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En el siglo XIX se amplió la distancia entre el conjunto de los países occidentales, base del desarrollo económico, y el resto. En 1880 la renta per cápita era más del doble que en el tercer mundo. En 1913 la diferencia era de tres a uno, o de siete a uno si tenemos en cuenta solamente los países industrializados (Reino Unido, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, Suecia, Estados Unidos y Japón). La revolución industrial hizo que determinadas economías nacionales tuvieran estructuras capaces de contribuir al crecimiento de la actividad económica. El economista norteamericano Walt Rostow introdujo la noción de "take off" o despegue. Según este autor, en un período variable, de veinte a cuarenta años, una economía tradicional casi sin crecimiento daría lugar a una nueva economía que se desarrollaría, a partir de entonces, de manera casi automática. Con ciertos declives o ajustes por crisis, el sistema se afianzaría. La tendencia, en todo caso, sería de creación de mayor riqueza y de expansión de ésta a capas sociales cada vez más amplias. Una de las diferencias entre las teorías de Rostow y las de Karl Marx, con las que se contrapone, es que este último hizo una predicción de futuro y, al menos a un siglo vistas, parecen equivocadas en este aspecto. Rostow escribió su principal libro con el proceso muy avanzado en muchos países y su proyección sería válida para aquellos países que en el futuro podrían desarrollarse. Ahora nos interesa aplicar esta hipótesis al período que abarca desde 1870 a finales del siglo XIX. Hay, por tanto, que precisar qué países habrían tenido ya el despegue y cuáles otros estaban en él o aún no lo habrían iniciado. En Gran Bretaña, la cronología es bastante temprana, entre 1770 y 1815. Para Francia, Rostow propone los años 1830-1860, lo cual fue muy discutido por autores como Marcel Gillet, J. A. Lesourd y C. L. Gerard. Los demás países industrializados habrían tenido un despegue más tardío. Alemania, aun con las dificultades de estadística retrospectiva antes de la unidad en 1870, comenzaría entre 1860 y 1880. Estados Unidos tuvo su período continuado de despegue entre 1870 y 1890, si bien se había iniciado en torno a los años cuarenta y fue interrumpido por la Guerra Civil, como ha estudiado Douglas North. Por la misma época hay que situar el "take off" de otros países menores como Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Suecia y Suiza. Japón, según Rostow, despegaría entre 1880 y 1900. Otros autores, como Mutel, lo llevan hasta 1905. Sin embargo, algunos, entre los que se encuentra Pham-van-Thuan, piensan que se inicia en torno a 1850. Cuando termina el siglo XIX, algunos países más, o zonas de estos países, estaban en los inicios del "take off". El resto de Escandinavia, el Norte de Italia y España, determinadas áreas de los Imperios ruso y austro-húngaro y Argentina. Entre 1870 y 1900 sólo un pequeño grupo de países estarían, pues, en pleno despegue económico o lo habrían pasado ya. Son los países que venimos denominando industrializados que, junto a los que estaban en proceso de desarrollo, hacen de motor del resto de la economía mundial aunque, como hemos visto, su crecimiento les distancia aún más del resto. Este conjunto económico, por primera vez en la historia, se constituía como una enorme masa productiva. Pero, lo que es más importante, se trataba de una masa de consumidores inimaginable sólo hace cincuenta años. Eran los habitantes de las ciudades, que se habían duplicado en pocas décadas. Además, como enseguida explicaremos, gracias al descenso de precios, especialmente agrarios, que se había producido en el período de la depresión, disponían de mucho más dinero para gastar.
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Ése sería el campamento real y, además, del puesto desde donde al-Nasir dirigiría la batalla. El ejército almohade que iba a enfrentarse con los cristianos debió colocarse cubriendo todo el frente del avance cruzado -unos 1.500/1.700 metros entre las puntas de sus alas-. Dominando los cerros del Pocico, los Olivares y otras cotas intermedias, el califa musulmán dispuso en vanguardia infantería ligera bereber, juramentados procedentes de la zona de Azcora, cerca de Marrakech, que aspiraban a morir en aquella guerra santa. Lo consiguieron. En palabras del arzobispo de Toledo, fueron todos muertos. Tras ellos, que sólo podían aspirar a desordenar el avance cruzado, los almohades se dispusieron en cuadros formados por varias filas de combatientes. Las más externas, integradas por guerreros armados con grandes lanzas, que oponían al asaltante una muralla de puntas de acero; en la segunda, formaban los lanzadores de jabalinas y los honderos; tras ellos, los arqueros, que debieron ser muy numerosos. Dice Jiménez de Rada: "En aquellos dos días no utilizamos, en ningún fuego, otra leña que las astas de las lanzas y flechas que habían traído consigo los agarenos; pese a todo, apenas si pudimos quemar la mitad, por más que no las echamos al fuego por razón de nuestras necesidades sino por quemarlas sin más".Y el obispo de Narbona asegura: "Ni dos mil acémilas serían bastantes para transportar tantas canastas de flechas." Por último, en el centro de cada cuadro, estaba la caballería pesada almohade y andaluza. Contaban, además, con alas integradas por la caballería ligera, armada de lanzas y arcos, experta en las tácticas de la torna-fuga. Creemos que debieron actuar fundamentalmente en la bajada de la Mesa del Rey, apoyando a la infantería ligera juramentada, buscando en vano la captura de la formación cristiana. Por tanto, la batalla se libró en el espacio comprendido entre la Mesa del Rey, al Norte, y los cerros del Pocico y Los Olivares, con un epílogo en la cumbre de Las Viñas, donde se situaría el palenque, al sur, siguiendo aproximadamente el eje de la actual carretera que une Santa Elena con la pedanía de Miranda del Rey.
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La conquista española desencadenó una catástrofe demográfica sin precedentes en la historia de la humanidad: la población indígena disminuyó drásticamente en los años inmediatos al contacto y siguió haciéndolo durante mucho tiempo. Aceptado este hecho como indudable, se discute sin embargo sobre su magnitud, pues ésta dependerá de la respuesta que demos a una pregunta clave: ¿cuántos habitantes tenía América en 1492? En torno a esa cifra se ha generado una intensa polémica, complicada por la inexistencia de fuentes fidedignas y perturbada por el empeño en juicios morales, supuestamente pro o anti hispánicos, que restan objetividad a los cálculos. Por eso, eminentes especialistas, trabajando con modernos y complejos métodos de análisis, difieren tanto entre sí que casi parece increíble. Para todo el continente, y sin considerar cálculos ya en el olvido (como los ocho millones de Kroeber, o los 300 de Riccioli), las cifras que se siguen manejando oscilan entre 13,3 millones (Rosenblat) y 15,5 millones (Steward) como estimaciones más bajas, y los 100 millones (Borah) o de 90 a 112 millones (Dobyns) como cifras máximas. Entre estos extremos, correspondientes a dos líneas de interpretación opuestas e irreductibles (que la historiografía ha denominado bajista u optimista y alcista o pesimista, mostrando así las ramificaciones emocionales de la discusión), hay toda una gama de propuestas intermedias: 40 ó 45 millones (Rivet), de 40 a 50 millones (Sapper y Spinden), o 57,3 millones (Denevan). Similar discrepancia se reproduce en los estudios regionales. Para el área que más o menos corresponde al actual México las cifras van desde los 4,5 millones de Rosenblat hasta los 32,5 de Dobyns, pasando por 12 millones (Sanders), de 12 a 15 (Sapper), 21,5 (Denevan), o 25,2 millones (Cook y Borah). Las estimaciones para los Andes Centrales abarcan desde los 2 millones de Rosenblat hasta los 37 de Dobyns, pasando por cifras intermedias como 9 millones (Cook), 10 (Wachtel) y 12 millones (Smith). Igualmente variadas, o más, son las cifras de la isla Española, que en 1492 tendría unos cien o ciento veinte mil habitantes (Rosenblat), o quizá 3,7 millones (Cook y Borah, que llegaron a aceptar ocho millones), o bien 400 ó 500.000 (Moya Pons y Chaunu, respectivamente). La guerra de cifras tiende a diluirse en una creciente aceptación de los cálculos medios, basada más en razonamientos lógicos que en demostraciones científicas que probablemente nunca lleguen. Por ejemplo, hasta el año 1930 América Latina en conjunto no superó los cien millones de habitantes (de ellos 33 millones correspondían a Brasil, donde hacia 1500 no habría más de dos millones y medio de personas), tras décadas de intensa inmigración europea y en una situación sanitaria y productiva muy superior a la de fines del siglo XV tanto en América como en Europa. Que México tuviera doble número de habitantes en 1519 (32 millones) que en 1930 (16.600.000), es difícil de creer, aunque lo verdaderamente difícil es demostrarlo. Y parece que los más recientes estudios demográficos locales y regionales reafirman la tendencia a reducir los cálculos más elevados, aunque no se consideran tampoco verosímiles cifras inferiores a los 30 millones. Sin embargo, aunque los especialistas no se ponen de acuerdo para establecer la población total del continente antes de la llegada de los europeos, todos aceptan como válido el cálculo hecho hacia 1570, sin sofisticados medios estadísticos pero sí con buenas fuentes, por Juan López de Velasco, cosmógrafo del Consejo de Indias, según el cual en la América española había en ese momento algo menos de diez millones de indios (9.827.150). Por consiguiente, según sea la cifra inicial que aceptemos, resultará que la población había disminuido entre un 30 y un 90 por 100, o dicho de forma más absoluta y siniestra: habían desaparecido unos 3 ó 4 millones de personas, o más de 90 millones, en siete décadas. La magnitud de la catástrofe es enorme en cualquier caso. Además, el despoblamiento continuará después de 1570 y a lo largo del siglo XVII, si bien a un ritmo menor. El mínimo demográfico se produce hacia 1650 cuando la población indígena de la América española sería de unos cinco millones de habitantes (nueve millones, según Rosenblat); en algunas regiones, como México y Centroamérica, comienza entonces una etapa de estabilización, mientras en el Perú continúa el declive demográfico hasta 1720. A continuación comienza una recuperación demográfica, que se generaliza a partir de mediados del siglo XVIII, de manera que al concluir el período colonial, hacia 1825, en la América española hay unos ocho millones de indios (el 42 por 100 de la población total), concentrados en México, Guatemala, Quito (Ecuador), Perú y Charcas (Bolivia), los grandes núcleos de población india que existían al comienzo del período, y en la actualidad.
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Son bien conocidos los santuarios ibéricos, algunos de ellos ya famosos por haber proporcionado gran cantidad de exvotos (más de 3.000 conocidos, en el santuario de Despeñaperros) y por la importancia de los restos arqueológicos de su recinto. Desgraciadamente, varios se excavaron hace años con técnicas antiguas y destructivas, de modo que hoy sólo quedan los exvotos hallados en los mismos; tal es la situación, por ejemplo, del santuario del Cerro de los Santos (provincia de Albacete). La diferencia entre los santuarios y las cuevas-santuario no siempre es cronológica aunque algunas de éstas sean anteriores, sino que se basan en la mayor monumentalidad de los santuarios. Más aún, el culto en los santuarios está asociado con frecuencia a cuevas de las que manan corrientes de agua. Las cuevas-santuario mejor conocidas se sitúan en el Este peninsular: Cova de la Font Major (en el Francolí, Tarragona), Cova de les Meravelles (Gandía), Cova de la Pinta de Callosa (Sarria), Cueva de la Albufereta, varias cuevas en el área valenciana, como la Cova de les Dones, Cova de las Palomas, etc. y, en Ibiza, la cueva d'Es Cuyram. Los santuarios ya conocidos desde hace años son: el de La Serreta de Alcoy, el de El Cigarralejo (Mula, Murcia), el de El Castellar de Santisteban y el de Despeñaperros, ambos en la provincia de Jaén y el del Cerro de los Santos. Hay otros mal conocidos hasta ahora que esperan una excavación sistemática de sus restos. Muchas analogías con los exvotos del Cerro de los Santos presentan los procedentes del santuario de Torreparedones (provincia de Córdoba). Nos interesa ahora constatar, en primer lugar, que el momento de florecimiento de los tales santuarios se sitúa en época prerromana entre el siglo IV y siglo III a.C.; baja la actividad religiosa en los mismos a partir de la conquista romana por haber perdido la función de centros religiosos con funciones añadidas como las de servir de aglutinantes de los pactos entre particulares o comunidades en momentos en que el modelo urbano no estaba consolidado, pero siguen siendo centros religiosos para muchos creyentes durante el siglo II a.C. (Torreparedones) y otros posiblemente hasta comienzos del Imperio. Desconocemos el nombre de las divinidades veneradas en los mismos, pero, atendiendo a la diversidad de exvotos, bien estudiados por Nicolini, sabemos que se trataba de dioses dotados de advocaciones protectoras muy amplias (la salud, la virilidad, la fertilidad, la protección de los ganados y de los guerreros, etc.). En todo caso, las funciones protectoras no eran iguales en todos ellos: así, la divinidad del santuario de El Cigarralejo debió tener una advocación preferente de protección de los ganados a tenor de la abundancia de animales representados como exvotos. Algunos de ellos, como el del Cerro de los Santos y el de Despeñaperros, presentan edificios singulares de planta usual en la Italia romana que permiten pensar que es un exponente de una monumentalidad desarrollada después de la conquista romana. Hoy sabemos bien que los santuarios extraurbanos no se encontraban sólo en el ámbito ibérico. Muchos de la Hispania céltica tuvieron una larga pervivencia en épocas muy posteriores a la conquista: son bien conocidos el de la diosa Atoecina, situado en un lugar no precisado del valle medio/bajo del Guadiana, el del dios Endovellicus de San Miguel da Mota (sur de Portugal), el de Vaelicus (provincia de Avila), etc. Muchas de las inscripciones votivas de época imperial consagradas a dioses indígenas de la Hispania céltica proceden de pequeños o grandes santuarios rurales que son menos conocidos por la austeridad de sus creyentes, que nos dejaron escasos testimonios de su culto. Pero no hay dudas sobre el arraigo de sus dioses cuando muchos de ellos resistieron hasta épocas tardías del Imperio en que fueron cristianizados.
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En torno a 1630, el ejército de la Monarquía hispánica excedía, probablemente, los 170.000 soldados, disminuyendo desde entonces sus efectivos a causa, sin duda, del descenso de la población y de la escasez de dinero. En 1640 el ejército de Flandes contaba con 90.000 hombres repartidos en unidades de combate, guarniciones y presidios. Las levas forzosas, con el apoyo de las autoridades municipales, de reclutadores particulares y en ocasiones de la nobleza, sustituyeron el reclutamiento voluntario en Castilla y Aragón, pero aun así tropezaron con serios obstáculos en la década de 1640, agravándose el problema en adelante, quizás como consecuencia de un aumento de los salarios agrícolas e industriales, dada la mayor demanda de mano de obra, cuando no por la falta de otro tipo de estímulos, tales que la adquisición de honores y privilegios. En el deterioro militar hay que contabilizar también la deserción de la nobleza, según se denuncia en un escrito anónimo de 1694: "si la asistencia de los señores y caballeros falta, ni los exercitos se hacen respetados ni las ocasiones se logran". Lo que acontece en la Península ibérica, salvo tal vez en Galicia, gracias al crecimiento demográfico que experimenta, se reproduce en Nápoles, de donde procedía el grueso de los soldados de los tercios de Flandes, ya que aquí la epidemia de peste de 1656 resultó especialmente dramática. Con la Paz de los Pirineos y el fin de las hostilidades con Francia -no así con Portugal, que se recrudecieron desde entonces- los efectivos militares, al menos en el ejército de Flandes, se recortaron de forma drástica, manteniéndose en el reinado de Carlos II muy por debajo de las necesidades defensivas, como así se comprobó en las ocasiones en que Luis XIV invadió los Países Bajos. Y lo mismo sucedió con el ejército de Milán, ya que si en 1630 estaba formado por 40.000 hombres, en 1660 no sumaba más de 10.000 soldados, quedando reducido en 1690 a un pequeño contingente. El ejército que operaba en el frente catalán durante la guerra hispano-francesa de 1635-1652 estaba integrado por 20.000 soldados hacia 1640, pero la epidemia de 1647-1652 repercutió negativamente en la recluta al afectar a Valencia y Andalucía, zonas que proporcionaban el grueso de las tropas. Con todo, durante las guerras de 1672-1678, 1683-1684 y 1688-1697 contra Francia el ejército de Cataluña alcanzó en ocasiones los 26.000 hombres, aunque normalmente esta cifra fue inferior. Igual fenómeno puede observarse en la marina. Hacia 1638 Felipe IV informaba al Consejo de Castilla que el poder naval de la Monarquía nunca había sido mayor, pero un año después se había derrumbado, ya que la Armada no pudo reponerse del desastre de las Dunas, lo cual, además, tuvo enormes consecuencias, así en los asuntos de los Países Bajos y en la recuperación de Portugal -fue imposible coordinar una ofensiva por mar y tierra como en tiempos de Felipe II-, como en la defensa de la Flota y los Galeones procedentes de América. En este sentido resulta harto elocuente -y paradójico, sin duda- el hecho de que a partir de 1648 la marina holandesa tuviese que proteger la ruta transoceánica del comercio hispano e incluso la navegación en el Mediterráneo occidental, donde las galeras de España, antes numerosas y temidas, habían quedado reducidas a un pequeño puñado de naves a raíz del enfrentamiento con la armada francesa en 1643 ante el puerto de Cartagena.
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Hace pocos años, Julius Posener, en la mejor tradición de la historiografía del Movimiento Moderno, señalaba que "la historia del Werkbund marca la vía maestra sobre la que ha avanzado la nueva arquitectura". Según esta interpretación, el comienzo verdaderamente decisivo y renovador de la arquitectura contemporánea pasaba por la relación entre arte y técnica, entre arquitectura e industria. Temas constructivos aportados por la utilización de los nuevos materiales, la producción masiva de objetos, la edificación de viviendas, la normalización de las técnicas, la estandarización de los procedimientos y objetos habrían de conducir a una nueva orientación formal, compositiva, espacial y de los lenguajes de la arquitectura, y también de la ciudad y de la vida cotidiana. El Werkbund, organización de industriales, artistas y arquitectos, constituiría la vía regia de la nueva arquitectura. Los antecedentes de William Morris y las Arts and Crafts son evidentes en un primer momento, con lo que la tesis de Pevsner, de "Morris a Gropius", sobre el origen del Movimiento Moderno serían confirmadas.Y no cabe duda de que este fenómeno histórico sirvió para proponer algunas de las convicciones fundamentales del racionalismo funcionalista de la arquitectura contemporánea y debe, evidentemente, constituir el inicio de otra de las posibles historias del siglo XX, y no la menos importante. Sin embargo, también debe tenerse en cuenta que el Werkbund gozó del privilegio de la polémica, del debate, de las contradicciones. Es más, en los primeros años del siglo se señalaba que era una "asociación de íntimos enemigos", en la que convivían artistas como Henry van de Velde o Bruno Taut, tradicionalistas y artesanos como H. Tessenow y partidarios de la tipificación de la forma, de los objetos, de la arquitectura, como H. Muthesius, P. Behrens o W. Gropius.El Werkbund también presenció el conflicto entre el expresionismo y el racionalismo, anticipando y coincidiendo así con la misma Bauhaus. Para explicar las contradicciones de este proceso y garantizar la continuidad entre ambos fenómenos, uno de los historiadores pioneros del Movimiento Moderno, Adolf Behne, resumía así la situación, definiendo consignas para la práctica de la arquitectura, en su "Der Moderne Werkbau" (1926): "La objetividad es la fantasía que trabaja con exactitud", aunque también, supo advertir en la misma obra, que dudaba de que fueran "las formas mecánicas cuadrangulares las más funcionales desde un punto de vista social". Los grandes mitos del Movimiento Moderno aparecen aquí brillantemente sintetizados y contemplados con cautela, tan sólo unos años antes de que se codificase como inevitable el Estilo Internacional. Estilo en el que, sin duda, el Werkbund jugó un papel fundamental.Hacer racionalmente funcionales tanto la forma como la vida parecía ser el objetivo del Deutscher Werkbund en el momento de su fundación en 1907. Hans Poelzig (1869-1936), uno de los arquitectos más importantes y complejos del Movimiento Moderno, había resumido un año antes las necesidades y exigencias, que acabaría asumiendo el Werkbund, de una nueva época: "Hemos buscado también con demasiada frecuencia la forma de salvar el contenido emocional de épocas pasadas, sin pensar primero qué suerte de utilidad podría tener para nosotros". Atender a los problemas derivados de la demanda de viviendas, organizar la producción de la industria alemana, dotar de calidad formal a los objetos producidos industrialmente eran los objetivos prioritarios de esta asociación de empresarios y artistas. Una asociación avalada por intelectuales como Karl Scheffler, August Endell, Werner Sombart o Georg Simmel, interesados en la construcción y comportamientos generados por la metrópoli moderna, y por empresarios como Friedrich Naumann o Walter Ratheanu, hijo del fundador de la AEG.Desde sus orígenes, en 1907, el Werkbund representó esa doble historia, que acompañó toda la aventura del Movimiento Moderno, y que puede resumirse en la relación dialéctica entre tendencias expresionistas e irracionales y el racionalismo funcionalista. Relación dialéctica que no sólo afecta a diferentes arquitectos, sino que coincide en algunas individualidades, porque, como puso en evidencia el Congreso del Werkbund de 1914, coincidiendo con la Exposición de Colonia, el debate entre Muthesius y Van de Velde, tradicionalmente entendido como el enfrentamiento entre tipificación e individualidad creadora, lo que esconde en realidad es la polémica entre una arquitectura directamente productiva, comprometida con la industria capitalista, y otra que, aun reconociendo su función social, no quiere perder su especificidad en la racionalización productiva que el desarrollo tecnológico e industrial exige.Cuando el Werkbund se funda, arquitectos como Poelzig o Max Berg están elaborando una síntesis entre valores expresivos de los nuevos materiales y una aspiración a lo monumental que pone en evidencia las ventajas de las nuevas técnicas de construcción. Un canto a lo moderno y una nueva idea del espacio y del monumento, que acompañará, durante los primeros años, la construcción de la vanguardia arquitectónica, tanto expresionista como racionalista y funcionalista. Muthesius, cuya defensa de la tipificación del diseño no siempre fue bien entendida por sus compañeros del Werkbund, creía cerrar, con esa propuesta de estandarización de los objetos artísticos, de los cotidianos a la arquitectura, las utopías abiertas por la tradición inglesa de las Arts and Crafts.En 1907 también se produce un acontecimiento decisivo en la trayectoria del Werkbund. Peter Behrens (1868-1940) es llamado por Rathenau para diseñar todos los productos de la AEG, desde los edificios a los carteles publicitarios. El compromiso teorizado por H. Muthesius sobre el compromiso entre arte y técnica parece definitivamente confirmado. Pero por el Werkbund pasaron muchos de los más importantes arquitectos del Movimiento Moderno y no todos se enfrentaron con la misma convicción que Muthesius o Behrens a la idea de tipificación del diseño y de la forma, del lenguaje y de la construcción. Es más, en el congreso que celebró el Werkbund en 1911, Muthesius pareció darse cuenta del excesivo reduccionismo que parecía desprenderse de algunas de las propuestas más firmemente defendidas en los años inmediatamente anteriores y planteó una parcial revisión de esos supuestos señalando que "mucho más elevado que lo material es lo espiritual; mucho más alto que la función, el material y la técnica, se yergue la forma. Estos tres aspectos materiales pueden estar impecablemente resueltos, pero si no lo estuviera la forma viviríamos todavía en un mundo embrutecido. Así pues, nos espera una tarea mucho más importante y más grande: despertar una vez más la comprensión de la forma y producir el renacimiento de la sensibilidad arquitectónica". En esa afirmación queda sintetizada, además, la posición de Behrens cuando aspira a hacer coincidir tipificación y nuevo clasicismo. De hecho, en algunos de sus edificios berlineses, como en la Fábrica de Turbinas de la AEG (1909), en la Fábrica de pequeños motores y oficinas de la AEG (1910-1911) o en la Villa Theodor Wiegand (1911), el lenguaje clásico aparece tratado en diferentes versiones: en la primera, como alusión a un templo, con pilastras y frontón; en la segunda., la fachada es organizada con monumentales pilastras convertidas casi en un orden gigante, casi como la de un palacio. Es decir, dos fábricas son tratadas con un sentido clasicista, con la memoria de la arquitectura civil, con la memoria de la arquitectura. En la relación entre arquitectura y técnica el acento es, de nuevo, puesto en la arquitectura. En la Villa Wiegand, en la que no debía dar forma a actividades industriales ni productivas, el neoclasicismo de la composición y del lenguaje arquitectónico parece estar legitimado por la profesión del propietario: la arqueología. Se trata de una relación con el clasicismo que mantuvieron otros arquitectos vinculados al Werkbund y especialmente Heinrich Tessenow, que operó una reducción sobre los signos manipulados por Behrens, haciéndolos casi abstractos, vacíos, lógicos, racionales. A la vez, otros arquitectos mantenían vínculos expresivos y monumentales con el Art Nouveau. Un momento verdaderamente excepcional en la actividad del Werkbund y enormemente clarificador para entender la complejidad de la construcción del Movimiento Moderno, lo constituyó el Congreso celebrado en Colonia, acompañado de una serie de edificios que han pasado a formar parte de los orígenes mismos de la arquitectura contemporánea. En el Congreso de Colonia se enfrentaron radicalmente dos opciones, dos maneras distintas de entender la relación entre arte e industria, entre arquitectura y técnica, capitaneadas respectivamente por Muthesius y Van de Velde. El primero señalaba que "un signo característico propio de las artes arquitectónicas debería ser esta tendencia a lo típico... La tipificación rechaza todo lo que es insólito, busca lo común" y, continuaba, afirmando que el destino del trabajo del Werkbund debería favorecer "una uniformidad de gusto general" porque "las particularidades individualistas confunden", para concluir que "con la internacionalidad de nuestra vida, en todo el mundo se dará una cierta semejanza de las formas arquitectónicas..".Si es cierto que el camino hacia el Estilo Internacional parecía así quedar abierto, lo es también que otros artistas y arquitectos reaccionaron críticamente. Van de Velde señaló que mientras existieran artistas en el Werkbund se opondrían a la tipificación; August Endell profetizaba que la asociación sólo sobreviviría mientras se tuviera la intención de hacer arte, de producir belleza. Una alternativa simbólica la propuso Bruno Taut, luego protagonista de la arquitectura expresionista y ya en esos años abanderado de la arquitectura de cristal, indicando que la solución podría estar en una suerte de dictadura artística, de tal modo que los mejores artistas, que para él eran Poelzig y Van de Velde, hablaran en primer lugar, siguiéndoles después el resto.El debate, como puede verse, no era de poca importancia, sobre todo en relación al papel que el arte y el artista debían cumplir en la sociedad industrial, en la metrópoli. Los edificios que con motivo del congreso se construyeron en Colonia resumían ejemplarmente las diferentes posturas. Edificios que oscilaban entre el compromiso por incorporar a la disciplina de la arquitectura la estética de la máquina y mantener viva la libertad del artista. Walter Gropius y Adolf Meyer construyeron una Fábrica Modelo y, aunque el tipo parecía resolver muchas contradicciones, introdujeron un lema inseguro en la entrada a las oficinas: "La materia está en espera de la forma", lo que lejos de significar que la forma siga a la función, parece estar pendiente de otras decisiones autónomas y disciplinares. Van de Velde realizó el Teatro del Werkbund, insistiendo en sus convicciones modernistas, un edificio casi autobiográfico. Bruno Taut fue el responsable del Pabellón del Vidrio, metáfora de la arquitectura de cristal, anticipación de la arquitectura expresionista, de la Catedral de Cristal que serviría también de portada al manifiesto fundacional de la Bauhaus en 1919. Sin embargo, la historia del racionalismo funcionalista del Movimiento Moderno quedaba inaugurada, aunque no sin polémica. Walter Gropius lo había anticipado en 1910: "no es en la acentuación de la individualidad, sino en la integración, en el ritmo de la repetición, en la unidad de las formas que, una vez que se han reconocido como buenas, se van repitiendo continuamente, donde se puede esperar un acuerdo en el buen sentido", casi como normas y reglas de un nuevo estilo.
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Uno de los grandes del simbolismo suizo es Ferdinan Hodler. En sus obras se combinan el realismo y la estilización con un entorno aespacial semiabstracto. Pintor de figuras aisladas, recortadas sobre paisajes, superficies vacías con escasas personas, influido por Puvis de Chavannes. Todo ello sometido a una fuerte e inquietante simplificación. Aislamiento es lo que él sentía en su entorno. Para elevarse sobre la vulgaridad no le sirvió la incursión en el impresionismo sino las técnicas medievales, especialmente de Holbein, contrastando formas tridimensionales sobre un fondo plano.Los cuerpos, sometidos a un ritmo monótono, cubren decorativamente el espacio: figuras repetidas, unificadas por sus vestidos; sólo el rostro está tratado con gran realismo, lo que provoca una extraña tensión. Sus paisajes ganan en intensidad cuando aquellas acaban por desaparecer. La naturaleza suiza se nos presenta sobria, en bandas de colores, logrando una mirada moderna en la que los recursos plásticos se liberan de la visión directa de la realidad y consiguen una expresividad autónoma, a menudo próxima a una incipiente abstracción.Como en Munch, las figuras estarán en ocasiones dispuestas en torno a ejes centrales. Medios pictóricos para buscar verdades intemporales. Se trataba de emblematizar la imagen y hacer de ella un símbolo cercano a lo universal y primitivo, capaz de penetrar en los misterios recónditos del hombre y de la naturaleza; emblemas congelados de la verdad cósmica. Como harán Gauguin y Van Gogh, creará unas formulaciones de validez universal, partiendo de la vivencia personal y subjetiva como observamos en La noche (1890) o El día, la obra que aquí contemplamos.
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A su llegada a Roma en 1570 El Greco inició un intenso contacto con el círculo del cardenal Alejandro Farnesio gracias a su estrecha relación con Giulio Clovio. Desconocemos cuáles fueron las razones argumentadas por Doménikos para abandonar Venecia, quizá el deseo de continuar su formación o la necesidad de iniciarse como artista independiente. En la Ciudad Eterna estableció una paradójica relación con la pintura de Miguel Ángel ya que realizó algunos dibujos de la Capilla Sixtina, como éste que contemplamos, e introdujo sus figuras en numerosas composiciones, dejando ver la importancia del pintor florentino en su formación. Sin embargo, parece que el concepto que tenía El Greco de la pintura miguelangelesca no era del todo favorable según nos indican las fuentes contemporáneas. Giulio Mancini nos dejó una biografía donde afirma que despreció las pinturas del Juicio Final, considerándose lo suficientemente bueno para realizar una obra de calidad superior a la original; este comentario provocaría, según Mancini, su marcha a España. Pacheco, el suegro de Velázquez, que coincidió con Doménikos en Toledo durante el año 1611, se sintió admirado al "oírle hablar con tan poco aprecio de Miguel Ángel (...) diciendo que era un buen hombre y que no supo pintar". Formado en Venecia, la patria de la luz y el color, El Greco consideró que el estilo dibujista de Miguel Ángel sería interesante en algunos momentos pero que el verdadero valor de la pintura residía en conceptos cromáticos y lumínicos. Para afianzarse en el dominio de la anatomía humana, Doménikos eligió esta sensacional figura de El Día donde exhibe su admiración por el volumen y la fuerza de las figuras monumentales y escultóricas de Buonarroti.
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El plan general de invasión de Montgomery preveía asaltar las playas situadas entre los ríos Orne y Vire y ocupar una franja de terreno que incluyera, en una segunda fase, el puerto de Cherburgo y el nudo de carreteras de Caen. El I Ejército norteamericano, a cargo de Bradley, desembarcaría al oeste en las playas que habían recibido el nombre de Utah y Omaha, operaciones dirigidas por Collins y Gerow, respectivamente. El II Ejército británico, mandado por Dempsey, desembarcaría al este, en la playa denominada Gold, operación dirigida por Bucknall. Al mismo tiempo, las dos playas restantes, Juno y Sword, serían asaltadas por los hombres de Crocker. En total, las 5 divisiones de desembarco integraban unos 50.000 hombres. La costa, defendida por cinco grandes grupos de baterías alemanas, se hallaba escasamente guarnecida por 4 divisiones de infantería, una Panzer y varios regimientos, todos ellos a las órdenes del 7? Ejército de Dollman y el 15 de Salmuth. Fijado el 5 de junio como inicio del desembarco aliado, finalmente el mal tiempo obligó a retrasarlo para el día siguiente. Entre las 4 y las 6 de la madrugada fue partiendo la flota de invasión desde el sur de Inglaterra. Mientras buques de todo tipo iban acercándose a la costa, los dragaminas despejaban las vías de acceso y globos remolcados y miles de láminas metálicas lanzadas sobre el mar despistaban a los radares alemanes. Interceptados los radares de Cherburgo y El Havre, se hizo creer una vez más a los alemanes que la flota se dirigía hacia Calais. Oleadas de aviones y barcos machacaban las defensas de artillería costera alemana. La primera oleada de la invasión consistió en el lanzamiento 3 divisiones aerotransportadas. A las 00,20 horas del 6 de junio tocaban tierra los planeadores y paracaidistas británicos y canadienses cerca de Benouville, con la misión, los primeros, de destruir los puentes del Orne y despejar la zona de Ranville, y los segundos, con la de acabar con los puentes del Dives y las baterías de Merville. Tomados los alemanes por sorpresa, por la mañana emprendía la retirada. Por su parte, la 82 y la 101 división aerotransportada norteamericana descendían cerca de Sainte-Mère-Eglise, aunque de forma demasiado dispersa y confusa, sufriendo numerosas bajas. A pesar de la resistencia alemana, ambas divisiones mantuvieron sus posiciones, facilitando el desembarco en la cercana playa Utah. En sólo dos horas, gracias a una reacción alemana prácticamente nula, se había asentado la cabeza de puente en la playa, con apenas 12 muertos, y se comenzaba a avanzar hacia el interior.