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Fue entonces cuando el caudillo galo volvió a demostrar su talla de estratega, con un plan sencillo y eficaz, aunque extraordinariamente doloroso: consciente de que la debilidad del ejército romano se encontraba en sus dificultades de abastecimiento, trató de impedir que lograra vivir sobre el terreno. Los bitúriges se dejaron convencer y aceptaron el sacrificio de destruir hasta veinte de sus ciudades. Sólo cuando le tocó el turno a la capital, Avaricum (Bourges), a la que ya se aproximaba César, manifestaron su desacuerdo y obligaron a Vercingétorix a tomar medidas para su defensa. Fue en vano: Avaricum cayó en manos romanas tras un largo asedio y fue sometida a saqueo. De una ciudad de 40.000 habitantes, apenas unos centenares lograron alcanzar el campamento de Vercingétorix, quien, aunque a un duro precio, había demostrado que su estrategia era la correcta y el desastre estrechó y extendió las filas de los sublevados. Un punto clave en el desarrollo de la guerra era la actitud de los eduos. Mientras Vercingétorix se esforzaba por ganarlos para la causa, fomentando sus disensiones civiles, César convertía el país en su base de operaciones, con centro en Noviodunum (Nyon), donde almacenó sus reservas y dispuso la custodia de los rehenes de las tribus galas que tenía en su poder. Solucionados los abastecimientos, quedaba el problema de la caballería, que la nueva situación impedía reclutar, como hasta entonces entre los galos. La contratación de mercenarios germanos puso fin a la dificultad, y, al llegar la primavera de 52 a.C., César se encontraba dispuesto para iniciar operaciones en gran escala.
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España no pudo evitar intervenir en la contienda entre franceses y británicos en diciembre de 1804, cuando Napoleón consideró que, además de dinero, debía disponer de los barcos de guerra españoles. La promesa del nuevo emperador a Godoy, siempre interesado en su bienestar personal, de hacerle entrega de un reino en una de las provincias portuguesas, acabó por convencer al valido de la conveniencia de poner la Armada española a las órdenes de Francia. La nueva guerra con Inglaterra fue tan calamitosa para España como lo había sido la iniciada en 1796. El proyecto de Napoleón era utilizar la capacidad de las flotas francesa y española para poder desembarcar un ejército de 160.000 hombres en territorio inglés. Pero en octubre de 1805, la flota aliada y la británica se encontraron en el cabo Trafalgar, frente a Cádiz, sufriendo los primeros una gran derrota pese a ser superiores en número y capacidad de fuego. La inferior preparación de las tripulaciones franco-españolas y la mediocridad del almirante francés Villeneuve, que hizo caso omiso de las indicaciones de los marinos españoles, junto a la táctica naval del almirante inglés Horatio Nelson, un revolucionario de la guerra en el mar, fueron las causas de la derrota. A la muerte de Nelson se sumaron, entre otras, las de Cosme Damián Churruca, Federico Gravina y Dionisio Alcalá Galiano, que constituían la elite de la oficialidad de la Marina de Guerra española. Tras Trafalgar, el futuro político del Príncipe de la Paz, erosionada su figura en España hasta la impopularidad y el desprestigio más absoluto, dependía, más que nunca, de la voluntad de Napoleón. En 1807, como aportación a las campañas francesas en Centroeuropa, Godoy envió un cuerpo expedicionario de 14.000 soldados a Alemania al mando del marqués de La Romana; se sumó al bloqueo continental contra Inglaterra, con el que Napoleón pretendía ahogar económicamente a un país cuya economía se basaba en el comercio; y no tuvo ningún escrúpulo en poner a la venta, previa preceptiva autorización papal, una séptima parte del patrimonio de la Iglesia española para contribuir al esfuerzo militar francés. Relacionado con el bloqueo continental, nuevamente aparecía en el horizonte político español el tema de Portugal. Al regreso de la campaña de Rusia, Napoleón propuso a Godoy acabar con la monarquía de los Braganza, una parte de cuyo territorio -el Algarve- quedaría reservado para que el Príncipe de la Paz viera cumplido su deseo de convertirse en rey. El Tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre de 1807, fijaba los términos del reparto de Portugal y estipulaba la entrada en España de un ejército imperial para colaborar con el español en las operaciones bélicas. Pero en ese mismo mes, la oposición a Godoy, aglutinada en torno al príncipe de Asturias, Fernando, dio el primer paso para desembarazarse del valido.
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El otoño y el invierno de 1868 la familia Monet los pasó en la costa normanda, pudiendo vivir gracias al dinero recibido por el retrato de Madame Gaudibert. Dedicó buena parte de su tiempo a realizar escenas intimistas como el Interior después de la cena o este Desayuno donde podemos ver a Camille Doncieux, la compañera del artista, junto a su hijo Jean, mucho más crecido que en la cuna. Junto a ellos apreciamos a una dama sentada en el zaguán mientras una doncella abre la puerta para abandonar la sala. Resulta curioso pero a pesar de las necesidades económicas, Monet siempre tuvo a su servicio a varias criadas ya que era un hombre tradicional y conservador en estos asuntos. Renoir cuenta que durante su estancia en el taller de Gleyre se le insinuó una alumna, una chica atractiva pero vulgar, y Monet contestó: "Discúlpeme, por favor, sólo duermo con duquesas o con criadas. Los términos medios me asquean. Lo ideal sería la criada de una duquesa". La escena recuerda a trabajos de Manet, interesándose el artista en estos momentos por representar la intimidad familiar más que por aspectos cromáticos o lumínicos, enlazando de esta forma con el realismo. La disposición de los elementos en el conjunto está resuelta con acierto, ubicando dos sillas en primer plano y disponiendo la mesa y las figuras en profundidad, creando una acertada sensación espacial. La potente luz tamizada ilumina la mesa repleta de alimentos -quizá quisiera indicar su favorable situación económica en este momento- en la que las diferentes calidades están resaltadas por el foco lumínico. La escena está tomada desde un punto de vista elevado lo que sugiere el empleo de la fotografía como punto de partida, siguiendo los pasos de Degas. La pincelada es menuda, en ocasiones preciosista, interesándose más por los detalles que por efectos de luz y color característicos del Impresionismo.
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Este Descendimiento de Cristo de la cruz es una magnífica obra de Rogier Van der Weyden, quien lo planeó como pintura que traduce los esquemas de los retablos escultóricos alemanes y flamencos de esa época. Éstos plantean habitualmente una caja espacial estrecha, en la cual se colocan a manera de friso los personajes esculpidos, frontales y ajustados al escaso fondo que se les concede. Este planteamiento es el mismo que observamos en el Descendimiento de Van der Weyden: todas las figuras se distribuyen en un primer plano, yuxtapuestas pero procurando que ninguna oculte a las demás. La evocación del estilo escultórico consigue volumen y modelado en los cuerpos, que se aprecia de manera sobresaliente en el cuello de la mujer que se encuentra en el extremo derecho de la composición. Las figuras, diez en total, son Cristo muerto, María, San Juan y los santos varones y mujeres, incluida la Magdalena. Todos ellos llevan hermosos ropajes, cuyas texturas permiten diferenciar terciopelos, sedas, damasquinados, etc. Es también una característica propia del arte flamenco ésta de resaltar la calidad de las materias que aparecen. Es un indicativo del poder del que encarga la pintura. Además, todo el fondo está recubierto por riquísimas láminas de pan de oro, y abundan los azules y los verdes, pigmentos que proceden de moler piedras semi-preciosas. El fondo dorado, además de una ostentación de riqueza, impide que la mirada del espectador profundice en otra cosa que no sea la escena, desarrollada por este marco en un espacio mágico e irreal, sin referencias humanas. La obra fue encargada para la capilla de los Ballesteros de Lovaina, lo cual se refleja en el marco: en los extremos superiores aparecen unas pequeñas ballestas que identifican a los donantes. Parece que en origen era la tabla central de un tríptico, completado por una Resurrección y unas imágenes de santos, pero se desconoce su paradero. Felipe II, gran admirador del arte flamenco, trató infructuosamente de comprarla; por ello, encargó a Michel Coxcie, pintor y copista real, que le hiciera una copia para colgar en El Escorial. Años más tarde, la tía del emperador, María de Hungría, consiguió adquirirlo para la colección real española, a la que llega en 1574, de modo que una segunda copia fue realizada para que permaneciera en la capilla de los Ballesteros. La primera de Coxcie es la que actualmente pende de los muros de El Escorial. La tabla original del Descendimiento se encuentra en el Museo del Prado desde 1939.
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Esta obra suele situarse entre 1628 y 1630, y durante mucho tiempo ha sido negada la autoría de Poussin, que hoy parece clara. No sólo es de su mano, sino que guarda una relación íntima con el Llanto por Cristo muerto, de estos mismos años, por el tratamiento de las caras y los paños. Poussin gustaba de temas religiosos inusuales o trataba de abordarlos con una iconografía que no solía emplearse. Este segundo caso se ve con claridad en este lienzo, dado que es raro situar la lamentación directamente al pie de la Cruz. En esta obra, Poussin ya ha tomado con decisión la senda del Barroco, con un fondo oscuro roto de forma abrupta por el color blanco de los paños. Este interés por el contraste luz-oscuridad es propio de estos últimos años veinte. Aunque la composición en diagonal, resaltada por el paño, provoca una tensión buscada, y los gestos de la Virgen y San Juan, con sus caras macilentas, sus vestimentas sombrías, son dramáticos, todo ello da una impresión de superficialidad.
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El descendimiento de la cruz formaba parte, junto con La erección de la Cruz, de una serie sobre la Pasión de Cristo pintada por Rembrandt para el Príncipe Frederik Hendrik, estatúder de los Países Bajos entre 1625 y 1647. Esta escena se realizará hacia 1633, por lo que sería de las primeras que pintó el artista para la serie. La luz es utilizada por Rembrandt para destacar la escena principal: la figura de Cristo y el sudario blanco que varios personajes sujetan para bajar al Redentor. El resto de la composición queda en penumbra aunque se pueden apreciar las siluetas y algunas figuras entre las sombras. Esta iluminación está claramente inspirada en Caravaggio y en el naturalismo tenebrista. Como buen pintor barroco, Rembrandt se preocupa por el movimiento interesándose por los escorzos que algunas veces son casi excesivos, como el de Cristo. También se preocupa por organizar la composición a base de diagonales. Ambas características parecen inspiradas en la fuerte personalidad de otro maestro barroco, Rubens.Para hacer referencia a que el suceso se desarrolla en Oriente, coloca una figura vestida a la moda oriental, similar a El noble Eslavo, en primer plano y de perfil. Se suele especular que la figura vestida de azul que participa en el descendimiento, sería el autorretrato de Rembrandt, algo muy habitual en aquellos tiempos aunque no tomando parte activa en la escena, como ocurre en este cuadro.
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Para la capilla que don Fernando de Jaén poseía en la iglesia de Santa Cruz de Sevilla le fue encargado a Pedro de Campaña en 1547 un gran lienzo con el tema del Descendimiento de la Cruz. Las figuras se insertan en una estructura piramidal. La zona baja está presidida por la Virgen María, con las manos entrelazadas y dirigiendo sus expresivos ojos al cuerpo inerte de su Hijo. A su lado encontramos a María Magdalena con el tarro de los afeites, mientras que tras ella se sitúan las santas mujeres, una consolando a María y la otra dirigiendo su mirada hacia el Salvador. La solemne figura de Cristo preside la composición, en el momento de ser bajada de la Cruz por los santos varones que, subidos en escaleras, proceden a descender el cuerpo muerto. Un ensimismado San Juan sostiene los pies de Jesús. La escena tiene lugar en un ambiente paisajístico, iluminado en la lejanía pero inundado con contrastes de luz y sombra en la zona del primer plano, allí donde se desarrolla la acción. La movilidad de las figuras y las expresiones de los rostros caracterizan el conjunto, creando Campaña una escena cargada de monumentalidad y dramatismo. Murillo iba a contemplar la obra con gran frecuencia. Un curioso sacristán preguntó al pintor el porqué de tan habituales visitas, contestando que "estaba esperando cuándo acababan de bajar de la Cruz a aquel Divino Señor".
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La madrugada del 3 de agosto de 1.492 parte del puerto de Palos Cristóbal Colón al mando de tres naves y unos noventa hombres, con el objetivo de encontrar una ruta occidental hacia las Indias. Tras hacer escala en Canarias, ponen rumbo al Oeste. Parten las tres naves, dos carabelas y una nao, con provisiones para un año. La Pinta era de Gómez Rascón y de Cristóbal Quintero, y no sabemos si fue incautada o alquilada, aunque sí que a éste "le pesaba ir a aquél viaje, al rompérsele el gobernalle". Fue una buena velera y su capitán, Pinzón, tendía siempre a adelantarse a las demás naves. La Niña era de Moguer, propiedad de Juan Niño y llamada realmente Santa Clara, y fue sufragada por los paleños. Era quizás el barco de mejor condición marinera. La Santa María, alias la Gallega, era de Juan de la Cosa, natural de Santoña pero vecino del Puerto de Santa María. Colón, quien la capitaneaba, la fletó aprovechando que estaba en Río Tinto en misión comercial. Era muy pesada y "no apta para el oficio de descubrir", en palabras del mismo Colón. Los tres eran barcos bien aparejados, de construcción sobria y adecuado equipamiento. La marinería la componían personas de todo tipo y condición, a sueldo de la Corona. No eran personas de armas sino marineros, vestidos con un blusón de caperuza, un gorro de lana y descalzos. Van también oficiales reales, cirujanos, calafates, toneleros, cocineros, carpinteros, un escribano que debía levantar acta de las tierras descubiertas y un intérprete, Luis Torres, que hablaba árabe y hebreo A las dos horas después de la media noche del 12 de octubre de 1491, por fin apareció la costa. Era una isla llamada Guanahaní. Con la luz de del día, bajaron a tierra Colón y algunos hombres. Enseguida Colón efectuó la ceremonia formal de la toma de posesión de la dicha isla en nombre del Rey y la Reina, sus señores. Aunque Colón no lo sabía, acababa de descubrir un Nuevo Mundo.
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Necesariamente Salvador Dalí se sintió atraído por la figura de Cristóbal Colón, que poseía por derecho propio un lugar de privilegio en la historia de la Humanidad: había descubierto un nuevo mundo y, al mismo tiempo, había llevado al ser humano occidental a un nuevo tiempo, desde las tinieblas de la Edad Media hasta la luz de la Edad Moderna. En este cuadro, el artista catalán se autorretrata muy joven y asume el papel de Cristóbal Colón. Porta un estandarte en el que aparece la imagen de Gala como santa o como Virgen María. Por otra parte, el cuadro utiliza elementos, detalles, de otros cuadros de esos mismos años. Así, por ejemplo, los jóvenes desnudos que aparecen a la derecha portando larguísimas cruces ya habían aparecido en Poesía de América, obra de 1944-1945. Otra imagen nos debe ser muy familiar, el llamado Cristo de San Juan de la Cruz (1951) se repite en diversas regiones del cuadro, a veces muy perfilado a veces casi borroso. Las líneas verticales predominan sobre las horizontales. Lanzas, estandartes y cruces se multiplican hasta el infinito. Tampoco existe línea del horizonte, únicamente la tierra ocupa un pequeño porcentaje del total del cuadro. El resto está destinado al cielo y a la representación de pequeñas escenas gloriosas. La idea de que en el caos existe un principio de orden parece dominar al artista en diferentes etapas de su producción. En este cuadro, la impresión de imagen caótica no hace sino anunciar lo que será práctica habitual de Salvador Dalí en los meses posteriores, cuando elija determinados temas religiosos. Así, en 1960 firma obras como Santa Ana y el Niño o como La Trinidad (Estudio para Concilio ecuménico).