Puesto al frente de las tropas de Hispania, P. Cornelio Escipión dedica el año 210 a.C. a reorganizar los restos del ejército romano y a buscarse el mayor apoyo posible de los jefes indígenas. El 209 a.C., en una operación militar bien estudiada, toma Cartagena asaltando la ciudad por el punto más débil del estero en un momento de marea baja. La toma de Cartagena es el principio del fin del ejército cartaginés de España y de Italia. Livio dice que el ejército romano obtuvo un gran botín en la toma de Cartagena: "las páteras de oro llegaron a doscientas setenta y seis, casi todas de una libra de peso, diez y ocho mil libras de plata trabajada o acuñada, vasos de plata en gran número ...cuarenta mil modios de trigo, doscientos setenta de cebada; naves de cargo asaltados y capturadas en el puerto, sesenta y tres, algunas con su cargamento, trigo, armas, además de cobre, hierro, velos, esparto y otros materiales necesarios para armar una flota" (XXVI, 47). Aun así, tal resultado hubiera sido insignificante si no fuera por los valores añadidos de Cartagena: el centro de un gran distrito minero de plata, un excelente puerto desde el que se enviaban muchas ayudas a Aníbal, la capital de los cartagineses en la Península y el almacén militar de sus tropas; a ello se añadía el que los cartagineses guardaban en la ciudad a rehenes de todos los pueblos de la Península. Si la toma de Cartagena fue el mayor éxito militar romano en Hispania, Escipión supo aprovechar las enormes ventajas políticas que podía obtener del control de los rehenes: les concede un trato amable y obsequioso dándoles la oportunidad de volver libres a sus casas; todos los rehenes eran personas socialmente cualificadas (la mujer y los hijos del rey edetano Edecón, la familia de Mandonio, jefe militar de los ilergetas, etc). La insistencia de los autores antiguos en el asunto de los rehenes es indicativo del valor político que tuvo el comportamiento de Escipión con los mismos (Polibio, 10, 18, 3; 10, 19, 3; 10, 34-35; Floro, 1, 22, 38). El año 208 a.C., los hispanos proclaman rey a Escipión, honor que no podía aceptar como magistrado del pueblo romano. Y, con esta reserva de apoyos, Escipión continúa las operaciones militares que iban a resultar poco más que un paseo militar por el valle del Guadalquivir hasta Cádiz. Con la batalla de Baecula (junto a Bailén) consigue controlar el paso de Despeñaperros el 208; el mismo año, se adueña de Orongis (Aurgi posterior, Jaén). El 207 toma Ilipo (Alcalá del Río) y Carmo (Carmona). El 206, tiene que volver a luchar en el territorio de los oretanos hasta la toma de Iliturgi (Mengíbar, provincia de Jaén) y de otra ciudad de nombre Castaca (¿la posterior Castulo, Linares, provincia de Jaén?) y se describen igualmente enfrentamientos armados en Sucro (provincia de Alicante). La revuelta de Astapa (no lejos de la posterior Ostippo, Estepa) condujo a la destrucción de la ciudad y a la masacre de su población. El año 206 a.C., la ciudad fenicia de Gades (Cádiz), viendo que no tenía objeto enfrentarse ni intentar resistir al ejército romano, se entrega sin lucha, poniendo fin así a la lucha armada de romanos y cartagineses en Hispania. La II Guerra Púnica se prolongará aún durante dos años más en Italia y en Africa. Pero los territorios tomados a los cartagineses en la Península Ibérica no serán devueltos a la soberanía de sus reyes y jefes locales. Tales dominios quedan ahora bajo la autoridad de Roma. Algunas de las poblaciones indígenas que habían visto en los romanos a los libertadores advierten que sólo habían cambiado de dueños. Hay un caso bien documentado de este nivel de conciencia política de los indígenas: el de Indíbil y Mandonio, jefes de los ilergetas. Los ilergetas eran un pueblo que se asentaba en la comarca del Bajo Urgel hasta el Ebro y ocupaba una parte de las actuales provincias de Huesca y Lérida. Desconocemos el lugar exacto en donde se encontraba Atanagrum, su capital; Ilerda (Lérida) era otra de sus ciudades importantes. Indíbil era su rey y Mandonio, el jefe militar. Ambos comprendieron pronto la lucha de intereses de romanos y cartagineses; sumándose a uno u otro bando, según las coyunturas, hicieron su juego político particular consistente en librarse del dominio de cartagineses y de romanos así como intentar consolidar su posición frente a los pueblos vecinos. La posición geográfica que ocupaban los ilergetas podía servir para cerrar el paso de los ejércitos romanos hacia el Sur. Por lo mismo, los generales romanos buscaron la alianza de los celtíberos orientales. Hasta el 211 a.C., los ilergetas son aliados de los cartagineses y los celtíberos de los romanos; más aún, el fracaso estrepitoso de los romanos cerca de Linares el 211 a.C. se produjo cuándo los celtíberos rompieron esa alianza y volvieron a sus casas. Las bandas mandadas por Indíbil y Mandonio estuvieron hostigando sistemáticamente a las tropas romanas. A partir del éxito de Escipión en Cartagena y la devolución de los rehenes, los ilergetas comenzaron a apoyar a los romanos. Pero el 208 a.C., Indíbil cayó prisionero en la batalla de Bailén cuando luchaba al lado de los cartagineses. El 207 a.C. Indíbil y Mandonio organizan una sublevación con apoyo del general cartaginés Magón; el castigo de Escipión a los ilergetas se limitó a imponerles un tributo. Desaparecido el ejército cartaginés de la Península, Indíbil y Mandonio, conscientes de los proyectos políticos de Roma de quedarse con los dominios cartagineses, organizan de nuevo una gran rebelión que prepararon con toda minuciosidad: habían conseguido unir a la mayor parte de los pueblos vecinos del Nordeste peninsular y disponer de un ejército regular de 30.000 infantes y casi 4.000 jinetes. Indíbil murió en la batalla y Mandonio, caído prisionero, fue mandado ajusticiar. Los hechos demostraban que era imposible un proyecto político independiente. Se impuso el modelo de Roma: los ilergetas recibieron un rey vasallo de Roma, perdieron su autonomía y su capacidad de organizar tropas y quedaron sometidos al pago de un impuesto regular como el resto de las poblaciones indígenas de la Península. Como manifestación primera de la nueva política, Roma exigió la entrega de indígenas como rehenes a muchas poblaciones de Hispania.
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El nuevo rey, Federico I, no había abandonado los deseos imperialistas; se resistía a ocupar un papel secundario y a permanecer impasible por la pérdida de tierras hasta ahora suecas y provocó una delicada situación internacional con la promesa a Jorge I de otros territorios a cambio de respaldo militar. Era un desafío encubierto y así fue considerado por Pedro I, ahora amparado por el emperador gracias a los intereses comunes contra los turcos, que llevó su flota cerca de la capital sueca con la excusa de la transgresión de los derechos de Sajonia, donde se encontró con los navíos británicos. A ninguno de los países, salvo a Rusia, le convenía una guerra que se presumía casi general y cuyos motivos y objetivos no aparecían demasiado claros para la mayoría. Dicha presión se trasladó a las mesas de negociaciones y el 30 de agosto de 1721 se firmaba el Tratado de Nystad. Junto a la oferta de mediación de Pedro I entre Federico I y Augusto II y la confirmación de los tratados de 1719 y 1720, se estipuló que Suecia recuperaba Finlandia y conservaba partes de Pomerania y los puertos de Wismar y Stralsund, mientras que Rusia recibía Carelia, Ingria, Estonia, Livonia y varias islas bálticas. Nystad significaba, sin lugar a dudas, el fin del Imperio sueco y la pérdida definitiva de prestigio en Europa.
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Aquel anochecer, el príncipe Federico solicitó a Hyde Parker las condiciones exigidas por el Gobierno de William Pitt. Nelson llevó, con acierto y dignidad, buena parte de las negociaciones. Exigió a los daneses el abandono de la Liga de Neutralidad Armada, so amenaza de reemprender las hostilidades. Los daneses, por su parte, se comprometieron a respetar catorce semanas de tregua. Nelson propuso entonces a Parker que aprovechara el armisticio y atacase directamente a los rusos. Pero ya no hacía falta: el ocho de abril, con las negociaciones concluidas, se supo que el 24 de marzo había sido asesinado el Zar Pablo, amigo de Napoleón e inspirador de la Liga de Neutralidad; con él desaparecía la propia alianza báltica. El nuevo autócrata ruso era Alejandro, que recelaba del corso y se convertiría en uno de sus enemigos más peligrosos. Parker, feliz por la victoria, decidió olvidarse de la ceguera y desobediencia de su subordinado, y regresó a Londres, llamado por el Almirantazgo. Nelson permaneció en el Báltico y en junio aún tuvo que hacer una demostración de fuerza ante suecos y rusos para confirmar las intenciones británicas sobre la zona. Sentado el dominio naval inglés, regresó a Londres. Mientras tanto, en París, Napoleón Bonaparte comprendía que la única manera de vencer a Inglaterra era invadiéndola.
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Las medidas de expropiación y adquisición de terrenos promovidas en Alemania y Austria permitieron ofrecer soluciones efectivas al problema de la vivienda y una alternativa de ciudad que podía mitigar las tensiones sociales. Arquitectura, urbanismo, política y economía establecen una relación ineludible y conflictiva que afectará decisivamente a los mismos lenguajes arquitectónicos. En este sentido, en el IV CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna), celebrado, en 1933, a bordo de un barco que navegó de Marsella a Atenas, y cuyas conclusiones se publicaron en la célebre "Carta de Atenas" (1943), resume bien el conflicto al que se hacía referencia. En efecto, el urbanismo fue reducido a un problema disciplinar, con independencia de la política, de la economía o de la revolución. Con la Carta de Atenas podría decirse que se pone fin a la utopía del racionalismo de los años veinte. Se retomaba el carácter autónomo del objeto arquitectónico, se abandonaba el radicalismo de las propuestas de algunos arquitectos alemanes y las vanguardias constructivistas que habían previsto la disolución de la arquitectura en la ciudad, en la construcción sistemática de células mínimas que, estandarizadas, debían dar forma a la utopía y a la ciudad.Para Hilberseimer, por ejemplo, la arquitectura debe ser abstracción, debe ser un objeto disponible, antihistórico, sólo atento a la organización productiva de la ciudad: vivienda y circulación se convierten en parámetros funcionales de la metrópoli. Alemania y Holanda se convierten, junto con la Unión Soviética, en los lugares más avanzados en la gestión de la ciudad desde los nuevos supuestos. Si Oud, Ernst May o Martin Wagner ven la construcción de Siedlungen la ocasión de aislar la utopía, dejando intacta la ciudad, Cor van Eesteren, el arquitecto neoplástico, aplica los principios derivados de la Carta de Atenas en su plan para Amsterdam, de 1935.Pero incluso en las Siedlungen confluyen demasiadas cosas. Son barrios extraurbanos que incorporan, como en maqueta, las nuevas consideraciones sobre el orden de la ciudad y como en catálogo los nuevos lenguajes arquitectónicos. Son verdaderas experiencias de laboratorio, con independencia de que lograran resolver los problemas de habitación de centenares de miles de personas. Son un espléndido compendio de lo moderno, desde soluciones al tema de la vivienda mínima a recuperaciones nostálgicas en las que coinciden memorias de la ciudad jardín y monumentos a la artisticidad individual, como ocurre en la Siemensstadt de Berlín, planificada por el expresionista Hans Scharoun. Un barrio en el que confluyen objetos arquitectónicos expresionistas y racionalistas. En todo caso, siempre se trata de experiencias parciales, tangenciales a la metrópoli, modelos de orden formal de lo que debiera convertirse el caos de la gran ciudad. Sin embargo, fue en ese contexto en el que se formaron los grandes técnicos del urbanismo del Movimiento Moderno. May en Frankfurt, M. Wagner en Berlín, Otto Haesler en Celle, B. Taut, W. Gropius, Mies van der Rohe y otros arquitectos se implicaron en numerosas iniciativas para la construcción de barrios obreros y residenciales promovidos por la República de Weimar. Uno de los más célebres en los anales del Movimiento Moderno, casi una anticipación de la ya comentada exposición sobre el Estilo Internacional en 1932, fue la construcción del barrio Weissenhof en Stuttgart, en 1927, con todo un repertorio de la modernidad, un catálogo de soluciones, con edificios de Behrens, Le Corbusier, Gropius o el propio Mies van der Rohe.Una última experiencia conviene recordar en este contexto, la de la Viena socialdemócrata de los años veinte, la de la que Tafuri ha denominado como "Viena Roja". No se trata de una nueva organización de la ciudad histórica, ni de plantear modelos racionales en forma de barrios, sino de utilizar la estructura y la morfología de la ciudad para proporcionar una alternativa al problema de la vivienda. El Ayuntamiento de Viena prefirió esta opción frente a la defensa del modelo de las Siedlungen por parte de arquitectos como Loos, J. Frank o L. Bauer. Una opción definida por grandes bloques de viviendas, con servicios comunes y con la intención de poner en marcha un nuevo modo de relaciones sociales: los Höfe, situados en el límite de la vieja ciudad, configurando un anillo de fortalezas obreras en las que participaron más de un centenar de arquitectos. Una de las más conocidas es el Karl Marx-Hof, construido por K. Ehn en 1927, un monumento arquitectónico al margen de problemas técnicos o de estandarización de la construcción: la forma orgullosamente expresiva de un sueño.
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El hombre fuerte en Betio era Shoup. Comportándose como un auténtico jefe de división, animando y exponiéndose junto a sus hombres en primera línea y lanzando sus maltrechos batallones en tenaza hacia el Sur para luego barrer el atolón de Oeste a Este, consiguió ir comprimiendo la resistencia japonesa y provocar el cambio definitivo en la iniciativa. La llegada de nuevos carros, obuses y explanadoras permitió el avance americano. Los cortos cañones de 75 mm de los Sherman, disparando a bocajarro, lograron hacer mella en los fortines acorazados por el coral y los troncos de cocoteros, que se habían revelado inmunes al bombardeo aéreo y naval. Los japoneses guardaban silencio: sólo se les había oído gritar en sus bunker o cuando salían desesperados para caer frente al fuego graneado de los marines. La flota y la aviación volvieron a martillear los objetivos, máxime ahora en que disponían de un margen más amplio de terreno libre. En la medianoche del día D más tres, los japoneses estaban condenados. La inextricable maleza de vegetación arrasada y fortines despanzurrados comenzó a vibrar de fugaces siluetas y ruidos que se iban acercando. Dos medias compañías de hombres, agotados y al límite de sus nervios, se autoinmolaron delante de las líneas de la compañía A de Able y B de Baker, del 1 /6 Jones, la reserva que Smith había desembarcado, como señuelo para tantear las defensas japonesas y distraer su atención. Durante cuatro horas no sucedió nada. Luego estalló el final. Una avalancha de 500 japoneses, bayoneta calada y granadas en la mano, se lanzó en una carga suicida sobre las líneas del 1/6. Los marines volvieron a agradecer el poder disparar sobre sus enemigos enterrados y se cebaron en ellos. Algunos llegaron al cuerpo a cuerpo en un encontronazo indescriptible. Cuando todo terminó, unos pocos marines exhibieron varios sables de samurai. Los crisantemos de sus empuñaduras, la flor nacional de Japón, se veían rojos de sangre en la turbia luz del alba. Fueron cuidadosamente limpiados. Valían una fortuna en dinero y en vidas. Horas después, y tras luchar con los últimos reductos nipones, la bandera de las barras y estrellas era izada en la cima de una desmochada palmera. Muchos miraron su reloj. Eran las 13.30 horas de la cuarta mañana de batalla. Habían transcurrido setenta y seis desde que comenzara todo, pero para los veteranos de Guadalcanal aquello parecía haber durado otros tantos años. La señal de victoria enviada a Spruance, a bordo del Indianápolis, y a Turner, en el Pennsylvania, pero no significaba que la pelea hubiese concluido. Durante varios días se aseguró la posesión del atolón saturando de granadas y cargas de demolición los blocaos y phillbox japoneses o, simplemente, sepultándolos bajo toneladas de arena y escombros por los bulldozer. Pasado un tiempo, se volvían a abrir y se apuntaban los japoneses que habían quedado enterrados. En uno de ellos se contaron hasta 150. Los otros dos objetivos próximos al atolón de Tarawa, Makin y Apamama, fueron conquistados en lo que se calificó como un brillante éxito militar. En Makin, de los 800 hombres del teniente de navío Seinzo Ishikawa, sólo uno, conmocionado, pudo ser capturado vivo junto con 107 trabajadores coreanos. Los demás murieron o se suicidaron. Los americanos de la 27.? División tuvieron 76 muertos y 152 heridos. En cuanto a Apamama, de los 22 japoneses que la defendían, cuatro murieron en el bombardeo y los restantes se suicidaron también. Pero los japoneses se cobraron con creces la revancha en el mar. En la mañana del 24 de noviembre, un submarino, el I-175, avistó un grupo de tres portaaviones de escolta navegando frente a Makin. Una salva completa hizo blanco en la santabárbara del Liscombe Bay, buque insignia del grupo táctico. El barco se fue al fondo en veintitrés minutos con el contraalmirante H. Mulinix y otros 643 hombres. En Tarawa, de los 4.836 japoneses que la defendían, sólo se hicieron 148 prisioneros, coreanos en su mayor parte, y heridos la mayoría. Pero cuando se supo en Estados Unidos que 1.115 marines habían muerto (entre ellos 88 desaparecidos) y otros 2.292 estaban heridos o mutilados, la conmoción fue enorme. ¿Más de 3.400 bajas por tres días de lucha y por una insignificante isla? Para algunos, como el Time, Tarawa era ya una leyenda. Para otros, un recuerdo de escalofrío. Tarawa demostró a los americanos que la conquista de isla a isla, dado el número de ellas y la distancia entre sí, lo mismo podía durar diez años que costar un millón de muertos. Se imponía un cambio de estrategia. En adelante se atacarían frontalmente los objetivos imprescindibles, lo demás se envolvería y dejaría atrás. En futuros desembarcos se saturarían al máximo las defensas japonesas, se perfeccionarían el fuego y la coordinación aeronaval y los obsoletos equipos TBX y TBY de radio serían sustituidos por otros. Sin embargo en Iwo Jima y Okinawa, aun con la aplicación de estos criterios, el problema de fondo, el cómo enfrentarse a la fanática determinación del enemigo en la batalla y sus tortuosos y eficaces ingenios defensivos, siguió latente. En Tarawa, los americanos estuvieron más allá de las puertas del desastre. Pero faltos de Shibasaki, los japoneses no supieron contraatacar la primera noche. Si lo hubieran hecho, muy probablemente los marines habían sido arrojados sobre el coral (sólo les quedaba un regimiento de reserva, el 6.°). Y los almirantes hubieran tenido que bajar a tierra para contener a los samurais, aspecto militar bastante improbable. Tarawa fue un caos y una matanza, pero abrió los ojos de quienes disponían sobre la vida y la muerte de miles de jóvenes como los que blanqueaban ahora con sus huesos el atolón. Para éstos, la recompensa fue cuatro Medal of Honour (23). Lo mismo podían haber sido cuatrocientas que ninguna, pues unos y otros estuvieron por encima de las medallas.
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Mientras, Hitler, en su discurso en Danzig ocupada el 5 de octubre, hablaba de proponer la paz a los occidentales, que todavía no habían combatido contra Alemania, antes de llegar a lo irremediable, -pero ya era demasiado tarde, y todo quedó en el aire-. La rápida y desastrosa guerra había ocasionado ingentes pérdidas y destrucciones a Polonia; económicas, culturales y humanas. Los muertos habían sido, según R. Wojna, 644.000, de los que 123.000 eran militares y el resto, 521.000, civiles -otras cifras dan 200.000 soldados muertos, y otras 150.000-. Los alemanes capturaron 694.000 prisioneros y 217.000 los soviéticos- otras cifras dan 450.000 prisioneros de los alemanes y 300.000 de los soviéticos. Por su lado, los alemanes tuvieron 10.572 muertos, 30.322 heridos y 3.404 desaparecidos; según fuentes polacas actuales, los alemanes perdieron 674 tanques, 919 vehículos y 612 aviones -lo que da fe de la resistencia polaca- y cerca del 80 por ciento de las fuerzas armadas alemanas, si no más, tuvieron que ser empleadas en Polonia. Los soviéticos tuvieron sólo 734 muertos y 1.862 heridos. Alemania se anexionó Polonia occidental y algunos puntos próximos a Prusia oriental, en los que había alemanes, aunque eran claramente minoritarios. Los soviéticos se anexionaron Polonia oriental, que los polacos habían arrebatado a la URSS en la "cruzada" de 1921, habitada mayoritariamente por ucranianos y bielorrusos, que incluye, entre otras, ciudades como Lwow y Briest. En el centro se creó un "Gobierno de Polonia" bajo protectorado alemán. Sobre la marcha los alemanes iniciarán en "su" Polonia la instalación de campos de concentración (5.870 en total) y las deportaciones, matanzas y destrucciones para "hacer desaparecer a Polonia": el total de muertos después de la guerra de 1939 será de 5.384.000 (cifra que incluye a polacos judíos y no judíos). Las pérdidas económicas por la ocupación serán de 48,7 mil millones de dólares USA y el 43 por 100 de los bienes culturales quedarán destruidos. Tras la derrota, el presidente Moscicki cede los poderes a L. Raczkiewicz, presidente del Senado, que se establecerá en Francia; el primer ministro y comandante en jefe de los polacos del exterior será el general Sikorski (octubre de 1939), que llegará a tener bajo su mando a un ejército de 80.000 hombres, y los soldados polacos aparecerán en varios de los frentes en que los aliados combaten a italianos y alemanes. Más adelante, aparecerá también la resistencia contra la ocupación.
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Los ideales clasicistas formulados en El Escorial se proyectaron inmediatamente desde la corte hacia otros lugares de la Península a través de la obra de muchos de los artistas que habían trabajado en el monasterio. En el caso concreto de la arquitectura, la movilidad de los maestros canteros que habían participado en la obra de San Lorenzo, y la continuidad de los programas reales emprendidos con anterioridad en Madrid, Aranjuez y Toledo justifican ampliamente este fenómeno. Pero fue Juan de Herrera con sus intervenciones en los Sitios Reales, en Granada, Sevilla y Valladolid el artífice más destacado de este proceso que fue acompañado de una simplificación de las formas constructivas que enlazará con la arquitectura del reinado de Felipe III, recientemente estudiada por la profesora A. Cámara. Además de sus trabajos en la conclusión de las obras del Alcázar de Toledo y del Palacio Real de Granada, los edificios más importantes de Herrera, al margen de su intervención definitiva en El Escorial, fueron la Catedral de Valladolid y la Lonja de Sevilla. El rigor del lenguaje arquitectónico empleado por Herrera en la catedral castellana, clara aceptación del ideal clasicista formulado en El Escorial, se manifiesta de forma absoluta en las numerosas trazas conservadas del edificio y en el tratamiento concreto de los elementos constructivos que configuran, en conjunto, un estilo severo en consonancia con las disposiciones de las Constituciones Sinodales prescritas en el Concilio de Trento. Por otra parte, la profunda reflexión clasicista que se establece en torno a la construcción de este edificio no sólo está en relación, como ya ha señalado Chueca Goitia, con la aplicación rigurosa del sistema de proporciones del Renacimiento, sino que hizo posible que algunas de las soluciones adoptadas, como es el caso de la articulación y ordenación de la fachada principal, superaran algunas de las ensayadas previamente en el edificio de El Escorial, como la Fachada del Patio de los Reyes. De la misma manera, en la Casa de la Contratación de Sevilla, Herrera planteó una de las obras en donde mejor apreciamos ese proceso de depuración arquitectónica. Así, mientras el patio se resuelve mediante el sistema de superposición de arco y dintel, la fachada principal, rematada en sus ángulos por grandes pirámides fajadas a la rústica, se articula a base de pilastras y recuadros apenas resaltados del muro, abandonando el basamento rústico y el sistema de superposición de órdenes, dando muestra de esa tendencia a la planitud tan propia de la arquitectura del maestro, seguida más tarde por su discípulo Francisco de Mora. Este reduccionismo del lenguaje clásico tiene un campo de experimentación muy concreto en algunas obras prácticas diseñadas por Herrera como la Casa y estanque de la nieve en El Escorial y el Lavadero de Ocaña, que tienen en otras obras anteriores, como los aljibes de la fortaleza de Melilla, un claro precedente funcional. Aunque estos edificios del estilo severo fueron la referencia de la mayor parte de la arquitectura posherreriana, no lograron transformar definitivamente el aspecto de nuestras ciudades que, como ya indicamos en su lugar, respondían esencialmente a una imagen todavía medieval. A excepción de las reformas emprendidas en Valladolid a partir del incendio de 1561 y de los proyectos de intervención programados para transformar Madrid en la capital del reino, parcialmente desarrollados a principios del siglo XVII, la planificación urbana quedó relegada a determinado tipo de acciones ya señaladas en la etapa anterior y a la construcción de los edificios de carácter oficial que demandaba la administración del Estado. No obstante, la reconstrucción del centro de Valladolid inauguró una nueva forma de actuar que se concretó en el urbanismo de los primeros años del siglo siguiente. El trazado rectilíneo de las calles, su carácter definidor de la trama urbana y de las mismas soluciones constructivas, el sistema de soportales inspirado en la tradición española y, sobre todo, la importancia que adquiere la plaza mayor como generadora de un espacio urbano jerarquizado, son sólo algunos de los postulados que definen esta nueva metodología que tanta importancia tuvo posteriormente tanto en España como en Hispanoamérica. Es más, también podemos constatar la expansión del clasicismo en lugares apartados de la ciudad como en el sitio de Martín Muñoz de las Posadas o en las villas de Martos (Jaén) y Viso del Marqués (Ciudad Real), que constituyen una emulación en el medio rural de los ideales clasicistas de la arquitectura cortesana. El palacio de Viso del Marqués, mandado construir por don Alvaro de Bazán al italiano Giovanni Castello Bergamasco, por su depurada arquitectura y sus interesantes ciclos pictóricos, realizados por los hermanos Juan Bautista y Francisco Peroli, constituye el mejor ejemplo de palacio español del Renacimiento decorado de acuerdo a la moda del Manierismo italiano. Toda la arquitectura palaciega, de inspiración genovesa, se recubrió de pinturas al fresco donde los grutescos y las arquitecturas fingidas sirven de vehículo de unión a toda una serie de escenas cuyo fin último radica en la exaltación de las virtudes militares del Marqués de Santa Cruz y del linaje de su noble familia. Destacan entre todas ellas las vistas topográficas de las ciudades europeas situadas en las galerías, del patio, y la decoración ilusionista el Salón Principal y del Salón de Linajes, entre un variado repertorio de escenas históricas y mitológicas. Un programa similar, aunque menos complicado, fue realizado por Rómulo Cincinato en el Palacio del Infantado de Guadalajara, reconstruido a finales de la década de los años setenta por don Iñigo López de Mendoza. El programa se basaba en la decoración de una sala con las representaciones de Cronos y los signos del Zodíaco, la Sala de las Batallas y la Sala de la Caza, esta última decorada con escenas cinegéticas extraídas de las leyendas de Apolo y Diana, inspiradas en las "Metamorfosis" de Ovidio. Completaba el conjunto una delicada decoración de grutescos a la manera italiana. Este tipo de edificios nos pone en relación con una serie de planteamientos que informó la construcción de numerosas villas y palacios en los últimos años del siglo XVI, lamentablemente desaparecidos en su inmensa mayoría. Por este tiempo, la moda italiana comenzó a extenderse en aquellos sectores de la sociedad que podían permitirse el lujo de costearse la construcción de un edificio como lugar de descanso y recreo, a modo de emulación de las villae de la Antigüedad, teniendo como modelo las construcciones del monarca en los Reales Sitios. En la tradición clásica e italiana está el origen de la construcción de algunos de los numerosos cigarrales de Toledo, como el de Buenavista de don Bernardo Sandoval y Rojas, de las quintas madrileñas situadas en el sector occidental del Prado de San Jerónimo, y de las casas señoriales de las riberas del Guadalquivir, descritas por el humanista Juan de Mal Lara, de la misma manera que sirven de fundamento a algunos de los textos de la "Agricultura de jardines" (1592) de Gregorio de los Ríos.
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El reinado de Fernando VII coincide casi exactamente con lo que ha venido en denominarse la crisis del Antiguo Régimen. En el conjunto de la Historia de España, este periodo tiene una especial significación por cuanto en él se produce la Revolución que da lugar al paso de una etapa histórica a otra distinta. En efecto, suele señalarse en esos años el tránsito de la Edad Moderna a la Edad Contemporánea, o en otras palabras, el paso del Antiguo al Nuevo Régimen. En realidad, la expresión Antiguo Régimen -como la de Nuevo Régimen- fue impuesta por la historiografía francesa para realzar la trascendencia del fenómeno revolucionario de 1789. Se pretendía poner de manifiesto que aquella Revolución que tuvo lugar en Francia constituyó un hito importante en el proceso histórico, no sólo ya de aquel país, sino del mundo entero. Y en realidad es cierto que aquellos acontecimientos que se desencadenaron aceleradamente a partir de la toma de la Bastilla quebraron unas estructuras sociales, jurídicas, institucionales, y hasta mentales, que habían estado vigentes durante muchos siglos, y también lo es que tuvieron una gran influencia en el desarrollo histórico de otros países. En el caso de España, aunque con algunos años de retraso con respecto a Francia, se produjo también un tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen. Ahora bien, el fenómeno revolucionario tuvo en nuestro país un carácter distinto al que había tenido en el país vecino. Aquí fue la invasión napoleónica, junto con otros factores que se vieron dinamizados a causa de la ocupación de los ejércitos franceses de la Península, los que posibilitaron esa serie de cambios fundamentales que darían origen a unas nuevas formas políticas, a una nueva organización de la sociedad e, incluso, a un nuevo funcionamiento de la economía. Hasta el estallido de la Revolución, España había sido regida desde el siglo XV por una Monarquía unitaria y absoluta en la que, en general, se habían respetado los fueros, los privilegios, las instituciones y las peculiaridades de los distintos reinos que habían ido configurándose durante la Edad Media. El Rey constituía el poder jerárquico más elevado después de Dios, y él era en definitiva fuente de toda justicia, de toda legislación y quien manejaba las riendas del gobierno. El monarca encarnaba la soberanía de la nación. No obstante, estaba sujeto a una serie de principios que ni él mismo podía violar, y los tratadistas españoles llegaron a admitir el tiranicidio cuando se transgredían los presupuestos según los cuales el rey debía buscar el bien de su pueblo. En el siglo XVIII la Monarquía sufrió algunas transformaciones que acrecentaron su poder. Por ejemplo, ese exquisito respeto que los monarcas de la casa de Austria habían mostrado por las peculiaridades de cada uno de los reinos españoles se trocó en un rígido centralismo. Las instituciones que habían asumido las funciones de responsabilidad en el gobierno del país y habían permitido una cierta representatividad del pueblo, desaparecieron o dejaron de funcionar. El principio en el que se basaba el despotismo ilustrado ("todo para el pueblo, pero sin el pueblo"), define perfectamente el carácter absolutista que asumió la Monarquía durante el siglo de la Ilustración. De todas formas, desde el siglo XV hasta el momento de producirse la Revolución, a comienzos del XIX, España fue regida por una Monarquía que concentraba todos los poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, aunque en determinados momentos los delegase en organismos más o menos representativos. En cuanto a la sociedad, el Antiguo Régimen se caracterizó por una profunda jerarquización. La sociedad estaba organizada estamentalmente, es decir, por grupos o conjuntos entre los que existía una escasa permeabilidad. La nobleza y el clero eran grupos privilegiados frente al estado llano, que estaba constituido por la inmensa mayoría de la población del país. El origen de estas diferencias hay que buscarlo en los inicios de la Edad Media. Entonces la sociedad se configuró con un cierto carácter de funcionalidad en la que cada grupo tenía definidos sus obligaciones y sus derechos. La nobleza era el brazo armado de la sociedad y a ella le correspondía asumir su defensa cuando era objeto de una agresión por parte de algún enemigo externo. Como compensación a este servicio, la sociedad tenía la obligación de sostener a la nobleza, que estaba exenta de pagar impuestos. El estamento eclesiástico tenía la obligación de instruir al pueblo, tanto espiritual como intelectualmente, ya que los centros educativos estaban en sus manos y sus miembros eran los transmisores de la cultura. Pero a cambio de estas prestaciones, el clero debía ser también mantenido por el pueblo y se le reconocía el privilegio de no tener que pagar impuestos. Por último, el estado llano, el tercer estamento, o los pecheros, como también eran denominados en España todos aquellos que tenían el derecho a ser defendidos y a ser instruidos, a cambio de sostener con sus contribuciones y sus impuestos a los otros dos estamentos. Con el paso del tiempo esa funcionalidad de cada uno de los grupos sociales fue perdiéndose, de tal forma que la nobleza no era ya la que asumía la defensa del conjunto de la sociedad con la fuerza de las armas, y los clérigos dejaron de tener en exclusiva la misión de transmitir la enseñanza, la cultura y las ciencias, aunque naturalmente, la instrucción religiosa y espiritual seguía estando en sus manos. Así pues, el estado llano no era ya defendido por la nobleza ni instruido sólo por los eclesiásticos, aunque seguía siendo el único grupo de la sociedad que pagaba impuestos, ya que la nobleza y el clero se guardaron muy bien de renunciar a sus privilegios. En lo económico, el Antiguo Régimen en España se definió por un control por parte del Estado de los resortes económicos del país. Ese control aparecía especialmente claro en lo que se refería a las relaciones comerciales con América, desde su incorporación a la Corona en 1492. A partir de aquella fecha se estableció un monopolio en estas relaciones mercantiles, de forma que todos los productos que se enviaban o que procedían del Nuevo Mundo, tenían que ser fiscalizados necesariamente por un organismo creado por el Estado y que se estableció, primero en Sevilla y posteriormente en Cádiz: la Casa de la Contratación. El dirigismo en la economía se manifestaba también, por ejemplo, en los gremios. No había libertad de producción, y tampoco de precios, pues eran esas corporaciones gremiales, fuertemente reglamentadas, las que marcaban la pauta y fijaban los límites en estas cuestiones. El Estado marcaba los precios de los productos de primera necesidad y con las tasas sobre los granos trataba de impedir la especulación en momentos de grave necesidad. En definitiva, esos rasgos de la economía con los gremios, monopolios, estancos y precios fijos, prevalecieron en España durante siglos.
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La convocatoria del concilio de Pisa, en 1409, no sólo no solucionó el Cisma de la Cristiandad, sino que lo complicó, pues del mismo salió un nuevo pontífice, sin que renunciara ninguno de los dos existentes. Pese a todo, la vía conciliar era la única que podía resolver la situación. En efecto, así sucedió en el concilio de Constanza, que inició sus sesiones en 1414. En 1416 Castilla sustraía la obediencia al papa aviñonense, Benedicto XIII. Los cardenales y los representantes de las naciones procedieron, en 1417, a elegir un nuevo pontífice, Martín V. De esa forma se puso fin al Cisma. Pero en Constanza también se había planteado la necesidad de proceder a una reforma a fondo de la Iglesia, lo que motivó la aprobación de un decreto que establecía la convocatoria regular de nuevos concilios. En el de Basilea, no obstante, el conciliarismo se despeñó por caminos radicales. Precisamente en los inicios del concilio de Basilea tuvo una intervención muy destacada el obispo Alonso de Cartagena cuando, en 1434, defendió los derechos preferentes de Castilla sobre Inglaterra. En cualquier caso la tormenta había pasado, aunque a consecuencia del Cisma se incrementara en toda la Cristiandad el intervencionismo regio en los asuntos eclesiásticos. En otro orden de cosas caber señalar que la Corona de Castilla no fue ajena a la difusión de corrientes de religiosidad consideradas heréticas. En diferentes ocasiones los textos bajomedievales hablan de la existencia en la Corona de Castilla de beguinos, a los que suelen presentar como "malos cristianos que disen e predican entre los ommes simples, pastores e rústicos e labradores, muchas palabras mentirosas". No obstante la más llamativa de todas las herejías que afectaron a Castilla a fines del Medievo fue la que estalló en el Duranguesado, en el señorío de Vizcaya, en la tercera década del siglo XV. Su cabecilla era el franciscano fray Alonso de Mella. Próximos, al parecer, a la Hermandad del Libre Espíritu, los herejes de Durango defendían la comunidad de bienes y de mujeres, pedían una nueva interpretación de la Biblia y predicaban contra el matrimonio. Inicialmente sus predicaciones tuvieron un gran éxito entre la gente menuda. Pero hacia el año 1445 la herejía había sido sofocada, no sin antes haberse aplicado una dura represión contra sus simpatizantes.
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El compromiso inicial de los artistas americanos con la izquierda en los años treinta, desde la Gran Depresión, se fue relajando poco a poco en lo que Guilbaut ha llamado la desmarxización de la inteligencia americana, algo que no se produjo de la noche a la mañana; una serie de acontecimientos lo fueron preparando: el anuncio del Frente Popular, los juicios celebrados en Moscú contra los intelectuales y el pacto entre Hitler y Stalin en 1939. Caído el mito soviético y perdido el prestigio moral de Rusia, la tierra de la revolución ya no era el paraíso, sino otro Estado inquisitorial más, mientras Estados Unidos era el único gran país con un gobierno democrático que se mantenía en paz. A la vista de todo ello los artistas se fueron alejando de la política activa e incluso de la crítica, mientras tomaban una postura más individual, más elitista y más moderna.Unos fueron más rápidos que otros en este proceso de cambio. En 1936 un grupo de artistas, The Ten (Los Diez) -formado por Mark Rothko y Adolf Gotlieb, entre otros- ya estaba en este camino, lo mismo que los AAA, American Abstract Artists (Artistas Abstractos Americanos), otro grupo de pintores formado en 1937 y conectado con el movimiento europeo Abstraction-Création. La vocación internacionalista de los AAA les hacía desdeñar todo lo que oliera a inequívocamente americano en su pintura y con ello se ganaron la enemistad de los críticos artísticos y la falta de apoyo de las instituciones oficiales. El soporte ideológico que este cambio de orientación artística y política necesitaba se lo brindó el crítico Clement Greenberg con un artículo publicado en 1939 en la "Partisan Review", una de las revistas más importantes de los años treinta. Este texto, titulado "Avantgarde and Kitsch" (Vanguardia y Kitsch), les confirmó a todos en el nuevo camino que habían emprendido.En ese camino estaban los miembros de la FAPS, Federation of American Painters & Sculptors (Federación de Pintores y Escultores Americanos), formada en torno al historiador y crítico Meyer Schapiro, para promover el bienestar del arte libre progresista, en Norteamérica, y que condenaba abiertamente "el nacionalismo artístico que niega las tradiciones mundiales del arte que están en la base de los movimientos de arte moderno". Organizados, agresivos y modernos, adoptaron los métodos de la vanguardia histórica para darse a conocer: campañas publicitarias, ataques al orden establecido, etc. Incluso pensaron en 1941 hacer una exposición conjunta en una tienda de campaña, a lo Courbet, en la que cabían ciento veinte cuadros. Entre ellos no sólo había artistas; contaban también con gentes de museos -conservadores y directores-, profesores de universidad, escritores..., organizados en varios comités. Uno de los más importantes era el Comité cultural, que presidían Gottlieb y Rothko. La FAPS fue un grupo muy poderoso, tanto que hizo cambiar el panorama artístico americano durante la guerra."Alrededor de 7940 -dijo Elaine de Kooning- casi todo el mundo cambió de opinión acerca de su obra y desde entonces cada uno desarrolló un estilo individual"; James Johnson Sweeney, en 1944 -el año de las rebajas de la pintura realista- recordaba, con una mueca de desagrado, "el carácter ilustrativo, social, político e histórico de esta pintura subvencionada por el Gobierno". Así entre 1947 y 1948 la vanguardia "toma la decisión" (en palabras de Guilbaut) de abandonar la pintura representativa en un periodo -la segunda década de los cuarenta en el que la histeria masiva, de la que hablaba Feininger a Rothko en una carta de 1949-, afectaba seriamente al mundo occidental.