En 1764, en el Libro V de su "Historia del arte en la antigüedad", J. J. Winckelmann, tras elaborar la primera división en etapas del arte griego -estilo rígido y duro (arcaísmo), estilo grande y angular (clasicismo del siglo V), estilo florido y bello (clasicismo del siglo IV) y estilo de imitación (periodo helenístico)- planteó su paralelismo con el arte de la Edad Moderna europea: "La suerte del arte en los tiempos modernos es comparable al de la Antigüedad en cuanto a los periodos: también ha pasado por cuatro cambios o épocas, aunque con la diferencia de que el arte no fue decayendo poco a poco como entre los griegos, sino que, una vez alcanzada toda la altura posible -hablo aquí únicamente del dibujo- decayó de repente. Hasta Miguel Angel y Rafael, el estilo había sido seco y rígido. Sobre estos dos hombres descansa la altura del arte en su restauración. Después de ellos, y tras un intervalo en el que reinó el mal gusto, llegó el estilo de imitación, cultivado por los Carracci y su escuela, periodo que se extiende hasta Carlos Maratt". Desde entonces, sea expresamente, sea de forma tácita, los investigadores del mundo clásico han ido aceptando, con variantes y con distintos enfoques, paralelismos de este tipo. No es cuestión de volver a concepciones fisiológicas del arte, con estilos que nacen, se perfeccionan y mueren, ni siquiera de buscar las causas profundas de tal coincidencia; pero lo cierto es que, después de la gran crisis cultural de fines del siglo V a. C., el arte griego parece entrar en una fase semejante a la del humanismo renacentista, huyendo de la trascendencia divina y acercándose al hombre, a sus sentimientos, a su forma, y a la conquista de la espacialidad. Tras un periodo de grandes figuras -Praxíteles, Escopas y Lisipo en un caso; Leonardo, Rafael y Miguel Angel en el otro-, se da paso a un momento imitador, de maniera, de escuela; y después, se llega al barroco. Es, en el siglo XVII, el barroco realista de Caravaggio, el decorativo de Bernini, el clasicista de los Carracci; en Grecia, paralelamente, se desarrollan el realismo rodio, la retórica pergaménica y, en ciertas zonas, como señalaremos, planteamientos netamente clásicos. Y finalmente, hacia el 150 a. C. en Grecia, lo mismo que en los albores del siglo XVIII en Europa, se esboza una nueva fase. En Europa, sus movimientos principales, hasta comienzos del siglo XIX, serán el rococó, las reacciones tradicionalistas barrocas, el movimiento neoclásico y las iniciativas visionarias prerrománticas; en Grecia la situación no había sido muy diversa.
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Afirma Dionisio de Halicarnaso (hacia el año 7 a. C.) que en Lavinio se conservaban edificios públicos y templos que se remontaban a los días de Eneas. Unas líneas más adelante añade el historiador (I, 64): "Cuando el cadáver de Eneas no se pudo ver por ninguna parte, unos se figuraron que había sido llevado con los dioses y otros que había perecido en el río junto al cual se había librado la batalla. Y los latinos le levantaron un heróon con esta inscripción: Al padre y dios de este lugar, que preside la corriente del río Númico (el actual arroyo llamado Río Torto). Pero hay algunos que sostienen que el heróon fue levantado por Eneas en honor de Anquises, muerto un año antes de esta guerra. Es un túmulo pequeño en derredor del cual se han plantado unas filas de árboles dignas de ver". Como tantas otras, la noticia dormía medio olvidada en las páginas rancias de la Historia hasta que los recientes descubrimientos arqueológicos efectuados en Lavinio la hicieron saltar a los actuales medios de comunicación. No muy lejos, en efecto, del Recinto de las Trece Aras, que puede corresponder al primitivo santuario federal de los latinos, al sudoeste de la ciudad arcaica, se encontró una cista de ortostatos de capellaccio, cubierta de losas de la misma piedra, la última de ellas correspondiente a la cabeza del muerto con su extremo trilobulado. En el ajuar del inhumado alternan los materiales antiguos -pectoral, lanza de bronce, espada de antenas y otros- con piezas de lujo del orientalizante inicial. Sobre el sepulcro se alzó un túmulo que, a juzgar por la distancia de 9 metros a que se encontraron las piedras de un segmento de la cerca, podía identificarse con el chomátion ou méga (túmulo no grande) de que escribía Dionisio. En el túmulo y en contacto con el cassone de la cista fue construido en el siglo IV un templete de cella cuadrada y amplio pronaos que puede corresponder al heróon visitado por el historiador griego.
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Entre las casualidades afortunadas que aquel día beneficiaron a los norteamericanos está la avería en la catapulta de lanzamiento del Tone. El hidroavión de este buque, uno de los siete aparatos de observación que debía prevenir a Nagumo de la proximidad de la flota norteamericana, tenía que despegar a las 4.20 de la madrugada. La avería retrasó su lanzamiento hasta las 5.05. El área de observación que le correspondía era, precisamente, la ocupada por la flota norteamericana. Este hidro notificaría, a las 7,28, en pleno ataque de los aviones de Midway, la presencia de diez buques enemigos a unas 200 millas al noroeste. Los equipos de vuelo trabajaban sudorosos en los hangares disponiendo el armamento de los aviones para un ataque contra tierra cuando Nagumo, en vista de la información, ordenó cambiar de nuevo el armamento: torpedos y bombas antiblindaje para atacar la flota enemiga. A las 8.09 el hidro volvía a comunicar: "No hay portaaviones, se trata de una flotilla compuesta por cinco destructores y cinco cruceros". De nuevo Midway cobraba preferencia y Nagumo, una vez más, ordenaba cambiar el armamento: bombas para atacar objetivos en tierra. El hidro volvía a informar a las 8.20: "La flota enemiga se compone de un portaaviones y de dos cruceros más..." Cuando se recibe esa noticia ha finalizado uno de los ataques procedentes de las Midway. Nagumo vuelve a pensar en la flota USA. El contraalmirante Yamaguchi aconseja por su telégrafo óptico desde el Hiryu un ataque inmediato contra la flota enemiga, con lo que se tenga cargado en los aviones en ese instante. Pero Nagumo sigue la ortodoxia naval japonesa: a) lanzar a sus aviones con la carga adecuada, por lo que vuelve a ordenar que se arme a los aviones con bombas perforantes y torpedos, b) ordena que la flota vire 90° al noreste, aproximándose al enemigo y saliéndose de la zona en que sería buscado, y c) recoge a los aviones que habían bombardeado Midway.
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Tras recibir la legítima el hijo pródigo abandona el hogar paterno, siendo despedido a la puerta de la casa familiar por padres y hermanos. Como en la mayoría de las obras de la serie, Murillo mezcla un fondo arquitectónico con el paisaje, creando contrastes lumínicos entre luz y sombra. La escena se sitúa en primer plano, con el caballo en diagonal y la figura del joven en escorzo, recogiendo el artista toda una serie de gestos y actitudes tomados de la vida cotidiana, por lo que la escena abandona toda referencia sacra. En el Museo del Prado se guarda un boceto en el que apenas existen diferencias. El hijo pródigo haciendo vida disoluta continúa la serie.
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Tras recibir la legítima, el hijo pródigo abandona el hogar para hacer vida disoluta. Este pequeño boceto forma parte de la serie preparatoria pintada por Murillo para la realización de un conjunto a gran tamaño que hoy guarda la colección Beit. El boceto apenas tiene variantes con el cuadro definitivo, manteniéndose la representación de la escena como un asunto de la vida cotidiana. El empleo de una factura más deshecha y el abocetamiento hacen recordar a algunas obras de Rembrandt.
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Tras ser expulsado por las cortesanas por haber gastado toda su fortuna, el hijo pródigo "se fue a servir a casa de un hombre del país que le mandó a sus tierras a guardar cerdos. Deseaba llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos y nadie se las daba. Y reflexionando dijo: ¡Cuantos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como uno de tus jornaleros". (Lucas, 15, 15-20). Murillo representa la escena al aire libre, con el joven orando junto a la piara de cerdos, destacando el arrepentimiento del hijo pródigo ante su acción. El joven aparece arrodillado, semidesnudo, recibiendo el foco de luz procedente de la izquierda que deja en penumbra a los cerdos. Una pincelada suelta y una iluminación difusa provocan una sensación atmosférica de gran calidad con la que refuerza la espiritualidad del momento, convirtiéndose en la escena menos anecdótica de la serie que continúa con el Regreso del hijo pródigo . El Museo del Prado guarda un pequeño boceto de esta obra.
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Tras dilapidar su fortuna haciendo vida disoluta y ser expulsado por las cortesanas, el hijo pródigo debe dedicarse a criar cerdos, pasando terribles calamidades, por lo que decide regresar a casa. Este es el último boceto preparatorio de la serie que guarda el Prado y quizá sea el más trabajado de todo el conjunto. Existen diferencias respecto al lienzo definitivo como la arquitectura del fondo, el paisaje que aquí es más desértico y la iluminación, más oscura en el definitivo. Sin embargo, el resultado de los bocetos es excelente gracias a su tratamiento rápido y deshecho que en algunas ocasiones hace recordar a Rembrandt.
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Según los Evangelios, Jesús puso como ejemplo ante sus discípulos la parábola del hijo pródigo, que pese a haber rechazado a su padre, se vio en tremendas dificultades y volvió humildemente al redil paterno, donde se le recibió con alborozo. Durero nos muestra el momento en que el hijo pródigo está cuidando una piara de cerdos y reza a Dios, consciente de su error. Está arrodillado en medio del fango y ningún elemento sobrenatural hace evidente la presencia divina. Este hecho corresponde a la nueva religiosidad que se estaba extendiendo en Centroeuropa, sobre todo en las predicaciones de Lutero, que defendía la comunicación directa del hombre con Dios sin necesidad de ornatos y ceremonias.Durero realizó esta calcografía en fechas muy tempranas, 1496, pero hace un alarde del dominio de la técnica, con una calidad pictórica que hace innecesario el color en su obra, puesto que es perfectamente capaz de traducir a líneas blancas y negras la profundidad, el espacio, el volumen y la luz.