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El Renacimiento no consistió sólo en un mero resurgir erudito de la literatura o de la filosofía grecorromana o en una vulgar imitación de las formas artísticas de la Antigüedad. Asociado historiográficamente a ese concepto aparece aquel otro, el Humanismo, que completa la idea inicial de que nos hallamos en una época nueva y, en consecuencia, distinta de aquélla, la antigua, que se tomaba como modelo. Justamente, fue la renovación de la cultura el aspecto más notoriamente destacado por sus propios protagonistas, aquellos que hablaron por primera vez de Renacimiento. ¿Cuándo se produjo y en qué consistió realmente ese renacimiento cultural? A pesar de que entre los siglos VII y XIV se conocieron en los ambientes cortesanos de Europa occidental determinados intentos por recuperar textos y autores clásicos, como lo prueba el hecho de la creciente utilización del Derecho Romano y del recurso constante a Aristóteles, cronológicamente sólo cabe hablar, por sus resultados, de un vigoroso y fecundo Renacimiento: aquel que tuvo lugar, en el pensamiento y en la estética, entre los siglos XIV y XVI. Igualmente, aunque el término Humanismo ha sido, empleado para denominar toda doctrina que defienda como principio fundamental el respeto a la persona humana, la palabra tiene una significación histórica indudable. Humanismo fue uno de los conceptos creados por los historiadores del siglo XIX para referirse a la revalorización, la investigación y la interpretación que de los clásicos de la Antigüedad hicieron algunos escritores desde finales del siglo XIV hasta el primer tercio del siglo XVI. En realidad, fue la voz latina "humanista", empleada por primera vez en Italia a fines del siglo XV para designar a un profesor de lenguas clásicas, la que dio origen al nombre de un movimiento que no sólo fue pedagógico, literario, estético, filosófico y religioso, sino que se convirtió en un modo de pensar y de vivir vertebrado en torno a una idea principal: en el centro del Universo está el hombre, imagen de Dios, criatura privilegiada, digna sobre todas las cosas de la Tierra. El humanista comenzó siendo, en efecto, un profesor de humanidades, es decir, de aquellas disciplinas académicas que constituían el programa educativo formulado idealmente por Leonardo Bruni. Su propósito consistía en formar a los alumnos para una vida de servicio activo a la comunidad civil, proporcionándoles una base amplia y sólida de conocimientos, principios éticos y capacidad de expresión escrita y hablada. El medio de expresión y de instrucción sería el latín, recuperado y limpio de barbarismos medievales. La lectura y el comentario de autores antiguos, griegos y latinos, especialmente Cicerón y Virgilio, y la enseñanza de la gramática, la retórica, la literatura, la filosofía moral y la historia constituían las humanidades impartidas por el humanista. Sin embargo, el humanista, como ya se ha indicado, era algo más que un maestro. Su preocupación por los problemas morales y políticos le obligó a adoptar también posiciones humanistas, en el sentido de que nada de lo humano le sería ajeno. El Humanismo no apareció de una forma brusca. Sus orígenes son complejos. La cronología de su nacimiento parece imprecisa. En el norte de Italia, durante la segunda mitad del siglo XIII ya se advierten señales anunciadoras. Por ello su herencia es medieval: el interés de los abogados por el valor práctico de la retórica latina, el uso cada vez más apreciado del Derecho Romano, de la filosofía y de la ciencia aristotélica por teólogos y profesores, y el encuentro literario con los clásicos de la Antigüedad, son pruebas suficientes de los cambios que se estaban produciendo en los círculos intelectuales prehumanistas por aquellas fechas. En verdad, todas esas novedades, con el tiempo consagradas, no formaban parte más que de una única realidad: la del redescubrimiento de la Antigüedad, fuente viva del Humanismo. Francesco Petrarca (1304-1374) y Giovanni Boccaccio (1313-1375) constituyen ejemplos muy representativos de esa etapa. Como erudito, bibliófilo y crítico de textos, Petrarca se convirtió en un auténtico maestro al estudiar, corregir y liberar de corrupciones las obras de Virgilio, Tito Livio, Cicerón y san Agustín. Su propia obra literaria estaba impregnada de esa erudición y era deudora de aquella edad de oro. Boccaccio, por su parte, quien reunía las virtudes de Petrarca, al que consideraba su maestro, aprendió el griego en Florencia con Leoncio Pilato y junto a éste impulsó su enseñanza pública en la ciudad, al mismo tiempo que traducían a Homero y Eurípides. Petrarca y Boccaccio tuvieron continuadores fervorosos. Coluccio Salutati (1331-1406), bibliófilo y latinista, ejerció una influencia decisiva sobre los humanistas florentinos, coleccionando textos clásicos y apoyando la creación de una cátedra de griego en Florencia, gracias a cuya labor se tradujeron y se trataron las obras de Tucídides, Ptolomeo, Platón y Homero. Esta restauración de los clásicos griegos debe mucho también a Leonardo Bruni (1374-1444): además de escribir en griego, sus traducciones de Aristóteles y de Platón obtuvieron, por su elegancia, el reconocimiento de generaciones posteriores. La recuperación de autores griegos llevó aparejada la de muchas obras clásicas latinas. Cicerón, Plinio el Joven, Tácito, Propercio y Tibulo ya eran muy conocidos en los ambientes humanistas desde el siglo XIV, pero durante la primera mitad del siglo XV se descubrieron y se realizaron ediciones comentadas o copias enmendadas de los discursos de Cicerón, de poemas de Lucrecio, obras menores de Tácito, manuales de gramática de Suetonio, etcétera. Las repercusiones de los comentarios y las enmiendas eruditas de los textos clásicos latinos fueron el origen de la nueva filología, cuyo más destacado representante fue Lorenzo Valla (1407-1457). No contento con la pureza del latín moderno, propuso en sus "Elegantiae" una reforma de la gramática y un modelo de buen lenguaje lo más cercano posible a la pureza clásica. Valla aportó igualmente una nueva crítica de textos y contribuyó con sus notas al Nuevo Testamento latino (una comparación filológica entre la "Vulgata" y el original griego), admiradas después por Erasmo, a la construcción de la crítica bíblica moderna. La primera mitad del siglo XV contempló también un redescubrimiento de la Historia. Leonardo Bruni y, sobre todo, Flavio Biondo iniciaron la historiografía moderna. Hasta ellos primaban en las obras de historia las descripciones y las anécdotas. En cambio, Bruni estaba convencido de que sólo una interpretación del pasado de la Roma republicana resultaba valiosa para defender la libertad contra la tiranía en la Florencia de su tiempo: la Historia como servidora del presente. Biondo, por su parte, tenía historiográficamente una cosmovisión más amplia que Bruni. A pesar de que su estilo literario carece de elegancia, en sus "Décadas" sorprende tanto por su actitud crítica frente a los historiadores célebres como por su uso de fuentes abundantes y diversas, desde crónicas medievales a monumentos e inscripciones clásicas. Aún presenta mayor originalidad su Italia ilustrada, una pieza que combina la geografía y la historia, las fuentes del pasado con las noticias del presente. Sus aportaciones se extendieron al campo de la arqueología. En su "Roma instaurata" Biondo no sólo describe por primera vez y metódicamente cómo era la antigua ciudad; lo novedoso en su obra es la consideración que le merecen la conservación y restauración de las ruinas como testimonios vivos de una civilización y, en ese caso, de la romana. El redescubrimiento de la Antigüedad no sólo afectó a las lenguas clásicas, a la filología, a la edición crítica de textos literarios, a la historia o a la arqueología, sino también a la filosofía. Hasta esos siglos existía una interpretación cristiana de Aristóteles. A comienzos del siglo XV, en cambio, se enseñaba en Padua, gracias a Pietro Pomponazzi (1462-1525), el aristotelismo heterodoxo de Averroes, determinista y ateo. En efecto, en su "De inmortalitatae animae" (1516) y en su "De Fato" (1520) Pomponazzi demuestra que el alma intelectual muere con el cuerpo, que no existe el más allá, que nuestra voluntad y nuestra libertad son incompatibles con la providencia divina y que sólo cabe conformarse con la naturaleza. Estas doctrinas tuvieron durante las décadas posteriores una difusión y un éxito sin precedentes. En cualquier caso, la auténticos fundamentos filosóficos del Humanismo proceden de la lectura, la difusión y la enseñanza de Platón. A finales del siglo XV, Marsilio Ficino (1433-1499) expone magistralmente las ideas platónicas en su obra "Theologia platónica": Dios es el ser del que emanan todos los seres. En el centro del Cosmos el hombre es a su vez alma inmortal, imagen de Dios, criatura privilegiada y también materia y peso. El destino del hombre, su más intimo fin, consistirá en pasar, gracias al conocimiento, desde el mundo de las apariencias sensibles a las ideas. Ese trayecto que conduce al hombre a su identificación total con el ser puede ser rechazado, de tal manera que permanecerá en el plano que ocupan los animales, o bien aceptado, y en ese caso, será elevado a la perfección, su verdadera vocación, tal como lo describiría Pico della Mirandola (1463-1494) en su "Oratio de hominis dignitate". La filosofía neoplatónica de Ficino y de Giovanni Pico se consolidó en Florencia y desde allí se extendió rápidamente a todos los círculos intelectuales y cultos de Europa occidental junto a las nuevas ideas filológicas, historiográficas, artísticas y literarias. Pero el viaje que recorrió el primer Humanismo, el italiano, por el Continente no habría ocupado tan rápidamente el mapa europeo sin la intervención de determinados y decisivos vehículos de expansión: la imprenta, la relación entre los hombres de letras y la enseñanza universitaria.
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Partiendo de Italia, el Humanismo se difunde por todos los países de Europa, impulsado por los contactos diplomáticos y económicos, aunque con diferencias cronológicas de alguna importancia y superando, a veces, importantes resistencias. El Humanismo alemán presenta notables diferencias con el italiano, en particular por su vinculación con las universidades y por su interés por la escritura y por los padres; esta penetrado de un fuerte sentimiento antipontificio y también de ideas ockhamistas que tendrán decisiva influencia en la difusión del luteranismo. Estrasburgo fue el primer centro humanista en el Imperio; sus figuras más destacadas fueron Sebastián Brandt y Jacobo Wimpfeling, preocupados por el estudio de los clásicos y por el hallazgo de sistemas pedagógicos. En Nuremberg se asociarán las preocupaciones esenciales del Humanismo con el cultivo de las ciencias, en particular las matemáticas, física y astronomía; sus figuras principales fueron Martín Behaim, Conrado Peutinger y Willibaldo Pirkheimer. El grupo de humanistas de Heidelberg ofrece una postura de mayor ruptura con el pasado, hasta el punto de que alguno de sus miembros se unirá finalmente al luteranismo. El más importante humanista de este centro, primera figura del Humanismo alemán, es Juan Reuchlin, antiaristotélico, muy influido por el Humanismo florentino, en particular por Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, con quienes convivió un tiempo en Florencia. De este último aprendió la utilización de los métodos cabalísticos, que él expone en "De verbo mirifico"; le llevaría a enfrentarse a una serie de teólogos alemanes acerca de la conservación de los textos hebreos, cuyo análisis defiende en "Rudimenta hebraica" y en "Lexicon hebraicum". La universidad de Lovaina fue, en los Países Bajos, el principal centro humanístico; grandes figuras de este Humanismo fueron Rodolfo Husman, llamado Agrícola, investigador filológico, en la línea de Valla, con intención de hallar en los escritores clásicos argumentos al servicio de la fe cristiana. Continuadores suyos fueron Rodolfo Langen y Alejandro Heek, maestro de Erasmo. Erasmo de Rotterdam es la máxima figura del Humanismo de la Europa del norte; sus estudios filológicos, su exégesis del Nuevo Testamento, su crítica a las falsas devociones, a ciertas desviaciones en las prácticas, las indulgencias, por ejemplo, ofrecen la visión de la reforma que Erasmo pretendía: la reforma de las costumbres será sólo una consecuencia del cambio de actitud que él propugnaba. Su posición es siempre rigurosamente ortodoxa, aunque su criticismo estricto y el silencio, a veces irritante, frente a la heterodoxia luterana, de la que sin embargo se distancia netamente -su "De libero arbitrio" es prueba irrefutable- le hicieron sospechoso e indujeron a la proscripción de su obra. Sus contactos con Cisneros, y su amistad con Carlos I y con Luis Vives, fueron vehículos importantes de su influencia en el Humanismo español, donde Erasmo contó con numerosos defensores; la violenta ruptura luterana y el rigorismo contrarreformista incrementarán la desconfianza hacia el erasmismo, yugulando las interesantes vías reformadoras que, dentro de la ortodoxia, ofrecía el proyecto de Erasmo. Algo más tardío y haciendo frente a las fuertes tradiciones de sus universidades, llega el Humanismo a Francia e Inglaterra. Conserva el Humanismo francés, durante mucho tiempo, la influencia de Petrarca, caso de Guillermo Fichet, por ejemplo; junto a esa influencia es patente la de Erasmo, en particular en Jacques Lefevre d'Etaples, la gran figura del Humanismo francés, a quien generaciones posteriores reconocen como indiscutido maestro, por ejemplo Etienne Dolet y François Rabelais; es el traductor de la "Biblia" al francés. El Humanismo ingles es fundamentalmente cristiano, muy vinculado a la tradición medieval, alejado de las tendencias paganizantes, y preocupado, sobre todo, por la fidelidad de los textos de la Sagrada Escritura, más que de la obra de los autores griegos y romanos. Oxford y Cambridge son los principales centros, y sus principales figuras John Colet, maestro en Oxford, que conoció a Ficino durante su estancia en Italia; san Juan Fisher, rector de Cambridge y firme refutador de las tesis de Lutero; y santo Tomás Moro, amigo personal de Erasmo. Ambos fueron víctimas de la autocracia de Enrique VIII, a cuyos proyectos se opusieron. También es tardío el Humanismo en Portugal, esencialmente del siglo XVI, aunque ya en el siglo XV se aprecian algunas novedades, como las influencias de Petrarca en el "Cancioneiro geral", por lo demás muy medieval. Huellas del Humanismo, también, en la prosa didáctica del libro del "Leal Conselheiro", del rey don Duarte, y en el "Tractado da Virtuosa Benfeyturia" del infante don Pedro, cuyas fuentes de inspiración son, en gran parte, autores de la Antigüedad clásica. Portugués es también el judío León Hebrero, aunque debe ser adscrito al Humanismo italiano de la Corte napolitana. Los descubrimientos portugueses, y los avances técnicos que los posibilitan, influyen en la orientación del Humanismo portugués. La figura más representativa de este Humanismo, probablemente, es Damián de Gois, amigo personal de los más importantes humanistas, como Erasmo y Luis Vives. El Humanismo portugués mantiene una amplia relación con toda Europa, pero sus figuras pertenecen totalmente al siglo XVI, más allá de los límites de nuestro ámbito. En las Monarquías de España no se produjo una ruptura brusca con el pasado medieval, sino una lenta introducción de nuevas formas de pensamiento, de nuevas concepciones artísticas y de nuevas formas de creación literaria; un largo proceso en el que conviven autores y visiones medievales con modelos humanistas. La difusión del Humanismo tiene como vehículo de decisiva importancia la internacionalización que significa la entronización de los Trastámara en los tronos peninsulares, la intensa participación en los problemas de la Europa del momento, y los contactos con Italia, siempre intensos, pero especialmente decisivos en época de Alfonso V. Los primeros contactos con las corrientes humanísticas son incluso anteriores; las tensiones políticas del reinado de Pedro I producen el exilio de importantes clérigos castellanos que desempeñarán importantes puestos en Aviñón, sirviendo de nexo de unión con el pensamiento humanista. Es de destacar la figura del cardenal Gil de Albornoz y de su colegio de San Clemente en Bolonia. La presencia aragonesa en Sicilia, desde finales del siglo XIII, será un temprano vínculo de comunicación al que es preciso añadir las conquistas en el oriente mediterráneo. La presencia de los maestres de Rodas, frecuentemente catalanes, tendrá una gran importancia a lo largo del siglo XIV; la traducción de obras griegas dará al Humanismo aragonés una fuerte impronta helenista. En el desarrollo del Humanismo hispano es posible establecer tres etapas, esencialmente coincidentes en las Coronas de Aragón y Castilla, siempre teniendo en cuenta la convivencia de ideas y autores más medievales con otros humanistas. Una primera etapa, finales del siglo XIV y dos primeras décadas del siglo XV, con fuerte impronta medieval; la segunda etapa, hasta mediados de este siglo, se define por un gran desarrollo de la poesía. La tercera fase, correspondiente a la segunda mitad del siglo XV, da paso a la crítica social y política, y a la consolidación de un espíritu caballeresco, transido de un cierta nostalgia del pasado. El primer Humanismo, a pesar de su fuerte didactismo moralizante, contiene factores nuevos: esencialmente orientado al hombre como fin en sí mismo, desmitificador, preocupado por la precisión en los análisis históricos. Personaje importante en este primer Humanismo castellano es Pedro López de Ayala; diplomático, hombre de armas e historiador, destaca por la concepción del hombre como protagonista de los acontecimientos cuyo devenir se halla en condiciones de modificar. Contemporáneo suyo, en la Corona de Aragón, Francisco Eiximenis, comparte la visión humanista de Ayala, con propuestas moralizantes. En sus obras, "El cristiano" y "El libro de las mujeres", con fuerte carga moralizante, se plantea temas como la bondad femenina o la idea de la muerte unida a la inquietante brevedad de la vida desde puntos de vista muy innovadores. Muchos de sus puntos de vista fueron incorporados a su ardorosa predicación por su contemporáneo san Vicente Ferrer. Más innovador es Bernat Metge, cuyo conocimiento de los clásicos se trasluce en la cuidada cancillería aragonesa de Pedro IV y Juan I, a cuyo servicio estuvo. En su obra "El sueño" se plantea los temas propios de las nuevas preocupaciones, como la inmortalidad del alma, el destino de ultratumba, la actitud ante la vida, y la crítica a las mujeres. En la poesía se mantiene fuerte la influencia provenzal y gallega, "Cançoneret de Ripoll" y "Cancionero de Baena", aunque se va imponiendo la corriente italianizante tanto en la forma como en la temática. Precedente e introductor de la segunda etapa fue Enrique de Villena, moralizante, como hombre medieval, escéptico y de curiosidad universal, como un humanista. Máximos exponentes en la lírica son Ausias March, Iñigo López de Mendoza y Juan de Mena. Ausias March se distancia de la lírica provenzal y crea una lírica en lengua catalana. Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, prototipo de cortesano de su época, buen conocedor de los clásicos, impulsó la traducción de numerosas de sus obras y reunió una importante biblioteca. Su obra literaria acoge manifestaciones de la cultura popular, "Serranillas"; obra histórica, "Comedieta de Ponza", y obra política y satírica, "Doctrinal de Privados", precedente de la literatura satírica que florece en la etapa siguiente. En la tercera etapa se desarrolla la novela, en la que se conjugan historia y leyenda; ejemplares más acabados de la novela de esta época son "Curial y Guelfa" y "Tirant lo Blanch", en las que se combinan el fondo histórico y las acciones fantásticas, a las que la segunda de ellas añade el realismo y la ironía. En la Corona de Castilla la novela sigue todavía apegada a la temática del amor cortés de origen provenzal. Nostalgia, en las "Coplas a la muerte de mi padre", de Jorge Manrique; pesimismo, en particular la preocupación por la muerte, patente en las populares "Danzas de muerte"; reacción moralizante, en las numerosas y difundidas "Ars moriendi"; sátira, en las "Coplas de Ay Panadera" y de "Mingo Revulgo"; y misoginia, desde la moderada del "Corbacho" a la cruda crítica contra las mujeres de las "Coplas del Provincial" o, sobre todo, del "Maldezir de mujeres", de Pedro Torrellas, son características de las obras de esta última etapa.
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Los debates intelectuales, las transformaciones en el pensamiento , y las nuevas formas de piedad y las demandas de reforma, constituyen una parte de los cambios de actitud en la concepción del hombre y la visión del mundo a los que podemos denominar Humanismo. Lejos del concepto de Humanismo como fenómeno renacentista, antagónico de lo medieval, el Humanismo es tan medieval como lo son los siglos XIV y XV, aunque su interés, orientación y ámbito de desarrollo sea diferente de conceptos que podemos llamar medievales. El Humanismo nace en ambientes burgueses y urbanos como respuesta a inquietudes culturales no satisfechas por la cultura clerical y el método escolástico; responde a una mentalidad que se niega a la aceptación, sin más, de autoridades, que gusta de la observación, y que busca en las obras de la Antigüedad clásica un modelo y una fuente de inspiración. En cierto sentido, esa mirada retrospectiva tiene un paralelo en la búsqueda de una pretendida simplicidad y pureza en el Cristianismo primitivo; también el espíritu que demanda reformas aboga por un retorno a la Antigüedad clásica, a los orígenes del Cristianismo. No se trata solamente de una vuelta admirada hacia el pasado clásico: hay un cambio sustancial en la concepción de la vida del hombre como algo no simplemente fugaz, un mero transito, sino como una etapa destinada a dejar memoria, y, en consecuencia, una diferente forma de entender la muerte como una dolorosa ruptura con un mundo placentero. El Humanismo es, esencialmente, una forma de entender la vida y el hombre, que pasa a ser el centro de una sociedad menos teocéntrica de lo que ha venido siendo hasta ahora; el Humanismo es, a veces, crítico con algunas posiciones eclesiásticas, como lo fueron los movimientos reformadores, pero no ha de confundirse una actitud que, generalmente, no es contraria a la fe sino anticlerical. Son hechos muy distintos, hasta el punto que cierto anticlericalismo puede actuar, en ocasiones, como eficaz defensa de la fe. Es radicalmente contrario a la concepción de la pobreza que se había desarrollado en el siglo XIII, y que había hecho ella no sólo una virtud excelente sino el único medio de vivir la perfección cristiana; el Humanismo considera el éxito como una manifestación de la virtud. La riqueza honestamente adquirida es una prueba de superioridad y base, a su vez, de virtud, ya que permite al hombre hacer bien a los demás. Es el Humanismo una actitud cultural que busca en el estudio de los clásicos una incorporación de sus concepciones, no un simple aprendizaje; un nuevo modo de cultura, con el rechazo del anquilosado método escolástico. Su postura puede ser antiescolástica, pero el estudio de los clásicos se hace a través de los códices amorosamente custodiados en las bibliotecas monásticas, evidente aportación medieval. Se desarrolla al margen de la universidad, dominada por la escolástica, pero, ya en el siglo XV, los humanistas se incorporan a los claustros universitarios. Los inicios de la concepción humanista pueden ser hallados en un autor y en obras tan medievales como Dante Alighieri y su "Divina Comedia" y "De Monarchia". El hombre como centro, el amor plenamente humano y la pasión política constituyen líneas conductoras de la primera de las obras. La segunda expone una concepción plenamente medieval del Imperio, pero también de una Monarquía absolutamente laica al margen de la jerarquía eclesiástica, es decir, un ideal plenamente humanista. En Francesco Petrarca (1304-1374) hallamos muchos de los rasgos definitorios del Humanismo, dentro del más estricto respeto a la Iglesia y a las verdades de la fe, sin perder de vista las inquietudes del momento y los ideales políticos; el gusto naturalista por el paisaje, la preocupación por la gloria personal, el recuerdo de la grandeza de Roma, y también la concepción del estado religioso como la máxima perfección, sin que se hallen ausentes graves contradicciones con ese estado religioso. Estos rasgos componen algunas de las características esenciales de la época. Petrarca estudia los clásicos y lee habitualmente a san Agustín, cuyas "Confesiones" constituyeron una lectura casi diaria; vibrante en su patriotismo italiano, residió gran parte de su vida en Aviñón al servicio del Pontificado, y recorrió Francia y Alemania, lo que le permitió acceder a importantes bibliotecas y mantener contactos con numerosos intelectuales. Ejerció un gran influjo en la difusión de los valores humanísticos y en la orientación de la producción literaria y del nuevo estilo poético. Relacionado estrechamente con él, Giovanni Bocaccio (1313-1375) aparece también como una síntesis de concepciones humanísticas y medievales; inmoral en su forma y moralizante en sus objetivos, anticlerical, pero también satírico con los defectos de la burguesía, y ensalzador de los valores caballerescos. La proliferación de copias de su "Decamerón" demuestra su sintonía con los valores de una época a la que incorpora temas desarrollados por la literatura medieval, y también la novedad de sus planteamientos. Durante el medio siglo que, casi simétricamente, compone el último cuarto del siglo XIV y el primero del siglo XV, los humanistas recopilan los textos clásicos y realizan su estudio, no sólo de las obras latinas ya conocidas, y de otros autores latinos poco conocidos u olvidados, sino de muchas obras griegas, que dan el tono de intima unidad de la cultura clásica. La situación del Imperio bizantino y la consiguiente huida de intelectuales griegos hacia Occidente, así como los contactos entre la Iglesia latina y la griega, en especial en los concilios de Constanza y Basilea, impulsaron decisivamente el conocimiento de la lengua y de los autores griegos. Instrumento esencial de ese estudio crítico es la formación de bibliotecas que llegan a alcanzar un número extraordinario para la época, como la que van formando los Médici; entre todas ellas ninguna tiene el volumen que la Vaticana, fundada por Nicolás V. Lo más interesante es la dimensión de estas bibliotecas como instrumento de adquisición del saber, al servicio de los estudiosos, evidentemente un círculo muy restringido. El Humanismo era recuperación de textos y autores, pero no para su utilización como autoridades aceptadas sin más, al modo escolástico, sino como medio de ampliar la formación del estudioso, elevar su capacidad intelectual y su virtud, y, por tanto, desarrollar la capacidad creadora del hombre. Había ahí otra característica esencial: el Humanismo pretende formar minorías dirigentes, no clérigos. Una aristocratización de la cultura, como propia únicamente de selectos círculos, es inherente al Humanismo. Es también una pedagogía que propone un distinto sistema de valores; la enseñanza de las lenguas clásicas es, en fin, imprescindible medio para el conocimiento directo de los autores y vehículo de expresión de los nuevos valores y el estilo humanístico. Humanistas de esta época fueron Coluccio Salutati, Guarino de Verona, Vittorino de Feltre, Niccolo Niccolini, Leonardo Bruni y León Battista Alberti, cuya obra se prolonga en el tercer cuarto del siglo XV, por citar algunos de los nombres más relevantes. La tercera fase del Humanismo alcanza la plena madurez, especialmente en la segunda mitad del siglo XV, al tiempo que se incrementa la llegada de intelectuales griegos, ya antes de la caída del Imperio, como, evidentemente, tras sucumbir Constantinopla. El Humanismo se difunde desde determinados centros, habitualmente cortes principescas, que, protegiendo a los intelectuales, se convierten en focos culturales. Todas las ciudades italianas lo son en gran manera, pero destacan considerablemente Florencia, Roma y Nápoles. Florencia ofrece una nueva generación de humanistas tales como Poggio Bracciolini, autor de una historia de Florencia; Francesco Filelfo y Gianozzo Manetti. El impulso humanista de la Corte pontificia romana les atrajo hacia allí: Nicolás V encargó a Filelfo una traducción de la "Ilíada" y la "Odisea", que no pudo concluir antes de la muerte de su protector, y nombró a Manetti su secretario. La escuela florentina ejercerá indiscutida hegemonía a finales del siglo XV, durante el gobierno de Lorenzo de Médicis. La llegada al solio pontificio de Tomas Parentucelli, Nicolás V, y de Eneas Silvio Piccolomini, Pío II, convierte a Roma en otro de los grandes focos del Humanismo. En ella descuellan figuras como las de los propios Pontífices: Pío II, creador del término europeo, en su reflexión "De Europa", sobre el concepto de civilización; la de Nicolás de Cusa, hombre de ciencia, expositor del heliocentrismo, bastante tiempo antes que Galileo, y también crítico del conciliarismo radical, a pesar de su inicial defensa de la idea conciliar; también Flavio Biondo, innovador de la metodología histórica. La Corte napolitana de Alfonso V constituye un gran centro humanista, indudablemente por las propias convicciones de un monarca de cultura tan notable como el soberano aragonés, el hombre que, todavía muy joven, causó sensación en los embajadores alemanes, cuando, a causa de la grave enfermedad de su padre, hubo de llevar personalmente las negociaciones de Perpiñán, que abren el paso hacia la retirada de obediencia a Benedicto XIII. Las difíciles relaciones de Alfonso V con Martín V y Eugenio IV, perfectamente explicables en el contexto general de la política, justifican la desconfianza con que en la Curia romana fue visto el Humanismo, y los esfuerzos que hubieron de desarrollar los mismos Pontífices, casos de Calixto III y Pío II, para suavizar la resistencia de los sectores más tradicionales y romper la identificación de los humanistas con los enemigos del Cristianismo y de la Iglesia. Figura esencial del Humanismo en la Corte napolitana es Lorenzo Valla, cuya labor no se limita solamente a este centro: trabajó en Pavía, luego en Nápoles y, finalmente, en la Roma de Nicolás V. Sus estudios filológicos, por ejemplo sus "Elegantiae linguae latinae", extraordinariamente difundida, y la aplicación de sus conclusiones al análisis de los textos, le llevó no solamente a una mayor matización de su pensamiento en lo filosófico y teológico, sino a una demoledora critica textual que para muchos resultaba escandalosa. En "De falso credita et ementita Constantini donatione declamatio", se venía a demostrar la falsedad de la llamada "Donación de Constantino", y, en consecuencia, se reclamaba la necesaria renuncia al poder temporal del Pontificado. Aunque su crítica es la lógica conclusión de sus postulados, es conveniente entenderla en el contexto del enfrentamiento entre Alfonso V y Eugenio IV, y, por tanto, no se trata simplemente de un debate meramente intelectual. En su "De professione religiosorum" se hacían muy duras críticas a la indisciplina e inmoralidad que realmente se habían difundido entre los clérigos; a pesar de la veracidad de sus acusaciones era muy difícil que Valla no fuese considerado un enemigo de la Iglesia, y que ese recelo se extendiese hacia los humanistas en general: su admiración por la cultura clásica y muchas de sus expresiones les hacen aparecer como nuevos paganos. Por esta razón, se produce una reacción en la Curia pontificia contra los humanistas, reacción que se consolida con la elección de Paulo II y que significa el cierre de Roma al Humanismo; el fenómeno es coincidente con la muerte de Alfonso V, que significa también cierto retroceso del Humanismo napolitano. Todo ello contribuye a que Florencia, especialmente bajo el gobierno de Lorenzo el Magnífico, alcance la culminación del Humanismo. En Florencia, protegido por los Médici, trabajará durante años Marsilio Ficino, que orientará a la escuela florentina hacia el neoplatonismo, abandonando definitivamente el aristotelismo. Traductor de las obras de Platón, intentó Ficino una conciliación entre las teorías platónicas y la religión cristiana, que, en muchos aspectos, ofrecían similitudes; a pesar de ello hubo de confesar, en "De christiana religione", el fracaso de su propósito. No obstante, no dejó de recibir acusaciones de peligroso sincretismo. Culmina la escuela florentina con Giovanni Pico della Mirandola, discípulo de Ficino; su obra, no muy amplia debido a la brevedad de su vida, incorpora al pensamiento humanista la "Cábala" y la interpretación simbólica de la escritura; la influencia judía se reforzó con la instalación en Florencia del grupo de intelectuales judíos expulsados de Castilla, en particular el circulo de Isaac Abravanel.
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El hundimiento del Titanic fue uno de los acontecimientos que más conmocionó a la opinión pública de la época, siendo también uno de los hechos que más documentación ha generado, en forma de libros, fotografías, películas, documentales, etc. El majestuoso barco fue botado el 31 de mayo de 1911, iniciando el 10 de abril de 1912 el viaje inaugural entre Southampton y Nueva York. En la mitad de Atlántico, el radiotelegrafista del Titanic recibió el aviso de otro barco, el California, advirtiendo de la presencia de icebergs en las proximidades. A las 11,40 de la noche, el vigía de proa dio la voz de alarma ante la presencia de una gigantesca masa de hielo. Pese a los intentos por variar el rumbo, era ya demasiado tarde, pues el Titanic navegaba a una velocidad de 22 nudos y medio. El contacto con la proa produjo una brecha gigantesca, pero no la alarma entre el pasaje, pues la confianza en el barco era absoluta. Rápidamente se inundaron los cinco primeros compartimentos, construidos con una abertura en su parte superior. Pese a disponer de bombas capaces de achicar el agua, el mando del buque decidió utilizar las reservas de energía para mantener la iluminación y la radio, en espera de auxilio. Fue una decisión fatal, pues el agua avanzaba rápidamente, haciendo hundir 4 metros la proa del barco. Entretanto, la tripulación intentaba acondicionar al pasaje en los botes salvavidas, sólo suficientes para la mitad de los pasajeros. Además, el pánico provocó que no se ocupasen muchas de las plazas previstas, permaneciendo en el barco 1.513 personas una vez que fueron bajados todos los botes. A las dos de la madrugada, el Titanic se partió en dos grandes trozos. Fueron muchos los que trataron inútilmente de no caer a las heladas aguas del océano, agarrados a las barandillas. En tan sólo dos minutos, el resto del barco se hundió a una profundidad de 4.000 metros. En las dos horas y media, el mayor transatlántico del mundo se había perdido para siempre, y con él la vida de 1.523 personas. Sólo hubo 705 supervivientes. El Titanic había sido construido con las más modernas técnicas conocidas en 1911, en la creencia de que los conocimientos científicos alcanzados por la Humanidad permitirían aunar la máxima seguridad con el mayor de los lujos, haciendo de la travesía entre Europa y Estados Unidos un viaje rápido, confortable y sin riesgos. El Titanic medía 267 metros de largo, 300 metros desde la quilla hasta el puente y otros 30 desde el puente hasta lo alto del mástil, tan alto como un edificio de 11 pisos. 29 calderas, cada una con un peso de 100 toneladas, consumían 825.000 kilos diarios de carbón y permitían alcanzar una velocidad máxima de 23 nudos. Además de asombrar por sus datos técnicos, el Titanic provocó la admiración de sus contemporáneos por su fastuosidad y lujo. Definido como un palacio flotante, era capaz de albergar a 3.547 pasajeros. En su primer y único viaje, se encontraban a bordo 2.228 personas, de las que 885 componían la tripulación.
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La implantación del liberalismo entre 1833 y 1868 presenta numerosas semejanzas en España y Portugal. En ambos países los conflictos dinásticos se complican con los ideológicos. Portugal sufre una guerra civil entre 1832 y 1834 y España la atraviesa entre 1833 y 1839. María da Gloria, 1826, e Isabel II, 1833, reinas menores de edad, buscarán apoyo en los liberales frente a dos príncipes legitimistas (Don Miguel y Don Carlos), hermanos de los reyes fallecidos. Los sistemas liberales español y portugués tienen un funcionamiento y evolución semejantes tanto en hechos como en el origen común de la ordenación política liberal otorgada por la corona, ambas basadas en la Carta francesa de 1814 (Carta Constitucional de 1826 en Portugal y Estatuto Real de 1834 en España), el sistema censitario, la expulsión de las órdenes religiosas, la desamortización, el posterior acuerdo con la Santa Sede y las revueltas de 1868. Es evidente que el paralelismo no es fortuito y se torna comprensible si se integra la historia ibérica en la coyuntura internacional y se tiene en cuenta una estructura social semejante en sus diversas regiones. Además, los acontecimientos de un país tienen repercusiones en el otro. Creo que se puede afirmar que, tomada como un todo, Iberia tenía una evolución coherente y diferenciada si la comparamos con el resto de Europa. El sistema liberal puesto en marcha en el siglo XIX había hecho evolucionar de manera semejante las diversas zonas de la Península Ibérica. En las décadas centrales del siglo XIX se constata, con más fuerza en Portugal que en España, una tendencia iberista. Aparecen diversas corrientes convergentes en la idea de lograr una unión, más o menos estrecha, para constituir Iberia o la Federación Ibérica, nombres, entre otros, que se propusieron para tal fusión. La pregunta implícita común a todos los que se plantearon el iberismo es si, ahora que España y Portugal podían unirse, era ventajoso y conveniente hacerlo. Muchos técnicos en comunicaciones e ingenieros dieron una respuesta positiva y aportaron a los políticos argumentos de mejora económica. Desde entonces, todos los iberistas coinciden en la potenciación de la Península con unas comunicaciones e instrumentos económicos comunes: Telégrafo eléctrico, tendido del ferrocarril, carreteras, navegación de los ríos, conexión del Duero y el Ebro, unión del Mediterráneo y el Atlántico, aprovechamiento de los puertos de Lisboa y Porto, supresión de aduanas, moneda única, adopción de un sistema de pesos y medidas, correo común, unión de flotas, política colonial concertada, aprovechamiento de la energía hidrográfica. En algunas personas, se generó una conciencia de la necesidad de unión para una mayor eficacia y el fortalecimiento de ambos países frente a las potencias europeas. Para los iberistas la integración de la Península mejoraría la economía del conjunto. Los argumentos de los técnicos de que la unidad de España y Portugal facilitaría los progresos económicos y materiales no fueron privativos de ellos, pero su peso específico fue mayor en sus escritos que en los de políticos que, por lo demás, los repitieron profusamente. Entre los políticos y publicistas, los argumentos anteriores se sumaron a la conveniencia política. La reacción de Fernando VII, en 1823, llevó a destacados liberales españoles a plantear la Unión Peninsular en la persona de Don Pedro IV de Portugal. En el Oporto liberal de 1832 se difundieron proyectos de unidad ibérica, monárquica o republicana federal. Restaurado el sistema liberal moderado en España en los años de la minoridad de Isabel II, ciertos sectores liberales de España y Portugal defendieron la unión ibérica. Algunos, como Mendizábal, presionaron para que se nombrara a Don Pedro IV como regente de España, otros quisieron forzar demasiado la naturaleza y acortar el camino a través del matrimonio de Isabel II y Don Pedro V. El gran problema era que el príncipe heredero Don Pedro era casi un bebé. Nacido en 1837, tenía siete años menos que Isabel II que ya era excesivamente niña. Andrés Borrego propuso unos esponsales y posponer el matrimonio. En 1846 el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís de Borbón terminó con las especulaciones. Posteriormente, en España, muchos liberales asumieron el iberismo, especialmente miembros del partido progresista. En las filas moderadas, políticas o de pensamiento, el iberismo fue ganando terreno frente a una hostilidad inicial. En su versión republicana, nos encontramos casos ya en los años cuarenta entre escritores y publicistas. Más tarde llegó a formar parte del programa del Partido Republicano Federal. En Portugal, el iberismo fue tomando cuerpo en ambientes liberales, especialmente setembristas (equivalentes a los progresistas españoles) y en el medio estudiantil con motivo de la revolución de 1848. Es sintomático, como ha señalado María Manuela T. Ribeiro, que la Comisión, presidida por el entonces estudiante José María Casal Ribeiro, que protagonizó los sucesos de Coimbra en 1848, saludase el triunfo de la revolución en algunos países europeos con un manifiesto que terminaba "¡Viva la Península! ¡Viva la libertad de todos los pueblos!" y que había sido firmado por 406 universitarios. Eran momentos propicios para el ideal ibérico que se sustentaba en los principios de la Revolución de 1848: liberalismo democrático y nacionalismo independentista o federalista. Esta segunda versión de unión de pueblos es la que caló en los ambientes portugueses antes señalados y entre los emigrados ibéricos en París. El terreno quedó abonado. Fue a comienzos de la década de 1850 cuando la idea tuvo mayor difusión. Coincide con el avance de las unificaciones, especialmente en Alemania e Italia, que se extendieron por Europa y el ejemplo del federalismo de países como Estados Unidos y Suiza. La idea de federalismo circulaba con profusión entonces por todo el mundo occidental y para muchos era la panacea que resolvería todos los males. En este contexto hay que estudiar el Club Democrático Ibérico, fundado en París después de la Revolución de 1848, y la Liga iberista que se creó en Madrid en 1854. Sixto Cámara fue uno de los pocos ejemplos de iberistas españoles que llegó a conocer bien Portugal. Propuso un sistema federal basado en la unión de las localidades de la Península, cada una de ellas libre e independiente. Si bien la mayoría de los federalistas fueron republicanos, antes de esta solución se planteó la unidad ibérica bajo una sola monarquía y un solo parlamento. El trabajo de Sinibaldo de Mas, La Iberia, se publicó en español en 1852 y el mismo año se tradujo al portugués, prologado por Jose María Latino Coelho, con una amplia difusión. Se concebía la Unión Ibérica dentro de la lógica geográfica que llevaba a una economía (basada en el librecambio) y un sistema de comunicaciones comunes, lo que exigía la unión política que haría surgir una nueva realidad nacional: Iberia. Desde el punto de vista dinástico hubo una trama en el progresismo español, iberista por entonces, para sustituir a la reina Isabel II por Don Pedro V, todavía menor de edad en 1854 cuando el progresismo llega al poder en España. El conjunto de fuerzas, progresistas y lo que posteriormente serán unionistas, terminó en un equilibrio que, de momento, llevó a la renuncia de la unión ibérica basada en la fórmula del cambio de dinastía. La salida del gobierno de los progresistas en 1856 entibió aún más esta posibilidad. En Portugal, a la altura de 1853 y 1854 la idea de unión ibérica se extendía y gozaba de muchas simpatías entre buena parte de políticos e intelectuales de Lisboa y Oporto, si bien no se había generalizado en la mayoría de los portugueses. Para J.A. Rocamora, es justamente la falta de decisión de los iberistas españoles, tras la favorable situación de la Revolución de 1854, la que probablemente llevó a una recesión del iberismo portugués. Sin embargo, aún no asistiremos en Portugal a una reacción contra el iberismo que tendrá su momento álgido en la década de 1860. De hecho, en 1855, la oposición al iberismo en la prensa portuguesa sólo provenía de los miguelistas. En 1865, con ocasión del tránsito hacia Europa del Rey de Portugal, una manifestación de unas dos mil personas se expresó en la estación de ferrocarril de Madrid a favor de Don Luis I, que aglutinaba, según ellos, a los monárquicos partidarios del iberismo y contrarios a Isabel II. Un sector del progresismo propugnaba esta solución para unir España y Portugal. Don Luis publicó una carta en la que oficialmente se manifestó como portugués y en la que daba a entender que rechazaba esa posibilidad. La Revolución de 1868 estimuló en Portugal la unión ibérica. La actitud de Antero de Quental, que entendía que ambos países estaban obligados a superar la decadencia ibérica y dar paso a una república federada para extender la democracia a toda la Península, fue una opinión relativamente extendida entre las minorías político-intelectuales de Lisboa y Oporto. Otros preferían la unión dentro del constitucionalismo monárquico. Este sector, que tuvo cierta actividad en los años cincuenta y sesenta, como acabamos de ver, vio una nueva oportunidad de unión política en 1869, al tiempo que se planteaba el cambio dinástico del trono español. En este momento (entre 1868 y 1870) es cuando hay que situar las principales manifestaciones escritas y populares del anti-iberismo en Portugal, como enseguida veremos. Fueron varias las causas por las que los iberistas no tuvieron eco popular y, en definitiva, llevaron a que el iberismo no tuviese éxito. El idioma y la historia de España y Portugal habían sido semejantes. Pero esa semejanza no implicaba identidad. Les separaban relativamente la lengua y, por parte portuguesa la historia, especialmente desde el siglo XVII, que en la imaginación colectiva de parte de los que constituían la opinión pública portuguesa se resumía en la idea de una potencia vecina que estaba al acecho para llevar a cabo la anexión. La diplomacia y la política españolas cometieron graves errores que, lejos de eliminar las suspicacias históricas, las aumentaron. Su disposición a intervenir en Portugal a lo largo del siglo XIX, casi siempre sin afanes de dominio territorial (salvo el intento de Godoy en ingenuo acuerdo con Napoleón), daba argumentos para pensar en un vecino prepotente que más que una unión podría llevar a cabo una anexión. Sobre todo, faltaba un elemento subjetivo, el sentimiento popular de nación. Los iberistas no lograron que esta sensación se hiciera propia de los potenciales ibéricos y que tuviera la suficiente fuerza para superar los problemas descritos. Una de las claves del fracaso del iberismo fue el escaso arraigo popular. Fue algo de minorías elitistas, especialmente de Lisboa y Madrid. Por otra parte, el sentimiento anticastellanista lejos de desaparecer creció en los años sesenta con la polémica iberista. De hecho, al agitar la amenaza española, ésta fue un revulsivo para fomentar el nacionalismo que se institucionalizó en lo que Fernando Catroga ha denominado El culto del Primero de Diciembre. Los iberistas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta hicieron mal los cálculos sobre la posibilidad de que se olvidara la idea de una España anexionista de Portugal por los beneficios que la unión reportaría y el surgimiento de un ideal ibérico con un nuevo papel en el mundo. Por el contrario, se reavivó una reinterpretación histórica: la presentación de la separación de Portugal y España de 1640 con una naturaleza nacionalista y de soberanía popular, trasponiendo anacrónicamente las ideas colectivas del siglo XIX al XVII. Todos los géneros fueron utilizados para cantar la gesta de la formación de la nación portuguesa. Tuvo éxito. Lo que no había logrado el iberismo lo consiguió su opuesto: difundirse entre amplias capas de la población.
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La figura de la viuda, que, como hemos visto, no era infrecuente en aquellos siglos, preocupó especialmente a los tratadistas contemporáneos. Dicha preocupación encontraba su origen en su experiencia sexual, pues chocaba frontalmente con el ideal de castidad de la época. Una mujer que había estado casada debía ser fuerte ya que tenía que resistir la tentación de lo que ya conocía. Espinosa, en su Diálogo en laude de las mujeres, expresaba su preocupación: La privation del reino a aquellos que ya reinaron, no sólo les da apetito de tornar a reinar, más aún les es causa de un extremo dolor. Los tratadistas no eran los únicos en mostrar su recelo. En la obra de Calderón de la Barca, La dama duende, la criada de la joven viuda advierte a su señora de que su estado "es el más ocasionado / a delitos amorosos". Si a su experiencia sumamos la ausencia de un varón que pusiese límites a la tentación, comprenderemos la advertencia de Espinosa: El estado de la viuda, es menos seguro, antes sin proportión, más peligroso, no siendo sujeta a marido, a padre, madre, hermanos, ni otros superiores, antes libre y absoluta señora de sí y de su casa. Gráfico En su Summa Theologica Santo Tomás de Aquino proponía una solución para estas mujeres: la castidad. Este era en su opinión el estado ideal, superior a cualquier otro, por ser el mejor camino para la perfección y la relación con Dios. Según el ideal de Aquino, que perduró durante siglos, las viudas se encontraban a medio camino entre la perfección de las vírgenes y la perdición de las casadas. En palabras de Vives, "ella está ya desocupada y libre y quita de los negocios del marido, y no hay peligro alguno que le vaya nadie a la mano si quiere servir a Dios". Es decir, la viudedad era una segunda oportunidad para ejercer la castidad sin el peso de las obligaciones conyugales. Superada la misoginia medieval y tras la "querella de las mujeres", en estas obras los moralistas habían dejado de atacar la naturaleza femenina para crear modelos de doncellas, casadas, monjas y viudas perfectas. Es decir, aquellas que lo deseasen podían encontrar en estos libros las herramientas suficientes para alcanzar el ideal de viudedad. Aunque ya desde el siglo XV estos libros dirigidos a la educación femenina habían proliferado, fue durante la Primera Edad Moderna cuando este tipo de literatura alcanzó su auge. Juan Luis Vives, Guevara o Fray Luis de León, entre otros, se preocuparon especialmente por las mujeres que habían perdido a sus esposos ofreciéndoles consejos sobre cómo vestir, cómo comportarse e, incluso, sobre cómo llorar. Al fin y al cabo, la viuda no sólo debía serlo, sino parecerlo.
Personaje Político
Entre los años 47 y 43 a.C. Antípater fue gobernador de Judea, cargo desde el que prestó importantes servicios a Roma. En agradecimiento se le concedió la ciudadanía romana, iniciando una línea estrecha de colaboradores con el Imperio. Murió asesinado, posiblemente por miembros de la resistencia hebrea. Es el padre de Herodes el Grande.
contexto
El más destacado de los discípulos de Montañés fue Juan de Mesa y Velasco, nacido en Córdoba en 1583 y muerto en Sevilla en 1627, al que hemos de considerar como el prototipo del imaginero; subsisten todavía dudas acerca de su primera formación artística, habiéndose generalizado la idea de que antes de llegar al taller de Montañés debió haber estado en el de otro maestro, que acaso fuera Andrés de Ocampo, ligado a Córdoba por lazos profesionales y familiares, donde también habría coincidido con el granadino Alonso de Mena. Casó en 1613 con María de Flores, viviendo la mayor parte de su vida en la collación de San Martín; a su muerte, su taller fue arrendado a Luis Ortiz de Vargas y Gaspar Ginés, quienes también se quedarán con parte de los dibujos del maestro, pasando los útiles de trabajo a su cuñado y colaborador Antonio de Santa Cruz. Son escasas las referencias conservadas en torno a la producción retablística del artista cordobés, pero la crítica coincide en considerar suyo el retablo mayor del convento sevillano de Santa Isabel, contratado en 1624; la claridad del esquema arquitectónico, de clara estirpe montañesina, se ve alterada por la presencia de una serie de elementos que ponen de manifiesto la aparición de una nueva sensibilidad artística que se refleja claramente en la mayor volumetría del conjunto. La importancia concedida a los ejes verticales, el caprichoso frontón, las tornapuntas decorando los trozos de entablamento no son sino muestras palpables del cambio estético que se va produciendo paulatinamente en la retablística sevillana del momento. No ocurre lo mismo en el terreno de la escultura, campo en el que Juan de Mesa desarrolla una intensa actividad y en el que nos ha dejado obras señeras. La estética que anima la producción escultórica de Juan de Mesa es decididamente barroca, de formas llenas que se envuelven con ropajes de plegados profundos que marcan intensos contrastes de luz; sus desnudos revelan a un perfecto conocedor de la anatomía humana, llegando al extremo de saber expresar con toda la precisión los signos que la muerte deja en el cuerpo del hombre; los rostros de sus figuras, aureolados por cabelleras de rizos abundantes y profundos, revelan una intensa vida interior que conecta directamente con la sensibilidad de quien los contempla, en perfecta sintonía con la doctrina que por entonces defendía la Iglesia en relación con el papel persuasivo de la imagen. Son numerosas las esculturas que salieron de sus manos, la mayoría de iconografía pasionista destinada a procesionar por las calles. El lugar de honor lo ocupa con todo merecimiento la representación del Crucificado en la que, partiendo de los modelos creados por Montañés, expresará toda la fuerza dramática del proceso y muerte de Jesús. Se conocen al menos diez crucificados salidos de sus manos en los que el imaginero ha reflejado distintos momentos de la Crucifixión, de ahí que lo muestre, en unos casos, vivo y en otros ya muerto, pero todos ellos ponen de manifiesto su exacto dominio del tema anatómico; generalmente van inscritos en un triángulo, prefiriendo el uso de tres clavos, lo que imprime movimiento al cuerpo, en el que se acusan los músculos, tendones y venas, según corresponde a la tensión que supone la sujeción a un madero. La belleza y perfección del desnudo apenas si queda velada por el paño de pureza, sujeto por una soga y formado por telas de abundantes pliegues recogidos en moñas laterales. La corona de espinas es gruesa, con enormes púas que horadan orejas y frente, cuya huella se hace visible incluso en aquellas imágenes que no la llevan. El Cristo del Amor de la parroquia del Salvador (1618-20), el de la Buena Muerte de la capilla de la Universidad (1620) y el de la Basílica de San Isidro de Madrid (1621) son magníficos ejemplos de representación de Cristo muerto, en tanto que los de la Conversión del Buen Ladrón (1619) de la cofradía sevillana de Montserrat, y de la Agonía (1622) de la parroquia de San Pedro de Vergara (Guipúzcoa), lo muestran aún vivo. Una variante iconográfica del tema la encontramos en las imágenes de Yacentes, de las que el artista realizó dos, el del Santo Entierro sevillano y el que forma grupo con la Virgen de las Angustias de Córdoba, que nos sirve además para entender la manera que el maestro tiene de expresar el dolor de la Madre, hondo y callado; a él se debe también la bella imagen de la Virgen de la Victoria, de la popular cofradía de las Cigarreras. Dentro del ciclo pasionista realizó también Juan de Mesa otra creación magistral: el Nazareno, en el que nos ofrece una versión de mayor hondura dramática que la de Montañés, por cuanto ha intensificado las huellas del sufrimiento, patentes en el rostro y en la curvatura de la espalda, según lo vemos en el impresionante Jesús del Gran Poder de Sevilla y en el Nazareno de La Rambla (Córdoba). Aparte de las comentadas, esculpió el maestro otras imágenes, singularmente de la Virgen, con y sin el Niño, y de santos; de las primeras merecen destacarse La Inmaculada Carmelitana del convento de las Teresas de Sevilla, la Virgen del Hospital de Antezana de Alcalá de Henares, ambas fechadas en torno a 1610, y la Virgen de las Cuevas del Museo de Bellas Artes de Sevilla, fechada hacia 1623, en la que se muestra más cercano a los esquemas montañesinos. Entre los temas hagiográficos recuérdense el San José con el Niño de Fuentes de Andalucía, San Juan Bautista y San Ramón Nonnato del Museo de Sevilla, los santos jesuitas del Puerto de Santa María, etc.
contexto
El análisis de la evolución de la coyuntura y de sus efectos sobre las estructuras socioeconómicas del país es fundamental para comprender las orientaciones del proyecto reformista republicano y las consecuencias que su parcial fracaso acarreó al régimen. En este sentido, hace ya algunos años, X. M. Beiras trazó un panorama muy negativo de la España de los inicios de la década, que definía en cuatro notas: - "Subdesarrollo, es decir, una situación histórica específica de atraso económico y social, en la que los rasgos de orden precapitalista impregnan la zona más extensa de la base económica y de la estructura social (...). - Escasa potencia autónoma del sector capitalista de la economía, que no alcanza a ser un sector claramente dominante en el juego de intereses de clases, ni en los modos de organización de la base económica, ni se configura tampoco con arreglo a los modelos establecidos en los centros hegemónicos del capitalismo mundial (...). - Heterogeneidad estructural interna de la economía española, tanto desde el punto de vista de los espacios como de los regímenes económicos (...). - Concentración oligárquica del poder económico en un contexto socialmente atrasado y a un nivel de desarrollo de las fuerzas productivas muy inferior al correspondiente a una concentración de poder del tipo de un capitalismo en fase monopolista". Subdesarrollo, debilidad, heterogeneidad y atraso en los procesos de concentración capitalista configurarían, pues, un marco estructural propicio para la interpretación de la crisis republicana. Pero, al margen de que conviene matizar esta visión con otras que señalan el papel de zonas industrializadas como el País Vasco o Cataluña, el peso del movimiento obrero y de la burguesía progresista, o el avance de determinados procesos de modernización social, es necesario tener presente que la economía española no se encontraba totalmente desprovista de conexiones con la internacional y que la vida de la República discurrió en paralelo con la crisis mundial iniciada en 1929, la más grave de las que hasta entonces habían afectado al sistema capitalista y que incidió negativamente en la estabilidad de muchas democracias parlamentarias. Es importante, pues, dilucidar si la ruptura social de los años treinta en España, que desembocó en la guerra civil, se debió básicamente a las causas estructurales arriba apuntadas o si, por el contrario, fueron decisivas las derivadas de la coyuntura. Y en este último supuesto, hasta qué punto la situación internacional de crisis afectó a la economía nacional. Los primeros estudios sobre el tema pusieron de manifiesto que la crisis de 1929 había incidido menos en España que en otros países de su entorno, más ricos y, sobre todo, con un sector exterior más activo. Gracias a ello, tras un bache relativamente profundo entre 1931 y 1933, la recuperación se habría iniciado en este último año hasta alcanzar en 1935 unos niveles de renta y de producción sólo ligeramente inferiores a los previos al crack. Además, la crisis habría afectado a sectores económicos muy concretos, como la agricultura de exportación, la minería, la siderurgia y otros fundamentalmente vinculados al comercio exterior. Sería preciso, pues, buscar causas más complejas, como el problema de la propiedad agraria, la pobreza de dotaciones industriales, la insuficiencia de capitales o la inestabilidad del sistema político, para explicar la alta conflictividad social en un momento económico objetivamente más favorable que el de las democracias estables como Gran Bretaña o Estados Unidos. Investigaciones posteriores han destacado, sin embargo, el impacto desestabilizador de la depresión durante el período 1931-1933, señalando el efecto negativo para la economía española de factores como la caída del comercio mundial, la disminución de las inversiones extranjeras y de los beneficios del capital español invertido en el exterior, las pérdidas del incipiente sector turístico y la merma de las remesas de dinero enviadas por los emigrantes, el costo de los esfuerzos por mantener el tipo de cotización de la peseta o la política de contención del gasto público defendida, y parcialmente realizada, por los sucesivos equipos de la Hacienda republicana. Por otro lado, no se puede ignorar la extremada desconfianza con que recibieron la llegada de la República y la actuación de los gobiernos reformistas del primer bienio, con participación socialista, los sectores empresariales y financieros. "A partir de abril de 1931 y hasta noviembre de 1933 -escribe J. Palafox- se produjo un espectacular deterioro de sus expectativas con consecuencias muy graves sobre la inversión y, a partir de ella, sobre la situación de la economía. Todos los indicadores de la inversión privada que pueden ser asociados a estos grupos muestran una clara tendencia negativa. Todos ellos denotan que la inversión sufrió un hundimiento espectacular hasta que la coalición republicano-socialista fue derrotada en las elecciones celebradas a finales de 1933". Parece razonable, pues, atribuir a la contracción de la economía española un triple origen coyuntural: el contexto internacional depresivo, la renuncia del Estado a mantener la política expansiva asumida por la Dictadura y la desconfianza provocada en los medios capitalistas por la gestión gubernamental de la Conjunción republicano-socialista. En 1933, punto cenital de la recesión, se registraba una apreciable tasa de paro, favorecida además por la inversión de las tendencias de la migración exterior, y un descenso de la producción industrial y del comercio exterior. No obstante, estos factores macroeconómicos no parecen, pese a su evidencia, suficientes para inducir un cuadro de crisis social y política tan agudo como el que condujo a la guerra civil. Otros indicadores no son tan negativos, como la renta nacional, que sólo sufrió ligeras variaciones durante el quinquenio, los precios, que frente a las tendencias deflacionistas exteriores se mantuvieron en los niveles de la década anterior, o los salarios, que subieron en torno a una media del doce por ciento entre 1931 y 1933. Pero, en el plano social, el estancamiento de la economía tuvo un efecto negativo sobre el empleo -efecto que se mantendría hasta la guerra- y sobre las relaciones laborales y, sobre todo, contribuyó a frustrar la política de redistribución de rentas que los trabajadores identificaban como la quintaesencia del régimen, y que hubiera precisado de una situación más favorable a la inversión en medidas sociales. No es casualidad que el momento más grave de la recesión coincidiera con la salida de los socialistas del Gobierno y con una radicalización creciente de sus bases, decepcionadas por la timidez y la discontinuidad de las reformas planteadas en el primer bienio. La recuperación iniciada en 1934 coincidió con la llegada al Poder de una coalición de centro-derecha. Ello otorgó nuevas prioridades al gasto público, un tanto ajenas al reformismo social de la época anterior, y posibilitó un aumento de la presión patronal, sobre todo en el campo, donde la reforma agraria fue casi paralizada y los salarios reales disminuyeron. Por no hablar de los efectos del fracaso de la Revolución de Octubre de 1934, que prácticamente desarmó la acción reivindicativa de los sindicatos y facilitó la desaceleración del crecimiento de los salarios de los trabajadores. El planteamiento de estos elementos políticos, junto con la persistencia de la crisis del empleo, configuran en perspectiva un balance poco satisfactorio para las capas más desfavorecidas de la población en esta etapa de estabilización económica que fue el bienio radical-cedista. La crisis afectó a los grupos sociales de un modo selectivo. El proletariado agrícola y determinados sectores del industrial fueron sin duda los más perjudicados, al igual que numerosos pequeños y medianos empresarios dedicados a la construcción, la agricultura de exportación, el textil, etc. El impacto sobre la burguesía y las clases medias, que tanto favoreció el ascenso del fascismo en otros países, se vio muy amortiguado en España por el mantenimiento de un elevado nivel de ocupación en estos grupos y por la favorable evolución de precios y salarios. El bache incidió también sobre los sectores económicamente más fuertes, como prueba la caída de la importación y matriculación de automóviles o de los depósitos en cuenta corriente y de los beneficios de la Banca. También la Bolsa se vio perjudicada entre 1931 y 1933, período en el que el índice de cotización de la renta variable descendió a la mitad. Pero ello parece más el fruto de la desconfianza ante la situación socio-política que de una real disminución de la capacidad económica de estos grupos, que estaban muy lejos de la angustiosa incertidumbre que padecían muchos trabajadores agrícolas e industriales, amenazados por el paro y la presión patronal. Evidencia de ello es que, a lo largo del lustro, los depósitos de ahorro y los beneficios empresariales crecieron en todos los ejercicios, las suspensiones de pagos, realmente escasas, sólo experimentaron incremento en 1931 y en 1934, y que las masivas emisiones de Deuda pública encontraron una excelente acogida entre un espectro muy amplio de inversores. En resumen, la coyuntura económica, aunque menos desfavorable que la de otros países europeos, desempeñó un papel potenciador de las dificultades del régimen al agudizar las viejas tensiones estructurales y recortar los márgenes de actuación de la burguesía reformista. Cabe estimar, con Tuñón de Lara, que los nexos causales en la escalada de conflictos socio-políticos que conducen a la guerra civil, como la Revolución de Octubre de 1934 o la violenta primavera de 1936, no obedecen a "fenómenos económicos coyunturales, sino a fenómenos socioeconómicos estructurales y a fenómenos políticos coyunturales". Pero también hay que admitir que los efectos de una situación económica recesiva como la de los primeros años treinta contribuyó al aumento de la conflictividad social y a un creciente despego respecto al régimen republicano de significativos sectores de las capas populares, que en la primavera de 1931 habían figurado entre sus principales valedores.
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De igual modo que, decíamos, no conviene exagerar el radicalismo de los contenidos de la Ilustración, tampoco es adecuado hacerlo con su implantación. Desde un punto de vista social, su impacto quedó reducido a determinados grupos, dada la naturaleza de sus postulados, el carácter de las sociedades e instituciones que la transmiten y los altos niveles de analfabetismo existentes. En cuanto a los desarrollos, innovaciones y cambios que tienen lugar en los campos del pensamiento, la literatura y los gustos estéticos durante el siglo XVIII, como afirma Porter, "...sería erróneo etiquetar todos... (como) expresión de una coherente filosofía ilustrada. Pero igualmente sería tonto negar que las nociones de naturaleza humana y los ideales de buena vida desarrollados por los filósofos encontraron amplia expresión en las artes y las letras y en la vida práctica". Así, en algunas descripciones sobre sociedades primitivas sus autores, dejándose llevar por sus sueños del buen salvaje, convierten a aquéllas en modelos vivos de una sociedad igualitaria y libre que sólo existe en sus mentes. La novela acoge el debate ilustrado sobre el hombre y la naturaleza -Robinson Crusoe, de Defoe-, mientras las innovaciones en psicología, moral y filosofía se dejan ver en el tratamiento de los caracteres y motivaciones de los personajes. Incluso las teorías científicas sobre las atracciones de los elementos químicos encuentran en Goethe una pluma dispuesta a aplicarlas al tema amoroso y del matrimonio en Las afinidades electivas. En la ópera, Mozart recoge el contraste entre la civilización europea y la exótica, pero bárbara, de Turquía en El Serrallo, o nos habla del desarrollo del hombre por el autoconocimiento en su última obra: La flauta mágica. Tampoco la medicina escapa a la influencia de los puntos de vista ilustrados. Las plagas y epidemias dejaron de considerarse un castigo divino, buscándose y hallándose medios para combatirlas, como la inoculación. Las enfermedades mentales no fueron más fruto de posesión diabólica, y en los partos, el saber científico de los ginecólogos ganó la partida al más práctico de las comadronas. Pero quizá el campo en el que los reformadores ilustrados actuaron más directamente fue en el de la política, aunque, como dijimos, los filósofos antes que por buscar panaceas políticas concretas estaban preocupados por su criticismo, por su búsqueda de un "nuevo, más humano, más científico entendimiento del hombre como un ser social y natural". Las ideas ilustradas traen consigo una nueva apreciación del Estado y de la vida política a los que se considera susceptibles de organizar conforme a la razón y capaces, si así lo hacen, de alcanzar la felicidad de los súbditos. Para lograr ésta se confía sobre todo en el primero, al que se le deben de encomendar el mayor número de tareas y bajo cuyo control ha de quedar tanto el ámbito público como el privado, excepción hecha de la libertad de conciencia. Un Estado con tales características lo encuentran los reformistas en el absolutismo regio al que se considera un aliado siempre que se adapte a la época. No olvidemos que lo que nuestros hombres de Las Luces persiguen es encontrar soluciones a los problemas dentro de las propias estructuras del Antiguo Régimen, hallar lo que Pierre Vilar denomina un recurso homeopático a un sistema debilitado. En justa correspondencia, los monarcas buscan en aquéllos sugerencias y apoyo a los planes de transformación social que piensan para sus pueblos. Unos y otros van a coincidir plenamente en su deseo por frenar el influjo de la Iglesia y los privilegios de la nobleza, por fortalecer las bases económicas y culturales, por promover la tolerancia religiosa. Había nacido el absolutismo ilustrado, fórmula política que se extiende por Europa desde Rusia a la Península Ibérica por los mismos años en que los propios filósofos atacan duramente a la Monarquía en Francia. El instrumento preferido para llevar a cabo las reformas van a ser las leyes, cuya mejora siguiendo las coordenadas que señala el pensamiento ilustrado será la base que sustente la colaboración entre el Estado absoluto y los portavoces de las nuevas ideas, cuyo empeño en llevarlas a la práctica les hace no reparar en los horrores del poder. Sin embargo tal convivencia tenía sus límites, nacidos de la propia evolución teórica de las ideas políticas, con la exaltación de la soberanía popular, y de los problemas prácticos de relación entre reyes e ilustrados cuando éstos intentan influir directamente en la política. En realidad, el absolutismo sólo deseaba usar a los filósofos para justificar un uso más riguroso del poder. Por ello, a partir de los años setenta la crítica al despotismo se convierte en una moda, lo mismo que la del colonialismo, que se toma como indicativa de radicalismo político, y la de la esclavitud, basada en las ideas filantrópicas del período. Ninguna consiguió grandes resultados prácticos y los logrados hubieron de esperar hasta la época de las revoluciones de final de siglo, cuando el absolutismo sufre un duro golpe y algunos Estados americanos ponen en marcha políticas abolicionistas. Aún entonces, los elementos conservadores de la Ilustración se mantienen vigentes e informarán la reacción posterior a 1815 y el conservadurismo europeo. En suma, la Ilustración representó un momento de ruptura con el sistema espiritual y bíblico de entender al hombre, la sociedad y la Naturaleza. Contribuyó a la secularización del pensamiento europeo y a la aparición de lo que llamaríamos una inteligencia secular capaz, por su amplitud y poder, de sustituir al clero en sus funciones de controlar la enseñanza y la información. Esa inteligencia contaba con nuevos canales para difundir su pensamiento: periódicos y revistas. Ahora bien, "las ideas nunca van mucho más allá de la sociedad. Y una gran parte del pensamiento osado, innovador del siglo XVIII fue rápidamente reciclado hasta convertirse en pilar del orden establecido en el XIX... La Ilustración ayudó a liberar al hombre de su pasado... (pero) falló en prevenir la construcción de nuevas cautividades en el futuro: Aún estamos intentando resolver los problemas de la moderna, urbana sociedad industrial de la, que la Ilustración fue comadrona".