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Cuando el hijo pródigo abandona el hogar inicia una vida de placeres que pronto le llevarán a dilapidar la fortuna y dedicarse a cuidar cerdos. Este boceto es el que presenta más diferencias con el lienzo definitivo de la colección Beit tanto en las actitudes de los personajes como en los objetos que aparecen sobre la mesa o en la disposición espacial. Sin embargo, la belleza de su colorido hace de ella una de las más atractiva de la serie que guarda el Prado.
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Las escenas de la serie sobre el hijo pródigo que guarda la colección Beit tienen en el Museo del Prado cuatro pequeños bocetos que las repiten sin apenas variantes. No están en la colección ni la Expulsión del hijo pródigo por las cortesanas ni el Regreso del hijo pródigo. Algunos especialistas consideraron que se trataba de copias de la serie grande, pero su elevada calidad obliga a pensar que se trata de bocetos en los que el maestro emplea pequeñas y rápidas pinceladas, sin atender a los detalles. Quizá esta técnica deshecha que utiliza Murillo ayude a crear una mayor sensación atmosférica, recordando por la penumbra y los contraluces a los trabajos de Rembrandt. Sin embargo, el maestro sevillano no pierde el intimismo y la idea de representar la realidad cotidiana como en el lienzo final.
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La religión mayoritaria del la India, el hinduismo, es un término acuñado en el siglo XIX para describir al conjunto de principios religiosos más antiguo en el mundo de las supervivientes hasta la actualidad. Su origen está en la fusión de las creencias autóctonas o dravídicas con las aportadas por los arios hacia el 1500 a.C. La forma más primitiva de hinduismo es el vedismo (1500-800/600 a.C.), que tiene su origen en los Vedas, los cuatro libros de la sabiduría. La sociedad que deriva de esta creencia da lugar a una jerarquización en castas (varna) y bajo el gobierno de los sacerdotes o brahmanes. Con el paso del tiempo esta creencia evolucionará hacia el brahmanismo (800/600-260 a.C.) y, tras un breve paréntesis de auge del budismo, renacer de nuevo hacia finales del siglo V como un nuevo brahmanismo que dará lugar en el siglo VII a la devoción bhakti. Para los indios, este conjunto de creencias es denominado Sanatadharma, es decir, ley eterna, y se fundamenta en los textos védicos y en numerosos comentarios e interpretaciones de éstos, como las Brahmanas y las Upanishad, así como el Mahabharata y el Ramayana, las dos grandes epopeyas indias. Si bien no se trata de una religión unitaria, existen tres rasgos que son comunes a todas sus formas de expresión. El primero es la consideración de la realidad como una apariencia ilusoria o maya; el segundo, la creencia en la reencarnación o samsara y en la ley de purificación o karma, según la cual cada acto individual provoca un efecto en las vidas futuras del sujeto y en todo el cosmos; el tercer rasgo es la aspiración a la liberación de las ataduras materiales y al ser individual para identificarse con el Ser Universal (Brahman). La potencia del Ser Universal se manifiesta a través de su naturaleza múltiple, creando un complejo panteón de dioses. Muchos de éstos son de origen ario y de carácter básicamente masculino, representantes de las fuerzas de la naturaleza: Indra (lluvia), Varuna (rayo), Surya (Sol), Cahndra (Luna), etc. A partir del siglo V comienzan a integrarse nuevas divinidades, que se agrupan en torno a una tríada divina (Brahma, Visnú y Siva) de dioses de la creación, la preservación y la destrucción, con múltiples formas y aspectos, tanto masculinos como femeninos.
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A finales de los años sesenta en Estados Unidos aparece de manera escandalosa, como una estrella de Hollywood, arropado por todos los medios del sistema (marchantes, galerías...) el hiperrealismo, para desaparecer del mismo modo y con la misma velocidad, tras consagrarse en 1970 en el museo Withney con la exposición Veintidós realistas (aunque en los últimos años parece que ataca de nuevo). Enlazando con esa tradición realista, que nunca se había perdido del todo -Hopper es un buen ejemplo-, toman como punto de partida la fotografía pero no abandonan los pinceles. Su labor consiste en llevar a cuadros de gran formato fotografías de cosas banales, de la vida cotidiana en las ciudades -escaparates, calles, casas, coches y gente moderna, que hoy nos resulta terriblemente pasada de moda. Estas fotos en color a gran escala, de aspecto pulido y brillante, producen una imagen fría, neutra y superficial. La banalización del pop se ha llevado a sus últimas consecuencias.Richard Estes (1936) pinta escaparates brillantes y llenos de reflejos, sometidos a una geometría estricta y precisa, en un trompe l'oeil moderno; los coches son el tema de Don Edy (1944) y John Salt, para el primero nuevos y relucientes, dispuestos para empezar el rodaje de la película, mientras al segundo sólo le interesan las carrocerías como ruinas.David Parrish (1939) prefiere las motos -los nuevos caballos del cowboy americano-, otro símbolo todavía de toda una generación y Richard MacLean vuelve a los ranchos que ya son de luna park. Chuck Close (1940) pasa fotos de fotomatón, hechas para carnet de identidad, a un formato monumental -dos y tres metros-, cambiando por completo el sentido del retrato, que pierde su poder de identificación y de individualización para convertirse en un paisaje en blanco y negro.Pero la búsqueda del hiperrealismo -de ir más allá del realismo- lleva a la búsqueda del doble y el doble es más perfecto en tres dimensiones. La escultura hiperrealista recurre a un método viejo y recientemente utilizado por Segal: moldes del cuerpo del modelo en fibra de vidrio y resina de poliester, a los que estos añaden pelo y ropas de verdad, como santos de vestir, cumple este deseo de hiperrealidad. John de Andrea (1941) hace desnudos perfectos desde el punto de vista de la reproducción, sin evitar un accidente físico, por poco agradable que sea. Menos complaciente aunque más hiperrealista, si cabe, es Duane Hanson (1925). Hanson no desnuda a las personas -después de todo el desnudo es un modo tradicional de representación en nuestra cultura-, desnuda la sociedad americana y sus Mujeres en el supermercado (gordas, con rulos, zapatillas, el bolsito y el carro de la compra) son una burla cruel de la mujer americana -occidental-, una crítica al sueño americano y un atentado al buen gusto. Su galería de horrores contemporáneos no perdona a nadie: soldados de Vietnam, homeless de Nueva York o turistas con zapatillas de deporte, sombrero, pantalón corto y guía dispuestos a huir de la vida cotidiana. Todos entramos en alguna categoría de Hanson, como entrábamos en los Rehenes de Dubuffet o los hilillos de Giacometti.
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Las carreras de caballos se convertirán en uno de los más admirados espectáculos entre la burguesía decimonónica parisina. Los pintores contemporáneos como Manet, Degas, Toulouse-Lautrec o Forain se interesarán por recoger en sus trabajos este mundo hípico importado de Inglaterra. Forain es uno de los artistas más atraídos por las escenas urbanas de su generación, especialmente imágenes del teatro como el Vestíbulo de la Opera o Un palco en la Opera. En este lienzo que contemplamos el pintor se interesa más por las dos figuras que encontramos en primer plano que por las carreras en sí, quedando los caballos y sus jockeys relegados a un segundo plano. Los personajes se integran con acierto en el paisaje, interesándose el artista en la descripción fotográfica de sus indumentarias y en sus gestos y expresiones, utilizando una luz fantaseada sugiriendo que el cuadro fue realizado en el estudio, empleando la memoria. Las iluminaciones del fondo dotan de cierto Romanticismo a la composición, creando un cielo malva heredero del Impresionismo. El exquisito dibujo de Forain y su pincelada minuciosa le alejan de la vanguardia y la sitúan entre los artistas interesados por captar la vida cotidiana de la burguesía.
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El historiador conquistador El cacique Francisco Calchaquí, de quien tomó nombre el dicho valle, había recibido como regalo una manta y camiseta de raja con pasamanos de oro. Se la había regalado el gobernador Francisco de Barrasa y de Cárdenas; pero no la había pagado. Era natural que el vendedor de ponchos Juan Antonio de Buenrostro reclamase su importe al gobernador Alonso de Ribera el 19 de junio de 1606. El gobernador ordenó a los oficiales reales, Díaz de Guzmán y Toledo Pimentel, que hiciesen ese pago; pero los oficiales se negaron diciendo que no les correspondía. El 16 de mayo de 1607, el gobernador reiteró la orden y los oficiales volvieron a oponerse. El gobernador, sin más vueltas, ordenó mantener presos en sus casas a los oficiales reales hasta que pagasen y, entre tanto, sacarles prendas que valiesen la cantidad del obsequio hecho al cacique: 119 pesos. El 25 de septiembre, Díaz de Guzmán y Toledo Pimentel pagaron el poncho con dinero de la caja real. Díaz de Guzmán se sintió herido. El 18 de mayo de 1607 escribió al rey un memorial en que detallaba los abusos del gobernador. Se fue a Santiago del Estero donde lo esperaba la orden de destitución y embargo. Fue así cómo se dirigió a la ciudad de La Plata con la esperanza de lograr una encomienda en la ciudad de Talavera. Lo mejor que hizo en La Plata fue comenzar a escribir sus Anales del descubrimiento, población y conquista de las provincias del Río de La Plata. Era una obra que faltaba en estas regiones. No sabemos quién pudo darle la inspiración. Muy posible es que su padre, un hombre de tanta prosapia, le hablase de sus abuelos y de las aventuras que le tocó vivir. Otros conquistadores habrán hecho lo mismo. Sin duda leyó los cronistas entonces conocidos y que alguien había llevado al Alto Perú. El mismo nos dice que acudió a los recuerdos de sus antepasados, de antiguos conquistadores y personas de crédito. De este modo, vine a recopilar este pequeño libro, corto y humilde cuanto lo es mi entendimiento y bajo estilo, sólo con celo de natural amor y de que el tiempo no consumiese la memoria de aquellos que con tanta fortaleza fueron merecedores de ella dejando su propia quietud y patria por conseguir empresas tan dificultosas. Díaz de Guzmán no quería que el ayer se borrase en el recuerdo. Su fin era vencer al olvido. Tenía un amor profundo por su patria, es decir, por Paraguay y el Río de la Plata, y por los hombres que habían convertido esas soledades en un conjunto de pequeñas y sonrientes poblaciones. Sabía que el alma de la historia es la pureza y la verdad, definición que sus comentaristas no han sabido valorar y que revela un hondo sentido de la filosofía de la historia y del fin que debe tener todo historiador. Era humilde y suplicaba a todos los que lo leyeran que comprendiesen su buena intención y supliesen con discreción las faltas que pudiese cometer. El 25 de junio de 1612, en Charcas, Díaz de Guzmán terminó la primera parte de La Argentina. Así lo dijo al final de la Dedicatoria del autor. No sabemos si escribió la segunda parte o se ha perdido. En este último caso queda la esperanza de que pueda ser encontrado. Es difícil que ello ocurra. Hay un libro, aún inédito, de un colega que ha muerto, que enumera todas las obras históricas de que se tiene noticia que existieron y nadie puede encontrar. El caso del jesuita Pastor es un ejemplo. Díaz de Guzmán andaba en busca de empleo. No sabia qué hacer. Pidió cualquier ocupación. El virrey Marqués de Montesclaros te autorizó a conquistar los chiriguanos. Eran un pueblo tupiguaraní, llegado, siglos antes, de la costa del Brasil y que se había extendido, como dijimos, hasta por la costa del océano Pacífico. Alfredo Metraux ha estudiado las migraciones de los guaraníes. Lo mismo hemos hecho nosotros en otra publicación32. Unos fuertes grupos se establecieron en los primeros contrafuertes andinos, donde aún se encuentran. Los incas trataron inútilmente de someterlos. Igual cosa intentó el virrey Toledo. Andrés Manso, desde el Alto Perú, y Nufrio de Chaves, desde el Paraguay, combatieron contra ellos y terminaron por ser sus víctimas. Nada menos que a estos salvajes se iba a encaminar Díaz de Guzmán. Era la conquista que se prolongaba fuera de su tiempo, como si fuera en la primera mitad del siglo XVI. Algunos misioneros, como el padre Juan Patricio Fernández, en su Relación de los indios chiquitos33 nos ha dejado descripciones impresionantes de la zona. Bosques espesísimos con todo género de animales: monos, antas, ciervos, cabras, tortugas, culebras, abejas y otros bichos, muchos venenosos, sin hablar de los mosquitos infinitos. La muerte estaba en todas partes. Los conquistadores mordidos por algunas víboras enloquecían y experimentaban fuertes convulsiones. Había que andar con la brújula en la mano para no extraviarse. Los chiriguanos, en esos bosques, esclavizaban más de 10.000 indios chanes. Cinco años luchó Díaz de Guzmán contra estos indios y otros horrores. A los cuatro de haber terminado la primera parte de su Historia, el 20 de septiembre de 1616, escribió una carta al rey de España desde el fuerte de la Magdalena, en medio de los chiriguanos. Le expuso sus propósitos. No podían ser más grandes y acertados: tanto que, todavía hoy, no se ha logrado cumplirlos. Pensaba, ante todo, fundar una ciudad como la de Jerez, que él había creado en Paraguay. Sabía la importancia inmensa que, en América, tenían los caminos para comunicar y unir las regiones más lejanas. Soñaba extender el comercio del Río de la Plata y de Brasil al Tucumán y al Alto Perú y Perú. Era una aspiración que sólo en estos últimos años se trata de llevar adelante y perfeccionar. Como siempre, la burocracia, la intervención, inútil y envidiosa, permanentemente destructora, de algunos gobernantes, en vez de estimular esos esfuerzos, los paralizó. El virrey envió a visitar la tierra al corregidor de Tomina, Juan Arce de Alvendin. Era un enemigo oculto de Díaz de Guzmán. En su informe reconoció que a Díaz de Guzmán le sobraban buenos deseos de acertar en la pacificación de los indios; pero les falta todo lo demás que para ello es necesario, porque no tiene fuerzas ni caudal por ningún caso para adquirir, ni tiene disposición ni conocimiento de las cosas necesarias, ni determinación en lo que debe ejecutar, ni talento para saberse portar en las ocasiones que en los casos que se ofrecen piden así con los españoles como con los indios.. Todo lo que se le exigía era lo que no le suministraban las autoridades. Disponía de unos 114 hombres para hacer frente a miles de indios antropófagos y salvajes, de una crueldad pavorosa. El corregidor Arce proponía que se aumentasen los hombres de Díaz de Guzmán a 200 (2.000 habrían sido pocos). Afirmaba que era preciso fundar nuevos fuertes, sin proponer los medios. Estos debían sacarse, a su entender, de la real hacienda, que no daba un real, o de alguna persona acomodada. Díaz de Guzmán no tenía dinero para contratar más hombres, comprar armas y herramientas de trabajo, echar los fundamentos de fuertes y poblaciones: un mundo de esfuerzos que, sin la ayuda de las autoridades, se hacía imposible. El virrey de Perú, príncipe de Esquilache, advirtió la realidad de estos hechos y lo hizo saber el rey de España: Siempre entendí que las entradas de Ruy Díaz de Guzmán y don Pedro de Escalante tenían tan poca subsistencia como las haciendas de sus dueños y, últimamente, viendo que la audiencia de Charcas les había hecho dos socorros, aunque en moderada cantidad, de la real hacienda, me pareció que se iba entablando la suerte que vendría a quedar a cuenta de vuestra majestad el socorrerlos prosiguiéndolas... Era el 27 de marzo de 1619. Su Majestad no socorrió en nada esa empresa. Díaz de Guzmán tuvo que abandonar la conquista de los chiriguanos. Era algo que todo el Perú no podía lograr y nunca logró. Díaz de Guzmán volvió a su patria, a Asunción. Allí vivió como alcalde de primer voto y el aprecio de todos los pobladores. Además tenía su título de general. Nadie se daba cuenta de que poseía un título mayor: el de primer cronista e historiador nativo de esa inmensa y maravillosa tierra. Murió en Asunción el 17 de junio de 1629. Al día siguiente, los cabildantes Melchor Casco de Mendoza, Juan Carlos Uñasco, Juan de Ballejo Billasanti, Blas Simón y Martín de Urúe de Zárate, se reunieron en presencia del gobernador don Luis de Céspedes Xeria y eligieron en el cargo de Díaz de Guzmán al alférez real y regidor más antiguo del Cabildo, Martín de Orúe de Zárate. Paraguay debe un monumento a su primer historiador y cronista.
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El interés durante el siglo XIX por los estilos arquitectónicos de otras épocas tiene raíces muy diferentes: podemos hablar de renovación y revitalización religiosa, de identificaciones con un pasado histórico, de evocaciones mitificadas por sentimientos románticos, pero también de búsqueda de un estilo que abre nuevos caminos a la crisis que había planteado el paulatino abandono del modelo clásico. En Europa, desde los inicios del siglo XIX, se hace patente un fuerte deseo de rescatar el pasado medieval; en nuestro país se retrasa algunos años, siendo la literatura la encargada de preparar este paso con un amplio repertorio de obras (en su mayoría durante la década de los años 30), ya dentro del movimiento romántico. Las primeras manifestaciones arquitectónicas son de carácter efímero: arcos, galerías, quioscos... levantados para acontecimientos muy puntuales. El primer estilo que aparece es el gótico, pero con pocos años de diferencia surgió el otro camino de nuestro arte medieval: la arquitectura islámica, ya interpretada en el siglo XVIII a través de estructuras más frágiles, normalmente para exteriores, y ahora, en principio, en torno a la mitad de siglo, a base de decoraciones interiores pseudomusulmanas. A medida que se fue profundizando en los estudios arqueológicos se descubrieron nuevas posibilidades estilísticas: neorrománico, neomudéjar, neobizantino, neoárabe, etcétera, pero el que se desarrolla con más fuerza alcanzando a todos los rincones fue sin duda el neogótico. Siempre, en todos ellos, el desarrollo ofrecía dos posibilidades: la recreación arqueológica, o sea, la repetición de fórmulas fieles a los ejemplos antiguos o también el uso de formas más libres, unas veces porque no mantenía el respeto al modelo original, otras por la utilización indiscriminada de fórmulas acopladas de manera anacrónica, lo que ocurría sobre todo al principio, a causa del desconocimiento histórico. Esta última opción formaría parte más bien del capítulo del eclecticismo. El estudio del gótico posibilita otra vía muy minoritaria en España en la que, partiendo de una base histórica, se despoja de todo lo necesario para quedarse con la esencia, dando un estilo limpio y racional donde se prescinde de fórmulas decorativas. Fue Viollet-le-Duc su iniciador y en España está representado por las figuras de Juan Segundo de Lema y Juan de Madrazo. El primero levantó en Madrid el palacio Zabalburu, donde su principal atractivo reside en la textura de sus materiales, en ningún momento disfrazados y con un tratamiento racional de su ubicación, o en la misma combinación de estos materiales. En este mismo sentido Madrazo construyó, también en Madrid, el palacio del Conde de la Unión de Cuba. Pero la línea habitual del neogótico es la que presenta la obra con un repertorio más o menos amplio de elementos ornamentales y con la visión a la que todos estamos acostumbrados: el arco ojival, los pináculos y torres de marcado carácter ascensional y, en general, una recopilación de piezas que iban desde las aplicaciones escultóricas a las más variadas muestras de pintura decorativa. Todo ello había sido recopilado años antes, especialmente en Francia, y discurría por los estudios de arquitectura o simplemente por las bibliotecas de los eruditos. A este proceso debemos sumar un movimiento de gran importancia como es la renovación que experimentaron las diferentes iglesias cristianas. Dejando a un lado el caso de la ortodoxa, que siguió fiel a la arquitectura bizantina, la renovación religiosa comenzó por la iglesia anglicana que ahora recibe un notable empuje, apoyándose en el expansionismo británico. El caso de la Iglesia católica es de otra índole: presionada por un sentimiento racionalista que invadía a parte de sus propios fieles y violentada su cabeza por la reunificación italiana, inicia una campaña encaminada a fortalecer la figura papal (ese es uno de los pilares del Concilio Vaticano I) y a su vez a enriquecer su liturgia como forma de afrontar los ataques de un laicismo cada vez más fuerte. En España hay que añadir el estímulo que significa la Restauración borbónica y el reconocimiento de la religión católica como la del Estado, después de la aconfesionalidad existente durante el Sexenio revolucionario. De este modo, se restaura el Concordato de 1851 y se pone en práctica el acuerdo de la conservación, restauración y edificación de templos a cargo del Estado. Uno de los proyectos más significativos de este período es el de la Catedral de Madrid, Nuestra Señora de la Almudena, del marqués de Cubas. Obra basada en el gótico del siglo XIII, donde se entremezclan elementos y fórmulas francesas y españolas y de la que sólo se llegó a ejecutar la cripta. Dentro del grupo de arquitectos historicistas está también Federico Aparici, que añade a su vertiente creadora la docente. Su obra más interesante es neorrománica, la basílica de Covadonga, diseñada siguiendo el modelo del románico final. Como Cubas, Aparici no se puede sustraer al recuerdo francés, fundiéndole con formas hispanas. Para Cataluña, el neogótico representa la identificación con su estilo nacional. Los años del gótico figuran como los más prósperos del Principado, no siendo nunca superados. Por ello, en esa búsqueda por encontrar sus raíces el gótico fue el más usual, pero no faltaron otros ejemplos neorrománicos. La figura encargada de dar forma a este sentimiento general fue el arquitecto Elías Rogent. Fundó la Escuela Provincial de Arquitectura de Barcelona (1871), dirigiéndola durante quince años. Gracias a ello, Madrid dejaba de ostentar el monopolio de formación de los arquitectos, entroncándose con el sentir general y convirtiéndose en el difusor de las ideas historicistas en Cataluña. Su obra principal fue la Universidad Literaria de Barcelona, neorrománica. Rogent asume el historicismo partiendo de unos principios nacionales y, con un repertorio de formas propias, producto de sus investigaciones, lo que significa el abandono en parte de la vía arqueologista. El neomudéjar es posiblemente el historicismo que mejor se identifica con lo genuinamente hispano. Frente a los "revivals" que podríamos clasificar como internacionales (románico, gótico, etcétera) el mudéjar es una producción exclusiva de nuestro país. En 1859, José Amador de los Ríos lo concreta y caracteriza en su discurso en la Academia "El estilo mudéjar en arquitectura". Su singularidad hace que en 1873 sea el modelo elegido para el Pabellón que iba a representar a España en la Exposición Universal de Viena de ese año. El proyecto fue realizado por Lorenzo Álvarez Capra, autor también de la iglesia de la Paloma (Madrid, 1896). Sin embargo, más importante resulta la plaza de toros de esta misma capital (1874) que proyectara Emilio Rodríguez Ayuso. Con este edificio se logró desterrar el modelo romano hasta ahora utilizado. De este modo, Rodríguez Ayuso se convierte en el gran difusor del nuevo estilo. En las Escuelas Aguirre de Madrid (1884) presenta su repertorio de soluciones ornamentales y decorativas. El neomudéjar tiene dos principios inmutables sobre los que se desarrolla: el uso del ladrillo como material principal de la construcción y la utilización decorativa a base del juego de verdugadas en la pared con motivos de lazos, rombos, dientes de sierra, etcétera. Otros muchos arquitectos aportaron sus obras en este apartado, tales como Jareño, Cubas, Velasco, etcétera. Cataluña también entra dentro del ámbito neomudéjar, pero con un sello propio que quizá se concrete en una mayor libertad en el uso del lenguaje lo que hace que se incluya con más propiedad dentro del eclecticismo. Así se comprueba en alguna de las primeras obras de Pere Falqués. En cuanto al historicismo árabe, aparece de forma mucho más puntual en gabinetes, construcciones complementarias o residencias fuera del contexto cotidiano y por supuesto oficial, manteniendo siempre un sentido informal. Todo ello concebido como herencia de ese amor por lo exótico que caracteriza al romanticismo, aunque ya desde el siglo XVIII se había dejado sentir en la arquitectura europea como producto del pintoresquismo. Al concretarse, en realidad, en inserciones realizadas en edificios de otros estilos, casi predomina en ella su carácter decorativo. Por otra parte, el desconocimiento histórico llevaba a mezclar diversas etapas y culturas dentro del mundo árabe, si bien se nota un predominio del estilo nazarí y, en menor medida, del califal. El primer ejemplo conocido es el gabinete árabe del palacio de Aranjuez, siendo imitado por la nobleza y alta burguesía como era de esperar; tal es el caso del salón árabe que el marqués de Salamanca encarga a Narciso Pascual y Colomer en su palacio de Vista Alegre.
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Las páginas más negras de la Segunda Guerra Mundial son, sin duda, las que corresponden al mundo concentracionario nazi. Sus campos de prisioneros, de trabajo o de exterminio son una de las páginas más terribles de la historia de la humanidad. Entre 9 y 10 millones de seres murieron en ellos de las formas más espantosas. De enfermedad, por falta de atención médica, de inanición, de agotamiento, de malos tratos,... y, sobre todo, muerte violenta: ahorcados, fusilados, gaseados, envenenados... Este capítulo ha sido incluido aquí y no en un balance de la guerra porque es en este momento cuando cobran toda su terrible furia destructora los campos hitlerianos de exterminio. Un amplio trabajo sobre "el ejército del crimen" muestra el complejo entramado y el funcionamiento de los campos de concentración nazis, con espeluznantes ejemplos de lo ocurrido.
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La expresión más estremecedora de lo que el Nuevo Orden europeo nazi supuso fue el Holocausto judío, que significó un cambio esencial en la experiencia colectiva de la Humanidad a través de los siglos. En otros tiempos -como, por ejemplo, durante la Guerra de los Treinta Años- el ser humano había practicado la eliminación de sus semejantes animado por supuestas motivaciones ideales y de principio, en este caso de carácter religioso, pero nunca, en cambio, se había intentado hacer desaparecer de la superficie de la Tierra una entera categoría racial o religiosa. La situación de los judíos europeos en el momento del estallido de la guerra era diferente según las latitudes, pero en términos generales se puede decir que habían experimentado un claro proceso de emancipación en los últimos tiempos. En Alemania, constituían ya una minoría decreciente, no solían ser practicantes desde el punto de vista religioso y tuvieron un papel importante en determinados partidos políticos, como el socialdemócrata. Más al Este, su influencia era mayor: en Polonia representaban la décima parte de la población y eran un tercio del total de los habitantes de Varsovia. Aparte de que aquí la emancipación había sido más reciente, seguían siendo una minoría inasimilada, observante en materia religiosa y confinada a determinadas dedicaciones y actividades. La existencia de problemas de conciencia nacional contribuía de forma poderosa a alimentar tradicionales sentimientos populares antisemitas. El antisemitismo de Hitler tenía poco de nuevo, casi nada de coherente y tampoco fue constante en sus perfiles concretos. En realidad, esta actitud se hallaba muy difundida en la sociedad alemana, en especial en los medios de la derecha tradicional, sin necesidad de ser nazi. En los años treinta, a estas doctrinas se les sumó, multiplicando infinitamente su peligrosidad, un repudio radical de los ideales de la civilización cristiana y liberal. Fue el abandono de lo que Goering denominó como los "estúpidos, falsos, ingenuos ideales de humanidad" lo que permitió que la sociedad alemana aceptara la persecución de los judíos con indiferencia y en gran parte contribuyera a la misma. Pero el Holocausto en sí no se entiende sin la personal peculiaridad de Hitler. Éste podía decir en términos teóricos que el problema de los judíos no era más que el de la decisión de hacerlos desaparecer, pero eso no suponía en principio que quisiera exterminarlos a todos. Eso podía significar tan sólo, a título de ejemplo, trasladarlos lejos de Europa, allí donde pareciese que su peligrosidad se había hecho inexistente. Potencialmente, sin embargo, la eliminación podía llegar a imponerse, por la sencilla razón de que el lenguaje de Hitler para tratar de ellos era el de la parasitología: siempre los describió como un virus peligroso. Sin embargo, lo que convirtió esta posibilidad en actos fue la sensación de auténtica angustia sentida por el Führer en 1918, cuando atribuyó a la traición la derrota alemana y el peligro de su propia eliminación física. Lo que produjo el Holocausto fue, en fin, el carácter obsesivo del antisemitismo de Hitler. En condiciones de victoria, podía proponer para los judíos el simple alejamiento. Si le amenazaba la derrota de su sueño megalómano y demencial, podía proponer la eliminación radical de este esencial adversario. A partir de estas afirmaciones, se puede dar respuesta a un interrogante que durante mucho tiempo ha obsesionado a los historiadores. El Holocausto puede, en efecto, ser interpretado como un proceso de intencionalidad clara, en el que cada uno de sus pasos previos llevaba de forma necesaria al siguiente. Sin embargo, parece obvio que en última instancia el camino hacia el estadio de la eliminación masiva sólo puede explicarse como consecuencia de circunstancias concretas de un determinado momento. Sólo con la campaña contra la URSS se hizo inmediata la voluntad de eliminar por completo a los judíos. La victoria de los nazis en la Alemania de 1933 había supuesto en primer lugar la determinación de lo que se entendía como judío desde el punto de vista familiar y religioso, así como la marginación de los judíos de ciertas categorías profesionales. Permaneció, sin embargo, para los afectados la duda acerca de si debían abandonar Alemania o no, porque con el paso del tiempo las medidas persecutorias parecieron desdibujarse un tanto. Desde 1933 hasta 1937, emigraron de Alemania unos 130.000 judíos y en los dos años inmediatos al estallido de la guerra lo hicieron otros 120.000. Pero las conquistas territoriales del III Reich situaron bajo el dominio de Alemania un mayor número de judíos que en tiempos anteriores, con lo que se complicaron los problemas para las autoridades nazis. En general, en los nuevos territorios se siguió una política de mayor dureza que en la propia Alemania. En ella, sin embargo, respecto a los propios alemanes, se tomaron las medidas que resultan en muchos sentidos más directamente relacionadas con los campos de exterminio del futuro. El racismo nazi, en efecto, tuvo como primera consecuencia la eliminación de disminuidos físicos y mentales, con el objeto de purificar la etnia germánica. En su momento, no se dio publicidad alguna a la aplicación de esas medidas, que supusieron la desaparición de decenas de millares de personas y que solamente se detuvieron en 1941. Hasta este momento, el Reich tan sólo consideraba como posibles medidas a aplicar en el futuro acerca del destino de los judíos la obligada emigración a territorios remotos. Se pensó en obligarlos a la emigración hacia Polonia o Madagascar que, por su condición insular y su lejanía, parecía el lugar más oportuno. A estas fórmulas se las denominó conjuntamente "Solución final", aunque de momento la expresión no tuviera el trágico significado que más adelante adquirió. Al mismo tiempo, se tomaron algunas disposiciones prácticas que, aunque tenían otra razón de ser, acabaron coadyuvando a los planes de eliminación física. La principal de ellas fue la concentración de los judíos en determinadas áreas, primer paso para cualquiera de las dos opciones. Siguió existiendo la emigración, pero la necesidad de contar con Gran Bretaña para llevarla a cabo impidió que pudiera realizarse de forma sistemática. A mediados de 1941, Hitler adoptó dos disposiciones que antes había rechazado y que obedecían al propósito indicado: por una parte, los judíos debían estar señalados con un distintivo personal; por otra, tenían que ser enviados hacia el Este. Como se apuntaba antes, la chispa que prendió todo el potencial de barbarie que nacía de la ideología nazi fue la guerra contra la Unión Soviética. Hitler confiaba en derrotar en plazo de tiempo muy breve a los ejércitos de Stalin, que habían demostrado su ineficacia contra Finlandia, pero sabía también que en el enfrentamiento se lo jugaba todo. Su racismo le llevaba a considerar que en la nueva ofensiva se debían romper las reglas de la guerra; además quería proceder a explotar lo más rápidamente posible desde el punto de vista económico los territorios conquistados. Aquí, el enemigo, en su opinión, no estaba constituido más que por puras y simples "bestias". La resistencia que le ofrecieron favoreció las instrucciones de eliminación de los cuadros políticos -comisarios de guerra, por ejemplo- y de ellos se pasó a los judíos, incluso mujeres y niños. Se debe tener en cuenta que hasta el momento el número de muertos alemanes apenas superaba las tres decenas de millar y esta cifra fue pronto abrumadoramente superada en suelo soviético. De ahí el inicio de los asesinatos masivos. Para ello, se crearon unos grupos especiales que se desplazaban por el frente y procedían a ejecuciones sumarias mediante el fusilamiento o el tiro en la nuca. Con el transcurso del tiempo, se imaginó un procedimiento más "humano" -para los verdugos, por supuesto-, como era la utilización de unos camiones que venían a ser algo así como una cámara de gas móvil. La fecha en que se tomaron las disposiciones tendentes a que la "Solución final" decidiera la eliminación del adversario no es segura, pero todo hace pensar que debió ser en torno a septiembre de 1941, cuando empezaba a demostrarse que la resistencia soviética era superior a lo previsto. Y sobre ello, no cabe la menor duda de que la responsabilidad fue de Hitler, sin cuya voluntad no resulta imaginable que se tomara una medida de tal trascendencia. Pero, en la burocratización del genocidio que siguió a continuación, los responsables se multiplicaron de forma exponencial. A partir de este momento, se siguió un doble proceso, paralelo y complementario. En primer lugar, los judíos, otras minorías raciales consideradas inferiores y los disidentes políticos fueron integrados en un sistema de trabajo forzado en campos de concentración, del que los explotadores extrajeron importantes ventajas económicas. El campo de Auschwitz estuvo, por ejemplo, ligado a una de las más importantes industrias químicas alemanas. Aquí, era conocida la existencia de una red de campos de concentración, en los que no se excluía la posibilidad de la liquidación física de los prisioneros. Solamente en ella murieron más personas que en conjunto en otros seis campos situados al Este, junto a la frontera soviética, que pueden ser considerados como verdaderas fábricas de muerte. El sistema de eliminación racial o política se basaba, en efecto, en una racionalización industrial de acuerdo con criterios de mínimo coste y máxima eficacia. Hubo en todo este sistema dos círculos concéntricos de culpabilidad: la de los burócratas que, con cada una de sus decisiones y sin preguntarse por el efecto que pudieran tener, hicieron posible la totalidad del proceso y la de quienes ocupaban los escalones intermedios en los campos. Un radical despotismo respecto de quienes estaban en ellos ni siquiera hizo necesaria la existencia y actuación de grandes criminales. El poder absoluto transformó la intimidación en terror y éste pasó a ser un horror colectivo como hasta ese momento jamás había sido imaginable. Los resultados cuantitativos se pueden precisar con datos precisos, al menos hasta un determinado punto. Unos seis millones de judíos fueron eliminados, o lo que es lo mismo, casi uno de cada tres de los que vivían en Europa. En determinados países, como Polonia, la proporción todavía fue mayor: de unos 3.300.000, sólo quedaron 50.000 con vida. Ello hizo que numéricamente, al final de la guerra, casi la mitad del judaísmo mundial fuese el residente en Estados Unidos. La Rochefoucauld escribió que "Ni el sol ni la muerte se pueden contemplar con los ojos bien abiertos". Esta afirmación vale, sin duda, también, para el Holocausto. En el fondo de él existe un problema de comprensión, porque se basa en lo enigmático de la naturaleza humana que toleró tal banalización del mal y una destrucción masiva por parte de quienes eran personas, a fin de cuentas, en su mayor parte, normales. Para el historiador, además, existe un problema de conocimiento complementario. Las decisiones sobre esta materia no sólo no resultan fáciles de documentar, sino que formaron parte de un proceso muy heterogéneo y, en apariencia, contradictorio como es, en definitiva, aquel que parecía hacer compatible la expulsión y la eliminación. Resulta, por ejemplo, muy sorprendente que uno de los principales responsables de la eliminación de los judíos, Heinrich Himmler, fuera, al mismo tiempo, quien mantuvo contactos indirectos con ellos para cambiarlos por camiones o por dinero. Esta imposibilidad de comprender hasta sus últimas consecuencias lo que sucedía la padecieron también los aliados, para quienes los campos de concentración constituyeron una sorpresa. Creían que Hitler se había servido de los judíos como subterfugio para obtener el poder y no llegaron a creer nunca que los considerara sus verdaderos enemigos, con lo que su reacción ante el Holocausto sólo pudo ser muy tardía e incluso incrédula. En última instancia, la enseñanza del Holocausto se encierra en una frase de uno de quienes estuvieron en los campos. El judío italiano Primo Levi escribió que lo que éstos significaban como un acontecimientos tan terrible era algo que "ha sucedido y puede volver a suceder". Hay, en efecto, un lado oscuro de la naturaleza humana que hizo posible un género de barbarie que, de alguna manera, en la Yugoslavia poscomunista de hace tan pocos años estaba destinada a resucitar, como si la lección no hubiera sido aprendida por completo.