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contexto
El idioma que se llevó a las Indias fue el castellano dialectal que hablaban los emigrantes (andaluces, castellanos y extremeños). Se aclimató en las Antillas donde inició, además, un proceso de enriquecimiento con palabras indígenas, principalmente taínas (huracán, hamaca, etc.). Luego pasó al continente, donde siguió adquiriendo otros vocablos indígenas (maíz, papa, cacao, chocolate, tomate, petate, chicle, coca, quina, tiza, etc.) y tomó, asimismo, características locales al superponerse sobre lenguas amerindias tonales, de vocales cerradas, etc. Fue además un castellano culto, ya que lo enseñaban los religiosos a los indios y las señoras de la casa a sus hijos y criadas. De aquí que se evitara el uso de palabras malsonantes o expresiones vulgares. En cuanto a las lenguas indígenas, fueron objeto de una política cambiante. Se respetaron al principio y se promovió luego su estudio, para facilitar la labor evangelizadora. Durante la segunda mitad del siglo XVI llegó a prohibirse nombrar doctrineros a quienes no conocieran la lengua de los naturales que iban a evangelizar, debiendo realizar un examen de conocimiento de la misma antes de tomar posesión de la plaza. Esto ocasionó muchas protestas, pues los religiosos tenían vocación evangelizadora, pero no lingüística. Además era difícil encontrar vocabularios y gramáticas para aprender tantas lenguas y mucho más hallar los examinadores que dieran la aptitud requerida. Se recurrió, entonces, a imponer conocimientos en unas lenguas llamadas generales (Náhuatl, Quechua, Maya, Chibcha, Aymara), pero el intento siguió presentando obstáculos. Desde el segundo cuarto del siglo XVII, la Corona abandonó todas las contemplaciones con las lenguas amerindias y apoyó decididamente imponer el castellano.
monumento
La Barcelona que conocemos actualmente empezó a gestarse a mediados del siglo XIX. En 1854 se consiguió la autorización gubernamental para derruir las murallas borbónicas que rodeaban la ciudad y, cuatro años después, se inició la urbanización del espacio, desde el núcleo antiguo de Barcelona hasta los municipios de los alrededores, Grácia, Sants, Les Corts; era un espacio de seguridad de dos kilómetros que rodeaba las murallas de la ciudad. Esta zona, conocida como el Ensanche, se caracteriza por una trama urbana en forma de cuadrícula, diseñada por el ingeniero urbano Ildefons Cerdà. Su construcción coincidió con un momento brillante desde el punto de vista económico de la burguesía barcelonesa. Actualmente se encuentra en fase de rehabilitación y constituye uno de los ejemplos más destacados de esta época en Europa. Los edificios están decorados con rica ornamentación modernista a base de hierro forjado, vidrio, madera o cerámica, que admiramos tanto en las fachadas de las grandes casas como en los zaguanes y portales.
obra
En esta ocasión, Degas muestra un estudio de danza en el que las bailarinas no son profesionales sino adolescentes que inician sus primeros pasos en ese mundo. El futuro de las mejores sería participar en las representaciones del Teatro de la Opera y encontrar un protector que las retirara pronto de un ambiente que casi rayaba la prostitución. Por supuesto que esta faceta triste de la danza nunca la presentará el pintor, por lo menos de manera evidente. En primer plano contemplamos un grupo de tres figuras en el que destaca la madre de una de las jóvenes que ha ido a buscarla. Para esa figura posaría el ama de llaves de Degas, Sabine Neyt. En la zona de la izquierda vemos una pequeña escalera de caracol por la que baja otra joven, procedente del piso superior. Este recurso está inspirado en los grabados japoneses que tanto atraerán a los pintores impresionistas. En el fondo aparecen más alumnas ejecutando diversos pasos, dirigidas desde lejos por el maestro de baile, vestido con una camisa roja. En la pared se abren tres grandes ventanales por donde entra una brillante luz solar, tamizada por cortinajes casi transparentes. De esta manera se crea una atmósfera especial, en la que la luz provoca maravillosos contrastes entre zonas iluminadas y ensombrecidas. Será la luz la que cree diferentes efectos cromáticos en los vestidos de las bailarinas. Precisamente, en cuanto al color, Degas emplea sus tradicionales contrastes entre el blanco de los vestidos con el rojo y el negro de las cintas y el siena de las paredes y el suelo. La sensación de movimiento y la influencia de la fotografía - al cortar los planos - hacen de esta obra un auténtico ejemplo de modernidad. Era tanto el interés de Degas por las bailarinas que tenía una numerosa colección de dibujos de las que habían posado en su estudio, utilizándolas sucesivamente dependiendo de la obra.
obra
La aplicación del color en la obra del Aduanero, junto con esa esencia primitiva de sus pinturas, provocaron la admiración de todos sus contemporáneos y, especialmente, de los simbolistas. A lo largo de su trayectoria artística pasa de pintar composiciones planas en sus primeros tiempos a realizar composiciones bidimensionales. La peculiaridad de los colores que emplea es otra de las características que distingue su obra. En buena parte de sus últimas composiciones se recogen escenas oníricas precedentes del Surrealismo como en esta imagen que observamos. El propio pintor llegó a afirmar que las escenas de la selva están inspiradas en su estancia en México, durante su etapa como soldado del ejército francés que apoyó al emperador Maximiliano. Sin embargo, esta información es fruto de su propia fantasía y si alguna vez tuvo la oportunidad de contemplar una vegetación exuberante fue en el Jardín des Plantes de París. La figura femenina que yace desnuda en el sofá tiene una interesante relación con el arte primitivo, suponiendo Rousseau una importante vinculación con la vanguardia.
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Para la iglesia de Santo Tomé, El Greco realizó uno de sus lienzos más famosos: El entierro del señor de Orgaz, que aún se conserva en su emplazamiento original. El señor de Orgaz, cuyos descendientes obtuvieron el título condal, recibió sepultura en dicha iglesia en 1323 y, según una leyenda local, en el momento del entierro se produjo la aparición milagrosa de San Esteban y San Agustín, en recompensa a su piadosa vida. El párroco de Santo Tomé encargó en 1586 este cuadro a El Greco. En la zona inferior, el pintor refleja con realismo el momento solemne del entierro. En contraste con el dorado colorido de los ropajes de los santos y los brillos de la armadura del señor de Orgaz, el negro fondo definido por las vestimentas de los asistentes al acto confiere una patética suntuosidad a la escena. Con técnica precisa e intención analítica, describe calidades y plasma una gran variedad de expresiones, desde la resignación a la esperanza o la curiosidad. Son auténticos retratos, en los que El Greco debió de representar a diversas personalidades toledanas de la época. Pocos han sido identificados con seguridad, pero el rostro de barba canosa que se encuentra junto al eclesiástico situado de espaldas en primer término es, sin duda, el de su amigo Antonio de Covarrubias. El párroco don Andrés Núñez aparece en el extremo derecho del cuadro con un libro en las manos, y el niño que porta un cirio en primer plano es su hijo Jorge Manuel, cuya fecha de nacimiento, 1578, figura junto a la firma del pintor en el pañuelo que asoma por su bolsillo. Casi en el centro de la composición un ángel recoge el alma del señor de Orgaz, representada como una forma nebulosa infantil, según la iconografía medieval, y la conduce hacia los cielos, donde es recibida por la Virgen y San Juan Bautista. En oposición con el sobrio estatismo del funeral terreno, la Gloria es una explosión de color y movimiento en la que el artista, con su peculiar estilo, trata de lograr la visualización de lo sobrenatural. Está presidida por la figura del Salvador, quien aparece rodeado por ángeles, santos y un coro de bienaventurados, en el que se reconoce a Felipe II. Entre las dos zonas que configuran el lienzo existen numerosos nexos de unión, que hacen que la obra no esté formada por dos partes aisladas entre sí. El primero viene determinado por la luz. En la zona baja encontramos algunos personajes que miran hacia arriba como el párroco, el Protonotario Mayor de Toledo o la figura que se sitúa tras el sacerdote que lee. La Virgen mira hacia abajo esperando recibir el alma de don Gonzalo, que es transportada por el ángel con las alas desplegadas, la figura que se sitúa entre medias de los dos mundos. Incluso la cruz procesional se eleva hasta la zona celestial. La normalidad en las proporciones y la definición compacta de los volúmenes caracterizan la configuración de los personajes en la zona inferior, contrastando intensamente con la idealización y el tratamiento sumario y estilizado que impera en la concepción de los seres divinos. La disminución progresiva de la visión realista de abajo-arriba responde al deseo del artista de diferenciar la materia del espíritu.
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A los diez años de llegar a Toledo surge la obra maestra de El Greco: el Entierro del señor de Orgaz. La escena fue realizada para la iglesia de Santo Tomé por encargo del párroco don Andrés Núñez de Madrid. La obra se divide claramente en dos partes. En la parte baja de la imagen se observa, en primer plano, el milagro, con la figura de don Gonzalo, en el centro, en el momento de ser depositado por los dos santos: San Agustín -vestido de obispo- que le agarra por los hombros y San Esteban -como diácono, representando en su casulla su propio martirio- que le sujeta por los pies. Junto a ellos encontramos un niño vestido de negro, que porta una antorcha y lleva un pañuelo con una fecha: 1578; esto hace suponer que se trata del hijo de Doménikos, Jorge Manuel, nacido en ese año. A la derecha se sitúa don Andrés Nuñez de Madrid, el párroco de Santo Tomé, que abre las manos y eleva su mirada hacia el cielo, vistiendo la saya blanca de los trinitarios. Le acompañan dos sacerdotes más: uno, con capa pluvial negra, lee ensimismado el "Libro de Difuntos" y otro porta la cruz procesional y tiene la mirada perdida. A la izquierda aparecen dos figuras con hábitos de franciscanos y agustinos. Tras estas figuras se encuentran los nobles toledanos que asisten al milagro, vestidos con trajes negros y golillas blancas. Se han identificado algunos personajes como don Diego de Covarrubias y su hermano Antonio; un posible autorretrato en la figura que mira hacia el espectador; don Juan de Silva, Protonotario Mayor de Toledo que aparece para certificar el milagro, en el centro de la imagen, elevando su mirada hacia el cielo. La zona superior se considera la zona de Gloria, hacia donde se dirige el alma de don Gonzalo, creando un movimiento ascendente hacia la figura de Cristo que corona la composición. A su derecha vemos a la Virgen, vestida con sus tradicionales colores azul y rojo. Frente a María se sitúa una figura semidesnuda que se identifica con san Juan Bautista, siendo ambos los medios de intercesión y salvación ante Dios. De esta manera, se representa una Deesis, muy habitual en el arte bizantino. En la zona izquierda de la Gloria encontramos a san Pedro, portando las llaves de la Iglesia, junto a querubines, ángeles y otros santos. En la derecha se sitúan san Pablo, santo Tomás -con una escuadra- e incluso Felipe II. Entre ambas zonas existen numerosos nexos de unión que hacen que la obra no esté formada por dos partes aisladas entre sí.
contexto
En territorios que habían pertenecido a Roma, la red de caminos y sus obras auxiliares pudieron ser aprovechadas, de tal forma que fueron más los balat, es decir calzadas, que los rasif, nombre que recibieron los caminos pavimentados en época musulmana, como demuestra la toponimia española actual, donde abundan más las platas (derivadas de balat) que los arrecifes; en cualquier caso el tráfico musulmán era menos exigente que el del Imperio romano. Con el tiempo los musulmanes organizaron sus propias redes, como la cordobesa, estudiada por F. Hernández y la otomana en la que existió una Uzun Yom (Gran Pista) bien guarnecida de obras y asistencias. Las obras para el paso de ríos fueron casi siempre las romanas restauradas, ya que las conservaron con un matiz de admiración; en algunos lugares levantaron los arquitectos musulmanes puentes dignos de recuerdo como los de Guadalajara, Madinat al-Zahra y Pinos-Puente (Granada), de piedra, y el mudéjar de Arévalo (Avila). En tierras asiáticas consolidaron una red de pistas eficaz, en cuyos escasos puentes mantuvieron la tónica andalusí, alcanzando a veces gran calidad compositiva, como en el puente cubierto sobre el Zayande, como parte del trazado urbano de Isfahan, que ordenó labrar el segundo sah Abbas, hacia 1650. El puente, que sirve de muro de contención para embalsar las aguas del citado río, tiene dos tramos simétricos de ocho tajamares sobre los que montan arcos de albanegas decoradas, y más arriba una galería cubierta; en el centro de este Hwagu, se levanta un pabellón de planta octogonal. En este edificio, tan tardío, el tablero fue un lugar para la estancia y el paseo, cosa que debió ser bastante común en muchos puentes, como aquel almohade de Las Madejas, que existió en Sevilla para salvar el Tagarete. La imagen del azacán o aguador musulmán, con sus bestias cargadas de cántaros y la supuesta incapacidad de los arquitectos islámicos para resolver aquello que en el Imperio romano estaba a la orden del día, nos ha dejado la idea, junto al clima del ecosistema del Islam, de que se trata de una cultura en la que el agua era un bien tan escaso que sólo los soberanos se permitían despilfarrar. La imagen tiene bastante de verdad, pero las necesidades hidráulicas de sus ciudades fueron muy importantes y para resolverlas usaron los mismos sistemas que en Roma, así en Qasr al-Hair as-Sarqi, conjunto omeya fechado en 729, existió una red subterránea de captación para surtir un enorme parque, llamada qanat; otras similares dieron su nombre a Madrid, en la que aún se conservan topónimos como Ciempozuelos o Canillejas. Los acueductos con arquerías empezaron a construirse pronto, pues el de Jirbat al-Mafyar ya existía en 739 y el de Basatin, próximo a Fustat es del 876. Muchas de estas obras alcanzaron características estéticas obtenidas por medios decorativos o tectónicos; así es el de Madinat al-Zahra (Córdoba), fechado hacia el 940, cuya captación planteaba el problema del enorme desnivel que debía salvar en un corto trayecto, cosa que se resolvió bien, además de lograr una buena decoración. Otros fueron menos ornamentales, como el que los almohades realizaron en ladrillo para Sevilla, los Caños de Carmona, obra de la que conocemos el nombre de su autor, el arquitecto malagueño al-Hayy Yais, y el día de su inauguración, el 13 de febrero de 1172. Las primeras cisternas monumentales fueron las de Ramla (Israel), fechadas en el 789 y atribuidas por Chateaubriand a Santa Elena, la madre de Constantino. El carácter monumental de estas Bir al-Unaiziyya es patente con sólo anotar las dimensiones de una de ellas: 24 por 20 metros en planta y 8 de altura libre. También en Al-Andalus hay un interesante aljibe muy antiguo, del año 835, construido en el Conventual de Mérida y destinado a abastecer, a partir de filtraciones del Guadiana, a la guarnición de la ciudadela; lo más interesante son su doble rampa escalonada y la bóveda final. Las cisternas de Qayrawan, diecisiete en total, que estaban completas hacia el año 860 y que todavía funcionan, son gigantescas, aunque carentes de otros méritos; para hacernos idea de lo colosal de la obra recordaremos que la mayor tiene 130 m de diámetro interior y 8 de profundidad. Las rutas que atravesaron zonas desérticas requirieron la construcción de edificios para alojar viajeros, entre ellos los peregrinos que iban a La Meca; eran, pues, obras de carácter piadoso que merecieron la atención de los soberanos. El ejemplo más antiguo es el de Qars al-Hair al-Garbi, del 727; está constituido por un patio cuadrado, de unos 20 m de lado, con galerías sobre pilares en sus cuatro costados; a éstos abren otras tantas crujías asociadas en esvástica, una de las cuales, la de Levante, está subdividida para dar entrada y aparece flanqueada por dos alas, una de las cuales fue mezquita. Este edificio, tan riguroso, era una casa de las caravanas, que también se llamaron jan, y en las que viajeros, mercancías y animales recibían acomodo. El tipo se extendería por todo el mundo musulmán, pues los hallamos hasta en la actual Yugoslavia, pero no en la Península Ibérica, donde se realizó el servicio a la manera romana, es decir, en paradores o ventas que recibieron el nombre de manzil. El mayor impulso lo recibieron en época silyuqí, cuando adoptaron una formulación clásica, con patio rectangular y contorno con torres o estribos, dando así un cierto aire de fortificación, imprescindible en parajes yermos. El más antiguo de los silyuqíes es el iraní de Rabat-i Saraf, en el Jurasan, destacando los ejemplares de Anatolia del XIII así el muy sencillo y racional de Evdir, a unos 20 km de Antalya, fechado en 1219, y el del Sultán, entre Aksaray y Konya, de 1236, con un anejo de cinco naves que servía de almacén y lugar de venta, bien integrado y de empaque catedralicio. Las novelas y el cine nos han acostumbrado al paisaje islámico desierto, salpicado de morabitos pero ayuno de casas, y aunque así fue en zonas determinadas, lo cierto es que el campo llegó a estar bastante habitado, pues además de las ya reseñadas, hubo una larga serie de construcciones, que iremos mencionando; el caso más espectacular es el de los palacios del desierto, que es una docena larga de yacimientos localizados entre Siria, Jordania e Israel, en la franja desértica que va desde la antigua Palmira a la no menos vieja Jericó, quinientos kilómetros al sur; salvo un par de ellos, cuyo carácter es urbano o suburbano, estaban lejos de las ciudades. Los textos coetáneos han inducido una interpretación romántica de estas residencias en el desierto: se ha supuesto que son herederas de la hira, campamento semifijo que los árabes establecían en la temporada de la badiya, o pastos de primavera; así, los príncipes omeyas tomarían unos temas arquitectónicos de la Antigüedad, las villas y palacios campestres, y sacándolos de contexto, los convirtieron en campamentos de piedra, plenos de comodidades. El más pequeño y antiguo de ellos, Qusayr Amra, fechado en torno al 715, sería la más depurada expresión de esta teoría, pues está formado por un baño, un gran salón tripartito y unas pocas dependencias más, aunque eso sí, ricamente decoradas. Podríamos incluso imaginar unas lujosas jaimas plantadas alrededor de este castillejo, en el que vivirían temporadas aquellos nuevos ricos que, tensos entre sus ancestros beduinos y su realidad urbana, ya no podían prescindir del baño caliente o de una majestuosa sala de aparato. El análisis de éste y otros conjuntos contemporáneos fechados entre el 714 y el 750, ofrece el panorama de una cierta economía agrícola y cultura del ocio que tan caras fueron a la antiguos y que los omeyas prolongaron, por lo que sus esfuerzos artísticos deben suponerse inmersos en un contexto agropecuario de lujo, liquidado con la salida de los abbasíes de Damasco y el cierre de las rutas mediterráneas. Todo ello no obsta para que, desde un punto de vista literario y subjetivo, aquellos pseudonómadas explicasen su realidad con la visión romántica indicada. Hay que reseñar la presencia repetida del palacio en sí, caracterizado por vestíbulos y salas de recepción, que se alojan en buyut de cuyas funciones apenas nada puede decirse ya que pocas formas arquitectónicas definieron, en las casas, su vocación funcional. Otro elemento importante, presente casi siempre, fue una pequeña mezquita palatina, sin mucho énfasis y que suele ser, junto con los letreros cúficos y el contexto, lo que permite datar algunos de estos conjuntos. El tercer elemento típico es el baño que, a veces, reviste aspecto monumental e incluso áulico, próximo al de una sala de audiencias o recepciones. Otras partes menos repetidas fueron las fuentes, los pabellones de jardín y los alojamientos de tropas, y se documentan un caravasar, un hair y un sirdab, es decir un sótano con fuentes para procurar ambientes frescos. Desde un punto de vista formal estas residencias tuvieron obsesión por parecer fortificaciones romanas, es decir, conformando castillos de planta cuadrada, poderosamente torreados y bien dotados de defensas pasivas, muy decoradas. Destaquemos la variedad de articulaciones que se dan, ya que a veces todas las funciones aparecen integrada en un único castillito, en otras éste aparece duplicado, y en otras fueron varios bloques separados. En las etapas siguientes no volvió a darse una situación parecida, en cuanto al número, variedad y coetaneidad de ejemplos, pera cada vez que un príncipe pudo fabricar se un palacio suburbano labró un pseudocastillo en medio de huertas, y dentro de él, en torno a uno o varios patios labró cuartos y salas de aparato, el baño y tal vez una mezquita. Ya que hemos hecho referencia a los palacios campestres y suburbanos, bueno será que refiramos algo sobre sus versiones menores, pues las ciudades especialmente las andalusíes y sirias estuvieron rodeadas por una corona de establecimientos en los que la agricultura, el vino y la cultura fueron de la mano. Su nombre, munya, ha dado en castellano almunia, y fueron abundantes en los alrededores de Córdoba; en ellos los patios, miradores y jardines, los pabellones de recreo, las albercas y los animales de adorno se codeaban con huertos primorosamente cuidados. Lejos de los muros urbanos el campo, especialmente en aquellas zonas donde los cultivos eran de secano y extensivos se veía salpicado de asentamientos agrícolas de los que son herederos los actuales cortijos, que, siguiendo la tradición del Bajo Imperio, poseyeron formas torreadas; sólo así se explica que muchos recibieran el nombre de Bury, es decir torre. Prosigamos, con otros sones, el recuento del hábitat disperso; uno de los motores de la expansión del Islam, tan repentino y sorpresivo, fue la Guerra Santa, o yihad, deber colectivo cuya realización por una minoría libera de tan enojosa tarea al resto; tenía como objeto la expansión del Islam o su defensa y quienes muriesen en su ejercicio en traban en el Paraíso limpios de faltas. En los inicios del IX ya sabemos de cuarteles, situados en lugares estratégicos donde moraba el muyahid, que repartía su tiempo entre la vigilancia, el combate y la oración. Este tipo de cuartel de vanguardia, con mezquita incluida, es un ribat, que tanto rastro ha dejado en nuestra toponimia (Rábida, Rápita ...).Se conocen varios tipos anteriores al siglo XII cuando el pietismo de origen persa los vació de contenido militar para convertirlos en centros de ascetismo, con lo que los orientales de época avanzada (hanqan) son auténticos conventos sufíes. El modelo de ribat, más conocido es el tunecino, organizado en torno a un patio casi cuadrado al que se abren dos pisos de habitaciones, abovedadas, apoyando en la cerca exterior en la que se situaron, en los centros y ángulos, torres semicirculares o de tres cuartos de círculo, salvo una que, para alojar la única puerta del edificio, se hizo rectangular. En las bóvedas vivían los murabiun y eventuales viajeros, y también servían como almacenes de pertrechos, excepto una crujía que fue destinada a mezquita. Los dos ejemplares tunecinos, Monastir (796, construido por un gobernador abbasí) y Susa (821, aglabí) aparecen hoy desnudos, mostrando sus fábricas de sillares reaprovechados y sillarejos, todo empastado por obras de restauración modernas, y carentes de decoración, como no sean algunos elementos clásicos o de raigambre clásica y las primeras bóvedas sobre trompas del Occidente musulmán, además de una completa batería de merlones redondeados. No deja de ser curioso que uno de estos dos conventos fortificados derive su nombre del latín Monasterium, señal de que los musulmanes tomaron la idea de los conventos cristianos. También en Al-Andalus existieron varios Almonaster, pero sólo en uno de ellos, que se llama Castillo de San Romualdo (en la isla de San Femando, Cádiz) podemos sospechar que se conserven estructuras similares a las tunecinas. En los últimos años se ha excavado una rábita en Al-Andalus interesantísima; se trata de un grupo de mezquitas, fechadas en el año 944, a 1 km del Mediterráneo, y 28 al sur de Alicante. Era un conjunto del que hoy se conservan veintiún oratorios, cada uno con su mihrab, una mezquita de dos salas y seis habitaciones, rodeadas por una muralla, carente todo ello de la más elemental expresión artística, y que nos remite a un tipo de comunidad que, ya entrado el siglo XIII, sería muy del gusto de ciertos frailes cristianos, cuando fundaron por doquier (La Rábida, Chipiona, Rota...) asentamientos costeros para vivir como eremitas. El Islam combatió de manera constante la posibilidad de añadir cultos particulares al de Allah, pues el pecado de sirk, asociación de otras divinidades a Dios, es el más grave en el que se puede incurrir. Sin embargo, con el tiempo creció la veneración por determinados personajes piadosos o esforzados; a éstos amigos (awaliya) o testigos (sahid) se dedicaron edificios construidos sobre sus tumbas o lugar de martirio: la zawiya y el mashad. Tales cultos se dieron sobre todo en tierras de beréberes y por esa razón se documenta por todo el Magrib y Al-Andalus. Su mínima expresión es un edificio de forma cúbica, rematado con una cúpula, sobre la que ondea, en una pértiga, la bandera del santón concreto; suelen estar rodeados por un cementerio y colocados en una eminencia, aislados; es lo que denominaremos qubba, que en castellano ha quedado como alcoba (dormitorio), pero que en el Islam sólo designa una forma. En numerosas ocasiones, la zacoiya se verá incrementada con espacios adyacentes: una mezquitilla carente de patio y alminar, una sala destinada a la salmodia coránica, a la que a veces se asoció una miga (maktab) para enseñar a los niños la recitación memorística del libro sagrado y, finalmente, una o varias habitaciones para alojar peregrinos, visitantes o estudiantes. La zacoiya suele ser un edificio humilde, carente de otros valores que los históricos o los paisajísticos, pero a veces, sobre todo si cae cerca de una ciudad, la construcción adquirió ciertos valores, como es el caso de la de Sidi Qasim al-Zeliji (el Azulejero) en la propia ciudad de Túnez, situada intramuros, y que está constituida por un patio que da paso a la mezquitilla, la qubba con la tumba del santón, un andaluz que murió en octubre de 1496, y algunas otras dependencias, todo ello decorado en el XVIII. Para cerrar el tema de las obras del territorio construido sólo nos resta mencionar un par de tipos: los cementerios y la musalla. Los musulmanes, al igual que los romanos, situaron los cementerios fuera de las ciudades; en los cementerios, maqabir (plural de maqbarat) las tumbas fueron un abultado túmulo sobre la tierra, que repetía, de forma más o menos geometrizada, el depósito de los restos, sin que faltaran estelas y letreros, a veces de gran valor artístico y caligráfico, tales como las maqabiriya que se han rescatado en Huelva y Almería. Entre ellas descollaban las que por razón de la categoría del difunto adquirieron proporciones arquitectónicas. El más antiguo mausoleo real que se conoce es la Qubbat al-Sulaibiya, en las proximidades de Samarra, y que debió levantarse para contener la tumba del califa Al-Muntasir, hacia el año 862; su forma, salvo en la India, tendría poca trascendencia posterior, ya que se labró a modo de pareja de octógonos concéntricos, de los que el central albergó la tumba del califa y dos de sus hermanos y sucesores, y que se cubrió con una cúpula, mientras el espacio intermedio era un deambulatorio al que daban acceso ocho puertas. El segundo que debemos reseñar es ya de fines del mismo siglo, pues se hizo para el samaní Ismail, en Bujara, capital del Jurasan. En Persia continuaron, durante los siglos X y XI las invenciones formales sobre los mausoleos, dando diversos tipos que, bajo el nombre genérico de gunbad, tendrían larga vida, aunque a veces más que cúpulas, que es lo que significa, parecen alminares, por lo esbeltos. Los mausoleos fueron aumentando su extensión, altura y complejidad, hasta la formulación de la tumba de Tamerlán, en Samarcanda, dotada de una de las cúpulas bulbosas más características, y a cuya fiesta de inauguración, el 30 de octubre de 1404 asistió Clavijo; podríamos llenar páginas y páginas sólo con la descripción de los tipos de mausoleos que el Islam construyó, pero, por falta de espacio, daremos únicamente una breve descripción del Taj Mahal; sabemos que fue diseñado por el arquitecto persa Ahmad Mamun Nadur al-Asar, constituyendo el último gran edificio que fue capaz de construir, con valores creativos ciertos, el mundo islámico; además del recinto exterior, rígidamente articulado y materializado mediante pabellones, jardines y estanques, destaca el bloque central, sobre un alto zócalo, con cuatro alminares en las esquinas y el mausoleo en sí, labrado con piedras ornamentales y dotado de un buen número de cúpulas y pináculos que enmarcan la bulbosa cúpula central. Occidente, desde Ifriqiya hasta Al-Andalus, fue siempre más austero en el tema, que se redujo a unos mausoleos en forma de qubba, que en el caso de los monarcas, tanto en Córdoba como Granada, se ubicaron en los jardines de sus palacios, y por ello recibieron el nombre genérico de rawda, jardín. En Madinat al-Nabi la comunidad musulmana usó para sus reuniones, ya fuesen de carácter religioso, consultivo o bélico, una explanada, en la que el Profeta instituyó la dirección de la oración. Pronto esta musalla, llamada también saria, perdió su contenido de oratorio semanal, pero lo conservó en ocasiones especiales, como fueron las de ruptura del ayuno de ramadán y el primer día de la Pascua Grande, que reunían a toda la umma antes del amanecer; también se usaba para rogativas especiales, entierros de monarcas y para alardes, incluida la salat al-Jawf u Oración del Miedo, para lo que el lugar poseía el correspondiente mihrab y solía cercarse con una muralla almenada, con varias puertas que, cuando careció de disposiciones religiosas específicas, se denominó musara. Antes de olvidamos de la musalla será bueno recordar que en América pervivieron en forma de Capillas abiertas en México, con valores artísticos, y cuya misión era similar, pues se trataba de congregar a masas de indígenas bautizados.
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La solemnidad de las fórmulas carolongias contrasta brutalmente con la mediocridad de un aparato institucional con fuertes taras germánicas. Los hechos hablan por sí solos. Así, la Corte de los monarcas francos permaneció itinerante (palacios de Attigny, Quierzy, Thionville, Heristal, Worms...) hasta lograr cierta estabilidad en Aquisgrán desde el 790. La administración central descansaba sobre el Archicapellan, jefe de los servicios religiosos; el Canciller, que redactaba los documentos y guardaba el sello real; y el Comes palatii, que sustituyó al Mayordomo y que supervisaba a los distintos comités encargados, esencialmente, de funciones domésticas: comes stabuli (jefe de caballerizas), buticularius, etc. Los ducados como circunscripciones administrativas perdieron su vieja importancia en beneficio de los condados gobernados por un comes con amplias prerrogativas judiciales, militares y económicas. En las zonas fronterizas, la agrupación de algunos condados integraban las marcas (de Bretaña, del Elba, Septimania...) a cuyo frente había un marchio dotado de gran autonomía. El enlace entre el poder central y los poderes locales se ejercía a través de los Missi dominici, cuerpo de inspectores que, bajo los merovingios habían actuado esporádicamente y que Carlomagno reglamentó en el 802. Actuando en parejas (un missus laico y otro eclesiástico, generalmente obispo o abad) debían velar por el buen cumplimiento de las normas civiles y eclesiásticas y recibir las peticiones de ayuda de los desvalidos. Desde el punto de vista militar, el ejército de los carolingios seguía en principio la idea del pueblo en armas sometido a periódicas revisiones: los Campos de mayo. En la práctica, lo gravoso de las obligaciones militares (equipo caro, abandono de las labores de la tierra) dio pie a otros procedimientos de recluta: un capitular del 808 impone el servicio de armas sólo a aquellos propietarios de cuatro o más mansos (unidad económica teóricamente familiar) de tierra. Los recursos económicos con los que el Estado carolingio contaba en torno al 800 tenían ya poco que ver con las viejas pautas romanas. El rey/emperador tiene que cubrir sus necesidades, sobre todo, con el fruto de sus dominios personales. De ahí el interés de Carlos por una meticulosa organización de éstos reflejada en el capitular "De Villis". El saqueo de los países conquistados (el tesoro de los ávaros causó admiración a sus contemporáneos) constituía una fuente de ingresos un tanto aleatoria, al igual que los donativos otorgados al monarca en los plácita o asambleas políticas o los telonea percibidos en unas rutas comerciales de muy escaso tráfico. La variedad territorial sobre la que los carolingios gobernaban se reflejaba en la diversidad de leyes. Algunas de las tradicionales (de salios, ripuarios o bávaros) fueron revisadas desde Pipino el Breve. Las nuevas incorporaciones obligaron a la redacción de leyes para turingios, sajones y frisones. Junto a las leyes, otras disposiciones especiales -los capitulares- sirvieron para promulgar decisiones que afectaban a todo el territorio imperial o que completaban alguna ley nacional. En el 803, el "Capitulare legibus additum" supuso un aditivo común a todas ellas. Aun en sus momentos de esplendor, Carlomagno era consciente de los defectos de la administración de su Estado. De ahí que tratara de reforzarla mediante la imposición a sus súbditos de ciertos compromisos morales: los juramentos generales de fidelidad del 789 o el 793 que trataban de ligar de una forma personal a todos los hombres libres con su soberano. Los mecanismos institucionales de la feudalidad empezaban a competir seriamente con la noción romanista de res publica. A mayor abundamiento, en el 806, el emperador planificó el futuro de sus dominios mediante la "Divissio regnorum": reparto patrimonialista del territorio imperial entre sus hijos, a los que debía unir el apoyo recíproco y la defensa común de la Iglesia. Sin embargo, en el 814 sólo un varón -Luis- sobrevivió a Carlos. Ello permitió mantener de momento la unidad.
contexto
Se cree que los aborígenes indios eran negritos, pigmeos cazadores mezclados con pueblos protoaustralianos, a los que se añadieron los protomediterráneos mesolíticos que introdujeron la agricultura. Posteriormente en oleadas sucesivas llegaron los centro-asiáticos, mongoloides y armenoides que acabarán consolidando la etnia drávida, la etnia india por excelencia, que se ha ido refugiando paulatinamente en el sur de la península del Indostán hasta concentrarse en la región más peninsular que actualmente forma la provincia de Tamil Nadu, debido a los invasores que han amenazado su cultura desde los arios en el año 1500 a. C. (aproximadamente), que arrasaron la Civilización del Valle del Indo, hasta los islámicos que en el año 1565 d. C. asolaron el imperio de Vijayanagar. Cuando los drávidas reivindican algún dios o cualquier aspecto concreto de su cultura suelen recurrir a un color azul intenso, el índigo, para pigmentar la piel del dios o la superficie del objeto en cuestión en una clara alusión a su origen negro frente a los invasores blancos. Por la misma razón prefieren siempre la arenisca india antes que cualquier otro material más noble o espectacular. Tras los arios llegan los persas y los griegos (Período Brahmánico, 600-300 a. C.), los partos y los protomongoles (Imperio Kushana, 50 a. C.-300 d. C.), los hunos (Período Post-Gupta, siglos VI-VIII), los árabes y abasíes (Principados Rajput, siglos IX-XII), los turco-afganos (Sultanatos Independientes de Ghoríes y Ghazníes, siglos XIII-XV), los turco-mongoles (Imperio Mogol de los timúridas, siglos XVI-XIX) y los europeos (Imperio Británico, siglos XIX-XX). Es un hecho sorprendente el que la península del Indostán, prácticamente aislada del resto del mundo por el océano Indico y la cordillera del Himalaya, haya sido el escenario de tanta invasión sin duda debido a su gran atractivo físico, y haya podido absorber tantas culturas y razas gracias a su ancestral actitud permisiva convirtiéndolas a todas en indias. De la misma manera en que cada pueblo tiene su expresión propia dentro del puzzle étnico y cultural que es India y al mismo tiempo convive con los demás, los estilos artísticos no sólo coexisten en un mismo período, sino en una misma superficie decorativa o en una sola arquitectura, de manera que dentro de cualquier composición artística encontraremos algún elemento o figura representada de forma abstracta, otra realista, otra estilizada, etc., dependiendo del estilo que mejor exprese su esencia y su papel relativo a las demás.