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También aquí existían claros antecedentes diplomáticos, iniciados con la intervención francesa en el conflicto ruso-turco de 1722. Aunque las discrepancias se debieron a las pretensiones expansionistas de Pedro I, los embajadores franceses consiguieron acuerdos por los que pasaba a Rusia la parte oriental del Cáucaso, mientras que los turcos permanecían en las regiones del Oeste. Era un buen arreglo para la Sublime Puerta porque, enfrascados con los persas, habían desatendido el frente austriaco durante la guerra polaca y las múltiples intrigas y habilidades de Villeneuve y el conde de Bonneval no habían desencadenado las hostilidades. Sin embargo, en 1736, la zarina decidió la reconquista de Azov y ordenó la devastación de Crimea. Para tales iniciativas se basó en el consenso austro-ruso de 1726, pero Carlos VI, comprometido en Polonia y con problemas económicos, contestó con evasivas y alegó que el tratado era defensivo y no se contemplaba ayuda militar para casos semejantes. El motivo de esa reacción estaba en el temor al expansionismo ruso en el este europeo y a los proyectos zaristas sobre los ducados rumanos. A pesar de todo, y por consejo de la cancillería vienesa, el emperador ofreció su mediación, aunque, finalmente, se vio forzado a una alianza militar con Austria, Rusia, Polonia y Venecia en 1737. Si bien, para no verse mezclado en la guerra, Carlos VI convocó el controvertido Congreso de Niemiroz, infructuoso por los enfrentamientos austro-rusos en relación con un posible reparto del Imperio otomano y la ampliación fronteriza rusa hasta el Danubio. A la delicada situación se unieron las intrigas francesas en Hungría con el fin de provocar otra vez insurrecciones que obligaran a drásticas modificaciones, pero la muerte del candidato transilvano acabó con el peligro para los Habsburgo. Con todo, los sucesos se precipitaron y los turcos, tras la victoria de Krotzka, en el verano de 1739, sitiaron Belgrado y los ejércitos zaristas entraron en Moldavia, con el consiguiente temor vienés. La disputa en los Balcanes parecía que iba a convertirse en una pugna entre antiguos coaligados, cuando el embajador francés Villeneuve, por propia iniciativa de su cancillería, abrió negociaciones en el campo turco y logró la firma del Tratado de Belgrado en los siguientes términos: - Austria renunciaba a Belgrado, el norte de Serbia, Valaquia y el banato de Temesvar, volviéndose a la situación anterior al Tratado de Passarowitz, salvo por ciertas rectificaciones fronterizas. - Los turcos únicamente perdieron algunas zonas al norte del mar Negro. - Los rusos conservaron Azov y monopolizaron el comercio por el mar Negro. Como resulta lógico, las cortes austríaca y rusa se negaron, en principio, a la aceptación del tratado, pero Fleury presionó para su confirmación y al final se impuso a la anulación. Carlos VI recibía, así, un nuevo golpe tras el fracaso expansionista por los Balcanes de 1738 y la victoria de los turcos, que, de estar amenazados por la repartición planificada por otras potencias, pasaron a tener las mismas fronteras que en 1699, antes de los reveses de principios del Setecientos. El éxito diplomático de Villeneuve colocó a Francia en una posición privilegiada en los foros internacionales frente a Gran Bretaña, evidente en la renovación en mayo de 1740 de las Capitulaciones con los turcos, deseadas desde hacía más de veinte años, que, aunque corroboraban las ventajas tradicionales, también contemplaban mejoras fiscales y comerciales y otorgaban a Francia el título de nación más favorecida en los asuntos sobre los católicos en el Imperio otomano. Versalles continuaba siendo el árbitro de Europa, aunque, paulatinamente, Rusia aumentaba su influencia y prestigio.
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La conferencia austro-rusa de Kherson significó la reapertura de las aspiraciones en el Este. Sólo consistió en un intercambio de opiniones entre los soberanos, por la rápida partida de José II para atender las revueltas en los Países Bajos, pero las intrigas diplomáticas prusianas y británicas imputaron a los turcos, ante el temor de una agresión conjunta, al encarcelamiento del embajador ruso como primera medida para que finalizase la tutela zarista sobre el kan de Georgia, vasallo del sultán. La guerra aparecía de nuevo en la zona oriental y las cancillerías se dispusieron a intervenir en defensa de sus intereses. Tras la muerte de Vergennes en 1787, Francia perdía un excelente diplomático que no encontró un adecuado sustituto en el conde de Motmorin, muy condicionado por los compromisos adquiridos con Rusia mediante el tratado comercial de ese mismo año, en sustitución del firmado en 1717. Gestionado por el conde de Ségur, perteneciente al equipo de Vergennes, se concedían a los franceses importantes privilegios en el Báltico y en el mar Negro. Relegada Francia a un puesto de segundo orden, Gran Bretaña se convertía en la garante del equilibrio europeo, hecho que despertó el malestar en los foros internacionales y posibilitó los planes de una frustrada cuádruple alianza en contra de Gran Bretaña y Prusia, animada por Francia y compuesta, además, por España, Rusia y Austria. La pérdida de prestigio francés conllevó que desde San Petersburgo se manejasen las intrigas europeas y obligaron a Luis XVI a la renuncia de las promesas militares a los otomanos, con la consiguiente ruptura de relaciones diplomáticas. Sintiéndose amenazada, Prusia manifestó su enemistad a Rusia y Austria con sus planes de reorganización de Europa oriental, consistentes en la conquista de Thorn y Dantzig, la entrega de Galitzia a Polonia, de Moldavia y Valaquia a Austria, de las costas del mar Negro a Rusia y de Viborg y Finlandia a Suecia. También este proyecto fracasó por la falta de respaldo británico, resentido por los cambios de alianzas de Federico Guillermo II, y la oposición de Viena y San Petersburgo a cualquier reparto polaco en favor de Berlín, porque Prusia, Gran Bretaña y Holanda vedaban la división de los territorios turcos. Postura que perjudicó, especialmente, los contactos ruso-británicos, aunque Londres comprendió que debía tener mayor determinación si quería dominar los acontecimientos europeos; así inició un acercamiento a Rusia por motivos diplomáticos y comerciales, ahora bajo la órbita de influencia francesa, pero no fue posible la superación de las discrepancias. Favorable en un principio a los turcos, la guerra contó con victorias y derrotas en ambos bandos y al igual que en otras ocasiones supuso la excusa para la intervención de las potencias ajenas al conflicto. Federico Guillermo II se alió con Turquía y Polonia en 1790, con promesas de aportaciones militares. También Leopoldo II comprendió pronto la grave posición de los Habsburgo por la presión prusiana en el Imperio otomano y en los Países Bajos. Para atajar mayores perjuicios, Viena convocó la Convención de Reichenbach en julio de 1790, donde Berlín defendió sus planes de reorganización de Europa oriental y sólo desistió por la coacción de turcos, británicos y polacos. Las conversaciones concluyeron inesperadamente con la firma de un acuerdo para el mantenimiento de la situación, con lo que Leopoldo II evitaba la lucha en Bohemia y Galitzia, conseguía la abstención prusiana en Hungría y los Países Bajos y concluía la pugna con los turcos, a cambio de la devolución de todas las conquistas, por medio de la firma de la Paz de Sistova, con la mediación de Gran Bretaña, Prusia y Holanda. No obstante, Europa vivía momentos de intranquilidad por las insatisfechas ambiciones de las principales potencias: Londres hubiera deseado unos acuerdos más contundentes que resaltasen su papel de árbitro en los asuntos internacionales y no descartaba otras iniciativas diplomáticas; Berlín persistía en su política expansionista; Viena, abrumada por la crisis financiera, buscaba desesperadamente ventajas comerciales en el Báltico y en el Mediterráneo, ya que no podía entrar en los circuitos ultramarinos. Mucho más reticente, Catalina II cedió ante la presión internacional y firmó el Tratado de Iassi en enero de 1790. La guerra sólo había reportado la posesión de una pequeña franja, entre el Burg y el Dniester, que carecía de importancia estratégica, aunque supusiese un logro simbólico en los proyectos expansionistas rusos.
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Volviendo a planteamientos estilísticos, el estilo 1200 es el punto de partida indudable en lo que se refiere al campo de la pintura y de la miniatura góticas. Inglaterra, en particular, tiene un notable protagonismo porque las realizaciones centradas en las escuelas de Canterbury y Winchester, son de excelente calidad. Se trata de scriptoria religiosos, de los que surgen códices como la magnífica "Biblia Winchester", en varios volúmenes, o el Salterio inglés-catalán de la escuela de Canterbury (ahora en la Biblioteca Nacional de París). De acusado bizantinismo, los maestros vinculados a estos centros también cultivaron la pintura mural, aunque sólo contamos con testimonios muy aislados para confirmarlo. Lo son tanto las pinturas de Winchester como el conjunto que decoró la sala capitular del monasterio de Sigena, ahora en el Museo de Arte de Cataluña, este último realización del maestro de la denominada "Hoja Morgan" (Biblioteca Pierpont Morgan de Nueva York), vinculado directamente a Winchester, pues el folio está emparentado con la Biblia de este centro.Estas escuelas insulares influyeron muy directamente en Francia. El "Salterio de la reina Ineburge" (Museo Condé, Chantilly), obra de dos maestros diferentes, se supone iluminado en el Norte, pero por artífices que conocían lo inglés. Las pinturas murales de Petit-Quevilly recuerdan, por su parte, el estilo de la "Biblia Lambeth" (Lambeth Palace Library, Londres).A pesar de estos vínculos que acercan claramente Inglaterra y Francia en los años próximos a 1200, lo que ha permitido hablar de un "Channel style", es recomendable seguir las experiencias de uno y otro lugar separadamente. En este proceso ocupa un puesto importante el "Apocalipsis" conservado en el Trinity College de Cambridge, pero procedente del scriptorium de la abadía de Saint Alban's, donde debió iluminarse hacia 1255-1260. Se trata de un códice que en lo artístico anuncia lo que será la escuela de corte de Westminster, y por su texto responde a un fenómeno que se da en el ámbito insular durante el siglo XIII, sin precedentes conocidos en Inglaterra. En ninguna otra parte se copian e ilustran tantos Apocalipsis como allí entonces. En relación a ellos se ha supuesto que su éxito podría deberse a la recepción de ciertas teorías del italiano Joaquín de Fiore.
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A finales del siglo XIX los investigadores españoles usaban una etiqueta que describía bien las características de lo que hoy llamamos arquitectura paleoislámica, pues ellos la llamaban árabe-bizantina, asociando en un solo concepto la expresión literaria de aquella cultura y los rasgos más característicos de su apariencia, como fueron los órdenes clásicos y la decoración, especialmente la de mosaico, que, como sabemos, fue diseñada y fabricada por artistas bizantinos contratados para la ocasión; hoy, al olvidar esta terminología, reforzamos la idea de que lo árabe fue apenas un timbre de falsa cercanía a los orígenes geográficos del Islam y a la aristocracia dominante, y que lo bizantino fue sólo uno de los ingredientes. Preferimos el término paleoislámico para explicar que aquello fue, sobre unos innegables mecanismos parasitarios, lo bastante original como para olvidarnos, incluso, de tanta referencia a ecos de romanidad tardía o la tópica metáfora de que estamos en presencia del último edificio romano... aunque construido para musulmanes. La impresión de romanidad, los ecos bizantinos e incluso lo árabe se disipan, por simbiosis primero y fusión después, al entrar en ese pórtico que llamamos capilla de Villaviciosa. Vamos a detenernos por un instante y observemos, auxiliados por la fe de quienes creen en los planos, que esta ampliación es, más que una prolongación de la misma profundidad de la aljama del siglo VIII, una nueva mezquita, de las que las fases anteriores y posterior son sólo como unas extensiones simplificadas; visto de otra manera es como si a la Sala de Oración se le hubiese añadido una gran maqsura, de un lujo y unas dimensiones colosales. Por lo pronto su planta ya no es una simple yuxtaposición de naves, sino que destaca una ordenación, en forma de letra T, de la que esta antigua capilla ocupa el punto más bajo del trazo vertical, mientras la auténtica maqsura se desarrolla en el más alto y los brazos del corto. A esta novedad esencial se unen algunas otras variaciones, todas ellas meditadas y sutiles; así alternan al tresbolillo los fustes de mármol rosado con los verdosos. Como el nuevo mihrab fue muy profundo, el muro de la qibla pudo duplicarse, y así hubo sitio para alojar el tesoro, el alminbar e incluso dar forma definitiva al sabat, como veremos. En esta capilla podemos admirar la primera de las cúpulas califales; fíjate que los arcos que la sustentan, además de una intensa decoración general, son de un tipo nuevo, al menos dos de ellos, pues de los otros, el que hemos pasado y el que queda a nuestra derecha, ya hablaremos. Para empezar observa que cada tramo lo forman tres columnas, algo más juntas que hasta el presente, y cuyos pilares superiores, ya conocidos en la primera aljama, ostentan ahora columnillas auxiliares, sobre las que montan los consabidos arcos altos, que apenas si se identifican, pues las que antes eran sencillas herraduras de entibo, ahora se han transformado en arcos lobulados, que más arriba, sobre la cornisa general que enlaza los capiteles de las columnillas, dan soporte a otros, que se cruzan con los altos obedeciendo las que los especialistas llaman leyes del lazo, y todos juntos dan arriostramiento a un gran arco lobulado que tiene toda la luz de la nave central. Aún más arriba existe una cornisa general que marca el rectángulo sobre el que monta la cúpula, sostenida por ocho nervios, paralelos dos a dos, que nacen limpiamente de la cornisa y, como si los hubiese diseñado un profesor de Geometría Descriptiva en la pantalla de su ordenador, se cruzan con absoluta precisión en cuatro puntos precisos. Los espacios resultantes se cierran con formas variadas, desde la cupulilla central, que es gallonada y arranca sobre un octógono fabricado sobre cuatro triángulos rinconeros, hasta otras cupulitas de nervios paralelos, lobulados o lisos, algunas gallonadas de planta triangular y desarrollo inclinado, diversas estrelladas, etc. Te señalo dos cuestiones más, como son las dieciséis ventanas que se abren, sin mucha eficacia, entre los arranques de los nervios principales, y la prolija decoración llamada de atauriques, que son unas flores, frutos, hojas y ramas, muy menudos y esquemáticos, labrados en dos planos esenciales, y que respetan simetrías planas y una rigurosa alternancia a la hora de entrecruzarse, según las leyes del lazo. Con esto no agoto la descripción, pues seguramente en las fotografías y en tu memoria guardarás cantidad de detalles de la mayor sutileza y lógica constructiva y compositiva, resultados de un proceso de diseño que se mantiene en el más completo misterio. Si para la cuestión del acueducto podemos aducir precedentes, más o menos creíbles, para lo que estamos viendo ahora, y lo que nos falta por admirar en la maqsura, que entrevemos allí al fondo, no hay más que atisbos, mal aducidos y peor documentados, que han llevado a Marianne Barrucand a dudar, con toda razón, de todas las posibilidades que se les han ocurrido a los investigadores, para concluir: En todo caso, el maestro constructor de Al-Hakam II desarrolló una actividad extremadamente creativa, y en este sentido de igual calidad a los primeros arquitectos de finales del siglo XII. Esta cita me recuerda que, a riesgo de aburrirte, debo hacer un paréntesis en el recorrido para recitar un cierto intermedio histórico. El proceso de esta obra comenzó inmediatamente tras la muerte del primer califa omeya de Córdoba, el tercer Abd al-Rahman de la dinastía, apodado al-Nasir, pues su hijo Al-Hakam decidió inmediatamente la nueva ampliación de la Sala, de modo que el 20 de julio del año 962 comenzaron los trabajos. Tres años después concluyó la decoración marmórea del nuevo mihrab; probablemente comenzaron en este momento los mosaicos, para lo que fueron llamados artesanos de Bizancio. Al año siguiente, al concluir la carpintería de la nueva maqsura, se situó en ella el alminbar, inaugurándose solemnemente la ampliación, cuyas obras complementarias continuaron con una acometida de agua para los aljibes del patio, y sólo en 971 se pudo dar por concluida la obra, cuando se terminaron los mosaicos de la fachada del mihrab y de la cúpula que le antecede, hacia la que vamos a caminar despacio, por la nueva nave central, en la que podemos admirar el suntuoso artesonado, rememoración del que existió hasta el siglo XVIII, y la decoración de la estructura de los arcos, adornados con pilastrillas de gusto romano. Todo lo que vemos y lo que vamos a ver, salvo las cuatro columnas que sirven de apoyo al marco del mihrab, todo lo que aquí se utilizó fue labrado para la ocasión. Mientras avanzamos advierte el ritmo del color de los fustes, parejo al cambio de los capiteles, pues alternan los corintios con los compuestos, aunque todos ellos sean una simplificación de los romanos, que habían descubierto lo hermosos que eran éstos antes de labrarles las prolijas hojas de acanto y las elaboradas molduras clásicas; en muchos, mira aquel de la izquierda, quedan firmas de los canteros que los labraron y que son dibujos muy simples o letrerillos árabes, pero que, como descubrió Ocaña, pertenecían en su mayoría a cristianos, lo que sugiere que sus autores serían mozárabes de la ciudad, intensamente asimilados por la cultura islámica, que en estos momentos era ya la de más de la mitad de la población andaluza. Tras los brillos apagados de la techumbre, sobre aquella hilera de columnas, los arcos nos filtran una tenue luz entre las dovelas de sus entrecruzamientos, y todo anuncia que nos aproximamos a un lugar privilegiado, ante el cual siempre me pasa lo mismo, y es que me cuesta trabajo concentrarme en el análisis, pues los ojos vagan inquietos reconociendo flores de vidrio dorado, letreros que citan solemnes jaculatorias del Corán, según leía el sabio Ocaña; cenefas como de tiempos de Trajano o la figura precisa de la base de la cúpula gallonada. Tampoco puedo evitar la tentación de acariciar el brillo de un fuste, o una flor de ataurique, mientras el vacío denso del mihrab al que una cadenilla nos prohíbe entrar, atrae la mirada y las preguntas de los turistas, que suponen que este lugar mágico fue el escenario de algún rito maravilloso. Lo más sensato es que deambulemos según los demás turistas nos lo permitan, cuidando de no tropezar, cuando hipnotizados giremos admirando la cúpula; ten en cuenta que hoy es viernes y a esta hora no sería raro encontrarnos con algún señor que, descalzo, humildemente inclinado y con las palmas de las manos vueltas hacia su rostro, deletrea una oración incomprensible para nosotros; admiremos con respeto tanta fidelidad al genius locii, pues su oración, ante Allah, es perfectamente válida.
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Este llamado también Segundo Estilo de la pintura mural pompeyana deriva de las incrustaciones, las pilastras o columnas, las molduras y los ocasionales cuadritos del Primero. Aun conservando los elementos fundamentales de su estructura arquitectónica -el podio, las columnas, el entablamento- la pared acaba por aligerarse e incluso abrirse al exterior. Mucho hay aquí de helenístico, pero de un helenismo romano y campano sin equivalencias en Grecia ni en Oriente. Los aristócratas y los financieros romanos acogen en los murales de sus casas y de sus villas campestres a lo mismo que en la arquitectura más pretenciosa se estaba haciendo (Palestrina, Tívoli, etcétera): patios rodeados de pórticos, con templos redondos, altares, cipos, trípodes. Tal vez los creadores del estilo, tan encomiado por Vitruvio en su manual de arquitectura, se inspirasen en los proyectos y dibujos en perspectiva de los grandes arquitectos y escenógrafos. Sólo así se explica que en vistas de ciudades y paisajes no haya persona que los anime, algo inconcebible en aquella Grecia para la que el hombre era la medida de todo. Entre los temas de la decoración mural sancionados como de buen gusto por Vitruvio (7, 5, 2 y 5, 8, 1) se citan los "scaenarum frontes, trágico more seu cómico seu satyrico" (decorados de escenario, al modo trágico, cómico o satírico). En la recién descubierta Villa de Oplontis, en Torre Anunziata, se ve, en uno de los escenarios de tragedia, una máscara trágica sobre una consola, al lado de un pavo real, en una perspectiva de columnas, arcos, cornisas, todos ellos elementos y distintivos de los palacios reales, regalía como dice Vitruvio. Los de la comedia, explica el tratadista romano, eran casas de vecindad, con ventanas y balcones; los del drama satírico, paisajes campestres, con arboledas, grutas, fuentes y arroyos. Magníficas muestras de los tres tipos de escenario los proporcionó una sala de la Villa de Boscoreales, hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York. En los balcones de las casas del escenario cómico se ven ánforas rotas utilizadas como macetas de plantas. Son los célebres jardinillos de Adonis, señal de que la comedia era una de aquellas que se anunciaban como Adoniazusai (los tales jardinillos motivaron en la Sevilla del siglo III el altercado callejero con que comenzó el martirio de las santas Justa y Rufina, patronas de la ciudad andaluza). También de la Villa de Boscoreale procede el magnífico ejemplo de megalografía que conserva el Museo de Nápoles, género propio de los santuarios y de los palacios reales helenísticos y que ofrece composiciones de grandes frisos de figuras de tamaño natural, o incluso mayor a veces. Las aquí representadas son un príncipe provisto de la sarisa macedónica y del escudo de plata de los Argyráspidas, una hermosa mujer que lo mira fijamente, y un filósofo, todos ellos enmarcados entre los elementos, columnas y frisos del Estilo Arquitectónico. Si el príncipe representado es Pirro del Epiro, el original de esta pintura podría haberse encontrado en su palacio. En el caso de otra megalografía de mediados del siglo I, la Sala de la Iniciación, de la Villa de los Misterios, de Pompeya, podríamos hallarnos ante las copias combinadas de dos originales áticos distintos: una iniciación en que los participantes iban coronados de olivo, y otra en que lo estaban de hiedra; ésta sería la dionisíaca, la que tenía como centro las nupcias de Diónysos y Ariadna. La calidad de la pintura es extraordinaria, pese a algunas incongruencias y fallos, naturales en una copia. Sus colores mezclados con cera sobre enlucido seco parecen recién aplicados. Este procedimiento (encáustica) muy común en Pompeya permite que la pintura se conserve inalterable incluso en el agua.
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La influencia del estilo Partenón se deja sentir con intenso vigor entre los escultores del último tercio del siglo V. Como primera muestra tenemos el precioso relieve de Eleusis, en el que las diosas Démeter y Kore inician al joven Triptólemos en los misterios relacionados con el cultivo del trigo. La delicadeza de los rasgos, por una parte, y el virtuosismo en el tratamiento de los paños, por otra, resumen las aspiraciones típicas del momento, en las que se llega a alcanzar tanta calidad, que se configura un estilo preciosista y pulcro conocido con el nombre de estilo bello. El Atica sigue siendo lugar de concentración de grandes artistas, entre ellos varios discípulos de Fidias, Agorácritos y Alcamenes, que intervienen en el Partenón, y otros como Krésilas y Kallímachos; fuera del Atica el más destacado es un tracio, Paionios de Mende, cuya obra maestra estuvo en Olimpia. Agorácritos era natural de Paros y discípulo predilecto de Fidias, al que siempre tuvo en gran consideración; se identificó con su estilo tan plenamente, que resultaba difícil distinguir obras de uno y otro, causa de la enconada enemistad de Agorácritos y Alcamenes, su condiscípulo y rival. La obra de Agorácritos ha sido reivindicada recientemente por Despinis, pues ya en la Antigüedad estuvo ensombrecida por la leyenda y por la incomprensión de los atenienses, volcados con su compatriota Alcamenes. Para el demos de Rhamnous, cerca de Atenas, hizo Agorácritos la que fue su obra maestra, una estatua magnífica de Némesis muy admirada por un entendido de época romana, como era Varrón. De esta obra y de la estatua de la Madre de los Dioses que hizo para el santuario de Atenas, sólo tenemos noticias por las fuentes, pero la categoría de Agorácritos se puede deducir del influjo de sus creaciones y de su estilo en obras inmediatamente posteriores, como la Démeter de Eleusis. La finura del tratamiento de los paños, bajo los que cobran vigor las formas anatómicas, se caracteriza por la alternancia de pliegues en forma de bandas gruesas y profundas acanaladuras, rasgos a través de los cuales se rastrea la mano de Agorácritos en el Partenón. Alcamenes es el polo opuesto a Agorácritos. Ateniense, discípulo de Fidias y rival del maestro, con una personalidad pujante e independiente. Su producción escultórica es larga y cualificada, puesto que ya es un escultor con prestigio cuando interviene en el Partenón. Se mantiene en activo hasta las décadas finales del siglo. Donde mejor se ve la herencia fidíaca es en el carácter progresista y evolucionado del estilo de Alcamenes, como denota el grupo admirable y conmovedor de Prokne e Itys, original conservado en el Museo de la Acrópolis. El tema reviste grandeza trágica -la madre que va a sacrificar a su hijo- y Alcamenes se pone a su altura para reflejar, sin temor al barroquismo, la intranquilidad del niño y la angustia de la madre, por medio de la torsión violenta del cuerpo infantil y de la agitación del plegado en el vestido de Prokne. Reconocemos en esta obra el ambiente del frontón occidental, que a su vez coincide con el de las Cariátides del Erecteion, relacionadas con el taller de Alcamenes. No hace falta ponderar, por evidente, la gracia y la naturalidad con que en ellas se funden lo tectónico y lo plástico, pero sí hay que resaltar en relación con la estatua de Prokne la corporeidad de las formas anatómicas obtenida a través del peplo, así como el mismo estilo del plegado, en el que destaca el grosor del paño y los finos canales trepanados entre los pliegues. En la Acrópolis de Atenas estuvo también el Hermes Propylaios, del que sólo conocemos la cabeza reproducida por una herma del Museo de Estambul. Las facciones impregnadas de la sobria majestuosidad de época clásica contrastan con el artificio de un peinado pasado de moda, concesión obligada en ciertas formas de representación. Obras atribuidas a Alcamenes son el Zeus de Dresde, el Ares Borghese y la Afrodita de los Jardines. El original de bronce reproducido por el Zeus de Dresde debió de ser una representación imponente de una divinidad ctónica. La atribución a Alcamenes se basa en la novedad que supone la disposición del himation y en los motivos en forma de ojos que se observan en el plegado, similares a los del Apolo del friso este del Partenón. El Ares Borghese ofrece una visión del dios de la guerra llena de dignidad y melancolía, fiel al criterio de dotar de contenido espiritual a la obra, como se había logrado en el Partenón. Por último, la Afrodita de los Jardines fue una obra célebre, que durante un tiempo se quiso identificar con la Afrodita de Fréjus. Hoy se niega la posibilidad de tal relación, pero no se han disipado otras dudas en torno a la creación de Alcamenes. Krésilas, natural de Kydonia (Creta), pasa por ser el primer clasicista y, por tanto, el que abre el cauce de una corriente artística muy expandida desde la baja época clásica. La participación en el certamen de las Amazonas de Efeso junto a Fidias y a Policleto permite colegir la posición que había logrado alcanzar Krésilas, así como su estrecha vinculación a Atenas, confirmada por la estatua de Pericles, que le fue encargada tras la muerte del estratega ateniense en 429. Ambas obras son las únicas seguras que conocemos y las que definen la personalidad artística de este escultor. La Amazona, obra de hacia 430, demuestra la influencia que ejercen sobre Krésilas las escuelas ática y argiva, o si se quiere, la admiración por sus más eximios representantes, Fidias y Policleto. La Amazona se apoya en un pilar y adopta un juego de piernas típicamente policlético, mientras la riqueza y belleza de los motivos del plegado tienen ascendencia ática y fidíaca, además de recoger ya los efectos del estilo bello. La estatua de Pericles erigida en la Acrópolis de Atenas dio gran renombre a Krésilas y aunque sólo nos han llegado copias de la cabeza era de cuerpo entero y hecha en bronce. En ella Pericles estaba representado con los atributos propios del estratega: lanza y casco corintio. Las copias romanas de mármol que reproducen la cabeza muestran un retrato ideal, esto es, un conjunto de rasgos que definen un tipo humano, en este caso, el del hombre maduro en el apogeo de su vida y facultades. Aunque es cuestión susceptible de numerosos matices, el aspecto primordial de esta obra de Krésilas consiste en comprender que en la estatua, y más especialmente en la cabeza, los contemporáneos y la posteridad debían reconocer la obra de Pericles, su "ethos", lo mismo que la estatua de Anacreonte hecha por Fidias representa el carácter de la poesía anacreóntica más que los rasgos individuales del poeta. Ese es el objetivo básico, aunque no único, del retrato de época clásica. A partir del estilo patente en estas dos obras, se han atribuido a Krésilas otras en las que se advierte cómo se decanta por una actitud ecléctica. Así, por ejemplo, en la estatua soberbia de Diómedes, un original de bronce cuya mejor copia se conserva en Nápoles, reproduce el contraposto policlético con la novedad de desplazar hacia fuera la pierna exonerada y de girar la cabeza hacia el flanco abierto de la composición. Las proporciones, no obstante, son más esbeltas que las de las creaciones policléticas, rasgo que unido al modelado de la cabeza denuncia un claro influjo ático. El éxito de esta obra en época imperial romana, como el del Doríforo de Policleto o el del Ares Borghese de Alcamenes está atestiguado por el número de copias. Por una referencia de Pausanias al Dietrephes o guerrero herido por flechas, se ha relacionado con Krésilas el original reproducido por una estatuilla de bronce del Museo de St. Germain, en la que nuevamente se advierte la influencia de Fidias, concretamente de la Amazona. En relación con el círculo de Krésilas se han puesto los respectivos originales de la Atenea de Velletri y de la Medusa Rondanini. La Atenea de Velletri, como dice Blanco, "encierra tanta grandeza como las Ateneas de Fidias". Realmente resultan magníficos los motivos movidos y entrecruzados del himation y la cabeza con casco corintio análoga a la de Pericles. La Medusa Rondanini aborda el tema de la sublimación de la fealdad, es decir, cómo un ser terrorífico de rostro horrible y pelambrera de serpientes puede ser transformado en belleza patética y ejercer un atractivo fascinante. La opinión generalizada actualmente es que el prototipo, cuya mejor reproducción se conserva en la Gliptoteca de Munich, fue creado en plena época clásica. Para conmemorar la victoria de mesenios y naupaktios sobre los espartanos, se erigió ante el templo de Zeus en Olimpia, poco después del año 424, una estatua conmemorativa obra del escultor Paionios. El original de mármol se conserva en el Museo de Olimpia y el pedestal triangular, sobre el que se asentaba, está todavía in situ ante el templo de Zeus. Paionios representó a Nike en vuelo, con las alas y el manto, hoy perdidos, desplegados a la espalda, henchido este último como una vela por el viento, que le ciñe el peplo al cuerpo y se lo arrebata por el lado izquierdo. La obra así concebida es una síntesis de motivos y recursos sumamente plásticos entre los que destaca la transparencia del peplo y la sutileza de la técnica de paños mojados. Pero la Nike de Paionios es una de esas creaciones que exigen una reflexión más allá de su apariencia deslumbrante, porque lo verdaderamente esencial en ella es un planteamiento genuinamente escultórico y sensible a los efectos pictóricos. En este sentido la novedad más apreciable es el carácter casi impresionista de la masa marmórea, sobre todo, en la parte inferior, en la que está plasmada la idea del aire por medio del águila que emerge y cruza hacia la derecha. Decisiva resulta también la composición, muy sencilla en apariencia pero muy elaborada en realidad, puesto que se basa en un refinado contraste entre el modelado del cuerpo y la cascada de pliegues. Esta idea de dar relieve al cuerpo -casi se puede decir al desnudo- y hacerlo destacar sobre un motivo de fondo, es de la mayor trascendencia por su amplia difusión a lo largo de la baja época clásica y del helenismo. Otra aportación fundamental de Paionios es el virtuosismo técnico, que tiene extraordinaria repercusión entre los seguidores del estilo bello. Resonancias inmediatas de esta corriente artística tenemos en las Nereidas o Auras de Xanthos, en Asia Menor, obras del último decenio del siglo V, que decoraron un monumento funerario. Kallímachos es uno de los escultores con más cartel durante la Baja Antigüedad. Probablemente el secreto de su éxito está en la superficialidad y en la vertiente amable, refinada y preciosista de un arte que encandilaba a los amantes del decorativismo. Las fuentes antiguas atribuyen a Kallímachos la invención del capitel corintio y de la técnica del trépano, si bien basta con concederle la difusión de ambas cosas. En lo que verdaderamente se lleva la palma este artista es en el cultivo de la belleza formal obtenida por procedimientos calificados generalmente de caligráficos y toréuticos, que imprimen a sus obras innegable elegancia y refinamiento. La obra más importante atribuida a Kallímachos es el original en bronce de la Afrodita de Fréjus, cuyo éxito atestiguan las copias y, especialmente, el hecho de que en ella se inspirara el escultor Arkesilaos para crear la estatua de Venus Genetrix encargada por Julio César. Afrodita adopta la posición de las figuras policléticas y lleva un chitón muy fino, a través del que Kallímachos se recrea en el modelado anatómico y sobre el que cae un himation echado sobre el brazo izquierdo y por la espalda. La obra es un prodigio de refinamiento manierista, en la que el principio inexcusable de frontalidad clásica llega a adquirir apariencia totalmente relivaria, como si la escultura fuera una lámina. Se nos muestra así la otra faceta artística de Kallímachos, la de pintor, que también se refleja en la serie de Ménades en relieve, posiblemente labradas en metal, y de las que El Prado conserva buenas copias. En ellas se puede admirar lo que era capaz de hacer Kallímachos con la vaporosidad, la transparencia y la elegancia en plena contorsión orgiástica. Un estilo próximo al de las obras de Kallímachos ostentan los relieves de la Balaustrada del templo de Atenea Nike, en los que se advierte el grado de evolución a que había sido llevado el estilo Partenón. El barroquismo colorista, la finura y la delicadeza en el modelado de los paños, por un lado, y la libertad de movimiento de las figuras, por otro, alcanzan su más alta expresión en la célebre Nike atándose la sandalia, una de las piezas más conocidas del Museo de la Acrópolis.
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Es, sin embargo, en el denominado estilo Cisneros donde primeramente podemos constatar este fenómeno de hibridación lingüística, similar al señalado en el Plateresco. En ambos estilos, la indefinición estilística que veníamos analizando está en relación con la adaptación de los nuevos repertorios ornamentales a las técnicas y estructuras arquitectónicas preexistentes, en las cuales la influencia de la tradición islámica era muy fuerte. Tormo fue el primero en asociar a las empresas artísticas patrocinadas por el Cardenal el término de estilo Cisneros como una variante singular de nuestro primer Renacimiento. Aceptado por otros historiadores como un ensayo de nacionalismo estético frente al italianismo absoluto (sic) del Cardenal Mendoza, ha sido también considerado como una versión racial y endógena de nuestro Renacimiento, mucho más acentuada que el mismo Plateresco. Por el contrario, como ya indicamos en otras ocasiones, en las obras auspiciadas por Cisneros no se plantea una voluntad estilística similar a la referida para el estilo Reyes Católicos. Si desde el punto de vista estético estas obras consiguieron unos resultados bastante afortunados a pesar de la rapidez con que fueron realizadas, desde una óptica arquitectónica responden a unas soluciones constructivas que manifiestan su identidad con el fenómeno de imprecisión estilística referido al analizar el problema del Plateresco. En este ambiente, las obras patrocinadas por Cisneros respondieron, no obstante, a unos programas bastante coherentes. Los proyectos emprendidos por el Cardenal en la catedral de Toledo, constituyen un buen ejemplo de la pluralidad de alternativas manejadas por el prelado en beneficio de la rapidez, eficacia y funcionalidad de los diferentes programas. En 1498 dieron comienzo las obras de remodelación de la cabecera de la catedral, proyectadas por Enrique Egas para dotar a la Capilla Mayor del aspecto que actualmente tiene. Su retablo mayor, erigido a partir de 1500 bajo la supervisión de Pedro de Gumiel, fue fruto de la colaboración de artistas de muy diferente formación como el pintor Juan de Borgoña o los escultores Petijuan, Rodrigo Alemán, Felipe Bigarny y Copin de Holanda. A pesar de ello, el resultado final constituye uno de los mayores aciertos de la interpretación de la estética gótica en los comienzos del Renacimiento español. Muy diferente resulta el aspecto de la Sala Capitular de la Catedral Primada (1504), donde las técnicas constructivas de tradición mudéjar se conjugan con un ciclo de pinturas al fresco de filiación italiana realizadas por Juan de Borgoña. Las resonancias italianas de la antesala capitular -decorada al fresco con paisajes, plantas y jarrones, y cubierta con una armadura polícroma de lazo y estrellas- da paso a la sala propiamente dicha, a través de una puerta con alfiz decorado con yeserías de motivos de procedencia islámica. Sin embargo, esta Sala Capitular parece remitirnos -con su ciclo de frescos, artesonado y la serie de retratos de los obispos de la Sede Primada- a un tipo de interior de carácter palaciego, muy frecuente en la arquitectura de tradición mudéjar. Llegados a este punto, conviene detenemos en la participación del pintor Juan de Borgoña en los programas impulsados por Cisneros. Complemento clasicista del gran artesonado que cubre la sala y de las yeserías cortadas a cuchillo de la puerta de acceso, la serie de frescos realizados para el capítulo por Juan de Borgoña, referidos a la Vida y Pasión de Cristo y a la visión del Juicio Final, constituyen el primer conjunto de estas características en la pintura castellana del siglo XVI. Como en la estancia anterior, el sistema compositivo y los criterios figurativos empleados, y la utilización de modelos idealizados, son una continua referencia a la pintura florentina del Quattrocento, aunque no eviten alguna concesión realista a los gustos artísticos predominantes. Posteriormente, también decoró Borgoña la Capilla Mozárabe con un ciclo de frescos de carácter histórico y narrativo referentes a la Conquista de Orán por Cisneros. En este caso, la descripción objetiva de los hechos adquiere un valor providencialista de la figura del Cardenal en relación con la defensa de la Fe y la restauración del rito mozárabe, elevados ambos a la categoría de mito cristiano. Con independencia de su adaptación a los contenidos ideológicos del programa, la pintura de Borgoña constituye un importante avance en el proceso de asimilación del Renacimiento, llegando a influir decisivamente en los ambientes artísticos contemporáneos a través de la obra de sus discípulos más cualificados como Francisco de Comontes, Juan de Villoldo y, sobre todo, Juan Correa de Vivar.
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Cotzumalhuapa, en la llanura costera de Guatemala, es un centro ceremonial que consta de 4 grupos principales que contienen 17 pirámides, además de plazas y patios recubiertos de piedra y estuco, organizados urbanísticamente según cánones que recuerdan la Ciudadela de Teotihuacan, el Sistema M de Monte Albán y la planificación de Xochicalco; modelos que se imponen en Mesoamérica desde finales del Clásico Temprano.Esta concepción urbanística internacional coincide con la presencia de rasgos y elementos del área maya, Veracruz, Monte Albán y Teotihuacan, evidenciando el intercambio constante de información que debió existir entre las elites del Clásico Medio (500-700 d. C.).Santa Lucía Cotzumalhuapa, un centro que controló una región de ricas plantaciones de cacao, además de las influencias externas ya mencionadas, manifiesta un estilo regional que se caracteriza por la talla de grandes estelas en las que representaron escenas narrativas del juego de pelota relacionadas con el sacrificio humano por decapitación y con el culto al sol. Por otra parte, el arte de Cotzumalhuapa, que tiene claras conexiones con los motivos incluidos en los paneles de los juegos de pelota del Tajín, recoge aún diseños procedentes del antiguo arte de Izapa, y una tradición escultórica en bulto redondo que incluye deidades, cráneos y cabezas de serpiente.Los jugadores representados en las estelas tienen cuerpos muy alargados y distorsionados; y muestran poca dedicación al tratamiento de las manos y los pies, apareciendo, al igual que ocurre en otros sitios de Mesoamérica, con su equipo básico de yugos, palmas, hachas y guantes.Estas tallas se acompañan de glifos colocados en cartuchos circulares de estilo nahuatl, lo cual ha llevado a algunos investigadores a relacionar las poblaciones que desarrollaron este estilo regional con los grupos pipiles del Centro de México. También gran parte de las deidades que hacen su aparición en las estelas tienen origen mexicano, como Xipe Totec, Ehecati, Tlaloc y Quetzalcoatl, documentando el intenso intercambio cultural a que se ve sometida la región, y los estilos regionales de arte ecléctico propios de muchos centros de este período, como en Cacaxtla y Xochicalco.
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A comienzos del silo VI, coincidiendo con la retirada de la influencia teotihuacana, El Tajín tiene un complicado estilo escultórico, en particular aquel relacionado con el juego de pelota. Las losas que decoran sus banquetas están talladas con figuras de dioses, guerreros, seres humanos practicando el juego y los rituales asociados a él, como es el sacrificio humano por decapitación y la ingestión de pulque, una bebida extraida de las pencas del maguey. Los jeroglíficos que aparecen en algunos tableros hacen referencia a 13 Conejo, uno de los gobernantes más carismáticos de la ciudad, que aparece en varias ocasiones sentado en un trono y rodeado de cautivos importantes, tal vez dirigentes de centros menores capturados en la guerra y sacrificados mediante el ritual del juego de pelota; una práctica presente en el arte de Cotzumalhuapa y de gran expansión en las tierras bajas mayas. Junto a estos tableros, los veracruzanos concedieron gran relevancia a un complejo escultórico ligado al juego de pelota, que consiste en yugos, hachas y palmas, los cuales fueron grabados con rostros humanos, animales y figuras mitológicas. Este complejo tiene también una enorme distribución por la llanura costera del Pacífico y el altipano de Guatemala, hasta el punto de que algunos autores sostienen que durante el Clásico Medio (450-700 d.C.) los comerciantes de cacao se encargaron de distribuir su práctica de manera generalizada. El hundimiento de El Tajín es aún más oscuro que el de otros grandes centros de Mesoamérica, aunque diversas áreas de fuego detectadas en la ciudad parecen remitirnos a un fin violento.
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La penetración del estilo internacional en España, al igual que sucede con la influencia trecentista, no se produce por igual en las diferentes zonas. Su mayor y más temprano desarrollo lo encontramos en Cataluña, en donde enlaza sin solución de continuidad con la pintura trecentista, prolongándose hasta mediados del siglo XV. El reino de Castilla recibe más tardíamente estas influencias, produciendo, no obstante, ejemplos de interés. Se distinguen tres focos significativos: Sevilla, que aparece en cierta manera como continuadora de la tradición trecentista toledana; Salamanca, con la presencia de artistas florentinos (los Delli) que introducen, junto a elementos propios del estilo internacional, aspectos cuatrocentistas y, por último, León, fuera ya de nuestro estudio, con la presencia de Nicolás Francés, que incorporará elementos de procedencia nórdica. Sevilla, que había conocido una gran prosperidad durante el siglo XIV, manteniendo importantes relaciones económicas y comerciales con ciudades de Italia, recibe como el resto de Europa la influencia del gótico internacional. Fundiendo elementos del gótico lineal con características italianas del Trecento, producirá un arte refinado en donde el gusto por la línea y la riqueza cromática se unen a la preocupación por el espacio y el sentido expresivo. A ello hay que añadir ciertos elementos de signo orientalizante (Siena) con la presencia muy especial de unas pervivencias islámicas en relación con la tradición local. El monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce, construido por Enrique Pérez de Guzmán, conde de Niebla, donado posteriormente a los cistercienses y cedido más tarde, en 1431, a los Jerónimos, nos ofrece uno de los mejores ejemplos pictóricos del momento. Los restos más importantes se encuentran en el Patio de los Evangelistas, en cuya parte inferior de sus muros se conservan unos magníficos frescos (1431-1436), con la historia de San Jerónimo. La escena principal representa a San Jerónimo dictando su doctrina a los monjes. En ella destaca el carácter monumental del santo, así como su sentido volumétrico y el tratamiento del trono, que revelan su italianismo. En los muros vemos también paños en los que se alterna la decoración de lacería con figuras de santos (san Sebastián, san Esteban, san Lorenzo, san Fabián, santa Catalina, santa Paula y tres santos obispos). En el Refectorio, se conserva una Santa Cena, en excelente estado, también de carácter giottesco, en la que contrasta la rigidez y cierto arcaísmo de los personajes con el carácter naturalista de los elementos que aparecen sobre la mesa, que constituyen un verdadero estudio de naturalezas muertas. El estilo de estos frescos, aunque se ha querido relacionar con una posible estancia de Sansón Delli en la ciudad, ofrece, como ha puesto de manifiesto Angulo, una relación estilística evidente con los libros de Coro de la catedral sevillana, que atribuye al maestro de los Cipreses, identificándole como Pedro de Toledo, primer iluminador del que se tiene noticias en la catedral. El Patio de los Muertos presenta, asimismo, lacerías mudéjares, restos de pinturas en mal estado (Anunciación y un san Miguel Arcángel). Recientemente se iniciaron tareas de restauración de todo el conjunto, bajo la dirección de doña Carmen Rallo, que lamentablemente han quedado interrumpidas por el momento. Estos ejemplos sevillanos revelan, en definitiva, la existencia de una escuela, en el segundo cuarto del siglo XV, de tradición italogótica, en relación con Toledo, que incorpora rasgos del estilo internacional, cuyos contactos directos con el arte italiano no están constatados de momento. Finalmente, de los focos señalados, Salamanca ofrece muestras importantes de pintura dentro del estilo internacional que plantean una difícil problemática en torno a sus artistas. Estamos ante la presencia de una familia de pintores, de origen florentino, los Delli, en los que se funden las características del gótico internacional con notas ya cuatrocentistas. El retablo de la Catedral Vieja de Salamanca es la obra principal. Cubriendo el fondo del ábside de la capilla mayor, constituye un gran conjunto de 53 tablas, distribuidas en once calles de cinco cuerpos cada una. En ellas se representan escenas evangélicas con la Vida de Cristo y de la Virgen desde el Nacimiento de Maria hasta su Coronación. El conjunto se completa en la predela con veinte cabezas de profetas dentro de cuadrilóbulos. Preside el retablo la imagen de la Virgen de la Vega (siglo XII) patrona de la ciudad. Las tablas presentan un rico repertorio iconográfico, con peculiaridades y elementos originales importantes que exigen un estudio detallado de la obra. Destaca el tratamiento curvilíneo de las vestiduras, la riqueza cromática, así como la abundancia de elementos anecdóticos, característicos del internacional. Junto a esto se observa la utilización de paisajes y vistas urbanas con un dominio de la perspectiva que, arrancando de los recursos del Trecento, evoca ya a la pintura cuatrocentista (Gentile da Fabriano y Pisanello). Se observan, asimismo, fuertes reminiscencias del arte italiano en el expresionismo y sentido patético de algunas escenas. Se perciben, no obstante, diferencias estilísticas que permiten pensar en la intervención de varias manos. El artista principal es Dello Delli, citado como Dello (Daniello) da Niccoló Delli que aparece documentado en dos ocasiones con relación a España (1433 y 1446) y que en algunas escenas presenta grandes similitudes con otras obras italianas que se le atribuyen (Claustro Verde de Santa María Novella de Florencia). Sin embargo, las diferentes facturas responden a la intervención de un taller, planteándose la posibilidad de una colaboración también de su hermano Nicolás, cuya estancia en la catedral está documentada. La historia de la Salvación desarrollada en el retablo culmina en la zona superior en el magnífico fresco del Juicio Final, que cubre el cascarón del ábside. Obra documentada por el contrato del Cabildo de 1445, en el que se otorga una cantidad a Nicolao Florentino Pintor, por pintar la bóveda del altar mayor. El fresco muestra un estilo más avanzado que el del retablo, lo que indica que Nicolás sería el hermano menor de Dello, llegado a Salamanca más tarde, después de haber estado en contacto con los últimos avances de la pintura toscana. Su sentido monumental, el estudio del desnudo y las fórmulas renacentistas, se han entendido incluso como precedentes de la obra de Miguel Angel en la Capilla Sixtina (Pudelko). Sin embargo, mantiene elementos propios del estilo internacional en la suavidad con que trata a la Virgen y a san Juan, así como a los ángeles. El encuadramiento de la escena, con decoración de carácter toscano con cabezas dentro de círculos, se ha puesto en relación con el que aparece en la capilla de los Anaya (Yarza), planteándose la posibilidad de que la familia Delli viniera a Salamanca por encargo de don Diego de Anaya para trabajar en su capilla funeraria. El último artista de la familia, Sansón Delli es mucho más problemático. Su personalidad ha sido fijada y documentada por Condorelli y Silva Maroto, pero lamentablemente no conservamos obras que nos permitan analizar su estilo, lo que nos abre un interrogante más sobre la pintura abulense de la segunda mitad del siglo XV.