Avance aliado hacia Bélgica. Operación Market Garden. Avance aliado hacia Alemania. Contraataque alemán en Las Ardenas. Las Ardenas. Asalto aliado sobre Alemania.
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El término proviene del vocablo griego exlego, escoger, y ésta es en síntesis su íntima naturaleza: aquel estilo que se conforma de la elección y combinación de formas procedentes de diferentes lenguajes y que fundidos dan uno nuevo. Cuando abordamos la Historia de la Arquitectura comprobamos que el eclecticismo es casi una constante; pocos son los momentos en que un estilo se nos ofrece puro, sin mezclas o adiciones y, sin embargo, en la arquitectura decimonónica hay algo diferenciador y definidor, hay una voluntad estilística que conscientemente busca un nuevo lenguaje a través de estas formas que no son originales. Este es el espíritu que impregna gran parte del siglo XIX. A comienzos de siglo, el filósofo francés Cousin ya propone este sistema. Thomas Hope en 1835 lo hace suyo para el mundo de la arquitectura, pero no se conforma sólo con mirar el pasado, sino que aconseja conjugarlos con los presentes e incluso con las posibilidades que surjan en el futuro. En España Juan de Dios de la Rada Delgado, en el discurso de ingreso a la Academia confirma la solución del eclecticismo al decir que "nuestro siglo tiene un espíritu de asimilación". También otras soluciones contemporáneas miraban hacia atrás; los historicismos se presentan como otra de las alternativas a la búsqueda de un estilo que sacara a la corriente clásica del callejón sin salida al que había llegado. Desde que los artistas italianos habían interrumpido el desarrollo del gótico en el siglo XV, la arquitectura había vivido del legado grecorromano; ahora era necesaria una nueva respuesta y no se hallaba. Por eso, en principio, el eclecticismo se planteó como una solución transitoria hasta que se lograra el estilo propio. La evolución de este lenguaje es, a grandes rasgos, bastante simple, pues paulatinamente se va perdiendo el rigor clásico para alcanzar formas más libres y de mayor complejidad. En España el retorno de Fernando VII significó también para la arquitectura una continuación de los principios clásicos. Tenemos que esperar al reinado de Isabel II para constatar cómo, aun dentro de las estructuras clásicas, la libertad estilística es un hecho. Por último, en la Restauración el recuerdo del clasicismo resulta cada vez más lejano y la libertad ecléctica es completa. En cualquier caso, el elemento ornamental adquiere una importancia mayor, puesto que ahora va a ser uno de sus aspectos diferenciadores. El arquitecto ecléctico mantiene durante poco tiempo una señal que personalice su obra, pues ahora puede escoger entre diversas opciones (toda la gama de historicismos además del versátil eclecticismo), pero incluso no tiene inconveniente en resolver una construcción dando a escoger al promotor diversos tipos de fachada, lo que nos habla más de una falta de convicción que del deseo de dar con el estilo que centrara esta situación de indeterminación. En nuestro país, la salida más correcta y lógica al neoclásico fue el neorrenacimiento, puesto que se seguían moviendo por parámetros similares. Pascual Colomer fue uno de los pioneros en la evolución hacia fórmulas más sueltas. En 1842 se presenta al concurso para levantar un palacio de Congresos obteniendo el premio: si su planta está cerca de los postulados neoclásicos, la fachada resulta mucho más libre por cuanto al pórtico clásico se contrapone el resto de la fachada con soluciones cuatrocentistas. El neorrenacimiento es claro en el Palacio del Marqués de Salamanca, cuyo estilo lombardo se desarrolla dentro de una decoración muy alejada del estilo anterior. Si Colomer pertenece a la última generación académica, Jareño se integra ya en esas primeras promociones tituladas en la Escuela de Arquitectura. Como bien dice Navascués, el cambio fue paulatino, pues los primeros profesores pertenecían a la generación académica y es lógico que las enseñanzas impartidas estuvieran impregnadas de los antiguos conceptos. La nueva generación también cultivó el italianismo, pero para ellos era el inicio de algo que derivaría pronto por otros derroteros. Jareño, por ejemplo, tiene como obra máxima la Biblioteca Nacional en la que, aunque sufrió considerables cambios con respecto al proyecto por los avatares de su larga ejecución, podemos comprobar la influencia del neohelenismo en la fachada, posiblemente en parte por la fuerza que ejerce la obra de Schinkel. El período transcurrido entre el derrocamiento de Isabel II y el advenimiento de su hijo Alfonso XII (conocido también como Sexenio Revolucionario) es rico en experiencias y es también durante estos años cuando se suceden una serie de cambios que desembocan en esa fértil etapa que es la Restauración. Con Ortiz de Villajos, el eclecticismo llega a su madurez, logra un estilo propio, conjugando diversas soluciones que, como hemos indicado, al fundirse producen un estilo nuevo y sin relación con los primeros. La iglesia del Buen Suceso se configura como arquetipo de su estilo personal. Estas dos soluciones van a ser los caminos por los que normalmente caminará el eclecticismo: la raíz clásica y la raíz medieval, si bien la primera es más abundante. Cuando empleemos el calificativo clásico no nos circunscribimos sólo al renacimiento o al neoclasicismo, sino a todo el ciclo de la Edad Moderna. No es muy raro ver la mezcla de elementos entre los que cabe mencionar todo un repertorio extraído del barroco francés. Francia siguió siendo el origen de muchas maneras arquitectónicas. Una de las que más éxito obtuvo fue el estilo II Imperio, surgido a mediados de siglo y procedente del barroco francés. Es una fórmula exuberante, repleta de elementos decorativos, que alcanza una rotundidad de formas muy corpóreas, así como la solución del remate, tremendamente movido, a base de pabellones en los extremos y en los cuerpos centrales. En España se adopta plenamente, desplazando la discreción del neorrenacimiento italiano. Entre los que optan por las soluciones neomedievales hay que destacar la figura de Fernando Arbós y Tremanti en algunas de sus obras más importantes. Ya en el proyecto de la basílica de Atocha incluye fórmulas medievales italianas; también en la iglesia de San Manuel y San Benito proyectó Arbós elementos arquitectónicos italianos, como la torre, o fórmulas decorativas, de modo que ciertos ecos orientalizantes pueden proceder de soluciones vénetas que se emparentan con el mundo bizantino. Arbós es también una muestra de la capacidad del arquitecto decimonónico para alternar las soluciones y los cambios más imprescindibles. Al lado de esta arquitectura religiosa, nuestro arquitecto ejecuta un edificio para la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid en una línea diametralmente opuesta, pues se aproxima a ciertas concepciones racionalistas; es conveniente recordar que es ésta una de las primeras obras, compartiendo además el proyecto con José María Aguilar y Vela. El eclecticismo de Mélida va también por derroteros de matiz histórico. Con una obra amplia y diversa es el arquitecto más completo de su generación: escultor, ceramista, decorador, diseñador, arquitecto... Arturo Mélida sigue en sus edificios más conocidos el eclecticismo historicista, como en la Escuela de Artes Industriales que levantó junto al convento de San Juan de los Reyes en Toledo (restaurado por él), donde funde formas isabelinas con otras mudéjares. Este estilo triunfó en el pabellón para la Exposición de París de 1889, premiado y muy elogiado, acompañado por toda la rica decoración cerámica que había mostrado en otros. La abundancia de lenguajes que se fueron presentando durante el siglo XIX recortaron bastante el monopolio arquitectónico que durante años mantuvieron los estilos clásicos; sin embargo, quedó una parcela en la que la arquitectura clasicista se mantuvo incólume durante toda la centuria: los edificios de carácter representativo. Siempre se le adjudicó a los órdenes clásicos la virtud de representar el poder, quizá por la dignidad que ellos conllevaban, quizá por el espíritu distante, óptimo para las instituciones; en cualquier caso, hasta entrado el siglo XX no imaginamos un edificio de carácter público que no se vea acompañado por detalles clásicos. En el Madrid de la Restauración, que intentaba ponerse a la altura de otras capitales europeas, muchas instituciones carecían de inmuebles dignos y en este aspecto fue abundante la intervención de la última generación plenamente decimonónica. Adaro con el Banco de España, Aguado con la Real Academia de la Lengua o Repullés con el edificio de la Bolsa son algunos de los nombres más significativos. Pero la figura más conocida a nivel popular quizás sea Ricardo Velázquez Bosco. Sus edificios, siempre sobre la base de un aspecto monumental, reiteran la disposición: fachadas, comúnmente amplias, acotadas por pabellones esquineros y un cuerpo central bastante ampuloso, igualmente resaltado. La plasticidad que le confiere a ciertas partes de la obra (mansardas, por ejemplo) y algunos elementos decorativos lo aproximan al estilo II Imperio. Así lo podemos comprobar en la Escuela de Ingenieros de Minas o en el Ministerio de Fomento. Pero incluso en edificios que, por su funcionalidad, se alejan de las tipologías anteriormente mencionadas, como el Palacio Velázquez, mantienen su apego a la grandilocuencia. En el resto del país, el eclecticismo tiene también un fuerte arraigo. De inmediato viene a la mente el caso de Cataluña, zona en la que se dan las condiciones óptimas para desarrollar este estilo: 1) Una economía fuerte gracias a una industria que se mantenía, a pesar de las crisis económicas. 2) Una burguesía rica con un modélico espíritu ciudadano gracias a otro factor básico, el nacionalismo moderado y maduro que le lleva a luchar con las armas que ofrece el gobierno central para lograr una autonomía amplia. 3) Un resurgimiento cultural que le sirve de base para identificarse como pueblo a través de su lengua, su literatura y su arte. Barcelona cuenta con una legión de arquitectos que también buscaban un nuevo estilo; Doménech i Montaner en su escrito "En busca de una arquitectura nacional", con planteamientos similares a los de Thomas Hope, ofrece una solución que, por otra parte, no creemos que sea exclusivamente catalanista. Viene a ser, por tanto, una voz más en el panorama general de búsqueda de un estilo. Por esos años se insiste especialmente en el historicismo, pues se trata, como escribiera Mireia Freixa, de asumir la tradición al mismo tiempo que hay una clara voluntad de modernización. Frente a esta tendencia se abre camino la opción ecléctica encabezada por Doménech y Vilaseca. Esta vía obtendrá su cima y triunfo en la Exposición de Barcelona de 1888 con una serie de edificios representativos de la arquitectura ecléctica catalana, en especial el Arco de Triunfo de Josep Vilaseca y, sobre todo, el café-restaurante (hoy Museo de Zoología) de Doménech, donde se pone en práctica la vinculación entre la tradición y las más modernas técnicas.
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Las puntuales promociones que se producen en la equiparación jurídica de los centros hispanos, con sus correspondientes proyecciones en el ámbito urbanístico y territorial, tras la muerte de Augusto contrastan con el carácter universal que adquiere la concesión de los derechos latinos mediante el Edicto de Latinidad de Vespasiano; conocemos de forma genérica tal medida mediante la información puntual que Plinio recoge en su Naturalis Historia, donde textualmente se afirma que el emperador Vespasiano Augusto, cuando se vio lanzado a las tempestuosas luchas de la república, otorgó la latinidad a todo Hispania. Semejante transformación obedece a factores de índole coyuntural, propios de la situación existente en Roma tras el desarrollo de las guerras civiles de los años 68-69; concretamente, los beneficios jurídicos que el edicto reporta de forma general para las comunidades hispanas proporcionan los correspondientes apoyos sociales al fundador de la nueva dinastía, que pueden observarse en el importante número de inscripciones honoríficas procedentes de los nuevos municipios que honran a Vespasiano o a sus hijos. En el carácter general de la medida inciden asimismo condicionantes de tipo fiscal y militar; concretamente conocemos por la biografía que Suetonio realiza de Vespasiano que la situación de la hacienda imperial tras la finalización de la guerra era crítica, con un déficit de 4.000 millones de sextercios. La ampliación de la comunidad ciudadana en las provincias hispanas extiende la base social donde obtener nuevos recursos para compensar la situación. Las posibilidades que ofrece la concesión de la latinidad para incentivar los reclutamientos de nuevos contingentes de legionarios procedentes de las provincias debieron de estar presentes en el conjunto de factores que propiciaron el edicto. No obstante, junto a las propias necesidades imperiales, se debe tener en cuenta también la dinámica de las provincias hispanas que a partir del impulso urbanizador de época cesariana y augústea han incentivado su proceso de romanización, lo que en el plano territorial implica el que determinadas colonias o municipios se proyecten en centros peregrinos ubicados en sus alrededores mediante desplazamiento de contingentes de población, y en el social que el peso de las provincias hispanas en Roma se incremente como consecuencia del acceso de hispanos a los círculos senatoriales que configuran la elite imperial. El análisis de la información existente sobre el Edicto de Latinidad ha generado divergencias historiográficas que pueden esquemáticamente estructurarse en torno a tres cuestiones. La primera de ellas está constituida por el momento concreto en el que se promulga. La información que Plinio nos proporciona resulta imprecisa y las variantes que se constatan en los códices en los que se nos ha conservado la Naturalis Historia tienen implicaciones en este aspecto hasta el punto de que pueden fundamentar propuestas que intentan retrotraer el momento de concesión a las guerras civiles. No obstante, dado que el texto de Plinio posibilita otras interpretaciones, se suele aceptar como fecha de promulgación del edicto la censura de Vespasiano con su hijo Tito en el 73-74 d.C. La emisión del edicto no implica el que tuviese una inmediata proyección en la creación de los correspondientes municipios con sus leyes específicas; entre la disposición general de Vespasiano y la correspondiente organización municipal existe un período de aplicación y de creación del ordenamiento municipal que se refleja concretamente en la Lex Flavia Irnitana, última de las descubiertas, en cuyas resoluciones se cita a los tres emperadores flavios. Precisamente esta visión, en la que existe un período de tiempo entre el edicto y su concreción estatutaria en leyes municipales, derivadas de las propias exigencias de su puesta en práctica, contribuye a despejar otro de los puntos en los que se ha polarizado la historiografía, como es el que opone a los partidarios de su carácter personal o urbano. Otras divergencias suscitadas por la documentación se relacionan con el carácter de la latinidad, ya que los derechos latinos podían concederse plenamente (Latium maius) o de forma restringida (Latium minus); el primer caso implica que tanto los magistrados como sus familias gozan, tras el ejercicio de su función, de los derechos completos de ciudadanía, es decir, tanto de los privilegios civiles (propiedad y familia) como políticos (acceso a las magistraturas imperiales). En cambio, en la concesión restringida sólo se permite tal situación a los magistrados; la estipulaciones que en este último sentido se recogen en el capítulo 21 de la Lex Salpensana constituyen un argumento conclusivo en favor del carácter limitado de los privilegios que se incluyen en el Edicto de Latinidad de Vespasiano. La proyección geográfica del Edicto de Latinidad en las tres provincias hispanas puede reconstruirse fundamentalmente mediante la información presente en la documentación epigráfica, que nos proporciona la nueva titulación de los centros urbanos tras su promoción, en la que se incluye normalmente el apelativo flavio en honor del emperador a quien deben su nuevo estatuto, o menciona la tribu Quirina en la onomástica de los ciudadanos que conforman el populus, lo que contrasta con las tribus (Galeria, Sergia, etc.) en las que se inscriben los ciudadanos de otras comunidades hispanas promocionadas con anterioridad.
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Los pilares que Ashoka llamó lipi (en persa dipi, más exactamente edicto), se conocen en sánscrito como stamba, en pali como thabo, en hindi como tai, etc.; esta diversidad de términos acentúa la importancia que dichos pilares tienen en la vida india desde la antigüedad. Significan el puente entre lo divino y humano, concentran las corrientes energéticas del universo y, a modo de pararrayos cósmicos, potencian todos los rituales mágico-religiosos al aire libre. Es precisamente su famoso edicto de Sarnath el ejemplo principal del epílogo "siempre triunfa la verdad", pues así reza la única inscripción que adorna el capitel de esta stambha. El Capitel de Sarnath es la pieza clave del estilo Maurya, porque materializa la utilización del budismo como vehículo de unificación política. En una excelente arenisca de Chunar, pulimentada a la perfección con una técnica hoy desconocida, este monolito de más de 2 m de altura remataba la stamba de Sarnath, el recinto sagrado fundado por los monjes budistas desde que Buda predicara por primera vez: el Sermón de Sarnath; entonces un simple parque plagado de gacelas (el señor de las gacelas) en las afueras de Benarés. El fuste ha desaparecido así como la enorme rueda (2 m de diámetro aproximadamente) que aparecía sostenida por los leones y que simbolizaba la Ley Sagrada, pero los numerosos relieves coetáneos que nos han llegado permiten atestiguarlo. Es la primera obra del arte budista y lógicamente presenta una iconografía hinayana, que no permite la personificación de Buda. Todo el simbolismo fue dictado por Ashoka desde Pataliputra y pocos elementos se salvan del lenguaje heráldico que caracteriza este arte imperial. Los cuatro leones confrontados simbolizan a Buda predicando a los cuatro puntos cardinales. Son unos animales poco naturalistas, hieráticos, con unas melenas peinadas simétricamente y unos rizados bigotes sobre las fauces abiertas; aunque no parecen nada fieros, transmiten cierta dignidad. Es lógico que un emperador de sangre real eligiera el animal emblemático del clan aristocrático en el que Buda había nacido; sin duda le interesaba dar énfasis al origen principesco de Buda. Los leones se asientan sobre una losa circular adornada por cuatro ruedas (chakras) que vuelven a simbolizar la Ley Sagrada, intercaladas con cuatro animales (caballo, cebú, elefante y león) que simbolizan los vientos dominantes, encargados de llevar la voz de Buda a los cuatro confines de la tierra. Todos estos animales, incluso el león, se representan de forma naturalista, en actitud dinámica, pues, como tradiciones populares, no tienen la carga sagrada de los leones budistas; son un buen ejemplo de la riqueza plástica y de la diversidad estilística que el arte indio brinda al panorama mundial. Debajo, una simple moldura anular (en otras piezas aparece sogueada) simboliza el cordón monacal aludiendo a la austeridad de la comunidad budista. Por último, soportando todo el grupo escultórico aparece el capitel en forma de flor de loto cerrada e invertida, que simboliza la pureza y la universalidad. El capitel de loto será un constante elemento arquitectónico en los estilos posteriores, hasta que el estilo Gupta tardío lo transforme en un recipiente abombado del que, como de un florero, surgen guirnaldas, de claro efecto principesco y característico del estilo post-Gupta. El capitel de Sarnath fue el emblema del imperio Maurya, el cual supuso el único período autónomo, independiente y unificado de la antigua India; esta circunstancia no se repitió en toda su historia hasta que en 1947 India consigue su independencia del colonialismo británico y se convierte en una república democrática. Esta concomitancia histórica fue sin duda la causa de que el primer presidente, el pandit Nehru, escogiera esta misma obra como símbolo de la nueva India. La stupa fue la creación Maurya que mayor repercusión ha tenido en el arte asiático. De los miles de stupas que Ashoka mandó construir en los lugares relevantes de su imperio, sólo queda in situ con su aspecto original la Stupa n.° 2 de Sanchi (a 67 km de Bhopal en Madhya Pradesh). A pesar de su arcaísmo y simplicidad esta stupa data de la transición del siglo III al siglo II a. C., es decir pertenece al arte Maurya tardío. Ha perdido el eje del universo (yashti), la sombrilla sagrada (chatravali) y la balaustrada superior (harmika), que se realizaron en madera. En 1854 el general Alexander Cunningham profanó el anda (semiesfera) y encontró en su interior una caja de piedra (hoy en el British Museum) con los restos incinerados de diez santos maestros budistas, cuyos nombres aparecían inscritos en el relicario. Vuelta a cerrar el anda, hoy se levanta sobre una plataforma (medhi) circular, alcanzando toda la stupa una altura de 8,23 m con un diámetro de 15 m. Es una pieza pequeña en relación con las stupas posteriores, pero ya presenta un deambulatorio (védika) con cuatro accesos en forma de L (todavía no se puede hablar de toranas) dispuestos cardinalmente. Los escasos bajorrelieves que adornan la védika muestran un estilo muy primitivo, tosco aunque expresivo, realizado por artistas locales de segundo orden especializados muy probablemente en la talla de madera. Resultan interesantes desde el punto de vista iconográfico, pues muestran por primera vez motivos que después se repetirán continuamente: stambhas de Sarnath, leones budistas, elefantes, caballos, yaksnhis, nagas (divinidades fluviales), makaras (monstruos marinos), lotos, medallones vegetales... En fin, temas populares interpretados sin ninguna sofisticación y con una crudeza original. Las cuevas más antiguas, relativamente ordenadas en su espacio interior y con portadas tímidamente esculpidas, se remontan al siglo III a. C., y están documentadas en un edicto de Ashoka en el que cita una donación a los ascetas desnudos (de la secta jaina Ajivaka). Se trata de las cuevas de la colina de Barabar (a 50 km de Gaya, en Bihar), que también presentan inscripciones Mauryas (en 6 de las 7 cuevas) y que se han hecho famosas gracias a la novela de Foster "Pasaje a la India". Son cuevas excavadas en granito, de pequeña dimensión (la más grande de 13 por 6,5 m y 4 m de altura). El espacio más interesante se encuentra en la llamada Sudama Chaitya (no es una chaitya) por su antesala rectangular y, a modo de ábside, una estancia circular con cubierta cupuliforme; todo el vaciado imita la técnica de la arquitectura en madera. Sin embargo, la portada más decorada es la de la cueva Loma-Rishi; presenta un arco apuntado de aspecto leñoso (imitando la flexibilidad del bambú) que bien puede ser la primera petrificación del arco de kudú. El arco de ingreso está primorosamente ornamentado con un friso de elefantes desfilando delante de una stupa. Desde la muerte de Ashoka, las intrigas cortesanas y el descontento popular precipitan la desmembración y la caída del imperio, ocasión que aprovechan las dinastías locales más poderosas para independizarse.
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Si es cierto que todas las formas de la arquitectura egipcia en adobe son copias de construcciones de madera hay que reconocer que ya a comienzos de la I Dinastía la arquitectura en adobe estaba en su apogeo y había pasado la época de los templos y los palacios de madera. Una vez que los constructores habían resuelto los problemas de la edificación con adobe, la producción en masa de este material hubo de resultar mucho más cómoda y sencilla que abastecerse de madera en un país como Egipto donde ésta escaseaba tanto, sobre todo para construcciones de cierto porte. La similitud entre los templos representados en tabletas y las grandes tumbas de adobe existentes revela que todos ellos obedecen a un mismo prototipo: un edificio rectangular cubierto de bóveda de cañón rebajada y con los extremos del eje longitudinal apoyados en la prolongación en altura de los lados cortos. Aunque el edificio tiene puertas por los cuatro costados, la entrada principal parece haberse hallado siempre en uno de los lados menores. Ventanas pequeñas, situadas encima de las puertas, proporcionaban luz al interior. Este edificio-tipo nació probablemente en el Bajo Egipto y dio la pauta para la superestructura de las tumbas de la región durante toda la época tinita. Después, los ataúdes y sarcófagos lo siguieron copiando hasta la introducción del cristianismo. Aunque es probable que en la época que estudiamos todas estas construcciones se hiciesen de adobe, su aspecto produce la impresión de que en su origen se trataba de armaduras de madera con techos y paredes de junco. Esta impresión se ve reforzada por las decoraciones pintadas en sus muros, imitaciones de esteras de colores, sujetas por cuerdas, y de postes de madera que sostendrían los bastidores de las esteras. Es curioso que este género de decoración conserve no sólo su temario, sino incluso el orden de sus colores a lo largo de toda la historia de la decoración mural egipcia. Para seguir dispensando su protección a las dos mitades del país después de muerto, el rey debía tener sendas tumbas -una de ellas ocupada por su cadáver y la otra vacía, naturalmente, un cenotafio- en el Alto (Abydos) y en el Bajo Egipto (Sakkara, cerca de Menfis, la capital). En ambos casos el mausoleo ha de constar de una construcción subterránea y de otra en superficie, superpuesta a la primera. A ésta los árabes la denominan mastaba, banco, por el parecido que muchas de ellas tienen con los bancos de cantería que los árabes construyen delante de sus casas.
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En Serbia, a lo largo del siglo XIII, la antigua fórmula de la iglesia de Rascia de nave única con bóveda de cañón y cúpula, se había reformado para incorporar elementos tanto bizantinos como del románico occidental. La iglesia de la Madre de Dios de Studenica -fines del siglo XII-, fundada por el Gran Zupan Esteban Neumania, es uno de los ejemplos más representativos; se alinea en una tendencia que culminará en la iglesia monástica de Decani -1327-35-: amplio edificio de cinco naves cubierto con bóvedas de crucería. Aquí la impresión de espacio continuo producida por los edificios bizantinos se convierte en una sucesión de tramos. Excepto la alta cúpula que se eleva sobre una base cúbica y la abundante profusión de frescos, casi todo aquí es occidental: portadas, ventanas, bóvedas nervadas y columnas. Claro que Decani era sólo una manifestación de la escuela rasciana porque en los reinados de Milutin y Ducan, cuando se convirtió Serbia en el poder dominante de los Balcanes, extendiendo su territorio hasta la Grecia continental, se produjo un acercamiento cultural a Bizancio. Se trajeron constructores y modelos arquitectónicos de los territorios recientemente conquistados y se contrataron magníficos pintores. Las iglesias de la Virgen Ljeciska -1307-, San Jorge de Staro Nagoricino -1312-13- y Gracánica -1318-21- jalonan esta trayectoria. En la iglesia monástica de Gracánica, se adoptó el modelo de planta de cruz inscrita, con un presbiterio muy profundo y cúpula; se añadió una envoltura auxiliar de espacios dispuestos en tres de sus lados: exonártex, naves laterales y pastaforios, evocando los Santos Apóstoles de Salónica. La verticalidad domina todas las partes del conjunto; incluso los arcos apuntados que configuran la bóveda de cañón situada bajo la cúpula, acentúan la ilusión ascendente. La cúpula del tramo central se alza a una altura de casi ocho veces su anchura y los esbeltos cimborrios parecen empujados por los distintos frontones. Preocupados por conseguir un acusado efecto ascensional, los arquitectos balcánicos llegarían a resultados muy similares a los de los rusos, aunque trabajasen de forma bastante independiente. El exterior, con su paramento rico y polícromo, manifiesta haber tenido en cuenta las propuestas que, en este terreno, se hacían en Constantinopla. Con los años se intensificará una decoración más rica y variada en el exterior de las iglesias, que seguirán haciendo uso de la planta de cruz inscrita hasta la llegada de los turcos. Tras la batalla de Kosovo -1389-, la actividad constructora de estas regiones se desplazó hacia el oeste, hacia el valle del Morava.
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Desde la bema de Santa Sofía se extendía hacia el oeste un pasaje llamado solea, protegido por un parapeto de losas de mármol y que conducía a un ambón elíptico; éste ambón era una construcción monumental de marfil y plata con adornos de oro, asentado sobre el eje longitudinal de la iglesia, un tanto al este del centro y debajo del borde oriental de la gran cúpula. Por medio de dos largos tramos se accedía a la plataforma del ambón, desde el que se procedía a la lectura del Evangelio. En buena medida, el efecto de toda esta decoración se veía alentado por la utilización de la luz. Los bizantinos tuvieron gran interés por el estudio de la geodesia, la medida de superficies y volúmenes, y la óptica, la relación de los objetos visibles con el ojo. Geodesia y óptica se combinaron para influir en la decoración de las superficies curvas. Pero ello implicaba efectos de iluminación. Las ventanas de Santa Sofía se distribuyeron de manera cuidadosa; llevaban paneles de cristal, seguramente coloreados como los de San Vital de Rávena: azul oscuro, verdoso, marrón oscuro, rojizo, amarillo púrpura claro... La luz se intensificaría gradualmente desde las zonas más oscuras de las naves laterales, a la zona algo más clara de las tribunas y, finalmente, el cuerpo de la nave central; allí eran especialmente eficaces las ventanitas que ciñen la base de la cúpula. Y como una gran parte de los cultos tenían lugar después del anochecer, la decoración hubo de hacerse también pensando en las lámparas y velas del edificio: los mosaicos tienen su efecto más espectacular cuando se contemplan a la luz vacilante de las llamas. Para ello, además de las lámparas de oro que pendían en los intercolumnios o sobre los dinteles de la columnata que cerraba el presbiterio, durante las celebraciones nocturnas debieron colgarse lámparas al borde de la cúpula, candelabros en la cornisa y cirios en las arquerías de las naves y las tribunas. Por las características mencionadas, Santa Sofía ilustra con nitidez los principios fundamentales del arte bizantino. Su construcción marca el punto de partida de un tipo de trazado, el de la iglesia abovedada y con planta central -independiente de cuál fuera su función específica-, que va a determinar el carácter y desarrollo de la arquitectura religiosa en Oriente durante más de un milenio. Primero los arquitectos bizantinos y luego los balcánicos y rusos, toman un camino que difiere radicalmente del escogido por Occidente, que va a continuar considerando la basílica como la forma de edificio religioso más apropiado durante la Edad Media e incluso después. Se trata, en segundo lugar, de una arquitectura de interiores; en el interior es donde los pensamientos mundanos desaparecen, donde la comunidad halla la fuerza dominadora de lo sagrado. Y como enseña la religión cristiana, la vida interior es lo importante, no la fachada exterior; por eso, la decoración del interior ha sido concebida para apoyar esta idea. Capiteles y cornisas, revestimientos de mármol o frisos polícromos, tratan de evocar la nueva Jerusalén descrita en el "Apocalipsis" de San Juan, la "ciudad en donde no existirá noche: El fundamento primero era de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, el quinto de ónice, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de crisoprasa, el undécimo de jacinto y el duodécimo de amatista. Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla. Y la plaza de la ciudad era de oro puro, como de vidrio transparente...". El dominio de la fe va a ser la pura trascendencia, la demostración de las cosas invisibles. La afición a la materia rica es otro indicio de la profunda transformación del lenguaje artístico. Alabastros, jaspes, pórfidos y serpentinas, manifiestan la búsqueda del esplendor, del color, que se revela también en el empleo de la seda coloreada, las piedras preciosas o los esmaltes, hallando en el mosaico su símbolo más poderoso. Esta afición a los materiales preciosos y a la policromía resplandeciente, va a acompañar a las distintas manifestaciones del arte bizantino y particularmente las más señeras, desde San Vital de Rávena a la iglesia de Cora en Constantinopla. En Santa Sofía se abre paso una nueva intención artística que madurará con el tiempo. Allá donde antes se buscaba el relieve, ahora el esfuerzo se centra en obtener un efecto pictórico por medio de juegos de luces y sombras. La sustitución del cincel por el taladro revela el paso de la estética táctil de la Antigüedad a un principio óptico que prevalece en el mundo nuevo: en vez de tallar la piedra a cincel, se utiliza la virola y se abren profundas superficies de sombras que suprimen toda apariencia de materialidad y dan al dibujo el aspecto etéreo de un encaje bordado por la luz. Lo que los maestros bizantinos expresaron en la decoración de Santa Sofía -Papaioannou-, es la imagen de una materia completamente reabsorbida por la luz. Y como el mosaico ha sido puesto también al servicio de la luz, una luz que no es de este mundo, las imágenes podrán penetrar, transfiguradas, en el interior de aquella esfera transparente con que soñaba Plotino y donde Bizancio albergará sus cortejos imperiales y sus imágenes santas. La utilización de la luz y la sombra estaba dirigida también a que se produjese una impresión de movimiento, pues el movimiento significaba vida. Al mismo tiempo, la mirada del espectador se veía invitada al movimiento, que su mirada vagase de un lado a otro, arriba y abajo del edificio, advirtiendo las armoniosas sucesiones de las partes hasta poder apreciar el conjunto. Así parece expresarse Procopio, cuando se refiere a la luz de Santa Sofía: "Los destellos de la luz impiden al espectador detener su mirada en los detalles; cada uno de ellos atrae la vista y la conduce hacia otro. El movimiento circular de la mirada se reproduce hasta el infinito, pues el espectador no es capaz nunca de elegir en todo el conjunto lo que sería de su preferencia".
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Tras la instauración de la eunomía los espartanos consiguieron la victoria sobre Tegea y la adquisición de nuevos hilotas. Se discute mucho sobre si ahora es cuando se instaura el eforado, resultado de la nueva situación o procede de la anterior organización de la comunidad aldeana. En cualquier caso, es en este momento cuando se hace visible su papel, capaz de lograr el equilibrio social entre la riqueza de los pocos y las aspiraciones de los muchos. El éforo cuyo papel resulta simbólico es Quilón, al que los antiguos incluían entre los siete sabios, elemento definitivo en la creación de la eunomía en que deja de haber restos arqueológicos de grandes riquezas y conflictos sociales. Es éste sin duda el inicio de la historia de la Esparta clásica.
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El corte súbito experimentado por la historia de Egipto tras el Imperio Medio sobreviene cuando nada lo hacía prever, y de la forma que el egipcio, de mentalidad tradicionalista y conservadora, tenía por más calamitosa -humillante hasta el extremo de parecer algo contrario a la voluntad de Dios-: una invasión extranjera. Haciendo gala de sus habituales florituras, Manetho pone en conocimiento de su público (el del Egipto helenístico) que en el reinado de "Tutimaios, y por motivos que desconocemos, la cólera de Dios descargó sobre nosotros, pues inopinadamente unos forasteros de procedencia oriental invadieron nuestro país y lo conquistaron, sin tomarse la molestia de desenvainar la espada...". Los invasores en cuestión eran los hicsos. Esta denominación, traducible por reyes extranjeros, no se puede aplicar, como es lógico, a todo un pueblo, sino sólo a sus jefes, pero a falta de otra mejor, o más precisa, es la que se viene empleando. Es de advertir que para los egipcios, hicsos era sinónimo de asiáticos, invasores del este, que al mando del rey Salitis habían sentado sus reales en la zona del Delta. La imprecisión de las fuentes al decir algo más sobre los hicsos ha dado pie a muchas cábalas acerca de quiénes podrían ser estos asiáticos. Se ha pensado, en primer lugar, en un pueblo semítico, en vista de cómo los hebreos y otros nómadas del mismo tronco merodeaban y se infiltraban en Egipto en épocas de carestía en sus países de origen. Se ha pensado también en los hurritas, unas gentes que en un momento dado -no mucho después de aquél en que ahora estamos fijando nuestra atención- experimentaron la hegemonía de los elementos arios, procedentes de las estepas del sur de Rusia, que vivían entre ellas y llegaron a dominar a varios países del Asia Anterior -las Tierras de Hurri como vinieron a llamarse temporalmente Kizuwatna (Cilicia), Siria y Palestina-, e incluso a constituir un imperio, el de Mitanni. Fueran de ésta o de otra estirpe los invasores hicsos de Egipto, el caso es que el país experimentó gracias a ellos un cambio tal de carácter, que nunca más volvió a ser el mismo. Entiéndase esto, no en un sentido peyorativo, sino positivo: Egipto no será ya nunca un Estado de funcionarios competentes y nada más, sino que al lado de ellos -que por supuesto, no fueron siquiera postergados- habrá lugar para el soñador y el aventurero, el reformador religioso y el amante de novedades, en suma, para tipos humanos que darán de Egipto una imagen nueva y dispuesta a afrontar el porvenir con sentido de la responsabilidad y respeto al pasado, pero también con imaginación.
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Alejandría, fundada por Alejandro a fines del 332 en el extremo occidental del Delta, casi fuera de Egipto, era todo un síntoma de la inviabilidad de la fusión de lo griego con lo egipcio. Grecia había adoptado muchas ideas y formas de Egipto, pero nada de su mentalidad. El egipcio pensaba en imágenes; el griego en conceptos. La escritura jeroglífica y la escritura alfabética eran exponentes de esas mentalidades; la primera podía simplificarse en la hierática y la demótica, pero no alfabetizarse. En la piedra de Roseta y en cuantos otros bilingües poseemos, las escrituras pueden yuxtaponerse, pero no fusionarse. Manetho tuvo que dotar a los faraones de nombres griegos que un egipcio no hubiese entendido fácilmente, como un sueco no sabe que cuando Quevedo dice Belestán se refiere a Wellenstein. Cuando Ptolomeo se percató de la dificultad de la fusión grecoegipcia, trasladó su residencia a Alejandría y selló el destino de la ciudad como polis griega, abierta al mar y muy pronto la más rica del mundo. Esa decisión no impidió que los Ptolomeos se presentasen ante sus súbditos como herederos y continuadores de los faraones y que, para uso interno, adoptasen nombres muy similares a los tradicionales en ellos, y supieron ganarse la buena voluntad de las élites sacerdotales mediante generosas obras y donaciones a los templos.