Los aspectos positivos de la hegemonía, plasmados en el control de las aguas del Egeo, y los aspectos negativos, materializados en los crecientes enfrentamientos con Esparta, agudizan los problemas de Atenas en el momento en que buscaba asentarse fuertemente sobre el dominio adquirido, todo lo cual produjo una aceleración del proceso que definía las condiciones del imperialismo. Es posible que a principios de la década haya que situar la alianza con Segesta, en Sicilia, marco de unas nuevas ambiciones expansionistas, pero también de nuevas relaciones bélicas con las ciudades de la isla, sólo aparecidas más tarde. Los problemas creados tuvieron que influir en que, a finales de la década, los atenienses hubieron de concentrar sus esfuerzos para afirmarse en la Liga y para fortalecerse en las relaciones con los persas. Por otro lado, en el interior se habían manifestado algunos problemas indicativos de que la oligarquía como bloque no estaba ya tan satisfecha con la marcha de los acontecimientos y las formas que adoptaban las relaciones exteriores. Significativamente, en el año 454, el tesoro de la Liga se trasladó de Delos a Atenas, lo que puede tener un valor más simbólico que de fondo, pues, en definitiva, ya era controlado desde antes por los helenotamías, funcionarios atenienses. Ahora, Atenas era ya el centro de los jonios y la Acrópolis sustituía como santuario al tradicional de Apolo en Delos. Ideológicamente, crecen las justificaciones. Pericles decía ahora que Atenas tenía que ser el centro porque ya había librado a los griegos del peligro persa. Sin embargo, tal situación sólo se reconoce en un hecho que, por lo demás, está puesto en duda por la crítica. Los mismos antiguos se mostraban divididos para aceptar el hecho de que, en 449, se hubiera llegado a la paz de Calias entre persas y atenienses. Antes, Atenas ha tenido que actuar violentamente, una vez más, en Mileto y en Eritras. Las listas de tributos señalan que entre 453 y 451 los milesios ofrecieron resistencia a colaborar, mientras pagaban las dependencias próximas de Leros y Tiquiusa, seguramente porque allí se hallaban refugiados los leales que habían sido expulsados. Nuevamente, las lealtades al imperio ateniense aparecen unidas a vicisitudes de política interior. En el caso de Eritras, igualmente situada en la costa jónica, se conocen los acuerdos con los que terminó el conflicto. Se instituye una boulé democrática designada por sorteo, cuyos miembros juran lealtad al pueblo de Eritras y al de Atenas, así como no aceptar sin la aprobación de la boulé y el demos de los atenienses a quienes se hayan exiliado y refugiado junto a los medos. Por otro lado, se instituye la presencia en las ciudades de epískopoi, o supervisores enviados por Atenas, y de phrourarchoi, jefes de guarnición encargados de garantizar el cumplimiento de los acuerdos. Cada vez más, las decisiones comunes se toman en Atenas, paralelamente al hecho de que se hubiera trasladado el tesoro común.
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Desde finales del siglo XIX y hasta la mitad del siglo XVIII Mesopotamia, como consecuencia de la descomposición de la III Dinastía de Ur y la presencia de tribus semitas, se hallaba atomizada en diferentes ciudades-Estado y en pequeños reinos que reivindicaban mediante las armas la herencia de la anterior etapa sumeria. Poco a poco, el clima casi constante de guerra civil y la fragmentación territorial se fueron decantando hasta llegar a dirimir la supremacía política tan sólo unas pocas potencias, entre ellas, Isin, Larsa, Eshnunna, Assur y Babilonia. Babilonia acabaría erigiéndose en ciudad indiscutible a partir de Hammurabi (1792-1750), sexto rey de la I Dinastía amorrea que en 1894 había sabido fundar Sumu-abum. Sin embargo, con los sucesores de Hammurabi el Imperio que se llegó a forjar a costa de sangrientas luchas se vino estrepitosamente abajo, momento que aprovechó el hitita Murshili I para, en 1595, y en el transcurso de una audaz incursión, saquear Babilonia y poner fin a su dinastía amorrea. Todo ese período de cinco siglos de duración constituye la fase conocida como época paleobabilónica, y representa la primera edad de oro de tal ciudad, edad novedosa en el campo de las artes, la literatura y el derecho. Babilonia había quedado prácticamente desmantelada a causa de la fugaz y contundente invasión hitita del año 1595. La marcha de Murshili I, que incluso se atrevió a llevarse las estatuas del dios Marduk y de su esposa Zarpanitum, y la desaparición de Samsu-ditana, el último rey de la I Dinastía amorrea, habían provocado un interregno que fue aprovechado por gentes del País del Mar (golfo Pérsico) que se consideraron herederas del Imperio, estableciéndose rápidamente en Babilonia (II dinastía). Sin embargo, muy pronto fueron desplazados de ella por los montañeses cassitas, quienes, amoldándose en lo posible al pasado babilónico, lograron establecer una dinastía de 36 reyes, que se mantuvo en el poder, según las fuentes, un total de 576 años. Durante aquellos siglos, Babilonia, llamada entonces Karduniash, extendió su influencia por todo el Próximo Oriente, dada su superior civilización, pero muy pronto chocó con Asiria, la otra gran potencia mesopotámica. Con ello se iniciaba un conflicto crónico que enfrentó a los dos Imperios con suerte alterna. En 1156 los elamitas, aprovechando un previo ataque asirio conducido por Assur-dan I, que había debilitado en grado extremo al último rey cassita, pusieron fin a la dinastía de Karduniash, saqueando las ciudades de la Baja Babilonia. Abandonadas las ciudades babilónicas a su suerte tras los ataques de los elamitas que habían puesto fin a la Dinastía cassita, no se tardó mucho en organizar algunos focos de resistencia, siendo el más importante el de Isin, ciudad que logró establecer una Dinastía en el país (la IV según las fuentes) de la cual Nabucodonosor I (1124-1103) fue su rey más prestigioso. Años después, los arameos, que habían invadido Asiria, cayeron también sobre Babilonia, llegando uno de sus jefes, Adad-apla-iddina (1067-1046), a ser rey. Siglos más tarde, con Nabu-nasir (747-734) se iniciaba la IX Dinastía, caracterizada toda ella por su dependencia de Asiria, especialmente durante el reinado de los grandes reyes sargónidas, con quienes Babilonia fue la capital de una provincia del Imperio neoasirio. Al derrumbarse éste, los caldeos (una federación de tribus arameas) lograron apoderarse de la ciudad de Marduk instaurando la X y última Dinastía, que aún dio años de esplendor, sobre todo con Nabucodonosor II (604-562). Finalmente, el persa Ciro II, en el 539, puso fin al Imperio neobabilónico, iniciándose a continuación el definitivo ocaso de Babilonia. De todo este largo período (1156-539), que estuvo dominado prácticamente por arameos y asirios, apenas nos han llegado restos arqueológicos y artísticos, dadas las sucesivas destrucciones que tuvieron que soportar las ciudades babilónicas. Es de esperar, sin embargo, que las excavaciones actualmente emprendidas en diferentes puntos del centro y sur, de Iraq (sobre todo las que se realizan en Sippar y Babilonia) puedan proporcionarnos en un futuro muy cercano el material que precisamos para evaluar el nivel artístico que se alcanzó durante aquellos seis largos siglos.
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Entre los siglos VII y XI el Imperio Bizantino conjugará momentos de crisis con épocas de esplendor. A la dinastía inaugurada por Justiniano le seguirá la que Heraclio inició en el año 610. Durante esta dinastía el Imperio atravesará graves crisis internas, provocadas especialmente por la corrupción del aparato administrativo y las continuas querellas religiosas con Roma. Pero la crisis alcanzará su momento culminante con la dinastía Isaúrica iniciada por León III. En esta época se produce la Querella Iconoclasta donde la controversia por el culto a las imágenes centra toda la vida bizantina. Al mismo tiempo que se producen estos intensos debates teológicos, eslavos, musulmanes y búlgaros presionan las fronteras, provocándose continuos enfrentamientos. La dinastía de los emperadores macedonios, inaugurada por Basilio I, restaurará el esplendor al Imperio Bizantino al consolidarse la estructura administrativa interna y producirse una expansión en la política exterior. El año 1000 traerá la decadencia del Imperio Bizantino.
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La necesidad de salvaguardar sus intereses, sin poner en peligro su política de neutralidad, llevó al Reino Unido a adoptar una política de aislamiento de la que empezaría a salir en la década de los años treinta con la presencia del vizconde Palmerston en el Foreign Office (1830-1841 y 1846-1851). Palmerston dio el tono de la política exterior británica durante un largo periodo de tiempo, introduciendo en ella fuertes dosis de imaginación y oportunismo.La edificación de un nuevo imperio colonial se hizo en consonancia con los intereses comerciales librecambistas, a la vez que con la voluntad de realizar una tarea colonizadora en los territorios ocupados. A esas directrices habría que añadir un impulso evangelizador que respondía a los sentimientos humanitarios tan característicos del periodo.Las bases del desarrollo colonial británico fueron las posesiones de Canadá e India y los objetivos fueron muchas veces la ocupación de puntos estratégicos que aseguraran las rutas de comunicación hacia los territorios principales. Ese es el caso de la ocupación de las islas Malvinas (1833), que protegían el acceso al cabo de Hornos, o la ocupación de Aden (1839), que significaba el control del mar Rojo.En Canadá se pusieron en marcha medidas de autonomía administrativa en 1839 (Durham Report), como consecuencia de los levantamientos de dos años antes. Esto llevó a la unión de las dos provincias canadienses en 1840 y a la concesión de un gobierno responsable en 1847.En la India se continúa el proceso de sumisión completa del territorio con la ocupación del reino Sind (1843) y del Punjab (1849). Es también la época de la penetración en China. La primera guerra del opio (1839-1842) fue realizada en favor de los intereses mercantiles británicos y permitió la ocupación de Canton y Shanghai, por las que se exigieron rescates. El tratado de Nanking (1842) significó la entrega de Hong-Kong a los británicos y la apertura de cinco puertos chinos al comercio. El conflicto ha quedado como un modelo de guerra inicua.La ocupación de Natal (1843) intensificó la emigración hacia la colonia de El Cabo, en detrimento de la población boer, que resultó desplazada.En Oceanía, finalmente, la soberanía británica sobre Nueva Zelanda fue declarada en 1840, mientras que el descubrimiento de minas de oro en Victoria (1851) hizo aumentar el interés por el continente australiano.El Reino Unido aparecía ya a mediados de siglo como una potencia universal como pareció demostrar la inauguración, en mayo de 1851, de la Gran Exposición de los productos industriales de todas las naciones en el Hyde Park de Londres. Era una iniciativa en la que participó activamente el príncipe Alberto, y el Crystal Palace, construido por Joseph Paxton, recibió más de 6.000.000 de visitantes durante los cinco meses que permaneció abierta. Los ingleses, que viajaban a Londres en los nuevos ferrocarriles para visitar la Exposición, salían convencidos de que comenzaban a vivir una época de esplendor después de los turbulentos años anteriores. La reina fue una de las más entusiastas con el acontecimiento, ya que visitaría la exposición treinta y cuatro veces.Pocos años antes, en 1848, G. B. Macaulay había comenzado a publicar su Historia de Inglaterra y, en uno de los primeros capítulos, había dejado constancia de la convicción de progreso y armonía social que embargaba a muchos de los ingleses de mediados de siglo. "Mientras más cuidadosamente examinamos la historia del pasado, más razones encontraremos para disentir de quienes piensan que nuestra era está llena de horrores. La verdad es que los horrores pertenecen, salvo escasas excepciones, al pasado... Mientras más estudiemos los acontecimientos del pasado, más nos alegraremos de vivir en una venturosa época en la que se aborrece la crueldad, y en la que el castigo, aunque sea merecido, se inflige con repugnancia y por sentido del deber. Todas las clases se han beneficiado considerablemente de este cambio moral, pero la clase que ha ganado más ha sido la más pobre, la menos independiente, y la más necesitada de ayuda".
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En virtud de la adopción, T. Aurelio Fulvo Boionio Arrio Antonino cambió su nombre por el de T. Aelio Adriano Antonino. La decisión de Antonino de atribuir los máximos honores a su padre adoptivo, de ratificar sus actos y de presentarse como un continuador de su obra, le hicieron merecedor del epíteto Pío, el respetuoso con los padres y antepasados. Y tal título pasó a completar su estructura onomástica como aparece en múltiples documentos de la época: T. Aelius Hadrianus Antoninus Pius, además de los títulos imperiales. Antonino procedía de una rica familia de la Galia Narbonense, de Nemausus (Nimes), y esa riqueza particular le permitió hacer donaciones de dinero a la plebe de Roma y al ejército de sus propios fondos, sin necesidad de acudir al Fisco. He aquí un testimonio: concedió congiaria de 90 denarios en nueve ocasiones, mucho más que cualquier otro emperador. Y los datos anforarios del Monte Testaccio confirman la continuación de la política de distribución de alimentos, ahora incrementados con vino y aceite, lo que expresa su atención al pueblo de Roma así como la salud económica de la Annona. Con motivo de la muerte de su mujer, Faustina (año 140), hizo una ampliación de ayudas del Fisco bajo la forma de alimenta, cuyos intereses eran destinados al mantenimiento de niñas, las puellae Faustinianae. Tal decisión aporta además la novedad de privilegiar a las niñas, que salían discriminadas en las ayudas de alimenta concedidas por Trajano. Los recelos de algunos senadores ante Adriano se habían disipado bajo el nuevo emperador. Más de la mitad de los senadores provinciales procedía ahora de Oriente y todos habían terminado por aceptar la necesidad de tal representación ante la superior riqueza y nivel cultural de la parte oriental del Imperio. Esa nueva realidad dio como resultado que el continuismo político de Antonino fuera ahora bien visto por el Senado. Y en el marco de esa concordia tomó decisiones, como la de desempeñar el consulado sólo cuatro veces y la de suprimir la división de Italia en cuatro distritos administrativos, que fueron del agrado de los senadores. Aun manteniéndose fiel a la religión romana tradicional, Antonino fue consciente de las limitaciones de la misma para procurar plenas satisfacciones interiores a los deseosos de una vida religiosa más profunda. Así, hizo un reconocimiento público a nuevos cultos orientales, como el minorasiático de Cibeles y Attis. No es obra de Antonino sino un signo ideológico de todo el siglo II d.C., que se comienza a manifestar con fuerza bajo su gobierno, la expansión de los cultos de la salud: Esculapio, Apolo bajo la advocación de Médico y las Ninfas veneradas en los balnearios de aguas salutíferas son los más abundantemente testimoniados. De igual modo, bajo el amparo del respeto a las creencias de los particulares o de las asociaciones, el cristianismo encuentra buenas condiciones sociales para su progresiva expansión.
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La formación recibida por el tercero de los Otones en su minoridad le permitió más tarde albergar magnos proyectos. Aunque efímeramente, el imperio alcanzó las cotas más altas de la mística política. La influencia bizantina de su madre Teófano, los afanes misioneros del obispo Adalberto de Praga y las dotes intelectuales de Gerberto de Aurillac (papa Silvestre II desde el 999) calaron en un joven emperador convencido de la grandeza de sus designios. Pacificada Alemania y contenidos los peligros fronterizos, Otón III concibió un proyecto de Cristiandad con su centro en Roma en torno al cual girasen armónicamente todos los poderes políticos conocidos. Roma se convirtió en la residencia habitual del emperador desde el 999, a diferencia de lo que hicieron emperadores anteriores que sólo estuvieron accidentalmente en la ciudad. Se pretendió que el Imperio tuviera la eficacia del carolingio y la solemnidad litúrgica del bizantino. Sin embargo, la grandilocuencia de las fórmulas cancillerescas (Otón como emperador augusto del mundo), los gestos prodigados por el soberano (por ejemplo la excavación del sepulcro de Carlomagno para venerar sus restos) o algunas pretenciosas expresiones iconográficas (el emperador casi en actitud de pantocrator) difícilmente ocultaban las debilidades internas de la construcción política otónida. Con sólo unos meses de diferencia fallecieron el joven emperador y su amigo el anciano pontífice (1O02-1003). Otón III y Silvestre II son conocidos como el emperador y el papa del Año Mil. ¡Emblemática fecha! Autores del pasado siglo de indudable prestigio (Michelet, Thierry, Carducci) hicieron prevalecer su imaginación sobre su talento a la hora de hablar de la humanidad europea en vísperas deel milenario del nacimiento de Cristo. Nos presentaron una sociedad aterrorizada por una creencia: el fin del mundo llegaría con el último día de diciembre del 999. El mito de los terrores del año mil sigue estando presente en algunas publicaciones a pesar de que trabajos de solventes autores (Focillon, Le Blevec, Duby, Pognon, entre otros...) hayan puesto en claro su falacia. La humanidad en aquellos años no padeció temores superiores a los de otros momentos del Medievo. Las fuentes de la época en absoluto avalan la generalización de los pánicos. Tan sólo media docena de textos -alguno de dudosa autenticidad- podrían utilizarse en abono de las teorías apocalípticas referidas al año Mil. La obra del cronista de principios del XI Raúl Glaber (utilizada por Michelet y sus seguidores para apoyar su tesis) no habla de terrores antes y tranquilización general después de esta mítica fecha, sino sólo de una regeneración artística (el blanco manto de las iglesias) que sucedió a una época de vetustez. El año Mil, dice Pognon, se situó entre dos mundos diferentes, pero fueron más las lentas transformaciones que las mutaciones bruscas. Políticamente ¿se encaminaba la Europa cristiana hacia una especie de nuevo orden?
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Este dibujo está vinculado al lienzo El imperio de Flora, realizado varios años más tarde, hacia 1631. Presenta, con todo, escasas diferencias con la obra final: el carro de Apolo, en el cielo, más elevado en el lienzo; el emparrado de la izquierda ha sido sustituido por una fuente, y la posición de algunos personajes ha sido modificada. Pero, a pesar de todo esto, la idea general persiste. Es de observar cómo, a pesar de la soltura y cierto esquematismo con que ha sido realizado el dibujo, se encuentra ya detallada la composición en todos sus aspectos.
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Fue pintado para Fabrizio Valguanera, el curioso aventurero siciliano con quien Poussin también tuvo relación respecto a su cuadro La peste de Azoth, en 1631. Se inspira en las "Metamorfosis" y los "Fasti" de Ovidio y en la obra de su antiguo protector, el Cavaliere Marino, aunque con suma libertad. En el extremo izquierdo vemos al guerrero Ajax, rey de Salamina y héroe de la guerra de Troya, que desnudo y cubierto con un casco de oro se suicida arrojándose sobre su espada. A su derecha, Narciso contempla su propia imagen en un ánfora llena de agua, que sostiene una ninfa de dudoso nombre, pero que sin duda representa al agua como elemento de vida para las flores. Tras Narciso se encuentra Clitia, el tornasol, quien se vuelve hacia el cielo, hacia su amado Apolo, quien surca los aires en su carro solar. A la derecha de la composición se encuentran Crocus y Smilax, es decir, la enredadera, por lo que Poussin los representa abrazados. A su espalda aparece Adonis cazador, junto a sus perros, herido en su muslo izquierdo, de cuya sangre brota la anémona. Tras él, Jacinto herido observa cómo su sangre da lugar a la flor que lleva su nombre. Junto a todos estos personajes vemos tres dioses: En primer lugar, y ocupando el centro de la composición, como corresponde al tema, a la propia Flora, danzando y esparciendo flores. En segundo lugar, el dios Príapo, a la izquierda, de perfil, como dios de la fertilidad. Por último aparece Apolo, en el cielo, quien, como dios solar, es fuente de vida para las flores y plantas. Es, por tanto, una alegoría del retorno anual de la vida, de la resurrección. A pesar de lo trágico de las historias de estos personajes, que también se relacionan de forma directa con la muerte, Poussin, en una composición estructurada en una elegante curva ondulada, en primer término, enmarcada en una elegante pérgola, detrás, ha representado en una armónica escena la alegría de vivir. La paleta es cálida, con una luz suave que realza el tono nacarado de los cuerpos.