Por una carta de Alcuino sabemos que, a finales del siglo IX, Carlomagno hacía transportar columnas antiguas de Italia para adornar una "Segunda Roma" al norte de los Alpes. Se trataba del más suntuoso de los conjuntos palatinos que utilizó Carlomagno, Aquisgrán. El valor simbólico de esta residencia imperial es tan grande que se convirtió en el mítico emblema del Sacro Imperio Romano.Aquisgrán, la antigua Aquis Granni, fue de siempre un lugar utilizado por los hombres por la salubridad de sus aguas. Las viejas termas que construyeron los romanos se siguieron utilizando por monarcas merovingios. Carlomagno disfrutaba de sus aguas y, por ello, se decidió a renovar las antiguas construcciones y erigir su más importante villa regia junto a ellas. De todo el conjunto tan sólo se conserva la capilla palatina, la actual catedral, y pequeños indicios del salón del trono en lo que es el ayuntamiento de la ciudad; sin embargo, por excavaciones arqueológicas y viejas descripciones, podemos hacemos una buena idea de su organización original, tal como podemos ver en los trabajos de Paul Clemen, Félix Kreusch y Leo Hugot.La totalidad del conjunto se ordenaba siguiendo un plan geométrico que denuncia claramente la influencia de modelos urbanísticos antiguos: las dependencias palatinas se disponían en un gran espacio organizado con la forma de un cuadrado y un triángulo isósceles. Dependencias y trazado viario han sido diseñados en función de un sistema modular cuadrático, del que existen indicios en otras construcciones de época carolingia. La ciudad palatina poseía dos calles principales, a la manera del cardo y decumano de las ciudades romanas, su orientación correspondía a los puntos cardinales. En el centro del cuadrado, axialmente sobre la vía oeste-este, se levantaba un edificio rectangular dividido en dos plantas, era la puerta mayor y cuerpo de guardia. Esta construcción articulaba un corredor elevado, de madera, que comunicaba la capilla palatina y el aula regia, dispuestas en los flancos meridional y septentrional del cuadrado. Mientras que estas edificaciones fueron realizadas con pretensiones monumentales, construidas en piedra e importantes materiales nobles, el resto de los servicios del palacio -intendencia, viviendas para la servidumbre, etc.- adoptaba las formas y los materiales de la típica arquitectura doméstica de la época, madera, barro y paja.El aula regia era un edificio con un ábside semicircular en el extremo occidental y sendos absidiolos en los muros laterales. Resultaba así una forma bastante usual en los salones de las villas romanas y en las basílicas civiles, pero que había terminado por caracterizar espacios áulicos tal como se podía ver en los triclinios del palacio imperial de Constantinopla. Su existencia en Aquisgrán no es ajena a la influencia que las construcciones de la misma Roma ejercieron en los carolingios. Los salones romanos, donde tenían lugar los actos solemnes de las relaciones entre la curia y la monarquía franca, eran espacios míticos, dignos de ser imitados, pues eran las referencias obligadas a la Roma cristiana. En el palacio de Letrán, el triclinio de León III aparecía decorado con el programa ideológico que fundamentaba la teoría del Sacro Imperio Romano, y, justamente, su estructura arquitectónica es el mejor modelo para la sala del trono de Aquisgrán. Parece evidente que la relación existente entre ambas construcciones ha sido cuidadosamente buscada en tanto en cuanto que emblematizan un mismo ideal.La importancia de este edificio quedaba subrayada por sus grandes dimensiones, que le conferían un aspecto monumental: cuarenta y siete metros y medio de largo por poco más de veinte de ancho y casi veintiuno de alto. El espacio interior se iluminaba por dos órdenes de ventanas siguiendo la fórmula empleada en la basílica constantiniana de Tréveris.Sobre la capilla palatina conocemos más detalles acerca de su construcción y, además, lo conservado en la actualidad nos permite tener una imagen directa de gran parte del conjunto. En el siglo XIV, el presbiterio primitivo fue sustituido por una esbelta cabecera gótica al mismo tiempo que se adjuntaba una torre a los pies. Para compensar el exceso de volumen de estos añadidos sobre el conjunto, se decidió sobrealzar el cuerpo central con un casquete adornado con tímpanos triangulares. Durante el siglo XIX, se suprimió la decoración barroca interna, procediendo a una ornamentación historicista de falsos mármoles y mosaicos. En la actualidad, una cuidadosa restauración nos permite hacernos una idea del estado original.Una inscripción, hoy desaparecida, nos recuerda el nombre de su constructor y la procedencia de los artistas que contribuyeron a su edificación: Eudes de Metz y obreros traídos a Aquisgrán de todas las regiones de este lado del mar (opifices et magistri convocados de omnibus cismarinis regionibus). El nombre del arquitecto nada nos dice, ni conocemos en Metz una tradición arquitectónica que hubiese permitido su formación técnica. El origen de los constructores, de este lado del mar, ha sido interpretado que eran del Mediterráneo, único lugar donde la edificación en piedra había pervivido durante la época de las invasiones. Sobre la cronología de las obras sabemos que debieron comenzar hacia el 790 y que, en el 797, se estaba culminando la cubierta del octógono central. Por un letrero monumental, sabemos que fue consagrado por León III en la Epifanía del 805 (Ecce Leo Papa cuius benedictio sancta Templum sacravit quod Karolus aedificavit). El templo fue dedicado a Santa María y debió servir no sólo como oratorio del monarca y su corte, sino como sagrado contenedor de las reliquias que atesoraba el monarca, entre ellas un fragmento de la famosa capa de san Martín. Precisamente, la denominación capella -capita, capa pequeña- terminó por designar a las personas que la custodiaban, capellanes -capellani-, el espacio que la albergaba, capilla.Un atrio rectangular y rodeado de pórticos se abría sobre la fachada principal. Esta se concebía como un gran arco triunfal que cobijaba las grandes puertas de bronce. Una vez más, se recurría al lenguaje de los símbolos imperiales clásicos. El templo adoptaba una planta central, compuesta en su espacio interno por su octógono, rodeado por un ambulatorio cuyo cierre externo estaba configurado por un hexadecágono. Por encima de este ambulatorio, corría una tribuna todo alrededor del espacio central; en ella, sobre el pórtico de entrada se encontraba el trono imperial. A eje con la fachada principal estaba el presbiterio, de planta cuadrada. El ambulatorio se cubría con una alternancia de bóvedas de arista, de tres y cuatro plementos, fórmula obligada al ser doble el número de lados del muro exterior que del interior. El cuerpo central emergía hacia lo alto sobre el entorno del ambulatorio y las tribunas, cubriéndose con una bóveda de paños.El edificio recibió interiormente una riquísima decoración musiva. Las formas actuales son fruto de las diferentes restauraciones. Se emplearon también columnas antiguas que Carlomagno hizo traer a Italia. Las balaustradas de la tribuna se fundieron en bronce por expreso deseo de Carlomagno, según cuenta Eginardo. La decoración exterior era muy simple: los muros, de mampostería con refuerzo de sillares en los vanos, se cubrían de un enfoscado de color rosáceo que producía un volumen de gran efecto cromático.¿Cuál fue el significado que sus constructores dieron a este tipo de templo? ¿Cuáles fueron sus modelos? Si hacemos caso a un coetáneo como es Eginardo, se trataba de un proyecto original propuesto por Carlomagno y diseñado por Eudes. Los estudiosos han encontrado multitud de referencias a monumentos famosos; sin embargo, ninguna de ellas es absolutamente convincente. El espacio central de Aquisgrán, con su forma octogonal y la superposición de vanos y columnas, nos recuerda San Vital de Rávena. Pero el templo ravenático es más sutil, con los muros alejándose del centro en exedra y con todas sus líneas arquitectónicas ascendiendo sin interrupción desde el suelo hacia lo alto, mientras que la capilla palatina muestra los lados del octógono rectos, con gruesas líneas de impostas cortando transversalmente los muros, haciendo que éstos aparezcan amazacotados y graviten pesadamente sobre el espacio interno.Una estructura muy parecida a estos dos templos es el de los Santos Sergio y Baco de Constantinopla, erigido por la emperatriz Teodora para un monasterio femenino a la vez que era utilizado como iglesia palatina. Su espacio interior venía a ser una síntesis de lo que después sería San Vital y Santa María, combinando el muro recto y el semicircular. Además de las coincidencias formales, existen en estos templos ciertas afinidades funcionales: tribuna para uso áulico o de patronazgo privado. En el caso de la capilla palatina de Carlomagno se deberá tener en cuenta la idea de que fue un edificio de culto que debía contener las reliquias santas que atesoraba la monarquía franca, es decir, que se trataba de un monumento en el que no era ajeno el sentido martirial. En el período carolingio, varias capillas de carácter áulico o de uso privado adoptaron la forma centralizada: Santa Sofía de Benevento, oratorio del príncipe lombardo Arechis, y Saint-Germigny-des-Prés en la villa de recreo del obispo hispanovisigodo de Orleans, Teodulfo. A partir de entonces, esta solución planimétrica fue muy utilizada como capilla privada, tipología que se ha generalizado con el paso del tiempo en los diferentes estilos.De otros conjuntos palatinos de Carlomagno, el que mejor conocemos es el de Ingelheim, cerca de Maguncia, en las orillas del Rin. Construido entre 774 y 787. Sigue un característico modelo de villa romana, con un gran hemiciclo en su parte oriental. El salón real tenía forma absidada y alcanzaba un importante tamaño (38,20 x 14,50 m). Sobre la decoración de este palacio conocemos una interesante descripción de un poeta del IX, que más adelante referiremos.
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Después de que el presidente Roque Sáenz Peña en Argentina impulsara la modificación del sistema electoral, que introdujo el voto masculino universal, secreto y obligatorio, la Unión Cívica Radical decidió participar en las elecciones. En realidad, las reformas de Sáenz Peña no sólo pretendían introducir el sufragio obligatorio, sino también crear un amplio partido nacional de derechas que fuera una alternativa seria al radicalismo, que ya se planteaba como un partido con un gran respaldo popular. En 1916 el candidato radical Hipólito Yrigoyen ganó las elecciones presidenciales e inició un período de casi quince años de predominio radical, marcadas por tres presidencias: la primera (1916-1922), el mandato de Marcelo T. de Alvear (1922-1928) y el segundo gobierno de Yrigoyen (1928-1930). El contrincante de Yrigoyen en las elecciones de 1916 fue Lisandro de la Torre, un antiguo militante radical que se había convertido en el representante de la derecha más lúcida, que estaba haciendo un serio, pero fracasado, esfuerzo por constituir una organización de influencia nacional en torno al Partido Demócrata Progresista. La fragmentación provincial de los partidos conservadores era un hecho y el peso decisivo de los conservadores de la Provincia de Buenos Aires impidió la unidad de toda la derecha argentina. El triunfo electoral le permitió al radicalismo conquistar la presidencia y también el control de la Cámara de Diputados, aunque los conservadores mantuvieron la mayoría del Senado durante los tres gobiernos radicales, impidiendo la sanción legislativa de numerosas iniciativas presidenciales. La ascensión de nuevos grupos sociales y su incorporación a la vida política no significaba dejar de lado las viejas formas de hacer política. En los partidos que representaban a estos sectores, como el radicalismo o el Partido Colorado uruguayo de José Batlle y Ordoñez, el peso del caudillismo y del liderazgo individual era un componente decisivo, mucho mayor que las cuestiones doctrinarias. En el radicalismo, el peso del caudillo llegó a tal extremo que los detractores de Yrigoyen recibieron el nombre de antipersonalistas. El apoyo popular que tenía Yrigoyen era enorme, pese a que se prodigaba muy poco a hablar en público y no era un gran orador. El misterio que envolvía sus apariciones y lo austero de su figura explican sólo en parte el gran influjo que el caudillo radical tenía sobre las masas argentinas, un influjo que apareció claramente reflejado con la muerte de Yrigoyen, y especialmente en su entierro, convertido en una gran manifestación de dolor popular. Los apoyos políticos del radicalismo eran variados. Junto con los sectores medios del Litoral y otros grupos urbanos en ascenso hay que consignar la presencia de hacendados, tanto pequeños como grandes, no sólo del interior del país, sino también de la Provincia de Buenos Aires. Estos apoyos explican que la capacidad innovadora del radicalismo fuera limitada, especialmente en lo referente a cuestiones económicas o sociales. El cuidado por el mantenimiento del orden social fue extremo y de ahí el temor a verse superado por determinados movimientos sociales y también, aunque sólo en parte, las brutales represiones con que solventó la oleada de huelgas anarquistas en la Semana Trágica (Buenos Aires, 1919) y la huelga de peones rurales en la Patagonia en 1921. Estas consideraciones nos llevan a rechazar aquellos análisis que señalan que el triunfo radical supuso el comienzo de un choque frontal entre las capas medias reformistas y la oligarquía, o que la Unión Cívica Radical se configurara como un elemento fundamental para una alianza de las capas medias con el proletariado. Uno de los máximos objetivos radicales fue la consolidación de su maquinaria electoral. Para ello recurrió con bastante frecuencia a la intervención de los gobiernos provinciales. La intervención permitía remover a los gobernadores electos y las medidas adoptadas por Yrigoyen permitían poner al frente de las gobernaciones a claros partidarios de la causa radical, que debían apoyar al partido (a la causa) en las elecciones siguientes. También intentó favorecer y movilizar a determinados grupos y sectores que podrían suponerle algunos votos en circunscripciones claves, alentando a los sectores más moderados del sindicalismo no vinculados al Partido Socialista, a los estudiantes de la Reforma Universitaria, pese a lo extremo de algunas de sus posiciones, o a la Federación Agraria Argentina, compuesta fundamentalmente por agricultores, arrendatarios de tierras de cereal. La Constitución argentina de 1853, todavía vigente, prohibe la reelección presidencial en dos períodos consecutivos, de modo que Yrigoyen eligió a Alvear para sucederle. Yrigoyen juzgaba a Alvear como a un frívolo aristócrata y con escaso control del aparato del partido como para que peligrara su propia hegemonía. Muy pronto Alvear impuso su propio estilo de gobierno, que se distinguió claramente del de su antecesor. Por lo general se suele diferenciar a Alvear de Yrigoyen aludiendo al mayor conservadurismo del primero frente al populismo "yrigoyenista, " pero más allá de eso, lo cierto es que durante su gobierno, el respeto de las libertades constitucionales e individuales fue un hecho destacable. Las tensiones entre los dos líderes y sus seguidores terminaron en la ruptura del partido, que se dividió entre personalistas y antipersonalistas. La fractura del partido no le impidió a Yrigoyen ganar las elecciones de 1928, en las cuales se impuso prácticamente en todo el país. Si bien 1928 fue un año excepcional para las exportaciones argentinas (200 millones de libras esterlinas, el doble que lo exportado en 1913), el final del gobierno de Yrigoyen transcurrió bajo los primeros signos de la crisis internacional, que obviamente no podía pasar de largo frente a una economía como la argentina de las primeras décadas del siglo XX. Las elecciones para la renovación parcial del Congreso de principios de 1930 señalaron una importante pérdida de popularidad de Yrigoyen. La impresión de parálisis en la acción de gobierno se extendía por doquier y el golpe militar que en septiembre de 1930 acabó con el gobierno de Yrigoyen y también con cincuenta años de normalidad política en Argentina fue, sin embargo, recibido con gran regocijo por importantes sectores populares agobiados por el estilo "yrigoyenista". Poco tiempo después moriría Yrigoyen y su entierro se convirtió en una gran manifestación popular contra el gobierno militar del general José Félix Uriburu. En Uruguay, por otra parte, el sistema político estaba basado en un esquema bipartidista, blancos (o nacionales) y colorados, que cortaba de forma transversal a la sociedad nacional. Los dos partidos eran básicamente maquinarias electorales controladas por los doctores, generalmente abogados, lo que marcaba el importante influjo de los grupos urbanos, especialmente los de Montevideo. La lucha entre ciudad y campo era permanente y si bien los partidos estaban controlados por los aparatos urbanos, el peso de los terratenientes era considerable. El gran modernizador del sistema político uruguayo y de los mecanismos de control partidario fue Batlle y Ordoñez, elegido presidente por primera vez en 1903 y un decidido partidario de ampliar la participación electoral a colectivos más numerosos, propuesta que no era del agrado de los terratenientes. El autoritarismo y el radicalismo anticlerical de Batlle condujeron a que sus propuestas innovadoras debieran enfrentar una fuerte oposición en las filas de su propio partido, el Colorado. La modernización del país suponía niveles de intervención crecientes del Estado en la vida política, social y económica uruguaya no vistos en el pasado y requería de importantes cantidades de dinero para financiar los proyectos elaborados, como la nacionalización del Banco de la República. Entre las medidas de contenido social aprobado figuraba el reconocimiento del derecho de agremiación y de huelga, en 1903, y en su segunda presidencia (1911-1915) se aprobaría la jornada laboral de ocho horas. Solo el mantenimiento de la expansión de las exportaciones podía garantizar esta situación. Para terminar con la inestabilidad que planeaba sobre la vida política nacional Batlle intentó corresponsabilizar a los blancos en las tareas de gobierno. Para ello diseñó un Poder Ejecutivo colegiado, en el cual los blancos compartieran el poder con los colorados, aunque desde una posición de subordinación. Pese a sus esfuerzos, su proyecto sólo fue recogido a medias por la Asamblea Constituyente de 1916, que marcó la ruptura del Partido Colorado en colegialistas (dirigidos por Batlle) y riveristas (encabezados por Feliciano Viera). Mientras al Consejo de Gobierno se le asignaron funciones representativas, las verdaderamente políticas y militares se reservaron para el presidente. Su muerte en 1929 abriría el problema sucesorio, agravado por el hecho de su fuerte liderazgo sobre el partido Colorado, que terminaría dividiéndose en tres corrientes. En Chile, el panorama político a partir de la Primera Guerra Mundial estaba dominado por dos coaliciones, no demasiado estables: la Unión Liberal, integrada por el Partido Demócrata, y las alas progresistas del Partido Radical y del Liberal y la Alianza Liberal-Conservadora, compuesta por el Partido Conservador y las fracciones derechistas de los partidos Radical y Liberal. Las elecciones de 1920, que elegirían el sucesor de Luis Sanfuentes, marcaron un punto álgido en este enfrentamiento y en dicha oportunidad el liberal Arturo Alessandri se opuso al candidato conservador Luis Ramos Borgoño. Alessandri, que había defendido a dirigentes sindicales del salitre, se presentó como el candidato de la renovación y de los sectores populares, especialmente de una parte importante del proletariado. Su ajustada victoria, que así y todo tuvo consecuencias importantes, no le permitió sin embargo el control del Parlamento. Este hecho le llevó a presentar las elecciones de 1924, para la renovación parcial del Congreso, como un plebiscito sobre su gestión, que ganó claramente. Pese a contar con el apoyo parlamentario fue imposible disciplinar a sus diputados y, en medio de una situación bastante caótica, renunció el 8 de septiembre. Antes de partir al extranjero dejó en el poder a una junta militar, encabezada por el general Luis Altamirano. Ante el giro conservador de los nuevos gobernantes, una fracción del ejército devolvió el poder a Alessandri. A partir de entonces los militares se constituyeron en árbitros de la situación política y en los garantes de la legalidad constitucional. En 1925 se promulgó una nueva Constitución que establecía de forma clara el presidencialismo, separaba la Iglesia del Estado y reconocía algunas cuestiones sociales, consideradas por algunos demasiado avanzadas, como la función social de la propiedad, la protección a los trabajadores o la salud pública. La parte del ejército que estuvo a favor de Alessandri estaba liderada por el coronel Ibáñez el ministro de Guerra de Alessandri, que también era el candidato a la sucesión. Tras tener que esperar la presidencia provisional de Emiliano Figueroa Larraín, Ibáñez fue elegido presidente en las elecciones de 1927, en las que era único candidato. Las obras de gobierno se aceleraron durante su mandato: obras públicas (carreteras, puertos, escuelas), reforma escolar y de sanidad. Las tendencias presidencialistas se acentuaron en su gobierno, convertido en una especie de dictadura progresista que implicaba la marginación de los partidos políticos y la persecución de algunas personalidades relevantes. En una especie de anticipación populista, se mostró bastante favorable a determinadas reivindicaciones populares, que se apoyaban en la bonanza del período 1925-29. Sus programas se financiaron en base al endeudamiento externo, especialmente norteamericano. La crisis internacional, que tuvo en Chile efectos más dramáticos que en otros países de la región por la caída en el precio de las exportaciones, endureció su gobierno. Finalmente, a mediados de 1931 Ibáñez renunció a la presidencia y marchó hacia el destierro. En Brasil, en 1910, el mariscal Hermes Rodrigues da Fonseca, apoyado por los grandes propietarios de Rio Grande do Sul, fue elegido presidente, lo que supuso el retorno de los militares al primer plano de la vida política. Ruy Barbosa y sus seguidores habían decidido apoyar en las elecciones brasileñas de 1914 a un candidato que pusiera fin a los enfrentamientos que vivía la república. Se trataba de Wenceslao Brás Pereira Gomes, un civil procedente de Minas Gerais, y su elección confirmó la alternancia entre los paulistas y los mineiros. La postura adoptada por el Brasil durante la Primera Guerra Mundial, tratando de sacar el mayor partido de los conflictos entre los países centrales, refleja su modo particular de entender las relaciones internacionales. Al comenzar la contienda el Brasil se distinguía por su neutralidad, pero su actitud cambió tras el hundimiento por submarinos alemanes de numerosos mercantes de bandera brasileña y de la entrada de los Estados Unidos en la guerra. El Brasil rompió relaciones diplomáticas con Alemania en abril de 1917 y el 26 de octubre declaró la guerra a los germanos. Esta vez no se enviaron tropas a Europa, lo que sí ocurrió en la Segunda Guerra, pero la armada intervino en algunas operaciones conjuntas con los aliados. La declaración de guerra supuso el cierre de los bancos y compañías de seguros alemanes y la persecución de las empresas relacionadas con Alemania. En 1918 se eligió para un segundo mandato a Francisco de Paula Rodrigues Alves, que ya había gobernado entre 1902 y 1906. Su muerte le impidió asumir el cargo y fue reemplazado por el vicepresidente Delfim Moreira. Ruy Barbosa intentó, nuevamente sin éxito, constituirse en presidente, pero el aparato del partido pudo otra vez con él y se nominó a Epitácio da Silva Pessoa, el representante brasileño en la Conferencia de Versalles, donde había cumplido un destacado papel. En 1922 se eligió presidente a Artur da Silva Bernardes, de Minas Geraes, que impulsó el abandono de la Sociedad de las Naciones. En la década de 1920 se produjo en Brasil una explosión militarista, muy influida por los sucesos que ocurrían en Europa y que provocó manifestaciones de distinto signo, que fueron severamente reprimidas. En 1924, se produjo la rebelión de los "tenentes", uno de cuyos principales dirigentes era Luis Carlos Prestes, posteriormente un líder mítico del Partido Comunista Brasileño. Los "tenentes" eran un grupo de oficiales jóvenes que intentaban superar el componente oligárquico del sistema político brasileño, democratizándolo. Estos militares buscaban la modificación del marco institucional de la república y entre sus reivindicaciones estaban la lucha contra el fraude, las desigualdades regionales, la inflación y el déficit fiscal. Prestes fue capaz de unir a los rebeldes de Rio Grande do Sul y de Sáo Paulo, que ocuparon durante casi un mes la capital paulista. La represión gubernamental los hizo huir hacia el Oeste, lo que dio lugar a la formación de la Columna Prestes, que realizó una larguísima marcha atravesando el "sertao" desde abril de 1925 a febrero de 1927, y terminó con los sobrevivientes exiliados en Bolivia. Bernardes fue sucedido por el paulista Washington Luis Pereira de Sousa, que intentó cumplir un programa de estabilización económica y de disciplina fiscal, para lo cual puso al frente del Tesoro Público a Getúlio Vargas, un político "gaúcho" de creciente influencia entre la oligarquía de su estado. Pereira desarrollaría su mandato con formas personalistas y dictatoriales, lo que acrecentó el clima de malestar y depresión económica que se vivía en 1929 y 1930. Al concluir su mandato, Pereira quiso imponer la candidatura del también paulista julio Prestes, lo que provocó el descontento de algunos estados del Norte y del Sur, junto con los de Minas Geraes, frente a la consolidación del poder paulista. La Alianza Liberal presentó como candidato a un ex gobernador del estado de Rio Grande do Sul, Getúlio Vargas. Pese a la victoria de Prestes, una sublevación militar terminó llevando a Vargas a la presidencia, con lo que se pondría fin a todo un ciclo en la política brasileña.
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Si bien existieron algunas excepciones, en general la conquista fue realizada mediante la iniciativa privada, esto es, mediante una contrato (capitulación) establecido entre el rey -o su representante- y un particular por el cual se autorizaba a éste a conquistar un territorio concreto en un plazo de tiempo determinado. Para ello se organizaba una hueste, al frente de la cual se situaba un jefe, quien recibía del rey diversos títulos posibles en función de la dimensión de la empresa (gobernador, adelantado o capitán). A cambio, el jefe expedicionario se comprometía a correr con los gastos de la empresa y a realizarla en el tiempo fijado. Las obligaciones del rey, por su parte, eran la exención de tributo, la donación de tierras y solares en las futuras poblaciones, y la promulgación de derechos y libertades al modo de los existentes en Castilla. El rey sólo estaba obligado a conceder estas mercedes en caso de que la expedición de conquista terminase exitosamente, es decir, a posteriori, lo que provocó no pocas disensiones. Aunque pueda parecer que la Corona queda relegada y apenas interviene en la conquista, en la práctica se reserva para sí importantes herramientas de intervención. La capitulación determina claramente que los territorios conquistados pertenecerán a la Corona, no al particular. Por otro lado, las concesiones, siempre flexibles, permiten a la Corona orientar y dirigir las acciones de conquista hacia determinados territorios, en función de sus intereses. Además, el jefe de la expedición recibe instrucciones claras acerca de sus funciones para con la hueste, la población nativa, la acción militar y la emisión de informes sobre los resultados. Posteriormente se incorporará un funcionario real, veedor, que velará por el cumplimiento de las consignas y la asignación al rey de su parte del botín. Sin embargo, a miles de kilómetros de distancia, en la práctica el jefe de la hueste tenía un poder casi ilimitado, si bien su propia personalidad y carisma eran elementos importantes en el desarrollo de la expedición. Aparte el rey y el conquistador, en medio se situaba el socio capitalista, encargado de anticipar el dinero y garantizar el pago de las obligaciones contraídas. Si el jefe podía, solicitaba en préstamo la menor cantidad posible, invirtiendo todas sus pertenencias. A veces, cada soldado aportaba su propio equipo y provisiones, si lo tenía, o lo recibía del jefe como anticipo. La aportación de cada individuo condicionaba el posterior reparto del botín, recibiendo una parte el peón y el doble un hombre a caballo. Los perros, armas de extraordinaria importancia, en casos concretos fueron también recompensados. El reparto dio lugar a conflictos en no pocas ocasiones, como el surgido entre Pizarro y Almagro. Otras veces parte del botín consistía en mujeres, esclavas o no. Aparte el botín, la mejor recompensa posible para el conquistador era la concesión de un título de nobleza, junto con extensas posesiones territoriales, lo que en realidad consiguieron unos pocos. Algunos más fueron nombrados funcionarios, lo que les permitió dejar las armas y comenzar actividades más lucrativas y de menor riesgo. El cargo más deseado, gobernador, permitió a algunos hacer fortuna para sí, sus familiares y sus compañeros de armas. Últimos guerreros medievales, su ideal era convertirse en aristócratas semi-feudales, servidores del rey en sus territorios y dominadores de un amplio número de vasallos y territorios. En la práctica, este esquema derivó en la encomienda, según la cual un antiguo soldado recibía del gobernador, antes su jefe, un territorio y una serie de indios que trabajarán para él y le pagarán tributo. A su lado se situará todo un conjunto de personajes, familiares, amigos, sirvientes (mayordomos, administradores, criados), un capellán, etc. A cambio, deberá asegurar la paz en sus dominios, tener lista y dotada a la tropa por si fuera necesaria y pagar doctrineros que eduquen a los indios en la fe cristiana. Las expediciones se desarrollaban, en los primeros tiempos, según los conquistadores conocían, esto es, al modo de las tropas mercenarias europeas del siglo XVI. Muy pocos contaban con experiencia militar, pues se dedicaban fundamentalmente a la agricultura, la ganadería o la artesanía en sus lugares de origen, sobre todo Andalucía y Extremadura en los primeros años. El conocimiento paulatino de las condiciones del terreno y del enemigo fueron creando un cuerpo de veteranos y expertos que, si bien al principio alcanzaron gran valoración y prestigio, pronto fueron cuestionados y apartados a favor de otros tipos sociales, como el funcionario, el comerciante o el hacendado. La hueste, heredera de las mesnadas medievales, se organizaba en compañías y éstas en cuadrillas, de manera más o menos disciplinada en función de la autoridad que el jefe sabía imponer. Junto a ellos, los elementos indígenas fueron un elemento esencial para la conquista, actuando como guías, intérpretes, espías, porteadores y excelentes soldados. Un ejemplo de ello son los tlaxcaltecas, aliados de Cortés en su conquista mexicana. La superioridad tecnológica de los españoles, aun existiendo, no fue en un principio tan determinante, debiendo rápidamente adoptar algunas tácticas y conocimientos indígenas, como el más ligero escudo de cuero o el relleno de algodón bajo la coraza, muy útil para combatir las flechas y dardos indios. Las armas de fuego pronto demostraron su escasa utilidad en un ambiente tan húmedo, que también provocaba la oxidación de las espadas. Mucho más útiles fueron los caballos y los perros; los primeros desataban auténtico pavor entre los indios y daban al caballero una gran ventaja estratégica, mientras que los perros, especialmente adiestrados, se convirtieron en un arma mortífera. Los bergantines, embarcaciones ligeras y maniobrables, dieron a los españoles facilidad de avituallamiento y transporte. La superioridad de estos venía demás asentada sobre diferencias culturales, pues los europeos parecieron en los primeros momentos seres divinos o mitológicos, siendo además su objetivo la muerte del enemigo, y no la captura de prisioneros como, por ejemplo, entre los mexica. Con todo, pocas fortunas se basaron en las expediciones de conquista, que las más de las veces resultaron baldías o acabaron en desastre. Los supervivientes generalmente acababan sus días como encomenderos o, los más afortunados, como funcionarios locales. Sí consiguieron beneficios algún comerciante o prestamista, por lo general asentado en España. Además, la conquista se hizo frecuentemente en condiciones de extrema penuria, escaseando los pertrechos y alcanzando precios exorbitantes los pocos disponibles. La carencia de bienes y productos básicos provocó la dependencia de los conquistadores de la metrópoli, lo que ayudó a su control y fomentó su fidelidad hacia el rey. Casos de rebelión como el de Lope de Aguirre fueron excepcionales. La mayoría de las veces las expediciones hubieron de autoabastecerse, portando una piara de cerdos o rapiñando entre las poblaciones indígenas.
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Un eclesiástico, Juan Rodríguez de Fonseca, será durante 30 años (1493-1523) la máxima autoridad para los asuntos indianos, primero como asesor y persona de confianza de los Reyes Católicos y luego como consejero de Castilla (1504), institución a la que inicialmente correspondía la jurisdicción sobre las nuevas tierras y en la que Fonseca presidió una junta de tres miembros que desde 1519 los documentos citan como los del "Consejo que entienden en las cosas de Indias". A partir de esta junta se forma el Consejo de Indias, cuya creación oficial como organismo independiente del de Castilla se produce en 1523, aunque hasta el año siguiente no se nombra presidente, retraso debido a la enfermedad y muerte de Fonseca, quien sin duda estaba destinado a presidirlo. Directamente subordinado al rey, el Consejo se trasladaba con la corte fijando su residencia permanente en el Palacio Real de Madrid a partir de 1561, sin que nunca se planteara la posibilidad de establecerlo en América. Durante casi dos siglos será un verdadero Consejo colonial, con jurisdicción sobre todos los territorios, asuntos y organismos indianos, incluida la Casa de la Contratación. Y se encargará de elaborar todas las leyes relativas a las Indias, aunque con un carácter consultivo, que requería la aprobación real de las propuestas, que se elevaban al rey en un documento llamado consulta. El esfuerzo legislador se completa con trabajos codificadores y recopiladores de toda la normativa, como la Recopilación publicada en 1681, en cuatro gruesos volúmenes. El Consejo asumió todas las funciones administrativas, judiciales y fiscales, aunque a veces su exclusividad se rompía y se convocaban Juntas especiales con participación de personas ajenas al Consejo (por ejemplo, la que en 1542 elaboró las Leyes Nuevas). Eran tareas suyas proponer los nombramientos de todos los altos cargos civiles y eclesiásticos, actuar como tribunal supremo de justicia, fiscalizar la política económica y el funcionamiento de la Casa de la Contratación, supervisar las cuentas americanas. La amplitud de atribuciones se sumaba a la complejidad de los trámites y la tendencia a un tratamiento meticuloso y cuidadoso que retardaba mucho la resolución de los asuntos (y generó una inmensa mole de papeles actualmente depositados en el Archivo General de Indias de Sevilla). La composición del Consejo sufrió muchos cambios. Contó con un presidente -con frecuencia miembro de la nobleza- y un número variable de miembros o consejeros (usualmente diez, pero a veces llegan a diecinueve), en su mayoría juristas o letrados, que tienden a ver los problemas americanos desde una perspectiva legalista. En el siglo XVII se introducen los consejeros de capa y espada, personas que hubieran tenido alguna experiencia americana, pero siempre fueron minoritarios. Otros cargos fueron: gran canciller de Indias (honorífico), y una serie de funcionarios secundarios, como fiscal, secretario (desde 1596 habrá uno para la negociación del Perú y otro para la de Nueva España), tesorero, contador, cosmógrafo y cronista mayor (cargo creado en 1571 con la misión de escribir la historia oficial de las Indias, siendo el primero Juan López de Velasco, autor de la Geografía y Descripción Universal de las Indias, primer estudio de conjunto de aquellas tierras, hecho a partir de informaciones de primera mano enviadas por las autoridades indianas) y otros empleados y subalternos. Para delimitar tareas, se establecen departamentos específicos en el seno del Consejo, como la Cámara de Indias, para proponer candidatos a los cargos, y la Junta de Guerra, en este caso de carácter mixto, con miembros del Consejo de Guerra. A comienzos del siglo XVIII el Consejo pierde su papel de máximo órgano rector de la política indiana, que en adelante será diseñada y aplicada desde los nuevos ministerios o secretarias: primero la Secretaría del Despacho Universal de Marina e Indias, creada en 1714 y desde 1754 la Secretaría de Indias, que en 1787 se desdobla en dos, una de Hacienda y otra de Gracia y Justicia, desapareciendo ambas en 1790 cuando los asuntos indianos se adjudican, según materia, a los otros departamentos del gobierno. En cuanto al Consejo de Indias, desde 1717 sólo conservó funciones judiciales y de asesoramiento, y fue eliminado en 1812 por las Cortes de Cádiz, aunque su desaparición oficial se producirá en 1834.
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A finales de los años sesenta, María Telo tomó el testigo de Mercedes Formica en la mejora de la situación jurídica de las mujeres españolas. Nacida en Cáceres en 1915, coincidió con la anterior en la interrupción de sus estudios de Derecho durante la Guerra Civil, y en la imposibilidad de acceder al cuerpo de notarios, en este caso, por estar restringido a los varones. En 1972, en Antibes (Francia) fue elegida Vicepresidenta de la FIMCJ, y en 1969 organizó el Consejo de la FIMCJ, que se celebró por primera vez en España. Asistieron setenta mujeres de diecisiete países, entre las que se encontraban destacados cargos públicos como magistrados, jueces, catedráticos de Universidad, notarios, etc. Asistieron diecinueve españolas, algunas de las cuales trabajaron después con María Telo: María Jiménez Bermejo, Elena de Castro y Abad-Conde, María Nieves Serrano Martínez, Belén Landáburu González, Celsa de la Peña Díez, Asunción de Gregorio Sedeño, María Teresa Marcos Cuadrado, María Felisa Gómez Prieto, Pilar Huecas Navarro, Aurora Huber Robert, Julia Cominges Ayúcar, Mercedes Alario González Villarino, Gloria Barcelo Llacury y María Ángeles Torcida. Otras asistentes, Cristina Almeida y Francisca Sauquillo lo hicieron en calidad de oposición al régimen franquista. Las conclusiones preparadas por dos comisiones encargadas se reunieron en sendos artículos: "La adopción en el Derecho Civil" y "La mujer en el derecho Civil". Mario Telo recordaba la campaña de Mercedes Formica de1953 en ABC, y utilizó los mismos medios para crear un estado favorable de opinión a través de la prensa, y en esta década, además, de la televisión, que ya ocupaba un lugar importante dentro de los medios de comunicación. Gráfico En este caso, el diario que mejor informó fue Ya, donde casi todos los artículos fueron publicados por la periodista Mercedes Gordon: "La mujer casada es una eterna menor, según nuestro Código Civil" (Ya, 6-IX-1969, p. 17); "La aportación de la mujer jurista al derecho es de gran importancia para la sociedad. Ha sido inaugurado el Consejo anual de la Federación Internacional de Mujeres Juristas" (Ya,9 -IX-1969, p. 17); "Las mujeres saben del Derecho" (Ya, 9-IX-1969, pp. 28-29); "Plena igualdad de la mujer en los países del Este" (Ya, 10-IX-1969, p. 13); "Es necesario favorecer la adopción" (Ya, 13-IX-1969, p. 20); "La mujer debe gozar de capacidad plena, sin discriminación por razón de edad o de estado" (Ya, 14-IX-1969, p. 17); Josefina Carabias, "Las juristas" (Ya, 14-IX-1969, p. 17); y un larguísimo elenco . Entre todas las revistas, fue Telva la que hizo mayor seguimiento del Consejo y sus posibles consecuencias, iniciando incluso una sección bajo el título "Juicio abierto a una ley injusta", en la que en a imitación de un juicio, recogían la opinión de conocidos juristas sobre los temas objeto de una posible reforma. Aparecieron los testimonios de la propia María Telo, y de otros abogados en ejercicio. Elena castro Abad-Conde, José Luis del Valle Iturriaga, María de las Nieves Serrano, Roberto Reyes, Asunción de Gregorio Sedeño y Belén Landáburu (Telva, núm. 142, 1969, p. 31; 146, 1969; 147, 1969; 148, 1969).
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Las elecciones del mes de junio de 1977 supusieron, en la práctica, la apertura de un proceso constituyente. La paradoja fue que las Cortes Constituyentes se encontraban con que no existía texto legal vigente que determinara la responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento. Sólo en el mes de noviembre de 1977 se aprobó una disposición en este sentido que venía a servir, de hecho, como avance de la futura Constitución. De todos modos, las relaciones entre Gobierno y Parlamento fueron en ocasiones muy complicadas debido a la inexperiencia general. Como dijo Adolfo Suárez, la transición se realizaba manteniendo en funcionamiento un Estado cuyos fundamentos eran radicalmente antitéticos con ella. Era como elevar una nueva casa al mismo tiempo que se seguían manteniendo en funcionamiento las cañerías de la antigua. El Gobierno tendió a actuar al margen del Parlamento y lo hubiera hecho más si hubiera dispuesto de una mayoría confortable. Por su parte, la oposición en más de una ocasión fue tentada por la demagogia y la irresponsabilidad. Un factor esencial para comprender la política española en los meses que van desde la reunión de las Cortes hasta la definitiva aprobación de la Constitución reside en que el Gobierno de Adolfo Suárez estaba apoyado por Unión de Centro Democrático, que tan sólo era una coalición electoral. Cuando a comienzos de julio de 1977 el presidente Suárez formó un nuevo Gobierno hubo de recurrir a todos los sectores que le habían proporcionado la victoria electoral. Con ello el nuevo gabinete dio la inevitable sensación de estar compuesto por una pluralidad de familias políticas, pero los puestos más decisivos fueron ocupados por hombres de la más estrecha confianza de Suárez o técnicos de reconocido prestigio. Manuel Gutiérrez Mellado, único militar en un gabinete civil, figuró en el Gobierno como vicepresidente y ministro de Defensa; Abril Martorell ocupó la vicepresidencia política y Fuentes Quintana, la vicepresidencia económica. El Gobierno mantuvo una jefatura indisputada y supo estar a la altura de las circunstancias. Como en la etapa anterior mantuvo la iniciativa en todas las cuestiones importantes y su presidente demostró una capacidad de reflejos parecida a la que entonces le había caracterizado, aunque en algún caso mostrara carencia de criterio. Se produjeron dos pequeños reajustes; el principal, la dimisión, de mucha mayor trascendencia, en febrero de 1978, de Fuentes Quintana, una vez concluida su misión como experto, como consecuencia de sus dificultades personales para actuar en el marco de una política partidista. Las distintas agrupaciones de UCD se disolvieron a partir del mes de diciembre de 1977, pero ya desde un primer momento también fueron perceptibles las dificultades de UCD para funcionar como un partido político propiamente dicho. La unificación fue un procedimiento para neutralizar posibles tensiones internas y en realidad, en los primeros momentos de vida del partido fue un tanto lánguida. El Gobierno y el Parlamento elegido en el mes de junio hubieron de hacer frente a un complicado panorama político, sobre todo en lo que respecta a problemas como el del orden público, el económico y el regional. Antonio Hernández Gil fue nombrado presidente de las Cortes, desempeñando su cargo con imparcialidad y a satisfacción de las diferentes tendencias; para la presidencia del Congreso fue elegido Fernando Álvarez de Miranda y para la del Senado, Antonio Fontán, ambos centristas. El Rey pronunció ante las Cortes, reunidas por vez primera para oír de sus labios el discurso de la Corona, unas palabras en las que, partiendo del reconocimiento de que allí estaba representada la soberanía nacional, hizo un llamamiento a la colaboración de todos en la empresa colectiva de conseguir la convivencia democrática. En términos generales, los parlamentarios recibieron muy bien el discurso. Eran todavía los momentos en que el PSOE mantenía reticencias respecto a la Monarquía, aunque tan sólo fueran formales. Los principales problemas que el Gobierno y las Cortes debían afrontar hubieron de abordarse al mismo tiempo, solapándose unos con otros a la vez que se elaboraba el nuevo texto constitucional. En el mes de septiembre de 1977 ya se había dado una solución provisional a la reivindicación autonómica catalana y progresivamente esta fórmula se iría ampliando a otras regiones a lo largo del período constituyente. Si eso ya demostraba una voluntad de consenso en uno de los más graves problemas políticos de España, la neutralización de la conflictividad social mediante los llamados Pactos de La Moncloa la ratificó aún más y constituye un rasgo muy característico de la transición española a la democracia. Hacia el año 1977 la inflación ya había llegado a unas cotas casi iberoamericanas mientras que el paro alcanzaba el 6%, cifra muy poco frecuente en el inmediato pasado histórico. Era necesario superar la falta de una política económica anterior, así como crear un marco en el que se pudiera hacer frente a la tarea de la redacción de una nueva Constitución con la paz social suficiente como para que no se produjera una peligrosa espiral de reivindicaciones. En el terreno socioeconómico los Pactos de La Moncloa fueron testimonio de una actitud paralela al consenso político. Los sindicatos y las fuerzas sociales de la izquierda se comprometieron a una congelación de los salarios a cambio de una serie de contrapartidas que iban desde el inicio de la reforma fiscal hasta la creación de un elevado número de puestos escolares o la ampliación de las prestaciones de la Seguridad Social. Por este procedimiento se logró disminuir las tensiones políticas, a la vez que también se propiciaba el inicio de una importante transformación de la sociedad española. Durante los meses en los que se redactó la Constitución española se produjeron, con trágica insistencia, conflictos de orden público que, en alguna ocasión, pudieron llegar a provocar alguna tensión involucionista. Los problemas más graves estuvieron relacionados con el terrorismo de ETA, que asesinó a once policías en los meses posteriores a las elecciones de junio de 1977. Frecuentemente se sumaba la impericia de unas fuerzas de orden público, que no estaban habituadas a comportarse de la forma exigible en un Estado democrático y eran poco efectivas. Al terrorismo etarra le beneficiaba el hecho de que quienes colaboraban con él eran considerados como heroicos luchadores antifranquistas por parte de la izquierda y de la sociedad vasca. Sólo con el paso del tiempo se fue haciendo patente que el terrorismo también representaba una amenaza totalitaria contra la democracia: no sólo era el principal argumento utilizado por los involucionistas sino que sus objetivos finales distaban mucho de cualquier tipo de liberación. En esta línea fue muy positiva la manifestación contra el terrorismo celebrada en noviembre de 1978, en la que participaron las fuerzas políticas más relevantes. También hubo problemas políticos durante los meses en que se elaboró la nueva Constitución. Las fuerzas de la oposición de izquierdas reivindicaron una democratización de las instituciones que todavía no habían experimentado esta imprescindible transformación. A principios del año 1978 se celebraron las elecciones sindicales con la victoria de Comisiones Obreras. Sin embargo, ese predominio no implicaba que el trabajador industrial se inclinara por el comunismo, ya que había afiliados a Comisiones que votaban al PSOE. La UGT había tenido un desarrollo bastante posterior y no había logrado una implantación suficiente. La izquierda también reivindicó la inmediata celebración de elecciones municipales. El Gobierno de UCD adujo que la celebración de elecciones al mismo tiempo que se redactaba la Constitución pondría en peligro la perduración del consenso, mientras el PSOE reivindicaba mayores cuotas de poder político que las logradas hasta entonces. Las elecciones se aplazaron hasta después de la aprobación de la Constitución.
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Federico I (1720-1751) se convierte en rey de Suecia tras la abdicación de su esposa, inaugurando un sistema de constitucionalismo democrático que acabó con la autocracia de la Monarquía. La Dieta, principal órgano político del Estado, constaba de cuatro brazos correspondientes a los estamentos sociales -nobles, clérigos, burgueses y campesinos que deliberaban y votaban por separado; la animadversión existente entre los grupos y sus irreconciliables posturas frente a determinados temas convertía frecuentemente a la Dieta en un organismo inoperante. Los nobles eran demasiado prepotentes, excesivamente celosos de su dominio exclusivo sobre los altos cargos; los miembros del clero querían también desempeñar puestos importantes y criticaban esa exclusividad, por eso se aliaban con frecuencia a los burgueses o campesinos frente a ellos; los burgueses perseguían sus propios intereses y sólo se aliaban a los otros grupos cuando salían beneficiados; por último, los campesinos odiaban a los estamentos superiores y simpatizaban con un rey que en la práctica tampoco tenía mucho poder. La Dieta debía reunirse cada tres años, y mientras era el Senado (Räd) quien se convertía en el máximo organismo del Estado, compuesto de 25 miembros elegidos por el rey de entre las ternas que le presentaban los órganos superiores. El rey fue perdiendo sus prerrogativas progresivamente, su actuación era fiscalizada por el Parlamento y sólo tenia poder para nombrar a los oficiales del reino, conceder títulos nobiliarios y dirigir el Ejército; las decisiones gubernativas eran adoptadas conjuntamente con un Gobierno compuesto de 16 personas, procedentes del Parlamento, aunque reservándose un voto de calidad. Existían diversas facciones políticas, como el filo-ruso partido de Holstein, que tuvo gran fuerza entre 1723-1727 y apoyaba a Carlos Federico; hacia 1720 apareció un grupo de nobles hostiles a Rusia y favorables a Francia que se oponían rotundamente a la política del canciller Horn; eran nacionalistas y belicistas, pretendiendo la recuperación de las provincias bálticas a cualquier precio, serán llamados sombreros y en 1738 lograron imponerse en el Gobierno. A finales de esa década aparecen los llamados gorros, que no eran tan belicosos y propugnaban la libertad económica y una cierta flexibilización de las relaciones sociales. En este período hubo una relativa prosperidad económica dada la enorme preocupación en este campo desarrollada por el Gobierno; se mantienen los postulados mercantilistas, favoreciéndose sobre todo el comercio exterior, muy activo en el Mediterráneo, y creándose la Compañía de las Indias Orientales, y la manufactura, reforzándose el sistema gremial y estimulándose la producción nacional. Junto a ello continuó el proteccionismo aduanero, evitándose las excesivas exportaciones y adoptándose una especie de acta de navegación, en 1724, frente a la competencia de ingleses y holandeses. El sistema impositivo fue reorganizado, y junto a una fiscalidad creciente, la venta de tierras de la Corona permitió el saneamiento de la hacienda y la reducción del déficit. En los años treinta se intentó una compilación legislativa promulgándose un código donde la ley del Talión seguía teniendo plena vigencia; también se acometió la reforma de la enseñanza superior otorgándose autonomía a la Universidad de Upsala, que acabó especializándose en los estudios jurídicos para prestar formación a los futuros funcionarios, e introduciendo nuevas disciplinas como economía política, historia natural y mecánica. La presidencia de la Cancillería, estuvo ocupada por A. Horn desde 1720, quien creía firmemente en la paz y en la ausencia de compromisos con el extranjero; su ideal era conseguir un equilibrio frente a los antagonismos existentes, Prusia-Inglaterra y Austria-Francia, y un acercamiento a los ingleses. De hecho, esto hace que en 1727 se acuerde una alianza con Hannover donde las potencias marítimas garantizaban las posesiones suecas en territorio alemán. A pesar de las propuestas francesas, Suecia rehusó participar en la Guerra de Sucesión de Polonia y sólo llega a un tratado con Francia en 1738 al término de la contienda. Esto produce la caída del canciller, sucediéndole Gyllemborg, identificado con los gorros, quien se suma al conflicto por la sucesión austriaca; por influencia francesa y con la alianza de Turquía declara una guerra a Rusia que resultaría desastrosa: la Paz de Abö (1743) supone la pérdida definitiva de Finlandia y la intromisión rusa en los asuntos internos suecos. La muerte de la reina Ulrica, en 1741, sin descendencia, plantea la lucha por la sucesión, latente desde hacía varios años; existían varios candidatos: Carlos Pedro Ulrico, sobrino de Carlos XII y Ulrica; Adolfo Federico de Holstein, apoyado por los gorros y por la zarina Isabel, y Federico de Copenhague, príncipe heredero de Dinamarca, partidario de la unión escandinava, pero que no había despertado grandes simpatías entre los suecos. La Dieta elegiría a Adolfo Federico como heredero del reino, concertando su matrimonio con Luisa Ulrica, hermana de Federico II de Prusia. Tal y como preveía el mecanismo sucesorio, a la muerte del anterior monarca recibe la corona Adolfo Federico (1751-1771), apoyándose desde el principio en el grupo de los sombreros, que habían respaldado su candidatura, para defenderse de una Dieta que nunca le había querido y que muchas veces le haría una guerra nunca declarada. Tanto el rey como la reina se vieron forzados a aceptar una Monarquía tutelada por el Parlamento, aunque ideológicamente eran partidarios del absolutismo, y poco a poco fueron creando a su alrededor un grupo de simpatizantes que en 1756 maquina una conspiración para restablecer las prerrogativas regias. Pero el golpe, que contó con el liderazgo de significativos políticos, como Brahe, fue descubierto a tiempo, y el rey, alarmado, temiendo represalias de la Dieta, se apresuró a refrendar la Constitución libertaria de 1720, asistiendo, impotente, a la ejecución de los golpistas. De nuevo la Dieta impone su dominación con redoblada fuerza; coarta cada vez más la libertad de acción del monarca y permite únicamente unos gobiernos donde se alternan los dos partidos mayoritarios, sombreros y gorros, con exacta puntualidad; por aquellos años destacan sus líderes, el conde A. Fersen, del primer grupo, y el barón C. Pechlin, del segundo. Tras la conjura fallida, los sombreros se instalaron en el Gobierno; desde ahí se aplicaron al fomento de la producción nacional, dedicando especial interés a la agricultura, gracias a la difusión de las ideas fisiocráticas, y a las actividades mineras; hay que destacar la labor desempeñada en este sentido por una institución oficial, el Teatrum oeconomico-mechanicum, creado en 1754. En esa misma época se adoptó el calendario gregoriano y fue ganando creciente fama la Universidad de Upsala, a donde vienen a estudiar o ejercer la docencia numerosos extranjeros. La intervención en la Guerra de los Siete Años perseguía la recuperación de Pomerania, pero los sucesivos reveses suecos lo hicieron imposible; la paz, sellada en 1762, confirmará el statu quo anterior provocando la caída de los sombreros tres años más tarde. Los gorros tomaron el relevo pero por poco tiempo (1765-1769), al asumir una política que acabó resultando impopular; se negaron a que los plebeyos ocuparan cargos públicos, aumentaron las cargas fiscales para reducir el déficit, decretaron la libertad de imprenta aboliendo cualquier tipo de censura, y en el exterior desplegaron una diplomacia defensiva frente a Dinamarca, Prusia, Polonia e Inglaterra, sobre la base del acercamiento a Rusia y el abandono de la alianza francesa. De nuevo la política exterior condiciona los asuntos internos, produciendo la caída de los gorros, y la instalación de los sombreros en el poder durante largos años (1769-1777). En este contexto, en febrero de 1771 muere el rey, legando la Corona a su hijo Gustavo, que a la sazón se encontraba en Francia, embarcado en un periplo europeo, tan del gusto de la época.
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La Revolución Soviética de 1917 comprometió de tal modo la construcción de la vanguardia que esa experiencia histórica ilustra ejemplarmente el principio y el fin de una utopía, la de la relación entre vanguardia política y vanguardia artística. Sin embargo, entre el año 1917 y los años treinta la posibilidad de comprobar históricamente cómo el sueño de la vanguardia podía hacerse realidad social y política sedujo a numerosos arquitectos y artistas europeos.Con anterioridad a la Revolución, la vanguardia había penetrado en la cultura rusa, desde las investigaciones formalistas sobre el lenguaje que tanta influencia tendrían en la construcción de las vanguardias más radicales, a los ecos de las vanguardias europeas a través del cubofuturismo, del rayonismo o del suprematismo. De Malevich a Maiakovski, la vanguardia rusa no tardaría en comprometerse con una utopía que, nacida en el seno de las prácticas artísticas, buscaría vincularse a la construcción del socialismo, aspirando a la configuración formal de la nueva sociedad revolucionaria. Lo que De Stijl soñaba sin revolución, o lo que Le Corbusier buscaba exclusivamente con los medios disciplinares de la arquitectura.La arquitectura podía ser entendida como un enorme objeto social o bien asumir su autonomía disciplinar como la garantía más apropiada para preservar su carácter revolucionario. Y esa dialéctica cruzará la trágica aventura de las vanguardias y su compromiso político en la antigua URSS. A. Gan lo resumía ejemplarmente en un artículo publicado en 1924 sobre la pintura de Malevich, señalando cómo sus composiciones suprematistas planteaban tales dudas sobre su significación ideológica que no se sabía si interpretarlas como ilustración de la descomposición de la burguesía o, al contrario, como el ascenso de la joven clase del proletariado. En todo caso, una actitud sí parecía compartida, la del rechazo del pasado y de la historia que afectaba tanto a los comportamientos revolucionarios como a la práctica del arte y de la arquitectura. M. Chagall lo representó con elocuencia en Paz a las cabañas, guerra a los palacios (1919).En este contexto el Futurismo representó un revulsivo, una apuesta por la modernidad y la velocidad y una crítica ácida sobre el pasado. Pero se trataba tan sólo de una negación necesaria. Su violencia presagiaba el silencio, mientras que la abstracción del Suprematismo de Malevich desde su silencio proyectaba la construcción del futuro. La investigación formalista y de laboratorio de este último, su reducción de la pintura a puro signo, pronto se proyectaría hacia la arquitectura, o mejor, como en el neoplasticismo, hacia las maquetas, sus conocidas Architektone de los años veinte. Modelos que no son sólo aplicación, espejo y reflejo de la pintura, sino que se ofrecen a representar lo imaginario. No son sólo luminosas esculturas, ni las de Malevich ni las de Tatlin, sino sobre todo proyección de planos y volúmenes en el espacio: el verdadero alfabeto del constructivismo. El propio Malevich titulaba sus Architektone con los nombres de las letras y, en 1920, enunciaba sus intenciones: "El Suprematismo, en su evolución histórica, ha tenido tres etapas: del negro, del coloreado y del blanco. Todos los períodos han transcurrido bajo los signos convencionales de las superficies planas al expresar, diríase, los planos de los volúmenes futuros, y efectivamente, en el momento actual, el Suprematismo crece en el tiempo, volumen de la nueva construcción arquitectónica... Habiendo establecido los planos determinados del sistema suprematista, la evolución ulterior del Suprematismo, en adelante arquitectónico, lo confío a los jóvenes arquitectos, en el sentido amplio del término, pues veo la época de un nuevo sistema de arquitectura sólo en él".La Revolución apoyará con institutos especializados y con la reforma de las enseñanzas artísticas y arquitectónicas la nueva cultura de la vanguardia. Artistas, arquitectos e intelectuales como Maiakovski, V. Tatlin, El Lissitzky o Malevich tendrán así la oportunidad de hacer institucional la vanguardia. Dos términos, por otra parte, casi contradictorios. El constructivismo, aunque cabría hablar de los constructivismos, intenta vincular las tendencias de laboratorio y sus investigaciones sobre el objeto artístico y la muerte del arte a la construcción de la arquitectura, entendida también como construcción del socialismo. La idea de la funcionalidad social del arte inicia su compromiso revolucionario.Los productivistas del LEF (Frente de Izquierda de las Artes) abogan por la disolución del arte en la vida, en la producción. Son los años en los que El Lissitzky proclama su concepto de Proun, como construcción creadora de formas, y Tatlin construye su maqueta del Monumento a la III Internacional (1919), esa suerte de Torre de Babel construida, según Slovski, de hierro, vidrio y revolución. El Lissitzky, además, fue uno de los más importantes artistas empeñados en hacer internacional también al Constructivismo. En 1923 expuso en Berlín su Proune Raum o espacio de demostración, verdadera declaración de los principios constructivistas. De su obra afirmaba que la pared no puede concebirse como cuadro pintura. Pintar paredes o colgar cuadros de la pared son acciones igualmente erróneas. El nuevo espacio no necesita y no quiere cuadros. Tatlin, por su parte, comentando su Torre, señalaba que "habían empezado a combinar en una forma artística materiales como hierro y cristal, los materiales del nuevo clasicismo, comparables, en su severidad, al mármol de la antigüedad". Metáfora de la adhesión de las vanguardias y del Movimiento Moderno a la máquina y a la técnica.El Constructivismo en arquitectura tuvo, además, un lugar privilegiado de meditación en el apoyo institucional a través de organismos como el VCHUTEMAS (Facultad de Arquitectura), y de asociaciones de arquitectos como la ASNOVA, promovida por N. Ladovski. De hecho, la actividad pedagógica del VCHUTEMAS, planteada como una rigurosa investigación sobre la especificidad formal de la disciplina, estuvo en los orígenes metodológicos de la ASNOVA, en la que participaban los arquitectos más vinculados al formalismo como K. Menikov o N. Ladovski. Abstracción formal y extrañamiento de la producción que, sin embargo, no afectó a la seducción que sentían por el mito de la máquina y de la industria.Otros arquitectos como los Hermanos Vesnin, M. Guinzburg o I. Golosov, comprometían su formalismo con la producción y con el proceso revolucionario. Un compromiso que planteaba la disolución de la arquitectura en la ideología del Plan, entendida como parte de la planificación económica y social. Un drama que no tardaría en fragmentar la utopía, rompiéndola en los pedazos del realismo socialista. Drama en el que participarían otras asociaciones de arquitectos como la VOPRA (Unión de Arquitectos Proletarios) o la OSA (Unión de Arquitectos Contemporáneos), con la que algunos arquitectos del constructivismo intentaron acentuar el compromiso político de la vanguardia, entre los que se encontraban Guinzburg y los Vesnin.Metáforas del industrialismo, funcionalismo tecnológico, entendidos casi como una aspiración, más que como una realidad, unidos al formalismo utópico de un Ladovski, quizás el arquitecto más riguroso de esos años, son constantes de una poética y de una nueva imagen disciplinar de la arquitectura que no ha cesado de seducir hasta tiempos recientes. Experiencias y vanguardias sobre la forma de la arquitectura, en las que la memoria parece haber desaparecido tan radicalmente como la sociedad capitalista y burguesa, y que, además, profundizan en algunos de los problemas tipológicos decisivos del Movimiento Moderno, desde los condensadores colectivos, a la vivienda mínima, a las fábricas, a la nueva imagen arquitectónica del poder o la nueva idea de la ciudad socialista.Clubes obreros, de Melnikov o Golosov, rascacielos como los de El Lissitzky, pabellones como el de la URSS en la Exposición de Artes Decorativas de París (1925), arquitecturas puras y autónomas como las de Ladosvki (Instituto Lenin de Moscú, 1927), constituyen un legado irrenunciable que supieron admirar arquitectos como Le Corbusier o Gropius. Es más, muchos arquitectos vieron la posibilidad de construir sus utopías en la URSS y colaboraron con entusiasmo en muchos de los concursos realizados para proyectar la arquitectura y la ciudad de la nueva sociedad revolucionaria. Sin embargo, como ha señalado F. Dal Co: "No puede sorprender que la ciudad formalista del futuro, que como pura forma era indiferente a aquellos contenidos, sólo pueda convertirse en silenciosa utopía". El Concurso celebrado para la construcción del Palacio de los Soviets, en 1931, al que se presentaron los constructivistas soviéticos y los racionalistas europeos, como Le Corbusier o Gropius, puso fin al sueño. El realismo socialista, la arquitectura académica y monumental, de B. Jofan, ganó retóricamente el concurso.
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El golpe del 18 de Brumario fue en realidad una conspiración de "notables" que querían defender, con el apoyo del ejército, los intereses de una burguesía salida de la Revolución. Su consecuencia esencial fue la de restablecer el orden en Francia y la de institucionalizar los logros revolucionarios. Esa burguesía brumariana, a cuyo frente se hallaba Sieyès, no había pensado ceder el poder a un militar, sino reforzar el ejecutivo y restablecer la unidad en la acción gubernamental sin renunciar al ejercicio de la libertad. Sin embargo, como señala Lefèbvre, "dando prueba de inconcebible mediocridad", empujaron a Napoleón al poder sin ponerle condiciones y sin establecer previamente los rasgos esenciales del nuevo régimen. Desde luego, está bastante claro que el golpe de Estado de Brumario no fue un golpe de los militares que quisieron llevar a Bonaparte al poder. Si, como señala Soboul, éste aprovechó el brillo de sus victorias para alcanzar la Monarquía, no fue el ejército el que empujó a Bonaparte hacia el trono... "El ejército ocupa sin duda un lugar esencial en esta época de guerras que se renuevan sin cesar, pero es lejos de las fronteras, al menos hasta 1814".El 18 de Brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799), fue convocado el Consejo de Ancianos a primera hora de la mañana y, bajo el pretexto de una posible conspiración jacobina, se realizó una rápida votación en la que se acordó trasladar los dos Consejos a Saint-Cloud y el nombramiento de Bonaparte como comandante de la fuerza pública. Sieyès conseguía la dimisión de los Directores. Al día siguiente, Bonaparte se presentó ante las Asambleas con 5.000 soldados, donde fue increpado y acusado de actuar fuera de la ley. El presidente del Consejo de los Quinientos, Luciano Bonaparte, hermano del general, con el pretexto de las amenazas, llamó a la tropa que despejó inmediatamente la sala donde se celebraba la sesión. Esa misma noche, una reunión de urgencia de diputados de las dos cámaras nombraron a tres Cónsules provisionales: Bonaparte, Sieyès y Roger-Ducos. Se designó también a un comité para proceder a la revisión de la Constitución. La presidencia del gobierno debía llevarse a cabo mediante rotación entre los tres cónsules por orden alfabético. Eso le daba preeminencia a Bonaparte, quien trató con cuidado de mostrar un talante moderado ("Ni bonnets rouges ni talons rouges") y de aparecer en público con frecuencia para aumentar su popularidad. Tomó medidas financieras que permitieran una cierta capacidad de actuación al gobierno, como la de sustituir el empréstito forzoso por un apéndice de 25 céntimos sobre las tres contribuciones principales: la agrícola, la mobiliaria y la suntuaria. Tranquilizó a los banqueros y a los notables prometiéndoles una política de orden, de respeto a la propiedad y de tranquilidad en el exterior. Al mismo tiempo que desterró a muchos jacobinos, prohibió el regreso de los emigrados y el predominio de ningún culto. En resumen, lo que Bonaparte hizo en esta primera etapa de su gobierno fue actuar con suma prudencia y prepararse para el definitivo asalto al poder.El comité encargado de revisar la Constitución presentó un proyecto sólo un mes más tarde de haber sido nombrado y el nuevo texto fue promulgado el 25 de diciembre de 1799 (4 de Nivoso del año VIII). La Constitución del año VIII tenía un total de 95 artículos y en ellos se regulaba en primer lugar el derecho electoral de los ciudadanos, de tal manera que se mantenía teóricamente el sufragio universal, pero en la práctica sólo tendrían derecho al voto los ciudadanos incluidos en las llamadas "listas de confianza" que se confeccionaban en varios grados: comunal, departamental y nacional. Se creaba un Senado compuesto por 80 miembros elegidos por cooptación a partir de unas listas propuestas por el primer Cónsul, el Cuerpo Legislativo y el Tribunado. Su función era la de velar por la Constitución y participar en la elección de una serie de personas para las asambleas legislativas. Estas asambleas eran dos, el Tribunado y el Cuerpo Legislativo. La primera estaba compuesta por 100 miembros y la segunda por 300, todos los cuales eran designados por el Senado a partir de unas listas de "confianza nacional". El poder ejecutivo se ponía en manos de tres Cónsules, nombrados por un periodo de diez años por el Senado, pero renovables indefinidamente. No obstante, era el primero de ellos el que reunía casi todo el poder: nombraba ministros y funcionarios, tenía el derecho de iniciativa en las leyes y no era responsable ante las asambleas. En cuanto al poder judicial, la Constitución sólo regulaba la elección por sufragio universal de los jueces de paz y el nombramiento de los demás por parte del gobierno.La Constitución del año VIII ponía en manos de Bonaparte todas las funciones legislativas y ejecutivas y, con una serie de medidas posteriores, sometió a su dominio a los tribunales de justicia. Al año siguiente, consiguió también someter al gobierno local de todo el país. Se conservaban las circunscripciones administrativas de los departamentos, asistidos por un prefecto; los distritos (arrondissements), a cuyo frente estaba un subprefecto, y la comuna, en la que mandaba el alcalde (maire). Todos estos funcionarios eran nombrados por el gobierno. Los extensos poderes que las Asambleas legislativas concedían a las corporaciones electivas de los departamentos y los distritos menores eran manejados por prefectos y subprefectos. Seguían existiendo los Consejos locales electivos, pero no se reunían más que dos semanas al año y sólo se ocupaban de la distribución de las contribuciones. El prefecto y el subprefecto podían consultarlos, pero no tenían jurisdicción sobre el poder ejecutivo. Los alcaldes de las pequeñas communes eran elegidos por el prefecto, pero en las ciudades de más de 5.000 habitantes eran de nombramiento directo de Bonaparte. La policía en las ciudades de más de 10.000 habitantes dependía del gobierno central.Esta organización del gobierno, tan fuertemente centralizado, no dejaba al pueblo mucha intervención en los asuntos gubernamentales, pero presentaba la ventaja de la rápida ejecución de las decisiones, las leyes y los decretos emanados del poder central. En todas las reformas emprendidas por Napoleón existía ese afán centralizador que se aplicaba, a veces, a expensas de la libertad política. Roederer, aquel republicano moderado y escritor de la época, definió el sistema de una forma concisa, pero muy gráfica: El "prefecto, que esencialmente se ocupaba de su ejecución, transmitía las órdenes a los subprefectos; éstos a los alcaldes de las ciudades, pueblos y aldeas, de forma que la cadena de ejecución desciende sin interrupción desde el ministro al administrado y transmite la ley y las órdenes del gobierno hasta las últimas ramificaciones del orden social con la rapidez del fluido eléctrico".La reforma judicial acompañó a la reforma administrativa. Se conservaban los jueces de paz, pero mediante la ley de 27 de Ventoso del año VIII (18 de marzo de 1800) se creaban 400 tribunales de primera instancia, es decir, uno por cada distrito. En cada uno de ellos, tres jueces y un comisario gubernamental juzgaban los asuntos civiles. Para el conjunto, se pusieron en funcionamiento 28 tribunales de apelación, que resolvían sobre aquellos asuntos que habían sido ya juzgados en primera instancia por los tribunales de distrito. Se creaban además 98 tribunales para los asuntos criminales, uno por departamento, compuestos por un presidente, dos jueces, un comisario gubernamental y dos jurados. La gran novedad de la reforma judicial es que se suprimía la elección de los jueces, que pasaban a ser nombrados y retribuidos por el gobierno y se convertían de esa forma en funcionarios del Estado.Una de las principales preocupaciones del Consulado desde el primer día fue la situación del Tesoro. Para mejorar las finanzas, se tomaron medidas inmediatas, como fue la de sustraer a las autoridades locales el cobro de los impuestos directos, que quedaron en manos de funcionarios dependientes del poder central. Todo el sistema quedaba bajo la dirección de un director general de contribuciones del que dependían los directores departamentales, los inspectores y los controladores. Más tarde, en 1807 se crearía el Tribunal de cuentas, encargado de verificar todos los asuntos relativos a los ingresos del Estado.También se reorganizó el sistema financiero y mediante la ley del 7 de Germinal del año XI (28 de marzo de 1803) se creaba el franco, que se constituía así como la nueva unidad monetaria de la República. El franco se convirtió en una moneda metálica fuerte, ya que se desistió de emitir papel moneda después de la experiencia negativa de los assignats. En 1800 se había creado el Banco de Francia, que estaba dirigido por un Consejo de regencia elegido por los accionistas y un Comité formado por tres regentes. Este Banco se convirtió en un banco de emisión, además de serlo de depósitos y de descuentos. En 1803 su organización fue reformada y confiada a 15 regentes, elegidos por los 200 accionistas más importantes, y tres censores, reemplazados en 1806 por un gobernador y dos subgobernadores nombrados por el Estado. De esta manera, la reforma financiera quedaba basada en tres instituciones: la Hacienda, el franco y el Banco de Francia, las cuales contribuirían a reforzar la centralización del Estado en este dominio.El Consulado emprendió también la reforma educativa mediante la ley de 11 de Floreal del año X (1 de mayo de 1802). La enseñanza primaria quedaba en manos de los ayuntamientos, que eran los encargados de financiarla, aunque en la práctica muchas escuelas quedaron en manos de los religiosos y las religiosas. Pero donde se puso un especial interés fue en la enseñanza secundaria, por ser la encargada de formar a los funcionarios. La enseñanza secundaria se impartía en los liceos y en las escuelas secundarias municipales. Estas últimas eran libres, pero se hallaban bajo el control de los prefectos. En ellas se enseñaba el francés, matemáticas, geografía e historia según los métodos de la enseñanza moderna. El liceo era, sin embargo, el centro más importante para este tipo de enseñanza. Se ha dicho que aunaba el espíritu jesuítico y el espíritu napoleónico. El espíritu jesuítico porque mezclaba los programas de las humanidades con los científicos y el napoleónico por la disciplina que imprimía a los discentes y a los docentes.En el ámbito educativo superior se estableció una universidad muy centralizada dividida en 27 academias, en cada una de las cuales había una facultad de letras. También se crearon 15 facultades de ciencias, 13 de derecho, 7 de medicina y varias de teología católica y teología protestante. La operatividad del sistema universitario fue, sin embargo, escasa y la mayor parte de estas facultades tuvieron dificultades para sobrevivir hasta el final de la época napoleónica.Otra de las cuestiones fundamentales que había que regular era la cuestión religiosa. Francia seguía siendo en su mayoría un país católico, aunque estaba dividido por un cisma. Las difíciles negociaciones entre Bonaparte y Roma dieron como resultado la firma del Concordato del 15 de julio de 1801. El Papa Pío VII no tenía un carácter fuerte como su predecesor Pío VI y no supo negarse a la propuesta de Napoleón, quien ya en junio de 1800 comenzó a entrar en contacto con la iglesia para preparar el acuerdo. A Bonaparte le interesaba la normalización de las relaciones para desarmar a los contrarrevolucionarios más recalcitrantes que seguían negándose a reconocer a un Estado laico y a aceptar la libertad de conciencia. En el Concordato se reconocía que el catolicismo era la religión de la gran mayoría de los franceses. El Primer cónsul nombraba a los arzobispos y a los obispos, pero era el Papa el que otorgaba la institución canónica. El Papa se comprometía a pedir a los obispos refractarios que renunciasen a sus sedes, y si se negaban, los retiraría. Napoleón, por su parte, debía pedir a los obispos constitucionales su dimisión, y de esta manera se terminaría con el cisma existente en Francia. Los obispos eran quienes determinaban las diócesis y nombraban a los curas, pues, como señala Lefèbvre, Bonaparte pensaba que controlando a los obispos, controlaría a sus sacerdotes, sin necesidad de tener que vigilarlos él mismo.Para la aplicación del Concordato se aprobó un reglamento titulado Artículos orgánicos del culto católico, sin consultar al Papa, mediante el que se establecía que la publicación de bulas, la convocatoria de concilios, la creación de seminarios y la publicación de catecismos, quedaban sujetos a la aprobación del gobierno. Asimismo se reconocía como atribución del poder civil la autorización de actividades como el repique de las campanas de las iglesias o la organización de procesiones.Paralelamente, y para poner bien claramente de manifiesto que la religión católica no era la religión del Estado, se aprobó también un reglamento para las otras religiones titulado Artículos orgánicos del culto protestante. En él se establecía que los calvinistas serían administrados por consistorios compuestos por los fieles más destacados y presididos por un pastor. Los luteranos también eran organizados por medio de consistorios. Este reglamento de las religiones protestantes se unió al Concordato y a su propio reglamento con el objeto de que todos ellos formasen parte de una misma ley. Más tarde, en 1808, los judíos verían también reglamentada su religión. Aunque la nueva regulación de las relaciones entre la Santa Sede y el Estado francés aparentaba haber terminado con la tradición galicana de una iglesia nacional autónoma, en el futuro Napoleón llevaría a cabo una serie de imposiciones que sobrepasaría los límites de lo que habían hecho sus predecesores.La política social de Napoleón estaba dirigida a reforzar el poder de la burguesía, ya que pensaba que la estructura de la sociedad debía estar basada en la riqueza. Bonaparte desconfiaba de lo que él llamaba la "gente de talento", en tanto que ese talento no se viese acompañado de la posesión de riqueza, puesto que esa disociación podía constituir un fermento revolucionario. Como ha puesto de manifiesto el historiador Georges Lefèbvre, en este sentido puede decirse que como defensor de la burguesía censitaria y una vez desaparecido su despotismo, el régimen social del año X puso los fundamentos de la Monarquía de Luis Felipe de Orleans, con la que el régimen censitario alcanzó su máxima expresión.Pues bien, el Código Napoleónico, compuesto por el Código Civil (1804), el Código de Procedimiento Civil (1806), el Código de Procedimiento Criminal (1808) y el Código Penal (1810), consagrarían un tipo de sociedad en la que primaba el orden y la estabilidad en las relaciones interpersonales, además de la igualdad civil, la libertad religiosa, la centralización y el poder del Estado. El Código Civil recogía los elementos esenciales del pensamiento social de la época napoleónica y además las transmitió a toda Europa, en muchos de cuyos países contribuyó a establecer las bases de la sociedad moderna. Concebido, como ya se ha señalado, en función de los intereses de la burguesía, consagraba y sancionaba el derecho a la propiedad. La familia aparecía como uno de esos cuerpos sociales que "disciplinan la actividad de los individuos". La autoridad del padre, que se había visto debilitada por la Revolución, se veía reforzada en el Código, de tal manera que podía imponer prisión a sus hijos durante seis meses sin necesidad de control por parte de la autoridad judicial. Se le reconocía la propiedad de los bienes de éstos y la administración de los de su mujer. En definitiva, como ha señalado Henri Calvet, el Código de Napoleón era el fruto de la evolución de la sociedad francesa y señalaba el compromiso entre el Viejo y el Nuevo Régimen.Todas estas reformas emprendidas por Napoleón durante el Consulado contribuyeron a restablecer el orden y la disciplina en Francia después de los agitados años transcurridos desde 1789. Se acabó con el bandolerismo y la sistemática violación de las leyes. Se garantizó la vida y la propiedad privada. Se pusieron en marcha las obras públicas y se dieron más oportunidades a los franceses para que adquiriesen una mejor educación según la capacidad de cada uno. Sin duda, su iniciativa y sus dotes de organizador contribuyeron decisivamente a la modernización de Francia.