordenanzas" del año 1573, tantas veces consideradas un punto de partida, fueron más un punto de llegada que reguló toda una experiencia urbana previa que había tenido en las Indias un campo de experimentación único desde los años veinte del siglo XVI. Para confirmarlo basta recordar que en Nueva España se habían fundado antes de 1574 treinta ciudades y villas. La pervivencia de la normativa dada en estas "Ordenanzas" -que se detecta incluso en la fundación de ciudades en Florida y California en el siglo XVIII- y el hecho de que, por ejemplo, Buenos Aires se hiciera siguiendo esas normas justifica no obstante su indudable interés para la historia del urbanismo.Si los repartos de solares a que anteriormente aludimos establecieron ya una jerarquización de espacios en la ciudad, en la que el espacio se valoraba en función de su proximidad a la plaza Mayor, cuando se trató de adjudicar los lugares a las distintas instituciones también fue la plaza Mayor el referente urbano. La plaza fue en cierto modo un espacio regulador de la ciudad: en función de la proximidad a ella se inició una cierta zonificación y cuando las ciudades crecieron fueron las calles próximas a la plaza las que conservaron su trazado regular. Así sucedía en Quito en el siglo XVIII, de la que Jorge Juan y Antonio de Ulloa escribieron en 1738 que a tres o cuatro cuadras de la plaza empezaba "la imperfección de subidas y bajadas". En Mérida (Yucatán) esa singularidad urbana del centro de la ciudad en torno a la plaza se materializó a fines del siglo XVII con ocho arcos en las ocho calles que llegaban a la plaza para marcar así los límites de la zona central de la ciudad.El indio peruano Waman Puma (Guamán Poma) de Ayala envió en 1615 a Felipe III un manuscrito titulado "Nueva crónica y Buen gobierno" que no llegó a publicarse. En él representa mediante la imagen una gran cantidad de ciudades que tienen un común denominador: todos los edificios se ordenan en función de una plaza central en la que se ubica la iglesia principal y en torno a la cual se agrupan los edificios de los que se destacan las cúpulas y torres de las iglesias. Si bien puede recordar alguna de las imágenes del libro de Pedro de Medina sobre las ciudades españolas, el protagonismo que adquiere la plaza es único y refleja la realidad de las ciudades hispanoamericanas en el siglo XVI.
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La contemplación humanista del mundo antiguo y su legado arquitectural y plástico determinará fundamentalmente el estudio científico de sus reglas y formas estéticas. No sólo se observan las características de las fábricas romanas, sino que se las compara con el "Tratado de Arquitectura" de Vitruvio y se discuten las diferencias que desde Alberti se contraponen en el análisis teórico y su medición empírica. Se establecen y ponderan las proporciones de la arquitectura cotejándolas con la medida del hombre, pauta admitida desde el siglo XV que ahora cifran en cánones aritméticos Leonardo y Durero, interesado aun más desde su visita a Venecia por la proporcionalidad del cuerpo masculino y femenino. El modelo antropocéntrico se aplica a la misma configuración de la arquitectura, aunque ésta adquiera en plantas y alzados la magnitud monumental que ahora se potencia, reclamando para todos los edificios el imperio de la simetría. Cuando esta dicotomía simétrica inherente al dictado clasicista se desobedezca, aparecerán los manierismos anticlásicos. La simetría exigida a la perspectiva pictórica se aplicará a la planificación urbanística. Con el estudio del hombre se relaciona el de la naturaleza, que adquirirá carácter científico en los estudios anatómicos de Leonardo, pero también en la flora llevada por él a sus paisajes. Esa exégesis de los valores orgánicos no quedará en la superficie de los retratados, sino que profundiza en los valores históricos y psicológicos de los modelos hasta llegar a la idealización. Ayudará a ello el análisis del movimiento y del gesto como expresión externa de la sensibilidad o el ánimo, hasta incorporar la sintaxis dramática o teatral, como Leonardo glosa en cada uno de los Apóstoles de La Cena. Especialmente el estudio de la luz y del color será decisivo en Leonardo y en los grandes pintores venecianos. Todo ello exigirá al artista una dimensión creciente de sus potencialidades, que se traduce en una complejidad de talentos cada vez más exigente. Las figuras principales, a las que Francisco d'Olanda calificará de águilas, se remontarán a un dominio increíble de las tres artes mayores de la arquitectura, escultura y pintura. En el caso singular de Leonardo, una de las cumbres del ingenio humano, se extenderán a otras actividades en el campo de la ingeniería, la fortificación y el armamento militar, la hidráulica y el urbanismo, sin olvidar la fecundidad de su obra escrita como técnico experto, esteticista y filósofo. A la par este encumbramiento del artista contribuye al prestigio y cotización creciente del autor que, abrumado de encargos por los mecenas que con su tutela aumentan su disfrute personal y también su propio prestigio, ha de acudir al concurso de talleres y discípulos cada vez más numerosos e identificados. Del antiguo aprendizaje individual con maestros y mentores se pasará a la docencia reglada y teórica que conducirá al nacimiento de academias, cuyo eco influyente informará buena parte del Cinquecento, y del Manierismo se trasladará al Barroco. Los conocimientos adquiridos en la larga experiencia profesional u obtenidos de las fuentes clásicas y quattrocentistas se volcarán en ediciones y comentarios a Vitruvio, como los de Cesare Cesariano, y en los valiosísimos tratados escritos en el siglo XVI, desde Leonardo y Durero en los años del Clasicismo, hasta los del Manierismo, tales los de los arquitectos Serlio, Vignola, Palladio y Scamozzi o del pintor Armenini, cuyas ediciones y traducciones logran prolongada difusión internacional. También la Iglesia se verá en los inicios de la Contrarreforma motivada a dictar desde Trento normas estrictas que condicionarán las pautas de los templos y la imaginería religiosa. Tarea de primordial importancia desempeñarán en la propagación de modelos e imágenes los grabados, que en auge tras la invención de la imprenta divulgarán a distancia las creaciones de los magnos innovadores o los diseños arquitecturales, contribuyendo a la extensión del lenguaje cinquecentista, que dejará de ser exclusivamente italiano, al resto de Europa, que acabará homogeneizándose, dentro de cada identificación nacional, e incrementando su internacionalismo, hasta contagiar al otro lado del Atlántico a la América hispánica.
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Las mujeres de la dinastía Habsburgo asimilaron en su integridad el modelo de feminidad preestablecido basado en la maternidad, la familia, el ejercicio público de la caridad y de la devoción religiosa. También existió un modelo de representación para las reinas viudas. El retrato de las reinas viudas adopta una indumentaria de sobriedad extrema, cuando no directamente monástica. Esto no excluye matrimonios posteriores ni la posesión de riquezas materiales, pero visualmente ha de plasmarse en un lenguaje de desprendimiento y ocultación. Un caso modélico es Juana de Austria, Princesa de Portugal e Infanta de España, que enviudó antes de alcanzar el trono portugués y regresó a Castilla como regente de la monarquía durante la ausencia de su hermano Felipe II entre 1554 y 1559. Sus retratos, durante estos años, especialmente el realizado por Sánchez Coello en 1557, hablan claramente de su condición de hija del Emperador con alusiones al propio perro y la columna que están en los retratos de su padre. Gráfico Los retratos de Mariana de Austria, viuda de Felipe IV y única reina de España viuda y regente. Durante su larga regencia, mientras su hijo Carlos II crecía, diversos retratos se dirigieron a apuntalar su autoridad. En algunos como el de Martínez del Mazo, el príncipe aparece al fondo acompañado de ayos o criados, justificando así el gobierno de Mariana. En otros, como por ejemplo el de Carreño de Miranda, la decoración de la habitación y sus alegorías sitúan claramente a la viuda sedente en el ámbito de máxima dignidad de la monarquía habsbúrgica. La vestimenta se inserta en una larga tradición familiar, pregonando la virtud con que sobrelleva su viudedad, respondiendo a los rumores de su dependencia, sentimental y política respecto a diversos varones de la corte. Es particularmente relevante el hecho de mostrarla sentada a la mesa leyendo despachos de gobierno, pose que nunca antes se había empleado ni siquiera para un rey. Además del arte, la religión ofrecía a las mujeres regias otro ámbito de intervención en su propia imagen. Representar a importantes personajes contemporáneos con pose y atributos de santos era una tradición minoritaria pero bien asentada. Identificar a personas de sangre real con María o con Cristo mismo, fue censurado por el Concilio de Trento. Sin embargo, tales representaciones fueron muy del gusto de Margarita de Austria-Estiria, la esposa de Felipe III. En varias imágenes de Pantoja de la Cruz se puede ver a la Virgen María con las facciones de la reina. No se trata tanto de heterodoxia sino de una particular gran devoción. Dentro de la pintura de corte se desarrollaron recursos para señalar la privilegiada posición de la retratada. A menudo la mujer de sangre real aparece mostrando un camafeo o un retrato en miniatura del monarca entre sus manos o como colgante. Este recurso se introduce en 1560 con retratos de Juana de Portugal e Isabel de Valois. En la década de 1580 aparece de nuevo en dos retratos de la Infanta Isabel Clara Eugenia y se convierte en un rasgo característico del los retratos de su etapa española hasta 1598, fecha de la muerte de su padre Felipe II. Otra de las aportaciones de estas mujeres a la cultura visual y material de su época fue el desarrollo de las colecciones de objetos artísticos, preciosos, raros y exóticos, que en el Renacimiento formaban parte de un mismo universo. Algunas mujeres fueron importantes mecenas de escultores y pintores que más tarde se pusieron al servicio del rey. Así sucedió con Margarita de Austria y con María de Hungría: viudas ambas, fueron regentes sucesivas de los Países Bajos y desde allí proporcionaron a la corona española algunos de los mejores artistas que tuvo a su servicio, como fueron Tiziano, el también retratista Antonio Moro, el tejedor de tapices Willem Pannemaker o el escultor Leone Leoni entre otros. Las colecciones personales de ambas regentes acabaron formando parte del primer núcleo de la colección artística de Felipe II que, posteriormente, él mismo acreció extraordinariamente. El papel de estas dos mujeres como coleccionistas y mentoras artísticas de sus respectivos sobrinos, Carlos V y Felipe II fué determinante, también fueron referentes para otras mujeres de la familia Habsburgo en toda Europa. En España siguió esta línea Juana de Austria, Princesa de Portugal, quien conformó una importante galería de retratos de familia y personajes ilustres. Estas galerías eran un recordatorio personal de vínculos familiares y afectivos, a la vez que una colección de pinturas de calidad y, no en menor medida, un medio de propaganda, de ostentación de su poder y posición como mujeres extraordinariamente prestigiosas dentro y fuera de la familia real. La importancia y calidad de este coleccionismo femenino se demuestra sobre todo con Juana Austria, personaje fundamental en la selección de las piezas exóticas llegadas a la Corte española desde ultramar. La posesión de objetos raros revelaba el alcance e importancia de los contactos internacionales de su propietario y era muestra de una capacidad de adquisición de primer orden. La corte lisboeta, renombrada por su lujo y apertura al comercio con las Indias Orientales y Occidentales, constituyó una puerta de entrada de mercancías exclusivas muy apreciadas por su rareza y calidad artesanal. En Lisboa, fue una mujer perteneciente también a la dinastía de Habsburgo, la reina Catalina de Portugal, hermana de Carlos I y María de Hungría, la que desarrolló un programa de coleccionismo ambiciosos y muy personal, manteniendo su contacto con otras Cortes europeas mediante el envío de objetos exóticos a los que ella tenía privilegiado acceso: Objetos domésticos y religiosos trabajados en coral, nácar, marfil, lacas, piedras preciosas, porcelana, tejidos, esmaltes y también flores, animales, perfumes, minerales... Algunos retratos dan muestra de cómo determinados objetos eran señal de la privilegiada posición de su poseedora. Los abanicos plegables, tan incorporados al repertorio tradicional de la imaginería femenina española, son en realidad una importación oriental debida inicialmente a este grupo de reinas y princesas, y extendida, a través de ellas, por las clases privilegiadas de toda Europa. La moda se reveló como un medio capital para la construcción de la imagen personal entre las mujeres de alto rango en la Edad Moderna. Las ropas, pieles y joyas contribuían a la representación de la persona, a situarla en una determinado contexto y posición social y económica. También los príncipes concedían gran importancia a la riqueza, variedad y renovación de su indumentaria y usaban joyas con total normalidad. Es interesante la información que ofrece la anónima dama que informa a Catalina de Médicis de cómo pasa sus días su hija, Isabel de Valois. En las carta señala como empieza cada jornada reseñando qué traje y peinado escoge la reina. Esta incurre rara vez en repeticiones, gracias a su fastuoso vestuario, con un sinfín de modas francesas, españolas, italianas.... No era capricho de una adolescente ni una natural coquetería, sino la muy consciente utilización de un tácito pero evidente lenguaje codificado sobre la majestad de la reina. Las diversas modas nacionales eran de gran importancia en momentos tan sensibles como la llegada de una reina a su nuevo país. En un momento en que España es la potencia principal, la moda española -masculina y femenina- se imita en todas la Cortes europeas y constituye un elemento de connotaciones políticas claras. Un ejemplo, entre otros, fue el de Leonor de Austria, hermana de Carlos I, que tras casar con Francisco I de Francia, mantuvo su preferencia por la moda española. Lo particular del caso es que Leonor había pasado sus primeros veinte años en Flandes, residiendo después en Portugal (1518-23) y viviendo en España hasta su traslado a Francia en 1530. Su atuendo a la española revela un forma de hacer patente su calidad personal y sus vínculos imperiales. En el siglo XVII, y en la misma coyuntura, la infanta María Teresa, recién casada con Luis XIV, se vio compelida a adaptarse inmediatamente a la moda francesa en una perceptible señal de cuál era la nueva potencia política y cultural. Además del coleccionismo artístico y la apariencia personal a través de la moda, otra forma para ofrecer una imagen de feminidad regia era el patronazgo de nuevas construcciones. Si otras reinas europeas erigieron palacios o pabellones de recreo, las españolas optaron o, más bien, continuaron la tradición, de fundar y construir conventos que sirviesen también como residencias regias, focos de espiritualidad, instituciones de caridad y monumentos a la persona de la fundadora. Aunque no el único, el más importante de ellos fue el Monasterio de la Descalzas Reales, fundado por Juana de Portugal. La mayor parte del convento resultó de reformar un palacio preexistente en el que ella misma había nacido. Donde pudo dar muestras de su refinado gusto artístico fue en la nueva iglesia, que incorporaba las últimas innovaciones procedentes de Italia, y para la que Gaspar Becerra diseñó un extraordinario retablo. Las Descalzas llegaron a ser un núcleo artístico de primera magnitud en el que trabajaron artistas que servían al propio Felipe II. Además, albergó colecciones de pinturas, esculturas, tapices, objetos exóticos, etc. de la fundadora. Aquel fue un entorno de fuerte impronta femenina que desempeñó un papel clave en la vida de la familia real española. La emperatriz viuda María de Austria y su hija Sor Margarita de la Cruz residieron establemente en él y casi todas las reinas e infantas lo visitaron con frecuencia, constituyendo el Cuarto Real anejo al convento un importante núcleo de acción política en la Corte.
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Los hábitos tradicionales forman parte, además, de una consideración histórica de la propia profesión. La capacidad del arte y de la arquitectura de establecer una permanente relación con el pasado permite que la continuidad de muchas soluciones figurativas y tipológicas ni tan siquiera se planteen con un afán polémico frente a las profundas revisiones que el sensismo de Condillac o la vanguardia racionalista y arqueológica están formulando en estos años. Y baste, de momento, recordar las obras de F. Boucher o Fragonard, pero también las del primer Ledoux.Si los piranesianos franceses, de Charles de Wailly a M. J. Peyre o Ch.-L. Clérisseau, podían seguir manipulando un lenguaje de origen clasicista y arqueológico, pero articulado en una concepción orgánica del proyecto, con complejas e inéditas soluciones tipológicas, Claude-Nicolas Ledoux o Etienne-Louis Boullée comenzarán a plantear una idea de la arquitectura basada en conceptos como el de carácter, componiendo con volúmenes o luces y dotando a la arquitectura de una nueva capacidad de comunicar sensaciones con independencia de los lenguajes históricos. Si bien nada de esto obsta para que buena parte de su arquitectura construida sólo muy tímidamente refleje lo que en los dibujos o en el ámbito de un tratado aparecerá como uno de los fundamentos de la arquitectura moderna, en la que pretenden hacer confluir la crítica a la historia, el racionalismo y la sensibilidad de un nuevo concepto del proyecto. Se trata de una arquitectura elocuente, parlante también se la ha denominado, cuya sintaxis aún no es manejada por todos. Es más, durante los años de la Revolución Francesa las anticipaciones de estos arquitectos fueron sustituidas por el orden de una lectura clasicista y reductiva de los modelos antiguos, concentrando la capacidad de comunicación no en la pureza de un volumen sino en los textos emblemáticos que decoran con consignas cívicas los nuevos edificios que pretenden, retóricamente, representar la ideología revolucionaria. Lo que ha cambiado es la función social y el destino de las tipologías, pero no su vinculación con la tradición de los lenguajes.Bien es cierto, sin embargo, que una vez contaminada tanto la Academia francesa como la propia práctica profesional, aún pendiente en gran medida de la manera nacional filtrada por la tradición racionalista que conduce de Perrault a Soufflot, por las nuevas utopías figurativas de los piranesianos se producen algunas de las intervenciones arquitectónicas más interesantes de la segunda mitad del siglo XVIII en Francia. En ese proceso de renovación, las nuevas tipologías o la reforma de las tradicionales, desde los teatros a los mercados, de los hospitales a los cementerios o las fábricas, van a ser depositarias de las más significativas novedades. Es más, las carencias de una arquitectura, que en su afán de presentarse como imagen utópica ha abandonado la regla y el compás, quedan en evidencia frente al racionalismo tecnológico y constructivo de los arquitectos que realizan edificios. Boullée lo sancionaría definitivamente señalando la enorme distancia que en arquitectura existe entre arte y construcción. Hacer pintura y poesía con la arquitectura se convierte en el contrapunto de los nuevos programas que la Ilustración y, con posterioridad, la Revolución van a poner como objetivo de una práctica social como la arquitectónica.En todo caso, no puede olvidarse un aspecto que, por otra parte, ha servido de guía para explicar este complejo período de la historia del arte. Se trata de tener presente que una gran mayoría de las nuevas propuestas no pretenden romper radicalmente con la tradición clásica, sea ésta antigua o moderna, sino configurarla a partir de nuevos supuestos. Y es ese gesto el que permite la frecuente aparición de citas a partir de las cuales se inicia un nuevo discurso. Citas sacadas de la arquitectura manierista o del barroco clasicista, pero también de las restituciones arqueológicas o de las reducciones figurativas y compositivas que suelen acompañar al racionalismo. En este último sentido, es habitual caracterizar la simplicidad geométrica y ornamental, que afecta desde el dibujo a la construcción, como una tendencia hacia la tabula rasa del lenguaje artístico, como si una vez limpiado de excesos y arbitrariedades se estuviese más cerca del origen de una pureza primitiva, a la vez, simbólica, figurativa y moral.Podría afirmarse que es esa última opción la privilegiada por la historiografía. En ella coincidirían un neoclasicismo ideológico con el racionalismo, cerrando así el período crítico anterior, en el que todas las alternativas al barroco y al rococó eran entendidas como anticipaciones del neoclasicismo triunfante. Y si ciertamente todos estos aspectos son comprobables, también lo es que el debate, como se ha visto, dista mucho de poder ser reducido en los estrechos márgenes de una tendencia. Es más, la presencia contemporánea del sentido decorativo y ornamental de la pintura de un Fragonard o de un Boucher, o algunas de las construcciones emblemáticas de un Ledoux, como su fábrica para las Salinas de Chaux, en la que convergen el carácter naturalista de la arquitectura con citas del lenguaje de la arquitectura manierista y con un sentido jerárquico y simbólico que convierte una fábrica en un lugar sagrado, con independencia de las innovaciones tipológicas planteadas, viene a alterar la comodidad de interpretaciones semejantes. Es en la observación de tales colisiones donde se hace más evidente lo que acerca y lo que separa la obra de un Greuze de la de un Boucher. Mientras, como señalara Diderot, el primero hace de cada escena una pintura parlante cuyo mensaje es específicamente cívico y moral; el segundo encuentra tanto en los temas mitológicos, como en los históricos o en el retrato, una excusa para hacer pintura, para hacer ostentosa la presencia del color. Si se observa con detenimiento una de sus obras más célebres, Diana saliendo del baño (1742), del Museo del Louvre, podemos comprobar la crítica radical que a la pintura del Renacimiento y del Barroco hace Boucher. Un pintor que consideraba aburrida y triste la pintura italiana y que supo mantener sus convicciones frente a las nuevas tendencias que pretendían identificar el buen gusto en la pintura haciendo coincidir el origen clásico y arqueológico de los temas con el estilo que los hacía visibles.Es posible que una de las pinturas emblemáticas de esta última tendencia que habría de culminar en David sea la Vendedora de amores, de Joseph-Marie Vien (1716-1809). El tema está sacado de una de las célebres pinturas descubiertas en las excavaciones de Stabia, grabada en "Le Atichità di Ercolano esposte", y el tratamiento pictórico respira un clasicismo nostálgico que haría fortuna. Sin embargo, como ya señalara Rosenblum, no es difícil ver cómo detrás de todas esas evidencias aparece un sentido hedonista y erótico, acentuado por el gesto airado del amorcillo central, que rompe el aparente equilibrio de gestos y actitudes, no tan distante de las imágenes y ambientes rococó de la pintura de un Boucher.Este tipo de contradicciones y de simultaneidad de planteamientos recorren la formación en Francia de la pintura moderna, incluso cuando David se convierte en paradigma de la estética del neoclasicismo. Una estética que no parece ofrecer fisuras al orden cívico y moral de la pintura y un estilo que intencionadamente antiguo pretende hacer converger definitivamente la renovación iconográfica, erudita hasta el exhibicionismo, con una idea del estilo modelada sobre un concepto idealizado de la Antigüedad.La casi obsesiva búsqueda de temas que pudiesen aleccionar moralmente al espectador, desde las escenas edificantes de la vida cotidiana a los asuntos heroicos en los que pudiera identificarse la anhelada virtud antigua, han hecho con frecuencia olvidar la lección de pintura que se esconde en obras como las de Greuze o Vien. Y, sin embargo, la pintura ensimismada de un Fragonard también podía ser criticada debido a la aparente frivolidad de los temas.Un pintor que representa bien estas contradicciones es Hubert Robert (1733-1808). Habitualmente estudiado con los pintores rococós, es quizás un ejemplo muy expresivo de la versatilidad de los lenguajes artísticos de la Ilustración. En un primer acercamiento, Robert aparece como un pintor que tiene un sentido desenvuelto del color, rococó, como se ha afirmado. Además, su casi exclusiva dedicación a la pintura de paisajes arquitectónicos y de ruinas en un ambiente evocador y nostálgico han hecho contemplar su obra como un exponente del pintoresquismo e incluso del prerromanticismo. Pero se olvida, con demasiada frecuencia, su vinculación a Panini y Piranesi, el carácter arqueológico de sus pinturas o, incluso, el sentido de ilustración de las teorías del racionalismo que tienen muchos de sus cuadros, con restos de edificios que responden a los nuevos planteamientos sobre la relación entre columna y arquitrabe, inventando testimonios arqueológicos que avalan las teorías del racionalismo. En otras ocasiones, Robert presenta edificios modernos como si fuesen ruinas antiguas, o reconstruye filológicamente lugares descritos en los textos clásicos. En definitiva, se trata de un pintor que resume en su obra casi todos los lenguajes artísticos y las preocupaciones teóricas de Ilustración, de la pintura rococó a la iconografía antigua, del racionalismo de un Laugier a la evocación sensitiva del jardín pintoresco y de la pintura de paisaje, sin olvidar la tradición de los vedutistas italianos.Robert, además, era amigo de Fragonard y con él coincidió en Roma. Como puede verse, la posibilidad de separar con criterios estilísticos experiencias tan próximas no deja de ser una arbitrariedad. Por otra parte, la presencia de obras y criterios semejantes nos permite constatar la presencia de un público y un mercado artístico que demandaba ese tipo de obras que desde luego no pueden ser entendidas como un anacronismo rococó en el momento del triunfo del supuesto neoclasicismo. Al contrario, su capacidad de resistencia frente a otros modelos y teorías venía, en muchas ocasiones, acompañada por la voluntad de asumir lo que en apariencia pudiera resultar contradictorio con su idea de la pintura. El ejemplo de Robert es, en ese sentido, enormemente revelador, pero el de Jean Honoré Fragonard (1732-1806) resulta especialmente elocuente.Formado con Chardin y Boucher, representa una poderosa y renovadora tradición pictórica. Además, su presencia en Roma a mediados de siglo, como pensionado de la Academia de Francia, le permite asistir a todo el complicado espectáculo de internacionalización de la cultura artística que ya se ha descrito, desde las experiencias de sus propios compañeros arquitectos, más pendientes del pincel que de la geometría, hasta las propuestas de Piranesi o las teorías rigoristas de G. G. Bottari y la Academia de la Arcadia. Son años en los que confluyen en su pintura el clasicismo de Van Loo con el color de Boucher, los temas históricos con los mitológicos, pero también el nuevo espíritu de la arqueología y de las ruinas, del paisaje y de la naturaleza, coincidiendo en estas preocupaciones con Hubert Robert. A su regreso a Francia, mantiene una postura distinta de la Academia, ensimismado en sus propias preocupaciones pictóricas y a sabiendas de que para sus propuestas existe un ámbito preciso. Esa orgullosa independencia le lleva a participar solamente en una ocasión en el Salón parisino, consciente de que su pintura no participa de las preocupaciones que allí solían establecer como modelos tanto pintores como críticos y académicos.Fiestas y paisajes lujuriosos de color, retratos, como la serie Figuras de fantasía, de 1769, son tratados con una facilidad pictórica que nada tiene que ver con el clasicismo idealizado de un Mengs o con la propia tradición francesa del siglo XVIII. La luminosidad de su pintura o el desenfado de los temas, son, sin duda, un riesgo en el ambiente que le ha tocado vivir y, sin embargo, sus obras también incorporan, como objetos de placer, motivos arqueológicos o citas eruditas aunque siempre aparecen como sometidas al ambiente del paisaje o del color. Una pintura, en definitiva, que como la otra cara de la moneda encuentra su significación y su modernidad en contraste con las tendencias clasicistas contemporáneas y no como un epígono de la tradición rococó.Entre 1760 y 1789, Francia conoce una casi infinita variedad de propuestas figurativas e ideológicas, formales y teóricas, como si fuera preciso, para demostrar la vitalidad de una cultura como la de la Ilustración, hacer entrar en escena todas las posibilidades y todas las contradicciones, lo que afecta de igual forma al mundo de la decoración que al de la teoría, a la escultura que al mundo de los ingenieros. La cultura de las Luces se propone así no como un ámbito en el que se resuelve la polémica entre barroco y rococó y el neoclasicismo incipiente, sino como el escenario de una crisis, la de la edad clásica, llena de utopías y miradas al pasado Racionalista e idealista, los lenguajes artísticos parecen una excusa para comprobar la pertinencia del proyecto ideológico de la Ilustración. Piénsese, por ejemplo, en la escultura clasicista de un E. Bouchardon, imagen retórica de la tradición nacional, casi contemporánea de las referencias barrocas de un Etienne-Maurice Falconet, como ocurre con su Estatua ecuestre de Pedro l el Grande (1766-1782), en San Petersburgo, inspirada en modelos berninianos. Lo que en uno es pervivencia de un modo de hacer, en el otro es elección histórica, después de haber estudiado concienzudamente la escultura grecorromana. Algo parecido ocurre con otros escultores franceses, como el elegante y casi manierista Jean Antoine Houdon frente al realismo provocador y barroco del ilustrado Jean-Baptiste Pigalle, cuyo Voltaire (1776) sigue impresionando, casi con la modernidad de un Rodin.En definitiva, una experiencia que resume e inquieta por la imposibilidad histórica de explicar la existencia no ya de un cambio de estilo, sino la coincidencia de varios que no pueden ser comprendidos excluyendo a unos de otros, sino confrontándolos históricamente.Del barroco a la modernidad del rococó, del racionalismo a las múltiples versiones del clasicismo, evocador, dogmático, académico o revolucionario, de la pintura de historia al paisaje pintoresco, del neopalladianismo a los modelos arqueológicos, de la construcción a la poesía en arquitectura, todas las posibilidades parecen tener cabida en este período cronológico. Sin embargo, lo que parece evidente es que con ese contradictorio esfuerzo lo que se evidencia es la crisis de toda una concepción del arte y de la historia. No por casualidad se suele identificar esta época con los orígenes de la modernidad, aunque los puntos de partida sean distintos según las diferentes preocupaciones e intereses de los historiadores.Lo que ya no puede ser mantenido por más tiempo es el convencimiento de que sólo puede ser explicada como una confrontación maniquea entre lo viejo y lo nuevo. El drama y la especificidad de esta época es su irreductibilidad a la simplicidad de los estilos. Las formas, los lenguajes, las tipologías, las teorías que se suceden, unas veces corren paralelas, otras se imbrican, y en ocasiones unas explican a otras, a pesar de su aparente oposición.Ya se ha señalado al comienzo, de Boffrand a Robert Adam hay menos distancia que de John Soane a Giuseppe Piermarini. Si el primero hacía de la historia de la arquitectura un argumento disciplinar para construir racional y poéticamente, Adam convertía su dedicación arqueológica y de vanguardia en un estilo decorativo y superficial cuando hacía de arquitecto práctico. Es decir, resolvía demandas del gusto y de la moda. El clasicismo arqueológico se convertía en objeto de consumo. ¡Qué lejos queda el drama de Piranesi o la intransigencia de Lodoli! Por otro lado, mientras Piermarini depuraba académicamente en Milán la herencia del barroco clasicista de Vanvitelli, Soane daba comienzo a una de las experiencias más apasionantes de la historia de la arquitectura. Se trata de un proyecto sin estilo, de una arquitectura que sólo se refiere a sí misma, como un comentario permanente a la tradición, no para negarla sino para mantenerla en la memoria. Y pensemos que su arquitectura, como la de Adam, Piermarini o la del neopalladiano Bertotti Scamozzi, va a estar en el origen de toda la arquitectura historicista posterior, en el origen del eclecticismo y, además, va a ser contemporánea de una experiencia de laboratorio verdaderamente excepcional cómo la de la ocupación clasicista de San Petersburgo, con G. Quarenghi como protagonista. Es como si, frente a todas las innovaciones y tradiciones conflictivas, la arquitectura y el arte se hubieran convertido en páginas de un catálogo de ventas, por otra parte tan frecuentes en este período ávido de colecciones de obras de arte.Entre esos modelos de orden académico y las rupturas revolucionarias de un Soane o de un Boullée, un escultor como Antonio Canova podía resumir las contradicciones de toda una época. Seducido por la brillantez del barroco, convencido de la genialidad del boceto rápido, impresionado por Winckelmann y por la escultura griega, hizo de su obra de escultor una magistral prueba de indiferencia ideológica, más pendiente de la técnica, del amoroso acabado, de haber reconstruido a través del oficio de intelectual y de escultor la grandeza de los antiguos, pero no para parecerse a ellos sino para marcar la distancia que corresponde al arte moderno. El contenido simbólico o alegórico de sus obras no pasa de ser un espejismo, los tipos iconográficos ya no se representan más que a ellos. Ahí está encerrada toda una parábola de la crisis definitiva de la tradición clásica, a pesar de las apariencias. Sin embargo, en Boullée, por ejemplo, no existe una renuncia a esa tradición, sino que pretende establecer una nueva forma de diálogo. Sus pirámides, esferas y volúmenes rotundos de luces y sombras son como la búsqueda de un nuevo origen de lo clásico, adecuado a las nuevas condiciones sociales e históricas. La dimensión y la escala de sus proyectos no sobrecoge sino que impone su capacidad de emoción y de dramatizar una disciplina que necesita y exige un orden técnico y compositivo que J. L. N. Durand y los ingenieros civiles le habrán de otorgar a comienzos del siglo XIX.Como en el Templo de la Filosofía del jardín de Ermenonville, también a esta interpretación de los años centrales del siglo XVIII le faltan aún columnas que colocar para contemplar su restitución definitiva, sin embargo, sirvan mientras tanto para evocar un apasionante período de la historia del arte.