Si Pierre de Fredi, barón de Coubertin, levantase la cabeza, sería para sujetarla entre sus manos de asombro. El renovador del espíritu olímpico moderno concibió una reedición de la Olimpiada griega como la fiesta de la paz, la amistad y la comunicación entre los pueblos, sustentada en una independencia absoluta de la política y la perpetuidad del deporte aficionado. La política se deja ver con insistencia en el palco de los estadios, y el amateurismo se ha convertido en una forma más de ganar mucho dinero.En la primera mitad del siglo XX varios campeones olímpicos fueron desposeídos de sus medallas e inhabilitados para participar en sucesivos Juegos por haber percibido remuneraciones económicas que se consideraron excesivas. Era un intento vano por mantener a los deportistas olímpicos lejos del dinero. Hoy, nadie se atrevería a quitar sus ocho medallas de oro a Carl Lewis por haber cobrado por ello. Los tiempos han cambiado. El deporte es un fabuloso espectáculo de masas, una fiesta esperada por muchas personas, de la que dependen también muchas personas. Es un gran negocio, una ingente industria que genera dinero más allá del terreno de juego. Algunos estudios norteamericanos valoran el volumen de negocio anual que representa el deporte en 150.000 millones de dólares (unos 20 billones de pesetas). El presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, reconoce esa dependencia del deporte moderno: "La amenaza mercantilista a las Olimpiadas no procede de los atletas, tanto si reciben 10 dólares como 50.000 durante su carrera deportiva regular. El peligro está en que las federaciones deportivas pierdan independencia ante las televisiones, los promotores y los agentes". En efecto, del deporte dependen, por ejemplo, empresas de material y equipamiento deportivo, de comunicación, constructoras, agencias de publicidad y otras muchas áreas que de forma directa o indirecta están vinculadas al deporte. De un gol o un record dependen las ilusiones de muchos millones de personas, y el acierto de un árbitro puede justificar una campaña de publicidad. Los artistas del deporte, los ídolos, se han convertido en hombres-anuncio que generan pingües beneficios. Hoy, el deportista puede vivir, y muy bien, de su privilegiada forma física. Pocos son los que abandonan su especialidad a los treinta años para sacar adelante a su familia. Se eternizan en el vestuario exprimiendo su talento. Algunos ganan tanto dinero que se permiten protagonizar episodios insólitos. El norteamericano Michael Jordan, por ejemplo, abandonó la NBA, la liga profesional de baloncesto, en 1993, cuando sólo tenía treinta años. Para unos era el mejor jugador de la historia. Sumido en una depresión desde el asesinato de su padre, renunció a las posibilidades de engordar su cuenta corriente y su vanidad: encabezaba, por segundo año consecutivo, el ranking que la revista norteamericana Forbes elabora anualmente sobre las ganancias de los deportistas de elite: en su último año profesional, se embolsó 5.040 millones de pesetas, 4.480 de ellos procedentes de la publicidad. Después, mató su insaciable vocación deportiva en los Medias Blancas de Chicago, un equipo de béisbol profesional que lo mantuvo de suplente, hasta que regresó de nuevo a la NBA. La mercantilización del deporte de masas ha cambiado muchas cosas también en el deporte aficionado, no sólo en disciplinas superprofesionalizadas como la NBA. El atletismo, máxima expresión de la lucha del hombre contra los elementos naturales (correr, saltar y lanzar son una constante en la historia humana), dista mucho de ser lo que fue en tiempos de la Grecia clásica. El nuevo concepto del deporte ha hecho a Carl Lewis, el mejor atleta de todos los tiempos y el más profesional de los atletas aficionados, ganar nada menos que 420.000 pesetas por zancada. Los organizadores de una carrera que le enfrentó en la prueba de los 100 metros lisos a su máximo rival, el británico Linford Christie, en julio de 1993 en Gateshead (Inglaterra), ofrecieron bolsas de 21 millones por barba. No es mucho. En Yakarta (Indonesia), una carrera urbana de 10 kilómetros premia con 70 millones de pesetas el record del mundo de la distancia. Pero ambos ejemplos no son los únicos que ruborizarían al barón de Coubertin por la profesionalización del amateurismo, término importado que define -o trata de definir con dudoso éxito- el deporte aficionado, sobre todo el olímpico. Incluso en países más austeros como los del extinto Telón de Acero, se empieza a sacar partido del sudor, más allá de las medallas. El hombre que más salta ayudado de una pértiga, el ucraniano Sergei Bubka, dosifica sus records mundiales para obtener su jugo, centímetro a centímetro: cada vez que lo consigue, y lleva más de 30 desde 1985, su bolsillo engorda al menos en cinco millones de pesetas. En otros deportes genuinamente olímpicos y en teoría aficionados, como la natación, la evolución de esa hegemonía del pecunio sobre el podio es más lenta, pero también se impone. Los norteamericanos Matt Biondi y Tom Jager han cambiado a base de plantes el concepto estrictamente deportivo de la competición. Primero consiguieron incluir la prueba de los 50 metros libres en el programa olímpico, en la que ambos eran especialistas. Luego idearon el fijo económico de salida, que ya existía en otros deportes. El nadador profesional entrena al menos seis horas diarias -tres veces más que el futbolista más sacrificado-, nunca nada menos de 10.000 metros cada día, y eso, dicen, hay que pagarlo. Ambos encabezan el ranking de caché que exigen sus representantes por participar en encuentros amistosos. Se les contrata, como al atleta Carl Lewis, como al cantante Frank Sinatra, para dar espectáculo, y su presencia es garantía de fuertes ingresos en taquilla para el organizador. El dinero ya no es, por tanto, exclusivo del fútbol, aunque en esto también sigue siendo el deporte rey. Diego Armando Maradona, para muchos el mayor virtuoso del balón de la historia, cobró casi 600 millones de pesetas en su última temporada en activo, en el Sevilla. Los dirigentes del club andaluz reconocen que la operación, con ser costosa, les reportó beneficios: la sola presencia del astro argentino se tradujo en llenos en el estadio domingo tras domingo. Y las televisiones preferían en ocasiones retransmitir cualquier encuentro de la jornada. En concepto de fichajes, en cambio, el de Maradona por el Barcelona hace doce años, no es hoy más que una reliquia estadística. Los 800 millones, de los de 1982, que pagó el club catalán por el entonces emergente Pelusa, resultan hoy irrisorios frente a los 4.000 que pagó el Milan del magnate italiano Silvio Berlusconi en 1992 por el futbolista turinés Gianluigi Lentini. O los cerca de 10.000 que pagó el Real Madrid por Luis Figo. Dinero llama a dinero. No hay partidos amistosos, ni exhibiciones benéficas, ni intentos de batir records por amor al arte. Esa espiral económica ha afectado al estado de salud del deporte y a su espíritu fundacional. La importancia del dinero para los clubs de fútbol y baloncesto ha obligado a las autoridades deportivas españolas a redactar una ley que convierte los clubs deportivos profesionales en sociedades anónimas (SA), para que los propios directivos y empresarios representados en su consejo de administración respondan con su patrimonio de la deuda creciente de ambos deportes. En el caso del fútbol, el 30 de junio de 1992, cuando expiraba el plazo de conversión en SA, el fútbol español tenía un pasivo de 30.000 millones de pesetas. La contratación de jugadores extranjeros superpagados, la costosa construcción de instalaciones deportivas, la gestión basada en criterios del deporte aficionado, y los escasos ingresos de taquilla, llevaron a muchos clubs al borde de la desaparición. La financiación del fútbol procede de las taquillas, los derechos de televisión y el patrocinio comercial de empresas privadas. Una pequeña aportación de la popular quiniela redondea el presupuesto de los clubs. No siempre es suficiente. En baloncesto, el problema ha sido en algunos casos más acuciante. La americanización de las normas, en una presunta búsqueda del espectáculo, ha permitido contratar más jugadores extranjeros -comunitarios o no-, y la disputa de una liga más igualada ha incrementado la emoción en países como Grecia, Italia, Turquía y España. En este país, grandes clubs como el Real Madrid y el Barcelona, con secciones dentro del club matriz de fútbol, han homologado los sueldos de los jugadores de ambos deportes, y a sus directivos no les salen las cuentas: el mejor aforo concentra a 12.000 espectadores. El incremento del presupuesto destinado a este deporte ha permitido a los clubs contratar también a entrenadores de prestigio, americanos y europeos. La fórmula casi siempre da sus frutos. Gracias al dinero, España también consiguió preparar con garantías los Juegos de Barcelona, en el quinquenio previo a 1992. La presencia de técnicos yugoslavos, rusos, lituanos, cubanos, húngaros, chinos, para deportes minoritarios que tenían poca opción en la gran cita olímpica, ayudó a conseguir las 22 medallas de los deportistas españoles. Tiro con arco, boxeo, piragüismo, waterpolo, judo... contaron con presencia extranjera en el banquillo y con instalaciones apropiadas. Un total de 12.000 millones de pesetas destinó el programa ADO (Asociación de Deportes Olímpicos) en la financiación de la preparación de los deportistas españoles para los Juegos de 1992: un peculiar sistema de mecenazgo atribuyó cada especialidad a una empresa, que se ocupó de su respaldo económico. La cita olímpica española era un reclamo interesante para la firma, y la repercusión se traducía en la cuenta de resultados.El deporte aficionado que preconizaba el aristócrata Coubertin no conserva, por tanto, sus principios inmaculados. Su importancia publicitaria no sólo es aprovechada por las firmas comerciales. Muchos políticos también han adivinado a lo largo del siglo XX el suculento beneficio que podía representar para su carisma la utilización de grandes acontecimientos deportivos con fines más o menos perversos. Silvio Berlusconi ha utilizado el equipo de fútbol del Milan para presentarse a las elecciones italianas. Jesús Gil, presidente del Atlético de Madrid, nunca ha negado que la popularidad de su cargo lo catapultó a la alcaldía de Marbella (Málaga). El interés no es nuevo. Desde su origen en Grecia, los Juegos de la antigüedad trataron de discernir entre deporte y política: una "tregua de los dioses" prohibía atacar a la ciudad-estado que organizaba los juegos. Así se preservaba la inviolabilidad de la sede y su aislamiento de todo interés bélico y político.Pero el interés propagandístico, la condición de escaparate que siempre ha acompañado a cada edición de los Juegos ha activado la codicia de los especuladores. Un ejemplo cercano en la historia es Adolf Hitler, que pretendió utilizar los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, como aldabonazo de la raza aria. Un atleta negro norteamericano, Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro sobre pistas de ceniza, echó tierra al intento del Führer de llenar los podios de rubios alemanes. Hay múltiples vertientes de esa acepción. En España, el régimen de Franco aprovechó goles como el de Marcelino a Rusia, en 1964, o el de Zarra a Inglaterra, en 1950, para exaltar la furia española y el concepto de patria. La victoria de Paquito Fernández Ochoa en los Juegos Olímpicos de Sapporo, en 1972 tan inesperada como fructífera para el régimen, representó el mejor "slogan" sobre el esquí para las autoridades deportivas españolas. Las dictaduras no desestiman la oportunidad que representa un acontecimiento deportivo para consolidar su legitimidad. El gobierno del general Jorge Rafael Videla se apropió del éxito de la selección argentina de fútbol de Mario Kempes, con tanto entusiasmo como en la calle los aficionados aprovecharon el trasfondo social de la victoria. El objetivo de ambas celebraciones era bien distinto. Fidel Castro, el presidente de Cuba, aprovecha los éxitos del atleta Javier Sotomayor, "recordman" de salto de altura, y de sus jugadores y jugadoras de voleibol y baloncesto, embajadores principales del deporte cubano en el mundo, para diluir las penurias económicas que atraviesa la isla caribeña, entre el embargo exterior y el aislamiento interior. El fenómeno no escapa a los regímenes democráticos. Con el gobierno socialista ya maduro, en 1986, en la repetición de los goles de Butragueño contra Dinamarca en el mundial de México apareció, sobreimpresionado de forma casual en Televisión Española, el puño y la rosa del logotipo del partido, lo que algunos interpretaron como manipulación propagandística. Es el fútbol un fenómeno goloso que trasciende el pitido del árbitro. En 1969, un partido entre Honduras y El Salvador por la clasificación para el Mundial de México 70 suscitó incluso un conflicto bélico: ganó El Salvador, y los hondureños invadieron el país vecino. La guerra duró una semana, gracias a la intervención de la Organización de Estados Americanos.Cuanto más importante es el acontecimiento, mayor es la posibilidad de altercado, por los intereses políticos y comerciales que giran en torno al deporte. Los trabajadores en huelga interrumpen la Vuelta Ciclista a España; simpatizantes de ETA irrumpen en espectáculos deportivos; las giras del equipo surafricano de rugby fueron seguidas por manifestantes que oponían al régimen de "apartheid" (de segregación racial) impuesto en su país. El deporte es un buen escaparate para algunos objetivos: en los años de la transición española, entre 1975 y 1982, hubo dos amenazas de bomba en partidos de baloncesto celebrados en Vitoria, y dos atentados, en Valencia y Tolosa, en partidos de fútbol. El ritmo ha decrecido con los años, aunque aún en 1993 se desactivó un coche-bomba de ETA en las proximidades del estadio Vicente Calderón, del Atlético de Madrid. Pero a veces el deporte consigue lo que no logran los votos. Más allá del Telón de Acero, desde la Segunda Guerra Mundial no sólo ha sido una forma de legitimar gobiernos más o menos totalitarios. También fue un instrumento de ascenso social. Para las mujeres, casi el único. Para una joven de Chescoslovaquia o la URSS, el deporte era una forma de vida, una dedicación exclusiva que perseguía el éxito, a veces a cualquier precio. Muchos atletas preferían ingerir sustancias prohibidas para mejorar sus marcas con tal de conseguir un apartamento. Todavía continúa hoy el goteo de casos de "dopaje", hasta hace poco sólo sospecha, promovido por entrenadores de postín de campeones olímpicos o mundiales, en las extintas RDA o la URSS. Los dirigentes comunistas vieron en el deporte una forma más de triunfo sobre Occidente. El bloque del Este no entró a formar parte en los Juegos Olímpicos hasta los de 1952, en plena guerra fría. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en la URSS se consideraba a los Juegos Olímpicos como un acontecimiento burgués, que era preciso humillar. En 1952, la URSS perdió con Yugoslavia en el campeonato de fútbol de los Juegos, lo que llevó a Stalin a pedir explicaciones a Tito. La URSS acabó con el mismo número de medallas que Estados Unidos, y la ceremonia de celebración para el equipo soviético fue cancelada. Muchos años después algunos miembros del equipo olímpico de 1952 no habían recibido su medalla. El poder del deporte lo ha convertido incluso en la única forma de acercamiento entre los dos bloques en varias etapas del siglo XX. Pero también de distanciamiento. Dos de los episodios más tristes en la historia del olimpismo son recientes: los boicots de Moscú 80 y Los Angeles 84 entre las superpotencias y sus aliados. En Moscú no estuvo la delegación de Estados Unidos, que pretendía obtener una respuesta política a la invasión de Afganistán por los soviéticos. El asunto encerraba también uno de los más estrepitosos síntomas de ignorancia de la clase política sobre el deporte. A comienzos de 1980, apenas seis meses antes del comienzo de los Juegos, el presidente norteamericano James Carter, y la primera ministra británica Margaret Thatcher, sugirieron cambiar de sede la organización olímpica, que en esa edición tenía a 10.000 atletas de 160 países inscritos. Hay quien insinúa que Estados Unidos y Gran Bretaña no se echaron atrás en su decisión de boicot por no admitir lo descabellado de su proposición. Cuatro años después, en Los Angeles, no estuvieron la URSS y sus países aliados, aduciendo razones de seguridad, aunque el trasfondo era propagandístico: la revancha política de la edición precedente. El boicot es una figura tristemente frecuente en la historia próxima. Nadie ha hecho boicot al movimiento olímpico o sus fundamentos, pero son varias las renuncias por motivos políticos. El país o grupo de países que no comparece pretende poner de manifiesto las contradicciones del país anfitrión con el ideal olímpico de paz y convivencia que se presupone al acontecimiento. Así tratan de contrarrestar el impagable componente propagandístico que revierte en el organizador. España, el Gobierno de la República, decidió no acudir a los Juegos nazis de Berlín, en 1936. Y tampoco a los de Melbourne, en 1956 (junto con Suiza y Holanda), por la invasión soviética de Hungría. Egipto, Irak y Líbano, en cambio, no fueron en protesta por la ocupación del canal de Suez. Indonesia y Corea del Norte se retiraron en Tokio 64 porque China fue invitada a competir en Yakarta. Y Corea del Norte y Cuba, reductos comunistas en el planeta, no desfilaron en Seúl 88. Hay otras versiones de renuncias, de las que también existen ejemplos. El boicot racial ha sido el único prejuicio estatal que ha llevado al Comité Olímpico Internacional a excluir de unos Juegos a un país. Sudáfrica ha estado excluida de la mayor fiesta del deporte por practicar el "apartheid". Los desagravios raciales también motivaron el boicot que los partidos africanos, árabes y del Caribe hicieron a los juegos de Montreal, en 1976, en protesta por la participación de un equipo de rugby de Nueva Zelanda en Sudáfrica. Aunque el rugby no es deporte olímpico, los países negros protestaban porque el país oceánico no fue excluido de los Juegos.
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Descubierto en el fondo de la ría del Odiel en 1923, es uno de los hallazgos más espectaculares de la metalurgia atlántica del Bronce Final. Estaba formado por más de 400 piezas de las cuales casi la tercera parte se conservaba completa, siendo muy abundantes las armas - espadas de lengua de carpa, puntas de lanza, de flecha, puñales - y también objetos de adorno como fíbulas, broches de cinturón, botones y torques, todo ello fabricado con una aleación muy homogénea. La variedad de objetos que componían el depósito y el hecho de que fueran piezas usadas hizo pensar que se trataba del cargamento de un barco hundido que los transportaría a uno de los talleres atlánticos donde sería destinado a la refundición. Sin embargo, la homogeneidad de las aleaciones y de los tipos de piezas que lo componen hace que se rechace actualmente esta interpretación, porque un detallado estudio de los lugares de aparición de armas similares a las de Huelva, en la Península, demuestra cómo éstas eran arrojadas a las aguas en lugares estratégicos o enterradas junto a vados y lugares de obligado paso, como ofrenda votiva, funeraria o no, de armas a las aguas. Estos hechos coinciden con un periodo del que no se han hallado las necrópolis, lo cual permite pensar en la existencia de un ritual funerario con la deposición del cadáver y de las ofrendas en el agua.
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Los asirios continuaron una tradición legislativa ya comenzada por sumerios y babilonios que nos ha dejado, no obstante, una menor cantidad de material jurídico y legislativo. Los más antiguos textos legales son un conjunto de tablillas pertenecientes a las colonias asirias de Capadocia, y que incluyen contratos, cartas y disposiciones). También conocemos algunas actuaciones ejecutivas y judiciales del karum de Kanish, cuyo comité o consejo central (pukhrum) era el entendido en velar por la buena marcha de la colonia (procesos contra comerciantes-contrabandistas que eludían el pago de tasas en ruta o que comerciaban con mercancías prohibidas o restringidas). Del Imperio medio se conservan numerosas actas jurídicas (actas de compraventa o duppu dannatu y actas de donación o zitti ekalli), así como las denominadas, aunque impropiamente, Leyes asirias, localizadas en Assur e inscritas en catorce tablillas muy fragmentadas. Las mismas, que datan de finales del siglo XII, fueron compiladas por Tiglath-Pileser I y reflejan un Derecho mucho más antiguo. Consisten en un conjunto de unos cien artículos, donde se regulan situaciones de Derecho penal y matrimonial, reglamentos de control y propiedad, garantías, asuntos agrarios y delitos. Lo sorprendente de estas normas, que fueron elaboradas por juristas particulares y sancionadas por el monarca con rango de ley, es la gran dureza de las penas propuestas. En el siglo XII se redactaron unas Ordenanzas palatinas, compiladas también en época de Tiglath-Pileser I, consistentes en 23 reglas, de diferentes épocas, destinadas al funcionamiento interior del palacio y del harén. Gracias a ellas, sabemos algo de la condición de las mujeres del rey, cuya vida se desenvolvía en los aposentos reales bajo la vigilancia de eunucos. De la etapa sargónida se posee abundante documentación jurídica, destacando la que han proporcionado los archivos de Nínive, Kalhu y Guzana y que nos ilustra sobre la administración de aquella época.
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Una de las mayores aportaciones del mundo romano a la Historia es el Derecho, sobreviviendo los elementos fundamentales a la sociedad que los creó. Las leyes de las XII Tablas se consideran el punto de partida del sistema legal romano. Los primeros entendidos en el Derecho serían los pontífices, siendo los consejeros de jueces y particulares. Sus comentarios serán los primeros pasos de la literatura jurídica. Este primer Derecho pontificio estaba vetado a los profanos, al mantener un carácter sacro por lo que Cneo Flavio publicará la lista de los días que se celebraban los juicios. De esta manera los sacerdotes abandonaban su monopolio y se inicia la jurisprudencia pública. La actividad legislativa será aumentada cuando las Asambleas populares, los magistrados y el Senado aumenten el número de edictos promulgados. Incluso llegaron a realizarse recopilaciones de leyes que habían sido promulgadas por los pretores (ius praetorium) o los ediles curules (ius aedilicium) conformando el ius honorarium o Derecho de los magistrados. El poder judicial reside en manos de los pretores desde el año 336 a.C. Los otros magistrados tenían un poder muy limitado en comparación con el pretor. El proceso civil se iniciaba cuando el querellante invitaba al demandado a presentarse ante el pretor. Si el demandado se negaba, el querellante podía utilizar la fuerza para llevarle a juicio. El Estado declinaba la potestad de la citación en los ciudadanos. Los jueces eran elegidos por las partes entre los inscritos en una lista que anualmente preparaba el pretor para ese efecto. Si ambas partes llegaban a un acuerdo sobre los hechos juzgados, el pretor decidía. La fórmula más antigua de proceso civil que tenemos noticia es la llamada de legis actio, declaración de un ciudadano ante el pretor de sus derechos. El pretor poseía la facultad de rechazar o dar curso a la instancia presentada por el demandante. Las causas penales eran mucho más sencillas, entre otras cosas porque los crímenes que juzgaban eran menores: incendio doloso, asesinato, destrucción de cosechas de manera intencionada. La antigua Ley del Talión será sustituida por una multa que recibe el agredido. La jurisdicción sobre las causas penales recaía en los reyes en un primer momento para pasar a los magistrados en los tiempos de la República que dejaron paso a las Asambleas populares. Si durante la época republicana el Derecho alcanzó un importante grado de desarrollo, en el Imperio tomará unas proporciones vastísimas, parejas a las dimensiones y cantidades de población que habitaban dentro de las fronteras. Las fuentes del Derecho serán las leyes dictadas por los emperadores y los decretos senatoriales. Las leyes del emperador se dividían en: edictos -disposiciones para toda la población-, mandatos -para los funcionarios-, rescriptos -disposiciones sobre temas aislados- y decretos - decisiones sobre problemas judiciales-. Entre los siglos II y III adquieren especial importancia los juristas, intérpretes del Derecho ahora laicos, entre los que destacan Gayo y Papiniano.
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Por encima del arte, la ciencia o la filosofía, sin duda el Derecho romano será una de las mayores aportaciones a la Historia cultural y política del mundo occidental, sobreviviendo los elementos fundamentales a la sociedad que los creó. Las leyes de las XII Tablas se consideran el punto de partida del sistema legal romano. Los primeros entendidos en el Derecho serían los pontífices, siendo los consejeros de jueces y particulares. Sus comentarios serán los primeros pasos de la literatura jurídica. Este primer Derecho pontificio estaba vetado a los profanos, al mantener un carácter sacro. Por esto Cneo Flavio publicará la lista de los días que se celebraban los juicios. De esta manera los sacerdotes abandonaban su monopolio y se inicia la jurisprudencia pública. La actividad legislativa será aumentada cuando las Asambleas populares, los magistrados y el Senado aumenten el número de edictos promulgados. Incluso llegaron a realizarse recopilaciones de leyes que habían sido promulgadas por los pretores (ius praetorium) o los ediles curules (ius aedilicium), conformando el ius honorarium o Derecho de los magistrados. El poder judicial reside en manos de los pretores desde el año 336 a.C. Los otros magistrados tenían un poder muy limitado en comparación con el pretor. El proceso civil se iniciaba cuando el querellante invitaba al demandado a presentarse ante el pretor. Si el demandado se negaba, el querellante podía utilizar la fuerza para llevarle a juicio. El Estado declinaba la potestad de la citación en los ciudadanos. Los jueces eran elegidos por las partes entre los inscritos en una lista que anualmente preparaba el pretor para ese efecto. Si ambas partes llegaban a un acuerdo sobre los hechos juzgados, el pretor decidía. La fórmula más antigua de proceso civil que tenemos noticia es la llamada de legis actio, declaración de un ciudadano ante el pretor de sus derechos. El pretor poseía la facultad de rechazar o dar curso a la instancia presentada por el demandante. Las causas penales eran mucho más sencillas, entre otras cosas porque los crímenes que juzgaban eran menores: incendio doloso, asesinato, destrucción de cosechas de manera intencionada. La antigua Ley del Talión será sustituida por una multa que recibe el agredido. La jurisdicción sobre las causas penales recaía en los reyes en un primer momento para pasar a los magistrados en los tiempos de la República que dejaron paso a las Asambleas populares. Si durante la época republicana el Derecho alcanzó un importante grado de desarrollo, en el Imperio tomará unas proporciones vastísimas, parejas a las dimensiones y cantidades de población que habitaban dentro de las fronteras. Las fuentes del Derecho serán las leyes dictadas por los emperadores y los decretos senatoriales. Las leyes del emperador se dividían en: edictos -disposiciones para toda la población-, mandatos -para los funcionarios-, rescriptos -disposiciones sobre temas aislados- y decretos - decisiones sobre problemas judiciales-. Entre los siglos II y III adquieren especial importancia los juristas, intérpretes del Derecho ahora laicos, entre los que destacan Gayo y Papiniano.
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En Mesopotamia existía ya desde la época sumerio-acadia una importantísima tradición legislativa, que heredarán los babilonios. Hacia el año 1790 a.C., antes de que se constituyera el Imperio babilónico, el rey Dadusha de Eshnunna elaboró el primer Código en lengua babilónica, del cual hoy conocemos 60 artículos. Muy poco después se promulgó el Código más famosos de toda la Antigüedad, el redactado por Hammurabi hacia el año 1752 a.C. Este Código, integrado 282 normas según las modernas ediciones, fue mandado tallar en numerosas estelas para ser fijadas en las principales ciudades del Imperio, una de cuyas copias es la famosa estela que hoy se conserva en el Louvre de París. El Código de Hammurabi, sin embargo, nunca llegó a ponerse en práctica. La obra se divide en tres secciones -prólogo, articulado legal y epílogo- y trata en ellas toda una amplia variedad de materias y asuntos tan diversos como la propiedad, la familia, los salarios de algunas profesiones, el castigo a los esclavos o la brujería. La infracción a la ley conlleva un castigo económico, pagadero en plata o cereal, y físico, con castigos corporales o la muerte. El principio fundamental del Código de Hammurabi es la ley del talión ("ojo por ojo, diente por diente"). Sin embargo, la aplicación de las penas no era igualitaria, sino que dependía de la condición social. Importantes eran también los edictos de justicia o misharu, privilegios reales concedidos a sus súbditos, generalmente condonaciones de deudas otorgadas por el rey con motivo de su subida al trono. El edicto más famoso fue el del rey Ammisaduqa (1646-1626 a.C.), de 22 cláusulas. En época cassita (1507-1157 a.C.) la actividad jurídica dejó una importante novedad en el campo de las transacciones inmobiliarias, principalmente en las donaciones de tierras. La propiedad de la tierra quedaba consignada en unos mojones ovoides y de pequeño tamaño llamados kudurru, que simbolizaban la propiedad del individuo y sus herederos. En ellos se grababan bajorrelieves con escenas o signos religiosos, a modo de legitimación sagrada de la propiedad.
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La ley islámica es una ley canónica denominada sharía o vía, cuya base se encuentra en el Corán y en la Sunna, contenida por los hadices. Es, por lo tanto, una ley de carácter divino transmitida expresamente a Muhammad y escrita en el libro sagrado, el Corán. Otras fuentes del derecho son el consenso o consentimiento de la comunidad musulmana (iyma) y la deducción analógica (qiyas), aunque ésta última no está admitida por ciertas escuelas ni tendencias heterodoxas. Ambas permiten extender la aplicación a otras disposiciones. El ser humano no es legislador, sino que aplica la ley de Dios, universal y perfecta. Esto provoca que todo aquel que transgrede la religión incumple a su vez la ley canónica, dando lugar a una clasificación de actos humanos en "obligatorios", bien para cada individuo (fard ayn), bien colectivamente y debiéndose cumplir por toda la sociedad (fard kifaya); "recomendables"; "permitidos" o "indiferentes"; "reprobados", sin ser castigados, pero contrarios a los principios de la ley y, por último, "prohibidos", objeto de sanción legal. Dependiendo de las escuelas existirá una interpretación u otra, sin existir una total unanimidad al respecto.
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Dispuesto a debilitar a las oligarquías a la vez que a fortalecer su posición, el Magnánimo creyó poder conseguirlo entonces uniendo más estrechamente la política de recuperación patrimonial con la de emancipación campesina. Así, mientras sus comisarios seguían realizando investigaciones e impulsando las reuniones campesinas para allegar recursos, la monarquía inició la primera fase de una política filorremensa (1448-52), cuya perspectiva final habría de ser la abolición de la servidumbre. Los campesinos, que hicieron una oferta de dinero al rey (100.000 florines), obtuvieron de éste la reglamentación de sus reuniones y organización (1448), la aceptación por parte del tribunal real de su demanda contra los señores (1449) y la suspensión de la obligación campesina de prestar homenaje servil y hacer reconocimiento de servidumbre al señor. Reunidas unas nuevas Cortes en Perpiñán-Vilafranca-Barcelona (1449-53), la presión de los estamentos y la perspectiva de obtener de ellos un subsidio de 400.000 florines, indujeron al Magnánimo a entrar en un baile de vacilaciones, rectificaciones y ratificaciones de su política agraria, que crearon gran confusión y crispación social (1452-55). Finalmente, en 1455, el monarca que, aunque necesitado de dinero no quería claudicar ante los estamentos, considerados la mayor amenaza para su autoridad, decretó la suspensión provisional de los malos usos y la remensa, en espera de que su tribunal decidiera sobre la causa incoada por los campesinos (Sentencia Interlocutoria). Se trataba de un auténtico desafío a los señores de la tierra, que se sumaba al planteado poco antes a la oligarquía barcelonesa. En efecto, en 1453, la reina María, desengañada de sus relaciones con los estamentos catalanes, disolvió las Cortes, abandonó la lugartenencia y el Principado y se estableció en Castilla. Entonces Galcerán de Requesens, que había servido al rey en Italia, fue nombrado en su lugar con la misión de continuar la política de enfrentamiento con la oligarquía. La medida más espectacular de la lugartenencia de Requesens fue la sustracción del gobierno municipal de Barcelona del control de la Biga (facción oligárquica) y su entrega a la Busca (facción popular), en 1453, lo que significó que representantes de las clases medias y populares, no sólo obtuvieran mayoría en el Consejo de Ciento y la Consellería, sino que también entraran en las Cortes, hasta entonces un coto de las aristocracias. El nuevo gobierno barcelonés, preocupado por la crisis que afectaba a la industria local y a las finanzas municipales, adoptó medidas proteccionistas y efectuó una devaluación monetaria, iniciativas políticas que perjudicaban a los grandes importadores y a los rentistas, es decir, a la oligarquía barcelonesa de la Busca. Las tensiones llegaron a tal punto que el rey creyó necesario destituir a Requesens y nombrar lugarteniente a su propio hermano, el rey Juan de Navarra (futuro Juan II de Aragón), un hombre duro, forjado en las intrigas de la política castellana de los infantes de Aragón, y cuyas medidas autoritarias ya habían encendido la guerra civil en Navarra. Se inauguraron entonces unas nuevas Cortes (Barcelona, 1454-58), presididas por Juan de Navarra, que habrían de resultar dramáticas, auténtico preludio de la guerra civil. En ellas la monarquía podría contar, por primera vez, con los síndicos barceloneses de la Busca y de una veintena de municipios rurales de realengo. Pero la oligarquía tradicional se vengó del rey con una implacable labor obstruccionista: discutió a los síndicos de la Busca y de los municipios rurales el derecho a intervenir, protestó del cambio impuesto en el gobierno de Barcelona y mostró su desacuerdo con la política agraria, en especial con la autorización de las reuniones campesinas para tratar de la abolición de las servidumbres y con el hecho de que el monarca hubiera aceptado la demanda judicial de los campesinos contra sus señores. Para los estamentos, la satisfacción de estos agravios era la condición previa para la concesión de un eventual subsidio. Fue durante la celebración de estas Cortes, en pleno forcejeo entre la monarquía y los estamentos, cuando el Magnánimo, desconfiando de obtener la ayuda de los estamentos y persuadido de que podría conseguir dinero de los campesinos, dictó la mencionada Sentencia Interlocutoria de 1455, que inició la segunda etapa filorremensa del reinado (1455-58), y que ratificó en 1457. Las posiciones de la oligarquía y la monarquía se convirtieron entonces en definitivamente irreconciliables, como lo prueban las sesiones de Cortes, de 1456, en que los aliados del rey, los síndicos barceloneses de la Busca, y los cabecillas de la oposición, los diputados de la Generalitat, protagonizaron enfrentamientos de una dureza antes inimaginable.
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Desde 1960 a 1975 la Renta Nacional creció ininterrumpidamente, pasando de 568.243 millones de pesetas (en pesetas de 1958) a 1.562.071, es decir, casi se triplicó. También aumentó el Producto Interior Bruto (PIB) y la renta per cápita (en pesetas constantes de 1970) que pasó de 35.791 pesetas en 1960, a 83.238 en 1975. Si realizamos una comparación con otros países de la tasa de crecimiento por habitante entre 1950 y 1973, podemos ver que la de España fue del 5,9%, mientras que en otros países europeos fue inferior (Gran Bretaña (2,5%), Francia (4,1%), República Federal de Alemania (5%), Italia (4,8%) y Portugal (5,5%)). Estos datos ponen de manifiesto, que las medidas establecidas por el Plan de Estabilización al poco tiempo de su puesta en marcha permitieron un crecimiento intenso y prolongado de la economía española. Si observamos la participación de cada sector productivo sobre el valor total del PIB al coste de factores, medido en pesetas constantes, se pone de manifiesto la caída del porcentaje de la producción agraria, y el crecimiento espectacular de la industria hasta 1973. El sector servicios sufrió un descenso de participación hasta 1974 a causa del tirón industrial, pero si lo analizamos en términos nominales la participación de los servicios creció de forma continuada, lo que nos permitió situarnos en el umbral de una economía terciaria. Por último, la construcción, si bien fue un sector dinámico, experimentó una bajada de su peso relativo debido al aumento de los otros sectores. Los cambios habidos desde finales de la década de los cincuenta ponen de manifiesto, como nos recuerda Walt W. Rostow, que España consiguió todo a la vez, en referencia a su éxito en completar el tránsito e ingresar plenamente en la etapa del alto consumo de masas; a lo que es obligado añadir que se iba produciendo un acercamiento en el desfase que nuestro país tenía con respecto a Europa occidental. La actividad rural sufrió un cambio muy intenso. La agricultura tradicional entró definitivamente en crisis como consecuencia de la aceleración del proceso migratorio desde el campo a las zonas industriales de España y Europa occidental. La transferencia de mano de obra entre 1960-70 alcanzó unos dos millones de activos. Este proceso provocó la elevación de los salarios agrícolas, obligando a los propietarios a la sustitución del trabajador por maquinaria. Al mismo tiempo se incrementaron los índices de productividad, los rendimientos, la producción y la renta agraria, que entre 1960-73 experimentó un crecimiento del 1,7% anual a precios constantes. Estos cambios generalizaron el proceso de modernización del sector primario, que se llevó a cabo con extraordinaria rapidez. El cambio ocurrido en España en diez años (1961-70), equivale en magnitud relativa al que en conjunto experimentó el país en los setenta años anteriores. La adopción de la tecnología de la "revolución verde" (mecanización, consumo de fertilizantes y fitosanitarios) rompió con la tradicional economía natural del sector agrario, y tuvo como consecuencia una creciente vinculación de la agricultura al mercado. La industria obtuvo resultados verdaderamente brillantes entre 1960-74. Nos encontramos ante el principal esfuerzo modernizador de todo el siglo. El periodo de mayor impulso transcurrió entre 1959 y el comienzo de la planificación indicativa, que supusieron los Planes de Desarrollo. Entre 1961/74 la tasa media de crecimiento del PIB fue del 7%, con una primera fase de extraordinario auge que poco a poco se fue amortiguando hasta tocar fondo en 1967 (momento en que se registra la menor tasa de crecimiento del periodo, el 4,3%), y con oscilaciones posteriores, que acortan cada vez más la duración de los ciclos respectivos: la recuperación iniciada en 1969 cede en 1970, y el fuerte impulso final de 1972 y 1973 flexiona a partir de 1974, antesala de la etapa de crisis que se manifestará abiertamente en 1975. La industria española hasta 1959 era dependiente del exterior, tanto en lo que se refiere a las inversiones (a excepción del textil) como en el suministro de materias primas, equipos y tecnología. Dicha industria actuaba dentro de un mercado protegido y las exportaciones agrícolas hacían posible la compra en el exterior de bienes con destino a la industria. A partir de 1959 esto último, si bien no desaparece totalmente, deja de jugar un papel fundamental. El resultado de los cambios introducidos fue una fuerte tasa del crecimiento del sector durante todo el periodo 1960/74, superior a la de los demás sectores de la economía, convirtiéndose la industria en el motor del crecimiento económico. Este crecimiento vino de la mano de algunos subsectores (química, metálicas básicas, transformadores metálicos, construcción de vehículos de transportes), a través de los cuales se produjo la difusión del cambio tecnológico que provocó transformaciones tanto en la producción como en la demanda. La demanda de consumo permitió el acceso a nuevos bienes a sectores de la población que hasta el momento no habían podido acceder a los mismos. En cuanto a la producción, y como resultado de los cambios habidos en la demanda de consumo, se emplearon nuevas técnicas que implicaban fuertes alzas en la productividad industrial y una creciente importancia de las industrias nuevas en detrimento de las tradicionales. El crecimiento de la industria se basó primordialmente en aumentos de productividad y en menor medida de ocupación de mano de obra. El sector servicios también sufrió una importante transformación a la vez que tuvo un intenso crecimiento. Así, en 1964 representaba el 44,4% del PIB en pesetas corrientes y en 1975, el 50,6%. En cuanto a la mano de obra empleada se pasó de un 29,9% en 1964 a un 38,3% en 1975. En dicho crecimiento predominó el carácter meramente extensivo, a pesar de las transformaciones técnicas habidas, por lo que siguió siendo importante el peso de los sectores tradicionales, especialmente los que conllevaban un uso intensivo de trabajo (comercio, instituciones financieras, administración pública...). Esta situación, es decir moderadas subidas de la productividad y uso intensivo del trabajo, favorecía las tendencias inflacionistas. En cuanto a la actividad comercial, evolucionó moderadamente y su expansión en volumen fue inferior a la media del sector servicios. Si bien hubo transformaciones cualitativas en el comerció, a la altura de 1975 se puede afirmar que en dicho sector era mayoritario el comercio tradicional de pequeñas dimensiones. Baste decir que en 1975, el 70% de los establecimientos en régimen de libre-servicio tenían superficies inferiores a los 40 metros cuadrados y empleaban a un 40% de personal no remunerado. De hecho la introducción de nuevas formas comerciales (autoservicio, crecimiento de la dimensión del establecimiento y desplazamiento del centro de las ciudades) se ha producido muy lentamente y en fechas más recientes. En el transporte y las comunicaciones, desde finales de los años cincuenta se produjeron profundos cambios. En un informe realizado por la ONU (1953) en el que se hacía referencia a la economía española se señalaba que el transporte, junto a la energía, constituían las principales causas del estrangulamiento de nuestra economía. En los años sesenta se procedió a la electrificación de las vías férreas y a la adquisición de locomotoras eléctricas; y a la creación y desarrollo de la industria del automóvil. En este último caso se asistió a una importante expansión de la industria nacional del automóvil (SEAT, Pegaso, FASA y Barreiros) que, con cierta dependencia de la tecnología exterior, permitió desbloquear la situación de estrangulamiento y contribuir de forma decisiva al desarrollo industrial del país. En esos años se dio una asociación entre el aumento del nivel de vida, el proceso de urbanización y el acceso de amplios sectores de la población a la propiedad del automóvil. Este tipo de crecimiento supuso primar el transporte privado frente al público y la carretera frente al ferrocarril. Especial interés tiene el caso del sector turístico que experimentó un auge espectacular. En 1960 el número de turistas era de 6.113.000; en 1975 se alcanzó la cifra de 30.123.000. Los ingresos por divisas pasaron de ser en 1960 de 297 millones de dólares a 3.188 millones de dólares en 1975. Ello implicó un incremento de la industria hotelera y de la construcción, así como de actividades dedicadas al esparcimiento. Durante los años sesenta y principios de los setenta en política económica se pusieron en marcha mecanismos de planificación indicativa, para lo que se contó con la ayuda del Banco Mundial y la experiencia francesa en dicha materia. En 1962 se creó la Comisaría del Plan de Desarrollo a cuyo frente se instaló López Rodó. Dicha Comisaría tenía como labor realizar la programación efectiva de todo el sector público, a la vez que elaboraba la información necesaria para que los empresarios privados pudiesen adoptar decisiones coherentes con el resto de la economía nacional. El Plan indicativo aparecía así como complementario a la economía de mercado. El I Plan de Desarrollo (1964-67) partió del establecimiento de una doble hipótesis de crecimiento: para la población activa se previó un ritmo del 1 por 100 anual, y de un 5 por 100 para la productividad, lo que debería de conducir a un ritmo de expansión del PNB del 6 por 100 anual. El II Plan (1968-71) previó un crecimiento menor del PNB (5, 5 por 100), debido a los efectos de la devaluación de la peseta en noviembre de 1967. Y, por último, el III Plan (1972-75) fijó un objetivo del 7 por 100 que no pudo ser alcanzado. Los tres planes constaban de dos partes: una de carácter indicativo, y otra de carácter vinculante, concretada en el programa de inversiones públicas y en los programas de desarrollo de las industrias concertadas por el Estado. Pero a pesar de estos objetivos teóricos, lo cierto fue, como indica Ramón Tamames, que los planes no se cumplieron, ya que no fueron realmente vinculantes, como se pone de manifiesto en el hecho de que las inversiones en los programas públicos no se realizaron tal y como estaban previstas en ninguno de los años transcurridos, a lo que cabe añadir que tampoco resultaron verdaderamente indicativos para el sector privado. En su conjunto, la política económica implicó la introducción de una serie de pasivos entre los cuales se deben de señalar: 1°-) El desigual crecimiento de los distintos sectores de la economía, que favoreció la aparición de importantes desequilibrios. Así, se produjo un creciente distanciamiento entre las tasas de desarrollo de los grandes sectores de la economía. El desarrollo económico de los sesenta pareció concebirse en España en un plano acotado por el crecimiento de la industria y el aumento de las actividades del sector terciario. La agricultura registró una expansión menos intensa y más vacilante, quedándose atrás y desequilibrando, en consecuencia, el proceso de desarrollo, lo que originó obstáculos y tensiones en el mismo. 2°-) Durante la década de los sesenta no se ampliaron ni se modernizaron a tiempo la distribución y comercialización de los distintos productos, especialmente los destinados al consumo, lo que originó cuellos de botella. La mayor demanda de bienes públicos no fue satisfecha, existiendo un desequilibrio en la producción de bienes públicos/bienes privados, que constituye uno de los rasgos más característicos del desarrollo. A ello debemos de añadir la propensión generada por la estructura productiva hacia el desequilibrio en la balanza de pagos y el carácter limitativo que sobre el desarrollo económico tuvo la posibilidad de atender a la capacidad de importación. 3°-) La evolución de la economía española en la etapa comentada ocultó, tras sus espectaculares tasas de crecimiento y la posibilidad de emigración a Europa, sus importantes limitaciones para la creación de empleo. El proceso de desarrollo económico respondió a una tecnología y a una estructura de la demanda final que actuaban limitando las posibilidades de aumentar el empleo. 4°) El proceso de desarrollo forzó la necesidad de incremento del capital a la tasa del 2,7% anual acumulativo entre 1962 y 1970. El aumento del grado de capitalización de la industria fue continuo durante todo el proceso de expansión. El crecimiento económico se realizaba así en contra de la dotación de recursos disponibles en la sociedad española, negando la utilización del factor más abundante (el trabajo) y demandando cantidades crecientes del más escaso: el capital. 5°-) El proceso de desarrollo económico generó una estructura productiva marcada por intensos procesos de sustitución de fuentes energéticas tradicionales (carbón) por nuevas fuentes de energía (petróleo y energía eléctrica), de las cuales éramos deficitarios y dependientes de terceros países. 6°-) La recepción del cambio tecnológico se centró sobre un conjunto limitado de sectores productivos (el químico, el energético, las industrias metálicas...). Esto provocó una creciente dependencia de la producción total respecto a las importaciones. 7°-) Ese crecimiento de la producción entre 1959-74 se realizó con notable desigualdad en el territorio. En los años sesenta la producción y la renta nacional española tendieron a concentrarse. El hecho de que en 1973 el 54% de la renta nacional se obtuviera en el 11% del territorio, mientras que en el 53% del territorio se obtuviese únicamente el 14% de la renta nacional, constituye un índice lo suficientemente expresivo de dicha concentración. El fin de la prosperidad económica y el inicio de la crisis económica mundial desde 1972 (en palabras de Enrique Fuentes Quintana, "la crisis era grave, profunda y mundial"), produjo una elevación del precio de los productos alimenticios y de las materias primas industriales (no alimenticias), a lo que siguió la cuadruplicación de los precios del petróleo. La crisis y la fuerte dependencia exterior de la economía española se nos presentó con toda crudeza en un momento en el que el propio régimen político se encontraba en situación agónica y por tanto con escasa capacidad de reacción. La economía española registró todos los factores de la crisis, que revistieron en nuestro país una mayor intensidad. En primer lugar, España vivió con especial fuerza la etapa de inflación de demanda que precede a la crisis, lo que provocó y anticipó su aparición. De 1970 a 1973 cambió el signo deficitario de la balanza de pagos. El aumento de reservas condujo a una elevación progresiva de la cantidad de dinero que, unido al desbordamiento del gasto nacional, terminó por producir su último y más temido efecto: la inflación de dos dígitos, característica de los años setenta, en la que España ingresa en 1973 (10,6% en los precios implícitos en el PIB, 11,8% en los precios de consumo). La inflación de los setenta se despegó clara y crecientemente de los países europeos. Sólo Italia (entre los países desarrollados de Europa) presentó un comportamiento similar. La drástica elevación del precio de los crudos sorprendió a la economía española con una inflación del 14% (tasa de crecimiento de los precios del consumo del último trimestre de 1973). El segundo factor de la crisis fue la caída de la relación real de intercambios, lo cual produjo un efecto mayor que el registrado por otros países europeos en la balanza de pagos. El empobrecimiento impuesto por la relación real de intercambios fue importante, las cifras disponibles lo estiman entre un 20 y un 25%. El déficit de la balanza comercial se duplicó, pasando de 3.500 millones de dólares en 1973 a 7.000 millones en 1974; y el de la balanza corriente evolucionó de un superávit de 500 millones de dólares en 1973 a un déficit de 3.268 millones en 1974 (4% de PNB). En estos últimos hechos tiene mucho que ver la política económica de los últimos Gobiernos del franquismo (Antonio Barrera de Irimo y Rafael Cabello de Alba -octubre 1974-) que decidieron compensar en 1974 el alza de precios de los crudos del petróleo con subvenciones y reducciones impositivas, lo que provocó un aumento del consumo del 6% en 1973, mientras disminuía en los restantes países de la OCDE. Este peculiar ajuste español a la crisis de los 70 señala una clara diferencia con el resto de Europa. Como consecuencia de la acumulación de las dos diferencias registradas (precios mayores cuando la crisis comienza y balanza de pagos más desequilibrada) los dos efectos fundamentales de la crisis, inflación y déficit exterior, van a entrar en 1975 con valores muy elevados: los precios de los bienes de consumo lo hacen al 18,7% en el primer trimestre, la balanza de pagos, con un déficit superior al 4% del PNB. La posición española se singulariza. El tercer escenario de la crisis fue la reacción de los costes y sus consecuencias sobre los excedentes empresariales. La peculiar política de rentas aplicada en los comienzos de la crisis equivalía a consolidar y amplificar los efectos de la inflación histórica. Los salarios crecieron en su participación en la renta nacional. El cuarto factor de la crisis fue el déficit presupuestario. A partir de 1974 el déficit fue elevándose a un ritmo peligroso y muy poco controlado. En quinto lugar, las crisis sectoriales se acusaron en España en los mismos lugares que en Europa, pero con mayor intensidad. El retraso en afrontarlas y la manera parcial de hacerlo pueden alegarse como diferencias adicionales con la situación de otras economías. La peor situación de partida de la crisis, el tratamiento inicial del empobrecimiento exterior impuesto por la relación real de intercambios, la respuesta de las rentas y su influencia sobre los costes y excedentes empresariales, y los tímidos y tardíos programas de reestructuración sectorial constituyen un cualificado pasivo en los factores generales de la crisis de los 70 que habrán de acusarse en los resultados y en la situación de la economía española, no afrontándose de manera decidida hasta la firma de los Acuerdos de La Moncloa en octubre de 1977.