En un debate político, en 1889, el conservador Francisco Silvela se refería a la "dirección clara y visible, en el actual momento histórico, hacia la verdad en la investigación, hacia el positivismo en la observación, en el estudio y en la teoría, hacia el naturalismo en el arte y en las manifestaciones literarias", tendencias que, a su juicio, no eran sino manifestación de una "sed creciente de realidad, de sinceridad, de positivismo". Positivismo, repetía Silvela, y éste era efectivamente el elemento clave de la mentalidad predominante -en España lo mismo que en el resto de Europa- desde mediados de los años setenta hasta fin de siglo. "Fue la hora de la recepción social en España del positivismo -ha escrito José Luis López Aranguren- entendiendo éste en sentido muy amplio, más como "espíritu" y modo de "approach" a la realidad que como estrecha escuela filosófica". El sentido de la realidad y el pragmatismo caracterizaron tanto la política de los conservadores -que, lejos de cualquier sueño reaccionario, trataron de incorporar al sistema a todas las fuerzas sociales integrables en su proyecto de orden y estabilidad-, como a los liberales -que, aleccionados por la experiencia del fracaso de la revolución, se sumaron rápidamente al sistema conservador con intenciones, en todo caso, de reforma gradual más que de cambio radical. Nadie se libró del impacto positivista, señala Aranguren, y como prueba de ello señala la influencia que el espíritu positivo tuvo sobre dos filosofías idealistas de gran arraigo en el período anterior: el krausismo, y el socialismo proudhoniano y federalista de Pi y Margall. Los krausistas, identificados hasta entonces con una filosofía concreta -la de Krause, aprendida a través de Sanz del Río- pasaron a representar un estilo de pensar que, según Nicolás Salmerón -uno de sus principales representantes- se caracterizaba por la apertura intelectual, por el ejercicio crítico de la razón, por "buscar en la realidad misma y no en aprensiones subjetivas las fuentes del saber". Por su parte, Pi y Margall -cuyo idealismo comparaba un escritor contemporáneo con el de aquel director de cocina que no quería abrir la concha de las ostras con el cuchillo sino con la persuasión- se declaraba en Las Nacionalidades, obra publicada en 1876, "deseoso de estar lo más posible en la realidad". Iniciativas como la Institución Libre de Enseñanza -con su confianza en las posibilidades de la educación para reformar al individuo y, a través de él, a la sociedad-, o la Comisión de Reformas Sociales -cuyo primer cometido fue una Encuesta para conocer la realidad del problema obrero-, son profundamente significativos de la mentalidad predominante. Si por algo se caracterizó el positivismo -tanto la escuela estrecha como el espíritu amplio, en la terminología de Aranguren- fue por su exaltación de la ciencia, como realización suprema de la razón, y por el prestigio social del ingeniero, el hombre encargado de su aplicación práctica. Ambos fenómenos se dieron en la España de la Restauración aunque su debilidad -a pesar de algún caso excepcional como el de Santiago Ramón y Cajal- marca los límites de la extensión e influencia del positivismo en nuestro país. Como se sabe, el realismo y, más tarde, el naturalismo, fueron las estéticas del positivismo, y la novela -una narración extensa, en la que el autor podía detenerse cuanto quisiera en la descripción del ambiente que rodeaba a los protagonistas- su principal forma de expresión literaria. En este caso, las manifestaciones españolas -las obras de Benito Pérez Galdós, José María de Pereda, Emilia Pardo Bazán y Leopoldo Alas, Clarín, principalmente- son un exponente de primer orden, por su abundancia y calidad, del gusto de la época.
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El reinado de Luis XIV (1643-1715) sorprende inicialmente por su larga duración, tanto si se toma como fecha inicial el momento de recibir la herencia o si se hace arrancar inmediatamente después de la muerte de Mazarino al comenzar su gobierno efectivo. En el transcurso de más de medio siglo, los destinos de Francia estuvieron regidos por este monarca excepcional, cuya personalidad y formas de actuar se destacan por encima de lo normal, al margen de la valoración que se pueda hacer de su reinado. Con él el absolutismo alcanzó un pleno apogeo, llegando la Monarquía al culmen de su poder y de su prestigio, no sólo nacional sino también internacionalmente, ya que se convirtió en soberano indiscutido y divinizado en el interior del territorio francés y en árbitro y controlador del juego de las relaciones interestatales. Así pues, durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVII Francia se transformó en la gran potencia europea y su rey en uno de los personajes más poderosos e influyentes. La primera medida adoptada por Luis XIV fue asumir personalmente el gobierno de la nación, anunciando públicamente la desaparición del cargo de primer ministro y rechazando cualquier tipo de tutela o de control sobre su poder soberano. De esta manera ponía su persona por encima de toda instancia de poder, ya fuese individual o colectiva, regional o central, afirmando la voluntad regia de dar contenido y aplicar en la práctica el hasta entonces combatido y disminuido principio del absolutismo monárquico. En esta línea de actuación, el paso siguiente era potenciar el aparato de centralización y unificación estatal. Valiéndose de eficaces consejeros, a los que gustaba mantener largo tiempo en el cargo, permitiendo así la constitución de lo que se podría denominar linajes de altos funcionarios, al sucederse miembros de una misma familia en determinados servicios, y de una red de comisarios fieles a su política centralista, especialmente de los intendentes, nuevamente utilizados en tal sentido, el Estado recuperó la fuerza operativa y la capacidad disuasoria que en determinados períodos anteriores había tenido, superando incluso el nivel de intervención y el protagonismo político de etapas pretéritas. Como la teoría absolutista indicaba, para poder llegar a su perfección había que someter a los designios de la autoridad real y de su gobierno a los cuerpos representativos, los órganos de administración local o regional y los grupos privilegiados que podían amenazar o cuestionar de alguna manera las prerrogativas supremas del poder soberano. En consecuencia, los Estados Generales no fueron convocados, se controló mejor a los Parlamentos y a los distintos Consejos y Tribunales, se menoscabó a las autoridades municipales, se sometió a la nobleza, se impuso el galicanismo a la Iglesia, las protestas populares continuaron siendo reprimidas; en suma, se reforzó la maquinaria del poder central y se afirmó de forma indiscutida la dimensión absolutista del monarca, exaltándose su carácter mayestático. Había que potenciar también, y así se hizo, los principales medios de acción del Estado, primordialmente el ejército, instrumento básico de actuación para lograr llevar a cabo la política de grandeza exterior que se pretendía. A tal fin, contando con una población numerosa, dado el potencial demográfico de Francia (el país más poblado con diferencia de todos los de la Europa occidental), y con abundantes recursos económicos especialmente recaudados para financiar la agresiva política bélica puesta en marcha (en este punto destacó la gran labor desarrollada, como responsable de las finanzas del Estado, por Colbert, quizá el personaje más sobresaliente después del rey), pudo levantarse en pie de guerra un poderoso ejército integrado por un contingente de soldados hasta entonces nunca visto, para lo cual llegó a instituirse una especie de servicio militar obligatorio que afectaba a los franceses en edad de combatir; se completó, además, con la contratación de muchos extranjeros que vinieron a servir en las filas del impresionante ejército del rey de Francia. Una mejor organización de la intendencia y de la asistencia sanitaria de los soldados, un mayor control sobre los proveedores militares, un aumento armamentístico con su correspondiente perfeccionamiento, un reforzamiento de la disciplina y una llamada al patriotismo e identificación de la acción militar con la causa nacional fueron algunos de los factores que permitieron hacer del ejército francés una fuerza guerrera temible y casi imparable, sin olvidar que paralelamente se reforzaba de la misma manera la flota, creándose para ello una marina de guerra especializada y potente separada de la mercante. Para aumentar la fortaleza del Estado y lograr una mayor cohesión social, Luis XIV tomó la decisión política de imponer la unidad de fe en su Reino, lo que supuso una mayor presión inicial sobre los protestantes franceses, seguida poco tiempo después de un ataque abierto contra ellos por medio de la revocación del Edicto de Nantes, efectuada con el Edicto de Fontainebleau publicado el 18 de octubre de 1685. Culminaba así una política de endurecimiento religioso que había pasado por una primera fase en la que los hugonotes fueron perdiendo paulatinamente sus privilegios, hasta que se dio el paso definitivo de la prohibición oficial de su credo. Semejante actitud de firmeza y autoritarismo regio fue la que se adoptó frente al Papado y contra los jansenistas. Respecto a la Santa Sede no se le permitió la más mínima intromisión en los asuntos internos franceses, agudizándose por lo demás el galicanismo político y la subordinación de la Iglesia al Estado; en cuanto a los seguidores de Port-Royal, se puso especial cuidado de que su creciente influencia no alcanzase cotas peligrosas de desviacionismo socio-religioso, estableciéndose una atenta vigilancia sobre ellos con momentos de represión más definida. Ya avanzado el reinado tomó especial significación la Corte real como marco de referencia práctica del absolutismo monárquico. En Versalles se organizó un completo ritual de vida de la nobleza y cortesanos en general, teniendo como objetivo primordial la exaltación de la figura regia y la manifestación de su poder soberano. Todo giraba alrededor del rey, estableciéndose un verdadero culto a su persona. Engrandecido, divinizado, todopoderoso, Luis XIV siguió ejerciendo el pleno poder hasta el final de sus días, aunque para entonces la situación de Francia y su dominio internacional habían venido a menos. Lógicamente el larguísimo reinado del rey-sol atravesó por distintas fases, aumentando considerablemente en su última etapa los problemas y las dificultades a las que tuvo que hacer frente.
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Otra de las claves interpretativas de la producción huguetiana reside en el análisis de su adecuación a las exigencias y funciones del soporte material en el que se expresa. En este sentido, aparte de su capacidad para realizar obras de una innegable calidad técnica al servicio de la burguesía barcelonesa, el éxito de la actividad del maestro catalán también debe ponderarse desde la perspectiva de su contribución al desarrollo y esplendor del gran retablo gremial y parroquial de fines de la Edad Media. En el período gótico catalán constatamos una decidida afirmación del carácter plurifuncional del retablo, contemplado como objeto para embellecer y decorar el espacio sagrado del altar, pero también como marco para la expresión plástica del complejo culto hacia la divinidad o el santo protector; destinado a establecer vínculos con la celebración eucarística de la misa -a través de las habituales imágenes simbólicas de la Crucifixión y la Piedad y de la colocación del tabernáculo en el centro del banco- de la misma forma que a prestigiar el colectivo gremial o parroquial que lo sufraga (Berg). Esta riqueza semántica, que demuestra la capacidad de aglutinar diferentes lecturas de orden plástico, iconográfico, simbólico e ideológico, convirtió al retablo en la obra más compleja y monumental de la época bajomedieval. De aquí que su desarrollo fuera cada vez más espectacular, llegando a transfigurar los sobrios espacios arquitectónicos en los que se emplazaba. Aunque todo ello ya fuera constatable en algunas de las fábricas realizadas desde finales del siglo XIV, es evidente que en varios de los retablos ejecutados por Huguet se alcanzaron cotas pocas veces igualadas anteriormente en Cataluña. Así sucedió con la enorme obra -hoy incompleta y desmontada- destinada a la cofradía de los curtidores (12 m x 13, 70 m), una estructura donde se combinaba un amplio ciclo pictórico con las imágenes talladas de la calle central y que, colocada detrás del altar mayor de la iglesia conventual de los agustinos barceloneses, dominaba majestuosamente no sólo el ámbito del presbiterio sino todo un espacio eclesial de nave única. El predominio visual sobre el entorno se afirma incluso en aquellas piezas de menores dimensiones, dirigidas a reducidas capillas laterales o altares secundarios. Este sería el caso del delicioso Retablo de san Abdón y san Senén (2,90 m x 2,20 m), encargado para un altar de la iglesia de san Pedro de Terrassa y del que, según parece extraerse de algunas noticias fragmentarias, el mismo Huguet supervisó in situ su montaje para así asegurar la perfecta definición de los valores de la obra. La constitución del retablo como eje visual de un marco arquitectónico no sólo fue fruto de los propios efectos plásticos de este tipo de piezas. Entre las diferentes disposiciones del condestable Pedro de Portugal referidas al proceso de reforma y transformación de la capilla Real del Palacio Mayor de Barcelona, hallamos expresada la voluntad del príncipe de mejorar la contemplación del retablo mayor que ha realizado Huguet -y que parece constituir el objetivo central de toda la actuación- mediante la abertura de ventanas decoradas con vidrieras. Esta medida, que ya había sido tomada para realzar la famosa Verge dels Consellers de Dalmau y que más tarde también será adoptada por los promotores del retablo de san Agustín, puede interpretarse como una inversión del tradicional predominio de la arquitectura sobre las formas artísticas. Ahora, y gracias al explícito deseo de los clientes, es el retablo el que somete a un principio de subordinación a la arquitectura. El retablo de los curtidores, el mejor documentado de todos los contratados por Huguet, nos ofrece precisamente nuevas pruebas de ello cuando se estipula que el carpintero Maciá Bonafé, encargado en 1452 de ejecutar la fábrica, deberá no sólo tallar la estructura de madera sino también toda la base de piedra del fondo absidial para que así se adapte mejor a las necesidades del conjunto monumental. El hecho de que el retablo se convirtiera en la obra pictórica más compleja del gótico catalán y que, por estas mismas razones, fuera la mejor remunerada hizo que su producción estuviera controlada por un reducido número de pintores. No es demasiado difícil constatar que los encargos eran para aquellos que aunaban un virtuosismo técnico apreciado por la clientela y una gran capacidad de organización laboral que les permitiera hacer frente con éxito a las continuas demandas. Gracias a su adecuación a ambas premisas, Huguet tuvo la posibilidad de especializarse en este tipo de obras y, con ello, pasar a dominar el escenario artístico barcelonés de la segunda mitad del siglo XV de forma semejante a como lo habían hecho en el pasado los hermanos Serra, Lluís Borrassá o Bernat Martorell, entre otros. Incluso, pese a la crisis económica, siguió contratando piezas extraordinariamente caras, que demuestran con creces el predominio del retablo sobre cualquier otra actividad artística. Aun así, en muchas ocasiones, el deseo de obtener un conjunto espléndido comportó la adopción de actitudes desmesuradas por parte de los colectivos gremiales, capaces de embarcarse en aventuras que sobrepasaban sus posibilidades económicas reales. Ello sucede, por ejemplo, en el caso del retablo de san Agustín, contratado por la astronómica cifra de 1.100 libras, o en el dedicado a san Antonio, para el que se tuvieron que realizar varias colectas públicas -autorizadas por el Papa y el rey- que permitieran obtener las 550 libras que costaba toda la obra. La escasez de recursos monetarios nos muestra pues la otra cara, más oscura y problemática, que presentaba la monopolización de los grandes retablos en el marco de una coyuntura económica desfavorable. En este sentido, tenemos suficiente información como para asegurar que el pago de todas las obras de Huguet se caracterizó por la entrega, a lo largo de un periodo de tiempo dilatado y con frecuentes retrasos, de cantidades muy pequeñas e irregulares. Las mismas dificultades de la viuda del pintor para cobrar la liquidación final de las tablas del conjunto de San Vicente de Sarriá, ejecutadas hacía casi cuarenta años, indican hasta qué punto, en esos momentos, la contratación de un retablo implicaba una empresa arriesgada desde la perspectiva económica del propio Huguet. Ante esta situación ya no sólo era necesario que nuestro personaje fuera capaz de mantener un taller lo suficientemente amplio para responder a todos los encargos, sino que también había de disponer de una liquidez financiera con la cual hacer frente a los retrasos en los pagos e, incluso, avanzar las cantidades necesarias para finalizar las obras contratadas. Si bien todo ello no fue óbice para un desarrollo monumental de los retablos, es inevitable pensar que debió influir decisivamente en la actividad profesional de Huguet, cada vez menos atenta a la introducción de variantes estilísticas y compositivas. De este modo, aparte de la cultura visual de la burguesía o de la consideración del pintor hacia sus creaciones, es indudable que las dificultades económicas disminuyeron la exigencia de los clientes y el propio Huguet hacia las cualidades estrictamente pictóricas de las obras. De hecho el éxito ya estaba asegurado con una hábil repetición de prototipos -muchas veces concluidos por los miembros del taller-, la cuidada aplicación de dorados y elementos ornamentales y, por último, la concepción monumental del conjunto.
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<p><strong>Historia:</strong> </p><p>La Grecia antigua. </p><p>El Neolítico. </p><p>La cultura cicládica. </p><p>La civilización minoica. </p><p>La cultura micénica. </p><p>Edad Oscura y Periodo Geométrico. </p><p>La época arcaica. </p><p>El periodo clásico. </p><p>La era macedónica. </p><p>El helenismo. </p><p> </p><p><strong>Sociedad: Medios de subsistencia: </strong></p><p>La agricultura. </p><p>Explotaciones autárquicas. </p><p>Las producciones agrícolas. </p><p>Artesanía. </p><p>Comercio. </p><p>La moneda. </p><p>Minería. </p><p> </p><p><strong>Organización política:</strong> </p><p>La democracia ateniense. </p><p>El ostracismo y las mistoforia. </p><p>Estructura institucional de Esparta. </p><p>El ejército. </p><p>El hoplita. </p><p>La infantería ligera. La caballería. </p><p>Máquinas de asalto. </p><p>La marina. </p><p>Reclutamiento. </p><p> </p><p><strong>Estructura social:</strong> </p><p>La sociedad en Grecia. </p><p>Sociedad y educación en Atenas. </p><p>Sociedad y educación en Esparta. </p><p>La ciudadanía. </p><p>Los metecos. </p><p>Los esclavos. </p><p>El marido. </p><p>Las mujeres. </p><p>Las ciudades. </p><p>Las casas. </p><p>El ocio. </p><p>El vestido. </p><p>La prostitución femenina. </p><p>El matrimonio. </p><p> </p><p><strong>Creencias y religión:</strong> </p><p>Religión y mito. </p><p>Los dioses preolímpicos. </p><p>Los Doce Dioses del Olimpo. </p><p>Dioses menores y héroes. </p><p>Culto y ceremonias. </p><p>El oráculo de Delfos. </p><p> </p><p><strong>Arte y conocimientos:</strong> </p><p>Lengua y literatura. </p><p>La ciencia. </p><p>La medicina. </p><p>El calendario. </p><p>La filosofía griega. </p><p>Los presocráticos. </p><p>Los sofistas. </p><p>Sócrates, Platón y Aristóteles. </p><p>El arte griego prehelénico. </p><p>La arquitectura cretense. </p><p>La escultura cretense. </p><p>La arquitectura micénica. </p><p>Pintura y escultura en Micenas. </p><p>El arte helénico. </p><p>Los órdenes arquitectónicos. </p><p>Templos, teatros, sepulcros y acrópolis. </p><p>La escultura griega. </p><p>La pintura griega.</p>
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La civilización maya alcanzó su apogeo a lo largo de la época clásica (300-900 d. C.), desarrollando tradiciones que se formulan en el Formativo, e integrando nuevas ideas a medida que se afianza una sociedad compleja. En este sentido, el arte del Clásico tiene unas raíces claramente definidas durante la etapa anterior, que derivan en primer término del arte olmeca (1200-400 a. C.), y después de las regionalizaciones de Izapa y Abaj Takalik (250 a. C.-200 d. C.) y de Kaminaljuyú (200 a. C.-400 d. C.). La integración de tales conceptos artísticos con los peculiares de las tierras bajas culmina a lo largo del Clásico Temprano (300-600 d. C.), y sirve de base para el gran florecimiento del Clásico Tardío (600-900 d. C.).No cabe duda, pues, de que el arte maya es mesoamericano: las técnicas para tallar el relieve y el bulto redondo no difieren en demasía de las implantadas por los olmecas; corno también lo fue el concepto de templos piramidales y la estrecha relación de las artes y la arquitectura. Muchos de los objetos en que los mayas depositaron su destreza artística fueron, también, elevados a manifestaciones de culto, tal y como sucedió en esta civilización de la Costa del Golfo.
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Lo que era común a regímenes tan distintos -nacional-socialismo alemán, fascismo italiano, régimen soviético, Estado Novo portugués, dictaduras centroeuropeas y balcánicas- era el hecho mismo de la dictadura. Muchas de esas dictaduras tuvieron amplio apoyo popular. La adhesión, por ejemplo, del pueblo alemán al régimen de Hitler fue general y entusiasta. Mussolini gozó -ya se ha dicho- de prestigio internacional por lo menos hasta que atacó a Abisinia en 1935, y de un innegable consenso dentro de Italia. Lenin fue casi reverenciado en su país. Dirigidas por hombres enérgicos y a menudo carismáticos -si bien, no todos-, las dictaduras respondieron a la necesidad de gobiernos fuertes y de afirmación nacional que las masas parecieron requerir en épocas de crisis -morales, políticas, económicas, nacionales- tan intensas y generalizadas como fueron los años de la inmediata posguerra y, tras la depresión de 1929, la década de los treinta. Las dictaduras tuvieron una evidente vocación populista. Casi todas ellas apelaron al nacionalismo de las masas, hicieron del plebiscito popular, y no de las elecciones, forma habitual de consulta y buscaron su legitimidad en retóricas de salvación nacional y en políticas de protección y asistencia social. Los dictadores se vieron a sí mismos como la verdadera encarnación de la voluntad popular. Fascismo y dictaduras autoritarias de la derecha no sobrevivieron -salvo las excepciones del Portugal de Salazar y la España de Franco- a la derrota del Eje en la II Guerra Mundial. El régimen soviético, en cambio, perduró hasta 1989. Ello, sin embargo, fue menos resultado de la revolución de octubre de 1917 que de la gigantesca transformación -una segunda revolución, y una revolución, además, desde arriba- que la URSS experimentó en los años treinta bajo el liderazgo de Stalin, una vez que en 1928 se impusiera su política de "socialismo en un solo país". Además, las purgas y juicios de los años 1935-38, en que conocidos líderes de la Revolución de 1917 y destacados jefes del Ejército, y millones de personas, fueron condenados y ejecutados, consolidaron el poder de Stalin sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y sobre el Estado soviético, un poder que Stalin retuvo hasta su muerte en 1953. La Unión Soviética devino así el prototipo del régimen totalitario. Más aún, desde 1945, Stalin extendió el poder soviético a toda la Europa del Este: él presidió la transformación de la URSS en una de las grandes superpotencias del orden internacional de la segunda mitad del siglo XX. La ascensión de Stalin al poder a la muerte de Lenin (24 de enero de 1924) fue, pues, un hecho de importancia histórica decisiva. Tuvo, sin embargo, poco de sorprendente y fue en gran medida lógica. Fue la misma naturaleza de la estructura soviética del poder, aquella dualidad Partido-Gobierno que, como vimos, la caracterizaba, lo que hizo de Stalin el hombre fuerte de Rusia. Como secretario general del Partido desde el Congreso de 1922 y como único dirigente que pertenecía a la secretaría, al Politburó y al Orgburó -esto es, a las instituciones rectoras del país-, en un sistema en el que verdadero centro del poder era el Partido y no el gobierno, Stalin controlaba ya las claves de ese poder, el aparato central del PCUS, antes incluso de la enfermedad final de Lenin, que se declaró en mayo de 1922, y mucho antes, por tanto, de que se abriese la pugna por su sucesión. Que Lenin advirtiese en su testamento contra el excesivo poder que Stalin había acumulado, resultaba incongruente: los hombres de 1917 habían creado la estructura de poder que hizo posible el estalinismo. Con todo, la elevación de Stalin al poder no fue ni inmediata ni inevitable. En ello fue determinante, como se acaba de señalar, el control que ejercía sobre la secretaría del Partido desde 1922 y la red de alianzas con líderes locales y elementos de la burocracia que gracias a ello pudo construir. Pero igualmente decisivos fueron su gran habilidad táctica, los errores de sus rivales -y en especial, de Trotsky-, la capacidad de Stalin para monopolizar la herencia de Lenin y sobre todo, la coherencia de la que iba a ser su gran tesis, "el socialismo en un solo país", con las necesidades de la URSS. Porque, a la postre, el conflicto por el poder que estallaría a la muerte de Lenin fue mucho más que un choque de personalidades, por más que los estilos y talantes de Trotsky -judío, cosmopolita, culto, lúcido, apasionado por la literatura y el arte, escritor e intelectual brillante y mordaz- y Stalin, georgiano de origen modestísimo, que apenas había salido de Rusia, que no conocía más idioma que el ruso, taciturno, rudo, astuto, tenaz, desconfiado, sobrio y poco comunicativo, resultaran incompatibles. La lucha por el poder expresó hondas diferencias ideológicas sobre la concepción de la revolución y del partido, y paralelamente, profundas diferencias sobre las prioridades de la política económica y las necesidades en la construcción de la URSS. Aunque las divergencias existieran desde antes, fue la aparición a fines de 1922 de la "troika" integrada por Zinoviev, Kamenev y Stalin como posible bloque dirigente del Partido, lo que desató el debate. En octubre de 1923, casi al mismo tiempo que 46 conocidos dirigentes -Preobrazenski, Rakovsky, Smirnov y otros- reclamaban la reconducción del proceso económico, Trotsky denunció "el régimen de partido" que se estaba creando y la progresiva "burocratización de su aparato". En artículos y folletos posteriores, como El nuevo curso y Lecciones de Octubre, a la vez que acentuaba sus críticas al partido, perfiló lo esencial de su pensamiento: recuperación del espíritu y de los ideales de octubre de 1917, reafirmación de los principios bolcheviques en el PCUS, revolución permanente, y una nueva y más enérgica política económica que impulsase la industrialización y el socialismo. Tal vez, Trotsky se postulase así para asumir la sucesión de Lenin. Pero en cualquier caso, lo hizo muy mal. Sus críticas se alternaron con largos silencios; enfermo, ni siquiera asistió a los funerales de Lenin; desinteresado en la gestión diaria del Partido, no acudía a las reuniones de los órganos de dirección del mismo. El caso Trotsky revelaba que, bajo la apariencia de unidad que le había dado Lenin, el PCUS estaba profundamente dividido. Tres grandes cuestiones fueron las razones de la ruptura: el ritmo de la industrialización, el papel del sector privado en la economía soviética y el dilema revolución internacional/revolución rusa. Esto último, en concreto, adquirió nuevo y particular relieve cuando, frente a las tesis de Trotsky -que todavía en 1923 creía posible la revolución en Alemania, Bulgaria y China, como la creería posible en Gran Bretaña, en 1926, a la vista de la huelga general que allí tuvo lugar dicho año-, Stalin propuso (1924) la idea del "socialismo en un solo país", esto es, la tesis de que la revolución mundial exigía previamente la consolidación y defensa de la revolución soviética y, por tanto, la subordinación de la política comunista internacional a los intereses de la Unión Soviética. La contraofensiva de Kamenev, Zinoviev y Stalin hizo que, en enero de 1925, Trotsky dimitiera como comisario de la Guerra. Vino, luego, la ruptura entre Kamenev-Zinoviev, que integraron lo que se llamó Nueva Oposición, y Stalin, por la oposición de aquéllos a la tesis nacional del Secretario General y a la política de contemporización con el sector privado agrario. En diciembre, el XIV Congreso del PCUS aprobó la tesis del "socialismo en un solo país" y desautorizó a la Nueva Oposición. En julio de 1926, el comité central del Partido (donde Stalin contaba ahora con el apoyo de Bujarin, Rykov, Tomsky y otros dirigentes) condenó los métodos "escisionistas" de Trotsky, Zinoviev y Kamenev -que habían aproximado posiciones y formado una poco convincente Oposición unificada- y poco después, los excluyó del Politburó. La evolución de la situación internacional agudizó el enfrentamiento. Los fracasos en 1926-27 de la huelga general británica y del comunismo chino (que se verá en el capítulo siguiente) parecieron dar definitivamente la razón a las tesis nacionales de Stalin. En noviembre de 1927, días después de que la Oposición intentara la celebración de una manifestación en Moscú, el XV Congreso del PCUS acordó la expulsión de Trotsky, Kamenev y Zinoviev. La relación de fuerzas que reveló el Congreso dejaba pocas dudas. Stalin contó con el apoyo de los representantes de 854.000 miembros del partido; Trotsky, con el de unos 4.000. En enero de 1928, Trotsky fue, además, exiliado a Alma-Ata, en Siberia; fue expulsado de la URSS un año después. El XV Congreso del PCUS significó, por tanto, el triunfo de la concepción nacional-comunista de la revolución que Stalin había ido perfilando en artículos, folletos y discursos, concepción que suponía, de una parte, una reafirmación del poder y de la unidad del Partido (como vanguardia de la clase obrera e instrumento de la dictadura del proletariado), y de otra, el fortalecimiento económico y militar de la URSS. Eso es lo que haría Stalin a partir de 1927-28. Sus objetivos serían la rápida industrialización del país, la colectivización forzosa de la agricultura y la planificación estatal de toda la actividad económica; sus medios, la coerción y la represión, ejercidos a una escala jamás conocida en país alguno, y el encuadramiento de la sociedad a través de una formidable presión propagandística; los resultados: la transformación de la URSS en un gigante industrial y militar y una completa revolución social que cambió definitivamente la sociedad rusa (aunque con un coste humano y económico que literalmente arruinaría a la larga al país). El cambio se inició con la aprobación en abril de 1929 del I Plan Quinquenal (1928-32), cuyo comienzo se fijó retroactivamente a partir del 1 de octubre de 1928. El Plan aspiraba básicamente al desarrollo de la industria pesada y a la colectivización del 20 por 100 de la agricultura -límite suprimido en 1930- y para ello, fijaba índices de producción, la distribución del PIB, precios y salarios, productividad, plazos fijos para entrega de producción, y muchos otros indicadores económicos. Lo verdaderamente revolucionario eran los cambios que introducía en el mundo agrario. El Plan creaba granjas colectivas, o "koljozes", de 400 hectáreas de extensión, de propiedad cooperativa, en las que se integrarían las explotaciones individuales y minifundios y a las que el Estado asignaría maquinaria y otros recursos; y granjas estatales, o "sovjozes", de propiedad estatal y explotación directa por el Estado, con sus propios funcionarios y trabajadores. La capacidad del Estado soviético para movilizar recursos e impulsar el esfuerzo humano que la realización de aquellos objetivos requería fue extraordinario. El éxito de la industrialización fue completo. Sólo bajo el I Plan (que fue completado por otros dos, aprobados en 1933 y 1938), se construyeron unas 1.500 factorías. Entre 1928 y 1938, se quintuplicó la producción de carbón y acero. La de carbón pasó de 35 a 127 millones de toneladas anuales; la de acero, de 3 a 18 millones de toneladas. La producción de electricidad se elevó de 18 a 80 millones de kilovatios-hora; la de petróleo, de 12 a 26 millones de toneladas. En 1939, la URSS era ya el tercer país industrial del mundo, y el primero en la fabricación de tractores y locomotoras, maquinaria que sólo diez años antes tenía que importar. Las grandes cuencas carboníferas del Kuznetsk habían quedado unidas por ferrocarril con las minas de hierro de los Urales. Grandes zonas industriales surgieron en Tula -cerca de Moscú-, en Kharkov, Rostov, Stalingrado y, al otro lado de los Urales, en Magnitogorsk, una ciudad de 250.000 habitantes enteramente nueva, Zaporozhe, Novosíbirsk (en el Kuzbass), Irkutsk y otros puntos. El ritmo de la colectivización fue también impresionante. En 1930 se había ya colectivizado el 32,6 por 100 de la tierra; en 1932, el 61,5 por 100; en 1935, el 83,2 por 100: en 1941, la agricultura estaba prácticamente colectivizada. Los resultados, en cambio, fueron catastróficos. Millones de campesinos se opusieron a la colectivización. El régimen decretó la liquidación de los "kulaks" o campesinos-medios. Miles y miles de familias fueron expropiadas por la fuerza y sus responsables o deportados o encarcelados o ejecutados. El mismo Stalin estimó que la colectivización había supuesto la liquidación o deportación de unos 10 millones de personas: los ejecutados sumaron posiblemente unos 4 millones. Los resultados económicos fueron igualmente negativos. Casi un 60 por 100 de la ganadería del país quedó destruida entre 1928 y 1932. El consumo per cápita de pan, patatas, carne y mantequilla disminuyó en esos años en la misma proporción. Las catastróficas cosechas de 1932 y 1933 provocaron una situación de hambre sólo comparable a la de 1921: probablemente, otros siete millones de personas perecerían por esa causa entre 1927 y 1937. Los alimentos estuvieron racionados en toda Rusia hasta 1935. Regiones como Ucrania y Kazajstán quedaron devastadas. El hambre fue desapareciendo hacia 1938-39 y la producción de cereales y sobre todo de trigo -para cuya explotación, pronto mecanizada, se abrieron grandes áreas en Siberia y otras regiones- mejoró. Así, la producción de trigo que era de 22 millones de hectolitros en 1928, tras bajar a 20,3 millones en 1932, alcanzó los 30,7 millones en 1936 (y parecidas oscilaciones registraron las producciones de centeno, maíz, avena, salvado, patatas y remolacha). Pero la producción de alimentos, y la misma productividad agraria, nunca se recuperaron. Lo mismo bajo Stalin que bajo sus sucesores, la URSS sufrió de una escasez crónica de alimentos básicos. La oferta de bienes de consumo fue en todo momento paupérrima. El objetivo de la industrialización y de la colectivización no era el bienestar individual, sino el desarrollo colectivo y el reforzamiento de la URSS. Significativamente, los gastos de defensa subieron del 4 por 100 del presupuesto en 1933, al 17 por 100 en 1937 y al 33 por 100 en 1940. Pero los cambios eran formidables. El número de trabajadores industriales pasó de 11 millones en 1928 a 38 millones en 1933: la revolución había hecho la clase obrera, y no al revés. Unos 20 millones de personas emigraron del campo a la ciudad en la década de 1930. La población urbana se elevó del 17 por 100 de la población total en 1926 al 33 por 100 en 1939. La escasez de viviendas en las grandes ciudades generó un gravísimo problema de hacinamiento. De hecho, el nivel de vida en 1953 no era superior al de 1928. La industrialización se hizo sobre salarios industriales bajísimos; la jornada laboral fue incluso ampliada en 1940. El coste humano y social de la transformación de la URSS, por tanto, fue también formidable. Que el país no conociera en la década de 1930 ciclos depresivos resultaba por ello irrelevante. El gobierno hizo un excepcional esfuerzo propagandístico para estimular la moral colectiva de la población y generar un clima de entusiasmo popular en torno a los gigantescos planes emprendidos. Los "héroes del trabajo", los "stajanovistas" -nombre derivado del ejemplo del minero Aleksei Stajanov, que el último día de agosto de 1935 extrajo una cantidad de carbón catorce veces superior a la asignada-, se convirtieron en el estereotipo del revolucionario y patriota. Lógicamente, una legislación laboral verdaderamente tiránica definió huelgas, accidentes de trabajo y absentismo como formas de "traición" contra el Estado y la revolución, y los castigó incluso con la pena de muerte: centenares de técnicos e ingenieros de áreas industriales y de encargados de granjas del Estado fueron procesados y ejemplarmente castigados (y un número altísimo, fusilados) por supuestos sabotajes de trabajo. El régimen impuso un nuevo rigorismo moral como expresión de la ética proletaria del trabajo. La homosexualidad y el aborto fueron prohibidos. La familia, el matrimonio, la procreación y la maternidad, estimulados y exaltados. La simbología y los mitos del nacionalismo ruso fueron actualizados y puestos al servicio de la política oficial, como elemento para enaltecer el colosal esfuerzo colectivo. Industrialización y colectivización aparecieron así como la continuidad de la obra histórica de los constructores de la gran patria rusa, de Pedro el Grande e Iván el Terrible. En esa visión, Stalin, cuyo culto comenzó desde 1930, era "el gran arquitecto del socialismo, el más grande líder de todos los tiempos y de todos los pueblos" -como le llamó la propaganda oficial (y muchos intelectuales de la izquierda europea fascinados por el comunismo)-, el nuevo héroe nacional que, como los del pasado, venía a salvar a Rusia, tal como, a través de un paralelismo obvio, quiso decir el film de Eisenstein, Alexander Nevski, un extraordinario ejemplo de cine épico de belleza visual excepcional, apoyada en una majestuosa e impresionante música compuesta por Prokofiev. Cine, arte y literatura fueron forzados a reflejar los valores y estética de la nueva moral proletaria. El arte de vanguardia (el futurismo ruso, el constructivismo, Malevich, Kandinsky, Zamiatin, Esenin, Isaak Babel, Bulgakov y un largo etcétera), que la revolución había hecho suyo en los primeros años, fue eliminado y reemplazado por el "realismo socialista" como doctrina oficial, proclamada así en el Congreso de Escritores Soviéticos de 1934, un retorno a las técnicas del realismo decimonónico al servicio ahora de un retórico obrerismo ejemplarizante y heroico. Chagall, Kandinsky, el escultor Naum Gabo, Stravinsky, abandonaron Rusia para siempre. Los poetas Esenin, Mayakovsky y Marina Tsvietáieva se suicidaron. Isaak Babel, Ossip Mandelshtam y Boris Pilniak desaparecieron en las cárceles de Stalin; Bulgakov, Pasternak, Akhmatova, sobrevivieron condenados al exilio interior, perseguidos, criticados y silenciados por la cultura oficial. El régimen estalinista hizo, con todo, un colosal esfuerzo educativo, que tuvo además enorme trascendencia social. El número de estudiantes en enseñanza secundaria pasó de 1.834.260 en 1926-27 a 12.088.772 en 1938-39; el número de universitarios, de 159.800 en 1927-28 a 469.800 en 1932-33. De éstos, casi el 50 por 100 era de clase obrera. Los cuadros de la nueva clase dirigente que Stalin crearía procedían en proporciones elevadísimas de medios obreros y campesinos (lo que no fue el caso de los líderes de 1917, en su mayoría de las clases medias, con la excepción tal vez del propio Stalin, hijo de un zapatero rural y de una lavandera). La gigantesca revolución desde arriba emprendida en 1927-29 conllevó finalmente -además de la exaltación de valores y mitos obreros y patrióticos y del culto a Stalin, esto es, además de la creación de una cultura e ideología nacional y comunista- la implantación sistemática y planificada del terror. Fue llevada a cabo por la policía secreta, el NVKD o Comisariado de Asuntos Internos, la antigua Cheka, dirigida en los años 30 por Yezhov, Yakoda y Beria, sucesivamente, y tuvo un doble objetivo: la depuración del PCUS y el reforzamiento continuado del poder de Stalin, y la formación de una sociedad neutralizada y subordinada a los proyectos de engrandecimiento nacional y socialista trazados por el Partido y sus líderes. Hubo ya juicios públicos espectaculares antes de 1934. Además de los juicios contra "saboteadores" industriales, ya mencionados, en 1932 fueron procesados los ryutinistas, un grupo de militantes del PCUS identificados con M. N. Ryutin, que había criticado con dureza la personalidad de Stalin. Bujarin había sido apartado del Politburó (aunque todavía no "purgado") en noviembre de 1929 por criticar los excesos que se estaban cometiendo en la colectivización. Pero fue a raíz del oscuro asesinato en diciembre de 1934 de Sergey Kirov, miembro del Politburó y líder del PCUS en Leningrado -que poco antes, en enero, en el XVII Congreso del Partido, había criticado el excesivo poder personal de Stalin- cuando se desencadenó el terror a gran escala. Las purgas de los años 1934-41 tuvieron tres objetivos: el Partido, el Ejército y la población. Su alcance fue escalofriante. En total, una cifra cercana a los 10 millones de personas fueron arrestadas y represaliadas de alguna forma; de ellas, unos 3 millones fueron ejecutadas y otras tantas murieron en campos de concentración. En el "juicio de los 16" de agosto de 1936, varios antiguos dirigentes del PCUS, y entre ellos Kamenev y Zinoviev, fueron acusados del asesinato de Kirov y ejecutados por ello, después que los acusados -moralmente destruidos por la policía estalinista- se autoinculparan: 1.108 de los 1.996 delegados que habían asistido al Congreso del PCUS de enero de 1934, y unos 100 miembros del Comité Central elegido en el mismo, fueron igualmente ejecutados. El "juicio de los 17", de enero de 1937, y el "juicio de los 21", de marzo de 1938, supusieron nuevas penas de muerte para más ex-dirigentes del Partido, entre otros Bujarin, acusado de mantener vínculos con Trotsky. En junio de 1937, fueron ejecutados el general Tujachevsky, jefe del Estado Mayor, y otros 78 altos oficiales del Ejército, acusados de conspirar a favor de Alemania y Japón (represión seguida además por la depuración de la mitad de los 35.000 oficiales que mandaban el Ejército soviético). El clima de delaciones, sospechas y miedo así creado cumplió su objetivo: toda posible alternativa de gobierno, todo potencial centro de oposición, toda hipotética reacción de descontento popular, quedaron destruidos para siempre. La política de Stalin -que tras la llegada de Hitler al poder en marzo de 1933 conllevaría la apertura a Occidente y la estrategia de frente popular de los partidos comunistas occidentales (pero también, el Pacto de No Agresión con la Alemania de Hitler, en agosto de 1939, cuando la apertura pareció poco satisfactoria)- quedó sólidamente apuntalada. Stalin pudo incluso aprobar en 1936 una nueva Constitución, en apariencia más liberal que la de 1924. El control que ejercía sobre la URSS era excepcional, absoluto. La revolución de octubre de 1917 había desembocado en el horror totalitario que habían anticipado Zamiatin y Huxley en sus libros, y que luego retratarían, aún más magistralmente, Koestler y Orwell en los suyos. Lo grave era que la dictadura soviética no se apoyaba como la de Hitler en una megalomanía racial y ultranacionalista, sino que se legitimaba en la doble ética de la revolución y del proletariado.
contexto
En junio de 1948, pocos meses después de producido el golpe de Estado de febrero en Checoslovaquia, el partido yugoslavo fue expulsado de la Kominform. La noticia de este acontecimiento causó una sorpresa tan grande en el mundo occidental que muchos creyeron que se trataba de una trampa: hasta ese momento, ninguna dirección comunista de un país de la Europa sovietizada se había separado de la línea de actuación marcada por Moscú. Además, si por algo se había caracterizado la Yugoslavia de Tito había sido por la rapidez y la decisión con que parecía haber cumplido el programa que luego se aplicó en los demás países del área. Allí, en efecto, desde fecha muy temprana, los comunistas habían mostrado su voluntad de tomar el poder político en su totalidad, de eliminar al adversario y de llevar a cabo un programa de colectivizaciones masivas. En realidad, lo sucedido en este caso puede ser definido, por esa identidad sustancial, más como una herejía que como un cisma. También debió ser una sorpresa la ruptura con Tito en el propio seno de la Kominform: a fin de cuentas, la agresiva actitud del dirigente yugoslavo resultaba muy similar a la que adoptaron Zdanov y Molotov por la misma época. El segundo llegó a sugerir que la Kominform se estableciera en Belgrado. Pero los problemas entre los Partidos Comunistas de ambos países habían sido tempranos y graves. Tito ya se quejó de la escasa ayuda concedida por los soviéticos durante la guerra misma. Los líderes comunistas yugoslavos, por otro lado, habían sido mucho menos dependientes de Moscú, porque habían hecho la guerra en su propio país. Llegada la hora de la ruptura con Tito, los soviéticos trataron de apoyarse precisamente en aquellos que habían estado durante más tiempo en la URSS. Durante la guerra, Stalin había criticado la actitud demasiado izquierdista de los seguidores de Tito, que no habían tenido inconveniente en exterminar a quienes calificaban de "kulaks" y en destruir edificios religiosos. También se quejó de no ser atendido respecto a su idea de la creación de un frente amplio que los comunistas pudieran dominar desde dentro. Aludiendo a lo que objetivamente era cierto -la carencia de un proletariado industrial en Yugoslavia-, repudió un frente amplio formado por campesinos que, en su opinión, no podría realizar una verdadera revolución proletaria. Por su parte, el régimen de Tito, una vez obtuvo el triunfo, siguió una política estalinista al concentrar sus esfuerzos en la creación de grandes industrias pesadas, atendiendo muy poco a la agricultura y el consumo. La URSS dejó claro que no ayudaría al desarrollo económico yugoslavo y de hecho impuso compras de materias primas minerales a unos precios artificialmente bajos. También exigió un tratamiento especial a su cultura, mientras que agentes soviéticos eran introducidos en el seno de la Administración y en el aparato de seguridad del régimen. Es probable que esto último fuera lo verdaderamente decisivo a la hora de la ruptura. Tito, por su parte, se comportó con audacia e independencia, sin tener en cuenta posibles peligros por parte del mundo occidental: como ya es sabido, no dudó en abatir aviones norteamericanos que volaban sobre Yugoslavia y quiso permanecer en Trieste, mientras que Stalin aseguraba que esta ciudad no merecía otra guerra. Pero, sobre todo, afirmó que la vía yugoslava era perfectamente lícita y que no dependía de nadie desde el punto de vista de la política exterior. En julio de 1947, llegó a un acuerdo con Bulgaria respecto de la creación de una posible federación balcánica. Eso hizo que los comunistas griegos insistieran en su esfuerzo militar con su colaboración. Tito parecía aspirar a dominar los Balcanes, al mismo tiempo que mantenía una política radical en todos los terrenos que a Stalin le pudo parecer imprudente. Los soviéticos parecen haber aceptado en un primer momento que se hiciera con Albania e incluso la federación con Bulgaria pero luego cambiaron radicalmente de opinión. El giro se produjo cuando se dieron cuenta de que Tito no disentía de nada en los principios del estalinismo, pero que no estaba dispuesto a dejarse manejar, ni tampoco a que se considerara a Yugoslavia como una especie de peón en el ajedrez del panorama internacional. En febrero de 1948, Stalin convocó a búlgaros y yugoslavos -que enviaron a Kardelj como su representante- para negar su apoyo a la Federación balcánica y a la toma de Albania por Tito, así como para vetar la guerra civil griega. Explicó ahora que sólo estaba de acuerdo con una federación formada por dos unidades y no con Bulgaria como una república más de un conjunto federal, que era lo que había imaginado el líder yugoslavo. Lo que temía era una unidad política independiente y fuerte que pudiera poner en peligro su absoluto control del glacis defensivo que había pensado crear en Europa del Este. Resulta posible que pensara que la herejía yugoslava, unida a la victoria de Mao con una revolución autónoma y campesina en China, podía tener peligros objetivos para su dirección del movimiento comunista. Ya en marzo, la situación entre los dos partidos se hizo insostenible. Tito sólo quería evitar la subordinación yugoslava y todo hace pensar que para él la ruptura con Moscú fue la más traumática de sus experiencias vitales. El intento de penetración de los soviéticos en la estructura del Estado yugoslavo provocó de forma irreversible al enfrentamiento. Pero al producirse la ruptura, Tito se mostró muy prudente. En abril, Herbrang, el dirigente principal de los estalinistas, persona capaz de convertirse en relevo de Tito, fue detenido y probablemente debió ser asesinado a continuación. En el mismo mes de marzo, Stalin había retirado ya a sus asesores de Yugoslavia. Cuando propuso a los yugoslavos una reunión en el Kominform para solventar sus diferencias, ya toda posibilidad de llegar a un acuerdo sin sumisión era muy remota. Tito se negó a enviar emisarios a la reunión y, como resultado, quedó consagrada la definitiva división. Stalin estaba tan convencido de su propia fuerza en el seno del movimiento comunista de todas las latitudes, que aseguró que si movía tan sólo un dedo acabaría por librarse de Tito; quizá en algún momento hubiera podido contentarse con tan sólo aceptar un acto de sumisión. El líder yugoslavo, sin embargo, consciente del peligro que corría, actuó de forma habilidosa. Reunió en julio un congreso de su partido, donde se discutió libremente. Hizo entonces pública su correspondencia con otros Partidos Comunistas y atacó a la Kominform, pero no a Stalin. El principal ideólogo del comunismo yugoslavo, Djilas, aseguró que no existía diferencia alguna entre Stalin y los comunistas yugoslavos. Los asistentes mezclaron en sus gritos de ritual los nombres de los dos dirigentes comunistas. Todavía, por parte de los seguidores de Tito, seguía existiendo un resquicio de posibilidad de llegar a un acuerdo. Pero persiguieron a los supuestos o reales seguidores de la Kominform y los ejecutaron o confinaron: en Goli Otok, una especie de "gulag" yugoslavo, entre 1949 y 1952 hubo unos 12.000 detenidos. La respuesta de los soviéticos no se hizo esperar. En Albania, el país más amenazado por estar casi totalmente rodeado por Yugoslavia, el ministro del Interior fue detenido, acusado de ser partidario de Tito. A partir de este momento el lenguaje empleado contra los seguidores del presidente yugoslavo arreció en virulencia: ya se empezó a emplear contra ellos calificativos como el de "criminales fascistas". En el verano de 1949, los países de la Kominform impusieron sanciones a Yugoslavia. Todavía por esas fechas la actitud de los norteamericanos respecto a Tito era dubitativa. En ese año, enviaron paracaidistas que habían sido antiguos "chetniks" destinados a crear subversión interna. Pero, poco después, empezaron a ver en la evolución yugoslava un factor positivo para sus intereses. De hecho, Kennan, que había sido embajador en Yugoslavia, había previsto la posibilidad de una fragmentación del universo comunista. Yugoslavia no sólo se benefició del Plan Marshall -a diferencia de otra dictadura europea, la de Franco- sino que llegó al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con el apoyo norteamericano. Reducido el comercio con la URSS a la mínima expresión, Belgrado lo canalizó hacia Occidente y Estados Unidos no tuvo inconveniente en devolverle el oro que había pertenecido a la derrocada Corona. Consciente de que no podía acabar con la disidencia yugoslava mediante la subversión interna, Stalin parece haber pensado en la posibilidad de una invasión a partir del verano de 1950. En 1951, Djilas visitó Gran Bretaña para solicitar ayuda militar. La posición norteamericana parece haber estado dispuesta a la colaboración en la defensa yugoslava en el caso de que los atacantes fueran los aliados de la URSS, pero tan sólo a emplear la bomba atómica en el caso de que fueran los soviéticos los invasores. En Yugoslavia, la voluntad de resistencia frente a una eventual invasión soviética parece haber sido firme y clara en todos los sectores dirigentes. En un principio, el régimen se radicalizó en medidas como la colectivización, para demostrar que estaba muy lejano a los propósitos derechistas que se le atribuían. A continuación, buscó una forma original o un modelo propio por el procedimiento de proponer la autogestión y los consejos obreros en las fábricas. En realidad, en los primeros años, este modelo no supuso sustanciales diferencias con el estalinista, porque las elecciones a los consejos obreros de las fábricas eran controladas por un sindicato sometido al partido único y porque era la planificación central la que debía proporcionar los recursos a invertir. El régimen yugoslavo, sin embargo, no impuso nunca las pautas culturales del realismo socialista. Además, hubo en él mayor flexibilidad respecto de la oposición, al menos en cuando procedía de la ortodoxia: cuando Djilas empezó a evolucionar hacia el polipartidismo tardó en ser sancionado y las penas que recibió fueron relativamente suaves. Los yugoslavos llegaron a concluir que la eliminación de la propiedad privada en el estalinismo había dado lugar al predominio de una nueva clase basada en la dominación burocrática. Zdanov, por su parte, acusó a los yugoslavos de estar infiltrados por es pías británicos desde épocas remotas y de ser los culpables de la derrota de los comunistas griegos. A partir del descubrimiento de este supuesto traidor, los soviéticos resucitaron las purgas, destinadas ahora a asentar de forma irreversible el poder de Stalin en el Este de Europa. La camaradería entre los partidos fue sustituida por la desconfianza generalizada y en cada partido fue preciso descubrir supuestos o reales seguidores de Tito. Al igual que después del asesinato de Kirov en la URSS, los partidos comunistas se convirtieron en iglesias disciplinadas sometidas a una rígida ortodoxia. Al mismo tiempo que se perseguía a los supuestos titistas, se produjo una purga masiva en todos los Partidos Comunistas de Europa del Este. En los occidentales, sólo se manifestó una mínima escisión en el danés, pero todos los demás buscaron titistas en su interior y los expulsaron. Los dirigentes de Europa Oriental pudieron tener un futuro mucho peor. En el mismo mes en que Yugoslavia fue expulsada de la Kominform, en Albania, que recibía mucha ayuda yugoslava, se desató una persecución contra una facción derechista acusada de hallarse próxima a Tito. En realidad, este país sólo pudo sobrevivir bajo formas estalinistas mediante la ayuda soviética; y Tito hubo de tolerar que la URSS violara con frecuencia su espacio aéreo para transportarla. También en otros países los elementos considerados nacionalistas fueron marginados: Patrascanu en Rumania, Rajk en Hungría y Gomulka en Polonia pasaron inicialmente a puestos menos importantes. En marzo de 1949, empezaron las detenciones, cuyo resultado final resultaba ya previsible. Las primeras ejecuciones se produjeron en junio en Albania, donde fue eliminado Xose. En octubre lo fue Rajk, el ministro húngaro, después de declararse espía durante toda su vida en un juicio público del que lo más interesante, como sucedió en los juicios de Moscú, fue la denuncia al líder de la tendencia condenada. Si Trotski había sido demonizado en aquella ocasión, ahora lo fue Tito, que habría sido un peón de los anglosajones obligado a hacer la revolución por la presión de las masas. En diciembre, Kostov en Bulgaria también se autoculpabilizó, pero luego se retractó en pleno juicio; entonces, se detuvo la traducción de sus palabras a los periodistas extranjeros y se suspendió la emisión radiofónica de las sesiones. En la RDA, la purga fue no tan dura y resultó tardía, ya que no se produjo hasta 1950. En Checoslovaquia, el juicio contra Slanski se dilató hasta 1952; en el mismo, él y sus abogados defensores fueron acusados de sionistas, nacionalistas y troskistas. Once de los acusados fueron ejecutados; sus cenizas fueron utilizadas, mezcladas con materias de construcción, en carreteras próximas a Praga. El contenido antisemita de su condena puede estar relacionado con la última evolución de Stalin y la previsible purga que estaba dispuesto a poner en marcha cuando le sorprendió la muerte: en este sentido, su caso puede ser definido como un ejemplo de estalinización total. En Rumania, finalizado el año 1954, los dirigentes comunistas Patrascanu y Ana Pauker ya habían sido ejecutados. Al mismo tiempo que todo eso sucedía, personas mucho menos importantes, que estaban lejos de ser dirigentes de importancia, fueron también purgadas. En Bulgaria, el partido pasó de 500 a 300.000 militantes. En los demás países sucedió algo parecido: los porcentajes de purgados se situaron entre el 25 y el 30% como media. Uno de cada cuatro comunistas de Europa Central y Oriental sufrió, por tanto, persecución entre 1948-53 y desde luego murieron más comunistas a manos de sus correligionarios que los que habían sido víctimas de la persecución de los Gobiernos de derecha en el período de entreguerras. Fueron considerados sospechosos especialmente los que habían tenido contacto con el exterior, como por ejemplo los combatientes en la Guerra Civil española o los que tenían una esposa extranjera. Stalin orquestó la purga e incluso enviaba a un coronel de los servicios secretos soviéticos para llevar a cabo los interrogatorios. Quienes los realizaban no pretendían descubrir la verdad, sino que ésta ya estaba decidida previamente y se trataba de que la confesasen. En ocasiones, se ejercieron presiones que se dirigieron sobre las familias de los acusados (Rajk); en otras, los propios acusados confesaron, por su misma conciencia de buenos militantes de partido (Kostov). Los juicios fueron verdaderas actuaciones teatrales, incluso ensayadas y pronunciadas previamente. En los países en los que el comunismo estaba mejor establecido -Checoslovaquia y Bulgaria- las purgas fueron más duras, mientras que allí donde su implantación era más débil también las purgas se mostraron más laxas. La excepción fue Hungría, donde mostró una especial dureza y ello quizá podría explicar los posteriores sucesos de 1956. En Polonia, Gomulka era un nacional-comunista que rechazó por razones tácticas la colectivización agrícola y la lucha con la Iglesia, pero que no tenía nada de titista ni se caracterizaba por un estalinismo moderado. Fue acusado pero no eliminado, sino condenado a prisión quizá por el temor a lo que podía suceder si se hacía necesario para la URSS ocupar Polonia por la violencia. De esta manera, la purga, convertida en terror cotidiano, alcanzó al conjunto de la sociedad. Normalmente, se atribuyó a cualquier organización o institución existentes un porcentaje de personas destinadas a ser purgadas. En Checoslovaquia, había ya en 1953 150.000 presos y en Bulgaria se realizaron en total unas 5.000 ejecuciones. La persecución de la Iglesia Católica se explica por la dependencia de una autoridad externa; lo mismo cabe decir de la Iglesia Uniata. El cardenal Minsdszenty en Hungría y Wyszynski en Polonia fueron detenidos. También el Ejército y las instituciones educativas fueron objeto de especial atención. A menudo, las víctimas fueron comunistas que no habían estado en Moscú durante la guerra, aunque no siempre fue así. Para concluir, hay que recordar también que las purgas causaron graves problemas económicos porque muchas personas con capacidades objetivas fueron consideradas peligrosas y se prescindió de ellas. Tenían como misión crear una disciplina de acero, pero en realidad destruyeron la base moral en que se fundamentaba el Partido Comunista. En ese sentido, a medio plazo el resultado de las purgas fue muy autodestructivo.
contexto
El clero compartía con la nobleza su condición de estamento privilegiado y era reconocido, teórica y tradicionalmente, como el primero en rango y honor. Su capacidad de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero, más acusadamente que la nobleza, y debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de ciertas disputas teológicas -aunque mucho más débiles que en el pasado- y, sobre todo, a la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará incólume las fronteras del siglo. El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo y muchas de las afirmaciones generales que sobre él puedan hacerse, incluso las más elementales, exigen matizaciones. Había enormes diferencias entre el mundo católico y el protestante, por un lado; entre los distintos países de una misma confesión, por otro, y, finalmente, dentro del estamento en cada país. Para comenzar, sólo en el área católica se reconocía jurídicamente al clero como estamento privilegiado y a ella limitaremos nuestra exposición. Se trataba, en teoría, de un grupo bien definido, formado por individuos que libremente, guiados por la vocación, se integraban en él mediante un acto jurídico-canónico la tonsura o administración de las órdenes sagradas-. En la práctica, sin embargo, las decisiones personales podían estar fuertemente condicionadas por elementos ajenos a toda consideración religiosa, y el clero constituía, en la práctica, una de las salidas naturales de la nobleza, una vía de acomodo o de ascenso social para muchos o el destino impuesto por algunos padres a sus hijas a quienes resultaba difícil concertar un matrimonio apropiado. Y no faltaban situaciones de cierta ambigüedad con algunos de los ordenados de menores o con personas vinculadas a los conventos que difuminaban de hecho los límites entre clérigos y laicos. También algunos de sus privilegios deben ser matizados. Desde mucho antes del siglo XVIII se redujeron las exenciones fiscales eclesiásticas. Así, por ejemplo, en Francia el clero contribuía al sostenimiento del Estado con una suma considerable, el denominado don gratuit; en los Estados Pontificios debía pagar un elevado impuesto sobre la tierra, y en España, además de la tributación indirecta, debía hacer frente a diversas cargas parafiscales. Hubo, igualmente, un esfuerzo por recortar los privilegios jurídicos, si no los de los eclesiásticos propiamente dichos, sí los de la Iglesia, restringiendo sustancialmente, por ejemplo, el derecho de asilo en los edificios sagrados. Igualmente, se prosiguió en el camino hacia la nacionalización de la aplicación del Derecho canónico, reduciéndose al mínimo las apelaciones a Roma, mientras que la firma de concordatos entre el Papado y los Estados católicos (con Portugal, en 1740; con Nápoles y Cerdeña, en 1741; con España, en 1737, y, sobre todo, en 1753) otorgaba a los monarcas el nombramiento de un gran número de cargos y prebendas eclesiásticas, reduciendo de paso la corriente dineraria que afluía hacia Roma. Las riquezas eclesiásticas eran cuantiosas. Procedían sus ingresos de la percepción de diezmos, proporción variable de la producción agro-pecuaria que llegaba hasta el 10 por 100 bruto, aunque frecuentemente era algo más bajo; de los derechos de estola, es decir, del cobro de los distintos servicios prestados por los eclesiásticos; y, finalmente, de la explotación de un patrimonio raíz e inmobiliario no faltan tampoco señoríos- acumulado durante siglos por viejas donaciones reales y continuas transferencias de propiedades por los fieles a titulo de limosnas, donaciones y fundaciones post mortem. Se estima, por ejemplo, que en gran parte de los Estados católicos la tierra bajo dominio eclesiástico oscilaba del 7 al 20 por 100, superándose a veces con mucho dicha proporción. En Francia, por ejemplo, suele ser inferior al 10 por 100, pero en Nápoles es prácticamente la tercera parte, proporción todavía superada, acercándose a la mitad, en Toscana. Son cifras, sin embargo, sobrevaloradas, entre otras razones, porque suelen incluir los bienes de instituciones asistenciales (hospitales) o docentes y de otras paraeclesiásticas (cofradías) que no eran estrictamente religiosas o cuyas rentas no iban directamente a los eclesiásticos. Y no hay que olvidar que la práctica de la limosna -una de las formas establecidas de redistribución de la renta- consumía cuantiosos recursos de personas e instituciones eclesiásticas. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que, desde el punto de vista económico, la Iglesia no es más que una abstracción, ya que estaba constituida por multitud de unidades de muy distinto significado, desde el más opulento monasterio o arzobispo al cura de aldea que no pocas veces experimentaba dificultades similares a las de sus feligreses para subsistir. El número de clérigos era mayor del que se precisaba para una adecuada asistencia religiosa de los fieles, debido a la existencia del clero regular y a la proliferación de prebendas, beneficios y capellanías, aunque siempre fue mucho menor que el denunciado por ilustrados y filósofos. En Francia, por ejemplo, Moheau, en 1774, los estimaba en 130.000, es decir, el 0,5 por 100 de la población total (los filósofos hablaban de 500.000). La proporción se superaba abiertamente en países como Portugal (1 por 100, aproximadamente) y, sobre todo, en España (1,6 por 100 en 1787) y algunos Estados italianos (2,5 por 100 en Nápoles, 3 por 100 en Toscana). Los efectivos del clero secular se mantuvieron estancados o descendieron a lo largo del siglo (en cualquier caso, dado el incremento demográfico general, habría retroceso proporcional), pero en casi todos los países disminuyeron los del clero reglar, sobre todo en la segunda mitad, ya que fue este sector el que concitó los principales ataques de los ilustrados. Su distribución geográfica era muy heterogénea. En cuanto al clero secular, se avanzó notablemente durante este siglo en la aspiración de la jerarquía de que cada comunidad tuviera su párroco. Pero aún quedaban aldeas sin párroco, mientras se daba una notable concentración de clérigos en las ciudades y núcleos más importantes, dado el carácter urbano de las sedes episcopales y también por la multiplicidad de cargos y fundaciones que en ellas había y por la atracción que la vida urbana ejercía entre clérigos absentistas (aunque el número de éstos tendiera a disminuir). En Aviñón, por ejemplo, había casi un 6 por 100 de eclesiásticos y en Angers, en 1769, el 3,4 por 100 (si bien en esta proporción se incluyen los seminaristas). Maguncia llegaba a contar cerca de 1.000 eclesiásticos, es decir, algo más del 2 por 100 de la población total, proporción similar a la de Bonn y Tréveris. El clero reglar tenía también una fuerte presencia urbana, especialmente las órdenes mendicantes y las renovadas en la Baja Edad Media o surgidas al hilo de la Reforma. Los monasterios rurales solían corresponder a las órdenes (benedictinos, cistercienses) de origen más antiguo. Si dejamos aparte los miembros de la Curia papal y el Colegio Cardenalicio, altos aristócratas en su inmensa mayoría por su origen familiar, por el papel que desempeñaban en el seno de la Iglesia y por el tren de vida que les permitían sus inmensos recursos económicos, la cima de las jerarquías eclesiásticas nacionales correspondía a los arzobispos y obispos. Designados normalmente por los monarcas y confirmados posteriormente por Roma, su procedencia social era esencialmente aristocrática. En vísperas de la Revolución, por ejemplo, 138 de los 139 obispos franceses eran nobles. Incluso había familias -el caso de los Rohan con respecto a Estrasburgo es paradigmático- para las que determinadas sedes episcopales formaban casi parte de los bienes patrimoniales. Podría así recaer la elección en personas totalmente inapropiadas -"el arzobispo de París debería, al menos, creer en Dios", se dice que exclamó Luis XVI al conocer a un candidato a la sede parisina-, pero no fue la norma. El propio sistema de acceso al Episcopado en Francia, por seguir en este mismo país, aunque fuertemente teñido de clientelismo, solía implicar un período de preparación como "grandes vicarios" (importante cargo subalterno) en las diócesis, lo que les daba una sólida experiencia al respecto. En España e Italia, sin que faltaran aristócratas, había una fuerte presencia de nobleza media y baja en el Episcopado y no pocos procedían del clero regular, con personas de origen plebeyo entre ellos. Los ingresos de los obispos podían ser elevadísimos -el ejemplo obligado es el Arzobispado de Toledo-, aunque también los había de rentas modestas, como algunos del sur de Francia. Las monarquías modernas les habían despojado del poder temporal que tuvieron en la Edad Media y en el siglo XVIII se reducirá también el protagonismo político que, a título individual, continuaron ejerciendo algunos de ellos (en Francia, reaparecerán colectivamente en los Estados Generales prerrevolucionarios). Los retazos de poder temporal que les quedaban solían reducirse a señoríos territoriales, aunque a veces fueran importantes, como el del arzobispo de Estrasburgo, integrado por no menos de 80 núcleos de población. Subsistían, sin embargo, los principados eclesiásticos en el Imperio, y eran nada menos que 65 (algo más de la cuarta parte del total de entidades representadas) los que tenían asiento en la Dieta Imperial. No era raro que estos últimos, especialmente si el territorio era de cierta entidad, estuvieran más preocupados por los asuntos políticos de sus Estados que por los religiosos, que solían delegar abiertamente en sus subordinados. Por cierto, hubo entre ellos hombres muy dotados y que, influidos por el espíritu de las Luces, promovieron importantes reformas, como fue el caso, en el Arzobispado de Salzburgo, de Hieronymus von Colloredo, arzobispo desde 1772 (aunque su enfrentamiento con Mozart haya proyectado de él una superficial imagen negativa), o en el de Maguncia, Friedrich Karl von Erthal, elector durante el último cuarto del siglo y muchas de cuyas reformas afectaron, precisamente, a los privilegios eclesiásticos. Persistían también en otras partes viejos abusos. Es tópico recordar a este respecto, por ejemplo, que en 1764 residían habitualmente todavía 40 obispos en París y que hasta 1784 no se les obligó a residir en sus sedes. Pero se puede afirmar casi con seguridad que el tipo de obispo dominante en el siglo XVIII era el que se preocupaba por la correcta administración de su diócesis; que la visitaba con regularidad, personalmente o por medio de sus vicarios; que velaba por la moralidad de los párrocos y la atención espiritual de los fieles y que tampoco desatendía los aspectos temporales, desembolsando cuantiosas sumas en obras de caridad y beneficencia (especialmente, en momentos de calamidades) o en la promoción de proyectos económicos o urbanísticos que en nada desmerecían de los emprendidos por sus respectivos gobiernos. El siguiente escalón estaba integrado por los miembros de los cabildos catedralicios. Sus obligaciones, nada agobiantes y no siempre cumplidas escrupulosamente, estaban ligadas al culto y administración de catedrales y diócesis. Sus rentas, aunque variables, solían ser saneadas o abundantes, disfrutaban de una alta estima social y, con frecuencia, los cabildos constituían un buen camino para la promoción a los obispados. Eran, por lo tanto, puestos muy codiciados, y, nuevamente con las excepciones española e italiana, donde había más variedad, solían ser ocupados mayoritariamente por miembros de la nobleza, especialmente tratándose de los cabildos más importantes. De formación similar o superior a la del resto de los clérigos, el nombramiento de los canónigos respondía a diversas tradiciones -alguna forma de elección, oposición o cooptación; nominación por el obispo o incluso por un patrono laico, por ejemplo- y su procedencia geográfica solfa ser tanto más localista cuanto menos relevante fuera el cabildo considerado. La vida de los canónigos solía transcurrir apaciblemente y no faltaron en sus filas quienes se dedicaron al estudio y el ejercicio intelectual. En conjunto, sin embargo, domina la impresión de un sector tradicionalista y conservador que, corporativamente, se mostraba como celoso defensor de sus prerrogativas y tradiciones ante cualquier posible intento, viniera de quien viniera, de restricción o reforma. Los repetidos enfrentamientos entre los capitulares de Maguncia y su obispo cuando éste les quiso imponer cambios acordes con el espíritu del siglo son un ejemplo no aislado de ello. El resto del clero secular -la mayoría- constituía un abigarrado grupo de curas párrocos, beneficiados, prebendados de catedrales, colegiatas y parroquias, titulares de capellanías y otras fundaciones particulares... Había, en primer lugar, variedad extrema en cuanto a su dotación económica, encontrándose desde párrocos con ingresos similares o superiores a los de ciertos canónigos hasta clérigos que vivían, como ya hemos indicado, en un grado próximo a la pobreza. La condición sociodemográfica de las parroquias influía notablemente: en ello y solían ser los curas de las aldeas más pequeñas los más desfavorecidos. Sin embargo, es muy probable que, dentro de la variedad, la mayor parte de los párrocos tuviera una situación económica más que pasable, aunque muchos de ellos se sintieran maltratados por un reparto a todas luces injusto de las rentas eclesiásticas. La oposición existente entre el bajo y el alto clero francés por estas cuestiones fue, por ejemplo, notable. El auténtico proletariado eclesiástico era el dedicado a la asistencia y culto menor de capillas catedralicias y otros templos suntuosos y, más aún, los titulares de capellanías pequeñas y ciertos ordenados sin cargo en expectativa, que se concentraban en las proximidades de la corte o en las ciudades donde radicaban los beneficios a que aspiraban y a quienes la necesidad podía llevar a ejercer las más variopintas y no siempre dignas tareas. Los intentos realizados -a veces, por el poder civil- para remediar esta situación no siempre fueron coronados por el éxito. Nombrados por muy diversos procedimientos, desde la nominación por autoridades eclesiásticas (cada vez más frecuente) o civiles (en virtud de las facultades otorgadas por los concordatos), hasta el patronato ejercido por algún laico, abundaban los procedentes de las capas sociales medias, tanto rurales (campesinos y artesanos acomodados) como urbanas (profesiones liberales, mercaderes, artesanos de nuevo...), junto con algunos miembros de la pequeña y aun mediana nobleza. Geográficamente, había un fuerte componente regional y diocesano, sin faltar excepciones notables, sobre todo en determinadas áreas urbanas, cuyo habitual amplio radio de atracción tendía a aumentarse, en algún caso concreto, por la escasez de vocaciones locales, dada la mayor incidencia del laicismo. Es característico a este respecto el caso de la cuenca parisina, donde a finales del siglo nada menos que el 80 por 100 de su clero era foráneo. El mandato tridentino que señalaba los seminarios como centros idóneos para la formación del clero no había dado todos sus frutos, debido, esencialmente, a problemas económicos y de dotación. Así, junto a los sacerdotes de origen universitario o los formados en seminarios y escuelas conventuales de Teología siguieron existiendo los procedentes de escuelas locales de latinidad o que apenas habían realizado estudios, encontrando estos últimos empleos más fácilmente en las parroquias sobre las que se ejercían patronatos laicos o bien como titulares de determinadas capellanías. Durante el siglo XVIII, sin embargo, aumentó la preocupación, tanto en las autoridades eclesiásticas como en las civiles, por mejorar la formación del clero. Se aumentó el número de seminarios y se mejoró la enseñanza impartida en ellos. En Francia, el movimiento se remonta ya a la segunda mitad del siglo XVII; en España, tras la expulsión de los jesuitas, se dieron las órdenes pertinentes para que determinadas casas de los expulsos se transformaran en seminarios. Y el nivel cultural del clero fue, lógicamente, elevándose. Los clérigos toscos y bravíos, que aún quedaban, eran cada vez más la excepción. Más frecuentemente, los curas párrocos proseguían su formación tras los estudios básicos, manteniendo bibliotecas personales más o menos nutridas cuya base estaba formada por libros de moral y espiritualidad y en la que podía haber ejemplares de las más diversas materias. Y el grado de cumplimiento de sus obligaciones se juzgaba mayoritariamente satisfactorio en las visitas a que eran sometidos periódicamente por sus superiores. Las relaciones con los fieles eran, como no podía ser menos, diversas en función de múltiples factores. Su grado de influencia en los parroquianos, desde todos los puntos de vista, era mucho mayor en el mundo rural que en el urbano y era también en aquél donde el más estrecho contacto daba lugar a las situaciones más complejas e, incluso, contradictorias. El párroco rural tenia una dimensión rayana en lo coercitivo -control del cumplimiento por Pascua florida, imposición de penitencias, percepción de tributos, cobro de rentas...- y otra mucho más positiva -consejos, ayudas de todo tipo, intermediario ante autoridades...-, incluso con algún aspecto que participaba de ambas podía ser también, ocasional o habitualmente, prestamista de dinero o granos-. Y fue en el mundo rural principalmente donde los gobiernos ilustrados de todos los países católicos trataron de instrumentalizar la figura del párroco, convirtiéndolo poco menos que en un funcionario de quien lo mismo se esperaba que cumpliera diferentes tareas de información como que realizara una eficaz tarea de difusión del espíritu de las Luces y de medidas que pretendían mejorar las condiciones de vida del campesinado. El ejemplo español del envío a todos los párrocos del Discurso "sobre el fomento de la industria popular", de Campomanes, es bien ilustrativo al respecto. Y, ciertamente, no faltaron los curas que colaboraron activamente con los proyectos gubernamentales o que, a titulo individual, trataron de introducir novedades económicas o sanitarias. En cuanto a Francia, el grado de aceptación que la Constitución Civil del Clero de 1791 tuvo entre el clero parroquial (fue asumida por algo más de la mitad) nos habla de que había bastantes clérigos a finales del siglo XVIII (al menos, en este país y entre los párrocos) que participaban de las inquietudes colectivas y de los nuevos aires políticos. El complejo clero regular, que hasta las primeras décadas del XVIII había vivido una etapa de esplendor y crecimiento, sufrió posteriormente unos años más críticos y fue el blanco preferido de los ataques ilustrados. Su elevado número, su condición de grupo sin utilidad social aparente y sus cuantiosas riquezas eran las principales razones que concitaron la enemiga de los gobernantes dieciochescos, incluidos los fervientemente religiosos. Incuestionable la primera, la segunda no puede suscribirse sin matizaciones, ya que casi todas las órdenes religiosas, en mayor o menor medida, y especialmente en sus centros urbanos, desarrollaban una labor caritativa cuya importancia no podía desconocerse; otras (hermanos de san Juan de Dios, hermanas de la caridad de san Vicente de Paúl) estaban dedicadas primordialmente a tareas asistenciales; y también era destacable la participación de los religiosos en la enseñanza. En cuanto al asunto de sus riquezas, tan cierto era su gran volumen global como la existencia de enormes diferencias entre órdenes e incluso entre casas de una misma orden. Eran enormes, por ejemplo, los bienes de determinadas abadías benedictinas o de los monasterios jerónimos españoles; pero junto a ellas, los conventos de religiosos mendicantes seguían viviendo fundamentalmente de las limosnas directas o indirectas de los fieles, y no pocos, sobre todo en Francia y en la segunda mitad del siglo, en que aquéllas empezaron a disminuir, pasaban serios apuros económicos. Por otra parte, la independencia de las órdenes frente al Episcopado hacía que el apoyo de la jerarquía eclesiástica secular no siempre fuera incondicional. Y menudeaban las tensiones entre el clero parroquial y los regulares establecidos en las proximidades de sus parroquias por cuestiones, casi siempre, de captación de fieles o, lo que es lo mismo, de limosnas, reparto de sufragios post-mortem y grado de influencia y prestigio en la población. El origen de los religiosos era muy diverso. En las órdenes monásticas abundaban los miembros de familias acomodadas y altas, incluyendo, por supuesto, nobles, y procedentes de un ámbito geográfico muy amplio, mientras que en las mendicantes su procedencia geográfica se circunscribía más concretamente al centro de su ubicación -medio urbano o semiurbano y, al avanzar el siglo, cada vez más de su entorno rural- y su medio social predominante, las capas medias, tanto del mundo de los oficios como del campesinado terminaría dominando éste con el paso de los años-. En cuanto a las órdenes femeninas, fueron las que menos deterioro experimentaron a lo largo del siglo. Aunque no solían contarse entre las más ricas (había excepciones notables, sin embargo), la exigencia de una dote para entrar en ellas concentraba el origen social de las monjas en las capas medias y altas; la estrecha concepción que no concebía alternativas válidas para aquellas mujeres al margen de matrimonio o convento contribuyó decisivamente a que se mantuvieran mejor, en cuanto al número de profesiones, que las órdenes masculinas. Pero, como hemos señalado, fue el clero regular el más atacado por los gobiernos ilustrados. Es paradigmática a este respecto la creación en Francia, en 1766, de la denominada Comisión de Regulares, que trató de limitar determinados abusos y, entre otras medidas, ordenó la agrupación de casas con corto número de religiosos, la supresión de algunas, la confiscación de sus bienes y su transferencia a seminarios y centros educativos y estableció limitaciones de edad para la formulación de votos. La reducción de conventos no se limitó a Francia, sino que afectó también, por ejemplo, al territorio imperial. Eran éstas, y otras que han ido apareciendo a lo largo de la exposición, medidas inscritas en el marco más amplio de la presión del centralismo ilustrado sobre la Iglesia, que en España concretamente, con la cuestión del regalismo, mantuvo agitado todo el siglo XVIII; que alcanzó momentos de elevada tensión a propósito del Monitorio de Parma -condena en 1768 por el papa Clemente XIII de las enérgicas medidas desamortizadoras, de imposición fiscal sobre bienes eclesiásticos y de centralización y nacionalización de la vida religiosa tomadas en el pequeño ducado de Parma-; que consiguió una de sus realizaciones más espectaculares -asestando de paso una tremenda humillación al Papado- con la imposición, por parte de los monarcas católicos, de la disolución de la Compañía de Jesús tras la previa expulsión de sus respectivos territorios; y cuya intensidad, en el caso del Imperio, alarmó tanto a Roma que el propio Papa, en una decisión sin precedentes, trató inútilmente de detener viajando a Viena (1782) para entrevistarse con el emperador José II. De todo ello se habla en un capítulo posterior de este libro, así como de otras cuestiones que incidieron notablemente en el desgaste sufrido por las Iglesias durante el siglo XVIII. Debemos, no obstante, aludir aquí, aunque sólo sea someramente, a las disputas internas, como el metodismo y el pietismo en el campo protestante, o los últimos coletazos del jansenismo en el católico (en Francia, principalmente, pero también con ciertas ramificaciones en cuanto a actitudes políticas sobre todo en España y otros países católicos); a los ataques de los intelectuales -¿es preciso recordar a Voltaire o la Enciclopedia?- y al desarrollo del deísmo entre las capas ilustradas, así como el de asociaciones laicas (francmasonería) vinculadas a estas actitudes; a la creciente tolerancia hacia otras confesiones, adoptada primero como actitud social por las elites cultas y que llegaron a plasmarse en medidas de gobierno (Edicto de Tolerancia del emperador José II en 1781; en Francia, en 1787); la propia Iglesia contribuyó a debilitar vínculos con gran parte de sus fieles al apostar por una religión más limpia de prácticas populares supersticiosas... Todo ello se tradujo en una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad y un incremento del laicismo, manifestado, por ejemplo, en el descenso experimentado en algunos países y de forma acusada en Francia desde 1750-1760, aproximadamente, por limosnas, mandas y disposiciones testamentarias en favor de la Iglesia; por el creciente fraude que paralelamente se dio en la recaudación de los diezmos; por la disminución en algunas áreas concretas de las vocaciones religiosas, o por la difusión de prácticas anticonceptivas, contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, a que hemos aludido con anterioridad. Pero, como siempre, las generalizaciones olvidan excepciones. En España, por ejemplo, la Iglesia -que en una fracción nada despreciable respondió a la presión intelectual y política y a los abundantes conatos desamortizadores alineándose ideológicamente con las posturas más conservadoras y, cuando se plantee la disyuntiva, con los defensores del Antiguo Régimen- conservaba casi intacta su capacidad de influencia en la masa, y lo demostraría con el importante papel desempeñado, apelando al espíritu de cruzada, en la movilización de la sociedad durante las guerras contra la Francia revolucionaria. Y en un país tan lejano del nuestro como Polonia la ausencia de un poder monárquico fuerte impidió el ataque sistemático a la Iglesia y, más concretamente, al clero regular, que seguirá creciendo durante el siglo tanto en establecimientos (674, en 1700; 884, en 1772-1773) como en número de religiosos (de 10.000 a 14.5000 en el mismo período). Formados en Roma muchos de sus elementos más destacados, llevarán a cabo, en mayor medida que el clero secular, una eficaz síntesis de la ilustración cristiana occidental y sus tradiciones autóctonas. Y consiguieron de esta forma articular un espíritu peculiar que, andando el tiempo, cuando se produzca el reparto del país entre las potencias vecinas, será decisivo en el mantenimiento de la propia identidad nacional.
contexto
Cuando Jonás de Orleans habla de ordo clericorum se está refiriendo de manera esencial a los obispos. En el conjunto del episcopado y no sólo en Roma -pensaba- se encontraba depositada la fe de Pedro. Los obispos tenían que responder ante Dios no sólo de su salvación sino también de la salvación de los mismos reyes. Jonás se hacía eco de un sentimiento muy extendido entre el episcopado de la Galia que trataba en aquellos momentos -reinado de Luis el Piadoso- de ocupar un papel rector de la sociedad e inspirador de las normas de gobierno de los reyes. De hecho los obispos ocupaban ya un importante papel en el Imperio, aunque excesivamente subordinados a los intereses de la realeza. La vieja elección canónica por el clero y el pueblo de la diócesis había dejado paso a otras fórmulas en las que la autoridad real podía llegar a ser determinante. El episcopatus acaba definiendo tanto una función pastoral como un beneficium que el titular recibe a cambio de desempeñar unas misiones en las que lo temporal y lo espiritual se mezclan con demasiada frecuencia. Los miembros del episcopado se reclutan, por lo general, entre las grandes familias aristocráticas que proveen al Estado franco de todo tipo de colaboradores. La diócesis es el instrumento de encuadramiento religioso pero tiene también otro significado: la fundación de nuevas diócesis en el corazón de Europa, o la restauración de las antiguas en las zonas septentrionales de la Península Ibérica, simbolizan también la expansión material -política o económica- de una Europa en vías de consolidación. El territorio de la diócesis seguía correspondiendo al de la antigua civitas del Imperio romano. Por encima quedaban otras circunscripciones: las provincias eclesiásticas que tenían al frente un metropolitano. Hasta entrado el siglo IX su poder era grande: convocatoria de sínodos provinciales, consagración de obispos de la provincia, nombramiento de administradores durante la vacancia de las diócesis, amonestación de los obispos sufragáneos cuando su comportamiento no fuera correcto, derecho de inspección general sobre toda la provincia eclesiástica, etc. El prestigio de algunas sedes metropolitanas se siguió manteniendo a lo largo del Alto Medievo: Reims, como especie de ciudad santa desde tiempos de la realeza merovingia; Ravena, como capital de los dominios bizantinos en Italia; Canterbury, como sede primada de la Inglaterra anglosajona, etc. Con todo, en un mundo profundamente ruralizado, eran las pequeñas iglesias propias (Eigenkirchen según la terminología germánica) fundadas muchas veces por patronos laicos y las parroquias las encargadas de cubrir las necesidades espirituales de la masa de fieles. Sus rectores (presbiteri, parrochi, plebani...) administraban el bautismo, daban la bendición nupcial, velaban por el enterramiento in ambitu ecclesiae, etc. En teoría el párroco estaba sometido al obispo a cuya diócesis pertenecía y era el beneficiario de una serie de derechos procedentes de las primicias de las cosechas, los diezmos de las distintas ganancias de los fieles y otro tipo de donaciones. En la práctica, las estructuras de la feudalidad que se habían apoderado del episcopado hicieron lo mismo a la modesta escala de las iglesias rurales. El patrono laico acaba designando con frecuencia a los titulares y se convierte en el perceptor de las rentas anejas. Si la aristocracia laica provee las filas del episcopado, las capas populares -incluso las más incultas- hacen lo propio en el bajo clero. No faltaron, evidentemente, intentos de sanear el ordo clericorum a todos sus niveles. La labor iniciada por San Bonifacio con medidas de extraordinaria severidad para el clero indigno fueron proseguidas por los monarcas carolingios. Carlomagno, en la "Admonitio generalis" del 789, invoca los cánones conciliares de la Antigüedad y recuerda a los sacerdotes todas sus obligaciones, incluso las más sumarias. Luis el Piadoso se rodeó, al menos en los comienzos de su reinado, de sinceros reformadores como Agobardo de Lyon o Benito de Aniano. La ulterior crisis política dificultó en grado sumo la aplicación de unas disposiciones que quedaron así convertidas en un catálogo de buenas intenciones. A cada restauración política acompañó una restauración eclesiástica. Así, Otón I, invocando la unidad de la Iglesia de tiempos de Carlomagno quebrantada luego por las tendencias centrífugas, promulgó un conjunto de reglas a fin de asegurar tanto la restauración de la Iglesia como la autoridad del rey sobre ella. Si bien la fórmula para la elección de obispos era la canónica tradicional (por el clero y el pueblo de la ciudad) en la práctica era el soberano quien tenía la última palabra. La ceremonia decisiva era aquella por la que el monarca enviaba al recién elegido la cruz episcopal de su predecesor. Siguiendo la vieja costumbre carolingia, el obispo prestaba juramento de fidelidad al rey. En conclusión: cualquier actitud reformadora, por muy sincera que fuese, se seguía forjando en torno al año Mil sobre unas pautas de comportamiento eminentemente feudales. Los otónidas fueron muy generosos con los obispos alemanes cuyas funciones tenían tanto de pastorales como de cargos públicos. El tiempo diría hasta qué punto ello podía ser contradictorio.
obra
Tras el matrimonio con Maria Bicknell en 1816, los Constable se trasladaron a Londres; en 1819 el pintor alquiló un estudio en Hampstead y posteriormente se trasladó allí toda la familia, viviendo en el número 2 de Lower Terrace. Los paseos serían una actividad frecuente en la vida de la población y Constable nos presenta a una pareja paseando junto a uno de los estanques que rodeaban la villa. El maestro ha utilizado como referencia un pequeño dibujo a lápiz realizado en 1819 que hoy conserva el British Museum. La luminosidad y los efectos atmosféricos se convierten en las características principales de estas fechas para el maestro, por lo que será un claro antecedente del impresionismo. Sin embargo, este tipo de trabajos no gustaba a la crítica y realizaría los famosos "six-foot" con los que sí tendrá algo más de éxito.