En el mundo hispánico, sobre todo en la Castilla moderna, se contabilizaba gran número de indigentes, sujetos que habían perdido los medios para sostenerse a sí mismos y a sus familias. Dejando aparte a aquellos que fingían una situación de carencia para no trabajar, encontramos que la mayor parte de los pobres eran mujeres, niños y ancianos. El elevado número de mujeres pobres se explica en primer lugar por la alta mortalidad masculina en la Edad Moderna: las levas militares se dirigían a hombres entre los 16 y los 65 años, y los llevaban a combatir en los numerosos campos de batalla que se abrieron a lo largo del dominio hispánico en Europa: Flandes, Italia, Portugal, Alemania, Francia, en el siglo XVII también Cataluña y en el XVIII América. Por otro lado, aunque está documentado desde muy pronto el paso de mujeres a América, la mayoría de los que viajaban eran hombres, que dejaban atrás a sus familias y en especial a sus mujeres a cargo de las mismas. Así, ausente o muerto el cabeza de familia, quien por lo general era el responsable de sacarla adelante, las mujeres debían desempeñar labores para las que no estaban capacitadas, y se veían expuestas a caer en la miseria. Si a ello sumamos los desastres climatológicos que suponían malas cosechas, las epidemias, la emigración a lugares más prósperos en busca de trabajo y la realidad de que resultaba más difícil para una mujer encontrar un trabajo digno, se tiene como resultado ese elevado número de mujeres pobres, con o sin hijos, que deambulaban por los reinos peninsulares mendigando limosna. En cualquier caso la mendicidad era un fenómeno tan extendido y perjudicial en la sociedad moderna, que muchos monarcas, virreyes y alcaldes se propusieron acabar con ella por medios legales. De ahí la disputa entre Domingo de Soto y Juan de Robles, conocidos teólogos de la Escuela de Salamanca sobre si resultaba útil socialmente su prohibición, aunque también se planteaba su alcance moral. Sobre el debate puede consultarse: Santolaria Sierra, Félix F. (2003). El gran debate sobre los pobres en el siglo XVI: Domingo de Soto y Juan de Robles 1545. Ariel Dicho sea de paso, este debate muestra la amplitud de las preocupaciones de los teólogos de Salamanca, no encerrados en disputas meramente teológicas, sino alarmados por temas que alcanzaban de pleno a la sociedad. Como contrapartida, en esta época estaba fuertemente arraigada la mentalidad y costumbre de ayudar a los necesitados. Una persona honorable no podía ignorar las carencias de los que le interpelaban por las calles, ni hacer caso omiso de las obras pías emprendidas por la Iglesia, las cofradías u otros particulares. La actitud de instituciones y ayuntamientos ante la pobreza era positiva: se fundaban hospicios y casas de beneficencia; en ayuntamientos, conventos y algunas casas nobiliarias se ofrecía comida gratuita a los mendigos (costumbre inmortalizada por Murillo en "La sopa boba". Gráfico Los que tenían derecho a estas ayudas eran llamados "pobres de solemnidad" o "menesterosos", en palabras de San Francisco de Asís, y debían diferenciarse de los falsos pobres. Éstos, varones en su mayoría, con frecuencia fingían heridas de guerra o malformaciones para mendigar para evitarse la molestia de trabajar, o porque les resultaba muy difícil la reinserción en su vida anterior, en el caso de soldados que regresaban a sus casas. Son los llamados en las fuentes y la bibliografía, vagos o vagamundos. La distinción entre ambos grupos está recogida de forma clara en un artículo del prof. Ángel Rodríguez Sánchez. Las autoridades tomaron medidas para evitar estos abusos. Una de ellas fue la creación de un documento, expedido por los concejos y autoridades eclesiásticas, denominado cédula de pobreza. Era un papel de pequeño tamaño en que figuraban los datos fundamentales de la persona afectada: nombre y apellidos si se sabían, procedencia, aspecto físico, causa de su estado. Los pobres y en especial las mujeres, debían llevarlo encima en todo momento porque les podía ser requerido por cualquier autoridad. Su validez era temporal, de manera que en el tiempo previsto para su renovación, la afectada pudiese encontrar una ocupación que le permitiese sostenerse sin ayuda. Para jóvenes de familias pobres que deseaban casarse o ingresar en una orden religiosa, pero no disponían de dote, existían fundaciones benéficas creadas por hidalgos y nobles, por lo general radicadas en sus lugares de origen. Sin embargo Las mujeres, y las viudas en particular, tenían muchas dificultades para remediar una situación de pobreza extrema por lo ya señalado: sus limitaciones para trabajar en la Edad moderna eran mayores. En el siglo XVIII las mendigas se encontraron con un problema de entidad: el utilitarismo de los gobiernos borbónicos. De esta forma, al igual que ocurrió con otros colectivos, los pobres fueron reunidos por los soldados y enviados a obras reales, galeras y otros servicios regios. En el caso de las mujeres, se las obligó a servir ya fuese en casas particulares o en obras reales.
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El caso más conocido es el de las mujeres gitanas, pero en este caso su falta de inserción social era en gran medida voluntaria. Se desconoce el origen exacto de las gitanas y sus familias, aunque era muy frecuente que se declarasen descendientes de los faraones egipcios. Al parecer llegaron a España desde Barcelona, por mar, en el siglo XV. Los primeros jefes de clan dijeron ser condes de Egipto Menor (Grecia), y haber sido expulsados de sus tierras por los sarracenos, por ser ellos cristianos. Con estas recomendaciones en un principio fueron recibidos con agasajos, transformados poco a poco en recelo, al observar el comportamiento de los grupos de "egipcianos" establecidos en Castilla, especialmente en Andalucía. Por ello los Reyes Católicos dieron la orden siguiente, en un documento fechado en 1499 en Medina del Campo, recogido más tarde en diversas reuniones de Cortes: "Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reynos y señoríos con sus mugeres e hijos, que del día que esta ley fuere notificada y pregonada de esta nuestra corte, y en las villas, lugares y ciudades que son cabeza de partidos fasta setenta días siguientes, cada uno dellos vivan por oficio conoscidos que mejor supieren aprovecharse, estando de estada en los lugares donde acordaren asentar o tomar vivienda de señores a quien sirvan, y los den lo que hobieren menester, y no anden más juntos vagando por nuestros reynos, como lo facen, o dentro de otros setenta días próximos siguientes salgan de nuestros reynos, y no vuelvan a ellos en manera alguna; sopena que, si en ellos fueren hallados o tomados, sin oficio o sin señores, juntos, pasados los dichos días, que den a cada uno cien azotes por la primera vez, que los corten las orejas, y estén setenta días en la cadena, y los tornen a desterrar, como dicho es; y por la tercera vez, que son captivos de los que los tomaren por toda su vida...". Gráfico En otro orden de cosas Cervantes, en su obra Novela de la gitanilla, hace un siglo más tarde el siguiente retrato de este grupo, probablemente reflejo del sentir popular: "Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte. " En cualquier caso desde la Edad Media la etnia gitana o romaní (denominada así por provenir muchos de sus miembros de la Romania, actual territorio de Rumanía) está presente en la historia europea configurando un pueblo nómada, con lengua y costumbres propias, así como una espiritualidad concreta, fuesen o no católicos. Presentaban asimismo una fuerte jerarquización interna, por lo general encabezada por un patriarca y los más ancianos de la comunidad; tenían también un código de conducta particular, que reflejaba su sentido del honor. Las mujeres vivían sometidas a los hombres de sus familias, pero en esto las sociedades modernas coincidían con la gitana: el papel de la mujer era poco más que irrelevante, salvo como depositarias del honor familiar. El gran obstáculo para el estudio de las mujeres gitanas antes del siglo XIX es la falta de fuentes debido a su arraigada costumbre de transmitir la información oralmente. Los historiadores suelen utilizar documentos jurídicos, casi siempre contrarios a esa etnia, pero suponen sólo una de las versiones. Falta la historia de los gitanos contada por ellos mismos. Aún así algunos autores se han atrevido, con la documentación disponible, a realizar una obra general sobre la historia de este pueblo, como J.M. (1980, facsímil de 1832), Historia de los gitanos, J. M., Madrid: Heliodoro; o como Jean-Paul Clébert en su obra Los gitanos, prologada por Julio Caro Baroja y publicada en 1965 en Barcelona. Otros autores, como María Helena Sánchez Ortega, han recopilado las fuentes sobre gitanos (en su caso Documentación selecta sobre la situación de los gitanos españoles en el siglo XVIII, Madrid: Editora Nacional, 1976). El hecho de tener costumbres particulares, su origen desconocido, su extraño lenguaje su modo de vida nómada y el haber mostrado comportamientos rapaces en las poblaciones próximas a sus campamentos, los identificaba como un grupo aparte y difícil. En un Cuaderno de Leyes del siglo XVI hallamos dos referencias a la consideración social (y por tanto, jurídica) de las gitanas y sus familias: 1. Petición de ley para que no pudiesen pasar ni entrar en Navarra los gitanos, por los muchos hurtos que hacían, so pena de cien azotes a los que hicieran lo contrario (1550). 2. Petición para que se prorrogaran las leyes que disponían que los gitanos y vagamundos no pudieran entrar en el reino, ni pasear por él (1556). Ni siquiera la religión era un nexo de unión; su espiritualidad era tan peculiar, que el resto de la población no reconocía en esas prácticas un comportamiento socialmente aceptable. Por otro lado, y como un caso único en Europa, en el reino de Navarra está documentado otro tipo de marginación étnica: la que sufrieron las mujeres agotes. Este caso cuenta con una corta pero seria bibliografía, aunque es muy desconocido para la mayoría de historiadores hispanistas. La figura más importante en su estudio es Carmen Aguirre Delclaux, que dedicó su tesis doctoral (bajo la dirección de Julio Caro Baroja, al análisis de este fenómeno. Paola Antolini, autora asimismo de algunas obras al respecto, no hizo sino resumir y poner en contexto el caso de los agotes, aunque la información de que dispuso era la misma que la utilizada por Aguirre, ya que es la única existente en España. De manera similar al caso gitano, los agotes no han dejado testimonios propios por escrito, y es necesario rastrear la documentación oficial, o bien buscar en registros parroquiales apellidos agotes, para conseguir datos relativos a su forma de vida y relaciones sociales. Al no estar excluidos de la Iglesia esta labor, aunque ardua, es posible No existe tal grupo en ningún otro lugar de la monarquía hispánica. Los agotes eran una minoría de origen desconocido, establecida en las zonas montañosas del sur de Guipúzcoa y el norte de Navarra. Se les obligaba a habitar en barrios alejados de los núcleos de población y no se mezclaban en absoluto con la sociedad establecida: no se conocen matrimonios entre mujeres agotes y hombres que no lo fuesen; tampoco se empleaba a las agotes como sirvientas, amas de cría o cualquier otro oficio reservado a mujeres. Su origen enigmático las apartaba de esas y otras actividades. Sobre ellas pesaba la sospecha de proceder, entre otras teorías, de un grupo antiguo de leprosos (según algunos, de apestados) del sur de Francia, que habría cruzado los Pirineos para establecerse en el norte de Navarra. O de una partida de herejes albigenses, que habría sobrevivido de milagro y se habría trasladado a Navarra huyendo de las persecuciones. Otras hipótesis los hacen descendientes de un grupo de judíos no bautizados, escondidos durante años en las montañas, lejos del alcance de los edictos de expulsión. En cualquier caso sobre ellos gravitaba una clara sospecha de sangre mezclada y herejía (a pesar de que se bautizaban y observaban puntualmente todos los ritos y ceremonias católicas) que no pudo desvanecerse con facilidad. Ni siquiera un edicto papal de finales del XVI, prohibiendo la discriminación de esta minoría, tuvo efecto, y en la práctica se les continuó marginando y evitando. A las mujeres agotes se les atribuían extraordinarias habilidades manuales, pese a lo cual no se aceptaban alimentos elaborados por ellas. Tampoco se les permitía participar del cuidado de las iglesias, aunque sí asistir a la liturgia, siempre que entrasen en la nave por una puerta especial, reservada para ellas y sus familias. Se les adjudicaban también ciertas características físicas, algunas contradictorias: mientras algunos autores sostienen que eran altas y rubias, otros las describen como de talla pequeña, morenas y de semblante adusto. En cualquier caso se las reconocía por sus apellidos y si tuvieron algún distintivo físico probablemente se debió a la endogamia que sus familias debían practicar, al estarles vedado el matrimonio con extranjeros u hombres ajenos a su comunidad.
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La discriminación más notoria, en una monarquía que velaba de manera especial por la ortodoxia, fue la sufrida por las mujeres conversas y moriscas y, desde mediados del siglo XVI, por las integrantes de los grupos de luteranos, especialmente los focos más conocidos de Sevilla y Valladolid. Gráfico En el caso de las moriscas, cabe preguntarse qué hubo de voluntario en su situación, puesto que los moriscos se negaban a insertarse plenamente en las sociedades castellana y aragonesa. El caso de las moriscas es el de una doble marginación, similar al caso de las gitanas: si ya las mujeres cristianas tenían dificultades para hacer su voluntad al margen de sus familiares masculinos, en un grupo regido por la ley islámica, no precisamente proclive a la participación activa de las mujeres en asuntos sociales, económicos y políticos, ¿qué cabría esperar? Una clara sumisión a las decisiones del padre, marido o hermano. Además el Islam no separaba política y sociedad de religión, es decir, ésta determinaba hasta las más sencillas costumbres: el modo de vestir, de hablar, de negociar, el tipo de trabajos que podían desarrollarse, y marcaba un límite en el trato con los "infieles": cristianos y judíos (pese a tratarse de religiones "del Libro"). Aunque hay teorías que admiten en algunos casos la posibilidad de matrimonios mixtos entre moriscas y cristianos, la realidad histórica la desmiente. Una morisca se vería en peligro de muerte si así fuese ya que, aunque teóricamente había abrazado el cristianismo, en privado continuaba sujeta al Islam. Por otro lado desde 1608 se prohibió la llegada de moriscos nuevos a territorio de la monarquía hispánica, y se elaboró un censo de los ya residentes para ejercer un control más efectivo sobre ellos. Este proceso culminó con la expulsión de los moriscos entre 1610 y 1612, de todos los territorios de la Monarquía Hispánica. Algunas mujeres, ante la posibilidad que se les ofreció, optaron por dejar a sus hijos más pequeños en la península, al cuidado de las familias de sus señores o de amigos cristianos, con la seguridad de que así tendrían un mejor futuro que en el norte de África, lugar de destino de la mayoría de los expulsados. Hay que tener en cuenta todavía otro grupo de mujeres moriscas, si bien muy poco numeroso: el de las esclavas que trabajaban para familias de la nobleza en Aragón y Navarra, fundamentalmente. Tenemos noticia de ellas gracias a retazos documentales hallados en testamentos, en los que se las menciona por su condición servil: "a mi esclava la morisca Fátima...", para a continuación hacerles donación de una cantidad de dinero o ropas. Asimismo hay huellas de estas mujeres en los registros parroquiales, sección de bautizos, ya que la mayoría terminó por abrazar la religión de sus amos y se bautizó. Este hecho demuestra que a pesar de las leyes antiesclavistas de la monarquía, hubo excepciones, al menos en lo que respecta a la población de origen musulmán. En cuanto a las mujeres conversas, fueron objeto de una estrecha vigilancia por parte de los familiares de la Inquisición, pero no puede hablarse de marginación propiamente dicha, excepción hecha de aquellas a las que se requirió una cédula de limpieza de sangre para, por ejemplo, ingresar en una orden religiosa. Pero este procedimiento terminó por ser habitual en la península y perdió notoriedad. Quizá uno de los ejemplos más conocidos de mujer de linaje de conversos, en absoluto marginada, sea el de Teresa de Ahumada y Cepeda, Santa Teresa, que llegó a ser denunciada y procesada por el Santo Oficio sin más consecuencia. El destino de las mujeres luteranas que conocemos termina indefectiblemente en un Auto de fe, con o sin ejecución. Las mujeres de la familia Cazalla, acusada de herejía en Valladolid, fueron apresadas y juzgadas por el Santo Oficio, y sentenciadas más tarde a diversas penas por el brazo secular. Existe un completo estudio sobre la más conocida de ellas, María de Cazalla. Las que sobrevivieron tuvieron que hacerlo expuestas el resto de sus vidas a la vergüenza pública, haciendo frecuentes penitencias y siendo vigiladas por una sociedad de la que ya no formaban parte. Lo mismo ocurrió con las mujeres implicadas en la extensión del luteranismo en Sevilla, algunas de ellas monjas. De todas maneras se trata de una situación de marginalidad peculiar, ya que la vivían como tal en la clandestinidad. Sólo tras los procesos y las condenas podríamos hablar de discriminación social efectiva. Dado que el luteranismo estaba prohibido y perseguido en la Monarquía Hispánica, no se puede hablar de minorías marginales, puesto que los luteranos y otros heterodoxos españoles mantuvieron las apariencias sociales hasta su denuncia. Para el resto de sus estamentos, eran individuos perfectamente integrados en el orden social establecido.
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Contrastemos los párrafos de dos biógrafos de Roosevelt, ambos favorables al personaje, pero uno obnubilado sólo por lo que ve y toca y el otro consecuente con la estructura del entramado. 1. "Un nefasto villano llamado Abraham Lincoln asesinó a un digno ciudadano que llevaba el nombre de John Wilker Booth, la luz eléctrica inventó a Edisson, los ejércitos belgas invadieron a la pequeña y pacifica Alemania en 1941, el vapor "Titanic" echó a pique a un témpano que se le vino encima y Hitler apaciguó a Chamberlain en Munich. Invertir los hechos en esta forma puede resultar gracioso, si no monstruoso; pero no tan monstruoso como la leyenda asiduamente propagada por los que se complacen en enlodar la figura de Roosevelt diciendo que él, y no los japoneses, han hundido la flota norteamericana en Pearl Harbor" (8). 2. "La falta de un acto abierto de agresión privaba al presidente del arma que necesitaba: la oportunidad de dramatizar una situación, de interpretar un acontecimiento. Le era imprescindible tener una oportunidad semejante para dos cosas: despertar los instintos del pueblo y, más aún, galvanizar al Congreso" (9). La historiografía revisionista (opuesta a la oficialista y/o convencional) sobre los hechos que llevaron a Pearl Harbor hizo su aparición al poco de finalizada la guerra. El ataque fue iniciado por Charles A. Beard con su President Roosevelt and the Coming of de War, 1941 (1948), quien, con la destreza de un jurista y la técnica de un maestro en historia, hacía constar que el líder americano se había extralimitado en sus poderes constitucionales y evadido de sus compromisos políticos con el propósito de meter a Estados Unidos en la guerra. El tema fue repetido y ampliado por varios historiadores, incluido el almirante Kimmel, el destituido y juzgado jefe de la base atacada y de la flota hundida. La tesis, sintetizada, podría resumirse así: Roosevelt favoreció el ataque japonés mediante presiones diplomáticas y económicas, no comunicó informes importantísimos a los comandantes de Pearl Harbor y mantuvo deliberadamente la flota del Pacífico en esa base, en espera de que fuese atacada, para, de ese modo, llevar al pueblo norteamericano a la guerra, unido en torno a su administración (10). Como ya vimos, el ejecutivo americano quería la guerra, pero sin siquiera intuir tal divina sorpresa. El problema, confesado por el propio presidente quince días antes, era cómo presionar a los japoneses para que disparasen el primer tiro y evitar al tiempo daños excesivos, lo cual, en palabras de un gran -y comedido- historiador diplomático, señala a Washington como inductor de la decisión tomada por Tokio de golpear, aunque no pueda "concluirse de esto que Estados Unidos más bien que Japón fuera la parte más responsable del estallido de la guerra" (11). USA fue por lana y salió más trasquilado de lo que esperaba. USA indujo a la potencia japonesa al ataque en la fundada creencia de que éste sólo podía realizarse por donde ellos habían previsto, pero los japoneses se las ingeniaron para forzar la entrada por Pearl Harbor. No es que en esta operación hubiera algo de heterodoxo, sino que técnicamente se tenía por un prodigio rayando en lo imposible y fuera del alcance de las posibilidades japonesas.
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En este epígrafe puede englobarse a aquellas mujeres que mostraron comportamientos contrarios a las leyes (ladronas) y a las buenas costumbres: prostitutas, alcahuetas, hechiceras y brujas. Las ladronas carecen hasta el día de hoy un estudio detallado, pero hay indicios que apuntan a que el hurto por parte de mujeres era de pequeña consideración; posiblemente esa sea la causa de que no encontremos información sobre ladronas. No hay rastro tampoco de féminas que formasen parte de bandas de salteadores de caminos, como no fuese para darles cobijo tras el asalto, escondiéndolos de las autoridades. Hay algunos casos de mujeres pícaras, que en connivencia con otras/os, timaban a los desprevenidos; y por supuesto aquellas que aprovechaban su situación de amas de llaves, dueñas o sirvientas, para sisar comestibles de las despensas de sus amos, especialmente si éstos eran de edad avanzada y buena posición económica. Gráfico Aún así no estaríamos ante casos de verdadera marginación; para ello esas ladronas de poca monta tendrían que hacer del latrocinio un modus vivendi, como en efecto ocurrió con muchos hombres en la misma época. En cambio estas mujeres utilizaban precisamente su posición en la sociedad establecida para robar sin ser advertidas. En cuanto a las prostitutas, Sanger tiene ya un estudio muy antiguo (1895) que recoge su preocupación por conocer cómo surgió este fenómeno denigratorio para la mujer, y qué efectos tuvo en la sociedad. Es un análisis pionero y por ello algo ingenuo y carente de cierto tipo de fuentes, pero es un inicio. En la Edad Moderna se mantuvo el debate, abierto en la Edad Media, sobre su situación. Algunas voces, teniendo como respaldo a reputados moralistas, deseaban mantener controlada una actividad que, sospechaban, jamás podría ser erradicada. Por lo general esos autores o gobernantes tenían en mente el problema de los grandes núcleos de población. Otros, residentes en ciudades más pequeñas y manejables, postulaban la aplicación de castigos ejemplares a las mujeres públicas y su reclusión en cárceles de mujeres, que comenzaron a proliferar desde mediados del siglo XVI. Un estudio describe con detalle la disputa, las posturas encontradas y las malas costumbres que imperaban a este respecto en la Edad Moderna. (123) Es necesario tener en cuenta el caso americano, que suele relegarse al olvido: los españoles que arribaban a América en busca de una vida mejor, con frecuencia entablaban relaciones con mujeres autóctonas, nativas, a las que mantenían en sus casas como barraganas o mancebas, con independencia de si ellos estaban casados o no. El comportamiento masculino indica, en este caso, la situación de indefensión de la mujer en territorios americanos. No se quiere decir con ello que todas las prostitutas o "arrimadas" lo fuesen siempre a causa de la violencia masculina: estamos ante un caso en que resulta difícil dilucidar la voluntariedad. Hubo prostitutas que cayeron en ese comportamiento por necesidad, otras por costumbre, otras por vicio. Algunas, es de suponer, por miedo. En los regimientos o ayuntamientos que consideraron inevitable su existencia, se las recluyó en un barrio concreto de la ciudad, con un solo acceso vigilado y sujetas a un control sanitario frecuente, mientras se buscaba el modo de reinsertarlas en la sociedad. No fueron muchas las ciudades peninsulares que se avinieron a esta solución. En la mayor parte del territorio de la Monarquía Hispánica, las prostitutas eran invitadas a abandonar sus prácticas, so pena de destierro e incluso azotes. Las más recalcitrantes eran conducidas a la citada prisión de mujeres o Casa de Galera, institución con objetivo correccional: se las recluía en régimen de aprendizaje de algún trabajo manual u oficio honesto como las labores de la casa o la costura, para que pudiesen ganarse la vida sin necesidad de recurrir a la prostitución. No todas aceptaron esa situación, y escapaban de la Galera a la menor ocasión. El mayor enemigo de la prostituta era la mujer casada, que se sentía burlada y ofendida por ella, máxime cuando el comportamiento inmoral de su marido era público y notorio. Sin embargo se conocen casos de damas casadas que, no sin esfuerzo, acogieron en sus familias a los hijos ilegítimos de sus maridos, habidos por lo general con prostitutas del lugar. El caso de las alcahuetas fue igualmente espinoso. Existe un fondo procesal muy amplio, puesto que este delito se penaba no con el ingreso en la Galera, sino con penas mayores como azotes, destierro y castigos monetarios de importancia. Si bien existe en España un estereotipo facilitado por la obra de Fernando de Rojas La Celestina, no se corresponde con la realidad descrita en las fuentes documentales. En realidad las alcahuetas eran maduras o bastante jóvenes (algunas eran al mismo tiempo prostitutas), pocas veces ancianas, y se relacionaban con lo mejor de la sociedad por diferentes motivos. Algunas comenzaron a gestionar enlaces matrimoniales pero cayeron en el negocio, más sencillo, de facilitar la práctica de la prostitución. Existe por ejemplo la figura de la sirvienta que, ya afincada en la ciudad, animaba a doncellas pobres de su pueblo o aldea de origen para que siguiesen su ejemplo y viajasen a la urbe para trabajar como criadas. Lo que éstas no sabían es que su destino era muy otro: una vez en territorio desconocido, la supuesta sirvienta (en realidad alcahueta) las entregaba a hombres adinerados, por lo general maduros, que las convertían en sus mancebas por la fuerza o a cambio de dinero. Ciertamente algunas hacían de intermediarias entre jóvenes cuyas relaciones no eran aprobadas por las respectivas familias, pero no son las que más frecuentemente describen las fuentes. En esos casos las muchachas solían recurrir a sus propias criadas, con las que tenían mayor confianza. Tampoco la documentación las asocia a la producción de pócimas o bebedizos; estas habilidades se atribuyen más bien a las mujeres tenidas por brujas o hechiceras. El delito de hechicería fue muy perseguido en Europa, fruto en gran medida de la ignorancia y la mezcla de superstición, religión y cultos paganos anteriores al cristianismo. Se trata de un tema que puede, en algunos casos, relacionarse con prácticas médicas, puesto que las tales brujas solían ser personas muy familiarizadas con las propiedades curativas, alucinógenas, o de otro tipo, de las plantas y de las sustancias que podían obtenerse de ellas. Otro tema, más propio de la teología, es el de los cultos demoníacos. Al hallarse la documentación mezclada y ser los testimonios tan similares y a veces, tan poco fiables, es un tema muy poco trabajado por los historiadores españoles. Entre los hispanistas extranjeros destaca Gustav Henningsen, de origen danés, que ha estudiado el tema en profundidad llegando a la conclusión de que los procesos por brujería en la Monarquía Hispánica son realmente escasos. La Etnografía y la Etnología, así como la Antropología se han preocupado más por estas prácticas. Hay también una corriente de investigación que saca a relucir a la Inquisición y su intervención en algunos procesos por hechicería muy conocidos, pero cabría recordar que la brujería caía en el ámbito de la jurisdicción eclesiástica ordinaria, es decir, era competencia de los obispos. Las denuncias existentes ante el Santo Oficio casi en todos los casos fueron interpuestas por familiares o vecinos de las supuestas brujas, pero en la mayoría de causas los prolegómenos (interrogatorios sobre todo) indicaban ya a los jueces que estaban ante mujeres con conocimientos inusuales de herboristería, y con severas recomendaciones se las ponía en libertad. En muy contadas ocasiones se sospechó de prácticas heterodoxas. Al salir libres, sin embargo, comenzaba o continuaba el hostigamiento social de estas mujeres: a la sospecha de brujería por la que habían sido denunciadas, se unía la realidad de haber pasado, siquiera en sus tramos iniciales, por un proceso inquisitorial. El haber sido reo del tribunal del Santo Oficio suponía en esta época un baldón social que apenas podía superarse, por muy inocente que se hubiese declarado al presunto delincuente. Con respecto a la Casa de Galera, en primer lugar debe recordarse que en la Edad Moderna las mujeres compartían las cárceles con los hombres y no recibían un trato diferente. Esto comenzó a cambiar a mediados del siglo XVI, con el surgimiento de las llamadas Casas de Galera, es decir, centros de reclusión exclusivamente para mujeres en los que no se practicaba el castigo corporal, se intentaba proporcionar alimentos y vestido a las internas, y como objetivo último y prioritario, se las preparaba para desempeñar un oficio honrado con el que pudiesen sacar adelante a sus familias o a ellas mismas. Es interesante el estudio Cárceles y mujeres en el siglo XVII, de Magdalena de San Jerónimo, Teresa Valle de la Cerda e Isabel Barbeito, del Instituto de la Mujer, en que se hace referencia a la Galera de Madrid. De hecho hay una importante línea de investigación relacionada con este tema aunque no centrada directamente en él: es el análisis de esas casas, llamadas también casas de recogidas, o recogimientos, que se extendieron por la Monarquía Hispánica, América incluida. Los investigadores intentan establecer cuál fue su régimen y qué grado de éxito tuvieron, aunque de momento son más abundantes los someros análisis de sus fundaciones, forma de sostenimiento (casi siempre a través de la beneficencia: cofradías, fundaciones, obras pías, etc.) y tipo de delitos cometidos por las mujeres allí ingresadas.
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Antes de 1941, el plan japonés en caso de guerra contra Estados Unidos consistía en emplear su flota principal en el sur del Pacífico al tiempo que lanzaba un ataque contra las Filipinas, evitando que su guarnición pudiera ser ayudada por la metrópoli. Con este plan rebosante de lógica también contaban los americanos. Pero a principios de enero de 1941, el almirante Isoruku Yamamoto, "uno de los pocos genios que la Segunda Guerra Mundial produjo" (5), cambió el escenario. Había estudiado en Harvard y luego fue agregado naval en Washington y conocía la tremenda potencialidad y tesón yankis. Dos días antes de estallar la guerra por Danzig fue nombrado comandante en jefe de la Flota Imperial japonesa. El hombre más opuesto a una guerra contra USA acabaría recibiendo el encargo de planearla. En aquel mes advirtió públicamente a los líderes de una de las sociedades patrióticas supernacionalistas que esta guerra se convertiría en una lucha a muerte, con todas las desventajas contra Japón: "Rotas las hostilidades -dijo- no sería bastante para nosotros tomar Guam y las Filipinas o incluso Hawai y San Francisco. Tendríamos que marchar sobre Washington y firmar un tratado en la Casa Blanca. Me pregunto si nuestros políticos que hablan tan ligeramente de una guerra japonesa-americana tienen confianza en el resultado y están preparados para hacer los sacrificios necesarios" (6). Y mientras Yamamoto maduraba sus propios planes, los "superpatriotas" le tildaban de traidor y se dedicaban a asesinar generales, almirantes y ministros que pudieran parecerles vacilantes. Yamamoto no quería luchar con el flanco expuesto contra una flota enemiga intacta aunque estuviera a miles de millas de distancia. Había que destruirla de antemano y luego tratar de alcanzar los objetivos fijados en un año a lo sumo. No se trataba de derrotar a los Estados Unidos, sino de mantenerlos a distancia gracias al amplio frente marítimo, al tiempo que muy probablemente se les abriría otro frente oceánico contra los germanos e italianos. Aunque Japón necesitaba fundamentalmente las materias primas de las Indias Orientales holandesas, no podía arriesgarse a un ataque contra ellos y, subsidiariamente contra las posesiones británicas, dejando intactas a su retaguardia las Filipinas controladas por los americanos, que además dispondrían de toda su flota. Por toda esta argumentación se pensó en el insólito ejercicio que llevaría a Pearl Harbor, mientras los convoyes de tropas estarían ya visiblemente navegando hacia el sudoeste del Pacífico. Conseguidos los planes, con un perímetro defensivo de 4.000 millas náuticas (las distancias se expresan en millas naúticas. 1 m. n. = 1.852 metros) de largo y 2.000 de ancho, con abundancia de materias primas y unas buenas fortificaciones en profundidad, un intento reconquistador americano sería en todo caso problemático y muy lento, aunque los hechos se encargarán de demostrar a los japoneses su error. En efecto, los japoneses tuvieron fallos; pero el peor fue creer que América preferiría una guerra corta a una pérdida de prestigio, cuando la realidad era que antes se arriesgaría su existencia en una guerra larga que perder dicho prestigio retirándose de China (7).
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Los estudios sobre enfermedad y muerte de mujeres de la realeza y de la alta aristocracia están cada día más extendidos. Sobre las primeras, se ha investigado el ceremonial o ritual asociado a la enfermedad, muerte y exequias. Se conoce menos estos mismos procesos -denominados ritos de paso- aplicados a la aristocracia hispana. Gráfico La Casa Real contaba con unas normas escritas de etiqueta, tratamiento, cortesías y protocolo. Existía algo equivalente por lo que respecta a los grandes títulos. Por ejemplo, como señala Ignacio Atienza, "Noticias relativas al régimen que se observaba en la Casa de Medinaceli, así en su gobierno diario como en las ceremonias d bautizos, entierras y otros extraordinarios; gastos de dependencia, recetas para el chocolate... Año 1777 /Archivo Ducal de Medinaceli. Archivo Histórico. Leg. 105-48) Este libro reglamentista y ordenancista regulaba no sólo las actividades internas, domésticas, sino también las externas, las relaciones con domésticos y empleados, pero igualmente las ceremonias y ritos de sus hombres y mujeres, entre las cuales tenían un importante protagonismo los relacionados con los ciclos vitales, ritos de paso. Existía una importante distinción de edades y rangos, que comenzaba con los señores y señoras de la Casa, y terminaba con los criados de menor posición. La muerte de alguno de los miembros de la familia aristócrata, y especialmente de la señora de la casa, era una puesta en escena. El ceremonial de entierra de la titular de la Casa servía para plubicitar el poder de ésta. Se trataba de un acto disciplinado, medido al milímetro, en el que no se dejaba ningún resquicio a la improvisación y en el que primaba un estricto control de las emociones y de los impulsos, así como del cuerpo y de las formas del lenguaje. Tras la muerte se avisaba del deceso a las instituciones eclesiásticas de patronato de la casa aristócrata, a las que sustentaban y sobre las que ejercían una serie de privilegios, tanto conventos masculinos como femeninos, para que rezaran a Dios por el alma de la señora fallecida, celebrando sufragios y misas que eran de su obligación y que estaban pactadas en sus constituciones. Al mismo tiempo se solicitaba a través del mayordomo de la casa, el envío de religiosos que dijera misas en la pieza donde se colocaba el cuerpo. Los clérigos iban acompañados de toda su comunidad, a fin de cantar los consiguientes responsos. La fallecida, vestida con el hábito expresado en su testamento, se colocaba en un rico ataúd en la mejor y más espaciosa habitación de la Casa, donde, tras solicitar la licencia del ordinario, se celebraban la misas. Además de los religiosos que asistieron a la difunta en sus últimos momentos, y junto a su camarera y damas que se cubrían la cabeza en señal de respeto y dolor, allí acudía también el estamento militar, representado en un determinado número de alabarderos que rendían pleitesía al cuerpo presente. Todos aquellos personajes, junto a las hachas y velas, rezos, responsos, misas y limosnas servían para dar pública constancia de la importancia de la difunta. Su pertenencia a la cúspide social generaba una serie de deberes y obligaciones, en ambas direcciones, entre su Casa y su enorme y tupida red social que expresaba lo que antropólogos y sociólogos han denominado capital simbólico y herencia inmaterial. Se trataba de dar constancia y manifestación del poder del linaje al que ser representa, transmitido a través de las actividades perfectamente tipificadas y donde nada se dejaba a la improvisación. El traslado del ataúd a la iglesia se hacía asimismo con una gran parafernalia, donde todo estaba también reglamentado. Allí se ejecutaba el oficio con misa de cuerpo presente, con cantos, rezos y luces. Un escribano otorgaba documento de la entrega del cuerpo, documento que pasaba a ser incorporado al Archivo de la Casa, guardián de la memoria de la historia de la familia. Unas llaves del ataúd quedaban en poder del pariente que depositaba el cuerpo y otras del prelado que lo recibía. En los días inmediatamente posteriores se celebrara el Novenario de misas, al cual se invitaba a las familias, parientes y criados mayores. El Novenario se rodeaba de algunos símbolos de prestigio. Con todo ello se mostraba el estatus, pero esta puesta en escena tenía sus costes. Además de los gastos de las innumerables misas, de los músicos, comidas, asistencia de militares, etc.
obra
Goya ya se había interesado por la técnica litográfica en Madrid, acudiendo con frecuencia al taller de José María Cardano. En Burdeos volvió a tomar interés por la litografía, ahora junto a monsieur Gaulon, quien enseñó al anciano maestro todas las posibilidades de esta nueva técnica. Al no disponer Goya de una buena situación económica - sólo recibía su sueldo como Primer Pintor de Cámara - decidió ponerse manos a la obra y realizar una serie de estampas sobre el mundo del toreo para venderlas a un precio económico en París. La impresión de 100 copias tuvo lugar entre noviembre y diciembre de 1825, denominándose la serie los Toros de Burdeos. Matheron recoge un testimonio de Antonio de Brugada - pintor de marinas y buen amigo de Goya - bastante interesante relacionado con esta serie: " Para ejecutar sus composiciones litográficas, se valía del caballete donde colocaba la piedra como si fuera un lienzo, manejando los lápices, igual que los pinceles, sin cortarlos nunca, y permanecía de pie, retirándose ó acercándose a cada minuto para juzgar los defectos. Era su sistema cubrir primero la piedra con una tinta gris uniforme, y sacar enseguida con el raspador las partes que debían tener luz; aquí una cabeza ó una figura, allá un caballo ó toro; empleando después el lápiz para reforzar y vigorizar las sombras ó para indicar las figuras y darles movimiento ... Quizás cause risa el saber que Goya trabajaba todas sus litografías con cristales de aumento; pero esto no lo hacía para darles una conclusión más esmerada, sino porque iba perdiendo la vista".La primera escena de la serie tiene como protagonista a Mariano Ceballos, torero de rasgos indios procedente de México, que montado en un toro se dispone a banderillear a otro animal. A su alrededor se colocan numerosas figuras y al fondo encontramos las tablas de la barrera y las primeras filas de la plaza, repletas de público para contemplar el espectáculo. Goya demuestra su exquisito dibujo a pesar de la delicada situación de su vista. La difícil sensación de atmósfera ha sido perfectamente captada por el maestro, creando un efecto espectacular.
obra
Martincho ha sido identificado como Antonio Ebassum, que toreó en Zaragoza entre 1759 y 1764 por lo que pudo ser conocido por Goya. Su toreo era fantástico e inventivo como también pone de manifiesto el pintor en todas las estampas que le dedica en la serie: Martincho volcando un toro o Temeridad de Martincho en Zaragoza.
contexto
El rey de Egipto es el representante del dios Horus en la tierra y el enlace entre los dioses y los hombres. Posiblemente en épocas remotas, antes de la unificación, cuando el rey se hacía viejo, era considerado inútil porque había perdido la fuerza vital que le permitía mantener el orden cósmico y social y, por ello, debía ser eliminado incluso mediante una muerte violenta. Pero en época histórica, esta eliminación se había sustituido por una fiesta ritual llamada sed en la cual se renovaban las capacidades del faraón mediante una serie de ritos oscuros que se celebraban en capillas especiales. Esta teoría dual de la monarquía, al gobernar el Alto y el Bajo Egipto, se reflejaba en la representación del monarca con dos coronas: la corona blanca del sur y la corona roja del norte. En la práctica, la dualidad queda de manifiesto en las dos sedes de la administración del Estado, la casa blanca del sur y la casa roja del norte, cuyo nexo era la persona del rey.