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Tras el reinado de don Pedro, con Pedro II se instalará un régimen imperial en Brasil. Hijo de Pedro I, al abdicar éste le sucederá en el trono, siendo tutelado por Andrada y Silva y el Consejo de Regencia hasta su mayoría de edad. De talante liberal, impondrá el sistema parlamentario y establecerá el sufragio directo. Una de las reformas fundamentales, que afectará de lleno al corazón de la economía brasileña, será la abolición de la esclavitud. En efecto, la ingente cantidad de mano de obra llevada ya desde siglos antes por los portugueses desde África resulta fundamental para el funcionamiento de la economía de Brasil, básicamente desarrollada sobre plantaciones agrarias y explotaciones mineras. Sin embargo, a pesar de la oposición fuertemente organizada de plantadores y sectores reaccionarios, la presión interna de los abolicionistas y población liberada, y externa, especialmente por parte de Estados Unidos, conseguirá que el régimen esclavista sea definitivamente abolido. Una revolución republicana encabezada en 1889 por Manuel Diodoro da Fonseca significará el fin del Imperio. Desterrado Pedro II, fallecerá algún tiempo después en París.
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La Dinastía de Akkad, que sucedió en el tiempo a la larga fase del Dinástico Arcaico sumerio, desempeñó un importantísimo cometido político y cultural en la historia de Mesopotamia. Hasta tanto no se descubra su capital imperial, Akkadé, situada junto el Eufrates, debemos contentarnos con conocer algo de tal Dinastía y de sus sucesores tomando como referencia restos arqueológicos y testimonios escritos de sus centros provinciales, así como tardíos textos literarios. La suerte de Akkad comenzó con Sargón (2334-2279), un aventurero semita que logró en poco tiempo, tras someter a Lugalzagesi de Umma, extender su dominio por toda Mesopotamia, desde el golfo Pérsico al mar Mediterráneo. Después de dos reinados caracterizados por la debilidad, Naram-Sin (2254-2218), nieto de Sargón, llevaría al Imperio a su máximo poderío en medio de constantes luchas. Unos años de anarquía, durante los cuales gobernaron reyes sin ninguna relevancia histórica, precedieron a la caída de Akkad, motivada según las fuentes históricas por el ataque de la feroz tribu montañesa de los qutu en el año 2154. Artísticamente, con los acadios se asistió a un mayor desarrollo de la fantasía y del gusto, tal vez motivado por el propio espíritu de los pastores nómadas semitas o quizá por los mayores medios financieros con que contó Mesopotamia en aquella época, lo que permitió la llegada de materias primas más abundantes, que habrían podido desarrollar vocaciones artísticas. De las formas estáticas sumerias se pasó a obras técnicamente más perfectas y mucho más vivaces; al propio tiempo se acometió la labra de la gran estatuaria, asentada en la búsqueda de la perfección anatómica y puesta al servicio de la ideología imperial. En la glíptica, con ejemplares de tamaño menor, pero de más calidad, se representó por primera vez a los dioses bajo formas humanas, novedad que hizo de los acadios los creadores del repertorio mitológico de la posterior Babilonia clásica.
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En el siglo XXIII a.C. termina el dinástico temprano con el reinado del semita Sargón de Akkad. Este gobernante es la primera gran personalidad de Mesopotamia, siendo el fundador de la dinastía acadia. Convertido en copero del rey de Kish, al que destronará, conseguirá no sólo unificar todas las ciudades-estado de Mesopotamia sino también dominar parte de Siria, Asia Menor y el Elam iraní, es decir, será el arquitecto del primer gran imperio de la región. Sargón I deberá su triunfo, entre otros factores, a una nueva técnica militar. Sus tropas se arman con jabalinas, arcos y flechas, más eficaces que las pesadas lanzas de las falanges sumerias. Obra de Sargón es también la construcción de una nueva capital para su imperio, Akkad, y la instauración de un sistema imperial para dominar los territorios conquistados, según el cual gobernadores acadios dirigen la vida de las ciudades sometidas. También el acadio desplaza al sumerio como lengua oficial. Sin embargo, fueron constantes las revueltas y sublevaciones de los pueblos sometidos, una característica que se repetirá a lo largo de todo el periodo imperial acadio. La unificación bajo un mando único de tan vastas regiones se tradujo en un gran desarrollo económico y artístico, abriéndose al comercio nuevos mercados y llegando a la región nuevas materias primas. La glíptica y la metalurgia alcanzaron gran desarrollo, la última especialmente gracias a la invención o perfeccionamiento de la técnica de la cera perdida. El sostenimiento del aparato imperial se apoya ahora en la divinización del gobernante. Sargón y sus sucesores son adorados por el pueblo como deidades, probablemente por influencia egipcia, lo que podemos apreciar en la estela de Naram-Sin. Precisamente con este gobernante el imperio acadio alcanzó aun mayor tamaño, pues él mismo se denominaba "rey de las cuatro regiones del mundo". Sin embargo, a finales de su gobierno encontramos ya síntomas de una irreversible decadencia, marcada por las luchas sucesorias. De esta situación de debilidad se aprovechará un pueblo extranjero, los guti, llegados de los Montes Zagros del occidente iraní. Estos, en la segunda mitad del siglo XXII a.C., arrasarán Akkad, debilitada por una rebelión de los antiguos estados sumerios, y se instalarán en el norte de Mesopotamia durante los siguientes cien años. El periodo de dominio de los guti apenas deja rastros, más allá de algunas inscripciones y monumentos. Con todo, el respeto y veneración por el legado acadio y, en especial, la referencia a Sargón, serán una constante en Mesopotamia durante muchos siglos después de su caída. En el sur, las antiguas ciudades sumerias continúan su desarrollo, ya sin la dominación acadia, aunque desconocemos cuál fue la naturaleza de sus relaciones con los guti. Lagash parece ser la dominante en primera instancia, aunque será Utu-hegal de Uruk quien consiga expulsar a los guti. Un hermano de éste, Urnammu, rey de Ur, conseguirá dominar a las demás ciudades-estado y restaurar, en menor medida, el imperio acadio, aunque esta vez con capital en Ur. Este periodo es conocido como el de la III dinastía de Ur, abarcando entre 2047 y 1939 a.C. Las diferencias entre el imperio acadio y el fundado por Urnammu no son sólo de tamaño. Las ciudades son gobernadas por un príncipe -"ensi"-, designado por el rey de Ur. El imperio se administra mediante una pléyade de funcionarios organizados de manera muy centralizada, encargados de controlar la producción y el tributo, sobre cuya labor nos han quedado numerosos documentos. La principal referencia en el Imperio de Ur es el pasado sumerio, en el que se basan sus soberanos a la hora de tomar decisiones. La llegada de nuevas gentes nómadas semitas no parece producir roces con la población nativa; antes al contrario, ambos elementos se mezclan, respetando la hegemonía de la cultura sumeria. Durantes este periodo tienen lugar importantes innovaciones. Una es la tipificación del zigurat, que ahora queda como elemento definitorio de los templos, a modo de torre. Otra innovación es la de recoger en un texto todas las disposiciones legales importantes, precedente del famosísimo código de Hammurabi. El más importante texto jurídico de este periodo es el código de Urnammu. Hacia el siglo XX a.C. cae el reino neosumerio, debido a la presión ejercida por pueblos extranjeros como los amorritas y elamitas. El último monarca será Ibbisín, quien fallecerá cautivo en Elam.
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Con todo, Italia era en 1914 una monarquía liberal y constitucional. El Imperio alemán, regido por la Constitución de 1871, era un Estado "semiconstitucional", según la expresión de Max Weber. La Constitución había establecido, ciertamente, un sistema bicameral, con un Bundesrat o Consejo Federal de representación de los 25 Estados del Imperio, y un Reichstag, o Parlamento Imperial, de 397 diputados elegidos por sufragio universal masculino. Pero el Canciller era nombrado por el Kaiser y era responsable sólo ante éste y no, ante el Reichstag. Y, pese a la estructura federal, Prusia hegemonizaba el Imperio: controlaba el Ejército y la poderosa burocracia imperial; con 17 representantes en el Bundesrat podía ejercer poder de veto sobre todo lo actuado legislativamente, y, dada su extensión territorial, le correspondían más del 60 por 100 del total de escaños del Reichstag. Pues bien, Prusia se regía por un sistema de representación indirecta y de voto por clases, por el que el censo electoral se dividía en tres tercios en razón de los impuestos pagados por los contribuyentes, de forma que cada tercio elegía separadamente a sus compromisarios y éstos, a los diputados; eso hizo que, mientras en el Reichstag los partidos de centro y de izquierda tuvieran amplia representación, en el Parlamento prusiano, la mayoría conservadora fuese en todo momento abrumadora. El caso fue paradójico. El formidable desarrollo económico y social, educativo y cultural de Alemania -tal vez el hecho capital de toda la historia europea entre 1870 y 1914- no conllevó la modernización política del país. No es que no hubiera una cierta evolución hacia el constitucionalismo (que la hubo, sobre todo desde 1890, como en seguida se verá). Pero, al cabo, resultó inoperante. Porque fueron los valores del nacionalismo y del militarismo, de la disciplina social, del orden, del conformismo colectivo y de la obediencia al poder -del "prusianismo", como lo definió Meinecke al reflexionar en 1946 sobre lo que llamó la "catástrofe alemana"- los que impregnaron la vida civil, la cultura política, la mentalidad general, de la Alemania imperial (como reflejó Heinrich Mann en su novela El súbdito, escrita en 1907 pero publicada en 1918 y subtitulada significativamente Historia del alma pública bajo el reinado de Guillermo II). Lo cierto es que, pese a ello, el reinado de Guillermo II (1888-1918) pareció nacer bajo los mejores auspicios para el futuro inmediato del liberalismo. El fulminante cese de Bismarck en marzo de 1890 por el nuevo Kaiser -un hombre de sólo 31 años, inteligente e idealista pero inconsistente, vanidoso y de decisiones arbitrarias e imprevisibles- abrió la posibilidad de que el sistema autoritario y de poder personal con que había gobernado el Canciller de hierro desde 1871 diera paso a un régimen parlamentario, liberal y democrático. Y en efecto, el nuevo Canciller, el general Leo von Caprivi (1890-94) inició un "nuevo curso" -así lo llamó- en la política alemana. Legalizó al partido socialista (prohibido desde 1878), buscó el entendimiento en el Reichstag con la oposición, aprobó un importante paquete de leyes laborales que amplió considerablemente el sistema social creado por Bismarck y firmó una serie de tratados comerciales con distintos países rebajando de forma notable la protección arancelaria, factor que aún potenciaría más el fuerte despegue industrial de Alemania. Caprivi gobernó, pues, de manera cuasiconstitucional; a Guillermo II empezó a conocérsele como el "Kaiser de los obreros" (hecho importante para entender la progresiva integración de la clase obrera alemana en el sistema: la política social recibiría un nuevo y progresivo impulso en la etapa del canciller Bülow, 1900-1909, merced a las nuevas leyes de accidentes, invalidez, vejez, enfermedad y jornada de trabajo elaboradas por el ministro del Interior, conde Posadowsky). En cierto sentido, no hubo ya marcha atrás. Caprivi y sus sucesores -el príncipe Hohenlohe-Schillingsfürst, el conde Bernhard von Bülow, y Theobald von Bethmann-Hollweg- tuvieron que contar con el Parlamento por más que éste sólo tuviera legalmente poder de obstrucción. Necesitaron, al menos, el apoyo o de los centristas católicos -el partido del Centro fue el primer partido del Reichstag entre 1890 y 1912 o de los liberales de izquierda o progresistas, ya que la suma de conservadores y liberal-nacionales no llegó nunca a los 150 diputados (salvo en 1893 que llegó a 153). Caprivi mismo, antagonizado por los conservadores por su política arancelaria, se apoyó en los centristas (que acabaron finalmente por rechazar su política, lo que fue una de las causas de la caída del canciller). Bülow gobernó también con apoyo centrista hasta 1906. La oposición del Centro a la política colonial -tras estallar en 1904 la rebelión de los Hereros en el África sudoccidental- le forzó a recurrir entre 1907 y 1909 al sostén del bloque de conservadores, liberal-nacionales, progresistas y diputados antisemitas (11-13, con máximo de 21 en 1907). Bethmann-Hollweg buscó, como Caprivi, el entendimiento con toda la oposición y muy especialmente -aunque sin éxito- con los socialistas del SPD, primer partido de la cámara desde 1912. El Reichstag, por tanto, tenía una presencia en la vida política incomparablemente superior a la que jamás tuvo en los años de Bismarck. Incluso tuvo autoridad suficiente como para reconvenir al propio Kaiser cuando éste hizo en octubre de 1908 unas imprudentes declaraciones al diario británico Daily Telegraph, en las que venía a decir que el pueblo alemán despreciaba a Inglaterra y casi amenazaba a Japón, Rusia y Estados Unidos con una acción conjunta de las flotas alemana e inglesa en el Pacífico. Bülow mismo dimitió en 1909 por una crisis parlamentaria: perdió el apoyo de los conservadores cuando propuso, por razones parlamentarias, la creación de un impuesto directo sobre las propiedades heredadas (aunque en su cese influyó la hostilidad que le guardó el Kaiser en razón del asunto de sus declaraciones al Telegraph). En los años de Bethmann-Hollweg, 1909-1917, incluso pudo pensarse que una alianza entre centristas, progresistas y socialdemócratas podría llevar a la implantación de un régimen plenamente constitucional y parlamentario: al fin y al cabo, el canciller dio en 1911 una Constitución muy democrática a Alsacia-Lorena y quiso reformar la prusiana. Progresistas y socialdemócratas promovieron desde 1910 una amplia campaña de propaganda y movilización en demanda, precisamente, del establecimiento de un régimen parlamentario y de una reforma del sistema electoral que potenciase el peso del voto urbano y pusiese fin a la ley de las tres clases en Prusia (y Sajonia). En las elecciones de 1912, progresistas y liberal-nacionales formaron un bloque liberal y los socialistas les dieron su apoyo en la segunda vuelta: el nuevo Reichstag, compuesto de 110 socialistas, 91 centristas, 42 progresistas, 57 conservadores y 45 liberal-nacionales (el resto eran 13 antisemitas y 33 diputados de las minorías polaca, alsaciana y danesa), era el más democrático de todos los elegidos hasta entonces. Y sin embargo, el cambio no fue posible. Los católicos del Centro, con un electorado predominantemente agrario, eran demasiado conservadores para colaborar con progresistas y socialistas. Los liberal-nacionales y la derecha de los progresistas se alarmaron por el éxito del SPD (que suscitó una reacción casi histérica en los círculos conservadores). Bethmann-Hollweg no pudo, así, disponer de una mayoría estable: la vida parlamentaria quedó prácticamente bloqueada. La evolución hacia el constitucionalismo resultó, por tanto, inoperante. Partidos y Parlamento no eran, además, los únicos ámbitos de articulación política en el país. Ligas y sociedades, como la Sociedad Colonial Alemana, la Liga Agraria, la Liga Pangermánica, la Liga de los Industriales y la Liga Naval, más asociaciones de excombatientes, movimientos de estudiantes y similares, todas exaltadamente nacionalistas y muchas abiertamente antisemitas, tuvieron una influencia determinante. Al menos, la labor de propaganda realizada por alguna de aquéllas (la Liga Pan-Germánica) y la capacidad de presión de otras sobre los ámbitos de decisión política (la Liga Naval) fueron un factor decisivo en el giro que la política exterior alemana experimentó desde 1897, esto es, desde la llegada de Bülow a la secretaría de Exteriores, giro diseñado por la burocracia de ese ministerio -y especialmente, por el barón Holstein, "su eminencia gris" desde 1890 a 1906- y por los responsables de los Estados Mayores del Ejército y de la Marina (con el concurso del propio Kaiser y al margen, por tanto, del control parlamentario). Ese giro, que se resumió en el concepto de Weltpolitik (Política mundial) lanzado por Bülow el 11 de diciembre de 1899 cuando todavía era secretario de Estado para Asuntos Exteriores, significó el abandono de las tesis de Bismarck -Alemania como potencia europea y continental- y la afirmación de Alemania como potencia mundial, como expresión de su capacidad industrial y financiera. El cambio fue precedido por el que a la larga resultaría ser un gravísimo error de la diplomacia alemana: la no renovación en 1890 del tratado secreto de contra-seguridad con Rusia suscrito por Bismarck en 1887, no renovación que le fue aconsejada a Caprivi -hombre, por lo demás, prudente y contrario a políticas mundiales y aventurerismos coloniales- por los responsables de Exteriores, con la idea de dar a Alemania una política de "manos libres" (según la tesis de Holstein de que, actuando libremente, Alemania podría arbitrar en su beneficio las tensiones existentes entre Gran Bretaña, Francia y Rusia). Porque, en efecto, aquella no renovación provocó la aproximación entre Francia y Rusia oficializada en la Alianza Dual de 1894, y fue el primer paso en una dirección que acabaría por crear, ya hacia 1907-09, una situación de aislamiento e, incluso, de cerco diplomático para Alemania. Eso no era así en 1890, y los diplomáticos alemanes contaban con que la relación personal entre Guillermo II y el zar Nicolás II bastaría para garantizar a Alemania las buenas relaciones con Rusia. Pero, preventivamente, el Estado Mayor del Ejército, a cuyo frente Caprivi puso en 1891 al conde Alfred von Schlieffen (1833-1913), hizo ya de inmediato planes para una eventual guerra en dos frentes (francés y ruso). Aunque el Plan Schlieffen, base del ataque alemán de 1914, que preveía la eliminación inmediata del frente francés por una ofensiva relámpago sobre Francia a través de Holanda, Bélgica y Luxemburgo, no fue preparado hasta diciembre de 1905, Schlieffen había optado ya por esa tesis en 1892 y había convencido de su necesidad a Caprivi que, en consecuencia, presentó al Reichstag una nueva ley del Ejército que contemplaba importantes aumentos en los gastos militares, ley que, tras múltiples dificultades políticas, se aprobó finalmente en 1893. La "política mundial" vino inmediatamente después y consistió, básicamente, en una activa presencia internacional alemana en todos los escenarios de interés para las potencias -África, Asia, Oriente Medio-, y en el desarrollo de una "política naval", esto es, la construcción de una potente escuadra que garantizase su estatus como potencia mundial. El primer aldabonazo fue el telegrama que Guillermo II envió el 3 de enero de 1896 al Presidente de la república boer del Transvaal, Paul Kruger, felicitándole por su victoria ante la incursión armada contra su territorio realizada desde la colonia británica de Rhodesia por unos 500 hombres comandados por L. S. Jameson: fue el primer intento de afirmar el prestigio de Alemania en África (donde en 1884-85 Bismarck había establecido sin entusiasmo algunos protectorados sobre el África Sudoccidental, Camerún, Togo y Tanganika, lugares de asentamiento de algunas pequeñas colonias alemanas de iniciativa privada). En noviembre de 1897, Bülow, secretario de Exteriores, declaró que Alemania pedía su "lugar bajo el sol". Al tiempo, el Gobierno presentó al Reichstag la ley naval preparada por el secretario de Estado de la Marina, almirante von Tirpitz, que preveía la construcción de 17 buques de guerra en siete años (ley aprobada, en medio del entusiasmo popular, en marzo de 1898; en 1900, fue aprobada una segunda ley naval que elevaba el número de barcos a construir a 36). En 1898, se creó la Liga Naval (Flottenverein), el principal instrumento en la movilización de la opinión y en la captación de recursos provenientes de algunos de los grandes industriales, como Krupp o Stumm-Halberg, en favor de la expansión naval. Ese mismo año, el Kaiser visitó Damasco y grupos financieros e industriales alemanes lograron del Sultán la concesión de la construcción del ferrocarril de Bagdad (que se iniciaría en 1903). Al tiempo, Alemania obtuvo de China la cesión de una base naval, y en 1899, adquirió a España las islas Carolinas, Marianas y Palau en el Pacífico y negoció con Estados Unidos la partición de las islas Samoa. Todo ello careció de valor económico. Las colonias suponían una población escasa (13 millones de habitantes), atrajeron poquísimos emigrantes (unos 24.000, cuando 2 millones de alemanes emigraron, en su mayoría a Estados Unidos, entre 1880 y 1914) y sólo representaron el 2 por 100 del total de la inversión exterior alemana (y menos del 0,5 por 100 de su comercio exterior). La Weltpolitik, las colonias, la construcción de la escuadra, podían revelar las aspiraciones alemanas a la hegemonía mundial, según la conocida, celebrada y controvertida tesis expuesta por el historiador Fritz Fischer en su libro Griff nach der Weltmacht (La pugna por el poder mundial), de 1961. Pero no eran el resultado "inevitable" de la expansión económica del país: Bismarck mismo había seguido la política opuesta, una política de equilibrio y contención. La "política mundial" respondía a consideraciones de prestigio militar y nacional, y fue inspirada sobre todo -como ya ha quedado dicho- por los responsables de la diplomacia y los estrategas del Ejército y la Marina alemanes. Fue, además, una política inconsistente o al menos zigzagueante, pues Alemania jugó de forma distinta en cada coyuntura concreta según conviniera a sus intereses, pero que sin duda contribuyó al aumento de la tensión internacional (aunque no fuese una política deliberadamente belicista) y que, además, resultó en el aislamiento internacional de Alemania. En efecto, el Telegrama Kruger fue en apariencia un gesto estúpido aunque inocuo, pero a la larga resultó un nuevo error de la diplomacia alemana, pues suscitó una profunda desconfianza en Gran Bretaña con consecuencias evidentes para la política exterior de esta última. La diplomacia alemana erró al creer que las rivalidades coloniales de Gran Bretaña con Francia en África -puestas de relieve en el incidente de Fashoda de 1898-, y con Rusia en las zonas fronterizas de India, Persia y Afganistán (aquel "gran juego" en el que se vio envuelto Kim, el protagonista de la conocida novela de Kipling, publicada en 1900), harían imposible la aproximación de Gran Bretaña a la Alianza Dual franco-rusa. De hecho, la Weltpolitik irritó a todos. La política de penetración en Oriente Medio chocó con los intereses rusos en los Balcanes y en el Cáucaso. Pese a todas las manifestaciones de amistad entre Guillermo II y Nicolás II, Alemania fue totalmente neutral en la guerra ruso-japonesa de 1904-5. Su apoyo, poco después, en 1908, a Austria-Hungría en la cuestión de la anexión de Bosnia-Herzegovina -provocación evidente a Serbia, país eslavo y muy afín a Rusia- suscitó malestar y alarma en los dirigentes rusos: desde ese momento, Rusia no hizo sino reforzar su política de alianza con Francia y estrechar, así, el cerco a Alemania. Alemania no supo entender bien las implicaciones que para Gran Bretaña y su política exterior tuvieron las numerosas dificultades con que el país hubo de enfrentarse en los últimos años del siglo. De hecho, marcaron el fin del "espléndido aislamiento" del Imperio Británico: mostraron a sus dirigentes la necesidad de alianzas. Gran Bretaña no descartó inicialmente lograrlas con la propia Alemania (incluso, a pesar del telegrama Kruger): fue Alemania, por influencia otra vez de Holstein, quien rechazó esa posibilidad, ofrecida en varias ocasiones entre 1899 y 1901 por el gobierno conservador de Salisbury, a instancias de su ministro para las Colonias, Joseph Chamberlain. Luego, las posibilidades de un acercamiento germano-británico fueron haciéndose cada vez más difíciles. Hechos como la presencia alemana en Oriente Medio favorecieron poco, pues Gran Bretaña entendió que afectaba a sus posesiones en la India y Persia. Pero sobre todo, la política naval de Tirpitz constituía ciertamente una amenaza directa a la hegemonía marítima británica que Inglaterra no podía dejar sin respuesta. Y que, en efecto, provocó una verdadera rivalidad entre ambos países y desencadenó una peligrosa carrera de armamentos entre ellos. Tras el nombramiento de lord John Fisher (1841-1920) como responsable de la Marina entre 1904 y 1910, Gran Bretaña emprendió la reconstrucción de su marina de guerra sobre la base de un nuevo y formidable buque, el super-acorazado Dreadnought- en 1914, Gran Bretaña tenía 19, y Alemania 13- y replanteó toda su estrategia naval, sobre la nueva hipótesis de la amenaza alemana en el Mar del Norte. La Weltpolitik propició, además, a pesar de Fashoda, la aproximación franco-británica, impulsada por parte inglesa por los ministros de Exteriores Lansdowne (1900-5) y Grey (1905-16), y aun por el propio rey Eduardo VII, y por parte francesa por quien fuera titular de la misma cartera entre 1898 y 1905, Theophile Delcassé, deseoso de reforzar en sentido anti-alemán la posición internacional de Francia. La Entente Cordiale entre ambos países se firmó el 8 de abril de 1904. No era una alianza militar formal pero presuponía la asistencia entre ambos países si las circunstancias lo requerían. El aislamiento alemán era, pues, cada vez más evidente. En marzo de 1905, como respuesta a la cada vez mayor penetración de Francia en Marruecos, el Kaiser Guillermo II, a instancias de Bülow, desembarcó en Tánger y pronunció un amenazante discurso en el que vino a manifestar el apoyo alemán a la independencia de Marruecos. Alemania había querido poner a prueba la consistencia de la entente franco-británica. El resultado fue un nuevo fracaso para sus intereses. En la conferencia internacional que, por iniciativa norteamericana y para tratar de la crisis marroquí se reunió en Algeciras entre enero y abril de 1906, Alemania, cuyos diplomáticos habían buscado la condena del expansionismo francés, salió plenamente derrotada: no tuvo más que el apoyo tibio de Austria-Hungría. Lo que era peor, Gran Bretaña fue en todo momento el principal defensor de las posiciones de Francia. Más aún, la diplomacia francesa buscó a partir de entonces la aproximación entre Rusia y Gran Bretaña, viendo con inteligencia que Rusia estaba en situación de gran debilidad tras su derrota en la guerra con Japón en 1905 y que, por tanto, se avendría a hacer concesiones a los ingleses en Persia y en la India. Y en efecto, británicos y rusos firmaron el 31 de agosto de 1907 en San Petersburgo un convenio, la Entente anglo-rusa, para definir sus respectivas esferas de influencia en Persia y Afganistán. No fue un acuerdo tan firme como la entente anglo-francesa, y no era un convenio anti-alemán, pero completó la Alianza Dual franco-rusa y la citada entente anglo-francesa, por lo que desde 1907 pudo hablarse de colaboración entre Gran Bretaña, Francia y Rusia (que el 3 de septiembre de 1914 se convertiría en alianza militar). Algeciras puso de relieve el aislamiento al que habían llevado a Alemania el Kaiser, Bülow y Holstein; Bülow mismo habló por entonces de cerco. De hecho, hacia 1907, Alemania sólo tenía un aliado, Austria-Hungría, amistad reforzada después de que Alemania apoyara incondicionalmente a esta última, como ya se indicó, en la crisis de Bosnia-Herzegovina de octubre de 1908 (que anticipó el tipo de reacciones que se producirían en julio de 1914 y que llevaron a la guerra mundial). Italia, que seguía integrando con Alemania y Austria-Hungría la Triple Alianza propiciada por Bismarck en 1882, se había ido alejando y aproximándose a Francia y Gran Bretaña, con vistas a defender sus intereses en el Mediterráneo. En 1906, cesó Holstein, y en 1909, Bülow. El sucesor de éste, Bethmann-Hollweg fue, como en política interior, más prudente. Pero la política exterior alemana no se alteró sustancialmente. Así, el 1 de julio de 1911, el cañonero alemán Panther fue enviado a Marruecos, a Agadir -probablemente sin conocimiento previo del canciller- para proteger los intereses alemanes, ante el incumplimiento por Francia de los acuerdos de Algeciras, y la tensión entre Francia y Alemania volvió a ser extrema. Que finalmente la crisis se solucionase después que Alemania reconociera los derechos de Francia en Marruecos y Francia hiciera concesiones territoriales en el Congo; que Gran Bretaña y Alemania colaborasen para ejercer una presión moderadora sobre Austria-Hungría y Rusia durante las guerras balcánicas de 1912-13, resultaba, por tanto, engañoso. En 1912, el ministro de la Guerra británico, Lord Haldane, visitó Alemania para tratar de llegar a algún acuerdo sobre la carrera naval: los alemanes exigieron la firma de un tratado de no-agresión, propuesta inaceptable pues ello habría significado el fin de la entente con Francia. Ésta era ya uno de los pilares esenciales de la política exterior británica. Haldane mismo, el gran reformador del Ejército británico entre 1902 y 1912 (creó, entre otras cosas, el Estado Mayor general y el Ejército Territorial) creó también una Fuerza Expedicionaria de varias divisiones para intervenir en Francia en caso de agresión alemana. Las políticas militar y naval dirigidas por los almirantes von Tirpitz y von Müller, jefe del Gabinete Naval del Kaiser desde 1906, y por el general von Moltke, que sustituyó en 1905 a von Schlieffen como jefe del Estado Mayor General del Ejército, y por el propio Kaiser, determinaban e incluso dictaban la política exterior de Alemania. Tirpitz supo siempre que su política naval implicaba el "riesgo calculado" de guerra, pues amenazaba a todos sus vecinos e, incluso, a Gran Bretaña. Moltke, que no era un belicista, que siempre dudó de la eficacia del Plan Schlieffen y de la capacidad militar de Alemania, estaba, sin embargo, convencido de que la guerra era inevitable y, por eso mismo, se inclinaba por que Alemania provocase una guerra preventiva antes de que sus enemigos -Francia, Rusia, Gran Bretaña- pudieran prepararse debidamente. Hacia 1910-14, los responsables de la política alemana -Bethmann Hollweg, los secretarios de Exteriores Kiderlen-Wächter y von Jagow, el propio Guillermo II que, pese a sus muchos gestos y bravatas, nunca quiso la guerra- parecían incapaces de rectificar la lógica impuesta en los años anteriores por la Weltpolitik y la política naval. Lo grave era que la propia opinión pública parecía ganada por los valores del pangermanismo y del militarismo. El prestigio social de los oficiales del Ejército -y sobre todo, de los de Estado Mayor vinculados mayoritariamente a la vieja nobleza prusiana- era inmenso. Probablemente, una mayoría de alemanes creía en aquella afirmación de Treitschke de que el Ejército era, sencillamente, la expresión de las fuerzas vitales de la nación. Por lo menos, el germanista inglés J. A. Cramb decía a principios de 1913 que las ideas de Treitschke dominaban a la juventud alemana. El mismo Cramb observaba que en Alemania se publicaban unos 700 libros al año dedicados a temas bélicos. El excepcional éxito que en 1912 tuvo el del general Friedrich von Bernhardi, Alemania y la próxima guerra, parece revelador: su tesis era que o Alemania se desarrollaba y mantenía como un imperio y una potencia militar mundial -lo que suponía acabar con la hostilidad de Francia por la fuerza de las armas- o la civilización alemana dejaría de existir. Precisamente, ese fue el argumento -la defensa de la civilización alemana- con que, en 1914, la casi totalidad de los intelectuales alemanes (la excepción fue Hermann Hesse) legitimó su apoyo incondicional y entusiasmado a la guerra.
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Tras la muerte de Rodolfo de Habsburgo (1291), la victoria de Alberto I (1298-1308) sobre Adolfo de Nassau (1292-1298) en la batalla de Göllheim (1298) puso fin a la política expansionista de este último. A su vez, abrió las puertas al proyecto de transformar el Imperio en una monarquía hereditaria bajo los Habsburgo. Estos consiguieron aumentar sus bases territoriales gracias a la toma de Bohemia (1301) por parte de Rodolfo el Joven, uno de los hijos del nuevo emperador. Sin embargo, el asesinato de Alberto en 1308 y la constante oposición del papa Bonifacio VIII terminaron por echar por tierra las aspiraciones de su linaje, que no recuperaría la dignidad imperial hasta 1438. La casa de Luxemburgo consiguió acaparar la institución casi sin intervalos entre 1308 y 1438. Pero en la mente de los emperadores de la nueva dinastía no estuvo nunca la centralización del poder, ya que se limitaron a luchar por sus propios intereses privados, acosados por la ambición de los príncipes alemanes. Pese a todo lo dicho, el primero de los Luxemburgo, Enrique VII (1308-1313), teórico vasallo del rey de Francia y hermano del influyente arzobispo Balduino de Tréveris, trató de superar las barreras localistas existentes en Alemania y apostar por la recuperación del ideal universalista que había nutrido con anterioridad al Imperio. Con el fin de alcanzar el segundo de sus propósitos emprendió una campaña en Italia (1310-1313), saludada por Dante con gran animo en su "De Monarchia". El emperador impuso a los Visconti en Milán y a los Scaligeri en Verona en calidad de vicarios imperiales. En 1312 Enrique llegó a ser coronado sin la presencia del pontífice a las puertas de Roma, ocupada por tropas angevinas. Pero, cuando se disponía a invadir el reino de Nápoles, le sorprendió la muerte en Siena (1313). El proyecto imperial había fracasado clamorosamente ante los poderes fácticos de la península italiana, representados por el Papado y los Anjou, sobre todo tras retirarle su apoyo algunas ciudades importantes como Florencia. Dichas circunstancias marcaron el inicio del abandono de la cuestión italiana por parte de los emperadores alemanes. En 1314 fue elegido emperador Luis IV de Baviera (1314-1347), gracias al apoyo de la familia Luxemburgo, cuyo candidato era el todavía niño Juan (1310-1346), hijo del emperador Enrique y futuro rey consorte de Bohemia. Seguidamente, un grupo de electores, en desacuerdo con la elección, elevaron a la dignidad imperial al duque de Austria, Federico el Hermoso de Habsburgo, escudándose en la ilegitimidad de Luis y en el apoyo del Papado al candidato Habsburgo. Durante ocho años el país estuvo en guerra, hasta que en 1322, en el transcurso de la batalla de Mühldorf, Luis el Bavaro consiguió derrotar a su oponente con el empleo de tropas suizas. Tras su consolidación en el poder, fortaleció las bases patrimoniales de su familia, los Wittelsbach, quienes pasaron a controlar Carintia (1319) y Tirol (1342). Holanda, Zelanda y Frisia también se incorporaron a los dominios de Luis IV, tras la muerte de su cuñado Guillermo de Holanda en el año 1345. Enfrentado abiertamente con el papa Juan XXII -fue excomulgado en 1324-, consiguió permanecer en el trono gracias al apoyo de Eduardo III de Inglaterra, quien veía en el bávaro un inestimable aliado en sus guerras contra Francia. Una vez asentados los cimientos materiales de su hegemonía en Alemania, Luis pretendió que ésta se viera legitimada por los cauces legales. Así, fue coronado emperador en Roma por el anti-papa Nicolas V en el transcurso de su, por otra parte, desafortunada campaña italiana (1327-1330) y promulgó en la dieta de Rhens (1338) la irrelevancia de la coronación papal en el ejercicio de la autoridad imperial. En su bula "Licet Iuris", redactada a instancias de Balduino de Tréveris, llegó a afirmar que el emperador podía hacer pleno uso de su título sin que fuera coronado por el pontífice, sentencia que presuponía el derecho exclusivo de los alemanes a designarle. No obstante, la idea de un imperio laico, presente en el "Defensor Pacis" de Marsilio de Padua, terminó por no cuajar. A la muerte de Luis IV, Carlos IV de Luxemburgo (1347-1378), hijo de Juan de Bohemia, fue elegido emperador por los tres arzobispos alemanes y por su propio padre, sin contar con la confirmación papal. Las directrices principales de su política fueron el engrandecimiento de los bienes patrimoniales de su familia y la definitiva germanización del Imperio. Por lo que respecta al primer punto de su programa político, en 1353 consiguió apoderarse del Palatinado Superior. En 1363, tras la firma del tratado de Fürstenwalde, obtuvo los derechos sobre Brandeburgo, cedidos a sus hijos menores en 1373. Por último, entre 1368 y 1369 anexionó Silesia y Lusacia a sus vastos dominios. En cuanto al segundo de sus propósitos, resulta sumamente significativo cómo el emperador dejó absolutamente de lado la cuestión italiana, limitándose a realizar un breve viaje a la península con el objeto de recibir la corona de los lombardos en Milán y ser coronado por el papa en Roma en 1355, ocho años después de su elección. Abandonada la política italiana, Carlos IV hizo del reino de Bohemia el centro neurálgico del Imperio. Su capital, Praga, se vio engalanada por edificios góticos tan relevantes como la Catedral de San Vito o el Palacio Hradcani y contó desde 1348 con una de las más importantes universidades del ámbito germano. La "Bula de Oro", ideada por el emperador y aprobada por las Dietas de Nüremberg y Metz en 1356, supuso la superación definitiva de los ideales universalistas que habían alimentado hasta la fecha al Imperio como institución. Su objetivo inicial era el de evitar conflictos en las elecciones imperiales a través de una detallada definición de los derechos políticos de los electores. Sin embargo, la promulgación de la bula derivó en el reconocimiento por parte del emperador de la amplia autoridad de los príncipes alemanes y en el abandono de los proyectos italianos. Según J. Heers, el documento imperial suponía la entrada en escena de "una nueva concepción de un Imperio fundamentalmente alemán". El ceremonial imperial se germanizó, al ser seleccionadas Francfort y Aquisgrán como respectivas sedes de la elección y coronación del emperador romano por elección. Los electores obtuvieron innumerables privilegios: transmisión del derecho al voto por vía de primogenitura masculina; carácter indivisible de los principados; derechos sobre las minas y sobre los impuestos de los judíos, antiguos monopolios imperiales; potestad pare acuñar moneda; tipificación de la conspiración contra un príncipe elector entre los delitos de lesa majestad; etc. Todo ello preparaba el advenimiento de la "Alemania de los Príncipes". Tres años mas tarde, con la promulgación del "Privilegium Matus", los Habsburgo, en calidad de duques de Austria, alcanzaban la dignidad de electores, pilar de su segundo y definitivo asalto al título imperial en el segundo tercio del siglo XV. Carlos IV iniciaba así un acercamiento a la dinastía rival, que culminaría con el tratado de Brünn (1364), mediante el cual, en caso de extinguirse una de las dos familias, sus territorios pasarían a la superviviente. Los acuerdos del pacto tuvieron efecto en 1437 con la extinción de los Luxemburgo; los dominios de los Habsburgo, hasta entonces limitados a Tirol y Carintia, aumentaron considerablemente. Las consecuencias inmediatas del programa reformador de Carlos IV fueron principalmente tres. En primer lugar, la dignidad imperial pasó a ser monopolio exclusivo de Luxemburgo y Habsburgo, cuyos intereses se fusionaron tras el acuerdo de Brünn. En segundo término, la injerencia de los pontífices en los asuntos internos del Imperio disminuyó de forma elocuente. Por último, la condición de "primus inter pares" del emperador se vio acentuada ante el creciente poder de los príncipes alemanes. Entre tanto, numerosas ciudades alemanas se veían amenazadas por la presión de príncipes y caballeros. Al ser ineficaz la protección imperial, comenzaron a surgir ligas o hermandades de ciudades con la intención de defenderse de los abusos de la nobleza. A mediados del siglo XIII las ciudades de Renania ya habían recurrido a este tipo de alianza pare proteger sus intereses (1254). Pese a la prohibición explicita de la "Bula de Oro", entre 1376 y 1377, se constituyó la Liga de Ciudades de Suabia, cuyas reivindicaciones serán retomadas más tarde por otras hermandades. Dichas ligas urbanas se asociaron en ciertas ocasiones con movimientos de naturaleza distinta, como el independentismo de los confederados suizos (1381-1389). El sucesor de Carlos IV, su hijo Wenceslao el Perezoso (1378-1419), rey de Bohemia y señor de Silesia, heredó de su padre su amor por los dominios bohemios y continuó la labor paterna de mecenazgo del llamado Renacimiento Bohemio. Volcado en sus dominios bohemios, dejó de lado la política imperial y dinástica, a pesar de apoyar a su hermano Segismundo -Margrave de Brandeburgo desde 1378- en su promoción a la corona húngara como consorte de una hija del rey magiar (1380-1387). El abandono de los asuntos imperiales por parte de Wenceslao respondía al fracaso de su mediación en la paz de Nüremberg (1383), vana tentativa de acabar con las luchas intestinas entre príncipes, caballeros y ciudades. En 1400, en pleno Cisma de Occidente, los electores, ante la pasividad inicial de Wenceslao, decidieron deponerle y eligieron a Roberto del Palatinado (1400-1410) como nuevo emperador, quien, pese a contar con el reconocimiento del papa romano Gregorio XII, sólo consiguió imponer su autoridad sobre Renania. El Sacro Romano Imperio alcanzaba de esta forma el nivel de prestigio más bajo de toda su historia en la escena política europea. A la muerte de Roberto, Alemania vivió momentos de cisma político, fruto de la división existente entre los electores imperiales. Durante un año el imperio contó con tres titulares: Jobst de Moravia, Segismundo y Wenceslao. No obstante, en 1411 la muerte del primero y la renuncia del último desembocaron en la elección única de Segismundo (1410/11-1437), último emperador de la casa de Luxemburgo, quien, pese a su celo religioso, no fue coronado por el papa Eugenio IV hasta 1433. Segismundo, al igual que su hermano y antecesor, abandonó un tanto los asuntos estrictamente alemanes en beneficio de sus intereses personales. Así, el emperador trató de consolidarse en el trono bohemio, al que había accedido en 1419 a la muerte de Wenceslao, no dudando pare ello en afrontar una dura guerra contra el nacionalismo husita (1419-1436). Igualmente, intervino de forma decidida en los concilios de Constanza (1414) y Basilea (1431), que sellaban el final del Cisma y abrían las puertas al movimiento conciliarista. La situación interna de Alemania se deterioraba poco a poco. En el centro y en el sur del país grupos de caballeros se dedicaban al saqueo y al pillaje. Ante la indefensión existente, surgieron en la zona de Westfalia tribunales secretos (Femes), establecidos por el patriciado urbano con la intención de acabar con la violencia señorial. Segismundo trató de imponer una solución desde arriba, pero ésta, que implicaba la alianza entre las ligas urbanas y el emperador, fue rechazada por los príncipes. La actuación del emperador cabe enmarcarla dentro de las diversas tentativas imperiales de conseguir la pacificación de Alemania, bien mediante acuerdos parciales (Landfriede), bien a través de pactos generales (Reichslandfriede). Precisamente en estos años aparece el texto anónimo de la "Reformatio Sigismundi", que aunaba criterios políticos y religiosos. En esta época, el escenario político alemán se enriqueció con dos nuevos principados que adquirirán muy pronto un gran protagonismo: Brandeburgo, núcleo primigenio del estado prusiano, bajo Federico I de Hohenzollern (1415), y Sajonia, gobernada por Federico el Belicoso de Wettin (1423). A la muerte de Segismundo, la amenaza de los turcos -vencedores en Nicópolis (1396)- sobre las fronteras orientales del Imperio motivó que la dignidad imperial recayera en un príncipe del este de Alemania, Alberto II de Habsburgo (1438-1439), duque de Austria y yerno del emperador desaparecido. Bajo su breve mandato se produjo la primera unión dinástica de Austria, Hungría y Bohemia, gracias a la doble herencia de Habsburgo y Luxemburgo. Su programa político preveía un fortalecimiento de la autoridad imperial a través del apoyo de las ciudades, pero su repentina muerte, provocada por una septicemia, aparcó para siempre el proyecto. Su primo y sucesor, Federico III de Estiria (1440-1493), trató de establecer su potestad sobre el Imperio y sobre los territorios patrimoniales de los Habsburgo, divididos desde 1379. Para la consecución del primero de sus propósitos firmó el Concordato de Viena (1448) con la Santa Sede, asegurando así la integridad eclesiástica de Alemania y posibilitando cierto control imperial sobre la poderosa Iglesia germana. Federico mantuvo en todo momento muy buenas relaciones con Roma gracias a su posición firme contra los conciliaristas y a las influencias de su consejero Eneas Silvio Piccolomini -futuro Pío II- en el circulo de Eugenio IV. Con el fin de fortalecer su autoridad, en 1455 rechazó la propuesta de los príncipes electores de crear un consejo imperial (Reichsregiment), al considerarlo un recorte de las competencias del emperador. Otras medidas a destacar dentro de la misma línea fueron la creación de un tribunal secreto bajo control imperial (Santa Vehma) y la firma de una tregua general entre príncipes, caballeros y burgueses en 1488. Pese a sus esfuerzos no pudo evitar que los reinos de Hungría y Bohemia abandonaran momentáneamente la órbita imperial bajo los regentes Juan Hunyadi y Jorge Podiebrady, respectivamente. Matías Corvino, hijo del primero y rey electo de Hungría llegó incluso a tomar Viena, capital de los Habsburgo (1485). El monarca magiar ocupó Estiria, Carintia y la Baja Austria hasta 1490. El emperador, acosado por las incursiones otomanas en sus dominios entre 1471 y 1480, tuvo que realizar algunas concesiones territoriales a Polonia y Borgoña con el fin de reclutar aliados contra la "Sublime Puerta". Si bien sus medidas de fuerza fracasaron rotundamente, no ocurrió lo mismo con su política de alianzas matrimoniales. Gracias a ella consiguió incorporar al patrimonio de los Habsburgo territorios tan dispares como Tirol y Borgoña (1482). Su hijo Maximiliano I (1493-1519), casado con Maria de Borgoña desde 1477, continuó la política diplomática iniciada por su padre, cuyos resultados instalaron años mas tarde a los Habsburgo en los tronos de España, Hungría y Bohemia. Su éxito radicó en la firma de ventajosos pactos matrimoniales (Bohemia, 1491; Hungría, 1515; Castilla, 1496) y en la extinción de importantes familias reales centroeuropeas como los Jagellones (i525). Partícipe de las tareas de gobierno desde su elección como "Rex Romanorum" (1486), en su mente se hallaba la idea de convertir el Imperio alemán en un estado a imagen y semejanza de Francia, Inglaterra o España. Para ello no dudó en promulgar medidas centralizadoras en las Dietas de Worms (1495), Augsburgo (1500) y Colonia (1512), aunque tan sólo se aplicaron en Austria y en el resto de sus dominios patrimoniales. En 1495 decretó la Paz General Perpetua para todo el imperio (Ewiger Landfriede), estableciendo, a su vez, la sede del tribunal imperial (Reichskammergericht) en Francfort y la recaudación del llamado céntimo común (Gemeine Pfennig), tasa imperial de escaso cumplimiento fuera de Austria. En 1500 Maximiliano creó un consejo permanente de regencia (Reichsregiment), con el fin de asegurar el gobierno del Imperio en momentos de crisis. Por último, en 1512 otorgó mayor poder a las decisiones de la Dieta y planteó la necesidad de un registro de los recursos imperiales. La ineficacia de las reformas de Maximiliano demostró que el Imperio no había fracasado solamente como institución universal, sino también, en palabras de J. P. Cuvillier, como "nación o estado nacional". La decadencia imperial se hizo aún mas patente tras el reconocimiento de la independencia de la confederación suiza en 1499.
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A comienzos del siglo XIII, los diferentes reinos cristianos controlan ya más de la mitad de la península Ibérica. Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón se configuran como reinos poderosos, deseosos de extender su poder a costa del territorio musulmán. Como antes hicieran los almorávides, los almohades, han conseguido unificar las diferentes taifas bajo su mando y tomar el poder en el al-Andalus musulmán. El imperio almohade, no obstante, se verá fuertemente presionado por los reinos cristianos. A comienzos del siglo XIII se firman diversos acuerdos entre Castilla, Navarra, Aragón y Portugal, que obtienen el apoyo del Papa: la guerra contra los musulmanes tendrá carácter de cruzada y en ella intervendrán nobles europeos. El resultado fue la victoria de Las Navas de Tolosa (1212), con la que se iniciaba la decadencia del Imperio almohade. La firma de treguas entre Alfonso IX de León y su hijo Fernando III, rey de Castilla desde 1217, permitió al leonés ocupar Cáceres tras varios años de asedio. Más al oeste, Portugal logra tomar Alcacer do Sal en 1217, Elvas en 1220 y Serpa en 1235. En 1236, Fernando III, ya rey de Castilla y de León, ocupa Córdoba. Jaén cae diez años más tarde, y le siguen Sevilla, en 1248, y Cádiz, en 1265. Por el Este, el rey catalano-aragonés Jaime I emprende la conquista de las Baleares, que culmina en 1235. También avanza en dirección sur, tomando Valencia en 1238, Játiva en 1248 y Orihuela en 1266. El imperio almohade acaba por desmembrarse y, con él, la España musulmana queda reducida al debilitado reino de Granada.
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A finales del siglo XI, los reinos cristianos de Galicia, Asturias y León se han unificado bajo la hegemonía de este último. Al mismo tiempo, el antiguo condado de Castilla se ha convertido en un reino pujante y poderoso, el reino de Pamplona pasa a denominarse Navarra y Aragón comienza también un periodo de expansión. La presión de los reinos cristianos sobre los musulmanes y fundamentalmente la caída de Toledo en el año 1085, hace que varias taifas se decidan a llamar en su ayuda a los almorávides, grupo musulmán que había establecido un imperio en el norte de Africa. Estos desembarcaron en Algeciras y, tras avanzar por Sevilla y Badajoz, vencieron a los castellanos en Sagrajas, en el año 1086. Vueltos al Magreb, un nuevo ataque cristiano, ahora sobre Aledo, motivó el regreso de los almorávides. Esta vez el encuentro entre cristianos y musulmanes finalizó en la derrota de estos últimos, por lo que se decidieron a instalarse en al-Andalus y crear un imperio propio en suelo peninsular. En el año 1090 lanzaron una expedición sobre Granada, que continuó después sobre Almería, Murcia y Valencia, siendo en esta ciudad rechazados por el Cid. Sin embargo, muerto éste, tres años después entran las tropas musulmanas en la ciudad y consiguen avanzar hasta Zaragoza. Por el centro peninsular, los almorávides logran vencer a las tropas castellanas en Uclés en el año 1108. Por el oeste, consiguen tomar Santarem y Lisboa en el año 1093, alcanzando su máxima expansión. Sin embargo, poco habría de durar este efímero imperio, pues la división interna musulmana, que propició el surgimiento del grupo almohade, debilitó el poder almorávide y produjo un avance de la reconquista cristiana a principios del siglo XII.
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El problema interno de Egipto en tiempos de sus dos primeras dinastías había consistido en encontrar fórmulas de convivencia entre una aristocracia dominante y una masa de población dominada. La inscripción de la peana de la estatua de Khasekhem, con la mención de tantos miles de muertos en el norte, es un elocuente testimonio de aquel dramático proceso. Apenas resuelto este problema, comenzó a agudizarse otro, no ya social como el primero, sino espiritual. Dentro de la mentalidad, de raíces prehistóricas, de la época tinita, no resultaba difícil aceptar la identificación del faraón con el sol, como grande y única divinidad cósmica. En la figura del halcón se concertaban el rey, el sol y el cielo en una mágica y sola potencia. Pero en cuanto esta equiparación comenzó a ser objeto de dudas y reflexiones, la base de la religiosidad egipcia mostró sus primeras fisuras. Una de las fases del sol, el sol naciente, se hizo independiente como dios del mundo y asumió las funciones de creador que hasta entonces se había arrogado el faraón. El Ra de ese sol naciente reemplaza al Ra del faraón. Mientras antaño los recién nacidos recibían su espíritu vital del Ra faraónico, ahora creen recibirlo del Ra solar. El importante desarrollo económico y social que se produce en esta época tendrá como reflejo la construcción de las pirámides. La de Zoser en Saqarah y las de Gizeh serán las más importantes. A la difusión de esta creencia -El Ra de ese sol naciente reemplaza al Ra del faraón- que ponía en entredicho su divinidad, respondieron los faraones con una portentosa exhibición de poder: las pirámides. Estas gigantescas moles de piedra los eternizan después de su muerte; de las pirámides y sólo de ellas, afirma el nuevo credo, emanan las fuerzas que garantizan la supervivencia de Egipto. Es necesario erigir enormes mausoleos; su construcción ha de tener para el pueblo el valor de un servicio religioso. En su competencia con el culto solar, las pirámides alcanzan dimensiones cada vez mayores, pero cuando el culto solar alcanza al fin la supremacía en esta disputa, vuelven a disminuir de tamaño y su construcción se verifica con mucho menos cuidado. Para hacer posible la participación de todo el pueblo en el servicio religioso que es la construcción de la pirámide, el país entero es sometido a una reorganización. Las posesiones del rey en cada cantón se convierten en centros político-administrativos del mismo. Las aldeas pierden aquella autonomía patriarcal que habían tenido en la época anterior y sus habitantes pueden ser trasladados de una finca real a otra, según convenga. La propiedad privada es abolida. Todos los egipcios están al servicio del faraón, quien se cuida de ellos según la profesión y la actividad de cada uno. Esta nueva situación impuso una radical reforma administrativa, con una nutrida burocracia a su servicio. Gracias a esta reorganización fue posible realizar el prodigio de que hombres cuyas manos nunca habían hecho nada más alto que una casa, o incluso una choza, levantasen esas moles que desde entonces han sido el pasmo de la humanidad. Es curioso que egipcios de épocas muy posteriores y dueños de expresarse con plena libertad, no pronunciasen o escribiesen nunca una palabra de censura contra el sistema que había permitido aquellas realizaciones. Todos los grafitos que hombres de otras épocas escribieron en los muros, en los pasillos, en los templos de las pirámides, manifiestan únicamente el asombro que éstas les producían, y algunos de ellos declaran, incluso, no haber recibido en su vida impresión más profunda y duradera. Los datos históricos que poseemos, aun siendo muy parcos, permiten adivinar que desde el reinado de Keops se produjeron graves disensiones en el seno de la familia real. Kefrén logró deshacerse, no sin ciertas dificultades, de sus rivales de la familia de Radiedef; pero Micerinos hubo de esperar ocho años para suceder a los dos hermanos de su padre, que ocuparon el trono antes que él y fueron luego execrados como impíos usurpadores. La erección de la pirámide de Micerino en Gizeh obedece al propósito de mostrar los vínculos que lo unían a Keops. Sin embargo, la relativa pequeñez de la pirámide, de sólo 66,50 metros de altura, constituye un claro exponente de la crisis por la que atravesaba la doctrina de la realeza divina. La pirámide de Micerino fue acabada por su hijo Shepseskaf (2470-2465 a. C.). Éste ni siquiera se preocupó de mantener la tradición familiar en Gizeh y prefirió hacerse una tumba de tipo distinto y en terreno aún virgen, entre Dahsur y Saqarah. Su mausoleo tiene la forma de un gigantesco sarcófago, de 100 metros de longitud y 18 de altura, sobre una plataforma no muy elevada. Es la llamada por los árabes Mastabat Fara'un, con flancos en talud, dos de ellos ligeramente realzados sobre la línea del techo convexo. Al este del edificio, despojado hoy de su revestimiento de piedra, se levantaba un templo funerario pequeño, como el de Micerino, enlazado con el del valle por una calzada cubierta. El cambio, brusco y sin duda deliberado, responde a novedades en el concepto del rey, en el culto funerario y en las ideas de ultratumba, cambios que habían de prevalecer en la siguiente dinastía. El faraón-dios, ya vencido, cedía su puesto al dios Ra. Según el Papiro Westcar los tres primeros reyes de la V Dinastía (2463-2322) eran hijos del dios solar y de la mujer de un sacerdote de Ra. Con esto, y según el modo egipcio de escribir la historia, se quiere significar que en tiempos de la nueva dinastía, el dios del sol se convirtió en rey del mundo. Nada seguro se sabe acerca del origen de los nuevos faraones, ni siquiera si estaban o no emparentados con los de la IV Dinastía; Maneton afirma que procedían de Elefantina. Tal vez sea cierto, pues no hay motivo para sospechar que el dato se haya inventado. El primer monarca de la familia, Userkaf (2463-2455), instaura la costumbre de que el rey construya un santuario a Ra en la margen occidental del Nilo, en los alrededores de Abusir. La traza del monumento se basa en la idea de la colina ancestral, de la que emergió como primer punto de la creación, a partir del caos, un poste erguido. La versión pétrea de este poste será el obelisco, en cuya cima se posa el sol cada mañana. A su alrededor se construye un patio para los sacrificios. Nadie conoce los detalles del ritual; sólo sabemos que estos templos tienen desde este momento en la religión del Estado la misma significación que antaño habían tenido las pirámides. El dios Ra es ahora el ordenador del mundo, el que al principio de todas las cosas dio las directrices -el maat- por las que el mundo había de regirse. El nuevo credo religioso tuvo profundas consecuencias. Al cesar el rey en su cometido de sostén del mundo, ya no hacía falta que sus colaboradores fuesen príncipes de sangre real, y de hecho la mayoría ya no lo son. Los dioses locales, que antes reflejaban la fisonomía del rey-dios, se independizan y convierten en poderosas divinidades, sólo supeditadas a Ra como señor supremo. Así, por ejemplo, Ptah, el dios local de los artesanos menfitas, se convierte en dios de la creación cósmica, y los nombres personales derivados del suyo van siendo cada vez más frecuentes. El Estado conserva, en lo fundamental, su antiguo aspecto exterior, pero en su seno están germinando las semillas de muchas novedades. El culto de Ra no sólo minó los fundamentos del concepto tradicional del Estado, sino que fomentó una visión del mundo que apuntaba ya en la mastaba de Nefermaat y en sus coetáneas de Meidum, pero que sólo ahora es llevada a sus últimas consecuencias: se trata de la visión complacida y regocijada de todos los bienes que rodean al hombre en la tierra merced a la acción bienhechora del sol, esto es, de Ra. Sólo un cabo quedaba por atar en esta risueña concepción del mundo: ¿qué pasaba con los muertos? Antes, el faraón difunto se identificaba con Osiris y mantenía el orden y la tranquilidad en aquel mundo, como primero lo había hecho en el de los vivos; pero aunque el sol se sumergiese de noche en el reino de las sombras, tenía que abandonarlo al amanecer, para su celeste recorrido diurno, dejando a los muertos a merced de los poderes del caos. Esta era una deficiencia que había que subsanar y que paulatinamente, hacia el final de la dinastía, fue remediada, con perjuicio para Ra, con el culto de Osiris. En efecto, los dos últimos faraones de la Dinastía V -Asosi y Unas- ya no edifican santuarios de Ra, y Unas es el primero en grabar en los muros de su modesta pirámide de Saqarah los textos del ritual funerario propio de las personas reales conocidos hoy como "Textos de las Pirámides". Lo mismo harán los cuatro primeros reyes de la VI Dinastía y las tres esposas de uno de ellos, Pepi II. ¿Qué son estos textos? Materialmente los integran más de 700 pasajes, de extensión desigual, que requieren unas 4.000 columnas de bien trazados jeroglíficos. En ellos se encierra una retahíla de jaculatorias, recitadas en el entierro del rey y que permitirán a éste alcanzar una nueva vida en el Más Allá. Las dificultades de interpretación que estos textos encierran para los exégetas modernos dimanan de que aun tratándose de una especie de drama mitológico, no hacen referencia alguna a la acción, sino que reproducen simplemente las palabras que en el curso de la misma se pronunciaban. En general, parece que el fondo del mito era la muerte de un dios de la fertilidad, que se transformaba en deidad femenina y volvía a nacer de ésta. La correlación con el mito de Osiris es patente. Pero aun así, Ra no fue desplazado, ya que siguió siendo considerado padre del faraón, y como tal, situando a éste, a su muerte, entre las estrellas del firmamento. Aunque no se sepa con certeza, es probable, dada la propensión de los egipcios a contemplar el otro mundo como trasunto de éste, que los mortales que habían vivido conforme al orden social establecido (decimos social y no moral), confiasen también en alcanzar la inmortalidad en tanto que súbditos del faraón, esto es, siendo juzgados por éste, labrando sus tierras, sirviéndole de remeros en sus naves solar y lunar, llevando sus armas: en suma, reiterando los servicios que aquí le habían prestado a lo largo de su vida.
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Tres importantes periodos se pueden encontrar en la historia de Asiria: el periodo paleoasirio, la época mesoasiria y la edad neoasiria. La etapa paleoasiria abarcó desde los comienzos (h. 2150) hasta aproximadamente el año 1470, momento en que Asiria quedaría incluida en la órbita de Mitanni. Los asirios estuvieron dominados desde la mitad del siglo XV a.C. por el Imperio hurrita de Mitanni, manteniéndose bajo su dependencia durante casi cuatro siglos. Esta etapa es la denominada época mesoasiria. Tras largos años de inestabilidad política, Tiglat-pileser III supo emprender las adecuadas reformas para el despegue económico y político del Imperio asirio, que cristalizarían más tarde, a finales del siglo VIII a. C., bajo Sargón II. Con este rey, Asiria conocería su última etapa de poderío, dominando toda Mesopotamia y Siria y teniendo bajo control a Fenicia y Palestina. En el año 612, fuerzas combinadas de medos y caldeos fueron capaces de acabar con la existencia de Asiria como Imperio.
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La caída de Mitanni a manos del Imperio hitita fue aprovechada por el rey asirio Assuruballit I para independizar Assur y acercarse a Egipto: nuevamente entraba en el juego de intereses del Oriente Medio una potencia en auge. Para contrarrestarla, el hitita Suppiluliuma decidió poner en el trono de la conquistada Mitanni -que ahora aparece denominada Khanigalbat- a un gobernante títere, como freno al empuje asirio. Sin embargo, la muerte de Suppiluliuma y una terrible epidemia que diezmó a los hititas provocó que los asirios emprendieran la conquista del reino mitannio. Salmanassar I (1263-1234 a.C.) logró incorporar Khanigalbat como provincia asiria, procediendo a deportar a gran parte de su población. Con Tukultininurta I Asiria logra su máximo esplendor, estableciendo tratados con los hititas -gracias a los cuales puede consolidar el Imperio en el norte y el oeste- y gobernando Babilonia. Además, la expansión militar vino acompañada por la conquista de grandes tesoros y botines, así como de la anexión de nuevos territorios que procuraban mayores recursos y tributos. Con estos medios se emprendió el embellecimiento de Assur y la construcción de una nueva capital, Kar Tukultininurta, que será abandonada por sus sucesores. Tukultininurta situó a los asirios en el apogeo regional, siendo representado en muchas ocasiones con sus enemigos postrados ante él. Sin embargo, sus últimos años en el trono estuvieron marcados por los enfrentamientos con la nobleza, sin que se sepa muy bien la causa. Ésta pudo ser el descontento de la aristocracia ante los proyectos monumentales del monarca o, más probablemente, la oposición al apoyo del rey al culto babilónico al dios Marduk. Tras morir asesinado, Tukultininurta es sucedido por uno de sus hijos, lo que no impide que comience un periodo de casi un siglo de decadencia, ante el empuje de Babilonia y la presión de pueblos arameos. La caída del Imperio hitita y de la Babilonia cassita dio un respiro a los asirios quienes, bajo Tiglatpileser I, lograron cierta expansión, avanzando hacia Siria y el Mediterráneo. Sin embargo, su muerte fue aprovechada por los arameos, iniciando una decadencia que le llevó de nuevo a poseer tan sólo las regiones limítrofes a Assur.