Además de los códices, los mixtecos elaboraron un complejo estilo de decoración cerámica, relacionado con ellos, y que se expandió con el arte mural. Su lugar de origen fue una región entre los valles de Puebla, Tlaxcala y porciones de la Mixteca, y se distribuyó a casi todas las regiones de Mesoamérica en las décadas anteriores a la conquista. Su centro de distribución pudo ser Cholula, que lo integró en una amplia red religiosa. Los murales de los palacios de Mitla, Tulum y Santa Rita Corozal participan de este estilo, que se complementa con la fabricación de cerámicas pintadas y de los códices mixtecos. Es un estilo muy preciso en lo que se refiere a la delineación de los motivos, que combina colores muy vívidos de naturaleza simbólica, y cuyos diseños incluyen discos lunares y solares, símbolos de agua, fuego, corazones y guerra, signos del calendario tonalpohualli, serpientes, jaguares, venados, etc. Otros materiales como madera, hueso, máscaras de turquesa y objetos de piedra, reflejan con fidelidad los patrones estilísticos de los códices manuscritos. Muy importante para la cultura mixteca fue la metalurgia en oro, plata, estaño, bronce y cobre, que les hacen los más afamados metalúrgicos de Mesoamérica. Hacia 1.500 d.C. todos los sitios importantes del valle de Oaxaca tienen rasgos mixtecos, cuya influencia llega incluso a Cholula, lo que permite que el estilo mixteca-puebla reciba un impulso de distribución internacional. Pero no toda la expansión mixteca fue pacífica, sino que se construyeron fortalezas en sitios estratégicos, en particular en aquellas zonas amenazadas por el expansionismo azteca; es el caso de Diquiyu o Guiengola en el Itsmo de Tehuantepec, desde donde se frena en repetidas ocasiones al ejército mexica. No obstante, los mexica consiguieron anexionarse parte de la Mixteca Alta a lo largo del siglo XV, y sitios como Coixtlahuaca y Tlaxiaco fueron tributarios de Tenochtitlan hasta la destrucción del Imperio azteca por los españoles.
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Al noroeste de Oaxaca, en una región denominada Mixteca Baja, se desarrolló un estilo artístico muy peculiar y de distribución limitada que un investigador de la cultura zapoteca, Paddock, denominó Ñuiñe, Tierra Caliente. Su emplazamiento entre dos desarrollos culturales de tan fuerte personalidad como Teotihuacan y Monte Albán, y las influencias de Cholula y de la Costa del Golfo de México, hace que algunos centros como Nuyoo, Mixtepec o Acatlan, posean un integrador estilo de gran particularidad.La tradición Ñuiñe ha sido definida por la presencia de cabecitas colosales confeccionadas de arcilla, de fuertes similitudes con las existentes en el centro de Veracruz. Junto a ellas, aparece cerámica Naranja Delgada con desgrasante de esquisto y mica, un artículo ampliamente distribuido en Mesoamérica por comerciantes teotihuacanos. También se asocia a este desarrollo cultural un sistema de escritura muy parecido al que se utiliza en Xochicalco, que mezcla elementos zapotecos y teotihuacanos con otros de las Tierras Bajas Costeras Periféricas.No cabe duda, pues, que entre el 500 y el 700 d. C. el noroeste de Oaxaca vive fenómenos de eclecticismo y evolución muy similares a los identificados en ese momento en Cacaxtla, Xochicalco y sitios del área de Bilbao y Cotzumalhuapa, y que definen un estilo que integra elementos autóctonos con otros procedentes de los centros más prestigiosos del período Clásico.
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A la hora de afrontar este tema la dificultad mayor es la ausencia de originales griegos, solamente suplida a base de innumerables copias conservadas de época romana, de donde la importancia de la crítica de las copias en cuestión tan capital como el estilo. Sólo a través de ellas podemos conocer y seleccionar aquellos rasgos que mejor cuadran a la época del original, es decir, sólo a través de ellas podemos indagar el estilo de sus creadores. El estilo severo es, ante todo, una postura artística genuinamente griega, con precedentes griegos y con desarrollo dentro de Grecia. A diferencia de la situación originada en época arcaica, más difusa y desperdigada por las islas del Egeo y por las colonias del Mediterráneo, el estilo severo es unitario y cohesionado, se centra en Grecia y se interesa por una temática consustancial al pensamiento griego, que es la figura humana. En atención a los rasgos externos se puede decir que el estilo severo es ritmo pautado, forma cerrada, grave compostura y modelado cuidadísimo, sobre todo con cincel plano. Entre los escultores de este momento destacan en Atenas, además de los ya citados Kritios y Nesiotes, Hegias o Hegesias, del que apenas sabemos más que el nombre, y Kálamis, al que Plinio celebra como especialista en bellísimos caballos de bronce, asimismo recordados por Pausanias. Si nos atenemos a las fuentes, Kálamis destacó por su empeño en corregir la dureza y rigidez que atenazaban todavía a las esculturas, lo que equivale a la búsqueda de formas más naturales. Se le atribuyen un Apolo Alexikakos en el cementerio del Cerámico y una Afrodita, obra que se tiende a identificar con la famosa Sosandra, tan admirada por Luciano. Hageladas es la personalidad artística más relevante del Peloponeso junto con Kánachos de Sicione. Hageladas pasa por ser fundador de la escuela de Argos y maestro nada menos que de Mirón, Fidias y Policleto. Su obra más famosa era el Zeus de Ithome, fechado hacia 490, mencionado por las fuentes y reproducido en monedas de época romana. Onatas de Egina fue un broncista sumamente activo, cuyas obras no podemos identificar, como tampoco las de Pitágoras de Rhegion, un gran artista que abandonó su ciudad de origen, Samos, y se trasladó a la Magna Grecia. Pitágoras dio un paso decisivo hacia el realismo y hacia la reproducción directa del natural, además de haber buscado mayor correspondencia entre la figura y el espacio, faceta que le llevó a cultivar la torsión del cuerpo y las composiciones en chiasmos, o sea, en aspa. La producción característica del estilo severo es la estatua de bronce, dos de cuyos ejemplares más conocidos y representativos, el Auriga de Delfos y el Poseidón del Cabo Artemision, nos han llegado en bastante buen estado de conservación.
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En este ambiente y en estos tiempos no es de extrañar que fuera la década de los sesenta la de mayor éxito y esplendor del arte de Morales. Una tabla de la Virgen con el Niño y San Juanito pasó, en 1564, de las manos de Felipe II al monasterio madrileño de San Jerónimo el Real; su taller produjo sus más importantes retablos: el de Arroyo del Puerco (1563-1568, hoy Arroyo de la Luz en Cáceres), el del monasterio de Santo Domingo de Evora (1564), al otro lado de la frontera con Portugal, los de las parroquias de San Martín de Plasencia e Higuera la Real (1565-1570), al que habría que añadir el menor de Valencia de Alcántara, también en la provincia de Cáceres. La multiplicación de este tipo de encargos -la parte del león para cualquier taller de pintura o escultura- tuvo que suponer a Morales la cúspide de su actividad, valorada en términos económicos, aunque nunca alcanzaran las cantidades -el retablo de Arroyo del Puerco fue contratado por 400 ducados, el de Evora por 212, el pequeño de Higuera la Real por 160- que se barajaban en capitales como Toledo o Sevilla. Ahora bien, también los retablos componían conjuntos didácticos o devocionales, cuya iconografía seriada constituía la mayoría de las veces un programa coherente e intencional. Perdido el de la Puebla de la Calzada, el retablo de la Concepción de Badajoz sería el más antiguo de los que se han conservado, aun parcialmente, con su Virgen con el Niño y el pajarito y un Cristo con la cruz a cuestas, premonición y cumplimiento de la Pasión que había encontrado su inicio en la Inmaculada Concepción de María, la advocación de la ermita y tema representado a través del Abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén. En el conjunto de Higuerjuelas de Arriba, destinado a la familia Carvajal, el retablo incluía tablas dedicadas a la Epifanía a los Reyes Magos, el Bautismo, el Descendimiento de la cruz, San José con el Niño, Santiago y la Imposición de la casulla a San Ildefonso, que parecen obedecer más a una serie casual de devociones que a un proyecto didáctico bien meditado. El disperso retablo de la capilla del Sagrario de la catedral de Badajoz, con su Anunciación, su Epifanía, una Piedad, y una Estigmatización de San Francisco parece denotar un programa de corte mariano, aunque las dos últimas tablas podrían haber formado parte de un segundo díptico o tríptico catedralicio en el que el tema central habría sido el de las Cinco Llagas de Cristo y el santo de Asís. En todos ellos, como en los más tardíos de los años sesenta, se tiende al desarrollo de escenas plenamente narrativas, con fondos paisajísticos o de interiores de casas o iglesias, tomados muchas veces de estampas italianas o germánicas, de las de antiguallas cargadas de ruinas a las imágenes de templos en perspectiva de Alberto Durero sometidas, no obstante, a un proceso de radical simplificación. En el retablo de Arroyo de la Luz, el único conservado en su integridad e in situ, se desarrolla un doble programa, por una parte dedicado a la Infancia, con la Anunciación, el Nacimiento, la Presentación en el Templo y la Epifanía, y por otra parte, a una pormenorizada Pasión, con la Oración en el huerto, el Ecce Homo, la Negación de San Pedro, el Camino del Calvario, el Descendimiento, el Santo Entierro, la Bajada al Limbo, la Resurrección, la Ascensión y el Pentecostés; a estas tablas se añadieron las dedicadas a Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, San Juan Bautista y San Jerónimo. El retablo de Santo Domingo de Evora presentaba en origen el Nacimiento, imágenes de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, San Pedro y San Pablo, a las que quizá se adjuntaron un Bautismo y la Virgen con el niño que se conserva en el Museu Nacional de Arte Antiga de Lisboa. El de Higuera la Real contenía las imágenes pasionistas de Cristo atado a la columna, un Ecce Homo con Poncio Pitato, un Cristo con ta cruz y una Quinta Angustia, con las figuras apaisadas de San Juan Evangelista y la Magdalena en el banco. De escaso número de tablas era asimismo el retablo de San Martín de Plasencia, con un trío mariano -Anunciación, Visitación y la Purificación- y otro dedicado al santo titular de la parroquia, con San Martín y el pobre de buen tamaño y dos pequeñas escenas de su vida en la predela. Esas tres mismas escenas aparecían también en el retablo que requirió de Morales, hacia 1575, la iglesia mayor de Elvas. Tal monotonía en la temática justificaría, en buena medida, su abandono en manos de sus ayudantes y su factura a veces seriada y escasamente original, reservándose solamente -como requerían muchas veces los contratos- la pintura de rostros y manos, el toque personal del artesano que remata la obra colectiva y, en cierto sentido, anónima, en la que el artista esconde, no muestra, su personalidad, incluso la huella de la grafía única de su propia mano sobre la superficie de la tabla o el lienzo.
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Son numerosas las causas que se han señalado para explicar el éxito del arte mudéjar, que alcanzó una enorme expansión durante los siglos bajomedievales, salpicando profusamente de monumentos casi toda la geografía española. Se ha hablado de condicionamientos geográficos para la expresión de la arquitectura románica y gótica, que utiliza como material la piedra sillar, difícil de obtener en muchos puntos del solar hispánico; también de crisis y recesión económicas, que explicaría la difusión de un sistema constructivo considerado más barato, y asimismo de la existencia de una mano de obra, los mudéjares, considerada en líneas generales más abundante, barata, rápida y eficaz. Incluso otras consideraciones más culturalistas han aludido al declive de la influencia francesa en la arquitectura española, influjo que había sido determinante a lo largo de los siglos XI, XII, y XIII, muy patente en los monumentos románicos, en los monasterios cistercienses y en las catedrales góticas castellanas del período clásico, y que a partir del siglo XIII inicia una recesión, siendo asumido dicho papel por el esplendor y expansión de la arquitectura mudéjar. Lo cierto es que todas estas causas de carácter socio-económico han sido poco contrastadas por la investigación actual, tal vez por carecer de fuentes adecuadas por una correcta valoración. Ya Manuel Gómez-Moreno había planteado que lo que en realidad se produce es la competencia entre dos sistemas de trabajo: el sistema de trabajo de cantería, utilizado en la arquitectura románica y gótica, con técnicas y mano de obra fuertemente influidas por la tradición constructiva francesa, y el sistema de trabajo mudéjar, con materiales, técnicas y mano de obra fuertemente vinculados a la tradición constructiva islámica. Ovidio Cuella ha dado a conocer una importante relación de cuentas sobre las obras realizadas en la desaparecida iglesia mudéjar de San Pedro Mártir de Calatayud (Zaragoza) entre los años 1412 y 1414, que resulta sumamente significativa para valorar la competitividad del sistema de trabajo mudéjar frente al sistema de trabajo de cantería, y que en líneas generales rectifica bastantes de los tópicos apuntados más arriba. Desde estas fuentes documentales aragonesas estamos en condiciones de afirmar que el sistema de trabajo mudéjar ofrece a comienzos del siglo XV una fuerte especialización en el proceso constructivo, mudándose incluso las cuadrillas que trabajan en cada una de las etapas fundamentales de la obra: cimentación, obra gruesa de ladrillo, obra de revestimiento y enlucido en yeso. Hay, pues, una destacada especialización y cualificación profesional, que permite deducir unos aceptables estándares de producción, competitivos no sólo dentro del sistema de trabajo mudéjar sino en relación con el trabajo de cantería. Por otra parte, esta variada cualificación profesional se traduce en profusa diversificación salarial de la mano de obra, desde el maestro director de las obras, Mahoma Rami, en este caso, que percibe cinco sueldos diarios más dos de posada, pasando por un amplio abanico salarial entre cuatro sueldos diarios y un sueldo diario, en el que se escalonan el resto de maestros, oficiales y mozos. La mano de obra es casi exclusivamente mudéjar, ya que el porcentaje de la participación de mano de obra cristiana y judía resulta irrelevante, pero significativo para constatar que las diferencias de retribución no responden a razones de discriminación social sino a cualificación profesional. Aunque no disponemos de suficiente documentación para comparar costes globales entre ambos sistemas de trabajo, sin embargo dentro del propio sistema de trabajo mudéjar estos costes varían considerablemente según el procedimiento de administración y contrata o adjudicación de la obra, lo que sin duda incide también en la calidad de la obra acabada. En líneas generales puede afirmarse que el sistema de trabajo mudéjar resulta sumamente eficaz, a tenor de lo realizado en una sola campaña anual entre primavera y otoño; se ha calculado, siguiendo estos estándares de producción del sistema de trabajo mudéjar, que cada una de las torres de Teruel pudieron realizarse en una sola campaña anual. Pero no puede decirse lo mismo ni de la abundancia de la mano de obra mudéjar ni de su baratura. Se ha conservado suficiente documentación real aragonesa que atestigua la precariedad de la mano de obra mudéjar, por otra parte muy apreciada, así como la reiterada insistencia real a los administradores para conseguirla. No obstante no debe olvidarse el importante papel jugado por la mano de obra mudéjar, de la que en el caso aragonés disponemos de abundantes nóminas de maestros para los siglos XIV, XV y XVI. Por lo que respecta a su baratura, ya se ha apuntado que no se aprecian diferencias salariales por razones de discriminación social. Otra cuestión diferente, de enorme interés, es el reparto selectivo de encargos artísticos entre ambos sistemas de trabajo, el de cantería y el mudéjar, que se constata para el siglo XV y que responde más a la tipología y funcionalidad de la obra a realizar que a los posibles condicionamientos económicos. Todas estas consideraciones, aunque sólo están constatadas documentalmente para el siglo XV pueden retrotraerse sin duda a siglos anteriores. En la consideración de los condicionamientos geográficos, entendidos como freno al sistema de cantería y motor del éxito del arte mudéjar, también hay que pronunciarse con suma cautela, ya que hoy día no se aceptan las tesis radicales y deterministas sobre el medio geográfico en relación con la creación artística. La voluntad artística ha superado en muchas ocasiones los condicionamientos del medio geográfico y contamos con numerosos ejemplos en el arte español; pero si el sistema de cantería se sobreimpone con alguna frecuencia al medio geográfico, más fácil resulta todavía que el arte mudéjar desborde, por su parte, lo que podría considerarse su espacio natural, en función de los materiales que utiliza primordialmente. Hay que volver, pues, siempre a la razón histórica para la interpretación de cualquier fenómeno artístico. Como ha escrito con justeza José María Azcárate respecto del arte mudéjar, los factores económicos "contribuyen a su asentamiento y difusión", pero "no justifican por sí mismos la creación de un estilo".
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Según la Escritura, las tribus de Israel, oprimidas en Egipto, huyen de los dominios del faraón, viven la gran experiencia religiosa del Sinaí, se concentran en Kadesh, ya a las puertas del Neguev, intentan las primeras penetraciones en el sur de Palestina, y logran al fin la posesión de la tierra mediante incursiones y operaciones desde la región transjordana. Es pretensión de los redactores presentar este largo proceso como aventura compartida por las doce tribus ya formadas, lo que no deja de tener su dificultad a partir de indicios de los propios textos de la Biblia, no bien disimulados por los sucesivos redactores. Las diferentes partes de este proceso han llegado a la unidad compositiva, tal cual la tenemos, a través de tradiciones parciales respondentes a diversidades locales o grupales. Así, por ejemplo, la memoria de las actuaciones de Moisés era muy débil en el sur; algunas tribus del mediodía -Benjamín, Efraim, Manasés-, contrariamente, eran las depositarias de los recuerdos de Josué y sus hazañas; la de Leví parece muy relacionada con la estancia en el oasis de Kadesh, y hasta es posible encontrar, así en Jueces, 1, la práctica síntesis de la conquista bajo forma de acciones independientes o conjuntadas de algunas tribus, como si Josué hubiera muerto con las manos vacías en lo político-militar. Aceptado que hubo grupos del futuro Israel que partieron de Egipto, y dado por supuesto que Moisés iba a su frente, es legítimo afirmar que el éxodo tiene un fundamento de historicidad. Todo apunta a que la huida de estos semitas tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIII, en el reinado de Ramsés II o en el de su sucesor inmediato Mineptah. El momento ante quem es el de la estela de este faraón en que aparece mención del pueblo de Israel como uno de los establecidos en Asia, no todavía del todo asentado, si atendemos al determinante utilizado en el texto, que es el de gente y no el de ciudad. Hacia 1220, fecha aproximada del documento, Israel se movía y actuaba ya en la región cananea o a sus puertas. Es cierto que algunos autores han preferido soluciones distintas para la cronología de la huida desde Egipto, pero la apuntada parece la más aceptable. Unos se han fijado en la expulsión de los hicsos, hacia 1580; otros han vinculado el éxodo con la desbandada de los monoteístas solares de la religión revolucionaria de Amarna que impulsara Amenofis IV (Akhenatón), lo que llevaría hacia la mediana del siglo XIV; quién se ha entretenido en contar generaciones respetando los cómputos bíblicos, como si los números manejados no fueran más simbólicos que otra cosa, para obtener también fecha del siglo XIV. Pero la atracción de la cronología tardía es tal, que quien elige asir una de las otras posibilidades cae inevitablemente en la teoría de los dos éxodos, el de la XIX dinastía, segunda mitad del siglo XIII, y alguno de los anteriores. Los partidarios de un doble éxodo encuentran como atractivo de su tesis la reducción que permite de todas las tribus a un período de estancia en Egipto. Aquéllas que no vivieron la experiencia sinaítica bajo la conducción de Moisés habrían llegado a Canaán, también desde el país del Nilo, en la anterior migración, bastante tiempo atrás. Segunda ventaja sería la de permitir explicación fácil a las poco compaginables tradiciones de una ruta septentrional y otra meridional. Pero ello no pasa de ser simple conjetura. Distinguen estos autores un primitivo éxodo-expulsión y el más tardío éxodo-huida. En una de las celebradas obritas de Michaud tenemos ejemplo concreto de este tipo de explicación múltiple. De las doce tribus, Rubén, Simeón, Leví y Judá habrían protagonizado el éxodo-expulsión, que este especialista relaciona con el fin de la presencia hicsa en Egipto; Benjamín, Efraim y Manasés participarían en el éxodo-huida dirigido por Moisés, mientras que el resto de las tribus habrían sido, entiende, ajenas a la estancia en Egipto. Otros intérpretes de los inclinados hacia más de un éxodo difieren en ocasiones por algo más que el detalle. L. García Iglesias cree que la idea de los dos éxodos incurre en lo que bien podemos denominar hipótesis gratuita, pareciéndole más aceptable admitir base histórica, próxima o remota, a la salida de tiempos de Ramsés II o de su sucesor, sólo a ésta, sin perder de vista que no más que una parte del futuro Israel se remontaría a estas gentes semíticas dislocadas y con conciencia de regreso. Moisés, israelita de nombre egipcio, fue el fundador de la religiosidad yahvista y el conductor del pueblo errante cuando la peregrinación hacia la tierra de los padres. Personaje indiscutiblemente histórico, nadie lo niega, se nos presenta a la sombra de unos datos, exclusivamente bíblicos, que van de lo novelesco a lo dudoso, de lo inverosímil a lo incomprobable. Pero Moisés existió realmente y no se explica sin él la fe henoteísta, casi monoteísta ya, tan viva y definida, que heredaría el pueblo hebreo constituido en Canaán. Podría el historiador resumir el relato bíblico desde las fantásticas circunstancias de su nacimiento y primera niñez hasta el final de su liderazgo a la vista ya de la tierra prometida, pasando por su porfía con el faraón, la huída, su brega con el pueblo, su mediación ante Yahvé y tantos y tantos episodios anejos. No tendría quizá demasiado sentido, porque el hombre culto en general tiene presentes al menos las referencias fundamentales de lo que sobre el personaje se nos dice. Y separar el grano de la paja con sólo aplicar crítica interna; pues nos faltan apoyaturas de contraste, es casi imposible aventura. Sin negar, al menos, un remoto valor a las tradiciones, curiosamente vivas en las tribus de Efraim y Benjamín, pero no unitarias, la prudencia obliga a poner bajo sospecha la mayor parte del ropaje narrativo; si no siempre por merecer negación, cuando menos por no ser acreedora de certeza. Innegables connotaciones de caudillo mítico, de legislador mítico, empujan a ello, lo que no supone, en modo alguno, negación de su realidad histórica y de algunos detalles de su misión: integración parcial en el ambiente egipcio; simpatía por la causa del Israel oprimido; asunción de la iniciativa de la marcha; vivencia religiosa profunda, denodadamente predicada a un pueblo tan necesitado de aglutinante en las dificultades como incapacitado para la respuesta depurada y exigente; creación de la conciencia de un pacto entre Dios y el pueblo y, por último conducción penosa hacia una tierra donde sentar reales para un futuro esperanzador. Esto sí. Las ornamentaciones portentosas, los signos y los milagros, las teofanías antropomórficas o físicas, las alternativas dramáticas extremadas, todo eso es otro cantar. Y que conste, es preferible el "no sabemos" a la negación. No podemos cerrar este apartado sin breve referencia a dos aspectos, relacionados con nuestro personaje, que tienen su interés: el origen de la Pascua hebrea y la alianza mosaica en sus vertientes ambientales y formales. El rito del sacrificio pascual aparece en el libro del Éxodo asociado con la décima plaga, a modo de garantía de incolumidad para los primogénitos de Israel. Se le alude como si no hubiera existido con anterioridad y la celebración anual fuera rememoración que arrancara precisamente de ésa y no otra ocasión. La relación entre la Pascua y el éxodo es estrecha e ininterrumpida en la tradición hebrea. Sin embargo, parece que el origen mosaico de la práctica no se sostiene, sino que puede responder a una reinterpretación, y el pasaje exódico ser etiología ennoblecedora. La Pascua, sacrificio de un cordero, es rito propio de pastores; y son las circunstancias de la cautividad en Egipto las menos propias para su origen. Los ambientes seminomádicos palestinenses de época patriarcal o similares posteriores aportarían mejor explicación. Habría, además, en Israel, carga de significación y simbolismo en una costumbre atávica no ajena a otras gentes de género de vida semejante. La alianza del Sinaí, por su parte, en la que Moisés aparece ejerciendo de mediador, es el fundamento de las pretensiones teocráticas del pueblo hebreo, es el sello externo de la elección de Yahvé. Los ritos inherentes al pacto no son del todo desconocidos entre los viejos pueblos nomádicos, y las formulaciones de la alianza recuerdan muy de cerca los contratos de vasallaje conocidos en diversos ambientes próximo-orientales, especialmente entre los hititas.
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El formidable empuje de las fuerzas alemanas había conseguido a lo largo de escasas semanas ocupar una importante fracción del territorio francés. En este sentido resulta especialmente significativa la posibilidad que existe de seguir día a día los avances de la Wehrmacht sobre el espacio invadido. Esta circunstancia había empujado a centenares de miles de habitantes de las regiones del norte a la huida en dirección opuesta a la marcha alemana. El todavía vivo recuerdo de las atrocidades cometidas por éstos durante las dos ocupaciones anteriores de que el país había sido objeto estaba presente en todas las mentes. Ello les llevaría al abandono de sus viviendas y bienes materiales, lanzándose a la difícil aventura de las carreteras que conducen al sur. Este masivo éxodo, generado de forma espontánea, originaría multitud de opiniones de toda clase, desde las de carácter meramente práctico hasta las que buscan en este desplazamiento de población unas motivaciones simbólicas mucho más profundas. De hecho, el traslado de ciertos contingentes de población ante el riesgo de un avance alemán había sido programado con bastante anterioridad por las autoridades, con vistas a una posible reconstrucción parcial de los servicios administrativos e industriales en el menos amenazado Mediodía. Pero ahora a esto se añadía la huida no preparada, que unía a belgas y a franceses en el temor común a la acción del invasor. Junto a ellos, millares de judíos y exiliados políticos alemanes y de los países ocupados trataban de escapar de una suerte cierta en caso de caer en manos de los hombres de Hitler. Para algunos tratadistas del tema, la superioridad cualitativa y cuantitativa del ejército alemán no sería más que el desencadenante último del fin del proceso de descomposición general que se había adueñado con anterioridad de todos los planos de la vida francesa. Para algunos partidarios de una explicación social e histórica de este fenómeno de masas, el éxodo podría responder a la idea de un retorno del pueblo francés a sus orígenes. La realidad fue que -por miedo real, disposiciones oficiales o utópica búsqueda de un solar histórico- entre el 15 de mayo y el 20 de junio de 1944 de seis a ocho millones de franceses se lanzaron a los caminos. Esto contribuyó de forma decisiva a dificultar las postreras operaciones militares desarrolladas por un ejército prácticamente derrotado desde un principio. Al tiempo que los aviones alemanes ametrallaban las columnas de refugiados causando decenas de muertos y heridos, las escenas de pillaje se suceden sobre las propiedades de los que han huido. El saldo final arrojará también una elevada cifra de varios millares de niños extraviados por sus padres definitivamente durante aquellos días en los cuales se ha afirmado que un viento de locura sopló con fuerza sobre Francia.
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Acabada la Primera Guerra Mundial se hizo realidad la disgregación de un Estado que venía cuajando y madurando con el apoyo y con la amenaza de las minorías nacionales. Eso justifica la tesis usualmente admitida de que el Gobierno de Austria-Hungría quisiera la guerra y viera en ella, y más aún en la victoria, "ex ante" casi segura, la reafirmación del Estado y el fin de cualquier amago disgregador. La derrota, sin embargo, alentó el movimiento de las nacionalidades, y la protesta de las minorías fue, a partir del principio de la "libre determinación de los pueblos", más fuerte y eficaz que cualquier otra consideración política o estratégica. Así hicieron saltar, según Renouvin, "el marco de la monarquía", para entrar en su proceso de liquidación; proceso de difícil solvencia, pese a las tesis de la autodeterminación y del plebiscito como instrumento de la misma. Con la minoría alemana pudo formarse el nuevo "Estado austriaco"; un Estado ciertamente pequeño, de 84.000 kilómetros cuadrados, poblado por seis millones y medio de habitantes muy desigualmente repartidos y con grandes dificultades para el abastecimiento. Pero lo peor para Europa no era esto, sino la fragmentación territorial y sus consecuencias económicas y políticas, junto con el peligro de una incorporación de Austria al Reich alemán, pese a la prohibición contenida en los tratados de Versalles y Saint Germain. El fundamental y más profundo y difícil problema fue la preocupación por el Anschluss. Nacerá desde el primer momento, se recrudecerá ante la formación de la Pequeña Entente, y se mantendrá encendida, pese a las negativas italiana y francesa, cuando, a partir de 1926, el presidente de la República austriaca, su Gobierno y la misma opinión pública la estimen vital para el mantenimiento y perfección de su independencia. La trascendencia del colapso económico consecuente con la guerra, la reducción del Estado a un territorio pequeño y la concentración de habitantes en Viena -unos dos millones- hicieron de esta ciudad el centro de una penuria total. La gran ciudad quedaba aislada en el extremo oriental del territorio; y, aunque continuaba siendo, aparte de cabeza de la nueva República, la capital de la Banca de Europa Central y de los Balcanes, comenzó a sufrir las consecuencias de un proteccionismo económico atroz: se vio casi yugulada con el nacimiento de las barreras aduaneras de magiares, checos y polacos, que trataban de proteger sus propias industrias. En Viena, pues, el principal de los nueve Länder de la nueva República federal y socialista, se concentraban industria y pobreza, y entre ambas actuaban el Partido Socialista, por una parte, que controlaba el municipio vienés y optaba por una política social abierta a las necesidades obreras, y el partido socialcristiano por otra, apoyado en los pequeños comerciantes y en el amplio estrato del campesinado predominante en los restantes ocho Länder. En medio de todo, y como base y espoleta a la vez, actuaba la indignación del nacionalismo germano por la prohibición aliada a una integración alemana total, al Anschluss, y por la también funesta degradación de otros muchos alemanes de Europa central reducidos a simples minorías dentro de otros Estados, básicamente en Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia y, algo menos, en Polonia. Todo este complejo, turbio y no siempre bien entendido ambiente de derrota, bancarrota, dependencia, disconformidad y sentimiento nacional herido, predominante en las ciudades austriacas y en el mundo universitario, se mantuvo más o menos larvado, aflorando al hilo de acontecimientos no siempre concordes con su importancia. Un atentado, cometido en 1924, obligó a monseñor Seipel a presentar su dimisión. Dio paso a un Ministerio presidido por Ramek, de igual carácter que el anterior, que logró completar la Constitución de 1920 con un mayor apoyo de los socialdemócratas y con el ofrecimiento de mayores facultades a las provincias. De inmediato pareció otearse una mejora económica; pero la quiebra del Banco Central de las Cajas de Ahorros alemanas, evitada al final y a duras penas por el Ministerio de Finanzas, arrojó sombras sobre el partido socialcristiano, y dio motivos para la continuación de una lucha interna ya endémica entre socialistas, pangermanos y católicos. Algo parecido ocurrió al Banco de Ahorros Postal; y dio lugar en 1926 a la caída del Gobierno y a la vuelta a la presidencia del Consejo de monseñor Seipel. Las elecciones de abril de 1927 permitieron un incremento del voto socialista; pero los católicos continuaron teniendo mayoría. Esto provocó, quizá como respuesta a los disturbios derechistas del mes de enero, una fuerte agitación socialista que culminó en la revolución vienesa del día 15 de julio, promovida por las fuerzas obreras, pero secundada e inflamada por perturbadores, según el sentir de la prensa, que atacaron e hicieron retroceder a la policía, e incendiaron el Palacio de Justicia y muy especialmente los archivos y registros de la propiedad. Pese a la resistencia del burgomaestre de Viena al empleo de la fuerza, el prefecto de policía de la ciudad, Schober -que ya había actuado en el crítico ministerio de 1921-, armó a los agentes con ametralladoras, y restableció el orden con el saldo de 85 personas muertas y más de 800 heridas. Aunque esto trajo la declaración de huelga general por parte de los socialdemócratas, el Gobierno pudo mantenerse fuerte gracias al apoyo de la opinión pública, que vivía indignada por los abusos callejeros. A pesar de la ayuda internacional, de la preocupación de la Sociedad de Naciones por colaborar a la reafirmación de la libertad en la nueva República y de la acción enérgica de los Gobiernos (y de monseñor Seipel sobre todo), las luchas de partidos impedían todo progreso serio en la consolidación del país. A los ya conocidos y señalados conflictos se unió la actitud combativa de los grupos fascistas, las heimwehren (Defensas de la Patria), que estuvieron a punto de provocar otro choque armado en otoño, evitado gracias a la presencia de tropas del Ejército. El año 1928 fue especialmente grave en esta lucha por la consolidación de la República, tan unida a la búsqueda de una solución alemana conjunta. En febrero los diputados católicos del Tirol austriaco pretendieron luchar contra la conducta antialemana del Gobierno italiano en el Norte del Tirol, perteneciente a Italia. Aquí había sido suprimida toda libertad de prensa y se impedía el uso de la lengua alemana. Aunque la postura del Gobierno de monseñor Seipel fue descrita al manifestar que nada podía hacerse, el Gobierno de Mussolini llegó a retirar al embajador de Viena. El día 25 de marzo el arzobispo de Viena comunicó que ni siquiera el Papa había logrado nada positivo, ni siquiera que los niños fuesen catequizados en su lengua materna. Entonces se sucedieron manifestaciones antiitalianas en el Tirol austriaco, cuya repercusión más inmediata fue la dureza italiana con los tiroleses. En julio se quiso aprovechar el centenario de Schubert, que se celebraba en Viena, para una gran manifestación en favor del Anschluss, a pesar de que en Francia, Checoslovaquia e Italia fue interpretado desfavorablemente. Poco después las heimwehren declararon que llevarían 40.000 hombres en una gran marcha hasta la localidad industrial de Wiener-Neustadt, a cincuenta kilómetros de Viena; y los socialistas se prestaron a llevar una suma aún mayor igualmente armada de manera ilegal. El Gobierno de Seipel permitió ambas manifestaciones; pero envió a su vez 12.000 soldados armados, formó una barrera de alambre espinoso, y no se llegó a ningún percance sangriento gracias a una copiosa lluvia que evitó el conflicto y sus consecuencias. En diciembre de 1928, cuando la paz interna se veía dificultada por los conflictos partidistas y las peculiares formas de entender la unidad con Alemania, siempre temida y prohibida, fue necesario el nombramiento de un nuevo presidente de la República. Los pangermanistas votaron a Schober, el jefe de policía que había reprimido los desórdenes de 1927; los socialistas se abstuvieron; y los católicos vieron triunfar a su candidato, el católico Guillermo Miklas como presidente. Se aseguraba, pues, la permanencia de la inestabilidad. Aunque desde el año 1922 el Gobierno austriaco prometía conservar la independencia del Estado si contaba con la ayuda económica exterior suficiente para hacer viable la República, los diversos Ministerios y el mismo presidente no perdieron la ocasión de afirmar a lo largo de estos años, y más en el período 1926-1928, con apoyo en la opinión pública del país, que Austria no era viable desde el punto de vista económico y que la única salida eficaz y permanente era la Unión, el Anschluss. En 1925 Mussolini había dicho que no toleraría jamás el Anschluss; y en diciembre de 1928 A. Briand señalaba a Stresemann que la incorporación de Austria a Alemania no sería posible a causa del voto negativo de Francia en el Consejo de la Sociedad de Naciones; para añadir a continuación, según Renouvin, que si Alemania lo intentaba por la fuerza, significaría, sin ninguna duda, la guerra. En menos de diez años, la crisis que había prendido en Wall Street, en el otoño de 1929, se contagió a toda la economía mundial y se aceleró especialmente en Europa central, y muy concretamente en Austria y Alemania. Los americanos habían invertido capitales muy importantes en la industria de estos dos países. Berlín y Viena eran, pues, las primeras etapas de la crisis financiera que provocó el golpe decisivo a la prosperidad europea posbélica. Viena es, ciertamente, la plaza más frágil. La situación de las finanzas públicas era muy precaria, la organización bancaria bastante débil, y el Estado carecía de un espacio económico viable. En octubre de 1929, antes aún del crac de Wall Street, un gran banco vienés, el Boden Kredit Anstalt, amenazó quiebra a consecuencia de una política imprudente de préstamos a la industria financiada con depósitos a corto plazo de origen extranjero. Pudo ser evitada gracias a la colaboración del potente Osterreichische Kredit Anstalt, de la rama austriaca de los Rothschild. Sin embargo, por falta de prudencia o por exceso de desconfianza, una iniciativa, o mejor, tentativa, de unión aduanera austro-alemana, en la primavera de 1931, destinada, según los financieros austriacos, a poner fin a las dificultades económicas, provocó su potenciación y empeoramiento. Generó una inquietud internacional y una retirada masiva de capitales extranjeros invertidos en Austria. Al parecer, presiones francesas provocaron el colapso del Kredit Anstalt en mayo de 1931. Los franceses creyeron que la unión aduanera propuesta era una forma de cubrir la unión política y de resucitar la idea de la Mitteleuropa. Como ya es juicio común, la quiebra del mayor banco de Viena fue el inicio de un torrente de catástrofes financieras que repercutieron en toda Europa central y llegaron a provocar la suspensión de los pagos del descuento privado de la banca alemana y la posterior caída del Darrnstädter Bank a mediados de julio. A partir de ahora se sucederá una crisis bancaria general: el Gobierno alemán deberá cerrar por dos días los bancos, suspender los pagos internos y exteriores y congelar los depósitos extranjeros. Los capitalistas americanos trataban de evadir la amenaza lanzando al mercado los valores alemanes que todavía conservaban. Los negocios se paralizaron y las industrias experimentaron dificultades imposibles de subsanarse pese a la moratoria concedida por Hoover. La crisis se extendió en Austria, Alemania, Rumania, Hungría y Gran Bretaña. "La propaganda de Hitler -afirma Wiskemann- explotó la situación al máximo". A pesar de la crisis económica y de sus consecuencias en la organización social de la República, que supuso la caída de los precios agrícolas y el incremento del desempleo en las ciudades, y en Viena sobre todo, los años 29 y 30 se vieron marcados por un recrudecimiento de relaciones entre fascistas y socialistas. Aquellos, apoyados abiertamente por el Gobierno ahora presidido por Streeruwitz, que había sustituido a Seipel en el mes de abril. El antisocialismo del nuevo presidente, pese a su moderantismo personal, era claro. En Viena se sucedieron desfiles de miles de fascistas y de socialistas; el príncipe Starhemberg escondía en su castillo armas y municiones que no eran requisadas por la policía; en Sankt-Lorenzen quisieron dos mil fascistas disolver un mitin socialista, y los agredidos, que iban armados, se defendieron a tiros. En la refriega murieron cinco personas. A fines de 1929, tras la consiguiente crisis de Gobierno, que desembocó en una reforma de la Constitución para incrementar el poder del presidente de la República, se confió el Gobierno a Schober, con la esperanza de que fuese el verdadero salvador del país. Pero el problema del desarme de los partidos continuó sin resolverse, poniendo en peligro el porvenir de la nación. A lo largo de 1930 se sucedieron las acostumbradas colisiones entre socialistas y fascistas. En el mes de abril fue el doctor Zimmerl, diputado católico y presidente de la Dieta de Viena, el que, potenciando la política de la heimwehr, organizó una masiva manifestación contra la municipalidad socialista y contra su política local. Más de 20.000 católicos y nacionalistas recorrieron Viena sin provocar desorden; pero casi al mismo tiempo los principales jefes de las heimwehren publicaron un manifiesto afirmando que las maniobras de sus fuerzas, al mando del príncipe de Starhemberg, debían ser el inicio de una legalidad que las convirtiera en milicia nacional. A partir de aquí, y pese a la oposición de Francia sobre todo, la heimwehr repetía constantemente sus afirmaciones de poder, sus enfrentamientos con los socialistas y el empleo indiscriminado de armas, de modo que el Gobierno se vio en la necesidad de mostrar su fuerza. El Cuerpo de Defensa de la República organizó el 14 de abril unas maniobras, con más de 40.000 hombres, con objeto de demostrar a los grupos fascistas que la República contaba con un contingente capaz de mantener el orden. Tantas y tan repetidas manifestaciones inquietaban en Europa, y esta proclividad militar de los partidos políticos obligó a intervenir a la misma Sociedad de Naciones que se apresuró a mandar al doctor Schober una nota en que recomendaba el desarme por parte de todos los grupos en lucha. La promesa del canciller de desarmar mediante el instrumento legal oportuno a los grupos o fuerzas ilegales enfrentó de inmediato a las heimwehren con el Gobierno, y más en concreto con el ministerio del Interior del doctor Schumy, que había tomado duras medidas para reprimir cualquier movimiento político revolucionario. Toda acción contra esta militarización fascista resultó inútil. El 25 de septiembre dimitía el gabinete de Schober, y el presidente de la República encargó al vicecanciller la formación de un nuevo Gobierno que quedó constituido cinco días después con la participación de católicos y de las heimwehren, cuyo comandante en jefe, el príncipe Starhemberg, se encargaba de la cartera del Interior. En medio de una crisis económica y de un desorden social y político grande, los resortes del Estado quedaban en manos de la extrema derecha; y desde principios de septiembre comenzó a planearse el asalto revolucionario al poder. El nuevo canciller, Herr Vaugoin, en sus años de ministro de la Guerra, había purgado al Ejército de todos los elementos republicanos, y en 1930 la mayoría de los oficiales eran monárquicos de corazón. La policía, tan fiel a la República, actuaba ahora bajo la dirección del príncipe Starhemberg y en la práctica servía a los objetivos de las heimwehren. Se anunciaron elecciones para el día 9 de noviembre y se mantuvo entre tanto un Gobierno católico-fascista dictatorial. Pese a todo este prólogo y a la oportuna confiscación de los periódicos enemigos del bloque gubernamental, el resultado fue contrario a católicos y fascistas. Con una mayoría socialista de 72 escaños, frente a 66 católicos y ocho fascistas, además de 20 que ganó el grupo del doctor Schober, cayó el Gabinete de Vaugoin, y se mantuvo consiguientemente el enfrentamiento político partidista y la acción provocadora de las heimwehren: manifestaciones, marchas, incendios, etc., que influyeron pese a la inicial dureza del Gobierno. El peor acontecimiento con que debió enfrentarse fue el atentado contra el rey Zogú de Albania, el día 12 de febrero de 1931, en el momento en que abandonaba el teatro de la Opera de Viena. El delito, tramado por jefes del Ejército albanés en connivencia con extremistas austriacos, se juzgó en el mes de octubre, y los presuntos autores fueron condenados únicamente a siete y tres años de cárcel, síntoma de situación deteriorada. De la suma de estos hechos, amén de la imposible unión aduanera con Alemania, ya descrita, surgió la crisis en medio del desastre financiero analizado. Las heimwehren supieron aprovechar la desesperada situación financiera para su actividad política.
contexto
Hernán Ruiz el Joven nació en Córdoba en el seno de una familia vinculada al arte de la cantería. Su formación la realizó junto a su padre y homónimo, iniciando su actividad profesional en 1530. Su trabajo en el Convento de Madre de Dios de Baena, siguiendo trazas de Silóe, le permitió ampliar sus conocimientos y decantarse, de manera definitiva, por la estética renacentista. Fue hombre de extremada curiosidad y ambición, buen dibujante, versátil y de fina sensibilidad, con extraordinaria capacidad de análisis y de asimilación. Desde muy pronto se interesó por la normativa y por los textos teóricos, recurriendo con aprovechamiento a las obras de Vitruvio, Alberti, Durero y Serlio. Prueba de ello es su "Manuscrito de Arquitectura", en el que se traducen páginas de algunos de tales autores, se copian sus dibujos y se interpretan sus contenidos. Fue el conocimiento de las normas lo que le permitió investigar y experimentar con ellas hasta subvertirlas, en un proceso de evidente naturaleza manierista. En el manuscrito se recogen materiales muy dispares que van desde las representaciones geométricas a los ejercicios perspectivísticos, pasando por esquemas estereotómicos y fórmulas compositivas o propuestas constructivas, algunas de ellas relacionadas con obras concretas. No parece que estuviera destinado a ser libro impreso, a pesar de su carácter docente. Posiblemente se destinara a la formación de sus oficiales y colaboradores, estando relacionado con las obras a ellos encomendadas. La dispersión y magnitud de los trabajos que debía simultanear Ruiz debe estar en el origen del manuscrito. Su redacción fue cosa de varios años, agrupándose los distintos materiales en torno a 1562. Es evidente que su elaboración tuvo lugar en Sevilla. Antes de trasladarse a ella desarrolló en su tierra natal una amplia actividad con gran éxito. No obstante, tras su visita a la ciudad en 1535 acompañando a su padre para informar de las obras de la catedral, comprendió que sólo en Sevilla podría ver satisfecha su incontenible ambición. Por eso intentó en 1545, valiéndose de procedimientos poco ortodoxos, ser nombrado arquitecto del hospital de la Sangre, cosa que no logró, como tampoco consiguió ser designado en 1551 para dirigir las obras de la Capilla Real. Finalmente, a la muerte de Gaínza, pudo ver cumplidos sus deseos, siendo nombrado, en 1557, maestro mayor de la catedral sevillana. A pesar de ello no abandonó sus cargos cordobeses, los cuales simultaneó hasta su fallecimiento en 1569. Los once años sevillanos de Hernán Ruiz el Joven fueron de una actividad frenética. Además de su cargo en la catedral, fue maestro mayor del Ayuntamiento, del hospital de la Sangre y del arzobispado hispalense, trabajando también para las órdenes religiosas y la nobleza. De todos los encargos, por muy comprometidos que fueran o por muy mediatizados que estuvieran, salió siempre airoso, aportando soluciones atractivas y novedosas, por más que las composiciones resultaran ser variantes de temas previamente utilizados. A comienzos de 1558 presentó las trazas de la Sala Capitular y un modelo para el campanario de la Giralda, sus dos más famosas obras en la catedral sevillana. Aquélla la concibió integrada en el volumen sureste del templo, iniciado por Riaño, completándola con la Casa de Cuentas y el Antecabildo con su patio. El conjunto se inició el mismo año, si bien la sala de cabildos fue el espacio más lento, al ser también el más comprometido. Los restantes ámbitos estaban ya avanzados en 1562. En el Antecabildo, con su vestíbulo y patio, se evidencian ya los rasgos manieristas de la arquitectura de Ruiz en razón de la peculiar forma de articular los muros y de emplear los órdenes. El efectismo de la composición se resalta mediante juegos bícromos, que se concentran en el enmarque de los grandes relieves, en los remates de los huecos y en la cubierta de la sala, aunque ésta se levantó tras fallecer el maestro. Sorprendentes resultan los juegos compositivos desarrollados en el patio, cuyos frentes se han organizado simétricamente mediante una serie de vanos reales y simulados. El carácter manierista de la arquitectura de Ruiz el Joven llega a su máxima expresión en la Sala Capitular y su acceso. El pasillo semielíptico de ingreso, cuya ventana está fechada en 1561, de carácter tortuoso, angosto y oscuro, se interrumpe bruscamente ante la puerta de la Sala Capitular, en donde la luz cae violentamente desde la citada ventana y una linterna, provocando la inquietud del espectador. Allí el espacio se abre en sentido contrario, resultando sorprendente la dilatación perimetral de la planta elíptica. Esta es anterior a las experiencias italianas y se complementa con la presencia de un orden suspendido para articular los muros. La ambigüedad del esquema y de la articulación se enfatiza por las líneas del pavimento, inspirado en el trazado por Miguel Angel para la Plaza del Capitolio de Roma. La contraposición entre el sentido centrípeto del alzado y el valor centrífugo del suelo da la sensación de un espacio que se contrae y dilata al mismo tiempo. El largo proceso de la construcción hizo que sobre el recinto presentaran informes Alonso Barba y Francisco del Castillo, además de Asensio de Maeda, quien llegó a cerrar la bóveda. El recinto fue completado con una serie de relieves, labrados por Diego de Velasco el Mozo, Juan Bautista Vázquez el Viejo y Marcos de Cabrera, que junto a las inscripciones latinas y a las pinturas realizadas por Pablo de Céspedes componen un programa iconográfico sobre las virtudes a practicar por los canónigos, redactado por Francisco Pacheco. A partir de 1562 Ruiz prosiguió la edificación de la Capilla Real, levantando su bóveda, los edículos que rematan los contrafuertes, las balaustradas con sus remates y las portadas de ingreso a las sacristías. Sin embargo, en aquellos años su principal ocupación era el cuerpo de campanas de la Giralda, que concluyó en 1568, demostrando su habilidad compositiva y su capacidad de resolución de los problemas de estabilidad. El arquitecto incorporó al viejo alminar almohade cuatro cuerpos, rematándolos por una escultura en bronce representando el Triunfo de la Fe Victoriosa, que sirve de veleta. Se trata de una obra excepcional, característica que también poseen muchos de sus elementos. Magistral es la combinación de piedra, ladrillo y azulejería, materiales que con el color almagra que se dio a la torre permitieron unificar visualmente el conjunto. En relación con el empleo del ladrillo debe recordarse que redactó un "Manuscrito de Mazonería", que no se ha conservado pero que fue conocido por algunos arquitectos sevillanos del barroco. El programa decorativo de la torre se completó con la incorporación de balcones en las bíforas, mediante el programa escultórico que integran junto al Giraldillo cincuenta y dos carátulas, la inscripción latina de la base y las pinturas al fresco realizadas por Luis de Vargas. Inspirada en la Torre de los Vientos vitruviana, sus representaciones figurativas y leyendas exponen un programa contrarreformista alusivo al triunfo de la fe católica. Fue también en 1558 cuando Ruiz el Joven se hizo cargo de las obras del hospital de la Sangre. En el edificio hospitalario, además de concluir algunas naves y galerías, levantó su iglesia. Tras el acuerdo de los administradores sobre la ampliación del espacio destinado a la misma, el arquitecto optó por presentarla aislada, a eje con el ingreso. Para su definitiva plasmación el arquitecto experimentó distintas soluciones, todas ellas próximas, como se comprueba por los dibujos del "Manuscrito de Arquitectura", en el que también figuran algunos detalles relativos a tipos de bóvedas, puertas y soportes del orden columnario interior. Este es jónico y aparece suspendido de unos originales capiteles-péndola dispuestos a la altura de las tribunas asentadas sobre las capillas de cada tramo. Aunque las bóvedas y ventanas termales del recinto son posteriores a Hernán Ruiz y distintas a sus previsiones, contribuyen a la majestuosidad del espacio. En el exterior recurrió a la superposición de pilastras para articular los tersos muros, resaltando sobre ellos las portadas. La mejor es la del hastial, compuesta en forma de arco triunfal y organizada con dos cuerpos rematados por frontón. Personalísima es la articulación de los elementos y la ornamentación, que incluye relieves con imágenes de virtudes, labradas en 1564 por Vázquez el Viejo. Esta iglesia ha sido considerada como síntesis estructural, espacial y decorativa del siglo XVI sevillano. En torno a 1560 se fecha el nombramiento de Ruiz el Joven como maestro mayor del ayuntamiento. Con su trabajo se relaciona el piso alto del sector del arquillo en las Casas Capitulares, estando documentada su presencia en la construcción de la doble galería porticada que, a modo de balcón, se añadió al edificio por su flanco norte y que se demolió el pasado siglo. Mayor trascendencia tuvo su actuación remodelando las puertas de la ciudad y el trazado de las vías a ellas conducentes. Su trabajo se destinó a la ampliación, rectificación y embellecimiento de las estructuras medievales, mediante el empleo de elementos clásicos y la colocación de escudos e inscripciones. Sólo en el caso de la Puerta Real se procedió a una reedificación. Con los esquemas empleados en la reforma de los ingresos a la ciudad se relaciona la portada que levantó en el compás del convento de San Agustín en 1563, así como las construidas para la iglesia de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús. Dicho templo se levantó con arreglo a sus diseños, siendo de destacar en su interior las monumentales columnas toscanas que apean los arcos torales y la potente bóveda casetonada que éstos soportan. Punto culminante de su afán acaparador fue su nombramiento como maestro mayor del arzobispado de Sevilla, ocurrido en 1562. A raíz del mismo sus trabajos se multiplican. En unos casos tuvo que proseguir obras de diferente sentido estético al propio, en otros su actuación se destinó a la construcción de portadas y otros elementos significativos, existiendo un tercer grupo de edilicios en los que procedió a su completo replanteo o a construirlos desde cimientos. Entre los primeros se incluye la sacristía de San Miguel de Jerez, iniciada por Gaínza, y en la que Ruiz levantó su majestuosa bóveda. Continuación de proyectos de Riaño fueron su intervención en la parroquia de la Asunción de Aracena, en donde le corresponden algunos abovedamientos y soportes, así como sus trabajos en el crucero de San Miguel de Morón. Al segundo grupo corresponden sus actuaciones en las parroquias de Aroche, Constantina, Real de la Jara y Villamartín. En aquella, además de contribuir a la transformación del espacio interior, levantó las portadas laterales, en las que se unen ortodoxia y experimentalismo. De la portada construida en Real de la Jara hay que destacar su frontón de triple curvatura, apeado en un orden toscano. Los hastiales de los otros dos templos se resuelven a modo de torre-fachada. El de Constantina fue iniciado por Gaínza, debiéndose a Ruiz el diseño del campanario, aunque no su construcción, labor que correspondió a Díaz de Palacios. Tampoco concluyó el arquitecto la torre-fachada de Villamartín, cuyos cuerpos inferiores se relacionan con dibujos del "Manuscrito". Organizada en dos cuerpos, se remata por un frontón de triple curvatura, completándose la composición, demasiado esbelta por ajustarse al ancho de la torre, con esculturas e inscripciones. Una de ellas data la obra en 1565. Entre los edificios replanteados o trazados ex novo se encuentran las parroquias de El Cerro del Andévalo, Corterrangel, Encinasola y la sacristía de la parroquia de la Oliva en Lebrija. Los dos primeros, más que por su configuración y espacio interno, destacan por las portadas de sus respectivos hastiales. Si sus composiciones pueden considerarse ortodoxas, sus recursos ornamentales son claramente manieristas. En la primera empleó estrechas bandas con embutidos de piedra triturada, mientras en la segunda usó cerámica de desecho, troceada y también embutida en fajas, buscando los efectos contrastados y los juegos de textura, típicos del manierismo. En la iglesia de Encinasola incorporó a una estrecha cabecera gótica una amplia nave ordenada por monumentales semicolumnas y cubiertas por bóvedas vaídas. En sus muros abrió tres portadas cuyos modelos no guardan relación entre sí ni respetan la escala del espacio interior y en las que existen evidentes licencias. Con respecto a la sacristía de la Oliva, es evidente que el maestro pudo intervenir poco, pues falleció en 1569, un año después de presentar sus planos. No obstante, por su esquema está claro que pretendió la actualización del modelo centralizado empleado por sus predecesores. Al fallecer Hernán Ruiz II se produce una crisis en la arquitectura sevillana. Sus sucesores no estaban a la altura de las circunstancias, mostrándose incapaces de continuar sus trabajos. Como maestro mayor del Ayuntamiento y del hospital de la Sangre aparece el italiano Benvenuto Tortello, quien en los escasos tres años que duró su presencia al frente de las respectivas obras poco o nada reconocible hizo. De la catedral y arzobispado fue designado arquitecto Pedro Díaz de Palacios, siendo prueba de su falta de preparación su despido de las obras catedralicias en 1574. Continuó al frente de las del arzobispado, demostrando en sus escasas intervenciones -capillas sacramentales de Santa María de Carmona y El Pedroso y campanario de Constantina- sus débitos respecto al estilo de su predecesor, su arcaísmo y torpeza compositiva. Por el contrario, trabajó con éxito trazando retablos. A Díaz de Palacios sucedió en la catedral Juan de Maeda, cuya efímera presencia, sólo dos años, no dejó huella ni obra capaz de ser reconocida como propia. A su muerte le sucede su hijo Asensio de Maeda, quien da nuevos impulsos a la arquitectura sevillana. Concluyó las obras del cuadrante suroriental del templo con indudable maestría, cerrando las bóvedas del Antecabildo, de la Casa de Cuentas y de la Sala Capitular. En ésta siguió los proyectos de Hernán Ruiz II, facilitados por su hijo y homónimo Ruiz III, supervisando las labores ornamentales anteriormente citadas y añadiendo uno de sus detalles más significativos, el pavimento. Fue visitador de las obras del hospital de la Sangre, supervisando el cerramiento de las bóvedas de su iglesia y añadiendo, al parecer, la portada de acceso al edificio hospitalario. Para el Ayuntamiento efectuó labores de reforma y monumentalización de algunas de las puertas de la ciudad, caso de las de Carmona y de la Carne, en un estilo claramente manierista y con débitos vignolescos. Trazó la Aduana, diseñó fuentes y concluyó la urbanización de la Alameda de Hércules. Por otra parte, tuvo una episódica intervención en los Reales Alcázares, actualizando algunos espacios del palacio gótico y favoreciendo su relación con los jardines. Sin embargo, la gran personalidad artística de fines del quinientos y comienzos del seiscientos es el arquitecto milanés Vermondo Resta. Gracias a su formación, a sus contactos con el arte cortesano, a sus múltiples relaciones artísticas, aportó a la arquitectura sevillana unos nuevos parámetros estéticos que la hicieron salir de la crisis en que estaba sumida. Sus nuevas concepciones espaciales, su novedoso sentido de las superficies murarias y su renovado repertorio ornamental de raíz manierista fueron el punto de partida y el modelo de los arquitectos de la siguiente generación. Inicialmente aparece vinculado a la figura del arzobispo don Rodrigo de Castro, de quien recibe los primeros y más significativos encargos, contándose entre ellos el diseño de los hospitales del Espíritu Santo y del Amor de Dios, cuya construcción dirigió hasta 1602, y el del Colegio de los Jesuitas de Monforte de Lemos, edificio en el que el prelado sería enterrado. Tanto en este colosal conjunto como en la parroquia de La Campana, proyectos ambos de la última década del siglo, se han apreciado influencias escurialenses. Otra de sus grandes creaciones es la iglesia y salas paredañas del convento de San José de Sevilla, templo que responde al tipo llamado de cajón, de tanto éxito durante el seiscientos. Como maestro mayor del arzobispado se responsabilizó de las obras de numerosas iglesias, trazando para ellas portadas, torres y sacristías. Así, se le relaciona con las esbeltas y sencillas portadas de la iglesia de Galaroza, con la torre de la parroquia de Zalamea y con las sacristías centralizadas de las iglesias de San Pedro de Sevilla y Santa María de Zufre. Por otra parte, intervino en la construcción de las parroquias de Aracena y Aroche, así como en la conversión en iglesia columnaria de la parroquial de Cortegana. Con sus trazas y condiciones se inició, además, la obra de la colegiata de Olivares, en la que destacan las columnas pareadas que, apeando arcos de medio punto, dividen el interior en tres naves, y la rítmica articulación de las paredes. Coincidiendo con su cargo de arquitecto del arzobispado debió intervenir, antes de 1609, en la remodelación del palacio arzobispal, en donde se le atribuyen los dos patios y los salones inmediatos, para cuyos alzados recurrió a modelos vignolescos. Sin embargo, sus trabajos más destacados fueron los que durante el primer cuarto del siglo XVII desarrolló en los Reales Alcázares y sus posesiones. En el desempeño del cargo de maestro mayor de los mismos llevó a cabo un programa de obras de enorme amplitud y trascendencia, a las que se debe, en buena medida, la imagen definitiva de la residencia real. Entre sus grandes aportaciones se cuenta el Apeadero, trazado en 1607 y organizado en tres naves con columnas pareadas apeando arcos de medio punto, como si de un interior sacro se tratase. Su portada prueba su habilidad en el manejo del léxico manierista y sus dotes para la composición. Preparatorios de la anunciada, aunque no realizada, visita de Felipe III fueron la construcción de las cocinas, caballerizas y restantes dependencias para el servicio real. Pero su principal aportación se localiza en los jardines, ejemplar plasmación de la dialéctica entre naturaleza y artificio típica del manierismo. Las intervenciones, desarrolladas entre 1606 y 1624, duplicaron la superficie ajardinada del palacio, ordenándose en una serie de parterres entre paseos con burladores de agua y fuentes y delimitándose por un muro en el que se abrieron ventanas y puertas. Complementaria fue la construcción, a partir de una vieja muralla, de la Galería del Grutesco, en la que se dispusieron una serie de grutas con representaciones mitológicas y órganos hidráulicos. Entre los edificios relacionados con el Alcázar en los que trabajó Resta se encuentran el hospital Real, en donde efectuó diversos reparos; el palacio de Lomo de Grullo, cuya reforma efectuó entre 1612 y 1624; la Casa de la Contratación, reconstruida bajo su dirección tras el incendio que sufrió en 1604 y para la que en 1611 construyó una nueva cárcel, y los almacenes y viviendas inmediatos a la Torre de la Plata y Postigo del Carbón. De todas ellas sólo parte de estas últimas, aunque muy alteradas, se ha conservado. En ellas se ensayaron estructuras industriales y residenciales que en etapas posteriores tendrían enorme trascendencia en la ciudad. Igualmente importante es su organización de fachadas, tersas y bien articuladas, con las que logró un modelo de prolongada vigencia en la arquitectura sevillana. Por último, es preciso citar su labor de diseñador del teatro Nuevo Coliseo en 1620 y del Corral de la Montería, teatro cuya construcción dirigía en 1625, fecha de su fallecimiento. El mismo año desapareció Juan de Oviedo y de la Bandera, artista que se inició como escultor y retablista y que a partir de 1603 ocupó el cargo de maestro mayor del Ayuntamiento. Aunque formado en la tradición del arte de Hernán Ruiz, en razón de vínculos familiares, su capacidad y ambición le permitieron evolucionar con éxito tanto en el terreno artístico como en el social. En el campo profesional, su primera obra arquitectónica fue el túmulo de Felipe II en 1598, levantando en 1611 el correspondiente a Margarita en Austria. Fue maestro mayor de la orden de Santiago en la provincia de León y hacia 1600 llegó a ser ingeniero militar. Sus trabajos para el municipio incluyen labores de infraestructura, dedicadas fundamentalmente a resolver el problema del abastecimiento de aguas y a evitar las inundaciones del Guadalquivir, y de reparación de edificios municipales, entre los que se contaba el propio Ayuntamiento. Trabajó para el duque de Alcalá y otros nobles sevillanos, remodelando sus viviendas o efectuando en ellas importantes reparos. Mayor trascendencia tuvo su actuación en el campo de la arquitectura religiosa. Entre sus obras más significativas se encuentran la iglesia y convento de la Merced, obra iniciada en 1602 y de largo desarrollo, en la que destaca la articulación de sus tres patios a partir de su monumental escalera la iglesia conventual de la Asunción, comenzada en 1615; la iglesia del monasterio de San Benito, en donde recurre a los soportes pareados empleados por Resta, y la reforma de la iglesia de Santa Clara, en la que se revistieron su muros interiores en yeserías y se incorporó un pórtico delante de su ingreso, monumental síntesis entre la serliana y el arco del triunfo. Sus tareas de ingeniero las desarrolló tanto en las costas andaluzas como en la frontera pirenaica, levantando una serie de fuertes, trabajos muchos de ellos en colaboración con otros ingenieros. Importantes fueron sus propuestas para la defensa de la Mamora, Gibraltar y Cádiz, así como su proyecto de muralla abaluartada para Almería y su labor de reconocimiento de las fortificaciones de Guipúzcoa y Navarra. La misma estética seguida por Oviedo en las obras mencionadas comparten otros arquitectos sevillanos de su tiempo, con escasa producción y vinculados al mundo de la retablística. Es el caso de Diego López Bueno, cuyas obras constructivas más destacadas son la cabecera y portadas de la iglesia de San Lorenzo y la portada lateral de la parroquia de San Pedro, fechada en 1624. Muchos de los trabajos mencionados fueron coetáneos de la construcción de la Casa Lonja, edificio importante para la transformación urbanística de la ciudad, pero de escasa repercusión en su tiempo, desde el punto de vista arquitectónico. De hecho, hasta el siglo XVIII no se extraerían de él las oportunas consecuencias.