El fallecimiento de las mujeres aristócratas
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Datos principales
Rango
Edad Moderna
Desarrollo
Los estudios sobre enfermedad y muerte de mujeres de la realeza y de la alta aristocracia están cada día más extendidos. Sobre las primeras, se ha investigado el ceremonial o ritual asociado a la enfermedad, muerte y exequias. Se conoce menos estos mismos procesos -denominados ritos de paso- aplicados a la aristocracia hispana. Gráfico La Casa Real contaba con unas normas escritas de etiqueta, tratamiento, cortesías y protocolo. Existía algo equivalente por lo que respecta a los grandes títulos. Por ejemplo, como señala Ignacio Atienza, "Noticias relativas al régimen que se observaba en la Casa de Medinaceli, así en su gobierno diario como en las ceremonias d bautizos, entierras y otros extraordinarios; gastos de dependencia, recetas para el chocolate... Año 1777 /Archivo Ducal de Medinaceli. Archivo Histórico. Leg. 105-48) Este libro reglamentista y ordenancista regulaba no sólo las actividades internas, domésticas, sino también las externas, las relaciones con domésticos y empleados, pero igualmente las ceremonias y ritos de sus hombres y mujeres, entre las cuales tenían un importante protagonismo los relacionados con los ciclos vitales, ritos de paso. Existía una importante distinción de edades y rangos, que comenzaba con los señores y señoras de la Casa, y terminaba con los criados de menor posición. La muerte de alguno de los miembros de la familia aristócrata, y especialmente de la señora de la casa, era una puesta en escena.
El ceremonial de entierra de la titular de la Casa servía para plubicitar el poder de ésta. Se trataba de un acto disciplinado, medido al milímetro, en el que no se dejaba ningún resquicio a la improvisación y en el que primaba un estricto control de las emociones y de los impulsos, así como del cuerpo y de las formas del lenguaje. Tras la muerte se avisaba del deceso a las instituciones eclesiásticas de patronato de la casa aristócrata, a las que sustentaban y sobre las que ejercían una serie de privilegios, tanto conventos masculinos como femeninos, para que rezaran a Dios por el alma de la señora fallecida, celebrando sufragios y misas que eran de su obligación y que estaban pactadas en sus constituciones. Al mismo tiempo se solicitaba a través del mayordomo de la casa, el envío de religiosos que dijera misas en la pieza donde se colocaba el cuerpo. Los clérigos iban acompañados de toda su comunidad, a fin de cantar los consiguientes responsos. La fallecida, vestida con el hábito expresado en su testamento, se colocaba en un rico ataúd en la mejor y más espaciosa habitación de la Casa, donde, tras solicitar la licencia del ordinario, se celebraban la misas. Además de los religiosos que asistieron a la difunta en sus últimos momentos, y junto a su camarera y damas que se cubrían la cabeza en señal de respeto y dolor, allí acudía también el estamento militar, representado en un determinado número de alabarderos que rendían pleitesía al cuerpo presente.
Todos aquellos personajes, junto a las hachas y velas, rezos, responsos, misas y limosnas servían para dar pública constancia de la importancia de la difunta. Su pertenencia a la cúspide social generaba una serie de deberes y obligaciones, en ambas direcciones, entre su Casa y su enorme y tupida red social que expresaba lo que antropólogos y sociólogos han denominado capital simbólico y herencia inmaterial. Se trataba de dar constancia y manifestación del poder del linaje al que ser representa, transmitido a través de las actividades perfectamente tipificadas y donde nada se dejaba a la improvisación. El traslado del ataúd a la iglesia se hacía asimismo con una gran parafernalia, donde todo estaba también reglamentado. Allí se ejecutaba el oficio con misa de cuerpo presente, con cantos, rezos y luces. Un escribano otorgaba documento de la entrega del cuerpo, documento que pasaba a ser incorporado al Archivo de la Casa, guardián de la memoria de la historia de la familia. Unas llaves del ataúd quedaban en poder del pariente que depositaba el cuerpo y otras del prelado que lo recibía. En los días inmediatamente posteriores se celebrara el Novenario de misas, al cual se invitaba a las familias, parientes y criados mayores. El Novenario se rodeaba de algunos símbolos de prestigio. Con todo ello se mostraba el estatus, pero esta puesta en escena tenía sus costes. Además de los gastos de las innumerables misas, de los músicos, comidas, asistencia de militares, etc.
El ceremonial de entierra de la titular de la Casa servía para plubicitar el poder de ésta. Se trataba de un acto disciplinado, medido al milímetro, en el que no se dejaba ningún resquicio a la improvisación y en el que primaba un estricto control de las emociones y de los impulsos, así como del cuerpo y de las formas del lenguaje. Tras la muerte se avisaba del deceso a las instituciones eclesiásticas de patronato de la casa aristócrata, a las que sustentaban y sobre las que ejercían una serie de privilegios, tanto conventos masculinos como femeninos, para que rezaran a Dios por el alma de la señora fallecida, celebrando sufragios y misas que eran de su obligación y que estaban pactadas en sus constituciones. Al mismo tiempo se solicitaba a través del mayordomo de la casa, el envío de religiosos que dijera misas en la pieza donde se colocaba el cuerpo. Los clérigos iban acompañados de toda su comunidad, a fin de cantar los consiguientes responsos. La fallecida, vestida con el hábito expresado en su testamento, se colocaba en un rico ataúd en la mejor y más espaciosa habitación de la Casa, donde, tras solicitar la licencia del ordinario, se celebraban la misas. Además de los religiosos que asistieron a la difunta en sus últimos momentos, y junto a su camarera y damas que se cubrían la cabeza en señal de respeto y dolor, allí acudía también el estamento militar, representado en un determinado número de alabarderos que rendían pleitesía al cuerpo presente.
Todos aquellos personajes, junto a las hachas y velas, rezos, responsos, misas y limosnas servían para dar pública constancia de la importancia de la difunta. Su pertenencia a la cúspide social generaba una serie de deberes y obligaciones, en ambas direcciones, entre su Casa y su enorme y tupida red social que expresaba lo que antropólogos y sociólogos han denominado capital simbólico y herencia inmaterial. Se trataba de dar constancia y manifestación del poder del linaje al que ser representa, transmitido a través de las actividades perfectamente tipificadas y donde nada se dejaba a la improvisación. El traslado del ataúd a la iglesia se hacía asimismo con una gran parafernalia, donde todo estaba también reglamentado. Allí se ejecutaba el oficio con misa de cuerpo presente, con cantos, rezos y luces. Un escribano otorgaba documento de la entrega del cuerpo, documento que pasaba a ser incorporado al Archivo de la Casa, guardián de la memoria de la historia de la familia. Unas llaves del ataúd quedaban en poder del pariente que depositaba el cuerpo y otras del prelado que lo recibía. En los días inmediatamente posteriores se celebrara el Novenario de misas, al cual se invitaba a las familias, parientes y criados mayores. El Novenario se rodeaba de algunos símbolos de prestigio. Con todo ello se mostraba el estatus, pero esta puesta en escena tenía sus costes. Además de los gastos de las innumerables misas, de los músicos, comidas, asistencia de militares, etc.