En Cataluña encontramos entre los primeros escultores clasicistas a los hermanos barceloneses Folch y Costa. El mayor, Jaime (1755-1821), formado en la Escuela de la Lonja de Barcelona y en San Fernando de Madrid, marchó a Roma, donde se inició en el incipiente clasicismo romano. En 1786 ingresó como académico de mérito de San Fernando y luego fue director sucesivamente de la Escuela de Nobles Artes de Granada, ciudad en la que ejecutó en su catedral el sepulcro del cardenal Moscoso, y de la Escuela de la Lonja de Barcelona. El hermano menor, José Antonio (1768-1814), fue discípulo de la Escuela de la Lonja y de la Academia de San Fernando. En 1795 colaboró con su hermano en Granada y durante la ocupación napoleónica se refugió en Cádiz y Palma de Mallorca, ejecutando el sepulcro del marqués de la Romana (catedral de Palma de Mallorca), obra de interés por su indudable grandiosidad y originalidad. El gran escultor neoclásico catalán es Damián Campeny (Mataró, 1771-Barcelona, 1855), quien inició su formación con el barcelonés Salvador Gurri, primero en Mataró y luego en Barcelona, donde acudió a las clases nocturnas de la Escuela de la Lonja. Una pensión del Consulado del Mar le permitió ir a Roma en 1796, conociendo allí a Canova e ingresando en los talleres de restauración de escultura del Vaticano. Concedida otra pensión por Fernando VII, permaneció allí hasta 1816, viajando a Madrid. Sin embargo, ante la ausencia de protección del monarca, elegido ya académico de la Real de San Fernando, regresó a Barcelona, abriendo taller y realizando toda su obra en la Ciudad Condal, además de una importante labor de magisterio. Puede afirmarse que este gran escultor fue neoclásico no sólo en los temas, sino también en el tratamiento y elección de los materiales, dando a cada una de sus obras el soplo de fría exquisitez que precisaba su ideario estético. Entre sus primeras obras, la mayor parte de tema mitológico, mencionaremos Aquiles sacándose la flecha del talón. Su obra maestra fue la Lucrecia muerta (Escuela de la Lonja, Barcelona), que modeló en yeso en Roma en 1804 y el mismo artista pasó a mármol tres décadas después. En ella se aúna la tradición clásica romana con el clasicismo de Canova, apareciendo el personaje sedente, recostada su cabeza inerte en el respaldo del sillón y con el puñal a sus pies. La estatua de Cleopatra agonizante (Museo de Arte Moderno, Barcelona), debió ser concebida como pareja de la Lucrecia. De sus temas clásicos recordaremos el Laocoonte, Homero, Paris, Diana, etc., que en muchos casos no llegó a ejecutar en material definitivo. El bajorrelieve de El Sacrificio de Calirroe (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando) se relaciona por su elegancia dibujística con la obra de Flaxman y por su fría corrección con la de Thorwaldsen. El tercero de los grandes escultores neoclásicos españoles fue Antonio Solá (Barcelona, 1787-Roma, 1861), quien muy joven, y con la ayuda de una pensión de la Junta de Comercio, se trasladó a Roma, ciudad a la que se vinculó y en la que permaneció hasta el final de su vida. En 1828 la Academia de San Fernando le nombró individuo de mérito y director de los artistas españoles en Roma, puesto que desempeñó hasta 1856. La reina Isabel II le hizo escultor honorario de cámara en 1856. Fue miembro de la Real Academia de Florencia y de la de San Lucas de Roma, de la que fue director tres años. Para el estudio de su amplia obra debemos dividirla en dos amplios grupos. En primer lugar, aquellas en las que es patente la inspiración y vinculación clásica, como el Gladiador moribundo (Lonja de Barcelona), Ceres (Palacio Real, Madrid), Meleagro (Palacio de Liria), Venus y Cupido (Museo de Arte de Cataluña, Barcelona) o La Caridad Romana (Diputación Provincial de Castellón). Por otro lado, las obras que tienen carácter monumental, conmemorativo o funerario. Entre las primeras destaca el monumento a Daoíz y Velarde (Plaza del 2 de Mayo, Madrid), cuyo modelo presentó en 1822 y pasó a mármol de Carrara en 1831, que es sin duda uno de los más afortunados y originales del periodo neoclásico, al utilizar una originalísima fórmula de adaptar modelos clásicos a personajes contemporáneos. Con él pretendió emular el grupo de La Defensa de Zaragoza, de Álvarez. Conmemorativa es la estatua del monumento a Cervantes, (Plaza de las Cortes), realizada en Madrid en 1835 y en la que se advierten ya algunos acentos románticos. Por lo que respecta a su obra funeraria, destacan el sepulcro del obispo Quevedo de Quintana, (catedral de Orense) y el de Félix Aguirre (Iglesia de Montserrat, Roma), además del de los duques de San Fernando (Palacio de Boadilla del Monte), de sencillas líneas, en el que destaca la adopción del sarcófago paleocristiano con estrígiles. También ejecutó buen número de retratos, de los que gran parte se encuentra en paradero desconocido. De otros escultores como Pedro Cuadras (1771-1854), Ramón Belart (1789-1840), Adrián Ferrán (1774-1827) y Joaquín Abella, poco podemos destacar. Sin embargo, sí queremos mencionar a José Bover (Barcelona, 1802-1866), al que se ha considerado el último neoclásico catalán. Pensionado en Roma, fue discípulo de Álvarez Cubero, cuya obra le influye poderosamente. De su producción escultórica citaremos las esculturas de Don Jaime I de Aragón y del Conceller Fivaller (Fachada del Ayuntamiento de Barcelona) y, sobre todo, el sepulcro de Jaime Balmes, en la catedral de Vich.
Busqueda de contenidos
contexto
La importancia y significación de algunos de los ejemplos expuestos en relación con la formulación del humanismo clasicista nos revelan fielmente el progreso de las artes en España durante el reinado del emperador Carlos (1517-1556). Ahora bien, en relación con la política artística de otros príncipes europeos, las actividades promovidas desde el círculo imperial no llegaron a articular un auténtico arte de corte, sino que únicamente trataban de reflejar una imagen externa del monarca, básicamente clasicista. Aunque el carácter itinerante de la corte y algunos resortes de la política imperial no hicieron posible la formulación de un arte cortesano, no por ello el emperador -como ya ha demostrado F. Checa- dejó de mostrar cierto interés por cultivar determinada imagen de su persona y de la monarquía que tenía la misión de regir los destinos de un vasto imperio. Consciente de los valores simbólicos y propagandistas de la imagen artística, el emperador Carlos no dudó en rodearse de un grupo de colaboradores cuyas obras supusieron la adopción definitiva en el círculo de la corte de una opción marcadamente clásica. Y esto no sólo estuvo en relación con el programa de obras reales y la creación de las colecciones del monarca -potenciadas desde el entorno de la emperatriz Isabel y del príncipe Felipe-, sino también con la elección de unos artistas cuya formación y sistema de trabajo eran los más indicados para formular la imagen clásica del emperador. Ya indicamos cómo las obras de Bartolomé Ordóñez constituían, desde la realización de los relieves del coro de la catedral de Barcelona, un buen ejemplo de la difusión y empleo de la imagen clásica en los ambientes cortesanos. Por otra parte, el monarca, en consonancia con las exigencias representativas y laudatorias de las cortes del siglo XVI, desestimó aquellas opciones que, como la defendida por Alonso de Berruguete, proponían una alternativa dramática y emocional de la imagen, diametralmente opuesta de los planteamientos oficiales. En este sentido, la figura de Pedro de Machuca puede tomarse como ejemplo de la elección realizada por el monarca, y sobre todo por sus más próximos colaboradores, en beneficio de una mejor definición de la imagen clásica, tanto por sus trabajos como arquitecto en la Alhambra de Granada, como por su obra pictórica, encauzados ambos en una opción clasicista claramente descontextualizada respecto a los ambientes artísticos andaluces. A pesar de ello, podemos afirmar que las inquietudes e intereses de Carlos I por las cuestiones artísticas fueron relativamente escasos si los comparamos con los de otros príncipes contemporáneos, o los relacionamos con la actividad de su hijo Felipe II que, apenas llegado al poder, articuló una verdadera política artística. No obstante, el emperador manifestó una especial inclinación por los programas constructivos de la corona al definir el ordenamiento de las obras reales en 1537. En ese año fueron nombrados Alonso de Covarrubias y Luis de Vega maestros mayores de las obras del rey, con la misión de visitar, trazar y dirigir las obras de las residencias reales, ocupándose desde el punto de vista técnico y administrativo de su puntual desarrollo, contribuyendo así a sentar las bases de un arte áulico y representativo, todavía muy alejado del programa unitario planificado años más tarde por el príncipe Felipe. Aunque la mayor parte de las obras programadas en esta época, por su complejidad y volumen, no se terminaron hasta el reinado de Felipe II, fueron el punto de partida de posteriores actuaciones y centraron el interés de la corona en la zona centro de la Península, que culminarían en el programa de casas reales en torno a Madrid y El Escorial en tiempos del Rey Prudente.
contexto
Según una de las múltiples variantes que existen de la leyenda, Olorun, dios de los cielos, deseaba dar fin al absoluto dominio de las aguas sobre la tierra. Para ello, hizo descender a su hijo Odudwa con un gallo de cinco dedos, un puñado de tierra y una nuez de coco. Odudwa bajó de los cielos por una cadena o cuerda, y tiró el puñado de tierra, que formó un montículo entre las aguas: allí se construiría después la ciudad de Ife. El gallo escarbó en el montón, y el héroe divino plantó la nuez de coco. De ella surgirían siete ramas, orígenes de las monarquías yorubas. Otra variante de este mito afirma que Odudwa no bajó del cielo, sino que llegó al mando de un ejército desde oriente, lo que ha hecho suponer que acaso puedan ser considerados ya yorubas los creadores de la cultura de Nok. Sea como fuere, lo cierto es que, como todas las culturas africanas, la yoruba comienza por la ocupación del territorio, al que accede el pueblo tras una migración. En cuanto a la fecha del acontecimiento, lo único que podemos decir es que la ciudad de Ife (o Ile-Ife) parece mostrar vestigios de población ya en el siglo IV a.C., cuando aún era un simple conjunto de aldeas, y que la unificación urbana se consolidó en el siglo VI d.C. Con el tiempo, en Ife se instaurará una monarquía que cobrará para todos los yorubas un carácter eminentemente religioso. El portugués J. de Barros, en el siglo XVI, dice que al monarca u "omi oni se le tenía en gran veneración, como entre nosotros los Sumos Pontífices", y sabemos que los distintos reyes yorubas recibían de él la confirmación de su mandato y sus emblemas de poder. Es posible, sin embargo, si creemos la hipótesis de H. J. Drewal, que Ife se plantease sus primeras realizaciones artísticas antes de alcanzar este poder supremo: del periodo inicial serían unos espigados monolitos -entre los que sobresale el Bastón de Oranmiyan, de más de 18 pies de altura y adornado con clavos de hierro -que tuvieron al parecer un sentido fálico vinculado a las fuerzas de la fecundidad. Después, ya en los siglos IX y X, iría elaborándose el primer arte figurativo llegado hasta nosotros, con obras en piedra y terracota que buscan un estilo cada vez más realista. Pero es a partir del año 1000, coincidiendo con la aparición de una moda decorativa que durará cuatro siglos -la de los suelos con empedrado o mosaico de guijarros y fragmentos de cerámica-, cuando de verdad se desarrolla el arte escultórico que ha dado fama a Ife, elevándola a la cumbre de las artes africanas. No extraña que, cuando se dieron a conocer las primeras muestras de esta plástica, el gran etnógrafo Leo Frobenius creyese que su única explicación posible era una colonia griega en la mítica Atlántida, que hubiese podido llevar el arte clásico hasta las selvas de Nigeria. Y es que, efectivamente, el carácter de realismo idealista del clasicismo griego es el mismo criterio estético que domina estas figuras. En terracota o en bronce, se alinean ante nosotros unas decenas de cabezas, además de unas pocas estatuas de cuerpo entero, e incluso un grupo de un hombre y una mujer, y todo ello rompe por completo con la estética africana tradicional. Sus superficies onduladas, con blandas musculaturas y mirada perdida, evocan ese curioso gusto por el naturalismo que a veces surge en las culturas más apartadas del planeta, desde la del Indo hasta la de Akkad, sin olvidar ciertas figuras olmecas de México: se trata de actitudes puntuales, aisladas, que no llegan a crear una tradición como en Egipto y Grecia, y que pronto se diluyen en los convencionalismos estilísticos del ambiente en que nacen. Tal parece, desde luego, el caso de las esculturas de Ife. Fechadas globalmente en los siglos XI-XIII, se cree en general que proceden de un ámbito muy restringido: las de bronce, en particular, no llegan, hoy por hoy, a la treintena, y pudieron ser realizadas en un mismo taller, quién sabe si todas ellas por encargo de un oni concreto. En cuanto a ciertas diferencias estilísticas de matiz -por ejemplo, sólo una de las figuras enteras, la de Tada, muestra la cabeza en sus justas proporciones, mientras que en las otras se mantiene el convencionalismo de hacerla mayor-, podrían explicarse por razones conceptuales, como el carácter del personaje esculpido: las segundas representarían a monarcas, y conservarían por ello proporciones oficiales, mientras que la primera, acaso estatua de mero adorno, le permitiría al artista mayor libertad en su búsqueda del realismo. Paralelos para esta explicación no nos faltarían en el arte egipcio, por ejemplo. Lo que permanece oscuro, hoy por hoy, son ciertos detalles iconográficos: ¿Qué sentido tienen los surcos verticales que adornan la piel de muchas figuras? ¿son escarificaciones rituales de una familia reinante? ¿representan convencionalmente las cintas que, en los tocados regios yorubas, ocultan la cara del monarca a la vista de los súbditos? ¿Para qué servían los agujeros que presentan en la cara ciertas cabezas? ¿para colocar mechas de cabellos, o ciertos velos o adornos simbólicos? Y, sobre todo, sigue siendo un misterio el objetivo de estas obras: unas, que son máscaras -llevan agujeros bajo los ojos pudieron ser llevadas en funerales o procesiones, como hacían los romanos con las "imagines" en cera de sus antepasados. Otras, en cambio, serían objeto de adoración en los santuarios, puesto que los monarcas adquirían carácter divino a su muerte, y cabe la posibilidad de que muchas fuesen creadas pensando en los rituales de culto a la monarquía, casi como maniquíes para sostener las coronas y otros objetos simbólicos del oni. Pero ¿pasaron a menudo de un uso a otro, como sabemos que ocurrió en algún caso aislado? No olvidemos la falta de contexto en que han llegado casi todas hasta hoy. Tantas dudas acarrean otras, acaso de mayor entidad, y que afectan a la problemática del propio artista: las caras muestran una plástica blanda y orgánica, realista en apariencia, pero, como hemos dicho, resultan tan ideales como las que esculpió Praxíteles, y se basan sin duda en un prototipo mental perfecto. Esta es una observación general que podría ponerse en duda en el caso de alguna terracota, pero no en el de los bronces. O el artista yoruba de Ife, como su contemporáneo románico cuando tallaba un sepulcro, quería idealizar a un jefe u oni muerto, para darle el aspecto intemporal del más allá, o se planteaba sólo la idea abstracta del monarca como hombre supremo, sin pensar en su identificación con una persona concreta. De cualquier forma, pasado este momento genial y fugaz, que no dudaríamos en calificar de "milagro de Ife", de nuevo por comparación con el tan repetido "milagro griego", pronto advertimos que, ya desde el siglo XIII, las formas onduladas, táctiles y suaves, van dejando paso a una progresiva esquematización, a la vez que decae el uso del bronce y recobra su práctico monopolio la terracota. Aún habrá ciertas figuras deformes o monstruosas, apliques en ocasiones de vasijas cerámicas, que nos hablen de una fantasía grotesca en clave realista -algunas recuerdan terracotas egipcias helenístico-romanas-, pero empieza a dominar la inseguridad, y, para superarla, se acude a ciertas convenciones de la tradición. Sin duda alguna, esta interpretación que presentamos exige mantener una hipótesis difícil de demostrar con datos fehacientes: que tal tradición siguió viva a lo largo de siglos, a partir del final de la cultura de Nok. Aparte de criterios lógicos, sólo contaríamos para apoyar nuestra tesis con un conjunto de esculturas en piedra, el de Esie, relativamente tardío, pues sólo comienza en el siglo XII para prolongarse hasta el XV. Pero creernos que puede postularse la existencia, paralela al arte realista oficial, de una plástica expresionista que, entonces como hoy, se mantendría en máscaras y figuras de leño. Cuando se habla de arte africano, hay que tener siempre en cuenta que su material común es precisamente la madera, la cual, por desgracia, y salvo en casos aisladísimos, apenas puede soportar más de un siglo el clima húmedo y cálido de la selva. De ahí la falsa impresión que recibe el estudioso principiante cuando cree descubrir que el arte africano antiguo es de bronce, terracota o piedra, mientras que el actual se hace sólo secundariamente en estos materiales, y es sobre todo lígneo o textil.
contexto
Nació en la población normanda de Les Andelys en el seno de una familia de la pequeña nobleza local con escasa fortuna y, aunque su padre intentó que recibiera una formación que le garantizara el futuro, él se inclinó por los pinceles.Con el deseo de hacerse pintor, en 1612 marchó a Rouen, donde ingresó en el taller de Noél Jouvenet. Pronto fue a París y allí consiguió acceder a las colecciones reales donde quedó especialmente prendado de las obras de Rafael, lo que le indujo a intentar por dos veces ir a Roma, aunque en la primera ocasión al llegar a Florencia tuvo que volver a París, y en la segunda no pudo pasar de Lyon.De nuevo en París, conoció a Philippe de Champaigne y trabajó en el palacio del Luxemburgo con pequeños encargos, utilizando un estilo cercano al manierista de la segunda escuela de Fontainebleau. También fue entonces cuando conoció a quien definitivamente le llevaría a Roma en 1624, el cavalier Marini, poeta que llevaba ya varios años en Francia y quien ya en la Ciudad Eterna trató de abrirle las puertas de los encargos y lo dio a conocer al cardenal Barberini. importante mecenas y sobrino del Papa Urbano VIII.En sus primeros años italianos su estilo fue cambiante dado que ensayó muchas fórmulas, pero en general se percibe una pervivencia de los rasgos manieristas que reforzó con lo que aprendía a través del contacto con las obras de la antigüedad. Hay en estas composiciones una prioridad por las líneas diagonales y en algunas de ellas se aprecia un colorido más rico de procedencia veneciana. Como ejemplos característicos de esta primera etapa romana cabría citar los lienzos de Rinaldo y Armida del Dulwich College de Londres, La matanza de los Inocentes del Musée Condé de Chantilly o el Martirio de San Erasmo de la Pinacoteca Vaticana, pintura de gran tamaño afecta a los gustos romanos del momento.Sin embargo, pronto se torcieron las cosas pues Marini falleció y el cardenal fue enviado a España. Atravesó entonces Poussin durante el año 1630 una grave crisis acrecentada por una enfermedad, todo lo cual remontó gracias a su matrimonio con la jovencísima Anne-Marie Dughet, romana de nacimiento pero lionesa de ascendencia, e hija del dueño de la casa en la que se alojaba, el cocinero Jacques Dughet.Esta crisis supuso un cambio importante en su vida y en su producción. A partir de este momento acrecentó la presencia de la antigüedad, siendo los temas más representados los mitológicos, a los que trató de una manera que hizo más manifiesta la influencia veneciana en el empleo del color. Igualmente se percibe cómo del predominio de las líneas diagonales pasó entonces al de las verticales y cómo sus obras delatan unas composiciones muy estudiadas y dominadas por un espíritu racionalista, idea que, por otra parte, fue general a lo largo de toda su obra. Muchos de estos rasgos pueden observarse en dos pinturas características de este período como son El imperio de Flora de la Staatliche Kunstsammlungen de Dresde, en la que todavía hay una pervivencia manierista, o el Parnaso del Museo del Prado.Pero muy poco después, entre 1634 y 1637 su estilo cambió de forma importante. Así se percibe una disminución de la influencia veneciana frente a un predominio tanto del último Rafael como del modo de composición de los bajorrelieves, característica que se ve, por ejemplo, en La adoración del becerro de oro de la National Gallery de Londres.Por otra parte, trata de plasmar en sus lienzos las reacciones psicológicas de los personajes ante las situaciones a las que se enfrentan, siendo en este sentido sumamente interesante la atracción que hacia 1635 sintió por los ideales estoicistas, que le llevaron a valorar las actitudes de rechazo de las pasiones y las bajezas humanas. A estos años, y a estos ideales, corresponden obras como la serie de las Bacanales pintadas para el cardenal Richelieu y la primera serie de Los Siete Sacramentos que lo fueron para Cassiano del Pozzo, secretario del cardenal Barberini y entusiasta de Poussin.Entre el final del año 1640 y el de 1642 se produjo en su vida un pequeño paréntesis cuando, a pesar suyo, acudió a Francia cediendo a las insistentes presiones de Luis XIII para que regresara. Pero la estancia no le resultó agradable, lo que tal vez se refleja en las obras de este período, que son frías y de peor calidad.Conseguido el permiso regio para ir a Roma a recoger a su esposa, se quedó allí, y hasta aproximadamente 1652 atravesó una interesante etapa en la que dio preferencia a los temas que pudieran plasmar reacciones dramáticas y psicológicas, por lo que en muchas ocasiones parece inspirarse en situaciones propias del arte escénico, aunque procurando también manifestar los ideales estoicistas, como se refleja en la segunda serie de los Sacramentos. Por otra parte, supera la influencia de los relieves y trata de dar a sus composiciones una mayor profundidad, al tiempo que mantiene la fuerte influencia rafaelesca como queda patente en obras como la Sagrada Familia de la escalera de la National Gallery de Washington.Dentro de esta etapa, hacia 1640 parece dar comienzo a uno de sus logros más señalados, el llamado paisaje histórico, en el que el protagonista es el paisaje. Por regla general, estas obras muestran una gran extensión de terreno cuyas características orográficas son las propias de los alrededores de Roma, y en donde aparecen unas pequeñas figuras, casi perdidas en el conjunto, pero que sirven para dar una motivación a la composición en una época en la que el género paisajístico puro tenía una baja consideración. Pero estos paisajes están lejos de ser totalmente naturalistas, ya que por testimonios contemporáneos sabemos que los realizaba a base de numerosos ensayos y que empleaba un pequeño escenario donde conjugaba los bocetos paisajísticos con figurillas y luces que movía a voluntad, con lo que nuevamente volvía a hacer presentes sus ideales racionalistas.En torno al año 1652 su producción cambió de nuevo, desarrollándose entonces su última etapa. En este período abandona los elementos gráciles y pintorescos y tiende hacia una mayor severidad y monumentalidad, así como también se inclina hacia un mayor sentido reflexivo que le lleva a ordenar mucho más racionalmente las composiciones. Igualmente se deja influir por la arqueología como muestra el cuadro del Descanso en la Huida a Egipto del Museo del Ermitage, en el que los elementos del fondo incluso son de origen egipcio. Pero quizás donde se manifiesta más plenamente su forma de entender la vida en este momento sea en la serie de Las cuatro Estaciones del Louvre, en la que tal vez se concentran todos aquellos ideales de conducta humana que a lo largo de su vida trató de ensalzar en sus obras, las cuales, por otra parte, han reproducido prácticamente los mismos temas, aunque tratados con distintos enfoques derivados de la propia evolución interior del artista.Poco después de esta serie fallecía Poussin, quien ha sido considerado como el paladín del clasicismo francés y del racionalismo en la pintura, lo que le ha convertido en guía para muchas generaciones de artistas franceses.
contexto
Entre los artistas más destacados de la primera generación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando destaca Juan Adán (Tarazona, 1741-Madrid, 1816) quien, tras recibir desde 1755 las primeras enseñanzas del escultor zaragozano José Ramírez, con el que colaboró en el templo de Nuestra Señora del Pilar, se trasladó a Roma, donde en 1767 obtuvo una pensión tras presentar a la Academia la copia de una escultura de Rusconi. Académico de San Fernando en 1774 y de San Lucas de Roma un año más tarde, regresó a España en 1776, labrando hasta 1782 varios retablos para la catedral de Lérida. Trasladado a Madrid, donde no le fue concedida la plaza de teniente director de escultura que había solicitado, viajó a Granada, trabajando en la catedralicia capilla de Nuestra Señora del Pilar. Regresó a la Corte en 1786 al ser nombrado teniente director de escultura. Escultor honorario de cámara en 1793, fue ratificado en su cargo dos años más tarde, obteniendo a partir de entonces el favor regio y del todopoderoso Godoy. Su ascendente carrera se vio catapultada tras jurar lealtad al intruso rey José I, ascendiendo en 1811 al cargo de director de escultura, del que fue alejado tras la marcha de los franceses. Sin embargo -y al igual que su paisano Francisco de Goya- no sufrió la represión absolutista, siendo repuesto en su cargo en 1814. Fernando VII le nombró primer escultor de cámara en 1815. La obra de Adán presenta plena coherencia, pues arrancando en una época de predominio barroco y academicista, va poco a poco evolucionando hacia el clasicismo que le es dado a conocer en su larga estancia romana, pero sin llegar plenamente al cultivo de la estética neoclásica a la que, sin embargo, se acercan los retratos en busto de los reyes Carlos IV y María Luisa (Palacio Real, Madrid) y el del Duque de Alcudia (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), además de las figuras de Hércules y Anteo de esta fuente en Aranjuez. De formación barroca, el alicantino José Ginés (Polop, 1768-Madrid, 1823), fue un artista dotado de fina sensibilidad clasicista. Formado en la Academia de San Carlos de Valencia, en la que ingresó a los diez años de edad y en la que obtuvo en 1782 premios de pintura y escultura, esta institución le concedió una pensión con la que ampliar sus estudios en la madrileña de San Fernando, en la que tuvo la protección del grabador valenciano Manuel Monfort, recibiendo nuevos premios, colaborando también con el escultor José Esteve y Bonet en la realización de algunos grupos para el llamado Belén del Príncipe, para Carlos IV, del que se conserva un grupo de la Degollación de los Inocentes (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), a él atribuido. Escultor honorario de cámara desde 1799, Fernando VII le elevaría al cargo de primer escultor de cámara. Académico de mérito de San Fernando en 1814 por el relieve que representaba el Convite de Dionisio el Tirano a Democles, luego desempeñó los cargos de teniente de escultura y director general. De su obra clasicista destacan Venus y Cupido (Museo de San Telmo, San Sebastián) y los Cuatro Evangelistas (Palacio Real, Madrid), conservando mayor gusto barroco las de San Antonio de Padua (ermita de San Antonio de la Florida, Madrid) y la de San Pascual Bailón (iglesia pontificia de San Miguel, Madrid). El gran escultor neoclásico español es, sin lugar a dudas, José Álvarez Cubero (Priego, 1768-Madrid, 1827), hijo de un humilde marmolista al que ayudó en sus primeros años, trasladándose a Córdoba, donde iniciará su aprendizaje con Antonio María Monroy, y a Granada. Protegido por el obispo Caballero y Góngora, éste le introduce en el taller del escultor francés Verdiguier y le apoya en su traslado a Madrid e ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que en 1799 le concedió, por los relieves del Traslado de los restos de san Isidoro a León y La irritación de Manasés contra Isaías, una pensión para viajar a París, donde estudió con Claude Dejoux y acudió a las clases de disección del Colegio de Medicina, afianzando tanto su formación que en la Exposición de 1804 fue premiado por su Ganímedes, siendo coronado por el propio Napoleón. Casado con Isabel Bouquel en 1805, en este mismo año se trasladó a Roma, donde conoció a Canova y trabajó sin desmayo, ejecutando importantes obras como Venus, Diana, Adonis, el grupo de Los Numantinos o Aquiles en el momento de recibir la flecha, que le dieron gran popularidad. Encarcelado en el castillo de Sant'Angelo por no aceptar a Napoleón, Canova obtuvo su libertad, viéndose entonces obligado a realizar para el dormitorio del emperador, en el palacio del Quirinal, cuatro relieves que llamó Ensueños de la Antigüedad, donde recreaba la figura del emperador partiendo de temas clásicos. Acabada la contienda, ejecutó su obra más célebre y famosa, conocida como La Defensa de Zaragoza (Casón del Buen Retiro, Madrid), que fue admirada en el estudio del artista por el emperador de Austria y el príncipe Metternich. Escultor celebrado, fue elegido académico de la de San Lucas de Roma, de Nápoles, de Carrara, del Instituto de Francia, de la Real de San Luis de Zaragoza y de la Real de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, en la que ingresó el día 28 de noviembre de 1819, alcanzando en ella el grado de teniente director en 1826. El rey Fernando VII le nombró primer escultor de cámara en 1823, sustituyendo a Ginés, y le concedió la Cruz de Prisionero Civil. Alvarez se convirtió así en el paradigma de la escultura neoclásica española y en el panorama internacional su obra debe colocarse tras las de Canova y Thorwaldsen, encontrando Gaya Nuño entre el italiano y el español numerosos puntos de contacto pues, como afirma este autor, "ni uno ni otro conocieron apenas más que copias romanas de esculturas griegas y, naturalmente, ignoraron el Partenón. De ahí que se entregaron los dos a un quehacer muy pulido y purista, mucho más del que había sido labor de los verdaderos y más selectos escultores griegos". Álvarez supo plasmar el aliento clásico en sus numerosos retratos tanto de busto como sedente, destacando aquí los de María Luisa de Parma (Museo del Prado), Marquesa de Ariza, Duque Carlos Miguel y Rossini (Palacio de Liria, Madrid), Carlos IV, Fernando VII, Infante don Carlos, Juan Agustín Ceán Bermúdez, Esteban de Agreda (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), etc. Por lo que respecta a sus retratos sedentes destaca el de la reina María Isabel de Braganza (Museo del Prado), que se ha considerado igual o superior en belleza al que Canova realizara de Leticia Bonaparte, o el de María Luisa de Parma (Casón del Buen Retiro). En sus temas mitológicos tomados de la antigüedad clásica parece llegar a sus más geniales creaciones, destacando la delicada y elegante concepción de su Apolino (Museo del Prado), Hércules luchando contra el león (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), la fuente de Hércules y Anteo (Aranjuez) y el Joven con cisne, Venus con amorcillo que le saca una espina del pie y el Amor dormido (Museo del Prado). Otros escultores cortesanos participan también de esta corriente clasicista, aunque sin la genialidad de Álvarez, destacando el riojano Esteban de Agreda (Logroño, 1759-Madrid, 1842), discípulo de Michel en la Academia de San Fernando y su ayudante en el Gabinete de Piedras Duras del Buen Retiro. Llegó a ser director general de San Fernando en 1831, imponiendo en esta institución sus esquemas clasicistas. Ejecutó distintas obras para la corte, tras ser nombrado por Carlos IV escultor honorario de cámara, realizando así para Aranjuez un notable número de obras entre las que destacan las esculturas de las fuentes de Apolo, Narciso y Ceres. También ejecutó el diseño de las esculturas del Obelisco del 2 de mayo, que luego realizaron José Tomás, Francisco Pérez del Valle, Sabino de Medina y Francisco Elías. Singular es su imaginería religiosa, en la que supo adaptar las formas tradicionales a una nueva exigencia estética clasicista. El andaluz Pedro Hermoso (Granada, 1763-Madrid, 1830) manifiesta en su obra la alternancia y el enfrentamiento entre la tradición barroca dieciochesca y las nuevas preferencias estéticas del neoclasicismo. Protegido por el obispo de Jaén, Rubín de Ceballos, éste le pensionó para trasladarse a Madrid a estudiar en la Academia de San Fernando, donde fue discípulo de Michel, concediéndosele numerosos premios. Ayudante de este escultor en la real cámara y escultor después, fue nombrado primer escultor de cámara a la muerte de Álvarez Cubero. En la Academia llegó a ser director general. Su obra se caracteriza por su notable producción de imaginería religiosa, de fuerte tradición granadina, destacando la versión que realizó del San Bruno de Pereira, para la Cartuja de Granada. También otras imágenes para los templos madrileños de Santo Tomás, San Ginés y San Juan de Dios. Entre sus obras menores destacan los barros taurinos de la colección del duque del Infantado. Su escultura de carácter clasicista parece haberse perdido en su totalidad al no llevarse a materia definitiva, habiendo dejado inconcluso el grupo de Apolo coronando las Artes, que comenzó a ejecutar para rematar la fachada del Prado. Ramón Barba (Moratalla, 1767-Madrid, 1831) inició su formación artística como tallista en las clases de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Murcia, trasladándose luego a Madrid, donde alternó las clases de la Academia de San Fernando con su trabajo de talla y ebanistería. Viajó a Italia en 1807, sin ninguna ayuda, siendo encarcelado al no colaborar con los invasores franceses. Restablecida la paz se incorporó a la pequeña corte que los destronados reyes españoles habían establecido en Roma, a los que retrató -el retrato del rey se encuentra en el Palacio Real de Madrid- obteniendo una pensión de los monarcas y recibiendo de su hijo el rey Fernando VII el título de escultor de cámara en 1816. Su estancia romana, que se prolongará por más de quince años, marcará una importante evolución en su carrera, influyéndole poderosamente la obra de Canova, ejecutando en estos años entre otras esculturas el Mercurio (Casón del Buen Retiro) y varios retratos, debiendo mencionar el de Carlos IV sentado, como emperador romano, al que encontramos un claro precedente en el Tiberio del Museo Vaticano. A su vuelta a España fue nombrado académico de mérito y director de escultura de la Real de San Fernando y sustituyó a Hermoso en el cargo de primer escultor de cámara. De su actividad madrileña destacaremos la realización del grupo que remata la Puerta de Toledo, en colaboración con Salvatierra, ejecutándose un proyecto de Ginés, aunque modificado ligeramente. En él se llega a una patente exaltación clasicista con trofeos militares alusivos al triunfo sobre los franceses y la grandeza de Fernando VII. En la fachada del Museo del Prado dejó el bajorrelieve que la centra, además de realizar para este mismo lugar, con colaboradores, los medallones con retratos de artistas. Mayor interés presenta la obra de Valeriano Salvatierra (Toledo, 1789?-Madrid, 1836), hijo de un escultor de la catedral toledana que tras iniciarse en el taller paterno se trasladó en 1807 a Madrid, ingresando en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y marchando con posterioridad a Roma, ciudad en la que conoció a Canova y Thorwaldsen. Su obra Aquiles extrayéndose la flecha fue premiada por la Academia de San Lucas en 1813. Ya en España, fue nombrado escultor de la catedral de Toledo y en Madrid, académico de mérito de la de San Fernando en 1817, con su relieve Héctor y Andrómaca (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), siendo elegido en 1819 teniente director de escultura. Fernando VII, monarca al que Salvatierra había sido fiel durante la francesada, le nombró escultor de cámara y en 1831 primer escultor de cámara, a la muerte de Barba. En el Museo del Prado fue director de la galería de escultura. La devastación que sufrieron las iglesias madrileñas durante la ocupación napoleónica generó muchos encargos de imaginería religiosa, ejecutando Salvatierra varias obras en madera, de correcta factura, para las iglesias de San Ginés, San Nicolás y San José. Sin embargo, estas esculturas estaban lejos de sus preferencias estéticas. Con Barba llevó a cabo el coronamiento de la Puerta de Toledo y para el Museo del Prado doce estatuas de Matronas para la fachada. Gran retratista, de entre su producción de más de una veintena de obras destacamos los de Isidoro Máiquez (Museo de la Real Academia de San Fernando) y del pintor José Aparicio, pero será en la escultura funeraria en la que más sobresaldrá, con los sepulcros del cardenal don Luis de Borbón (catedral de Toledo) y de la condesa de Chinchón (palacio de Boadilla del Monte, Madrid). En el primero de ellos, que ejecutó en Roma en 1824, es patente la influencia de los sepulcros del cardenal Pimentel, de Bernini, en la iglesia romana de Santa María sopra Minerva, y del papa Clemente XIII, ejecutado por Canova para San Pedro del Vaticano. Discreta es la producción de José Tomás (Córdoba, 1795-Madrid, 1848), también discípulo de San Fernando, institución en la que llegó al cargo de director general. Carlos IV le nombró segundo escultor de cámara y también lo fue del Concejo madrileño, trabajando con el arquitecto municipal Francisco Javier Mariátegui en las fuentes de los Galápagos y de la Castellana (actualmente en el parque del Retiro y en la plaza de Manuel Becerra). Para el Obelisco del 2 de mayo ejecutó la escultura del Valor y son suyos los bajorrelieves de las madrileñas fachadas del Colegio de San Carlos y del Oratorio del Caballero de Gracia, además de la escultura alegórica del Manzanares en el monumento de Felipe IV, de la plaza de Oriente. Hábil retratista, destacaremos entre sus obras el busto de la condesa-duquesa de Benavente, para la alameda de Osuna, en bronce, y el de Cervantes (Museo del Ejército, Madrid). Fundó en Madrid el Liceo Artístico y Literario Español. El último escultor significativo de este círculo clasicista madrileño fue el riojano Francisco Elías Vallejo (Soto de Cameros, 1782-Madrid, 1858), en cuya obra pueden ya advertirse algunos atisbos románticos. Discípulo de Adán en San Fernando, fue nombrado director general en 1840 y 1850 y primer escultor de cámara sucediendo a Salvatierra. Su clasicismo se manifiesta en su grupo El reto de don Rodrigo Téllez Girón al moro Albayaldos delante de sus padrinos (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando) y particularmente en sus retratos, como los de Isabel II con la princesa de Asturias en los brazos, María Josefa Amalia de Sajonia, Daoiz y Velarde (Museo del Ejército, Madrid), Argüelles, Jovellanos, etc. En el Obelisco del 2 de mayo ejecutó la alegoría del Valor y también el relieve de Don Felipe IV imponiendo el hábito de Santiago a Velázquez en el monumento madrileño a este monarca. Restaurador de las fuentes de Hércules y Anteo, Apolo, del Cisne y Ceres, de los jardines de Aranjuez, tiene mayor interés por su escultura efímera, destacando aquí los grupos del catafalco de la reina María Amalia de Sajonia y la estatua de Hernán Cortés para la entrada de la reina doña María Cristina de Borbón en la corte en 1829. Mencionaremos por último otros dos escultores de menor interés. Manuel de Agreda (1773-1843), hermano de Esteban, académico de mérito de San Fernando en 1827 por un bajorrelieve con El abandono de las hijas del Cid, que destacó por su facilidad por el dibujo y la escenografía, y José Alvarez Bouquel (París, 1805-Madrid, 1830), hijo de Álvarez Cubero, que practicó la escultura y la pintura, muriendo muy joven, truncándose así lo que parecía ser una gran promesa artística.
contexto
Por lo que respecta a la escultura, entre los artistas italianos, sólo Alessandro Algardi (Bolonia, 1595-Roma, 1654) disfrutó dentro del clasicismo de importancia y reputación frente a la excepcional figura de Bernini, un antagonista ciertamente insuperable, tanto que él mismo no fue insensible a la fascinación de su arte.Salido como escultor de la academia boloñesa, donde fue discípulo de Ludovico Carracci, arribó a Roma en 1625 llamado por el cardenal Ludovisi para que restaurara las estatuas de su colección de antigüedades. Esto le permitió ahondar en el conocimiento del. patrimonio clásico, adoptándolo como ideal de referencia figurativa, al tiempo que entró en contacto con Domenichino y entabló amistad con Poussin, Sacchi y Duquesnoy. Su obra recorre un camino que va desde su indefinida Magdalena, en estuco (hacia 1628), para San Silvestro al Quirinale, a medio camino entre Bernini y Duquesnoy, hasta su decidido clasicismo afirmado en su atemperada Tumba de León XI (1634-52) o en su monumental San Felipe Neri y el ángel (hacia 1640) para Santa María in Vallicella, pasando por el realismo académico de su Degollación de San Pablo (1641-47, Bolonia, San Paolo Maggiore). Con todo, en sus dotes analíticas, palpables en sus retratos, descansa buena parte de su fama. Su meticulosa visión de los detalles y su neta definición de las formas, reforzadas por su pulimentado tratamiento de la materia, se muestra en su noble y bien compuesto busto del cardenal Garzia Mellini (hacia 1630), que orna su tumba en Santa María del Popolo.El éxito le llega con Inocencio X, que lo elige como alternativa a Bernini, convirtiéndose en retratista oficial de la familia Pamphili (Doña Olimpia Maidalchini, hacia 1646) y realizando la gran estatua de Inocencio X, en bronce, para el palacio de los Conservatori (1649-50), pendant de la que Bernini había ejecutado en mármol de Urbano VIII (1635-40), en la que se inspira. Es entonces cuando recibe el encargo para San Pietro del gran relieve marmóreo con San León I deteniendo a Atila (1646-53), en el que fija el prototipo de un género escultórico llamado a tener gran fortuna entre sus seguidores e imitadores y que continuaría hasta bien entrado el siglo XVIII. En esta obra, mediante la progresiva disminución del relieve, consigue dar la sensación de profundidad e implicar emotivamente al espectador en la escena, sobre todo por ese primer plano con las figuras tratadas como verdaderas esculturas exentas que se salen del relieve. Al alejarse de Bernini y de la plástica barroca con su negativa a fundir las distintas artes, afirmaba la especificidad de la escultura, frente a la pintura sobre todo, y el valor de la materia por sí misma.Pero su obra satisfizo poco las aspiraciones y gustos romanos. El que Inocencio X acabara con el ostracismo que él mismo decretara contra Bernini, así lo prueba. A pesar de esta debilidad creativa -que el mismo Algardi intenta superar con su escrupulosa observación de los preceptos clasicistas-, la escultura del clasicismo se enriqueció con las obras de François Duquesnoy, llamado il Fiammingo (Bruselas, 1597-Livorno, 1643), formado en Flandes con su padre Jeróme. En 1618 estaba en Roma, entablando amistad con Poussin con quien compartió ideas y teorías figurativas. Trabajó para C. Dal Pozzo en la ejecución de los diseños para su colección sobre los restos de la Antigüedad clásica y colaboró con Cortona en la decoración de la villa de Castelfusano, logrando ser seleccionado por Bernini (1627) como colaborador en la decoración del Baldaquino y, más tarde, como ejecutor del colosal San Andrés (1629-40) para uno de los pilares de San Pietro. Su fama, sin embargo, le vino como restaurador de estatuas antiguas y como autor de pequeñas esculturas en marfil, madera, terracota, bronce, cera... muy apreciadas por los amantes del arte y reclamadas en gran número por el coleccionismo particular. En este sentido, fueron muy buscadas sus composiciones animadas por poéticos putti evocadores de los mitos clásicos, vivaces en sus gestos y tratados con toque claroscuristas de gran ternura -Amorcillos músicos (1642) del altar Filomarino, en Nápoles, Santi Apostoli-, en los que afirma su admiración por Tiziano.No obstante, sólo el encargo de la estatua de Santa Susana (1629-33), en Santa Maria di Loreto, le permitió expresarse con plenitud. Para el teórico del clasicismo, Bellori, esta obra es extraordinaria por la síntesis que ofrece entre naturaleza e idea de lo antiguo. Inspirada en la antigua estatua de la Urania capitolina, posee la pureza formal y delicadeza expresiva anheladas por los clasicistas romanos, lo que la hizo convertirse en la obra ideal que condensaba los valores normativos clásicos de medida y equilibrio.
contexto
Los primeros ejemplos de esta dicotomía pueden apreciarse ya antes del 400 a. C. Etruria queda prácticamente ajena a la gran aventura del Siglo de Pericles; sus artesanos, machaconamente, repiten pliegues, peinados y caras que en Grecia sólo habían supuesto un hito rápidamente superado. Tan sólo la línea comercial del Tíber, prolongada a través de los Apeninos por la llanura del Po y sus puertos, muestra ciertas excepciones a la regla. Son éstas de gran calidad -se ha supuesto la presencia de artistas griegos huidos de la Guerra del Peloponeso-, y su mejor exponente, en Veyes y Chiusi, y sobre todo en Orvieto y Faleries, son varias esculturas de terracota destinadas al adorno de templos. Algunas de estas obras son justamente recordadas por su perfección, por ejemplo, las figuras que decoraban el Templo del Belvedere en Orvieto, y que pudieron incluso componer un frontón -primer caso de tal elemento arquitectónico que conozcamos en Etruria-, y, sobre todo, la bella cabeza de Tinia (el Zeus etrusco) hallada en un templo de Faleries: su estilo fidíaco -grandes ojos planos, rizos de la barba- casi denuncia la presencia de un conocedor directo del Partenón. Frente a estas piezas aisladas, la tradición más puramente etrusca nos muestra sus primeros signos de evolución interna. Estos se desarrollan sobre todo en el campo iconográfico -apenas nada en el estilístico-, pero resultan tan fértiles para el futuro que es obligatorio detenerse en ellos. En Chiusi y sus alrededores, por ejemplo, hallamos todavía urnas de terracota en forma humana, con la cabeza concebida como tapadera; pero en ocasiones estas obras de estilo severo muestran al difunto, no aislado o con su esposa, sino con la deidad fúnebre Vanth, una dama alada y taciturna. Estamos en los comienzos de un filón que pronto se irá descubriendo, y que sustituirá las banalizadas descripciones de banquetes fúnebres por extrañas escenas del viaje al más allá, incluida la recepción que dan a los recién llegados los dioses y genios de ultratumba. Un primer anuncio de esta iconografía, fechado hacia el 450 a. C., acaba de aparecer en un hipogeo recién descubierto de Tarquinia, el de los Demonios Azules: en él, seres horribles, como Carontes griegos deformados, se le aparecen al difunto que camina hacia el reino de los muertos. También a fines del siglo V a. C., y de nuevo en el seno del arte funerario -como no podía ser menos entre los etruscos-, hace su aparición otro tema nuevo, y destinado a una vida aún más larga, pues constituirá uno de los puntales del arte romano: nos referimos al relieve conmemorativo. En un sarcófago de caliza hallado en Caere, por debajo del barbado difunto que yace sobre la tapa, atrae nuestra atención un largo friso: en él, el mismo hombre y su esposa caminan precedidos por músicos y seguidos por un carro de dos caballos. Ignoramos el sentido de esta marcha (cortejo nupcial, marcha al más allá, paseo de dos aristócratas con su servidumbre), pero se nos antoja el punto de partida de una serie de cortejos que proseguirá sin interrupción hasta los del Ara Pacis de Augusto. Cabe observar incluso, inmediatamente, las características principales de este tipo de representación: un cierto retratismo -aún incipiente, desde luego, pues se reduce a la barba del protagonista-; composición paratáctica -los personajes se yuxtaponen, siguen unos a otros sin crear una estructura evolutiva trabada-, y (aunque esto es menos importante) jerarquización de tamaños -los siervos que llevan la biga son más pequeños que el resto de los personajes-. Sin duda se trata de convenciones populares muy extendidas por todas las culturas -incluida la propia plástica popular griega del clasicismo-, pero el ambiente itálico sabrá elaborarlas con tal refinamiento que convertirá el relieve honorífico en un género mayor.
contexto
La personalidad de los desarrollos culturales acaecidos en Mesoamérica y el Area Andina entre el 300 y el 900 d.C., hace que inevitablemente buena parte de América Central se interprete en función de los procesos de expansión o detracción constatados en ambas regiones. Tal vez como consecuencia de ello se extiende el uso de la arquitectura monumental en Honduras y El Salvador, según manifiestan asentamientos como Yarumela, Tazumal, Los Naranjos y Tenampúa. En estos centros, los grupos se organizan en torno a plazas y patios delimitados por estructuras piramidales y palaciegas, de similar concepción a las existentes en áreas más septentrionales. En esta misma región, y siguiendo una tónica similar a la de algunos centros mayas, se produce la influencia teotihuacana poco después del 300 d.C.; por ejemplo, en el río Lempa se descubrieron figurillas de arcilla confeccionadas a molde, candeleros y floreros de frecuente aparición en la metrópoli del centro de México. Paralelamente a este proceso, y tal vez relacionado con él, se inició una vía comercial de penetración maya que siguió el curso del río Ulúa y el valle de Comayagua en Honduras, y que llegó a conectar con sitios de la costa Atlántica de Costa Rica. La cerámica y la presencia de glifos mayas en pendientes de jade en estas zonas parecen estar en conexión con el florecimiento de la ciudad de Copán. Sin embargo, la mayor parte de las cerámicas producidas durante el Clásico Temprano son autóctonas, predominando las decoraciones de estampado de mecedora, puntuaciones e incisiones simples hasta formar líneas en zigzag, junto a la bicromía zonal, a veces en combinación con diseños incisos. Poco después del 600 d.C. se producen algunos acontecimientos de importancia que evidencian el expansionismo de las grandes civilizaciones clásicas americanas: mientras que el oro procedente de Colombia, Panamá y suroeste de Costa Rica desplaza al jade como principal material de culto y de status, las cerámicas se adscriben con claridad a la tradición maya: el tipo Copador, distribuido por Honduras y el oeste de El Salvador muestra una innegable relación con los polícromos mayas, e incluso contiene seudoglifos. Asimismo manifiesta conexiones con esta gran civilización la cerámica Babilonia Polícromo de Honduras y Nicaragua, la bícroma y polícroma identificada por los tipos Ulúa Mayoide, Ulúa Geométrico y Ulúa Polícromo en Honduras, y los tipos Galo Polícromo y Carrillo Polícromo del área de Nicoya en Costa Rica, que sitúan con claridad esta región dentro de la frontera meridional de Mesoamérica. También de suma importancia es la introducción de la práctica del juego de pelota en centros de integración política como Quelepa (El Salvador) y Los Naranjos (Honduras). El momento en que se introduce su práctica, el estilo de juego y la asociación de yugos y palmas encontrados en un depósito ritual en Quelepa, indican la adscripción de la zona a un proceso cultural que caracteriza el Clásico Medio en el sur de Mesoamérica. Al final de la etapa surgen grandes fortalezas colocadas en sitios bien defendidos, como en Yarumela y en Quelepa, anunciando quizás los profundos cambios políticos y de patrón de asentamiento definitorios del momento inmediatamente posterior. Esta difusión de los sistemas culturales del norte tiene su contrapartida en elementos procedentes del sur. Además del ya mencionado desplazamiento del jade por el oro como material de status, algunos tipos cerámicos, como el denominado Guacamayo y la decoración escarificada distribuidos por el sur de Costa Rica, se relacionan con tradiciones de Panamá y norte de Colombia. En el mismo sentido podemos interpretar el desarrollo de una tradición escultórica que se fundamenta en la representación de las cabezas trofeo en un estilo realista. Las poblaciones más importantes se concentran en las costas durante esta etapa, en particular ante las expectativas económicas que genera la explotación de la sal y de ciertos moluscos con el fin de sacar un tinte de color púrpura, sobre cuya base se establecieron relaciones comerciales a larga distancia, que se mantendrán en tiempos coloniales. Al mismo tiempo, continúa la manufactura de metates decorados con figuras humanas y animales, que se depositan como ofrenda en los enterramientos de elite. Su función es controvertida, los especialistas están divididos entre asignarles una actividad relacionada con la molienda ceremonial del maíz, o definirlos como tronos utilizados por los dirigentes. En cualquier caso, las piedras de moler decoradas con tallas que forman motivos complejos se consideran una explicación de la cosmología de los grupos costarricenses, siendo la losa la superficie de la tierra, y el maíz molido la esencia de los dioses, mientras que el inframundo se representa por las evolucionadas esculturas emplazadas debajo de la superficie de molienda.
contexto
Cerro de las Mesas, un centro importante al final de la etapa olmeca, tiene ahora una gran expansión, a juzgar por la construcción de docenas de plataformas. Junto a ellas se han hallado quince estelas, la mayoría con rasgos izapenses, aunque también contienen rasgos de los estilos mayas tempranos. Es importante reseñar que algunas incluyen textos jeroglíficos con fechas en Cuenta Larga. Tanto este sitio como Matacapán se consideran colonias teotihuacanas entre el 200 y el 550 d.C. Pero el mayor centro de integración sociopolítica fue El Tajín, instalado en la llanura costera de Veracruz. El sitio y sus alrededores fue ocupado desde el Formativo, a juzgar por las cerámicas y las figurillas de la cultura Remojadas. Evolucionó a lo largo de dos fases: entre el 100 y el 550 d.C. El Tajín fue un centro pequeño influenciado por Teotihuacan, que estableció en él una colonia comercial. Tras el cese de esta influencia, hacia el 550 d.C., el sitio inició su gran desarrollo, expansionándose hasta el 1100 d.C. La ciudad está emplazada en una zona de transición entre abruptas colinas y la llanura costera, alcanzando una extensión de 5 km2. Su planificación recuerda a los centros mayas. Los edificios se disponen en torno a patios, muchos de ellos formados por sucesivas nivelaciones de las estribaciones montañosas en que se asientan; además, muchos de ellos son pirámides, templos, residencias palaciegas y juegos de pelota que tienen incluso paralelos estilísticos con los edificios mayas. En este núcleo urbano vivió una población cercana a los 3.500 habitantes, aunque su periferia llegó a alcanzar las 13.000 personas. El núcleo del sitio está dominado por la Pirámide de los Nichos, de 18 m de altura, cubierta por bloques de piedra tallada. Consiste en seis pisos ornamentados con una variante de talud y tablero, y está decorada con 365 nichos. Algo alejado de la zona central se levantó un complejo de estructuras palaciegas y patios de columnas cubiertos con techumbres de bóveda falsa de clara influencia maya. Es un área conocida como Tajín Chico, de la cual la estructura más importante es el Edificio de las Columnas, decorado con danzantes con alas, caballeros águila, sacrificios humanos y numerales con puntos y barras con glifos de día.
contexto
El claustro es el lugar por donde las religiosas circulaban para ir a las diversas dependencias y, en las horas libres, por él paseaban, leían o meditaban. Como ya hemos visto, las dos primeras pandas que se construyen son la del capítulo y la adyacente a la iglesia. A veces, pasaban bastantes años hasta que se concluían las dos restantes. Provisionalmente, en los muros hacia el jardín y en la cubierta de las pandas se utilizaba la madera, para después ser sustituida por piedra, aunque en algunos casos esa primitiva cubierta leñosa fue la definitiva -Gradefes, San Andrés del Arroyo-; otros claustros, como el de San Fernando de Las Huelgas, se cubren con bóveda de medio cañón de tradición arcaizante; en otros, se pierde el primitivo al construirse uno nuevo, en época moderna, como en Cañas. En la distribución de los claustros femeninos no se aprecian grandes diferencias con los de los monjes, a excepción de la panda del capítulo. No hay dormitorio alto, no hay restos de escaleras que indiquen su posible existencia, así como tampoco queda constancia de la sala de monjas. El dormitorio, en origen, pudo estar desplazado sobre la sala de monjas, quedando así libre la parte alta del capítulo. Esta disposición permite que las salas capitulares de los monasterios femeninos, en España, alcancen una gran altura, superior a la de los capítulos de hombres, como las de Las Huelgas, Cañas y San Andrés del Arroyo.