Para los analistas egipcios, la expulsión de los hicsos significa el comienzo de una nueva época, lo que convierte a su promotor -Ahmose- en fundador de una nueva dinastía, la XVII-, cuando en realidad él pertenecía a la XVII, cuya legitimidad nadie había puesto en duda. Lo curioso es que Ahmose no sólo inaugura una nueva época en la historia oficial de Egipto, sino también en la historia real y viva. En efecto, Egipto se vio inopinadamente inmerso en un mundo y en una época -la que se denomina época de las relaciones internacionales- con los que ni había soñado. El afán de alejar a los asiáticos de sus fronteras lo forzó a adentrarse tanto en Asia, que en un primer avance, lo hizo llegar hasta la cuenca del Orontes y, después, a comprometerse de tal manera en su presencia en Siria, que ya todo el Imperio Nuevo será una pugna con los mitannios, con los hititas y con los propios Estados de Siria, el Líbano y Palestina para no desistir de aquella empresa. Gracias a esta presencia en Siria, acompañada de otra no menos efectiva en Nubia, Egipto no sólo alcanzó los mayores dominios territoriales de su historia, sino también unos recursos económicos que hicieron de él la primera potencia del mundo en algunos momentos. No es fácil de explicar cómo los Estados-ciudades de Palestina y de Siria, que más adelante habrían de caracterizarse por su feroz resistencia a la dominación egipcia, aceptaron sin oposición la autoridad de Ahmose y de sus inmediatos sucesores. Una posible explicación sería la de que los egipcios se presentaban como restauradores de un orden ya existente con anterioridad, el de la confederación de los pueblos hurritas, si es que los hicsos figuraban en ella, encabezándola. El hecho es que la penetración egipcia no encontró resistencia digna de mención, y que sus agentes se invistieron de una autoridad que, al ser expulsados, los hicsos les habían transferido como señores de Egipto. En el orden interno, Tebas impuso ahora un fuerte centralismo, capaz de sofocar todos los intentos -y tales intentos no faltaron, lo mismo en otros cantones del país que en los dominios de Nubia- de restablecer el anterior régimen feudal. Fue menester para ello reorganizar y modernizar la administración del Estado. La necesidad de abastecer a un Ejército y a una Marina permanentes llevó a la creación de un órgano parecido a un ministerio de alimentación, y así la complejidad de la nueva situación obligó a convertir la administración patriarcal, hasta entonces en uso, en una eficiente máquina de gobierno. Una estela de Amenofis II (1438-12 a.C.) se expresa en términos hiperbólicos a la hora de exponer las cualidades del rey: "nadie es capaz de tensar su arco; al galope de sus caballos, él es capaz de atravesar de un flechazo cuatro placas de cobre; él solo acciona los remos de su barco cuando toda la tripulación ha caído exhausta; el número de piezas cobradas en una cacería por él solo supera al de las cobradas por todo su ejército...". Jamás un rey había ponderado con este lenguaje unas cualidades de fuerza y habilidad físicas que se le daban por supuestas, sin menoscabo de otras mucho más estimables. Se diría que el ideal heroico de los hicsos había llegado a afectar a la imagen egipcia del rey. Cuando esta imagen se compara con la hasta entonces dominante del funcionario prudente y comedido, se percata uno de hasta dónde la vida espiritual egipcia se había visto afectada por la dominación de los hicsos. Otro tanto se observa en el terreno de la religión. La gente visita ahora edificios sagrados, como templos, pirámides y tumbas, no como antes, para rezar sus preces con devoto fervor, sino para contemplarlos con ojos totalmente profanos, más interesados en el goce estético que en el piadoso recogimiento. La Edad de Oro reinante en el albor del mundo y a la que todo faraón se afanaba por retornar se antoja ahora utópica a quienes proponen lo contrario: mirar hacia el futuro con la fe puesta en el progreso de la humanidad. El mundo es mucho menos complicado de lo que los sabios propugnan; hay que mirarlo con optimismo. Bien están el conocimiento y la razón; pero no hay que menospreciar el sentimiento y los afectos. Por mediación de éstos, se pueden alcanzar muchas metas fundamentales para el hombre. Este dualismo razón-sentimiento tuvo graves repercusiones de orden social, y al lado de los egipcios formados culturalmente en la escuela de Amón se encuentran otros muchos, a menudo en altos puestos y muy cercanos al rey, que se han educado en la escuela de la vida, las más de las veces empezando sus carreras como soldados del Ejército o como simples obreros, en las cuadrillas de los servicios del Estado. Desde el punto de vista de las realizaciones monumentales y artísticas, destacan como personalidades rectoras las de los faraones siguientes: la reina Hatshepsut (1503-1490 a. C.); Tutmés III (1490-1436); Amenofis III (1403-1364) y Amenofis IV (1364-1347). La extinción de la Dinastía XVIII se vio acompañada de grandes pérdidas territoriales en Asia, a beneficio de los hititas de Suppiluliuma, y de una confusa situación en el interior, provocada, en primer lugar, por la herejía de Amarna, y después, por la reacción contra la misma. Las convulsiones de esta crisis habían diezmado hasta tal punto al personal capacitado para la administración de las finanzas y de la justicia, víctima de las depuraciones efectuadas primero por los seguidores de Amenofis IV y más tarde por sus detractores, que Horemheb, generalísimo del Ejército y después faraón (1332-1306), pasó grandes apuros para volver a poner en marcha aquellos órganos de la vida del país. La arquitectura y las artes plásticas no se vieron afectadas en igual medida por la actitud neutral que la mayoría de los artistas asumió; pero otras esferas de la cultura, donde los sacerdotes y sus escuelas tenían gran peso, experimentaron un bajón del que Egipto no se recuperó nunca más. La facultad de pensar con independencia, de confiar en la razón como instrumento primordial para el dominio del hombre sobre el cosmos, se vio suplantada por la fe ciega en las fórmulas rituales, en la magia, en los poderes ocultos, en todo lo que mantiene a los pueblos atados a la superstición y a la ignorancia. Ello explica el ritmo lento con que en adelante van a evolucionar las cosas. Cierto que Egipto había sido siempre un país de espíritu marcadamente conservador, pero el inmovilismo y el tradicionalismo que los Ramesidas fomentan, sin duda con el apoyo y el aplauso de una gran parte de sus súbditos, da a la cultura egipcia de la época -una época de cerca de tres siglos de duración- una fisonomía casi única en la historia. Dada su extracción, no es de extrañar que Horemheb colocase a sus compañeros del Ejército en los puestos de confianza. Los nombres de estas personas, y sobre todo los de sus padres, indican que muy a menudo eran de origen extranjero, y en su mayoría de raza semítica -historias como la de José y la de Moisés debieron de ser frecuentes-. En este círculo de amistades, y probablemente entre estas familias de extranjeros establecidas de tiempo atrás en las ciudades del Delta -Tanis en el presente caso-, eligió también Horemheb a su sucesor, Ramsés I, con el que no le unía parentesco alguno. El elegido debía de ser hombre de edad avanzada, pues no reinó más que dos años, suficientes, sin embargo, para fundar una nueva dinastía, en la que destacaron eminentes figuras: primero su hijo, Seti I (1305-1290 a. C.); después, su nieto, Ramsés II (1290-1224), cuyo reinado llena la mayor parte del siglo XIII a. C. A estos sucederían otros, y aún otros después, que sin llevar su sangre asumirían respetuosos el prestigioso nombre de Ramsés. La capital del país vuelve a radicar en Menfis, donde se hallaba de guarnición el grueso del Ejército, y donde los faraones, como generalísimos del mismo antes que otra cosa, se sentían más seguros. Pero Tebas no dejará por ello de ser objeto de numerosas, grandes y continuas atenciones, y eso sin contar con el supremo privilegio de que los faraones sigan enterrándose en ella y construyendo allí sus templos funerarios, de cuya importancia económica sería ocioso hablar. No; los tebanos no tendrán motivo de descontento, y menos aún si consideran la conveniencia de que el faraón se encuentre próximo al teatro de los más graves acontecimientos cada vez que éstos se produzcan. Pero aun así, los sacerdotes de Amón, no contentos con haber recobrado todas sus prerrogativas, pretendieron incrementarlas, lo que dio ánimos a Seti I para construir en Abidos, como obra suya, un templo con poder económico suficiente para contrarrestar el peso de Karnak y el de todos los templos funerarios de otros faraones, dependientes de aquél. Así iniciaba el rey un doble movimiento: el de conversión de los templos en centros de poder económico, y el de servirse de ellos en los conflictos de política interior. Con el faraón como árbitro, la lucha por el poder se polariza entre dos estamentos sociales, el de los sacerdotes y el de los militares, bien situados ambos en sus respectivas posiciones. En el terreno espiritual la intransigencia y el rigor de los primeros se enfrentará a las concepciones liberales -sobre todo en lo religioso- de estos últimos. Para éstos, que cuentan con el apoyo y la simpatía del rey, los monumentos pertenecen a la esfera de lo profano, y sus restauraciones tienen un carácter más secular que religioso, como si el ocuparse de ellos fuese más una competencia de arqueólogo que de sacerdote. Las tumbas privadas seguirán representando escenas y memorias autobiográficas, según los criterios y el estilo de la etapa precedente; pero ya desde la época final de Ramsés II se advierten signos de una nueva orientación y de las restricciones impuestas a la libertad de expresión. Es evidente que los sacerdotes no sólo se han adueñado del poder político, sino que, mediante un código de rígidos dogmas, han adquirido también un dominio absoluto sobre las almas. Como consecuencia de ello, el repertorio de los decoradores de las tumbas se ve reducido a transportar a ellas los pasajes pertinentes del Libro de los Muertos y las escenas rituales de sacrificios, transfiguraciones y desfiles de dioses. Como dato muy elocuente de hasta dónde llegó la represión, baste decir que las bailarinas desnudas que alegraban algunas tumbas del pasado fueron púdicamente dotadas de vestidos pintados encima. El poder de los sacerdotes llegaría al extremo de hacer hereditarios sus puestos, por lo que en Tebas el sumo sacerdocio llegó a ser equiparado al rey durante toda la XXI Dinastía. Con respecto al paréntesis de Amarna, no pasó de ser un efímero incidente en la historia multisecular de Egipto. Y si en la historia de la Egiptología es mucho más que eso, se debe a dos sensacionales descubrimientos de nuestro siglo: el de la Ciudad de Tell el-Amarna, de su archivo palaciego y del taller de su escultor Tutmés, y el de la Tumba de Tutankhamon, que han hecho de este faraón, de su antecesor, Amenofis IV, y de la esposa de éste, Nefertiti, los personajes más populares del Egipto faraónico. Amenofis IV (1364-1347) segundo de los hijos varones de Amenofis III, apenas era conocido antes de suceder a su padre en el trono. Es incluso probable que Amenofis III pensase en la mayor de sus hijas, Satamón, como presunta sucesora, pues en las postrimerías de su reinado esta princesa cobra mucho más relieve que el príncipe, su hermano; tiene ella como administrador de sus bienes a Amenhotep, hijo de Hapu, y ostenta el título de Esposa Real, como cumplía a una heredera. En todo caso, es seguro que Amenofis III no hizo a su hijo corregente, como a veces se lee, y que después de su muerte, Satamón desaparece como por ensalmo. Amenofis IV figura hoy en la historia de las religiones como un gran reformador religioso, el primer monoteísta. Si llegó a serlo, lo fue de una manera gradual. Sus nombres indican la evolución de sus ideas. En el nombre de coronación llama ya la atención el último elemento: Nefer-khaper-wanre. Este wa'-n-re' terminal quiere decir "único de Ra"; y más sorprende aún que, además de rey, se autodenomine sumo sacerdote de Harakhte. Se ve que ya le bullía en la cabeza la idea de contraponer a Amón la figura del dios Sol, el viejo Ra. Su primera obra, en efecto, va a ser un grupo de templos, fuera del recinto de Karnak, en donde el Sol reciba culto a cielo abierto, como enseguida vamos a ver. El nuevo dios es rebautizado con un nombre que explica su figura y su esencia: "Reharakhte, el que se regocija en el horizonte, su nombre, Resplandor (Shu), que está en el Disco Solar (Atón)". No, pues, la figura tradicional del hombre con cabeza de halcón, sino, sencillamente, un disco con muchos rayos luminosos, terminados en manecitas humanas. Ya Amenofis III había empleado un nombre parecido para describir a Amón-Ra, pero Amenofis IV omite la equiparación con Amón y adopta la forma de culto que Ra tenía en Heliópolis, obeliscos incluidos. Con un celo propio de un fanático, impone el rey a todos sus súbditos la obligación de dirigir sus preces exclusivamente al disco solar. Para tener las manos libres, el rey comenzó a construir su futura residencia a unos 225 kilómetros al norte de Tebas, junto al actual pueblo de Amarna, y le dio el nombre de Akhetaton -Horizonte de Atón-. Fue entonces también cuando Amenofis abandonó su nombre familiar, de Amenhotep, y adoptó el de Akhenaton -Útil a Atón-; declaró la guerra a muerte a Amón y demás dioses, y mandó raer sus nombres de todos los monumentos, desde el Delta a las más remotas ramblas de Nubia. Corría el año 6 de su reinado. En el 5, aún se llamaba Amenhotep y permitía que se hablase de los dioses. La conmoción llegó al extremo de confiscar todas las propiedades y rentas de Amón, con sus consecuencias económicas y sociales. El visir de Tebas, y sumo sacerdote de Amón, el elegante y bello Ramose, abandona sus cargos y su tumba-museo, y como él, caen en desgracia el tío del rey y el segundo sacerdote de Karnak, reemplazados por hijos de nadie cuyos únicos méritos eran la lealtad al rey, como en el caso de su antiguo pedagogo, Eye, que ahora se arroga el título de Padrino, y su esposa, la antigua niñera de la reina Nefertiti. Algunos son extranjeros, como el poderoso ayuda de cámara, Dudú el Amorreo. Nefertiti había dado ya a su marido dos hijas, con las que aparece ofreciendo sacrificios en los primeros relieves de Karnak, pero había de tener cuatro hijas más. Las atribuciones de la reina eran como las de un rey varón; valgan como testigos los relieves en que se la ve recibiendo a prisioneros en cadenas y aporreando a otros en la cabeza. Entre los años 8 y 12 del reinado, se aprecia otro cambio teológico. En vez de Reharakhte, el que se regocija en el horizonte..., se le denomina ahora "Ra, señor del horizonte, el que se regocija en el horizonte, el padre, el que ha regresado en el Disco Solar". Ha desaparecido de la nomenclatura el nombre Resplandor que parecía aludir y evocar al antiguo dios del aire Shu, y se atempera su calidad de luz cálida, para resaltar, en cambio, su identidad con Ra, el antiguo dios progenitor, Ra el Padre, de modo que el disco solar reinante en la actualidad, y visible en el cielo, es el que ha regresado y es, al mismo tiempo, Padre del Rey. Como éste es el único que conoce la voluntad del Padre, es también el único que puede enseñar la verdadera doctrina, el único mediador entre Dios y los hombres, el único a través del cual pueden éstos llegar a Aquél. Por eso no hay, en las casas, capillas de Atón, sino sólo capillas del rey, como único que reza a Dios. En los muchos altares y estelas hallados en estas capillas, aparece el rey representado en toda su humanidad, un poco obesa, con su mujer y sus hijas, a las que besa y con las que come, algo nunca visto en Egipto, pero que hubo de ser promovido por el rey, pues de otro modo no lo hubiese consentido. Ese calor humano era el mensaje del dios hecho hombre. Si la filosofía que inspiraba este movimiento era la de la verdad por encima de todo, ya se comprende que la primera víctima iba a ser el estilo bello de Amenofis III, con todas sus secuelas: el artificio, la escultura cortesana, los relieves como los de la abandonada tumba de Ramose; incluso en el lenguaje literario, la afectada imitación del estilo del Imperio Medio a expensas de la graciosa y sabrosa lengua vulgar. Había llegado la hora de lo que realmente está ahí, lo que en arte equivale al aspecto real y verdadero de los hombres, las bestias y las cosas, tal como ellos y ellas son a la cálida y vivificante luz del sol. El hecho, tal vez imprevisto, de que a partir de aquí se impusiese un estilo, o mejor dicho, dos estilos consecutivos, tan formalistas como los antiguos, con normas y leyes fijas e imperativas, acaso se deba a la idiosincrasia del egipcio antiguo, porque a nadie se le escapa que entre el estilo expresionista de los colosos de Amenofis IV, de su primera obra de Karnak, y sus retratos y los de la bella Nefertiti realizados en Amarna por el escultor áulico Tutmés, media un abismo. Este será todo lo vasto que se quiera, pero ambos, el primero y el segundo, son tan artísticos como el estilo bello de Amenofis III que venían a reemplazar. Quizá la razón de ser de ese abismo haya que buscarla en el cambio que se observa entre las dos concepciones, y en el papel del rey entre la primera y la segunda época de Amarna. En el segundo y tercer año de su reinado, Amenofis IV celebró en Karnak su solemne jubileo, que iba a ser la ceremonia inaugural de una nueva era y tener como exponente una serie de edificios dignos de la efemérides, que dejarían en la sombra, como de costumbre, a todos sus precursores. Conocemos los nombres de cinco de ellos y tenemos restos de algunos. El más conspicuo, y en parte excavado, era el Gen-po-Aton, "El disco solar es hallado", situado a unos cien metros al este del recinto de Amón, donde la misión norteamericana dirigida por D. B. Redford inició la búsqueda en 1975. Cincuenta años antes (1925) el ayuntamiento de Luxor había abierto allí una zanja de drenaje y encontrado restos de una serie de estatuas de Amenofis IV y gran cantidad de bloques de arenisca, muchos de ellos con relieves del estilo típico de Amarna. Henri Chevrier, entonces Inspector de Antigüedades, inició una labor de recuperación que resultó infructuosa por no haber descendido, según se ha comprobado ahora, a la profundidad conveniente. Los trabajos actuales han demostrado que los relieves y las estatuas pertenecían a un gran patio, rodeado de un pórtico de pilares, precedidos de estatuas del rey, de seis metros de altura. Es posible que aquí se encontrase también la que las inscripciones llaman "Mansión de la piedra Ben-ben", trasunto de la antiquísima del mismo nombre existente antaño en Heliópolis, y que tenía por centro un obelisco. La reforma religiosa estaba, pues, en marcha y así lo acreditan este santuario y los nombres de sus edificios: "Exaltados son por siempre los monumentos de Atón, El Robusto y la Caseta del Disco Solar". Todos ellos fueron demolidos hasta sus cimientos al término de la época de Amarna, y sus bloques -recuperados hoy en número de más de 40.000- reutilizados en la construcción del Pilono II y de otras obras realizadas entonces y después, incluso en El Cairo.
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En Occidente Valentiniano desarrolló su política en dos niveles: el jurídico y el militar, si bien no siempre resulta fácil diferenciarlos ya que su concepción del régimen de funcionamiento del Imperio estaba muy próxima al de estado de sitio. No sólo acrecentó los honores de los militares sino que, en cierto modo, militarizó todas las funciones, incluso las civiles. Todos los empleados de los despachos debían estar inscritos (siguiendo un orden de importancia: illustres, spectabilis...) en una cohorte o en una legión. Pese a la determinación de Valentiniano de aplicar un principio de igualdad a todos ante el impuesto -al que también es sometida la Iglesia-, concedió a los veteranos de los ejércitos la posibilidad de cultivar, en régimen de arriendo, tierras estatales aportándoles los útiles necesarios y liberándoles de impuestos. El reclutamiento de soldados se convierte en esta época en la necesidad más urgente para el Estado. Por la misma razón disminuye la exigencia de talla de los reclutas y promulga leyes durísimas contra los desertores. Estas medidas y estímulos incrementaron la incorporación de muchos campesinos y, sobre todo galos, pero no evitaron la necesidad de reclutar más soldados entre los bárbaros, principalmente bátavos, burgundios y otros, hostiles a los alamanes. Que tales bárbaros combatieran por la defensa de Roma era algo inevitable y en absoluto deseado. Valentiniano establece claramente la posición de estos pueblos dentro del Imperio: en el 370 promulga una ley que castiga con la pena de muerte el matrimonio entre romanos y bárbaros. Estas contradicciones eran difíciles de evitar en esta época de tensiones. Así, por ejemplo, Valentiniano se muestra deseoso de salvaguardar a las ciudades y a la clase media del Imperio, lo que explica las medidas tomadas en favor de los curiales: dejan éstos de actuar como perceptores de impuestos y son sustituidos por funcionarios estatales. También son liberados del control y las cargas de la posta pública. Pero la necesidad de recaudar los bienes que hiciesen posible el mantenimiento de este Estado jerárquico y militarizado, lo lleva a adoptar medidas que, por contra, debilitan a los curiales. Así, confisca las tierras públicas que habían sido devueltas a los curiales por Juliano. No obstante, reserva un tercio de los ingresos de éstas para el mantenimiento de las ciudades. En esta acuciante necesidad de proveer al Estado de recursos hay que enmarcar su conflicto con el Senado, que las fuentes sitúan a partir del 369. Hasta ese momento la actitud de Valentiniano hacia el Senado no fue sino formalmente respetuosa: los prefectos de la ciudad (Símmaco, en el 364; Volusiano Lampadio, en el 365; Pretextato, en el 367) o de Italia, como su amigo Petronio Probo, eran senadores. Pero no creemos que en el 369 se hubiera producido una alteración tan grande en las relaciones entre el Senado y el emperador como suponen algunos historiadores. La política de Valentiniano primó, desde los comienzos, a los generales por encima de cualquier otra consideración social. No es casual que en la lista de cónsules de su reinado figuren casi exclusivamente éstos. Los riquísimos senadores no podían dejar de ser considerados por este emperador (sensible a los problemas de los humiliores) como enemigos de un orden social más justo. Es el propio emperador, cuando justifica el principio de igualdad ante los impuestos, quien dice: "Los favores acordados a algunos (y hay que entender senadores y clérigos, puesto que éstos eran en las leyes anteriores quienes gozaban de más privilegios) perjudican sobre todo al pueblo". Así, mientras desarrolló una serie de medidas en favor de la plebe, procedió a una depuración de los senadores, seguida de confiscaciones de los bienes de éstos. Que el siniestro Maximino, entonces prefecto de la annona, ilirio también y amigo del emperador, así como Petronio Probo y otros funcionarios, se excedieran en la persecución y depuración de senadores parece por otra parte evidente, puesto que las expectativas de Valentiniano no parecían ir tan lejos como en la práctica sucedió. Valentiniano había publicado en el 369 un edicto que prohibía torturar a los senadores. Los orígenes humildes del emperador pueden no ser ajenos a la simpatía que, a través de sus textos, demuestra hacia los sectores desfavorecidos de la sociedad. En este sentido, la medida más indicativa que adoptó Valentiniano fue la creación, en el 366, del defensor plebis o defensor del pueblo. Estos defensores serían elegidos por los prefectos entre los antiguos gobernadores, entre los abogados o entre los funcionarios del palacio y habría un defensor en cada municipalidad. El propio Valentiniano sigue de cerca la elección de estos defensores, cuya función es esencialmente apoyar a los humildes frente a los abusos de los grandes propietarios. El defensor debe actuar -en palabras del propio emperador- como un patrón del pueblo frente a los poderosos. En nuestra opinión, con esta nueva institución se trató de frenar o contrarrestar la ilegalidad con la que muchísimos propietarios ejercían un patronato privado abusivo sobre sus colonos y villici. Pero en la práctica se ocuparon sobre todo de resolver pequeños litigios, asuntos de deudas, fugas de esclavos... Frente a los enemigos exteriores, Valentiniano se valió de grandes generales: Equitius -encargado de la defensa de Iliria-, Dagalaifus, Jovino y Teodosio el Antiguo, entre otros. Progresivamente, se fue atendiendo -y en el siglo posterior será un hecho establecido -a una suplantación del emperador en los campos de batalla por generales dignos de la confianza de éstos -en ocasiones no tan dignos- y que asumían la dirección de las operaciones con las máximas prerrogativas. Obviamente, la diversidad de frentes en los que era preciso combatir, hacía imposible que el emperador pudiera estar al mando del ejército en todas las contiendas. La política de defensa de las fronteras emprendida por Valentiniano hizo prácticamente impermeable a los bárbaros la zona del Rin medio y bajo. Amiano, que en su descripción de Valentiniano no fue muy objetivo, dice que su preocupación por la defensa fue diaria de ser glorificada, pero excesiva. El propio emperador transmite esta preocupación en una carta al dux de Dacia: "Sobre el limes confiado a tu Gravedad, no sólo debes restaurar las construcciones derruidas, construye anualmente nuevas torres en los lugares necesarios. Si descuidas mis órdenes, al término de tu administración serás llevado al limes y las construcciones que no hayas hecho con la mano de obra y los créditos militares que el Estado procura, las harás a tus expensas". Estas defensas contemplaban un ancho cinturón en el que se establecían torres y fuertes, como el de Alta Ripa, descrito por Símmaco y Amiano Marcelino. Además se construyeron diques junto al río que impedían que las aguas minaran los cimientos de las edificaciones y constituían en sí mismos otra barrera defensiva. Antes de la fortificación del limes, en el 365, los alamanes habían logrado cruzar el Rin en tres puntos distintos. Valentiniano, establecido entonces en París a fin de seguir de cerca la campaña, envió a Dagalaifus y posteriormente a Jovino, el cual logró derrotar a los alamanes en tres batallas. También en el 368 los alamanes habían atacado Maguncia. En esta ocasión fue Valentiniano, junto a su hijo Graciano elevado a augusto el año anterior, quien logró derrotarlos en Solicinum. Los alamanes constituyeron durante esta época un enemigo exasperante y obstinado, hasta el punto de que es ahora cuando comienza a extenderse la designación -si bien imprecisa en ese momento- de Alamannia a los pueblos asentados al otro lado del Rin. Aún hubieron de librarse varias guerras contra los alamanes entre los años 370-374, hasta que en el 375 Valeriano estableció una alianza de paz con su rey, Macrianus. Contra los peligros que amenazaban a las otras provincias utilizó a un gran general hispano, Teodosio, llamado el Mayor o el Antiguo para diferenciarlo de su hijo, el futuro emperador Teodosio. Éste llevó el mando de las operaciones contra los pictos y sajones, que habían prácticamente invadido toda la Britania. Además de lograr reducirlos y obligarles a replegarse hacia el Norte, restauró el muro de Adriano y sentó las bases de una reorganización de la vida allí, lo que implicaba un saneamiento de la administración y del ejército que, en gran parte, habían relajado el ejercicio de sus funciones. Su actividad fue tal que, en el 369, volvió de Britania y aquel mismo año combatió contra los alamanes y posteriormente contra los sármatas. En el 373 Teodosio fue enviado a Africa para sofocar la guerra civil que enfrentaba al comes Romano y a un jefe indígena, llamado Firmus, que había dado muerte a su hermano Zammac a quien Romano apoyaba. El enfrentamiento era de por sí poco trascendente, pero éste se inscribía en un ambiente propicio a la revuelta. Zósimo denuncia los abusos y mala administración que había ejercido el vicario Dracontius (364-367) y que había provocado un clima de tensión. Además, estos príncipes bereberes constituían generalmente bandos enfrentados, lo que propiciaba aún más la desestabilización de la vida en la zona. Por último, la Iglesia africana alcanzó en esta época el nivel más alto de división. Los donatistas constituían una Iglesia paralela, pero equiparable en número de obispos e implantación social a la católica. La coexistencia de ambas no era pacífica ciertamente y las tensiones y enfrentamientos (conocidos a través de las actas conciliares, de las cartas de Agustín y, principalmente, a través de Optato de Milevi) afectaron no sólo al plano religioso, sino al político-social. Valentiniano, consciente del problema, adoptó una serie de disposiciones (las únicas de contenido claramente religioso del emperador) prohibiendo volver a bautizar, como exigían los donatistas, a fin de frenar el avance del donatismo. Valentiniano murió en Panonia, en noviembre del 375, donde se había producido una sublevación de los cuados, que habían arrasado no sólo las defensas del Danubio, sino toda la Panonia. El emperador, establecido en Carnutum preparaba la expedición, a cuyo frente irían el jefe de la caballería Merobaudes y el comes Sebastián. Poco antes había encomendado la defensa de Panonia al dux Frigerido, un godo que, a la muerte del emperador, abandonó la provincia y regreso con su pueblo. El gobierno de Valentiniano supuso el último empeño mantenido con una tenacidad admirable no sólo de salvaguardar el Imperio Occidental, sino de relanzarlo. Tras su muerte se asiste a un empeoramiento de la crisis que ya será imparable. También fue el último emperador que, después de muerto, fue divinizado por su hijo Graciano, pese a ser ambos cristianos.
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El Imperio turco logró durante el Quinientos su máximo esplendor, en un dominio que se extendió por tres Continentes (Europa, Asia, África). La creación de este vastísimo conjunto territorial no se produjo por motivos de herencia, enlaces matrimoniales o relaciones dinásticas, sino pura y simplemente por efecto de conquistas que, iniciadas en el Medievo, se continuaron a lo largo de varios siglos hasta alcanzar su mayor extensión en el siglo XVII. Originarios del Asia Central, los turcos otomanos se establecieron en la península de Anatolia a raíz de la destrucción, a fines del siglo XIII por los mongoles de Gengis Khan, del que hasta entonces había sido el primitivo imperio de los turcos selyúcidas. En poco tiempo la belicosa tribu de los turcos otomanos, ya asentada tras su marcha hacia el Oeste, se apoderó de núcleos importantes en el Asia Menor, volcando su esfuerzo a continuación contra los grupos eslavos balcánicos. Ya a finales del XIV habían penetrado en Europa, derrotado a búlgaros, servios y albaneses (batalla de Kosovo en 1389), ocupado la zona griega (toma de Atenas en 1397) y puesto cerco a Constantinopla, capital de lo que quedaba del ya casi desaparecido Imperio Bizantino. Superado en los primeros años del siglo XV el peligro que supuso en la propia península de Anatolia la presencia otra vez de los mongoles, el sultán Mohamed I (1413-1421) logró consolidar el Reino otomano. Renovado impulso le dio su hijo, Murad II (1421-1451), sometiendo a casi toda la península de los Balcanes. Con su prolongada estancia en el poder establecería una característica que se repetiría con frecuencia en el transcurso de esta época de avance otomano, siempre en beneficio de la estabilidad del Imperio, pues la mayor parte de los sultanes que le sucederían gozaron de dilatados periodos de mandato. Prueba de ello fueron las tres décadas del gobierno (casi idéntica duración a la de su padre) de Mohamed II (1451-1481), iniciadas con una de las conquistas más conocidas de la historia: la toma de Constantinopla en 1453. Caía así el último baluarte del Imperio Romano de Oriente, lo que suponía además un notable triunfo de la ley coránica, del credo musulmán, con lo que ello significaba de pérdida para el Cristianismo occidental. Murad II había sido el creador de esa fuerza incontenible de las llamadas tropas nuevas, de los jenízaros; su hijo supo sacarle un notable rendimiento convirtiéndola en eficaz instrumento de su política de conquista. Los éxitos de Mohamed II fueron repetidos y destacados: en 1456 ocuparía Belgrado, aunque de forma provisional; en 1460 le tocó el turno a Morea y a las islas todavía defendidas por los griegos; en 1463 el ejército otomano destruyó el Reino de Bosnia; en 1468 fueron los albaneses los que definitivamente tuvieron que rendirse; en 1480 ocurrió la tan temida por Occidente penetración en Italia con la toma de Otranto que amenazaba directamente a Venecia y al Papado. Hacia el Este los triunfos no fueron menos llamativos: ocupación de Trebisonda en 1461 y de Crimea en 1479. Tanto Murad II como Mohamed II fueron al parecer hábiles políticos dotados de gran decisión y firmeza en sus planteamientos ofensivos, que no estaban reñidas con una relativa actitud tolerante hacia los vencidos, que incluía el respeto a las ideas religiosas distintas, lo que supuso un elemento práctico a la hora de la aceptación de su autoridad y al mantenimiento de sus conquistas, sin olvidar a este respecto la clara supremacía militar que las garantizaba. Estando totalmente volcada hacia las empresas exteriores, la destacada y sobresaliente personalidad de Mohamed II vio truncada su existencia, próxima a los cincuenta años de edad, por los efectos de un medicamento, o tal vez de un veneno, que el médico real le suministró al caer enfermo cuando personalmente dirigía un asalto contra la fortaleza de Rodas. Una muerte anormal para una vida no menos extraordinaria. La sucesión en el sultanato solía traer problemas familiares internos al no estar estrictamente reglamentada la línea hereditaria y al presentarse en ocasiones, debido a la costumbre de la poligamia, varios candidatos, hijos del sultán pero de distintas madres. Ello producía frecuentes intrigas cortesanas cuando se aproximaba la hora de un relevo en el mando supremo, aspiraciones de poder, a veces en vida del sultán, entre los mejor situados, y amenazas representadas por los aspirantes frustrados que el heredero finalmente elegido solía cortar a menudo de forma drástica decretando el destierro o la muerte de los excluidos para la sucesión. Mientras el Estado otomano se mantuvo fuerte, compacto y bien administrado, contando además con figuras destacadas que ocuparon el sultanato durante buena parte de los siglos XV y XVI, los elementos desestabilizadores pudieron ser contrarrestados con eficacia, pero éstos se dejarían sentir con una mayor incidencia sobre la cúspide del poder soberano una vez iniciada la inflexión hacia el estancamiento y el agotamiento expansivo, factores éstos que no se darían hasta finales del siglo XVI, y aun así de forma relativa. No obstante, los riesgos de inestabilidad no habían estado ausentes en la etapa del crecimiento imperial, pudiéndose ello comprobar en las maquinaciones habidas contra el gran Mohamed II por parte de su propio hijo Bayaceto, al que algunos acusaron de haber propiciado su muerte por envenenamiento, o en la actitud de éste hacia su hermano menor y rival, Yem, del que se desembarazó primero derrotándole militarmente con ayuda del ejército y posteriormente teniéndole alejado de la Corte hasta que acabó siendo víctima del juego diplomático. Como sultán, Bayaceto II (1481-1512) fue bien distinto a su padre. Poco dado a las empresas de conquista, mantuvo una política menos activa hacia el exterior, a pesar de lo cual bajo la presión de los dirigentes jenízaros tuvo que iniciar algunas tentativas para obtener nuevos dominios, de las que resultaría la toma del principado de Moldavia en 1504. Más relevante fue su política financiera y de acumulación de riquezas, que serviría para dotar al aparato del Estado de mayores recursos, pronto utilizados por su sucesor para relanzar el avance otomano. De todas formas, la extensión del Imperio turco era ya muy considerable antes de producirse los renovados afanes expansionistas del Quinientos. Partiendo de los límites iniciales que tenía a comienzos del siglo XV, fundamentalmente de la zona turco-europea y de la parte sur de los Balcanes, a lo largo de esta centuria su ampliación fue notable, terminando por abarcar toda la península balcánica, incluidas Serbia, Bosnia y Albania, muchas islas del Egeo, Crimea, el sur de Rusia, Asia Menor, el Mediterráneo oriental y el mar Negro. A este vasto espacio Selim I (1512-1520) añadió con sus conquistas de Siria en 1516 y Egipto en 1517 nuevos territorios de alto valor estratégico, pero también de enorme significación económica (participación en el tráfico del oro y de esclavos africanos, acercamiento a la ruta de las especias, aprovechamiento del trigo y del arroz de la zona para abastecer al centro del Imperio) y religiosa al ser reconocido el sultán como califa, recibiendo por lo demás las llaves de la Kaaba. Si la toma de Constantinopla por Mohamed II supuso acabar con el último reducto cristiano más representativo de Oriente y le permitió ostentar el título de emperador, ahora, con el sometimiento de los mamelucos de Egipto, la obtención de la categoría de califa le supuso a Selim I la dignidad de supremo jefe de todos los creyentes musulmanes, lo que le otorgaba una impresionante autoridad. Sultán, emperador y califa, o lo que era lo mismo, el caudillaje militar, señorial y religioso se unían en una sola persona, dotándola de excepcionales poderes. A la altura de 1517 Selim I era tal vez el hombre más sobresaliente del mundo conocido por los europeos. Pero todavía quedaba por llegar el gran momento de madurez del Imperio otomano, que correspondería al largo reinado de Solimán II el Magno (1520-1566). Con él la potencia imperial otomana lograría su apogeo y el máximo de su poderío. En los primeros años de su mandato ya demostró la fuerza de su empuje, orientando su política hacia una mayor penetración en el Continente europeo hasta llegar a las puertas de Viena, con todo lo que ello suponía de temor para el Occidente cristiano. Una serie de hitos importantes jalonaron su marcha victoriosa en dirección al corazón de Europa: conquista de Belgrado en 1521; rendición de los Caballeros Hospitalarios de San Juan y toma de Rodas en 1522; desaparición del Reino de Hungría como entidad independiente tras la batalla de Mohacs en 1526, donde encontraría la muerte su rey Luis II, pasando la mayor parte del territorio húngaro a estar bajo la soberanía del poder turco, que también tuteló al trono magiar recién ocupado por el que había sido el candidato de los otomanos, Juan Zapolya, una vez aceptado por éste el vasallaje a Solimán. En 1529 se produjo un primer asedio a Viena, repetido años después, en 1532, con un intento de invasión turca de las tierras austriacas, pero el desastre para los Habsburgo no llegaría a producirse, resistiendo la capital la ofensiva turca. Sin poder superar esta barrera centroeuropea, el ejército del gran sultán se volcó en la dirección opuesta, conquistando Bagdad y Mesopotamia en 1536, continuando dos años después su avance hacia la India. La década de los cuarenta ofreció asimismo destacados acontecimientos para el Imperio, como fueron la anexión del sometido Reino húngaro a la muerte, en 1541, del ya citado Zapolya; el mayor dominio alcanzado sobre los siempre odiados rivales persas al producirse, en 1543, la renuncia del último rey abasí, o la aceptación de una especie de vasallaje por parte de Fernando de Austria consistente en el pago de un tributo anual que la Monarquía de los Habsburgo debía satisfacer al califa otomano. Precisamente la negativa a efectuar esta imposición parte de Maximiliano II de Austria, ocasionaría indirectamente la muerte de Solimán, ya que éste moriría al lanzar un asalto contra Sigetz como respuesta a dicha actitud, la cual se modificaría de nuevo, ya bajo el gobierno de Selim II (1566-1574), al firmarse la paz de Andrianópolis (1568) y volver los Habsburgo a satisfacer la imposición anual al Imperio turco. El mandato de Selim II fue corto pero lleno de trascendencia, pues a mitad de su reinado, tras arrebatar Chipre a los venecianos en 1570, tuvo lugar la famosa batalla de Lepanto (1571), que frenaría las incursiones marítimas de la flota turca hacia el Mediterráneo occidental, pero que no supuso ni mucho menos la quiebra del poder otomano. Éste, por contra, siguió pujante en el transcurso de los siguientes reinados de Amurates III (1574-1595), Mohamed III (15951603) y Ahmed I (1603-1617), durante los cuales el imperio otomano conservó y consolidó aún más si cabe sus fronteras en Europa, Asia y África. La decadencia del poder turco tardaría todavía algún tiempo en llegar, a pesar de que los problemas internos estaban siendo cada vez más frecuentes e intensos, sucediéndose las intrigas en el serrallo y faltando figuras de la talla de Mohamed II o Solimán al frente del sultanato. En el siglo XVIII comenzó la decadencia del otrora poderoso Imperio otomano, motivada -entre otras razones- por la incapacidad de los califas para mantener sujeto y bien administrado un territorio tan vasto como heterogéneo. Las luchas por el poder, las intrigas palaciegas y el papel intervencionista creciente del cuerpo de los jenízaros fueron causa de no pocos problemas. Por si fuera poco, la cada vez mayor pujanza de las naciones cristianas europeas obliga a firmar tratados en condiciones precarias, que implican sucesivas pérdidas territoriales. En 1699 la paz de Karlowitz hace perder a los turcos Hungría, Dalmacia, Morelia y Podolia; un año más tarde, la paz de Constantinopla significa desprenderse de Asov, que se recuperará entre 1711 y 1744; por último, de la paz de Pasarowitz (1717) resulta la pérdida del Banato, Valaquia y el norte de Serbia. La decadencia del poder otomano en Europa continúa durante el siglo XIX y comienzos del XX. Grecia se independiza en 1829; entre 1861-66 consiguen ser autónomos Serbia y la futura Rumania; se crea el estado de Bulgaria, se cede Chipre al reino Unido (1878) y quedan libres Albania y Macedonia (1913). En África, el Imperio otomano conserva una presencia más nominal que efectiva. En Argel, Túnez y Libia son los poderes locales quienes detentan el poder real; Egipto logró su independencia en 1848 tras el conflicto producido entre el pashá Muhammad Alí y el sultán. El Imperio otomano tocó a su fin en 1924, cuando, después de la I Guerra Mundial, Mustafá Kemal Ataturk abolió el califato y fundó un moderno Estado laico.
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A comienzos del siglo XIV, el que será poderoso Imperio otomano es aún un pequeño reino al este del mar de Mármara, con capital en Bursa. Hacia 1451, el pequeño núcleo original se verá ampliado tanto en dirección este como oeste. Pero la gran victoria turca se producirá en 1453, con la toma de Constantinopla a los bizantinos. A partir de entonces, la expansión otomana continúa imparable. Hacia 1520 el Imperio otomano ha ocupado toda Anatolia, Oriente Próximo, el oeste de la península Arábiga y Egipto. También cuenta con estados vasallos como los de Argelia, Valaquia, Moldavia y el Janato de Crimea. Pero el gran impulso a la expansión otomana lo dará Solimán el Magnífico quien, entre 1520 y 1566 conquistará Hungría, Jedisán, áreas de Armenia y Mesopotamia, el Yemen y una franja en la costa oriental africana. También fueron convertidos en vasallos Tunicia, Tripolitania, Cirenaica y Transilvania. Entre 1566 y 1683 el Imperio otomano continuó creciendo, situándose a las puertas de Viena y tomando Creta, Chipre, Podolia, la costa occidental de Georgia y el-Hasa, en la península arábiga. Otras conquistas son sólo temporales, como las realizadas en Georgia, Azerbaijan y Luristán, territorios bajo control turco por poco tiempo. En 1683 los límites del Imperio se encuentran en su punto álgido y el Islam es la máxima potencia del Mediterráneo.
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La historia del Imperio Bizantino -o más propiamente del Imperio Romano (en la pars Orientis)- en los algo más de tres siglos que van desde la muerte de Teodosio el Grande (395) hasta el desgraciado final de Justiniano II, el de la nariz cortada (711), constituye el llamado periodo Protobizantino según una feliz periodización que de la historia bizantina hizo Ernest Stein. Dicho periodo se señalaría por mantener los rasgos esenciales de los tiempos anteriores, los propios del Imperio Romano universal del siglo IV, pero por poner las bases y las condiciones propias del Bizancio clásico de la Alta Edad Media. Entre dichas características heredadas cabría señalar en primer lugar la decidida vocación de la clase dirigente bizantina por conservar el Imperio de los romanos en su prístina extensión tricontinental, tal y como expresaría el emperador Justiniano en su famosa proclama poco antes de iniciar su obra reconquistadora en África e Italia. Dicha vocación no sólo impulsó éste y otros intentos reconquistadores y un costosísimo esfuerzo bélico por mantener las posiciones adquiridas en Occidente, sino también una política intervencionista en los territorios y Cortes romano-germánicas de la Península Ibérica y las Galias. Intervencionismo que se basaba en una querida, y en gran parte reconocida por los otros interlocutores, posición de hegemonía o preeminencia política del Imperio, que en los usos diplomáticos establecidos por éste suponía imaginar al Imperio y a los diversos Reinos como constituyendo una gran familia en la que el emperador constantinopolitano era el padre y los reyes germanos sus hijos. Esta vocación hegemónica en todo el ámbito mediterráneo se basaba, y a su vez favorecía, en el mantenimiento de una cierta unidad económica del Mediterráneo, donde todavía existía un importante comercio, especialmente impulsado por el transporte estatal de bienes fiscales que unía los puertos principales del mismo. Y desde el punto de vista cultural supuso un constante reto para el gobierno imperial de crear y sostener una ideología unitaria, expresada en lenguaje religioso, que mantuviera cohesionados a los grupos dirigentes de las diversas regiones que lo componían, evitando la consolidación y diferenciación ideológico-cultural de las mismas. De tal forma que sería en el terreno de las grandes disputas religiosas de la época -Arrianismo, Nestorianismo, Monofisismo y Monotelismo- en el que mejor se reflejaron esas tensiones entre centro y periferia que caracterizaron la época protobizantina. Pero estos siglos también pusieron las bases del posterior Bizancio altomedieval. Dichas tensiones entre centro y periferia al fin supusieron una nueva toma de identidad cultural y étnica por parte del núcleo balcánico-anatólico del Imperio, lo que se expresada en su monolingüismo helénico y en su ortodoxia cristiana. El paulatino colapso del transporte y comercio estatal y mediterráneo de bienes fiscales también constituye otro síntoma y consecuencia de dichas tensiones entre centro y periferia; y, además de explicar la rápida dislocación del Imperio en el Oriente de mayoría no helénica ni ortodoxa y el incontenible avance de la conquista islámica en la segunda mitad del siglo VII, dicha ruptura era síntoma de la culminación de un proceso de cambio socioeconómico que a su vez precipitó. La disminución drástica de los intercambios comerciales y de la fácil provisión de alimentos condujo a la disminución del tamaño de las ciudades, y hasta a la desaparición de varias de ellas. La unión de los intereses de los grandes propietarios y los campesinos frente a las exacciones fiscales del Estado habría supuesto una recreación de las economías campesinas autónomas de subsistencia, a lo que también contribuyeron los asentamientos de eslavos en los Balcanes. Recreación campesina que ciertamente sería la base para un cambio fundamental en el reclutamiento militar, propio del régimen Temático clásico. Al mismo establecimiento de éste contribuyó muy fundamentalmente el cambio en la administración pública exigido por la contracción del Imperio y la constitución de casi todo su territorio en una posible frontera en profundidad, y por la necesidad de dotar a los mandos militares de atribuciones fiscales y civiles para el aprovisionamiento directo de sus unidades ante el mismo fracaso de la Hacienda centralizada. Caracterizados así estos tres siglos del Imperio Bizantino por las tensiones entre el centro y la periferia, por su vocación mediterránea universalista y su fracaso, por la continuidad de rasgos propios del Imperio Romano del siglo IV y la aparición de otros típicos del Bizancio clásico de los emperadores isaurios y macedonios, no cabe duda que se dibujarían con nitidez en el plano de los acontecimientos -pero también de las mismas estructuras profundas- tres períodos. El primero de ellos iría de la muerte de Teodosio el Grande (495) a la subida al trono de Justino I (518). El segundo estaría constituido por los sucesores de Justiniano, hasta la crisis de Focas y la sublevación de Heraclio (610). Mientras, el tercer periodo correspondería a la dinastía fundada por este último (610-711).
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Con Octavio Augusto, el territorio romano legado por César se incrementa al conquistar la cornisa cantábrica, los Alpes, Retia, Nórico, la Panonia, Mesia, Galacia, Licia y Egipto. Entre los años 14 y 68 de nuestra era, los Julio-Claudios añaden la zona sur de Britania, Mauritania, Siria, Judea, Capadocia, Panfilia y Tracia. La dinastía Flavia, entre 68 y 96, sólo ampliará el Imperio a los Campos Decumates y la zona central de Britania. Dacia y Arabia serán las incorporaciones de la dinastía Antoniana a lo largo del siglo II, mientras que los Severos tomarán parte de la actual Argelia. Durante el gobierno de Diocleciano entre los años 293 y 305, se estableció la tetrarquía, sistema por el cual se repartía el imperio entre dos augustos y dos césares. Para Constancio Cloro irá la zona occidental; Maximiano tendrá el territorio de Italia y buena parte del Africa septentrional; Galerio recibe la Europa oriental, mientras que Diocleciano se verá recompensado con los territorios asiáticos y Egipto. En el año 395 el imperio se divide en diócesis: Hispania, Vienne, Britania, Galia, Italia, Panonia, Dacia, Mesia, Tracia, Asia, el Ponto, Oriente y Africa. Además, las legiones se establecen en su mayoría en las fronteras para evitar las incursiones de los pueblos bárbaros, que no tardarán en producirse.
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La decadencia de Mali trae consigo la emergencia de otro reino a cuya cabeza figuran los Sonnis, una dinastía fundada por Alí Kolen, hijo de un antiguo soberano de Gao al que Kankan Musa concedió ciertas prerrogativas. Uno de sus descendientes, Sonni Ali Ber -Alí el Grande-, que reina entre 1464 y 1492, será el organizador del imperio Songhai y el más importante conquistador del África negra, ya que logró levantar en casi 30 años un Imperio tan grande como el que en Europa construyó Carlomagno. Llegaba, en efecto, desde Segou, junto al Níger, hasta Dahomey. Mandó expediciones, conquistó provincias y su fama se extendió tanto en Oriente como en Occidente, dice El Tarik Sudán. Su nombre llegó hasta Europa y Juan II, rey de Portugal, juzgó oportuno enviarle una embajada. En 1468 se hace con Tombuctú, ocupada por los tuaregs desde 1435; tras pasar a cuchillo a sus moradores, manda ejecutar a los Ulemas, los doctores del Islam que se enfrentaban a él, encarcelar a los letrados e incendiar la ciudad. En 1473 se apodera de Yenné, en el Níger, ciudad fundada en 1250 por los Soninkés y foco de un pequeño Estado que había reemplazado a Ghana en el tráfico aurífero y alcanzado gran notoriedad en la que competía con Tombuctú. De aquí que Alí Ber la sometiese a sitio durante más de siete años hasta hacerse con ella. En 1476, Sonni Alí Ber entrará en Gao, su capital, en triunfo. Acto seguido se lanza contra Borgú, al este; se detiene para avituallarse en Mopti, Níger. Después ataca a los Mossi y emprende la conquista del macizo de Bandiagara, enfrentándose a la población animista de los Dogon, que le hace frente parapetada en sus farallones. Por entonces también empieza a significarse claramente contra el poderío musulmán, representado a la sazón por los tuaregs, y lo mismo contra los Peuls, ganaderos que han sabido infiltrarse más o menos pacíficamente en el Sudán. Contra el poderío de éstos reacciona el Sonni Alí con energía. Antes de morir ahogado en un accidente, logrará organizar un Estado centralizado. Le sucede su hijo Senni Baari, que sólo gobierna un año, pues al negarse a convertirse al Islam, uno de sus generales, el soninké Mamauu Tudé, lo destrona y bajo el nombre de Askia Mohamed funda la dinastía musulmana de los Askias. Se inicia así el siglo de los Askias, un tanto próspero y esplendoroso. El fundador reinó desde 1493 hasta 1528 y organizó su Imperio en provincias, colocando al frente de cada una de ellas a un gobernador. Creó un ejército permanente y acogió a los letrados y juristas en Tombuctú y Djenné. En 1497 llevó a cabo la peregrinación a La Meca, acompañado de 500 jinetes, 1.000 soldados, una multitud de letrados y gran cantidad de oro. A su regreso, volvería con el título de califa del Sudán que le dio el decimocuarto sultán sassánida de La Meca. Movido por la fe islámica, promovió la Guerra Santa contra los paganos Mossi, saqueó los territorios fronterizos y, aprovechándose de la crisis de Mali, logró conquistar Masina y Diara, a la vez que extender su poderío hasta Teghazza. Por el este ocuparía Gadest y las grandes ciudades fortificadas del país Haussa -Katsina, Kane-, enfrentándose asimismo con los tuaregs del Air. Sólo el rey de Kebbi pudo presentarle resistencia. Sus campañas en el sur contra los Dogon, Mossi y Bariba, fueron menos afortunadas. Por el norte, penetrando en el desierto, llegó a controlar las minas de sal del sur marroquí, que ya entrado en el siglo XVI, uno de sus sucesores, el Askia Daut (1549-1582), cedió en explotación al sultán de Marruecos, tras acordar la percepción de un canon anual de 10.000 dinares de oro. A su muerte, sus 100 hijos -téngase en cuenta la importancia que asume el harén entre los Songhai- disputarían la sucesión eliminándose entre sí, hasta un tardío entendimiento que trae consigo la paz del reino. Nuevamente se restaura el comercio caravanero y gentes de toda el África negra y del ámbito islámico, incluso desde Europa, llegan a Tombuctú, del que nos dará por este tiempo una vívida descripción León el Africano. Fue un joven y emprendedor sultán marroquí, Muley Hamed, que pasará a la historia con el apodo de El Mansur -El Victorioso-, quien, en un incontenible afán de gloria y fortuna, se decidió a emprender una expedición transahariana y llegar a las fabulosas minas de oro del país de los negros. Ignoraba su posición exacta y para localizarlas decidió enviar al Askia, rey de Songhai de entonces, una supuesta embajada cuyo fin último era preparar el golpe de mano, nombrando como jefe de la misma a un curioso renegado español de origen granadino, al que se conoció con el apodo de Joder, por ser esta su exclamación más repetida. El flamante pachá organizaría una expedición en toda regla, con una bien provista caravana en la que no faltaron incluso tiendas y cañones de origen inglés y atravesó el Sahara hacia 1590, llegando al Níger en la primavera del siguiente año. Tras enfrentarse a los Songhai, se apoderó de Gao y Tombuctú, donde no encontró el deseado oro para su decepción. En Marruecos el sultán, exasperado de no lograr el botín previsto, envió a Tombuctú a su fiel servidor Mahmued para deponer al pachá, lo que logra a medias, ya que éste se hace fuerte en Gao. Tras diversas vicisitudes, el pachá Joder, en 1599, sobreviviendo a todos, logró volver a Marruecos con un cuantioso botín, dejando en Tombuctú a una guarnición marroquí que acabó integrándose en el lugar con cierto predicamento hasta el siglo XVIII.
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Turquía ofrecía un panorama difícil de comparar con los Estados e Imperios europeos de la época. Su sistema político, aunque arcaico comparado con los principales países europeos de la época, tenía un potencial basado en la existencia de una población turca asentada en el Asia Menor y en torno a Constantinopla, donde residía el sultán, que podía constituir una nación-Estado según el modelo occidental. El imperio estaba en manos de la dinastía osmanlí, que no formaba parte de las casas europeas por sus abismales diferencias de costumbres. El poder político del sultán era casi ilimitado. Era jefe de todos los creyentes en el Islam. Ésta era la única religión del Estado, que otorgaba, exclusivamente a quienes la profesaban, unos relativos derechos civiles y políticos. Además, el Islam era la regla de las costumbres sociales y los usos privados, la medida de todas las cosas en el orden político y jurídico. Todo ello estaba en manos del sultán, si bien el Cheik-il-Islam, el más antiguo de los intérpretes de los escritos de Mahoma, tenía el derecho de decidir si una ley del sultán era concorde con la doctrina mahometana. En el interior del Imperio, los súbditos que profesaban la religión de Mahoma tenían igualdad jurídica entre sí. La autoridad imperial toleraba los pueblos cristianos de los Balcanes y les permitía fundar comunidades religiosas. En ellas el clero, de acuerdo con el uso medieval conservado aún en el siglo XIX, no sólo administraba sacramentos sino que tenía autoridad legal en algunos aspectos civiles y también ejercía funciones judiciales. Pero un cristiano no podía ganar una causa contra un mahometano ante un tribunal islámico. Frente a los creyentes, los súbditos cristianos carecían de todo derecho. Desde la década de 1870, la posibilidad de modernizarse se frustró hasta bien entrado el siglo XX. Lo intentaron algunos intelectuales y altos funcionarios formados en Europa Occidental, los que más tarde se llamarían "jóvenes Turcos". Se confió en el cambio de mentalidad de la población por medio de la escuela popular que debía contribuir a reconciliar a cristianos y musulmanes. Pero este camino fue muy lento. De momento, fracasaron los intentos de reconocer a los cristianos los mismos derechos que a los musulmanes y la supresión de la antijuridicidad de recusar cualquier queja presentada por los cristianos ante los tribunales. Eran usos históricamente arraigados. Su modificación fue una empresa sin perspectivas inmediatas solicitada por los europeos, que lo habían pedido solidaria y enérgicamente. El sultanato, debido a la rápida degradación de la situación, cambió de titular hasta tres veces en el año 1876. En marzo Abd-ul-Aziz había sido depuesto en beneficio de su sobrino Murad V, que en agosto fue destronado por su hermano, Abd-ul-Amid II, quien permaneció hasta 1909. Gobernó primero con Midhat Pachá -el líder de los "Jóvenes Turcos"- y accedió a la proclamación de una Constitución que, sobre el papel, concedía más libertades que las entonces vigentes en Francia. El Parlamento quedó formado por representantes del propio sultán que recibieron el apodo de "Sí, Señor". Midhat Pachat cayó en desgracia en febrero de 1877 y fue desterrado a Arabia, donde murió estrangulado. El gobierno inspirado por los "Jóvenes Turcos" había durado sólo unos meses. El sultán volvió a reinar sin limitaciones al estilo de los viejos déspotas. A pesar de su arcaísmo y a diferencia de otros Imperios antiguos, el otomano en el último tercio del siglo XIX seguía siendo una fuerza militar lo suficientemente poderosa como para causar dificultades a los ejércitos de las grandes potencias. Esto le dio un temible prestigio en Europa. Desde finales de la Edad Moderna, el Imperio había sufrido un proceso de desgaste y desintegración. A mediados del siglo XIX, pertenecían al reino del sultán el Asia Menor, Siria, Líbano, Palestina, Mesopotamia hasta el Golfo Pérsico, la Península Arábiga y la costa del Mar Rojo. En el Norte de África, además de tener los principados dependientes de Túnez y Egipto, ejercía la jurisdicción directa sobre la Cirenaica y Tripolitania. En Europa todavía controlaba una parte de la península balcánica (el Próximo Oriente) entre el Mar Negro, el Egeo y el Adriático. Bulgaria, Albania, Macedonia y Bosnia Herzegovina permanecían bajo el poder directo del sultán. Grecia, sólo una parte del actual Estado de Grecia, era independiente. Serbia y Montenegro, aunque gobernados por príncipes autónomos, eran vasallos del Imperio. Los rumanos, aprovechando la guerra de Crimea, crearon un principado autónomo. Una de las características del siglo XIX fue precisamente la progresiva pérdida de territorios e influencias. De hecho, antes de la Gran Guerra, había desaparecido casi por completo de Europa y hacía tiempo que había sido eliminado de África. Sólo conservaba un débil imperio en Medio Oriente (la zona del suroeste asiático) que perdió después de la Gran Guerra. Las divergencias de los Estados europeos e implicaciones internacionales de esta desmembración fueron grandes, tal como se explican más extensamente en el capítulo de relaciones internacionales. Además, dieron lugar a nuevos países con su propia evolución interna y problemas de vecindad entre los territorios que hasta entonces habían formado parte de un mismo Imperio. Había rivalidades sociales y religiosas. En la llanura búlgara, el dominio otomano era completo y los terratenientes turcos oprimían a los campesinos autóctonos. En Serbia y Montenegro, los campesinos acomodados habían logrado mantener cierta independencia y además tenían un gobierno autónomo. En Bosnia-Herzegovina la situación era más compleja, la mayoría de los terratenientes serbios se habían convertido al Islam y oprimían a sus hermanos de lengua que seguían siendo cristianos. Algo semejante ocurrió con los búlgaros en Macedonia. En Albania había mayor homogeneidad, pues la mayor parte de la población era musulmana. Por otra parte, el patriarca griego de Constantinopla era cabeza de todos los cristianos ortodoxos de los Balcanes. El rito y la lengua eslava se habían cambiado y en su lugar se impuso el griego en la liturgia y la escuela. Por ello, los búlgaros, rumanos y serbios sentían esa autoridad eclesiástica tan ajena como la política de los turcos. El despertar de los búlgaros fue bastante tardío. A partir de los años setenta empezaron a mostrarse más activos con el apoyo de los patriotas del exterior y de Rusia. El primer resultado lo obtuvieron en el mismo año 1870, al conseguir que la Iglesia de Bulgaria se independizara del patriarcado de Constantinopla (aunque éste no lo reconoció hasta la tardía fecha de 1945) con un exarcado competente en Bulgaria y Macedonia. Bosnia-Herzegovina era pieza clave para Austria-Hungría y Montenegro, en cuanto que cerraba la prolongación de Serbia y Bulgaria hacia el Adriático. Por razones contrarias, era deseada por dos vecinos, rivales entre sí: Serbia y Bulgaria, así como Rusia, aliada de éstos. La rebelión contra los turcos comenzó en 1875, siguieron los búlgaros en 1876. Todos las partes interesadas -salvo Inglaterra y, naturalmente, Turquía- apoyaron, directa o indirectamente, la insurrección. Serbia fue derrotada por los turcos, no así Montenegro. La represión que siguió en Bosnia-Herzegovina y Bulgaria unió a los Imperios ruso y austriaco contra el turco. Incluso llegaron a la repartición de los nuevos territorios una vez que fueron liberados: Rusia el Este, Austria el Oeste. Es decir, Bulgaria y Bosnia-Herzegovina, respectivamente. Esto fue lo que ocurrió tras la guerra de 1877-1878 y el subsiguiente Tratado de San Stefano (marzo, 1878). Austria-Hungría obtenía la administración de Bosnia-Herzegovina. Se creaba el nuevo país de Bulgaria, bajo influencia rusa. Además, Rumanía, Serbia y Montenegro pasaban a ser plenamente independientes. Unos meses más tarde, por imposición británica, el Congreso de Berlín (julio, 1878) modificó algunas fronteras, en perjuicio de Rusia. En el mismo Congreso, Bulgaria, que se constituyó como principado autónomo tributario del imperio otomano, perdió gran parte de los territorios obtenidos meses antes, especialmente Rumelia (Tracia) y Macedonia, que siguieron siendo turcas. Fueron los rusos los que se ocuparon de organizar la administración de la nueva Bulgaria. En 1879, una Asamblea Constituyente, con mayoría liberal, votó una Constitución por la que se establecía el sufragio universal para la elección de la Asamblea Nacional, depositaria de la soberanía. El nuevo jefe de Estado sería Alejandro de Battenberg quien se estableció en la nueva capital, Sofía. Al poco tiempo, Alejandro, con el apoyo ruso, suspendió la Constitución (1881) y emprendió un régimen de poder personal. El príncipe de Bulgaria se fue distanciando cada vez más del zar de Rusia y apoyó el nacionalismo búlgaro, que implicaba la unidad con Rumelia. En 1885 los rumeliotas favorables a la unión con Bulgaria tomaron el poder. A los pocos días, el príncipe Alejandro hacía su entrada triunfal. La unidad estaba consumada y daba lugar a un país de 3.500.000 habitantes. En Macedonia, con mayoría de población búlgara, se suscitó una gran esperanza, pero no se produjo un levantamiento hasta 1903 que fue duramente reprimido. La reacción a la unidad búlgara fue múltiple. Serbia se sintió amenazada y dio comienzo a una guerra de la que salió derrotada. Turquía se sintió sin fuerzas para responder. Lo paradójico de la situación, que puso en grave riesgo la paz europea, es que ahora era Rusia la que se oponía con mayor fuerza a la unificación. Una conferencia internacional, reunida en Constantinopla, la reconoció, de hecho, aunque legalmente no lo fue hasta 1908. La actitud del príncipe Alejandro humilló al Imperio ruso, quien le expulsó de Bulgaria por la fuerza, mediante un golpe de Estado que llevaron a cabo oficiales rusófilos en agosto de 1886. Aunque el príncipe volvió a Sofía, nuevas presiones le hicieron abdicar un mes más tarde El nuevo hombre fuerte de Bulgaria, Esteban Stambulov, depuró el ejército de rusófilos y las nuevas elecciones dieron una amplia mayoría a los nacionalistas. En 1887, la Asamblea búlgara eligió como nuevo rey a Fernando de Sajonia-Coburgo, que no fue reconocido por Rusia. Hasta 1894, el poder efectivo estuvo en manos de Stambulov. A partir de entonces, el príncipe Fernando ejerció personalmente la dirección del país, apoyado por la coalición liberal-conservadora. Bosnia, por su parte, desde 1878 fue administrada civil y militarmente por Austria-Hungría, quien nominalmente actuaba en nombre del sultán turco. La nueva administración, que fue especialmente eficaz en la construcción de obras públicas, se apoyó fundamentalmente en las poblaciones musulmanas y católicas, mientras que en los ortodoxos aumentó la orientación proserbia, lo que daría lugar a enconados problemas cuando, en 1908, Austria-Hungría se anexionó el territorio. Los territorios que habían alcanzado la independencia del Imperio otomano en 1877 se constituyeron en Monarquías de inclinación predominante austro-húngara hasta comienzos del siglo XX. Los antiguos príncipes se convirtieron en reyes. En Rumanía, Carlos de Hohenzollern pasó a denominarse Carol I en 1881 y su reinado continuó hasta 1914 dentro de un sistema constitucional imperfecto. En Serbia, Milan Obrenovich fue rey hasta 1889, en que abdicó en su hijo Alejandro I, quien fue asesinado en 1903. Las instituciones liberales de Serbia tuvieron difícil puesta en práctica debido al arcaísmo social y económico y a su escasa urbanización (la única ciudad algo importante, Belgrado, no superaba los 30.000 habitantes). En el pequeño país de Montenegro, con sólo 250.000 habitantes mayoritariamente de orientación proserbia, el príncipe Nicolás, que lo era desde 1860, no se proclamó rey hasta 1905, al tiempo que otorgó una carta constitucional, si bien conservó casi todos sus poderes. En 1900 estaba claro que Turquía había perdido su poder efectivo y su influencia en la casi totalidad de la parte europea de lo que los británicos denominaban "Próximo Oriente". Igualmente, los débiles lazos que les unían con el Norte de África ahora estaban pasando -si bien no de forma oficial- a los nuevos países imperialistas europeos, británicos y franceses. Los analistas europeos anunciaban que las mismas potencias se acabarían repartiendo la mayor parte asiática del Imperio. Sólo quedaría la zona más pobre de la Península Arábiga dado que, como señala E. Hobsbawm, en ella de momento no se había encontrado petróleo ni ninguna otra cosa de valor, y el Asia Menor, donde se concentraba la población turca y a partir de la cual se podría configurar una nueva nación-Estado según el modelo occidental.