El ejército romano se hallaba muy estructurado, aunque su organización cambió con el paso del tiempo. En tiempos de César, la unidad mínima era la centuria, compuesta por 80 hombres y mandada por un centurión. Dos centurias hacían un manípulo; tres manípulos componían una cohorte, con 480 legionarios, y diez cohortes integraban una legión, que, en orden de batalla, formaba en tres filas. El equipo básico de un legionario se componía de un yelmo, un protector dorsal o cota de malla, un escudo circular o rectangular, una daga, una espada y una lanza arrojadiza. Los legionarios se incorporaban al ejército, tras un periodo de dura instrucción, para servir durante veinte años. En caso de necesidad, Roma podía ampliar los contingentes reales de tropas de cada legión o bien enviar a uno de sus dos cónsules, ya que los cónsules tenían mando sobre dos legiones. Así, se calcula que se emplearon en el cerco de Numancia a unos 20.000 hombres. En Hispania, la conquista de la Península no fue llevada a cabo sólo con las tropas romanas, sino con el apoyo de los indígenas. Ya desde la época de la II Guerra Púnica, las legiones romanas comenzaron a contar con los celtíberos, que se situaban junto a las tropas auxiliares. Los cartagineses se sirvieron igualmente de hispanos, de unos como aliados que se costeaban su equipo y sus gastos, pero de otros como mercenarios. Las malas condiciones económicas de algunas poblaciones obligaban a que muchos buscaran en la guerra un medio de subsistencia. La guerra de conquista contribuía a disolver las tensiones sociales de Italia. Además, los soldados legionarios encontraban pocos estímulos para desear el fin de las operaciones militares, ya que la guerra les ofrecía al menos un medio de vida.
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La conquista de la Península no fue llevada a cabo sólo con las tropas romanas sino con el apoyo de los indígenas. Ya desde la época de la II Guerra Púnica, las legiones romanas comenzaron a contar con los celtíberos que se situaban junto a las tropas auxiliares. Desde el siglo V a.C. hay noticias de iberos/hispanos formando parte de ejércitos extranjeros como mercenarios: los encontramos en Grecia y en Sicilia. Los cartagineses se sirvieron igualmente de hispanos, de unos como aliados que se costeaban su equipo y sus gastos pero de otros como mercenarios. Gran parte de los soldados que Aníbal llevó a Italia eran hispanos. El fracaso inicial de los dos Escipiones en el alto Guadalquivir se debió en gran parte a la retirada del apoyo que le prestaban los celtíberos. Poco más tarde, otros celtíberos ganaron la batalla en favor de Catón al abandonar a sus aliados turdetanos. No es, como a veces se ha dicho, que los hispanos fueran muy belicosos; las malas condiciones económicas de algunas poblaciones obligaban a que muchos buscaran en la guerra un medio de subsistencia. Roldán ha visto bien que, hasta fines del siglo II a.C., la colaboración de los hispanos en el ejército romano, aunque frecuente, no era sistemática. Los cuadros legionarios estaban formados por ciudadanos romanos y las tropas auxiliares las componían los latinos. Los hispanos se incorporaban como refuerzos y generalmente divididos en múltiples grupos y bajo estandartes distintos. Con la reforma militar de Mario y con la masiva concesión de derechos de ciudadanía a los latinos itálicos, Roma empieza a reclutar provinciales para sus tropas auxiliares. Y en esas fechas de comienzos del siglo I a.C., ya había un nutrido grupo de latinos en la Península Ibérica. A partir de entonces, Hispania proporciona una parte de las tropas auxiliares al ejército romano y continúa aportando contingentes de tropas de apoyo especializadas. Tales eran los honderos baleáricos. Grupos de bardietas del Norte formaban la guardia personal de Mario. Nos consta además que, durante la guerra social, grupos de hispanos estuvieron en Italia; así se testimonia por la plancha de bronce hallada en Ascoli, en el Piceno: el texto del bronce nos cuenta que un escuadrón de caballería de hispanos que luchaba en apoyo del padre de Pompeyo el Grande recibió la ciudadanía romana en recompensa a sus méritos militares en el año 89 a.C. Por el listado de nombres y la mención de sus lugares de origen, sabemos que procedían de diversas comunidades del valle medio del Ebro: de Salluia, Bagara, Segia, Ilerda, etc. (Dessau, 8.888). Durante la Guerra Sertoriana así como en la fase final de la República, durante las guerras entre cesarianos y pompeyanos, la participación de los hispanos en el ejército romano fue habitual. El incremento de ciudadanos romanos en Hispania permite entender que se llegara a reclutar una legión puramente hispana.
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En la estructura del ejército también puede verse la asimilación del mundo visigodo al romano. Esto es más claro si se piensa en la larga convivencia de los visigodos como foederati del Imperio. De hecho, su distribución decimal, aunque quizá sólo teórica, se basa en la del ejército bajoimperial. La unidad fundamental era la thiufa, mandada por el thiufadus, similar al millenarius romano, debajo del cual estarían el quingentenarius, el centenarius y el decanus, aunque es probable que tales divisiones no respondieran generalmente a la realidad. Hemos indicado ya cómo cada vez se da una mayor militarización de la administración, lo que trajo consigo el ejercicio de ciertas funciones y controles militares por comites o duces. Concretamente el dux exercitus provinciae, con control sobre cada una de las provincias, inicialmente seis en esta época, de Hispania, y con un poder cada vez mayor que, sumado a las otras atribuciones, le conferiría un predominio sobresaliente con respecto al resto de la nobleza. Pero lo que interesa resaltar especialmente no es tanto la composición del ejército sino su constitución como fuerza defensiva de la monarquía. La distribución descrita se refiere al ejército real, pero existían también ejércitos privados, y en origen el ejército visigodo en sí estaba formado por las contribuciones de hombres y armas que los nobles tenían, de manera que el ejército real se componía básicamente de las mesnadas aportadas por los nobles, cuyos soldados eran saiones y buccellarii. Leovigildo intentó controlar el ejército captando miembros de origen tanto visigodo como romano no ligado directamente a la nobleza; pero lo cierto es que ésta, cada vez más poderosa, a pesar de algunos intentos regios, contaba con fuertes contingentes; hecho que explica el porqué de la relativa facilidad con que se sucedían las rebeliones y motivaría la concentración de poder en los duces, aunque fueron éstos precisamente los que a veces se sublevaron. Por último, debe señalarse que la política fiscal, la aderación de los impuestos y la acuñación de moneda estaban relacionadas en buena medida con el avituallamiento y mantenimiento de tropas. Igualmente cabría hablar de la construcción de elementos defensivos y fortificaciones en las zonas más conflictivas.
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En el siglo VIII, el emirato de Córdoba alcanza su máxima expansión en la Península Ibérica. Hacia el 750, sólo los núcleos cristianos de la franja norte peninsular quedan fuera del alcance musulmán. La presión del Emirato sobre el reino franco hace que éste lleve sus fronteras hacia el sur, comprendiendo los territorios de Navarra, Aragón y la Marca Hispánica. La llamada reconquista cristiana logra tomar, hacia el 780, una ancha franja de terreno, extensión que se irá agrandando progresivamente en los años siguientes. Así, hacia el 868, los reyes cristianos consiguen avanzar hacia el sur, ocupando o repoblando ciudades como Santiago, Astorga o León. El empuje progresivo de la frontera lleva, en el 912, hasta una línea tras la que se sitúan las ciudades de Oporto, Zamora o Simancas. Finalmente, hacia finales del siglo X, los cristianos han conseguido adelantar la frontera y tomar ciudades como Coimbra, Salamanca o Sepúlveda. De forma paralela al proceso conquistador, los territorios cristianos van evolucionando en su organización. Así, surgen nuevas entidades, como el reino astur-leonés, el condado de Castilla y los señoríos de Vizcaya y Alava. En el antiguo territorio bajo control franco, se configuran ya hacie el año 1000 el reino de Pamplona y los condados de Aragón y Sobrarbe, que poco después pasarán a formar el reino de Navarra. En el Pirineo central se ubican los condados de Ribagorza y Pallars, mientras que por el lado oriental permanece la Marca Hispánica.
Personaje
Político
Hijo de un rico campesino, se interesó pronto por la carrera militar, participando en la Guerra del Rosellón que tuvo lugar entre 1793-1795. La penetración de las tropas napoleónicas le llevó a levantarse en su contra, atacando un correo en el camino de Madrid a Francia ya en abril de 1808. Una vez iniciado el levantamiento contra el invasor francés, Martín entró a formar parte de las fuerzas del general Cuesta, luchando en las batallas de Cabezón y Medina de Rioseco (junio-julio de 1808). Abandonó el ejército regular y dirigió un importante cuerpo guerrillero que en algunos momentos del conflicto llegó a contar hasta con 10.000 hombres. Se hizo fuerte en la zona de Guadalajara, Valladolid, Burgos Cuenca y Segovia, llegando con sus incursiones hasta Levante o Portugal. La autoridad de José Bonaparte no pudo hacer nada contra él y los generales que recibieron la orden de detenerle fracasaron en su empresa. Colaboró con eficacia con las tropas de Wellington y sus éxitos le valieron el ascenso a general. El regreso de Fernando VII y la restauración absolutista llevaron al Empecinado -llamado así por el apodo identificativo de los vecinos de su pueblo natal debido a las charcas o "pecinas" de los alrededores- a proclamar su credo liberal y reclamar al monarca el mantenimiento de la Constitución, lo que le valió el confinamiento en Valladolid. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) fue nombrado gobernador militar de Zamora y segundo jefe de la capitanía General de Castilla la Vieja, enfrentándose a las partidas absolutistas del cura Merino. Luchó en vano contra la restauración absolutista de los "Cien Mil Hijos de San Luis" y se exilió en Portugal durante un breve periodo de tiempo, antes de regresar a España para ser detenido en noviembre de 1823. Fue encarcelado en la localidad burgalesa de Roa y juzgado por un "comisario regio especial" que le condenó a muerte, siendo ejecutado en agosto de 1825.
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La máxima autoridad representativa del Japón clásico era el emperador -a quien se consideraba descendiente de la diosa Amterasu-, si bien quien ejercía el poder realmente era el shogun, quien lo hacía por delegación suya. El emperador y su corte de nobles hereditarios (kuge) residían aislados en Kyoto. Sus recursos financieros eran muy limitados, incluso menores que los de un daimyo de segundo nivel. En la práctica, el emperador Tokugawa se hallaba muy limitado en sus prerrogativas por el shogun, pues hasta las ceremonias se hallaban reguladas por éste. A pesar de esto, en ningún momento el shogunado se planteó acabar con la figura del emperador, a quien se veía como un jefe sagrado, que podía o no tomar parte en la administración del país, pues no estaba obligado a ello. Para los japoneses de este periodo, el emperador ocupaba su lugar correspondiente en la jerarquía, sin cuestionarse su utilidad política, su inoperancia política o su situación efectiva subordinada al shogun. La existencia de la corte de Kyoto no fue nunca objeto de discusión, ni su inexistente papel político. Estaba más allá de cualquier interpretación, siendo considerada como algo intrínseco e inherente al país: el emperador "era" el país. De la misma forma que cada individuo, como cada objeto de la Naturaleza, debía ocupar su lugar correspondiente en la jerarquía y la estructura social, sin que ello diera lugar a discusiones, tampoco el papel del emperador a la cabeza del sistema jerárquico japonés llegó a ser cuestionado. Este régimen de cosas acabó sin embargo a finales del siglo XIX, con la Reforma Meiji. Bajo la consigna Sonno Joi ("Restauremos al emperador y expulsemos a los bárbaros", los reformadores Meiji intentaron "mantener al Japón incontaminado y restaurar la edad de oro del siglo X, antes de que existiera el "poder dual" del emperador y el shogun", en palabras de R. Benedict (El Crisantemo y la Espada, 1946). A partir de 1868, pues, una alianza samurai derroca al Bakufu y restaura el poder imperial; el emperador Mutsu-Hito traslada la corte a Edo, rebautizada como Tokio, y (1889) entrega al pueblo la Constitución del Japón. Con este cambio el emperador deja de ser una figura meramente decorativa para desempeñar un papel más activo y con mayor presencia de cara al pueblo, aunque, en cualquier caso, no se produce en modo alguno un menoscabo de su papel reverenciado y sagrado. La Constitución Meiji, pese a la apertura que significó con respecto a la situación anterior, estableció mecanismos para evitar que el emperador, puesto que deja de ser una figura oculta al pueblo, pudiera verse envuelto en un conflicto con el mismo, lo que se consideraba "indigno del espíritu del Japón". Por esto se aseguró de afirmar que el carácter del emperador era "sagrado e inviolable", no pudiendo ser responsabilizado por la actuación de sus ministros y desempeñando su papel de símbolo supremo de la nación. Los reformistas Meiji se ocuparon de transferir hacia el emperador la fidelidad que el pueblo debía a los señores feudales. Todos los ciudadanos, como en tiempos pretéritos, mantienen una deuda (on) hacia el emperador por el mero hecho de existir, cuya devolución (chu) no se produce sino parcialmente y sin límite de tiempo. A pesar de la Reforma, el emperador continuó en su reclusión. Era función suya investir a los gobernantes políticos con su autoridad, aunque no era competencia suya dirigir al Gobierno ni el Ejército, ni dictar directrices políticas. La figura del emperador conservó, si no se acrecentó, el máximo respeto, convirtiéndose en un símbolo para sus súbditos. Sus apariciones públicas, escasas, fueron rodeadas de la correspondiente esfera de veneración. Los congregados debían, en el máximo silencio, agacharse ante su presencia ni alzar sus ojos para mirarle. En las calles, todas las ventanas de las casas, por encima de la planta baja, debían quedar cerradas, pues ninguna persona podía mirar desde arriba al emperador. No sólo con el pueblo, también con los gobernantes y administradores el protocolo era muy rígido. Cuando se hallaba enfermo o a punto de morir, todo Japón se convertía en un templo en el que se rezaba por su salud.
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Durante la China imperial, la figura del emperador participa tanto de lo temporal como de lo sagrado. Esta doble participación se explica porque vigila, de hecho, tanto el orden sobrenatural como el natural del mundo. Dentro de la filosofía política china, el emperador es verdaderamente Hijo del Cielo, debido a que gobierna en virtud de un mandato del cielo, de un contrato que, según los teóricos chinos, sólo es recompensa a la virtud. Bajo la dinastía Qing se produjo, como consecuencia de las necesidades de consolidar su dominio en China, un progresivo fortalecimiento y una mayor solemnidad de la figura imperial, en detrimento del aparato gubernamental.
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El emperador mogol estaba en el centro de una corte rodeada de gran boato y lujo. Asistido por numerosos funcionarios y cortesanos, la distancia del emperador a la que podían situarse estaba en relación con la importancia de su cargo, estando más cerca del trono los principales. Los cortesanos vivían en pabellones lujosamente decorados, con divanes forrados de seda, tapices y alfombras estampadas a mano. Las audiencias del emperador eran realizadas en salones equipados con pipas de agua y escupideras. Cada mañana, aparecía el soberano en un balcón para mostrar a sus súbditos que estaba sano y salvo. En la época del emperador Jahangir, cuando la corte es itinerante, es preciso transportar cientos de tiendas para alojar a todos los miembros de la corte, incluida una en la que habita lo más selecto de los 5.000 miembros del harén. Acompañaban también al emperador numerosos pintores, con la misión de plasmar con sus pinceles las maravillas del reino. Cientos de tiendas más alojaban a los 3.000 sirvientes, a los más de 1.000 espadachines y luchadores que entretienen las noches del emperador, los 500 antorcheros y los cientos de cuidadores de elefantes. Para que nada faltase, la fruta fresca que comía el emperador era traída directamente de Kabul y Cachemira, así como el hielo que es bajado cada día desde las montañas. El agua venía directamente del Ganges, el río sagrado. La necesidad de trasladarse caracterizó a muchos de los emperadores mogoles, bien fuera para supervisar alguna campaña militar, bien para huir de los sofocantes calores del verano de la India. Otra característica de los emperadores mogoles fue su gusto por el boato y la suntuosidad, en especial por la construcción de jardines acuáticos, que sirvieron de tumba a varios de ellos, como el mismo Jahangir. Akbar, quien gobernó entre 1556 y 1605, fue enterrado en un jardín-mausoleo en Sikandra, cerca de Agra, en cuya entrada reza la inscripción: "éste es el Edén. Entra y quédate para siempre."