Tema típico de la pintura flamenca costumbrista es esta Extracción de la Piedra de la Locura, que fue tratado por muchos artistas del momento y anteriores, como por ejemplo el Bosco. La piedra de la locura se pensaba que era la responsable de la estupidez o la locura del ser humano, por lo cual se consideraba apropiado la trepanación del paciente a fin de curarlo. Esta trepanación no ofrecía ninguna garantía sanitaria, por lo que era más frecuente sustituirla por un ritual de curandero. La representación de la operación tal cual, en la que el paciente ni siquiera aparece anestesiado, borracho o inconsciente nos dice que no está dando cuenta de un hecho real sino de un ejemplo moral. Objeto del moralista refranero flamenco, el tema de la Extracción pone de manifiesto la credulidad del populacho y la falta de escrúpulos de estos supuestos cirujanos y curanderos que alegremente, socorridos por alcahuetas, extraían más bien el dinero de los bolsillos de los incautos que se ponían en sus manos. El cuadro resulta de esta manera una cómica muestra de las costumbres flamencas del siglo XVI, con un fiel retrato de los tipos humanos, la moda, las creencias y los objetos de la época.
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El Cisma de Occidente se produce cuando a la muerte en el año 1378 de Gregorio XI -que había trasladado a Roma la sede papal desde Aviñón-, los cardenales romanos eligieron como sucesor a Urbano VI. Un colegio de cardenales disidentes se opusieron al candidato romano y proclamaron a Clemente VII, lo que originó la división en el seno de la Iglesia. Tras diversos proyectos de solución -Via Cessionis, Via Compromissi y Via Conventionis- se intentó llegar a un acuerdo con la apertura de un concilio en Pisa (1409) donde se eligió a un nuevo pontífice, Alejandro V. Resulta evidente que tres papas no era ninguna solución por lo que se convoca un nuevo concilio, esta vez en Constanza (1414) donde son declarados depuestos los tres pontífices y elegido Martín V, lo que supuso la extinción del Cisma.
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En el año 1054 finalizó un largo proceso de separación entre las Iglesias cristianas de Oriente y Occidente. El motivo de la ruptura fue la cuestión de la fidelidad al papado de Roma. En Occidente, la autoridad eclesiástica suprema correspondía al Papa, obispo de Roma, quien había sido legitimado a través del apóstol Pedro por boca del mismo Cristo. Por el contrario, en Oriente la autoridad residía en un episcopado integrado por todos los obispos. El conflicto, no obstante, era una diferencia más en una larga cadena de desencuentros que separaban cada vez más a ambas Iglesias. Las diferencias tenían su raíz más profunda en el carácter cultural diferente de los Imperios romano occidental y oriental, empezando porque el primero era de habla latina y el segundo griega. La división lingüística y cultural se vio acentuada por una larga serie de controversias doctrinales, incluida la discusión sobre la naturaleza dual de Cristo -humana y divina- o la cuestión de la devoción a iconos, es decir, imágenes de Cristo, María o los santos. En el siglo VIII surgió en Oriente un movimiento denominado iconoclastia, es decir, destructores de imágenes, que consideraba una idolatría el culto a las imágenes en las iglesias. Progresivamente este movimiento fue ganando poder, siendo muchas las imágenes destruidas. Sin embargo, sus contrarios, los iconólatras, acabaron por invetir la tendencia, afirmando que las imágenes eran, más que objetos simbólicos, elementos sagrados, capaces por tanto de conferir la gracia divina a los devotos. Esta última actitud no fue aceptada por Occidente. Estas cuestiones, que separaban a las Iglesias de Occidente y Oriente, forjaron el cisma definitivo del año 1054, cuando la comunidad bizantina del sur de Italia se negó a rendir homenaje al Papa León IX. Este hecho ocasionó una fuerte discusión entre ambas Iglesias, conflicto que finalizó con la excomunión de la Iglesia Oriental, que respondió de la misma forma. Pese a que ha habido varios intentos de reunión, lo cierto es que ésta nunca se ha producido.
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No se admite ya que el período clasicista del Cinquecento haya durado el medio siglo adscrito desde Vasari al Alto Renacimiento. Sólo comprendió propiamente, al menos en la Italia central, una veintena de años, de 1500 a 1520, el de la muerte de Rafael, uno de sus principales definidores, que ya había visto desaparecer a Bramante en 1514 y a Leonardo en 1519, otros dos pilares del estilo. Etapa ciertamente breve, pero que contó con personalidades pujantes y geniales que, junto con Miguel Angel, la convirtieron en luminoso momento estelar de la Historia y el Arte universal. Tampoco vivió hasta esa fecha el más decisivo mecenas y patrocinador del Renacimiento en Roma, el papa Julio II, que gobernó la Iglesia católica con voluntad de hierro entre 1503 y 1513. El sucesor, León X, perteneciente a la casa de los Médicis, ejercerá el pontificado hasta 1524, año en que ya el clasicismo había emprendido otros rumbos que se expandirán tras el crítico Saco de Roma en 1527. La coincidencia de los cuatro grandes determinó que Roma arrebatara a Florencia el papel conductor del Renacimiento desempeñado el siglo anterior. El papa Della Rovere logró atraer a Bramante, que acababa de abandonar Milán tras la ocupación francesa de 1499, encomendándole la ampliación del Palacio vaticano y la construcción de la nueva basílica de San Pedro. Bramante pudo convertirse así en el auténtico creador del estilo clasicista en arquitectura y tuvo luego en Rafael su ilustre continuador. La estancia de Bramante en Lombardía al servicio de Ludovico Sforza anticipó algunas de las soluciones que el artista desplegaría en su actividad romana; en Milán contó con la compañía de Leonardo de Vinci, que se había ofrecido no sólo como pintor y escultor, sino además como constructor y asesor de arquitectura e ingeniería militar. Si Bramante es considerado, como apuntó Vasari, el verdadero continuador de Brunelleschi con su cupullone presidiendo en altura la catedral florentina y la ciudad entera, también heredó de Alberti el quehacer teórico de proyectar los diseños tras haber estudiado en los restos visibles de la Roma cesárea las apoyaturas que le permitirían erguir la cúpula como hito dominante de la urbe y arroparla con monumentalidad y elegancia estructural. A los arquitectos del Clasicismo tocará resolver dos tipos de edificaciones separadas por su destino religioso o mundano: de un lado, culminar templos iniciados en estilo gótico agregándoles la cabecera o construirlos de nueva planta donde por elección estilística se adoptarán planos centrados adecuados a la coronación cupular, como además de San Pedro del Vaticano se incluyen capillas sepulcrales o sacristías de plan central; de otro, palacios urbanos de magnificencia acorde con el nivel social de los comitentes, o villas suburbanas de recreo abiertas a jardines. Ambas tareas ya las había acometido el Quattrocento, pero las diferencia la magnitud de la escala y el ropaje despojado y austero de sus estructuras, cuya belleza radicará en el desnudo arquitectural. La escultura clasicista estará más conectada con los modelos que la arqueología proporciona para los temas relacionados con la mitología; y en los motivos sacros, con una concreción piramidal, cerrada y estática, sin olvidar las aproximaciones al ideal humano actualizado por los estatuarios del Quattrocento. En cambio, la pintura, que no contó con antecedentes del mundo antiguo, tuvo que definir ex novo sus pautas monumentales. Quien revolucionó el que hacer pictórico con las novedades del sfumato y el claroscuro, sobre todo con la mentalización subjetiva del contenido, fue Leonardo, a quien Roma desaprovechó antes de su marcha a Francia. Tanto él como Rafael coincidieron en Florencia en la primera década del quinientos con Miguel Angel, por lo que la ciudad del Arno fue pionera en conocer el momento inicial del Clasicismo, si bien Roma, al contratar a los dos últimos como pintores y arquitectos, se consagrará como crisol definitivo. A los tres grandes maestros ha de contraponerse en Venecia el clasicismo colorista de Giorgione, también influido por Leonardo, y el primer Tiziano, como la otra visión italiana del estilo. En unos y otros será su más insistente motivación el retrato y la imagen sagrada, con amplio repertorio de pintura mural histórica o simbólica.
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En la primera mitad del siglo la tradición neoclásica continúa viva y origina algunas figuras de porte clásico. Ni la guerra de la Independencia interrumpe esta noble continuidad y gracias a los recuerdos antiguos se pueden admirar algunas bellas estatuas levantadas en lugares públicos. Estos escultores mantienen las formas escultóricas en los reposados límites del neoclasicismo, con clámides serenas, desnudos ideales y actitudes de porte griego.
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En el primer tercio del siglo XIX actúa una serie de pintores que, formados en la tradición del XVIII, van a darle supervivencia. La prolongarán incluso, prácticamente hasta la mitad de la centuria en algunos casos. Son pintores de diversa procedencia y suerte, que se sitúan, en general, en ese campo un tanto ambiguo y ambivalente que denominaríamos clasicismo académico. Espacio que media entre la tradición barroca y el neoclasicismo, participando frecuentemente de ambas tendencias. Ello los hace difícilmente clasificables a veces, ya que incluso algunos, en cierta etapa de su producción, realizan obras que podrían considerarse neoclásicas y hasta prerrománticas. Por esto preferimos referirnos a ellos bajo el denominador más genérico que los caracteriza, que es su general entronque con las tradiciones setecentistas. Son artistas de mediocre calidad, en general, salvo el caso de Vicente López y algún otro, y están todos ellos agrupados en torno al círculo cortesano de Fernando VII. Del grupo más tradicional -aparte Juan Gálvez (1774-1847)-, merece la pena destacar el cultivo del género paisajístico por parte de Fernando Brambilla (1763-1834) y Bartolomé Montalvo (1769-1846). Especialidad ésta de poca tradición en la pintura española, pero que alcanzará gran desarrollo a lo largo del siglo. Brambilla fue el principal paisajista de la última década del siglo XVIII y primer tercio del XIX. Magnífico perspectivista que sabe dotar de amenidad y encanto a las vistas y paisajes que representa, puede situarse su estilo en ese paisajismo clasicista que une la racionalidad geométrica y descriptiva a una seducción ambiental y encanto nostálgico que preludia el romanticismo. Su colección de vistas de los Reales Sitios (Patrimonio Nacional), representa el enlace entre el paisajismo rococó de un Paret y Alcázar y el romántico posterior. Paisajista de un clasicismo también mitigado por la tradición populista del siglo XVIII fue Montalvo, quien tiene la originalidad de cultivar además las marinas. Pero la figura cumbre, la más característica y representativa de este grupo de pintores cortesanos, mantenedores en mayor o menor grado de la tradición, es Vicente López Portaña (1772-1850). Fue uno de los más depurados productos de la formación proporcionada por la Academia borbónica, y uno de los mayores pintores de su tiempo, aunque su arte se mantuviese anclado en las premisas dieciochescas en que se formó. Estas no eran otras que la herencia estética de Mengs, interpretada en la Academia por sus discípulos, donde aún tenían vigencia las herencias decorativas barrocas. Por ello no se le puede considerar netamente un neoclásico. Su obra, fundamentalmente retratística, tiene el doble interés de la calidad pictórica y la iconografía, caracterizándose por el realismo, relieve de la figura, excesivo acabado, detallismo de primitivo, brillante colorido y excelente dibujo. Todo ello envuelto en su ambiente exacto, pero, adoleciendo de una cierta languidez y falta de fuerza, en general, en la introspección psicológica (La reina María Cristina, D. Antonio Ugarte y su esposa, o Goya, Museo del Prado). El resto de su obra está compuesta, fundamentalmente, por pintura religiosa y decoraciones al fresco (Bóveda del Salón de Carlos III, Palacio Real). Sus numerosos discípulos, tanto de su taller madrileño como de la Academia de Valencia, mantuvieron aún, algo más diluida, la tradición dieciochesca poco más allá de la mitad de la centuria. Se contaron entre los afincados en la corte sus dos hijos, Bernardo (1800-1874) y Luis (1802-1865), Mariano Quintanilla Víctores (1804-1875), Manuel Aguirre y Monsalve (muerto en 1855) y Antonio Gómez y Cros (1809-1863). El arte de estos dos últimos está ya algo imbuido de romanticismo. Mientras, en Valencia siguieron la línea del maestro Vicente Castelló y Amat (1787-1860), Miguel Parra (1784-1846), Francisco Llácer (1781-1852), Andrés Crua (1775-1835), Vicente Lluch (1780-1812), José Maea y Juan Llácer y Viana. Fino clasicista y con cierto aire de nostalgia romántica en sus retratos (El poeta José Quintana, Museo del Prado), fue el valenciano afincado en Madrid José Ribelles y Helip (1775-1835), buen acuarelista y uno de los primeros litógrafos de España. Pero fueron el canario Luis de la Cruz y Ríos (1776-1853), con su magistral Autorretrato (colección marqués de Espeja), y el madrileño Zacarías González Velázquez (1764-1834), con las decoraciones murales de la escalera de servicio de la Casita del Labrador de Aranjuez o La hija del artista tocando el clave (Museo Lázaro Galdiano), ambos pintores del círculo cortesano de Fernando VII, quienes avanzan en el clasicismo académico dieciochesco, en que normalmente se mueven, hasta alcanzar en algunas ocasiones el neoclasicismo, pero sin llegar nunca a la rotunda concepción davidiana. Forman así estos dos pintores la imprecisa frontera entre el clasicismo dieciochesco anterior a David y el puro neoclasicismo davidiano en España.
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La aportación de estos grandes maestros -Rodrigo Gil de Hontañón y Alonso de Covarrubias- no quedó reducida exclusivamente a los efectos derivados de su propia obra, sino que se manifiesta, de manera singular, en la influencia que ejercieron en la labor de otros arquitectos que, como Hernán González de Lara, colaborador de Covarrubias en el Hospital de Afuera, pasaron de una concepción espacial y unas soluciones técnicas bastantes conservadoras a utilizar más adelante un lenguaje pleno de referencias clásicas. Por su temprana implantación, el clasicismo andaluz merece una especial atención dentro de este apartado. Como ya indicábamos cuando nos referíamos al mecenazgo de la familia Mendoza, Andalucía fue la zona de la Península donde antes se adoptaron las soluciones aportadas por el Renacimiento italiano. A ello contribuyeron definitivamente, aunque por diferentes razones, la construcción de la catedral de Granada y la del Palacio de Carlos V en la Alhambra. Cuando en 1527 el emperador encomendó a Machuca la edificación del palacio imperial, la arquitectura andaluza se orientaba hacia soluciones modernas, pero ornamentadas, como las adoptadas el mismo año por Diego de Riaño en las Casas Consistoriales de Sevilla. Fueron, por tanto, las soluciones ensayadas en la catedral y palacio granadinos las que hicieron posible la introducción definitiva del clasicismo en Andalucía como en el resto de España. Ya nos referimos al papel fundamental que la obra de Machuca tuvo en los ambientes artísticos andaluces y en el propio círculo de la corte, pero el hecho más determinante en el proceso de asimilación del clasicismo en Andalucía fue la llegada de Silóe a Granada para encargarse de la realización de dos grandes obras proyectadas con anterioridad: la iglesia del convento de San Jerónimo, panteón de la familia de don Gonzalo Fernández de Córdoba, levantada parcialmente por Jacobo Florentin conforme a un proyecto gótico, y la catedral de Granada, proyectada por Enrique Egas con una planta semejante a la del modelo de la Catedral Primada, elegida posteriormente por Carlos V para que sirviera de panteón regio a la dinastía reinante. Ya por entonces Silóe había aplicado en sus primeras obras castellanas la lección aprendida en Italia de la arquitectura bramantesca, organizando unas estructuras clásicas y monumentales de filiación clasicista que destacaban sobre cualquier consideración de carácter ornamental. Debido a su carácter funerario, Silóe se propuso en ambas obras granadinas dotar de una significación especial al presbiterio, consiguiendo centralizar su espacio. No obstante, debido al estado de la construcción de los respectivos proyectos en el momento en que se hizo cargo de ellos, condicionó de manera diferente el resultado final de ambos encargos. El avanzado estado de las obras de San Jerónimo obligó a Silóe a adoptar en el crucero una bóveda de crucería encasetonada sobre trompas-nichos, cuando lo que realmente pedía el proyecto era una cúpula sobre trompas, utilizando bóvedas de cañón con casetones en los brazos del crucero y en el antepresbiterio. No sabemos a ciencia cierta si estas soluciones estaban ya previstas en el proyecto del italiano Jacobo Florentin; lo que sí es seguro es la participación de Silóe en la confección de su complejo programa ornamental, que en esencia, y en clave alegórica, trata de ensalzar las virtudes, la fama y las glorias del Gran Capitán, de su mujer y de sus antepasados en un claro intento de transmitir la imagen de un héroe guerrero desde una óptica típicamente clasicista. Por el contrario, el carácter incipiente del proyecto catedralicio le permitió actuar sin reservas introduciendo notables modificaciones respecto a lo proyectado en un principio, alterando sustancialmente su disposición inicial, consiguiendo así uno de los edificios más importantes de nuestro Renacimiento. Como ya señalara Rosenthal, Silóe transformó la girola primitiva en una gran rotonda cubierta por una cúpula monumental, referencia directa a los monumentos funerarios imperiales de la antigüedad romana. La articulación de este espacio centralizado, donde se instaló un completo programa iconográfico de vidrieras, se convierte de una forma inequívoca en el elemento más significativo del templo; espacio que ha sido explicado como referencia clasicista del Santo Sepulcro de Jerusalén, a modo de imagen de la victoria imperial sobre herejes e infieles y como restitución simbólica del lugar sagrado por excelencia en el Orbe Cristiano. Por otra parte, la solución adoptada para los alzados, en lo referente a los elementos sustentantes de gran altura, constituyen una reelaboración a escala monumental de la utilizada por Brunelleschi en las basílicas florentinas o la empleada por Bernardo Rossellino en la catedral de Pienza. Los pilares, con columnas corintias apoyadas sobre pedestales, elevan sobre su capitel un trozo de entablamento sobre el que descansa un pilar de pequeñas proporciones, lo que realza considerablemente su altura, sin alterar por ello el sistema de proporciones del orden clásico. El acierto de esta solución se proyecta directamente sobre la disposición de alzados de las catedrales andaluzas de Málaga y Guadix, y en algunos edificios religiosos del Nuevo Mundo. Las catedrales de Guadalajara (México) y de Lima y Cuzco en el Perú, constituyen los ejemplos más importantes del territorio americano donde quedan reflejadas estas soluciones. De todas las portadas de la catedral sólo se terminaron en vida de Silóe las del Ecce Homo y la de la Sacristía, y únicamente se habían levantado los primeros cuerpos de las de San Jerónimo y del Perdón, que da entrada al crucero por el lado opuesto a la Capilla Real y se comporta como un verdadero arco triunfal. Su composición se basa en un vano de medio punto flanqueado por columnas pareadas sobre pedestales, en cuyos intercolumnios se colocan nichos avenerados, que recuerda a la empleada en el cuerpo bajo de la torre de Santa María del Campo, en la que se han enfatizado los ornamentos, constituyendo uno de los modelos de portada más imitada en la zona de Andalucía. Años más tarde, Silóe tuvo la oportunidad de dar las trazas y condiciones para la iglesia de El Salvador, de Ubeda, destinada a ser capilla funeraria de la familia de don Francisco de los Cobos, secretario particular del emperador Carlos V. Sin los condicionantes de los edificios precedentes, este edificio de nueva planta -emulación del panteón regio de Granada- responde a una disposición armónica y proporcionada, basada en una amplia nave salón de tres tramos con capillas entre los contrafuertes, a la que se asocia una capilla mayor de planta circular cubierta con una cúpula de media naranja. Se articulan sus alzados con un orden monumental de medias columnas corintias sobre pedestales, que en todo el perímetro interior del edificio sustentan un entablamento coronado por una balaustrada. Su portada principal, construida como el resto del edificio por Andrés de Vandelvira, reitera el modelo establecido por Silóe en la catedral de Granada y, en consonancia con el sentido funerario de la capilla y con el carácter clásico del edificio, presenta un programa iconográfico que basado en temas cristianos, mitológicos y en una exégesis de la "Divina Comedia" alude al concepto humanista de la inmortalidad como triunfo sobre la muerte. La estela de Silóe en Andalucía no queda reducida exclusivamente a estos novedosos proyectos, sino que se extiende a un sinnúmero de edificios civiles y religiosos que, como las parroquiales de Huelma, Iznalloz, Moclín e Illora, suponen la adopción sin reservas de las soluciones del maestro andaluz en este proceso de decantación clasicista operado en las tierras del sur. En este sentido, es sintomática la transformación operada en la obra de la mayoría de arquitectos andaluces que, como Diego de Riaño o Martín de Gainza, habían iniciado su carrera con la construcción de edificios donde primaban los planteamientos decorativos. A estos principios responden las soluciones adoptadas por Diego de Riaño en las Casas Consistoriales de Sevilla, de los que se fue alejando en las obras realizadas en la catedral hispalense, después de ser nombrado para el cargo de maestro mayor. La Sacristía de los Cálices y, sobre todo, la Sacristía Mayor de la catedral son dos buenos exponentes de este proceso. En este último ejemplo, su planta de cruz griega cubierta con cúpula sobre pechinas, las bóvedas de abanico que cubren los reducidos brazos y, en definitiva, el espacio central así generado, responden a un concepto clásico de la arquitectura, que no logra ocultar la amplitud y profusión del repertorio ornamental utilizado. Colaborador y sucesor de Riaño en la catedral de Sevilla, Martín de Gainza continuó en la dirección de estas obras a la muerte de su maestro, iniciando más adelante otros proyectos, que como la Capilla Real de la catedral o el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla, fueron terminados a su muerte por Hernán Ruiz el joven. Adiestrado en el círculo de Silóe en Granada, este último arquitecto tuvo una mejor formación clásica, como así se manifestó en sus inquietudes teóricas -fue autor de un útil "Manuscrito de arquitectura", destinado para uso propio y de sus colaboradores- y en las soluciones adoptadas en un numeroso grupo de edificios en Córdoba y Sevilla, entre los que destacan sus dos más famosas obras en la catedral hispalense: el cuerpo de campanas de la Giralda, rematado por el giraldillo -alegoría del triunfo de la Fe- fundido por Bartolomé Morel, y la Sala Capitular de la catedral, que supone una adaptación a las necesidades del momento de los planteamientos iniciales de Diego de Riaño. En esta última, en respuesta a su disposición elíptica, fuertemente iluminada por la linterna de la cúpula, se genera un espacio opuesto al del pasillo que le sirve de acceso, produciendo un efecto de ambigüedad y artificiosidad típicamente manierista. De 1579 data el programa iconográfico del Cabildo, establecido por el canónigo Francisco Pacheco y desarrollado mediante las pinturas de Pablo de Céspedes y los relieves de Juan Bautista Vázquez, Diego de Velasco y Marcos Cabrera. Mucho más clasicista resulta el estilo de Andrés de Vandelvira (1509-1575), cuyos planteamientos alcanzaron una gran resonancia en Andalucía, proyectándose, incluso, hacia determinadas zonas de Castilla y Levante a través de un numeroso grupo de obras entre las que destacan, además de las de Ubeda, Baeza y Jaén, las realizadas en su villa natal de Alcaraz y en otras poblaciones de la comarca como Villacarrillo, Mancha Real, Hellín y Sabiote. A pesar de la dependencia que mantuvo respecto a las soluciones constructivas de Silóe, ya desde sus primeras obras Vandelvira se nos muestra como un gran arquitecto dotado de una extraordinaria personalidad. Como ya hemos indicado, en la iglesia del Salvador de Ubeda, construida por el maestro, se produce una experiencia más orientada a definir en España una tipología humanística del edificio religioso, en consonancia con las llevadas a cabo en los ambientes europeos más renovadores. En este sentido, sus diseños para la sacristía del mismo edificio vienen a completar el programa iniciado en tiempos de Silóe. De planta rectangular, siguiendo la disposición tradicional de este tipo de espacios, sus alzados se ordenan con arcos hornacinas entre los soportes, sobre los que apoyan cariátides y guerreros tenantes en los que descansa el entablamento del que parten unas bóvedas vaídas de sobrio trazado, que dan al conjunto un aspecto armoniosamente clásico. Completa este espacio litúrgico un programa iconográfico -sabios, sibilas, videntes y profetas- de carácter humanístico, a modo de anuncio de la llegada de El Salvador, realizado en gran parte por el escultor Esteban Jamete. También responden a sus trazas otros edificios de la ciudad de Ubeda, como el Hospital de Santiago -cuya iglesia responde a un original espacio abovedado- y los palacios de Vázquez de Molina y Vela de los Cobos, donde el arquitecto da muestra de la depuración de su estilo en dos soluciones tipológicas muy diferentes. Pero fue en la construcción de la Catedral de Jaén donde Vandelvira se enfrentó por primera vez a la complejidad de un proyecto de estas características. En este caso, donde utilizó para los soportes una solución similar, pero más sencilla, que la adoptada por Silóe en la Catedral de Granada, tuvo que organizar su interior como un amplio y diáfano salón de fiestas. La veneración en el templo del Santo Rostro requería un espacio adecuado para la realización de ceremonias litúrgicas de tipo procesional relacionadas con el culto de tan venerada reliquia. De ahí que el arquitecto concibiera el cerramiento de los muros como una galería continua a lo largo de todo el perímetro del templo, articulándolos con tramos sucesivos con grandes balcones al interior. También debemos a Vandelvira la disposición de planta salón del templo, sus proporciones y, en definitiva, la idea general del conjunto que, como la Catedral de Granada, tanta influencia tuvieron en la construcción de catedrales en Andalucía y en América. El singular dominio de la tectónica clásica, la diafanidad y luminosidad del espacio y la acertada solución de los alzados convierten a la catedral jienense en una de las mejores creaciones del Renacimiento andaluz y en la más afortunada experiencia en la obra de su autor. La pieza más conseguida del conjunto catedralicio es, sin duda, la Sacristía, donde unos cuantos elementos arquitectónicos fueron suficientes para transformar una modesta planta rectangular en un verdadero espacio manierista. La articulación de los elementos constructivos, netamente clásicos, la ausencia absoluta de decoración -reducida exclusivamente al diseño de las piezas que coronan los capiteles, las cartelas de los testeros y las ménsulas con carátulas del friso-, así como el novedoso tratamiento de los muros y hornacinas logran transformar una disposición de carácter tradicional en un espacio radicalmente moderno donde las facultades y el genio de Vandelvira alcanzan sus cotas más elevadas. A partir de entonces, su estilo se fue decantando hacia soluciones manieristas de gran simplicidad constructiva, como las ya referidas en la sacristía de la catedral jienense o las desarrolladas a partir de los años sesenta en otros edificios como el Palacio de Vázquez de Molina en Ubeda. El acierto de estas soluciones claramente manieristas, reutilizadas en parte por Hernán Ruiz el joven y codificadas en los escritos teóricos de su hijo Alonso de Vandelvira, fueron los factores que mejor contribuyeron a la difusión de la arquitectura de Andrés de Vandelvira en toda Andalucía y en otras regiones limítrofes.
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En los muchos años de su reinado como Princeps (27 a. C.-14 d. C.) Augusto tuvo tiempo de organizar y gobernar el Imperio Romano y de desarrollar en el mismo un programa asombroso de obras públicas y bellas artes. La posteridad hubo de reconocer lo muy justa que había sido su presunción de haber convertido la Roma de ladrillo -o mejor, de adobe- que había recibido, en la ciudad de mármol que dejaba: "marmoream se relinquere, quam latericiam accepisset" (Suetonio, Aug. 28). El descubrimiento de las canteras de mármol de Carrara y Luna le permitió disponer de un material excelente, tanto para la arquitectura como para la escultura, y no cabe duda de que supo aprovecharlo. El arte de su época buscó su inspiración en el griego del siglo V, sobre todo en escultura, y fue modélico para todos los movimientos clasicistas que se produjeron en la Roma de época imperial. Estos no tuvieron ya que recurrir al arte clásico de Grecia, sino que lo hicieron al de Augusto, dotado de gran personalidad y de fuerte sabor romano. El perfil de camafeo que los artistas dieron al retrato de Augusto en estatuas y gemas, encarna el espíritu de Roma con tanta dignidad como el del Pericles de Crésilas lo hace con el de la Atenas de su tiempo.
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En Cataluña encontramos entre los primeros escultores clasicistas a los hermanos barceloneses Folch y Costa. El mayor, Jaime (1755-1821), formado en la Escuela de la Lonja de Barcelona y en San Fernando de Madrid, marchó a Roma, donde se inició en el incipiente clasicismo romano. En 1786 ingresó como académico de mérito de San Fernando y luego fue director sucesivamente de la Escuela de Nobles Artes de Granada, ciudad en la que ejecutó en su catedral el sepulcro del cardenal Moscoso, y de la Escuela de la Lonja de Barcelona. El hermano menor, José Antonio (1768-1814), fue discípulo de la Escuela de la Lonja y de la Academia de San Fernando. En 1795 colaboró con su hermano en Granada y durante la ocupación napoleónica se refugió en Cádiz y Palma de Mallorca, ejecutando el sepulcro del marqués de la Romana (catedral de Palma de Mallorca), obra de interés por su indudable grandiosidad y originalidad. El gran escultor neoclásico catalán es Damián Campeny (Mataró, 1771-Barcelona, 1855), quien inició su formación con el barcelonés Salvador Gurri, primero en Mataró y luego en Barcelona, donde acudió a las clases nocturnas de la Escuela de la Lonja. Una pensión del Consulado del Mar le permitió ir a Roma en 1796, conociendo allí a Canova e ingresando en los talleres de restauración de escultura del Vaticano. Concedida otra pensión por Fernando VII, permaneció allí hasta 1816, viajando a Madrid. Sin embargo, ante la ausencia de protección del monarca, elegido ya académico de la Real de San Fernando, regresó a Barcelona, abriendo taller y realizando toda su obra en la Ciudad Condal, además de una importante labor de magisterio. Puede afirmarse que este gran escultor fue neoclásico no sólo en los temas, sino también en el tratamiento y elección de los materiales, dando a cada una de sus obras el soplo de fría exquisitez que precisaba su ideario estético. Entre sus primeras obras, la mayor parte de tema mitológico, mencionaremos Aquiles sacándose la flecha del talón. Su obra maestra fue la Lucrecia muerta (Escuela de la Lonja, Barcelona), que modeló en yeso en Roma en 1804 y el mismo artista pasó a mármol tres décadas después. En ella se aúna la tradición clásica romana con el clasicismo de Canova, apareciendo el personaje sedente, recostada su cabeza inerte en el respaldo del sillón y con el puñal a sus pies. La estatua de Cleopatra agonizante (Museo de Arte Moderno, Barcelona), debió ser concebida como pareja de la Lucrecia. De sus temas clásicos recordaremos el Laocoonte, Homero, Paris, Diana, etc., que en muchos casos no llegó a ejecutar en material definitivo. El bajorrelieve de El Sacrificio de Calirroe (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando) se relaciona por su elegancia dibujística con la obra de Flaxman y por su fría corrección con la de Thorwaldsen. El tercero de los grandes escultores neoclásicos españoles fue Antonio Solá (Barcelona, 1787-Roma, 1861), quien muy joven, y con la ayuda de una pensión de la Junta de Comercio, se trasladó a Roma, ciudad a la que se vinculó y en la que permaneció hasta el final de su vida. En 1828 la Academia de San Fernando le nombró individuo de mérito y director de los artistas españoles en Roma, puesto que desempeñó hasta 1856. La reina Isabel II le hizo escultor honorario de cámara en 1856. Fue miembro de la Real Academia de Florencia y de la de San Lucas de Roma, de la que fue director tres años. Para el estudio de su amplia obra debemos dividirla en dos amplios grupos. En primer lugar, aquellas en las que es patente la inspiración y vinculación clásica, como el Gladiador moribundo (Lonja de Barcelona), Ceres (Palacio Real, Madrid), Meleagro (Palacio de Liria), Venus y Cupido (Museo de Arte de Cataluña, Barcelona) o La Caridad Romana (Diputación Provincial de Castellón). Por otro lado, las obras que tienen carácter monumental, conmemorativo o funerario. Entre las primeras destaca el monumento a Daoíz y Velarde (Plaza del 2 de Mayo, Madrid), cuyo modelo presentó en 1822 y pasó a mármol de Carrara en 1831, que es sin duda uno de los más afortunados y originales del periodo neoclásico, al utilizar una originalísima fórmula de adaptar modelos clásicos a personajes contemporáneos. Con él pretendió emular el grupo de La Defensa de Zaragoza, de Álvarez. Conmemorativa es la estatua del monumento a Cervantes, (Plaza de las Cortes), realizada en Madrid en 1835 y en la que se advierten ya algunos acentos románticos. Por lo que respecta a su obra funeraria, destacan el sepulcro del obispo Quevedo de Quintana, (catedral de Orense) y el de Félix Aguirre (Iglesia de Montserrat, Roma), además del de los duques de San Fernando (Palacio de Boadilla del Monte), de sencillas líneas, en el que destaca la adopción del sarcófago paleocristiano con estrígiles. También ejecutó buen número de retratos, de los que gran parte se encuentra en paradero desconocido. De otros escultores como Pedro Cuadras (1771-1854), Ramón Belart (1789-1840), Adrián Ferrán (1774-1827) y Joaquín Abella, poco podemos destacar. Sin embargo, sí queremos mencionar a José Bover (Barcelona, 1802-1866), al que se ha considerado el último neoclásico catalán. Pensionado en Roma, fue discípulo de Álvarez Cubero, cuya obra le influye poderosamente. De su producción escultórica citaremos las esculturas de Don Jaime I de Aragón y del Conceller Fivaller (Fachada del Ayuntamiento de Barcelona) y, sobre todo, el sepulcro de Jaime Balmes, en la catedral de Vich.