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Obra realizada en 1631, una vez instalado en Amsterdam tras la muerte de su padre. Rembrandt se va a convertir en el retratista preferido de la clase más importante de la ciudad por las representaciones exactas de los modelos. En este caso ha retratado al comerciante con sus mejores galas, elegantemente vestido con sus pieles y su gorguera, captando perfectamente el rostro del modelo, dándonos también su personalidad, su alma. Como buen retratista que es, Rembrandt no se queda en lo superficial, en el retrato meramente descriptivo, sino que ahonda en la psicología del personaje para que, a través del retrato, conozcamos más íntimamente al retratado. Por eso ilumina el rostro con un potente foco de luz que, procedente de la izquierda, deja el resto en penumbra y recorta la figura sobre un fondo neutro, obteniéndose así el efecto de tercera dimensión. Los efectos de luz y sombra y el colorido oscuro recuerdan al tenebrismo de Caravaggio y su escuela, mientras que la forma de realizar el retrato muestra cierta influencia de Tiziano y Tintoretto. La calidad de las telas, obtenida con una pequeña y menuda pincelada, hacen de este retrato uno de los mejores de su primera etapa.
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La actividad comercial fue muy importante en Mesopotamia ya desde tiempos muy tempranos, contribuyendo a poner en contacto a poblaciones y regiones muy dispersas. El comercio aparece referido en multitud de tablillas. Cuando la situación política lo permitía, la actividad comercial estuvo en manos de grandes comerciantes (gal dam-gar) ligados al Estado a modo de funcionarios. Otros mercaderes (dam-gar) lo eran a título particular, trabajando solos o asociados, aunque en ocasiones podían actuar comisionados por templos o palacios. En general, los mercaderes sumerios ofrecían los productos excedentarios de su rica agricultura y ganadería. A cambio, obtenían piedras como diorita, alabastro o lapislázuli; metales como oro, plata, cobre, estaño, plomo o electro; maderas como ciprés, cedro, abeto, ébano o álamo; productos agrícolas como dátiles, caña o cereales; animales domésticos como ocas, bueyes o ovejas; o bien salvajes como elefantes, osos o gallos de India; textiles y, por último, mano de obra especializada como joyeros o canteros. Sus rutas comerciales les llevaron a intercambiar productos muchas ciudades y territorios. En algunos casos establecieron colonias comerciales, como Habuba Kebira o Gebel Aruda, en Siria; en otros, las ciudades sumerias acogieron delegaciones comerciales extranjeras, como la de Ebla radicada en Kish. La operación comercial se realizaba mediante el trueque de productos, aunque se utilizaron determinadas unidades de referencia fija, como la cebada, evaluada en litros, y el cobre o la plata, que era pesado en cada operación y cuya unidad era la mina. La actividad mercantil produjo cuantiosos beneficios, dando lugar al surgimiento de un nuevo grupo social adinerado.
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El mundo islámico de los siglos VIII al IX, etapa en la que podemos considerar que tienen origen muchos de sus rasgos específicos, fue un inmenso espacio mercantil relativamente homogéneo y abierto en su interior a las actividades del gran comercio a media y larga distancia practicado con técnicas que son propias del capitalismo mercantil, aunque el sistema económico en su conjunto no era capitalista, como lo demuestra su base productiva agraria y la procedencia de la mayor parte de la renta. Por otra parte, el pensamiento religioso no mostraba reticencias hacia el beneficio y lucro mercantiles (kasb), aunque sí condenara la usura (riba), y el mercader sincero es una figura social reconocida y alabada en diversas tradiciones de la Sunna: los mismos orígenes del Islam y la importancia del comercio caravanero y de las ciudades llevaban a este aprecio e integración sociales, tan lejano, por ejemplo, de lo que ocurría en el occidente europeo por los mismos siglos. Aquel comercio no tenía por objeto "tanto estimular la producción para la exportación como realizar el máximo de beneficio, especulando con las diferencias de precios, y procurar a los que facilitaban los capitales los productos propios del poder y del confort" pero tuvo también la potencia e intensidad suficientes como para tratar con productos de necesidad más general, indispensables a menudo para el abastecimiento de las poblaciones urbanas. Una sencilla enumeración hace ver la importancia de sus diversos aspectos: por una parte, seda china, maderas preciosas de la India, marfil indio o africano, ámbar, alcanfor, perfumes. Pero también oro, que no era un producto de lujo sino indispensable para la estabilidad del régimen monetario, minerales, sobre todo hierro, productos metalúrgicos y madera, indispensables para cubrir déficits productivos interiores. Y esclavos en gran cantidad, que cumplían funciones importantes en una sociedad siempre escasa de hombres: turcos, eslavos, zany traídos de la costa este africana. Además, se utilizaba las redes comerciales para redistribuir productos agrarios y manufacturas, algodón, textiles, metalurgia, etc., entre unas y otras regiones del mundo islámico. Las técnicas mercantiles no son nuevas, pero, como ocurre en otros campos de la historia islámica, entonces se perfeccionaron y difundieron mucho más. Entre las de transporte, recordemos la sistematización de puntos de etapa, almacenamiento y venta, plasmada en khans o caravanserrallos, almacenes y alhóndigas o funduq, alcaicerías, etc., o, en el ámbito marítimo, la introducción en el Mediterráneo de la vela latina, propia hasta entonces del Océano Índico, de la brújula y de diversos cálculos astronómicos de posición, también de origen oriental. Entre las técnicas asociativas para acumular trabajo y capitales en una misma empresa, el Derecho islámico describe algunas ya conocidas antes: la madaraba o qirad era semejante a la commenda, pues aliaba a un socio capitalista con otro técnico y ejecutivo; la sirka era otro tipo de sociedad, en la que todos sus miembros participaban en la propiedad de las mercancías. El sistema monetario respaldó durante siglos el desarrollo e incluso la supremacía mercantil del Islam, debido al buen abastecimiento en oro y plata y a la abundancia y fluidez de las acuñaciones que, en el Próximo Oriente, permitieron mantener el bimetalismo, aunque se percibía la diferencia zonal en función de los dos sistemas que el califato heredó, el de los sasánidas, basado en la plata, y el de los bizantinos, que lo estaba sobre el oro. La relación oro-plata solía ser 1:10 y las monedas principales el dinar de oro de 4,25 gramos y el dirhem de plata de 2,97, además de piezas de cobre (fals), también imitadas de antiguos tipos romanos. La abundancia de oro creció en el siglo X, lo que permitió efectuar acuñaciones en áreas hasta entonces sólo argénteas -caso de al-Andalus-, cuando el mundo islámico recibía oro de casi todos los puntos de producción (África subsahariana, Nubia, Armenia, Cáucaso) además de contar con el atesorado en siglos anteriores por bizantinos y sasánidas. Se utilizaron también diversos medios de créditos y pago pues algunos mercaderes eran también cambistas (sayrafi) o prestaban a crédito, y se conocían procedimientos de transferencia de fondos (suftaya, hamala) que anticipan lo que sería siglos después la letra de cambio, y órdenes de pago (sakk) antecedente de los cheques, aunque tanto unos como otras tenían un uso limitado al campo de la fiscalidad pública. Los mercaderes dedicados al gran comercio no intervenían directamente en los mercados locales; su especialidad era el comercio exterior y los productos, una vez pagadas las aduanas, se almacenaban en alhóndigas donde los adquirían los comerciantes locales en transacciones acompañadas por nuevas tasas sobre el tránsito y compraventa. Solían actuar como intermediarios corredores (sismar), y a veces había que sujetarse a la intervención del poder público, que podía establecer monopolios de venta gestionados directamente o arrendados a mercaderes (en Egipto, por ejemplo, sobre la madera, el hierro y el alumbre) o, al menos, lugares de venta de uso obligatorio en alcaicerías, tiendas o alhóndigas de propiedad estatal. El mundo de los grandes mercaderes y de sus factores y agentes estaba formado por musulmanes, y el árabe era la lengua de uso común, pero había también sirios y armenios cristianos, mazdeos y judíos. Entre estos últimos hay noticias más precisas sobre los rahdaníes (caminantes) que recorrían la ruta del Mosa-Saona-Ródano hasta el Mediterráneo y traficaban con esclavos transportados por ella y por el Mediterráneo hacia Oriente, o sobre los judíos del Egipto fatimí, cuyas actividades están reflejadas en los documentos de la Geniza de la sinagoga de El Cairo. La centralidad del Iraq en el siglo IX, cuando confluían todos los caminos en Bagdad, se vio desplazada en el X en beneficio de Alejandría para lo que se refiere al tráfico del Mar Rojo, y en el XI y XII por la zona norte de Siria, que comunicaba directamente con Irán y Asia Central a través de los nudos de Mosul y Tabriz. Las dos grandes rutas hacia Oriente eran una marítima desde las ciudades del Golfo Pérsico (Basra, Siraf) hacia el Yemen y África Este o hacia la India y el Sureste asiático: en Cantón hubo una colonia musulmana y por aquel camino se difundiría pacíficamente el Islam, como también por el terrestre, la conocida ruta de la seda que, por el Asia Central, desembocaba en China del Norte. Otro gran haz de caminos comunicaba con la cuenca del Volga, dominio de jázaros y búlgaros, hasta enlazar con las rutas de los varegos escandinavos. Las comunicaciones con Constantinopla a través de Asia Menor y del Mar Negro siempre existieron a pesar de la enemistad entre los dos imperios. Y, en fin, se desarrollaron los caminos que atravesaban el Sahara en busca de los mercados del Sudán situados al sur del Senegal y del gran recodo del Níger. Dentro de la unidad de este conjunto hay matices y ámbitos de relativa especialización o autonomía. Así, por ejemplo, el Mediterráneo y el Índico son espacios bien diferenciados y los marinos y mercaderes trabajan en uno o en otro; el Magreb tenía mayor relación con Europa occidental, sobre todo a partir del siglo XII, y con los países subsaharianos; Egipto y Siria mantenían vínculos comerciales más intensos con Bizancio; Yemen cuidaba sus tradicionales enlaces con las escalas del Océano Índico; Asia Central las suyas con China, a través de la ruta de la seda, y con el espacio europeo oriental.
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El comercio, y sobre todo el comercio colonial, fue el sector económico más perjudicado en la coyuntura de finales de siglo. El comercio interior se hallaba lastrado por una sociedad mayoritariamente campesina, incapaz de dinamizar con su demanda las transacciones comerciales, y por una red vial muy deficiente que, como han señalado Ringrose y Santos Madrazo, suponía un inconveniente añadido para una adecuada articulación del mercado. La balanza comercial con Europa era deficitaria. En 1792, un buen año comercial en términos generales, el valor de las importaciones españolas superó en 317 millones de reales a las exportaciones. Era además un comercio dependiente, donde un número importante de comerciantes mayoristas instalados en los puertos mediterráneos y atlánticos era de comisionistas de casas extranjeras. Los intercambios de España con el mundo giraban, en buena medida, en torno al eje del comercio colonial, fundado sobre el principio del monopolio. América, según las reglas del pacto colonial, debía ser un mercado exclusivo de la economía metropolitana, la cual estaba obligada a atender las necesidades de aquellos productos agrícolas o manufacturados que demandaran los habitantes de las colonias, obligados a la exclusiva producción de materias primas. Sin embargo, la incapacidad de la economía española de ofertar productos manufacturados competitivos y suficientes, creaba graves disfunciones en el sistema monopolista, además de una creciente frustración entre la población criolla a la que, por un lado se le impedía cualquier iniciativa industrial y, por otro, se le obligaba a adquirir manufacturas a precios superiores a los que corrían más allá de los lindes impuestos por el monopolio, reduciendo sus posibilidades de intercambio. Campomanes había ya manifestado en 1762 la necesidad de introducir reformas que redujesen la rigidez del sistema y evitasen la propagación de veleidades emancipadoras entre los criollos. En sus Reflexiones sobre el comercio español a Indias, el fiscal de lo civil del Consejo de Castilla abogaba por eliminar las complejas reglamentaciones y restricciones específicas existentes en las relaciones comerciales entre España e Indias, y por abrir el tráfico con América a los puertos peninsulares para así fomentar una producción agraria y manufacturera capaz de cubrir la demanda americana e integrar económicamente el Imperio. En 1775, Campomanes reiteraría la necesidad de liberalizar el comercio con Indias en el último capítulo de su Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. Dos años después, se hizo público el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre, con un preámbulo que reflejaba similares objetivos a los expuestos por Campomanes: "restablecer la Agricultura, la Industria y la población". Sin embargo, la realidad productiva española siguió sin capacidad para afrontar el reto de satisfacer las necesidades coloniales. La legislación de 1778 facilitó, paradójicamente, una situación ya existente con anterioridad: la entrada de productos extranjeros para su reexportación a América, con un comercio español reducido al simple papel de comisionista. No obstante, tras la firma en 1783 de la Paz de Versalles, que ponía fin a la guerra con Gran Bretaña iniciada en 1779 aprovechando las dificultades inglesas con motivo de la declaración de independencia de sus colonias en Norteamérica, el comercio colonial vivió una situación de euforia que en Cádiz culminaría en 1792, y que en Cataluña sólo se vería interrumpida momentáneamente por la crisis de 1787, provocada por el hundimiento de los precios del aguardiente, dada la saturación del mercado, y el auge del contrabando inglés de manufacturas textiles. Hasta 1786, Gran Bretaña venía interviniendo en la reexportación de manufacturas propias a América desde Cádiz, utilizando comisionistas gaditanos. La Real Orden de 11 de julio de 1786 prohibiendo el embarque para Indias de textiles extranjeros provocó un fuerte auge del contrabando de telas inglesas que redujo la demanda americana de manufacturas catalanas. La Guerra de la Convención no causó un serio quebranto en el comercio colonial, aunque la actividad mercantil en la importante plaza gaditana se contrajo en 1793 y 1794, y en Cataluña alguna quiebra afectó a comerciantes importantes, como los Gloria, una familia mercantil poderosa, pero los fabricantes del sector algodonero no sufrieron ninguna bancarrota de consideración. La declaración de guerra a Inglaterra en octubre de 1796 modificó dramáticamente la coyuntura. El corso inglés en el Mediterráneo y el estricto bloqueo de Cádiz tras la derrota naval del cabo San Vicente en febrero de 1797, interrumpieron el comercio español con Indias, quedando América desabastecida y sin posibilidad de dar salida a su producción colonial. El Decreto de 18 de noviembre de 1797 quiso paliar esa dramática situación al permitir que los países neutrales pudieran comerciar directamente con los puertos americanos. Los Estados Unidos se convirtieron en el principal abastecedor de las colonias y en su mejor cliente. La trascendencia de esta medida legislativa, que dejaba en suspenso el pacto colonial, fue extraordinaria e insospechada. Pese a que fue derogada el 20 de abril de 1799, restaurándose el monopolio, sus efectos sobre la sociedad criolla habían sido enormes. La producción autóctona había aumentado, como también el volumen de su comercio, y los criollos habían logrado productos manufacturados variados, de calidad y a precios muy ventajosos. La negativa de Cuba, Caracas, Guatemala y Puerto Rico a aceptar la derogación del decreto del 18 de noviembre de 1797, que les había permitido intercambiar productos con países neutrales, era la constatación de que los criollos tomaban conciencia de que podían subsistir liberados de las ataduras que los ligaban a la metrópoli. El bloqueo de la bahía gaditana y la interrupción del comercio catalán produjeron grandes pérdidas. Según García-Baquero, fueron numerosas las quiebras de compañías comerciales gaditanas y la totalidad de las cincuenta y cuatro casas aseguradoras que operaban en Cádiz se arruinaron al no poder soportar los gastos derivados de los 186 navíos apresados por los ingleses. En Cataluña, la paralización del tráfico redujo a mínimos la producción industrial, aumentando considerablemente el paro. El deterioro de las condiciones de vida se vio agravado por la pésima cosecha de 1797-1798. Según Canga Argüelles, la guerra había provocado la desaparición del espíritu de empresa por falta de capitales y de confianza, y el suceder a la actividad la inercia, la miseria a la abundancia, y la parálisis más funesta al movimiento de vida en que se fundan la grandeza y el poder de las nociones. La parálisis a la que hacía referencia Argüelles se mantuvo hasta el momento mismo en que las hostilidades con Inglaterra cesaron en noviembre de 1801. Según Antonio Alcalá Galiano, testigo directo del acontecer gaditano, con la Paz de Amiens empezaron a venir a Cádiz en abundancia buques de varios puntos de América, todos con buenos cargamentos. Y si en Cádiz se regresaba a la normalidad, en Cataluña el incremento fue espectacular. Sin embargo, la bonanza comercial fue breve. En agosto de 1804 el corso británico comenzó a interceptar el tráfico colonial, lo que auguraba la inmediata reanudación de la guerra con Inglaterra. A mediados de octubre, abiertas formalmente las hostilidades, la situación volvió a ser similar a la del período 1796-1802, y comerciar con América fue nuevamente una aventura arriesgado, como la calificó Pierre Vilar. El desastre de Trafalgar en octubre de 1805 disipó cualquier esperanza de proteger el tráfico comercial al quedar destruida la armada, con lo que el Atlántico pasaba a ser un océano británico. Los ingleses atacaban, incluso, a las propias colonias. En junio de 1806, Beresford tomó Buenos Aires, aunque tuvo que abandonar la ciudad dos meses después, y en febrero de 1807 Montevideo fue ocupada durante cinco meses. El azúcar desembarcado en Cádiz pasó de 969.000 arrobas en 1804 a 28.00 en 1805, 2.583 un año después, y a sólo 1.216 arrobas en 1807. Descensos similares afectaban al cacao y al tabaco, y en 1807 ningún navío con oro o plata llegó con destino a la Depositaría de Indias. En Cataluña las quiebras se sucedieron. Delgado Ribas ha documentado treinta y siete bancarrotas durante la contienda, de las que el 35 por ciento correspondió al sector textil algodonero. Entre los comerciantes y fabricantes catalanes existía la convicción de que no había futuro sin un mercado protegido, pero éste ya no podía ser el colonial, que se oponía a regresar al régimen del monopolio. La anulación en 1814 de las medidas liberalizadoras aprobadas por las Cortes de Cádiz, dio un impulso definitivo al movimiento emancipador, que logrará después de 1824 la independencia definitiva de las colonias.
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Durante este período subsiste un entramado de relaciones comerciales que no se ve afectado por la fragmentación y la inestabilidad del momento y que, siguiendo las pautas de la época califal, se centra en los núcleos urbanos, adquiriendo un auge significativo las actividades económicas propias de la vida urbana, como son la industria y el comercio.Por razones de diversa índole, el comercio va a tener un carácter eminentemente interno, basado en los productos agrícolas y los manufacturados, destinado a satisfacer el propio consumo. Este tráfico comercial utiliza las vías clásicas de comunicación y los ríos navegables, ocupándose la arriería de la totalidad de los transportes terrestres. Las transacciones, siempre según las pautas teóricas del derecho islámico, se realizan en las ciudades que cuentan con zocos o mercados especializados y con la presencia de un funcionario encargado expresamente de controlarlos, el muhtasib o sahib al-suq, almotacén o zabazoque.Existía, además, un importante comercio exterior que encontró salida para algunos productos naturales e industriales en el norte de África, Oriente y norte peninsular. El comercio derivado de la agricultura se proveía de los excedentes de aceite de oliva, algodón, lino y frutos secos. Sin embargo, el trigo, elemento básico para la alimentación, generalmente debía importarse, pues no se producía lo suficiente para autoabastecerse.La calidad de los productos industriales determinó una excelente demanda externa, sobre todo de productos suntuarios destinados a mercados de lujo. La producción intensiva de tejidos de alta calidad, que salía de talleres especiales, dar al-tiraz, empleaba a numerosos artesanos dedicados a labores de cardado, hilado y teñido. Eran muy apreciados los tejidos de brocados y sedas, como los famosos hulal mawsáyya, tejidos listados con motivos animales y vegetales que se fabricaban en Málaga. También se exportaban productos derivados de la industria lanera y del cuero, objetos de orfebrería y de vidrio, así como cerámica esmaltada y dorada.En las transacciones al por mayor solía intervenir un intermediario y se almacenaban en funduq o alhóndigas, que disponían, además, de zonas de hospedaje. En las ciudades importantes existía la alcaicería, mercado estatal de carácter público destinado especialmente a los productos de lujo.Otro tipo de comercio, de gran trascendencia, fue el de esclavos, pues por al-Andalus atravesaba la ruta que los traía desde Europa y el norte de la Península camino de otros ámbitos mediterráneos, y contaba con mercados especializados en cada ciudad.
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La base de la expansión comercial en la segunda mitad del siglo XVI fue, sin duda, la exportación de plata, que desde los años cuarenta se extraerá de forma masiva, sobre todo de las minas de Ikuno y de la isla de Sado. Ello no sólo posibilitará que la economía nipona pase del trueque a la monetarización, sino que convertirá al Japón en una potencia comercial, con la exportación del metal precioso necesitado por el resto del Continente asiático a cambio de productos de lujo -sedas, lacas, especias, perfumes y libros-. El comercio japonés mantenía un activo tráfico de especias con Annam y Siam, mientras que las relaciones mercantiles con China se llevaban por medio de una atrevida piratería, que provocó la prohibición de los Ming a sus marineros de todo contacto con el Imperio del Sol Naciente desde finales del siglo XV. El resultado fue la organización de un contrabando que, sin embargo, no era capaz de cubrir las necesidades japonesas ni las chinas. Hideyoshi, involucrado directamente en el comercio desde su castillo de Osaka, uno de los principales centros comerciales japoneses, se dedicó a encauzar y fomentar las relaciones comerciales con el exterior. Una vez hecho con el control del puerto de Nagasaki en 1587, negoció con China la posibilidad de abrir de nuevo vías legales, sustitutivas de la piratería, no llegando a ningún resultado. En 1543 se había producido el encuentro con el comercio portugués, cuando tres marinos lusitanos arribaron a las costas de Kyushu, arrojados por el furor de una tormenta. Desde entonces, sus armas de fuego fueron objeto del deseo de los daimyos y propiciaron unas relaciones de intercambio facilitadas por el repliegue comercial chino. La importancia creciente de las actividades mercantiles llevó al poder a apoyarlas y protegerlas. En primer lugar, aparecieron corporaciones a las que el shogún había concedido el monopolio del comercio de ciertos artículos de lujo o de interés particular, como el oro, la plata, la seda, el cobre o el aceite vegetal, y después se formaron de hecho, y fueron aceptadas por el poder político, otras de carácter privado. A fines del siglo XVII ya existían las Diez Corporaciones de Comercio de Edo y las Veinticuatro Corporaciones de Osaka. Los Tokugawa mantuvieron a los comerciantes fuera del acceso libre al comercio exterior, que quedaba bajo control del shogún, así como la producción de las minas y, por tanto, la acuñación de moneda. Los daimyos copiaron el modelo utilizado por el shogún para sus circunscripciones y utilizaron corporaciones comerciales para la venta en régimen de monopolio de sus propios productos, para lo que abrieron factorías en las ciudades. Así, controlaban fácilmente el precio de los artículos que se vendían en sus territorios y además imponían los precios de sus productos en las ciudades. La mejora en el nivel de vida ocurrida en el Seiscientos, y las mayores posibilidades de consumo eran evidentes en todas las clases sociales. Y no sólo en las aldeas, sino entre los artesanos y comerciantes, surgieron sectores que asimilaron la forma de vida de los daimyos y samurais, con el acceso a la cultura y al disfrute de bienes de consumo de lujo, que tanto persiguieron los Tokugawa con sus leyes suntuarias. Aunque el artesanado se beneficiase de este general aumento del consumo, fueron los comerciantes quienes lo hacen más claramente. La obligación de los señores de residir en la corte de Edo una parte del año les obligaba a desdoblar los gastos, en el campo y en la ciudad, con el consiguiente recurso al mercader para el avituallamiento en la capital, donde el deseo de ostentación aumentaba el consumo de objetos suntuarios. Así, los mercaderes se manifestaron imprescindibles para mantener el nuevo régimen de vida cortesano, y eran ellos quienes comercializaban los productos de los campos de los daimyos, les adelantaban dinero y les vendían los artículos necesarios para la subsistencia y para el mantenimiento de un tipo de vida acorde con su posición. No sólo aumentó de esta manera el número de mercaderes, sino su potencia económica, con el consiguiente ascenso social.
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El comercio no tuvo la importancia que alcanzó en Mesopotarnia y Siria, aunque es necesario matizar este juicio, porque Egipto desarrolló, no obstante, una viva actividad de intercambio exterior e interior. Egipto era deficitario en madera de construcción, cobre y oro, perfumes y maderas nobles. Tenía abundantes excedentes de cereales, papiro y algunas manufacturas. El comercio exterior estaba en manos estatales y durante el Imperio Antiguo se dirigía a Biblos, a Nubia y al Punt. Del Líbano se traía madera de cedro (en algunos casos se movieron flotas de hasta 40 barcos). Se empleaba para toda clase de construcciones, tanto en tumbas como en casas y para carpintería. Es posible que a través de Biblos llegase también el lapislázuli, que tanto abunda en la joyería egipcia y sabemos que su foco más importante de producción estaba en el lejano Afganistán. Al Punt se iba a buscar desde muy antiguo (por lo menos desde la V dinastía) incienso, oro, pieles. Al Sinaí se enviaban expediciones militares para trabajar las minas de cobre de Wadi Maghara, aunque no se trataba de comercio propiamente dicho. A Nubia se iba desde los comienzos mismos del Estado egipcio con caravanas de asnos y se traían maderas finas (ébano), esclavos, oro en grandes cantidades, miel, grasa, alabastro, etcétera. Las expediciones saqueaban pueblos enteros y se apoderaban del ganado, de la gente y de las cosechas. Durante toda la historia de Egipto, a Nubia se iba a despojar impunemente. Después de la interrupción del comercio exterior en parte del I Período Intermedio, el Imperio Medio continúa las mismas directrices del Antiguo, y en los mismos sitios, pero a una escala mucho mayor, especialmente en Siria, Líbano y Nubia, donde la presencia egipcia es más fuerte militarmente y, por tanto, el saqueo más eficaz. Durante mucho tiempo se creyó que el establecimiento de Kerma era una especie de emporion para el intercambio de productos con el país de Cush, pero actualmente se piensa con cierta razón que debió ser la capital de este mismo reino, que de un modo o de otro fue un buen lugar para los egipcios en busca de provecho. De lo que no cabe duda alguna es de su importancia comercial. El comercio con los oasis se limitaba a unos cuantos productos, como sal, natrón, alfombras, plantas medicinales, y de algunos se traía madera. El Imperio Nuevo vio una expansión del comercio exterior en manos estatales, de los que es buen ejemplo las expediciones al Punt en tiempos de la reina Hatshepsut. Pero, a la vez, tenemos noticia de comerciantes extranjeros asentados en Egipto, como los sirios y probablemente otros también. Un método típico para comerciar con los nativos del Punt era el trueque silencioso: los comerciantes egipcios y sus colegas extranjeros dejaban sus géneros en las playas, que eran examinados por los indígenas, procediéndose luego al intercambio si se producía el acuerdo. La razón para tan singular conducta se basaba en el temor de aquellas primitivas gentes a ser capturados y esclavizados por los egipcios. Los comerciantes fenicios hubieron de hacer lo mismo en muchos lugares.
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La temprana pérdida de la autarquía económica en las tierras bajas mayas estimuló un comercio a larga distancia que buscaba relaciones con zonas ecológicas diferentes. El primer paso fue intensificar el intercambio con el altiplano de Chiapas y Guatemala. De allí se traían el jade, la obsidiana, la hematita, el cinabrio, la diorita, las plumas de quetzal y los molinos y manos de piedra volcánica, seguramente ya manufacturados. De la costa del Pacífico llegaban algunas conchas o derivados, como el tinte de la púrpura patula, y también la sal, que se obtenía además en los yacimientos del río Chixoy y en el norte de Yucatán. Las exportaciones comprendían trabajos en pedernal, en jade y cerámica, plumas, piedra caliza, conchas del Atlántico, pieles, caparazones de tortuga, cera, miel y los productos vegetales antes mencionados, muy especialmente el cacao, el algodón manufacturado o no, el caucho con que se hacían las pelotas del juego ritual extendido por toda Mesoamérica, y el copal que era utilizado en todas partes en las ceremonias religiosas. Ejemplos arqueológicos de este activo intercambio son, por citar sólo algunos, los vasos teotihuacanos hallados en Tikal, la obsidiana del altiplano tan frecuente en los yacimientos del Petén, y las conchas de las ofrendas y de los enterramientos de Tikal o de Uaxactum.
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El mundo islámico de los siglos VIII al IX fue un inmenso espacio mercantil relativamente homogéneo y abierto en su interior a las actividades del gran comercio a media y larga distancia practicado con técnicas que son propias del capitalismo mercantil aunque el sistema económico en su conjunto no era capitalista como lo demuestra su base productiva agraria y la procedencia de la mayor parte de la renta. Por otra parte, el pensamiento religioso no mostraba reticencias hacia el beneficio y lucro mercantiles (kasb), aunque sí condenara la usura (riba), y el mercader sincero es una figura social reconocida y alabada en diversas tradiciones de la Sunna: los mismos orígenes del Islam y la importancia del comercio caravanero y de las ciudades llevaban a este aprecio e integración sociales, tan lejano, por ejemplo, de lo que ocurría en el occidente europeo por los mismos siglos. Aquel comercio no tenía por objeto "tanto estimular la producción para la exportación como realizar el máximo de beneficio, especulando con las diferencias de precios, y procurar a los que facilitaban los capitales los productos propios del poder y del confort" pero tuvo también la potencia e intensidad suficientes como para tratar con productos de necesidad más general, indispensables a menudo para el abastecimiento de las poblaciones urbanas. Una sencilla enumeración hace ver la importancia de sus diversos aspectos: por una parte, seda china, maderas preciosas de la India, marfil indio o africano, ámbar, alcanfor, perfumes. Pero también oro, que no era un producto de lujo sino indispensable para la estabilidad del régimen monetario, minerales, sobre todo hierro, productos metalúrgicos y madera, indispensables para cubrir déficits productivos interiores. Y esclavos en gran cantidad que cumplían funciones importantes en una sociedad siempre escasa de hombres: turcos, eslavos, zany traídos de la costa este africana. Además, se utilizaba las redes comerciales para redistribuir productos agrarios y manufacturas, algodón, textiles, metalurgia, etc., entre unas y otras regiones del mundo islámico. Las técnicas mercantiles no son nuevas, pero, como ocurre en otros campos de la historia islámica, entonces se perfeccionaron y difundieron mucho más. Entre las de transporte, recordemos la sistematización de puntos de etapa, almacenamiento y venta, plasmada en khans o caravanserrallos, almacenes y alhóndigas o funduq, alcaicerías, etc., o, en el ámbito marítimo, la introducción en el Mediterráneo de la vela latina, propia hasta entonces del Océano Índico, de la brújula y de diversos cálculos astronómicos de posición, también de origen oriental. Entre las técnicas asociativas para acumular trabajo y capitales en una misma empresa, el Derecho islámico describe algunas ya conocidas antes: la madaraba o qirad era semejante a la commenda pues aliaba a un socio capitalista con otro técnico y ejecutivo; la sirka era otro tipo de sociedad, en la que todos sus miembros participaban en la propiedad de las mercancías. El sistema monetario respaldó durante siglos el desarrollo e incluso la supremacía mercantil del Islam, debido al buen abastecimiento en oro y plata y a la abundancia y fluidez de las acuñaciones que, en el Próximo Oriente, permitieron mantener el bimetalismo aunque se percibía la diferencia zonal en función de los dos sistemas que el califato heredó, el de los sasánidas, basado en la plata, y el de los bizantinos, que lo estaba sobre el oro. La relación oro-plata solía ser 1:10 y las monedas principales el dinar de oro de 4,25 gramos y el dirhem de plata de 2,97, además de piezas de cobre (fals), también imitadas de antiguos tipos romanos. La abundancia de oro creció en el siglo X lo que permitió efectuar acuñaciones en áreas hasta entonces sólo argénteas -caso de al-Andalus-, cuando el mundo islámico recibía oro de casi todos los puntos de producción (Africa subsahariana, Nubia, Armenia, Cáucaso) además de contar con el atesorado en siglos anteriores por bizantinos y sasánidas. Se utilizaron también diversos medios de créditos y pago pues algunos mercaderes eran también cambistas (sayrafi) o prestaban a crédito, y se conocían procedimientos de transferencia de fondos (suftaya, hamala) que anticipan lo que sería siglos después la letra de cambio, y órdenes de pago (sakk) antecedente de los cheques, aunque tanto unos como otras tenían un uso limitado al campo de la fiscalidad pública. Los mercaderes dedicados al gran comercio no intervenían directamente en los mercados locales; su especialidad era el comercio exterior y los productos, una vez pagadas las aduanas, se almacenaban en alhóndigas donde los adquirían los comerciantes locales en transacciones acompañadas por nuevas tasas sobre el tránsito y compraventa. Solían actuar como intermediarios corredores (sismar), y a veces había que sujetarse a la intervención del poder público, que podía establecer monopolios de venta gestionados directamente o arrendados a mercaderes (en Egipto, por ejemplo, sobre la madera, el hierro y el alumbre) o, al menos, lugares de venta de uso obligatorio en alcaicerías, tiendas o alhóndigas de propiedad estatal. El mundo de los grandes mercaderes y de sus factores y agentes estaba formado por musulmanes, y el árabe era la lengua de uso común, pero había también sirios y armenios cristianos, mazdeos y judíos. Entre estos últimos hay noticias más precisas sobre los rahdaníes (caminantes) que recorrían la ruta del Mosa-Saona-Ródano hasta el Mediterráneo y traficaban con esclavos transportados por ella y por el Mediterráneo hacia Oriente, o sobre los judíos del Egipto fatimí cuyas actividades están reflejadas en los documentos de la Geniza de la sinagoga de El Cairo. La centralidad del Iraq en el siglo IX, cuando confluían todos los caminos en Bagdad, se vio desplazada en el X en beneficio de Alejandría para lo que se refiere al tráfico del Mar Rojo, y en el XI y XII por la zona norte de Siria, que comunicaba directamente con Irán y Asia Central a través de los nudos de Mosul y Tabriz. Las dos grandes rutas hacia Oriente eran una marítima desde las ciudades del Golfo Pérsico (Basra, Siraf) hacia el Yemen y Africa Este o hacia la India y el Sureste asiático: en Cantón hubo una colonia musulmana y por aquel camino se difundiría pacíficamente el Islam, como también por el terrestre, la conocida ruta de la seda que, por el Asia Central, desembocaba en China del Norte. Otro gran haz de caminos comunicaba con la cuenca del Volga, dominio de jázaros y búlgaros, hasta enlazar con las rutas de los varegos escandinavos. Las comunicaciones con Constantinopla a través de Asia Menor y del Mar Negro siempre existieron a pesar de la enemistad entre los dos imperios. Y, en fin, se desarrollaron los caminos que atravesaban el Sahara en busca de los mercados del Sudán situados al sur del Senegal y del gran recodo del Níger. Dentro de la unidad de este conjunto hay matices y ámbitos de relativa especialización o autonomía. Así, por ejemplo, el Mediterráneo y el Índico son espacios bien diferenciados y los marinos y mercaderes trabajan en uno o en otro; el Magreb tenía mayor relación con Europa occidental, sobre todo a partir del siglo XII, y con los países subsaharianos; Egipto y Siria mantenían vínculos comerciales más intensos con Bizancio; Yemen cuidaba sus tradicionales enlaces con las escalas del Océano Índico; Asia Central las suyas con China, a través de la ruta de la seda, y con el espacio europeo oriental.
contexto
Fue la hija predilecta de la economía borbónica y logró resultados espectaculares. El siglo comenzó con un absoluto dislocamiento de los circuitos tradicionales como consecuencia de la presencia de buques franceses en todos los puertos hispanoamericanos. Contaron con el beneplácito de Felipe V desde 1702 y suministraron las manufacturas europeas hasta la paz de Utrecht. A partir de entonces comenzó la presencia legal de los ingleses. Teóricamente era un sólo buque de comercio, el navío de permiso, y buques negreros de la Compañía de la Mar del Sur, pero en la práctica eran cientos de navíos, ya que el de permiso se abastecía de mercancías en alta mar (tenía así un fondo ilimitado) y los buques esclavistas introducían contrabando continuamente. Como los holandeses hacían también un intenso comercio ilegal desde Curaçao, el problema del contrabando adquirió dimensiones dantescas. La Corona pidió a sus autoridades en América que reprimieran dicho contrabando, protegió el corso, trasladó el monopolio sevillano a Cádiz (1717) -donde se ubicaron también la Casa de la Contratación y el Consulado- y restableció el viejo sistema de flotas (Proyecto de Galeones y Flotas de 1720), remozándolo con algunas mejoras (se sustituyó el almojarifazgo por el derecho de palmeo y se trasladó la feria de Veracruz a Jalapa). Posteriormente, el ministro Campillo elevó a medio millón de pesos el comercio legal de Filipinas con Nueva España y prohibió enviar ninguna flota de los galeones hasta que no se hubieran vendido las mercancías llevadas por la anterior. Nada de esto cambió la situación. El contrabando siguió igual y la persecución del mismo, realizada por los corsarios -único medio eficaz de combatirlo- terminó por desembocar en la guerra angloespañola o de la Oreja, llamada así porque el capitán contrabandista Jenkins protestó con toda razón ante los Comunes por la insolencia de un corsario español que le había cortado dicho apéndice. Los ingleses destruyeron Portobelo y trataron inútilmente de tomar Cartagena, pero lo que de verdad lograron fue hundir el moribundo sistema de los galeones, que fue sustituido por el de navíos sueltos. Subsistió, no obstante, la Armada de la Nueva España, si bien cada vez más raquítica. Desde 1720 hasta 1760 hubo ocho convoyes. Los navíos sueltos comenzaron a utilizar la vía del Cabo de Hornos para llevar sus mercancías a los puertos del Pacífico, lo que hizo bascular el comercio hacia el sur, revaluándose el Río de la Plata y la costa chilena, y entrando en decadencia las plazas de Tierra Firme y del Caribe. Para evitar que éstos cayeran totalmente en manos de los contrabandistas se dio libertad (1765) a las islas de Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Trinidad y Margarita para negociar con nueve puertos peninsulares. La libertad se hizo luego extensiva a Louisiana, Yucatán, Campeche, Riohacha y Santa Marta (1768), aumentando también el numero de puertos españoles autorizados. El mismo año se liberalizó el comercio intercolonial, autorizándose el comercio entre México, Nueva Granada, Guatemala y Perú. El Reglamento de Libre Comercio de 1778 puso término a esta política, autorizándose el tráfico libre entre los puertos indianos y los peninsulares (los de México y Venezuela siguieron con el régimen anterior hasta 1789). Se suprimió la Casa de Contratación y se crearon juzgados de arribadas en cada puerto autorizado. Siguió vigente la obligación de las colonias de comerciar únicamente con España. Poco duraron los efectos de esta política liberalizadora, pues al poco inició España una serie de guerras con Inglaterra que fueron nefastas para el comercio, ya que se luchaba contra la potencia naval que dominaba el Atlántico. Tras la de 1779-82 vino un período de paz durante el cual se normalizó el comercio. En 1796 sobrevino otro conflicto con los británicos y la Corona tuvo que autorizar el comercio con América a los buques de las naciones neutrales, para evitar que quedara totalmente desabastecida. Los norteamericanos fueron los más beneficiados por ello, ya que se brindaron a llevar cacao y azúcar a España, y vinos, aceite y harinas a Hispanoamérica. El permiso se suspendió en 1801 y hubo que volver a otorgarlo en 1805, al sobrevenir otra guerra con los ingleses que duró ya hasta 1808. La situación de Hispanoamérica en los años previos a la emancipación fue dramática pues llegaron a faltar artículos necesarios como harina y vestidos (lo que disparó los precios) y no pudieron exportarse los excedentes agropecuarios. Otros elementos esenciales del reformismo comercial fueron las compañías comerciales y los consulados. La primera compañía fue la de Honduras y se fundó en 1714 para negociar con dicho territorio. En 1728 se creó la Guipuzcoana o de Caracas. Siguieron luego las de Campeche (1734), Sevilla (1747), La Habana (1740), Barcelona (1752), los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1784) y la de Filipinas (1785). La fundación de nuevos consulados para fomentar la agricultura, la ganadería y el comercio estaba contemplada en el Reglamento de 1778 y se puso en marcha a fines de siglo. Se crearon los de Caracas y Guatemala en 1793, Buenos Aires y La Habana en 1794, y posteriormente los de Cartagena, Veracruz, Guadalajara y Santiago de Chile. En cuanto al tráfico comercial, aumentó progresivamente. Entre 1710 y 1747 negociaron 1.271 buques con un total de 330.476 toneladas, que entre 1748 a 1778 fueron ya 2.365 embarcaciones y 738.758 toneladas. García Baquero señala que, tomando un índice 100 para principios de siglo, el tonelaje creció a 160 entre 1710 y 1747, y a casi 300 entre 1748 y 1778. Entre 1782 y 1796 se cuadruplicaron las exportaciones hispanoamericanas, lo que pareció demostrar la bondad del Reglamento de 1778. Este comercio estuvo controlado en un 76% por Cádiz, pese a la libertad comercial. En América, la Nueva España fue el primer mercado receptor seguido del Perú, el Río de la Plata y Venezuela. El intercambio siguió la tónica de exportar de España manufacturas e importar caudales, productos tropicales y colorantes. Entre 1717 y 1738, los caudales importados superaron los 152 millones de pesos, que ascendieron a 439.728.441 pesos entre 1747 y 1778. Posteriormente, entre 1782 y 1796, alcanzaron los 20,6 millones de pesos. Más significativa es la proporción entre las exportaciones americanas de metales preciosos y de productos agropecuarios. En 1778 el oro y plata suponían el 76% del valor de dichas exportaciones, pero entre 1782 y 1796 bajaron al 56%, demostrándose así que Hispanoamérica exportaba cada vez menos metales preciosos en relación a los productos tropicales.