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La ocupación de la isla de Sicilia por las fuerzas aliadas, que había culminado a mediados del mes de agosto de 1943, había supuesto la primera pérdida territorial para el conjunto de los países integrantes del Eje. Los sucesivos jalones del avance realizado sobre la península la convirtieron en un campo de batalla escenario de enfrentamientos especialmente cruentos. El desembarco realizado en Anzio había sido prólogo para los duros combates centrados en Montecassino. El objetivo de la conquista de Roma no supuso, sin embargo, la finalización de la guerra en Italia, que quedaba partida en dos entre unos adversarios dispuestos a utilizar todos los medios a su alcance para vencer al enemigo. El final de la primavera de aquel año presentaba así un panorama que no admitía previsiones acerca de las consecuencias del conflicto. Las dos fuerzas enfrentadas disponían de medios suficientes para actuar y de hecho los siguientes meses vieron algunos de los hechos bélicos más significativos de la guerra, en la que, sin embargo, Italia había quedado ya relegada al papel de escenario de segundo orden. El día 5 de junio de 1944, la línea del frente superaba ya ampliamente los límites de la ciudad de Roma. Toda la anchura de la península italiana, recorrida de norte a sur por las marcadas elevaciones de los Apeninos y los Abruzzos, serviría para el establecimiento de subsiguientes líneas de resistencia alemanas. Ahora, el general Kesselring se situaba en la centrada en el lago Trasimeno. Esta, sin embargo, servía solamente como prólogo a la organización de la que era básica en los planes de la Wehrmacht, la denominada Línea Gótica que atravesaba la región de Toscana entre las ciudades de Florencia y Bolonia. Por parte aliada, los objetivos básicos del general Alexander eran dos y se hallaban combinados entre sí. Por un lado, trataba de elevar el nivel de conflictividad de la península, con el fin de obligar a los alemanes a desplegar sobre ella el mayor número posible de fuerzas y distraerlas, por tanto, de escenarios fundamentales como el abierto en el norte de Francia. Por otro, procuraba mantener a los dos Ejércitos que comandaba el V y el VIII en las mejores condiciones técnicas posibles, con el fin de poder hacer frente de forma efectiva al gran potencial del adversario. Los estrategas aliados estaban prácticamente seguros de poder efectuar una penetración con relativa facilidad sobre la parte sur del territorio del Reich, una vez ocupado el norte de Italia y atravesada la cadena montañosa de los Alpes. Sin embargo, muy pronto se vería que los éxitos alcanzados hasta entonces no significaban la inminencia de un rápido triunfo final. Los alemanes, aunque puestos en situación de retirada, resistían duramente sobre el territorio con ánimo ante todo de reforzar las defensas de la Línea Gótica y convertirla en una barrera infranqueable. La realidad hizo de esta forma que las expectativas del general Alexander no solamente no se viesen cumplidas, sino que en cierta medida la situación se invirtiese en contra suya. La posibilidad de un desembarco aliado realizado en el sur de Francia le obligó a disminuir sus efectivos en Italia en siete divisiones, además de una parte importante de su flota aérea. Por el contrario, Kesselring se veía provisto de cuatro divisiones nuevas, enviadas desde Alemania, ya que Hitler no se hallaba dispuesto a correr el riesgo que suponía un ataque lanzado desde el Sur. Así las cosas, el desarrollo de la campaña de Italia no resultó tan breve en el tiempo como se había supuesto en un principio. De hecho costó grandes esfuerzos a los aliados realizar la expulsión de las fuerzas del Reich del territorio italiano, cuya zona norte fue uno de los últimos espacios liberados del continente.
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El sistema democrático imperante en el Brasil, producto de su propio desarrollo constitucional, pero similar al existente en otras regiones del mundo, como Europa o buena parte de América Latina, era elitista y restrictivo y se basaba en elecciones indirectas. El caciquismo y el clientelismo estaban siempre presentes y las acusaciones de fraude electoral eran bastante habituales. En 1842, 1855 y 1860 se ensayaron algunas reformas destinadas a acabar con el fraude, pero todas fracasaron. El derecho a voto estaba limitado al sexo masculino y sólo un pequeño grupo de ciudadanos podía usufructuarlo. Para ello había que ser mayor de edad (la mayoría de edad se obtenía a los 25 años, salvo los oficiales del ejército y los casados que la adquirían a los 21), ser propietario o tener un nivel de ingresos superior a los mil reis anuales y saber leer y escribir. Los esclavos y los sirvientes (con algunas excepciones, como los contables o los administradores de las plantaciones) tampoco podían votar. En 1872, sobre una población de casi 10 millones de habitantes, los votantes eran sólo 200.000 (el 2 por ciento). Si bien en los años siguientes, el número de votantes tendió a crecer en términos absolutos, en términos relativos siguió siendo bajo, dado el gran número de analfabetos.Las limitaciones para ocupar un cargo electivo eran mayores aún que las que se ponían para votar. En este caso los ingresos no debían ser inferiores a los 20 milreis. El senado era una pieza clave del sistema político y para ser senador había que ser mayor de 40 años. Los senadores constituían un grupo que monopolizaba importantes posiciones en el gobierno y los miembros del Consejo de Estado se solían reclutar entre ellos. Muchos senadores eran elegidos presidentes de provincia y más del 40 por ciento tenían títulos de nobleza. El régimen de gobierno era parlamentario y el gabinete estaba encabezado por un primer ministro, que a su vez designaba a sus ministros y colaboradores. El control de ambas cámaras era vital para que el Ejecutivo se asegurara la gobernabilidad del país. La alternancia entre liberales y conservadores era corriente, aunque en última instancia el poder dependía del emperador, que como ya se ha visto tenía funciones ejecutivas y podía nombrar y cesar a los altos cargos del gobierno. La identidad de intereses entre el emperador y la oligarquía favoreció el funcionamiento del sistema político. Pedro II pensaba que el parlamento debía controlar tanto la dirección política del país como su gestión administrativa, mientras que su papel quedaba reservado a la supervisión general y a constituirse en salvaguarda de la Constitución, para lo cual velaría por su cumplimiento y respeto. La idea de progreso, que presidía toda la actuación imperial estaba indisolublemente ligada al desarrollo de la educación. Ésta era una de las mejores vías para salir del atraso y por ello el emperador se interesó en mejorar considerablemente el sistema educativo. Cuando se proclamó la república había más de 6.000 centros de enseñanza primaria y secundaria distribuidos por todo el país. El más prestigioso de ellos era el Colegio Imperial Pedro II, que estaba en Río de Janeiro, y las dos escuelas agrarias imperiales, destinadas a mejorar la calidad de la agricultura y propiciar un mayor crecimiento económico. El crecimiento económico vinculado al sector primario exportador y a la existencia de una coyuntura favorable propiciaron el crecimiento de algunas ciudades y la emergencia de nuevos grupos sociales. La vida en las ciudades se modificó rápidamente con la mejora de la infraestructura urbana y la instalación de agua, gas y cloacas, la pavimentación de las calles y la puesta en marcha de nuevos sistemas de transporte, como los tranvías. En 1872, Río de Janeiro ya tenía 275.000 habitantes, de los cuales 84.000 eran extranjeros, y en 1890 había duplicado su población. Sáo Paulo pasó de tener una tasa de crecimiento anual del 5 por ciento entre 1872 y 1886 a una del 8 por ciento entre 1886 y 1890. Salvador, que en 1872 tenía 129.000 habitantes, pasó a contar con 174.000 en 1890.En esta época también comenzó a producirse una pérdida del prestigio político de la monarquía. Algunos líderes del Partido Conservador fundaron la Liga Progresista, de claro contenido liberal, cuya plataforma fue presentada en 1864. Entre sus principales reivindicaciones estaban: la descentralización del sistema político, la reforma electoral y la reforma del sistema judicial, un nuevo Código Civil y algunas modificaciones en el Código de Comercio, especialmente en lo que se refiere a sociedades anónimas y quiebras. El Partido Liberal tampoco se libró de tener disidencias internas y en 1868 se escindió un ala radical, algunos de cuyos miembros más destacados fundaron dos años después el Partido Republicano. Si bien inicialmente se trató de un partido minoritario y de escasa implantación social, muy pronto sus objetivos fueron reconocidos por el grueso de la población y los clubs republicanos proliferaron en las provincias de Sáo Paulo, Rio de Janeiro, Rio Grande do Sul y Minas Gerais. En el manifiesto fundacional del partido se señalaba que: "Somos de América y queremos ser republicanos". Sus miembros pertenecían mayoritariamente a los sectores medios, a tal punto que en el grupo fundacional sólo había un plantador, frente a catorce abogados, diez periodistas, nueve médicos, ocho comerciantes, cinco ingenieros, tres funcionarios y dos maestros. El Partido Republicano concurrió a las elecciones en alianza con el Partido Conservador, lo que le permitió a Prudente José de Morais e Barros y Manuel Ferraz de Campos Salles (quienes serían los dos primeros presidentes civiles de la República) convertirse en los primeros diputados republicanos que accedían al Parlamento. Las tensiones existentes en el país terminaron de cristalizar con el estallido de la Guerra de la Triple Alianza. El alto costo del conflicto, tanto material como en vidas humanas, y su excesiva prolongación temporal provocaron enfrentamientos entre las autoridades civiles y militares por la conducción de la guerra, aunque en última instancia lo que estaba en juego era la subordinación de los militares al poder civil. Otro elemento que tendía a agudizar las tensiones con los militares era la preferencia del emperador por la Armada, en detrimento del Ejército de Tierra. La oposición al emperador había comenzado por la oligarquía terrateniente a consecuencia de la política antiesclavista del gobierno ("el Brasil era el café y el café era negro"), pero posteriormente se fue extendiendo a otros sectores sociales. Uno de éstos fue la Iglesia, que empezó a tener dificultades con el Estado, debido a la política liberal que se seguía en determinadas cuestiones y a la postura seguida por el papa Pío IX de reforzamiento de la institución eclesiástica. La agresiva política papal fue continuada por una camada de jóvenes curas brasileños que habían estudiado en seminarios europeos y retornaban al Brasil con un elevado espíritu misionero, después de haberse formado en el integrismo y el antiliberalismo. El clima se enrareció en 1873 debido a una polémica en torno a la masonería. Mientras la Iglesia la condenaba duramente y prohibía a sus fieles ser masones, muchos de los políticos más importantes lo eran. Tras un duro debate, el gobierno encarceló en 1874 al obispo de Olinda, posteriormente condenó a otro obispo y sancionó a un buen número de clérigos tradicionalistas. El conflicto privó a la Corona del apoyo de buena parte del clero, tal como se demostró en la protesta nordestina de los "quebra quilos" (los rebeldes protestaban por la introducción del sistema métrico decimal), que contaba con el apoyo del sector más integrista del clero. Los campesinos no sólo se negaban a aceptar la existencia de los kilogramos, sino también el empadronamiento y los nuevos impuestos. Una de sus principales consignas era la de "abajo los masones", lo que señala su postura anti-gubernamental y su alineación con el clero más tradicionalista.En el incipiente mundo industrial también aparecieron signos de conflictos. Los trabajadores urbanos, cada vez más numerosos, demostraban su protesta por la subida de los bienes de subsistencia. El 1 de enero de 1880 se produjo la "revolta dos vintens" (la revuelta del centavo), la más seria de toda la época y que provocó la caída del gabinete. En 1881 se creó en Río de Janeiro la Asociación Industrial, que en su manifiesto fundacional acusaba al gobierno de obstaculizar sus empresas y de ignorar sus esfuerzos en favor del crecimiento económico. Pese a las contradicciones que los enfrentaban, los obreros y los patronos solían coincidir en algunas ocasiones en sus demandas, bien fueran de signo proteccionista, o bien librecambista, de acuerdo con la coyuntura. "El Corpo Colectivo Unido Operária" solicitó al emperador la exención de impuestos para la importación de maquinarias y la abolición de determinados privilegios y monopolios. El número de organizaciones obreras aumentó y con ellas aparecieron los primeros grupos anarquistas y socialistas, que también se mostrarían contrarias a la monarquía.El crecimiento económico y demográfico del Sur y de la región de Sáo Paulo amenazaba el tradicional predominio político y económico del Nordeste. La representación política de las provincias se había fijado en función de la población existente en los años iniciales del Imperio y desde entonces habían ocurrido numerosos cambios demográficos, como la inmigración, que no habían sido considerados. De este modo se primaba a algunas provincias que estaban perdiendo importancia relativa, como Bahía o Minas Gerais, en detrimento de las que habían aumentado su población (Sáo Paulo) y carecían del número de representantes adecuados. La burguesía paulista comenzó a discrepar de los métodos tradicionales de control político de las oligarquías nordestinas, especialmente las de Bahía y Pernambuco y para ello se alineó con el Partido Liberal y el Republicano, que tanto parlamentaria como extraparlamentariamente se oponían al Imperio. Los republicanos levantaron la bandera del federalismo y los liberales afirmaban que el sistema parlamentario respetaba más la voluntad del monarca que la del pueblo soberano. Para agravar más la situación, Pedro II carecía de hijos varones (dos murieron muy pequeños) y la heredera del trono, la princesa Isabel era sumamente impopular, al igual que su marido, el conde d´Eu, un antiguo general de la Guerra de la Triple Alianza. Otra fuente de tensiones en el mundo castrense era la intervención del poder central en el ejército, ya que los ascensos dependían del emperador y del Consejo de Estado, pero los oficiales querían depender directamente del ministro de Guerra, que solía ser un militar y era más influenciable. Una vez finalizada la guerra contra el Paraguay, el ejército se convirtió en un cuerpo más cohesionado y democrático y en una fuerza con deseos de mayor protagonismo político. La voluntad de Pedro II de mantener a los militares en los cuarteles, le granjeó su oposición. Benjamin Constant, profesor de la Escuela Militar de Rio de Janeiro, abogó abiertamente en favor de la república y su postura fue respaldada por los periódicos que dirigían Quintino Bocayuba y Ruy Barbosa. Las enseñanzas positivistas de Constant terminarían decantando a los militares hacia la república. A mediados de la década de los 80 los líderes del Partido Republicano pensaban que la reforma del sistema era imposible dentro de las reglas de juego vigentes y que sólo una revolución militar acabaría con la monarquía. De este modo comenzaron las conspiraciones entre algunos oficiales y en 1887 se creó el Club Militar, un centro de reunión que nucleaba a la oficialidad descontenta. La idea de que los intereses corporativos de los militares habían sido maltratados por las autoridades civiles hizo aumentar su papel opositor. A esto hay que sumar el papel cada vez más activo que tuvo el ejército en la vida política desde 1870 y las ambiciones políticas de muchos jefes militares. Comenzó a considerarse normal que una participación activa en la vida pública (cuanto más elevada mejor) era el mejor cierre de cualquier carrera militar. El emperador se veía cada vez más acosado y aislado, pese a su política claramente reformista, y constataba cómo uno a uno se perdían sus tradicionales apoyos políticos y sociales. El 15 de noviembre de 1889 estalló un golpe militar incruento encabezado por el mariscal Manuel Deodoro da Fonseca, que terminaría con el Imperio y proclamaría la república federal, tras la abdicación de Pedro II y su partida al exilio. El gobierno provisional puso a su disposición una fuerte cantidad de dinero, que rechazó y se instaló en un modesto hotel de París, donde falleció a fines de 1891.La proclamación de la república, que no supuso ningún cambio fundamental en la historia brasileña, fue producto de la acción concertada de tres grupos: una facción de la oficialidad, los plantadores paulistas y los miembros de las clases medias urbanas, que contaron con el menguado prestigio de la monarquía. Si bien estos grupos permanecieron unidos en la oposición, una vez que la república comenzó su andadura las contradicciones entre ellos estallaron. La caída del imperio se debió más a la fuerza creciente de sus opositores que al poderío de los defensores de la república.
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Durante cien años, entre el 971 y el 1072, los fatimies soñaron con el triunfo de su proyecto religioso y político a partir de Egipto y alentaron un proselitismo intenso cuyo centro era la mezquita de al-Azhar en la nueva ciudad de El Cairo, que ellos fundaron. Consiguieron establecerse en el Yemen, intervenir como protectores en La Meca y Medina, e incluso defender Palestina y el sur de Siria frente a los bizantinos en el siglo XI, pero nunca poseyeron fuerza suficiente para pretender anexiones territoriales de importancia. Sus mayores éxitos tuvieron lugar en el ámbito de la promoción cultural, en el dominio de las rutas mercantiles del Mediterráneo y del Índico, que se anudaban en Alejandría, cuya importancia volvió a aumentar mucho, y en el desarrollo de una política interior eficaz y nada sectaria, que utilizaba el concurso de cristianos coptos y judíos: la actitud intolerante del califa al-Hakim (996-1021) fue una excepción. En aquellas circunstancias, la fiscalidad proporcionó recursos abundantes. El régimen fatimí, sin embargo, tenía sus puntos débiles, que manifestaron su peso a medida que el impulso de expansión se debilitaba: por una parte, los califas sólo disponían de un ejército mercenario heterogéneo y ajeno a sus ideales religiosos, que podía ser utilizado como elemento de presión en los momentos difíciles, por ejemplo cuando se producía una sucesión, pues el nombre del sucesor no se declaraba hasta que accedía al poder, o aprovechando la poca estabilidad de los visires que, sin embargo, eran la clave imprescindible de todo el régimen administrativo. Además, el descontento de la población aumentó desde el segundo cuarto del siglo XI, no sólo por motivos políticos sino también por los frecuentes años de malas cosechas. Tras la crisis de 1065-1072, se hizo cargo del gobierno efectivo el gobernador de Acre, Badr, un antiguo esclavo de origen armenio, y los califas, aun manteniendo su supremacía, hubieron de abandonar los antiguos proyectos. Sus rivales abbasíes de Bagdad hacía mucho más tiempo que habían renunciado al poder, ejercido por los emires buyíes en el siglo que discurre entre los años 945 y 1055. Los buyíes consiguieron aquella continuidad gracias a su cohesión familiar a la hora de reconocer a cada nuevo emir y al dominio de todo el aparato administrativo y del ejército, integrado en parte por mercenarios turcos y daylamitas, cuyos miembros recibieron muchas tierras en usufructo o iqta, especialmente en Irán. Los emires eran si´ies o estaban cercanos a aquella postura religiosa pero siempre protegieron el sunnismo y el prestigio y funciones religiosas del califa, y promovieron la cultura literaria y artística en torno a una vida palaciega que conservó su brillo. Procuraron, además, llevar a cabo una buena política agraria y de regadíos, indispensable en Mesopotamia y en Persia, por ejemplo en el Fars, alrededor de Siraz. Pero Iraq ya no era el centro del imperio: samaníes, egipcios, emires sirios y otros poderes derivaban a su favor las principales rutas mercantiles y eran inasimilables políticamente. Cuando los buyíes cayeron ante la presión de los descontentos por su si´ismo y de los que deseaban la restauración del poder califal, su herencia política fue recogida por los turcomanos. Con la entrada de los turcos selyúcidas en el Islam de Oriente y con el desarrollo contemporáneo del movimiento almorávide en Occidente, comenzaba otra época en la historia del mundo musulmán. La presencia de turcos en el interior del espacio islámico, como esclavos o mercenarios, e incluso la formación de poderes periféricos turcos en la frontera del Noreste eran, a decir verdad, bastante anteriores, corrían parejas con la islamización de poblaciones turcas y tenían que ver con rupturas de equilibrios o presiones de unos pueblos nómadas sobre otros en el Asia central. Los samaníes se habían servido ya de numerosos mercenarios turcos en el siglo X, antes de ser sustituidos por un régimen propiamente turco, el de los gaznauíes: Mahmud de Gazna (999-1030) se hizo dueño de su territorio, conquistó también parte de la India del Norte, y se convirtió en el mayor poder militar de su tiempo en aquellos vastos territorios, pero por la misma época los Karluks o Qarajaníes implantaban un nuevo poder turco en Transoxiana, al Norte del Amu Daria, en torno a Bujara, y facilitaban la inmigración e islamización de otros grupos de turcomanos procedentes del exterior. Silyuq hace acto de presencia en aquel espacio fronterizo entre el mundo iranio y el Asia Central precisamente al servicio de los Qarajaníes de Bujara. Fue vencido por Mahmud de Gazna en el año 1025, que dispersó a sus seguidores. Una parte, encabezada por su hijo Arslan, se instaló en el Jurasan pero después fue enviada hacia la frontera de Armenia y Bizancio; otra, desplazada primero al Jwarizm, al Sur del Mar de Aral, bajo el mando de Sagri y Tugril, nietos de Silyuq, regresó al Jurasan e Irán oriental y se hizo con el control de todo el territorio entre los años 1028 y 1040, contando con la capacidad militar y administrativa de su población irania. Los gaznauíes quedaron reducidos al Zabulistan, en el extremo Este del mundo musulmán, mientras que los silyuqíes veían abierto el camino hacia el Irán y Mesopotamia: su avance fue lento, pues combinaban el modo de vida nómada con la paulatina sumisión de ciudades persas (Rayy e Isfahan, por ejemplo, entre los años 1040 y 1044), y, además, carecían de organización administrativa territorial propia. Cuando Bagdad les abrió sus puertas en el 1055, el califa otorgó a Tugril el emirato, añadido al título turco de sultán, y pareció incluso que la ortodoxia sunní de los conquistadores y su afán expansivo permitirían volver a los mejores momentos del pasado. La defensa del sunnismo más ferviente caracteriza también a los nómadas que trastornaron la situación en el otro extremo del mundo islámico. A mediados del siglo XI el territorio se repartía entre dos emiratos fuertes en el Este, los de ziríes y hammadíes, y diversas ciudades-estado en el Oeste sujetas a dinastías locales como los Maghrawa de Fez. Las luchas entre latimos y omeyas de Córdoba habían inducido la decadencia del Magreb central, donde desembocaba la ruta sahariana a través de Siyilmasa, frente a la prosperidad comercial y agrícola de un Este algo más arabizado y urbanizado: sin embargo, la decadencia de los ziríes había comenzado antes de que, una vez que rompieron sus vínculos de dependencia con respecto a los fatimíes de El Cairo, éstos desviaran hacia aquellas tierras a las tribus árabes nómadas de los Banu Hilal y Banu Sulaym, instaladas en el alto Egipto desde hacía siglo y medio. Las llamadas invasiones hilalianas provocaron graves destrucciones y retrocesos de las tierras cultivadas en el interior de Ifriqiya, mientras que la actividad económica se concentraba en las zonas costeras, en torno a las ciudades, y causaron una agudización de la decadencia política y militar, coetánea a la que ocurría por otros motivos en el al-Andalus de los taifas, que dejaría sin contrapeso a la expansión de los almorávides en el Magreb occidental, pero aportaron un componente árabe de gran importancia en un Islam que seguía siendo mayoritariamente bereber. El movimiento almorávide tuvo su origen en el Sahara occidental, entre las gentes de Siyilmasa y los nómadas bereberes de las tribus Sanhaya predecesores de los tuaregs, que dominaban el comercio de sal y oro, en un contexto de renovación islámica que protagonizan los santones (Abid-s): uno de los jefes tribales, Yahya ibn Ibrahim regresó de su peregrinación a La Meca en el año 1045 acompañado por el santón y reformador Abd Allah ibn Yasin, que daría forma al movimiento. Los nómadas reformados comenzaron a denominarse al-murabitun, o sea, combatientes de la fe que habitaban en los ribat de la frontera; aumentaron su poder al agruparse en torno a la tribu de los Lamtuma, tomar Siyilmasa (1053) y Awdaghost y controlar, con ello, el comercio sahariano. Su jefe Abu Bakr ibn Amar comenzó la conquista del Sur marroquí, tarea en la que le sucedió su sobrino Yusuf ibn Tayfin, con el apoyo de su mujer Zaynab, que le facilitó gran cantidad de relaciones y fidelidades en su país. El conquistador fundó Marrakech en el año 1062 como centro de operaciones y punto terminal de las rutas saharianas y avanzó hacia el Norte y el Este: Fez abrió sus puertas en el 1069 y si los almorávides no llegaron a entrar en Argel, después de extenderse por el Magreb central, se debió a la llamada de los reyes taifas de al-Andalus y a su intervención en el ámbito hispánico. Con ellos, el Islam de occidente entraba en un tiempo histórico nuevo, cada vez más independiente y alejado del resto del mundo musulmán.
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El mundo europeo de finales del siglo XVII es un ámbito que va a sufrir profundas transformaciones. La Europa del Renacimiento va a dejar paso a un mapa político, social y cultural radicalmente distinto. La primera gran transformación a observar es la consolidación de las unidades políticas llamados estados nacionales. Final de un proceso que dura desde la Edad Media, las monarquías europeas reafirman un poder que le era discutido desde diversas instituciones y facciones, como la nobleza territorial, las ciudades o la Iglesia. El poder del monarca se hace ahora incuestionable y el ámbito de actuación de los estados se perfila nítidamente sobre un territorio concreto. En consecuencia, las relaciones internacionales van a pasar a ser un asunto de la mayor importancia y que ocupará buena parte de las preocupaciones de reyes y gobiernos. Guerras y diplomacia serán dos lenguajes que se manejarán desde las chancillerías, ocupando un gran espacio en los asuntos europeos. El asentamiento del poder real impondrá nuevos modos sociales, articulando la monarquía en torno a sí una clase ociosa, la nobleza cortesana, dedicada al servicio del monarca. La construcción de suntuosos palacios requerirá la implantación de una industria decorativa que llene los edificios de lujo y esplendor, siguiendo el modelo de Luis XIV. La austeridad, más propia de monarcas anteriores, como Carlos V o Felipe II, ha pasado de moda. Los avances técnicos y científicos y el triunfo del mercantilismo como sistema económico dominante facultarán el conocimiento, exploración y colonización de regiones alejadas, como Japón, China o la India, con las que se intentará comerciar o, más simplemente, extraer sus materias primas, especialmente en el caso de África.
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Preparativos de la invasión de Sicilia. Desembarco en Sicilia. Invasión de Italia. Anzio y Montecassino. Desembarco en Anzio. Asalto a Montecassino. Combates en Anzio. Resistencia alemana en Montecassino. Toma de Cassino y entrada en Roma.
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El arte y el movimiento espiritual de Amarna dieron sin duda a sus promotores las satisfacciones a que aspiraban en este mundo. Una profunda paz, un estado de gracia bautismal y matutina, tal y como se desprende del Himno a Atón compuesto por Akhenaton, parecieron reinar sobre Egipto durante algún tiempo. Las artes plásticas no transmiten otro mensaje que el de un hermoso sueño hecho realidad. Pero aquella ilusión era engañosa, tanto como la que estaban experimentando los cretenses de la misma época en su remota y paradisíaca isla, a punto de ser invadidos y dominados por los aqueos. Amarna hubo de ser abandonada, no de una manera violenta y presurosa, tal vez incluso con cierta esperanza, para muchos, de volver a ella cualquier día; y esto no sólo porque en casas, como las de los escultores, sus habitantes dejaron muchos de sus muebles y enseres, sino porque tuvieron la precaución de tapiar cuidadosamente las puertas, y porque algo tan importante como el archivo de la cancillería real no fue trasladado a una nueva sede... Sí; seguramente se fueron con la vana ilusión de volver. ¿Qué había salido mal? El talón de Aquiles de la nueva fe estaba en el momento en que el mesías desapareciese y el credo quedase sin su verdadero soporte. Pero eso no lo era todo. La doctrina era, sí, muy vitalista; pero para el egipcio, tan importante o más que la vida era -lo había sido siempre- la muerte. Y para ésta la religión de Akhenaton no tenía ni solución ni consuelo; no ofrecía esperanza de resurrección ni perspectiva alguna de una vida ulterior. Osiris y su reino habían sido abolidos. A la gente se la seguía enterrando como antes, momificada y acompañada de los usuales "ushebtis", pero estos fetiches carecían de sentido en la sublime religión de Atón. La Noche, asociada desde siempre a la Muerte, estaba ahora vacía, como lo reconoce el propio Himno a Atón: "Es cuando salen los leones de su guarida y cuando pican las reptadoras serpientes las tinieblas se extienden como silenciosa mortaja, pues el creador reposa en el horizonte... El universo quedaba a merced del caos, desvalido e inerte, como un buey muerto. La escena del planto a la princesa Meketaton, de la Tumba Real de Amarna, muestra al desnudo el desconsuelo de sus padres, bruscamente despertados de su sueño redentor, y percatados de que carecen de respuesta para la incógnita del Más Allá. Los dioses -reconocerá Tutankhamon el día de la ceremonia inaugural del retomo a Tebas- habían abandonado a Egipto; "se dirigía uno a un dios, o a una diosa, y no recibía respuesta". En medio de este sentimiento general de culpabilidad, los reveses de la política exterior colmaron el vaso. Los hititas, en alza con Shubiluliuma, arrebataron a los mitannios, aliados de Egipto, sus posesiones sirias. Dos bases egipcias, vitales para la defensa de su Imperio, Ugarit y Qadesh, pasaron al bando enemigo. La frontera hubo de retroceder a la línea Byblos-Damasco. Akhenaton aún vivió para ser testigo del fin del reino de Mitanni, del engrandecimiento de Hatti, del renacer de Asiria... A la muerte del rey, le sucedió su yerno Semenkhare (1348-45 a.C.). Un niño, casado con la jovencísima Meritatón, asociado al trono ya como corregente. Este inició su reinado en Amarna, pero se hace construir su templo funerario en Tebas y permite que el nombre de Amón se pueda invocar en público, lo que significa que el culto de Atón había perdido la exclusiva. Al morir, a los tres años de reinado, le sucede otro niño, Tutankhamon (1345-35 a.C.), casado con la tercera de las princesas, Ankhesenamon. Con ellos se consuma el abandono de Amarna y la restauración del culto de Amón, aunque sin abolir el de Atón, que sigue vigente hasta el reinado de Seti I. La residencia real se traslada a Menfis, si bien la necrópolis regia sigue en Tebas. La tutela de los reyes la poseen el padrino Eye y el general Horemheb, que serán sus sucesores por este mismo orden.
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Cuando preguntaron a Wellington si había visto a Napoleón en el campo de batalla, respondió: "No, no pude, el día era gris y llovía intensamente". Lo más cerca que estuvieron el uno del otro fue sobre las 7:30 de la tarde, cuando finalmente Napoleón decidió lanzar a la Guardia Imperial al asalto. Cabalgaba por una suave ladera a la izquierda de la carretera de Charleroi que dominaba La Haie Sainte, ya en su poder, y ofrecía una magnifica vista de sus tropas. La Guardia le abría paso hasta lo alto de la carretera y a "medida que se aproximaban, Napoleón apuntó con la mano hacia la posición de los Aliados; gesto que renovó los gritos de "¡Vive l'Empereur!". Casi al mismo tiempo, Wellington cabalgaba en dirección a la batería que había emplazado para frenar la carga francesa: "No había terminado de dar su aviso cuando los primeros gorros de piel de oso de las divisiones que encabezaban la columna de la Guardia Imperial aparecieron en lo alto de la colina". Situados a no más de 400 metros, ambos jefes fueron testigos de lo que pasó a continuación. En un solo minuto, más de trescientos guardias imperiales cayeron bajo el nutrido fuego del I Batallón de infantería británico y el bombardeo de la batería, que disparaba desde unos cincuenta o sesenta metros de distancia. La Guardia Imperial, que no fue apoyada por la caballería y era superada en número por la infantería de Wellington, inició la subida de la colina en formación de batallón en lugar de en masse, no gozó de un bombardeo previo de apoyo, y su avance en cuadrado vacío permitió a los británicos emplear sólo parte de su potencia de fuego. La línea de Wellington incluso curvó sus extremos a los lados de la Guardia Imperial para obtener una mejor concentración de sus disparos. Ni el valor de los franceses ni el esprit de corps podían alterar tal desventaja. Finalizada la campaña, Wellington calificó de ridícula una anécdota según la cual el general Cambronne, al frente de uno de los últimos cuadros franceses, habría gritado: "¡La Guardia muere pero no se rinde!". "Nunca Cambronne dijo algo tan absurdo", afirmó Wellington: el general se rindió y esa misma noche se autoinvitó a cenar en el cuartel general de Wellington, que rehusó compartir mesa con alguien que había traicionado a los Borbones. Por supuesto, gran parte de la Guardia ni se rindió ni murió; la mayoría de los Invencibles emprendió la retirada antes del asalto haciendo caso omiso a sus jefes, escapando del campo de batalla. Entonces Wellington levantó al aire su sombrero, lo que significaba un avance general en todos los frentes. El incrédulo grito francés "¡La Guardia retrocede!" fue reemplazado por el de "¡Sálvese quien pueda!" al tiempo que las fuerzas anglo-aliadas barrían el campo de batalla. "No lo celebremos aún, mis muchachos -ordenó Wellington-, avanzad y completad vuestra victoria". Cuando los regimientos británicos se enfrentaron a la infantería de reserva francesa, Wellington ordenó que se mantuviera el mismo nivel de intensidad, sabiendo que no aguantarían el ataque. Dos brigadas de caballería ligera colaboraron en la persecución de los franceses. Sobre las 8:15, Napoleón había abandonado Waterloo y Wellington se reunió con Blücher en la granja La Belle Alliance. Finalizada la batalla y asegurada la victoria, Wellington -según narró uno de los presentes- "se relajó durante algunos instantes, permitiendo que la sempiterna máscara de férrea autodisciplina desapareciera de su rostro. "¡Gracias Dios, por enfrentarme a él! -gritó- ¡Gracias Dios, por enfrentarme a él!". Wellington era consciente de la naturaleza personal de su confrontación con el más grande general francés. La trayectoria de los dos hombres, por fin, se había cruzado y la exclamación de Wellington "¡Gracias a Dios, por enfrentarme a él", hace suponer que siempre creyó en su superioridad como general y daba gracias por haber tenido la oportunidad de demostrarlo. El Duque no tenía dudas sobre la importancia de su papel y no mostraba falsa modestia cuando el día siguiente dijo: "¡Por Dios!, no creo que se le pudiera vencer sin estar yo presente". La afirmación resulta vanidosa, pero, probablemente, es la pura verdad.
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El mando alemán trató de prolongar, con un movimiento tardío, el frente de ataque. El 6 de marzo, después de dos días de bombardeos, el príncipe heredero atacó en la orilla occidental del Mosa, y dos días después incluso las tropas formadas en la orilla oriental fueron empujadas al campo para este ulterior esfuerzo. Sin embargo, el ataque se produjo contra el Mort Homme, al oeste, y la Côte de Poivre al este. Los defensores habían reforzado sus posiciones y las fuerzas de intervención en el campo se equilibraban: las esperanzas de desfondar al enemigo se desvanecieron. Hay que decir que los franceses tuvieron dos grandes golpes de suerte: la destrucción de todas las piezas alemanas de 420 mm por parte de los cañones franceses de largo alcance y la explosión del gran depósito de proyectiles alemán de Spincourt que contenía 450.000 granadas de gran calibre, imprudentemente mantenidas cebadas. Desde el 9 de marzo en adelante, los alemanes adoptaron una táctica de desgaste y, aunque Verdun era todavía el objetivo, éste se transformó en un objetivo de prestigio. La fama que la ciudad adquirió le daba un valor simbólico netamente superior al militar. Hay que admitir que el éxito de esta táctica duró poco. Cada una de las avanzadillas, aunque extremadamente modestas, terminó teniendo un efecto acumulativo, y, peor aún, el balance de pérdidas se hizo desfavorable para los defensores: casi tres franceses por cada dos alemanes. Pétain hizo lo que pudo para reducir el esfuerzo que se demandaba de los hombres implicados en el frente mediante una rápida rotación que dejaba cada división bajo el fuego enemigo durante el menor tiempo posible. Sin embargo, el resultado fue que gran parte del ejército francés tuvo que pasar por la "trituradora'" y las reservas francesas salieron de la batalla tan diezmadas que su papel en la inminente ofensiva de Somme fue prácticamente nulo. Hasta el día 1 de julio, los franceses habían utilizado 66 divisiones: el 50 por ciento más que los alemanes. El 17 de junio, después de una heroica resistencia, el fuerte de Vaux cayó, y con él una larga franja de terreno se vio sumergida en la marea alemana; el 11 de junio, Pétain se vio obligado a pedir a Joffre que acelerara los preparativos para la ofensiva en Somme. El 23 de junio se produjo la última crisis: una avanzadilla llevó a los alemanes hasta casi la altura de Belleville, el último baluarte de Verdun. Los incesantes contraataques de Mangin no pudieron hacer nada para detener el avance enemigo, por lo que Pétain ordenó a todos sus oficiales que se prepararan para evacuar la orilla oriental. Delante de las tropas, sin embargo, no mostró nunca el más mínimo signo de inquietud. En el plano estratégico, los defensores alcanzaron su objetivo: el día siguiente se interrumpió el envío de municiones a Verdun, ya que precisamente ese día comenzó en Somme el bombardeo destinado a preparar el terreno para el ataque británico anunciado desde hacía tiempo, el cual tendría lugar el 1 de julio. Desde aquel día, los alemanes desplazados en Verdun no recibieron más refuerzos y su avanzadilla terminó agotándose. La situación siguió cambiando progresivamente hasta permitir las brillantes contraofensivas francesas del otoño, que habrían reconquistado, poco a poco, todo lo que los alemanes habían conquistado anteriormente.
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La guerra ya no cambió de estilo en Guadalcanal. Para los japoneses los problemas continuaron siendo los mismos, acentuados por la potenciación del aeropuerto Henderson, que llegó a contar con más de doscientos aviones, enormes dificultades para poner en la isla una gran fuerza combatiente (ahora ya conocían el poderío norteamericano en Guadalcanal), bien equipada de medios pesados y de abastecimientos suficientes. La marina y la aviación, pese a sus sacrificios y espíritu combativo, se revelaron cada vez más impotentes para sostener esta batalla. Así, por ejemplo, para llevar 1.500 hombres a Guadalcanal bien pertrechados, el almirante Yamamoto tuvo que organizar una gran armada integrada por la flota de Kondo (cinco cruceros pesados, uno ligero, cinco destructores y el acorazado Mutsu), de Nagumo (portaaviones Shokaku -Grulla ascendente- y Zuikaku -Grulla feliz- y seis destructores), de Abe (los cruceros de batalla Hiei y Kirishima, tres cruceros pesados uno ligero y seis destructores), de Hara (portaaviones Ryujo, el crucero pesado Tone y dos destructores), de Mikawa (la escuadra que venció en Savo), el portaaviones Chitose, diez submarinos con base en Truk, la flotilla de destructores de Tanaka (ocho buques) y la propia agrupación del almirante, que izaba su pabellón en el acorazado Yamato (62.000 toneladas) y conducía al portaaviones de escota Taiho y a tres destructores. ¡En total: cuatro portaaviones, un portahidroaviones (más de 200 aviones en suma), dos acorazados, dos cruceros de batalla 13 pesados y cuatro ligeros, 31 destructores y diez submarinos...! Este enorme movimiento de buques de guerra, que dio lugar a la compleja batalla de las Salomón Orientales (17), ni siquiera permitió que los 1.500 hombres de refuerzo alcanzasen Guadalcanal. En vista de las enormes dificultades que suponía el envío de grandes transportes cargados de tropas, Tokio decidió reforzar la isla a base de pequeños grupos transportados por los destructores de Tanaka y algunos transportes rápidos, pero de pequeña capacidad. Así se reunió en la isla la división Sendai al completo, a las órdenes del general Muruyama. Pero eran tropas que seguían sin contar con apoyo pesado y su abastecimiento era deficiente, incluso en alimentos. El periodista Gen Nishino, corresponsal de guerra del diario Mainichi, el más prestigioso y difundido del Japón, estuvo en Guadalcanal. Tras la guerra pudo contar que, después de abandonar la isla, se entrevistó con un coronel del cuartel general del XVII Ejército, con base en Rabaul: -"Nuestros hombres en Guadarukanaru sobreviven sólo gracias a su espíritu combativo, pero no pueden durar mucho. Quería pedirle, señor coronel, que les suministrase víveres y armas, en la mayor abundancia posible. -¿Está usted tratando de criticar al ejército? -replicó el coronel. -Lo mío no es crítica. Le estoy exponiendo la realidad de los hechos. En Guadarukanaru se muere de hambre y de sed (Los combatientes japoneses en Guadalcanal estaban convencidos de que los norteamericanos aún estaban peor y que su mortandad a causa del hambre, las aguas contaminadas y las enfermedades era aún mayor en sus filas), aunque se sobreviva a los norteamericanos..." Naturalmente, Nishino no pudo regresar al Japón hasta después de la guerra. El general Muruyama, que durante el peligroso viaje hacia las Salomón escribía sereno con su pincel, en antiguos caracteres, un fatalista proverbio chino: "La vida, la muerte, los dioses decidirán", se estrelló el 24 de octubre contra la muralla de fuego norteamericana, cuya artillería era más abundante que nunca y cuyas fuerzas de infantería habían sido relevadas e incrementadas (División América y 7. ° Regimiento de Infantería de Marina). A lo largo de noviembre y diciembre ya los japoneses no lograron montar ningún ataque de gran envergadura. El envío de refuerzos se hizo más difícil, el aprovisionamiento hubo de hacerse, al menos en parte, lanzando al mar bidones cargados de alimentos y municiones, para que la corriente los condujera a la zona japonesa. Las nuevas batallas navales (Cabo Esperanza, Santa Cruz, primera y segunda batallas navales de Guadalcanal) no modificarían el panorama. El alto mando japonés estudió durante el mes de febrero de 1973 el envío de dos divisiones completas a Guadalcanal, pero finalmente se abandonó el proyecto: primero, resultaría difícil y costoso su traslado; segundo, seria aún más complicado que nunca su avituallamiento; tercero, era improbable que pudiera dotársele de un acompañamiento suficiente de carros y artillería y, sobre todo, en la isla tenían ya los norteamericanos no menos de 35.000 hombres, que habían ampliado mucho su perímetro defensivo, fortificándolo día y noche y protegiéndolo con no menos de un millar de cañones, morteros y carros; más aún, en el aeropuerto de Henderson tenían su base más de 200 aviones, entre ellos varias fortalezas volantes. Finalmente se decidió evacuar la isla. Y los días 2, 4 y 7 de febrero de 1943, con la protección de los buques de Kondo, en el máximo secreto, los destructores de Tanaka -el expreso de Tokio- rindieron su más brillante servicio (18): retirar de Guadalcanal a 11.706 soldados cubiertos de harapos y medio muertos de hambre y paludismo. Midway había mostrado las limitaciones de la Marina Imperial: exceso de navíos pesados vulnerables, escasos portaaviones, timidez de los mandos medios ante situaciones que exigían audacia táctica. Guadalcanal mostraba ahora las limitaciones del Ejército Imperial que, obnubilado por su experiencia en China -una guerra gigantesca de corte colonial, conducida con una enorme superioridad en medios, formación militar y moral de lucha- se mostraba ahora incapaz de organizar eficazmente una operación en la que las masas de infantería, con abundante acompañamiento de artillería, aviación y carros, pudieran aplastar una concentración enemiga allí donde fuera necesario. Pasada la época de las fulgurantes victorias, los japoneses no acertaban a hacer -quizá porque no lo comprendieron o porque sus medios materiales o mentales no les permitieron hacerla- la guerra moderna que en esos mismos momentos se hacía en Europa. El Estado Mayor Imperial no apreció nunca las ideas nuevas que en Europa habían suscitado esta especial concepción de la guerra. Ese retraso técnico e ideológico respecto al reloj de la historia constituyó una crisis completa del Ejército Imperial japonés y, por tanto, del Imperio mismo. La rendición en la Bahía de Tokio sólo tenía que esperar.
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Hubieron de suspenderse los aterrizajes diurnos. El 23 de marzo salió el último helicóptero; tres días después lo hizo un transporte de heridos; aún el 28 hubo un aterrizaje, pero el avión fue atacado por la artillería y su tripulación quedó atrapada en Dien Bien Phu. Entre ella figuraba la enfermera Geneviéve de Galard, el ángel de Dien Bien Phu. Durante la última semana de marzo, con dos batallones de paracaidistas que saltaron en apoyo de los asediados, De Castries aún pudo enseñarle los dientes a Giap: rechazó numerosos asaltos y contraatacó al oeste de Huguette, para aligerar la presión del Vietminh. La lucha fue tan violenta que los paracas sufrieron un centenar de bajas y se supone que pusieron fuera de combate a un batallón entero. Giap devolvió el golpe de inmediato para evitar la desmoralización de sus hombres, que también estaban acusando el fuerte castigo que estaban recibiendo. El 30 de marzo, tras una gran preparación artillera, los viets asaltaron, oleada tras oleada, las posiciones más expuestas de Dominique y de Eliane, en la margen izquierda del río, obligando a sus defensores a replegarse. Al tiempo, proseguía la dura lucha por Huguette. Pese a los contraataques, el territorio de la base se iba estrechando paulatinamente, haciendo más difícil el abastecimiento a base de contenedores provistos de paracaídas. Con todo, los franceses resistían y Giap tenía que dar descanso a sus hombres, retirar a las unidades más castigadas y bajar sus exigencias, porque hubo algunos plantes en las unidades de asalto -"movimientos derechistas característicos" según el general sitiador- que fueron reprimidos sin piedad. De momento, renunció a los asaltos suicidas, optando por la labor de zapa: se cree que en los cincuenta y seis días de lucha, su infantería cavó más de 450 km de túneles y trincheras de aproximación, lo que obligaba a los defensores a reducir su perímetro, con el contraproducente efecto de ofrecer un blanco más concentrado a los cañones atacantes. Las lluvias comenzaron en abril. Los franceses esperaban que eso les beneficiaría, porque las divisiones de Giap se quedarían sin suministros. Eso no ocurrió, pero, en adelante, la lluvia de metralla llegaría envuelta en una ola de barro; los soldados estarían mojados día y noche y los suministros serían menos frecuentes, a causa de la escasa visibilidad. Por el contrario, el Vietminh recibía suministros gracias a millares de porteadores, que avanzaban día tras día desde la frontera de China. Con todo, aún había aliento entre los defensores, gracias a las fuerzas paracaidistas que siempre hallaban voluntarios para nuevos lanzamientos: durante las dos últimas semanas del asedio, saltaron sobre el campo atrincherado 779 paracas de las fuerzas metropolitanas y 709 voluntarios, en su mayoría nacionalistas vietnamitas. Les mantenía en pie la esperanza de una intervención norteamericana, que el propio Eisenhower aprobó para el 28 de abril. Se trataba de la Operación Buitre, a la que se oponían Congreso y Senado, pues juzgaban que nada era tan importante en Indochina como para implicarse en una guerra. Deseaban plantar cara a la expansión comunista en el Sureste asiático, pero les repugnaba apoyar más al colonialismo francés. Con todo, Eisenhower seguía dispuesto a intervenir. Su vicepresidente, Richard Nixon, lo expresó con claridad el 16 de abril: "Si para evitar la expansión creciente de los comunistas en Asia e Indochina hay que enviar allí a nuestros soldados, creo que el ejecutivo deberá adoptar esta decisión, aunque sea políticamente impopular". Pero Washington no quiso quedarse solo y solicitó el apoyo de británicos, neozelandeses, australianos, filipinos y tailandeses. Fue determinante la opinión del premier británico, Winston Churchill: "No veo porqué hemos de combatir con Francia por Indochina, cuando hemos perdido la India". La única solución que le quedaba a Francia era una paz negociada, que a aquellas alturas sólo tenía un final: la independencia de Vietnam, al menos de una parte, bajo la denominación de República Democrática de Vietnam, con un Gobierno comunista presidido por Ho Chi Minh. Por tanto, Dien Bien Phu seguía resistiendo, primero a la espera de los norteamericanos y, después, aguardando una solución negociada. Navarre mandaba nuevos refuerzos y De Castries contraatacaba con la fuerza de la desesperación y defendía cada metro de los reductos con uñas y dientes. Claro que no era menor el deseo del Vietminh de imponerse militar y contundentemente, para llegar a la negociación con aquella victoria en la mano. Esa negociación llevaba madurando desde antes de la batalla. En Francia había un clima favorable a una solución pactada y el Vietminh también deseaba esa solución: Ho Chi Minh sabía que la guerra de liberación no podía ser infinita. Por eso, en diciembre de 1953, había enviado a París una invitación negociadora: "Si, tras la experiencia de estos años de guerra, el Gobierno francés desea llegar a un armisticio y resolver la cuestión del Vietnam por medio de negociaciones, el pueblo y el gobierno del Vietnam estarán dispuestos a examinar sus propuestas". El 11 de febrero de 1954, la diplomacia francesa, británica y soviética lograban convencer a China de que acudiera a una conferencia en la que se estudiara la solución a la conflictividad de Asia, y a Estados Unidos para que se sentara en la misma mesa que los chinos, a cuyo Gobierno no reconocía. La cita tendría lugar en Ginebra, el 26 de abril de 1954. Pero el desbroce del contenido negociador, que se reduciría a una solución negociada para Indochina, retrasó el comienzo hasta el 8 de mayo. Los defensores de Dien Bien Phu hicieron lo imposible por llegar a esa fecha. Entre los días 4 y 6 de mayo saltaron otros cuatrocientos paracaidistas y, el día 5, la artillería disparó más de cuatro mil proyectiles contra las posiciones comunistas, que al día siguiente fueron castigadas por 47 bombarderos pesados y 65 cazabombarderos. Luego llegó el turno de Giap: utilizó todos sus recursos durante la noche entera, causando en el ya reducido perímetro defensivo una especie de seísmo: temblaba el valle, hervía la tierra a borbotones, las trincheras se desplomaban sobre los defensores, reventaban los búnquer sepultando heridos y almacenes, saltaban las armas reducidas a chatarra... Se combatió toda la noche, con granadas de mano, armas cortas, bayonetas y hasta con palas y culatas. Las trincheras fueron reducidas a barrizales cubiertos de cadáveres de ambos bandos. El radiante amanecer del 7 de mayo iluminó un espectáculo dantesco: los combatientes, rodeados de centenares de cadáveres y de implorantes heridos, se hallaban entremezclados, resistiendo algunos reductos de Eliane, la zona de mando, el hospital y buena parte de Junon y Claudine, las más próximas a Isabelle, cuyos cañones seguían disparando. De Castries recorre con sus prismáticos las posiciones enemigas y observa como los hombres del Vietminh se aprestan al último asalto casi al descubierto, pues los franceses, la mitad heridos, están agotados y carecen de municiones. Todo el armamento pesado, salvo un cañón de 105 mm, está destruido. Comunica la situación a Hanoi y, junto con la felicitación por su ascenso al generalato, se le pide que no haya ni capitulación ni bandera blanca: "Haga morir el fuego por sí mismo para no arruinar lo que se ha hecho". Tras una mañana de escaramuzas, De Castries ordena reunir todo el material no utilizado y lo destruye con una violenta explosión postrera. Luego, comunica al general Cogny, en Hanoi: "Volamos todo. Adiós". Poco después, a media tarde, los soldados de Giap ocupan, sin resistencia, las últimas posiciones, entre ellas el búnquer de mando de De Castries. La batalla ha terminado... aunque Isabelle continúa luchando hasta la noche. Su jefe, el teniente coronel Lalande, organiza una salida hacia el sur, para alcanzar las líneas francesas. Lo intentan los más fuertes y animosos, pero sólo unos pocos logran alcanzar sus líneas tras semanas de marcha agotadora. La resistencia cesa por completo a la una de la madrugada del 8 de mayo. Horas después, en Ginebra se abría la conferencia que concluiría en julio. La guerra terminó con la salida francesa de Indochina, creándose dos países independientes, Laos y Camboya y un tercero, Vietnam, dividido por el paralelo 17°. En el norte se fundaría la República Democrática de Vietnam, con capital en Hanoi, y en el Sur, el Estado de Vietnam, con capital en Saigón, una monarquía manejada por un ejecutivo fuerte y manipulada por París y, luego, por Washington.